¿Qué puede el río contra el fuego, la noche contra el sol, las tinieblas contra la luna?
Aforismo sánscrito
Usha llamó por teléfono a Indira, que estaba de gira en el estado de Bihar, para anunciarle la buena nueva. Año y medio después del nacimiento de Rahul, la familia se enorgullecía con este nuevo miembro. La primera ministra estaba radiante. ¿Qué más podía pedir? Era la líder indiscutible del país, su posición era inatacable' y encima la vida le hacía el regalo de una nieta, como una coronación. Dispuesta a mimarla mucho, se mantenía siempre al tanto de sus necesidades y, fiel a su estilo, mandaba mensajes a Sonia desde los lugares más insospechados con preguntas del tipo: ¿cómo ha pasado la noche la niña? o ¿sigue teniendo Rahul muchos mocos? Ese momento de regocijo le recordaba otro igual de intenso, cuando había decidido casarse con Firoz. «Siento una serena felicidad muy dentro de mí que nada ni nadie puede robarme», le había escrito a su padre. Nehru le había respondido desde la cárcel, templando el entusiasmo de su hija desde la altura de sus años y su experiencia: «La felicidad es algo más bien fugaz, sentirse realizado es quizás un sentimiento más duradero.» Nehru sabía, e Indira ya lo había aprendido, que la felicidad es tan frágil como la más fina de las porcelanas. Más vale preservarla y disfrutarla mientras dure, porque se puede romper -o la pueden robar.
Indira se sentía ciertamente realizada, y en plena posesión de sus facultades. Se había acostumbrado al poder, no por lo que derivaba de él en términos materiales, porque sus escasas necesidades estaban ampliamente cubiertas y carecía de ambición en ese sentido, sino por el sentimiento de plenitud que le proporcionaba. El sentimiento de que era fiel a su destino por el hecho de pertenecer a la familia en la que nació. El convencimiento íntimo de que cumplía con su deber, que no brotaba de una elección personal, sino de la herencia moral que había recibido de su padre, y éste del suyo. El sentido mesiánico que le había instilado Nehru había terminado por calar en lo más hondo de su espíritu.
Pero también había aprendido Indira que el poder, la fama y la popularidad no duran eternamente. ¿Cómo seguir ascendiendo cuando se ha llegado a la cima? ¿O es que, una vez en lo alto, sólo se puede bajar? Eran consideraciones que la asaltaban en momentos difíciles, cada vez más numerosos. «Me siento prisionera -le escribió a su amiga Dorothy Norman en junio de 1973- por el equipo de seguridad, que piensa que puede disimular su incompetencia a base de rodearme de más y más gente, pero sobre todo porque me doy cuenta de que he llegado a un final, de que ya no se puede crecer más en esta dirección.» En realidad, se habría concentrado exclusivamente en los temas de política internacional si hubiera podido, porque eran los que de verdad le gustaban. Se sentía con alma de estadista: las grandes cuestiones y los grandes desafíos la inspiraban. Había firmado un acuerdo con Bhutto que garantizaba una larga paz con Pakistán; quería resolver el contencioso de Cachemira, el país de sus antepasados; buscaba normalizar las relaciones con los chinos. En cambio, la política interna, los rifirrafes entre partidos, las traiciones, las alianzas forzadas, el ruido de la vida pública india la abrumaban. «No hay días normales para una primera ministra de la India -le oía decir Sonia, mientras servía el té a Indira y a su amiga Pupul-. En un día bueno, a lo mejor hay dos o tres problemas muy urgentes. En un día malo, quizás haya una docena. Después de un tiempo, consigues vivir con ello, aunque nunca te acostumbras del todo. Si lo haces, entonces es mejor que dejes el cargo. Un primer ministro debe de estar siempre un poco a disgusto, siempre buscando un equilibrio.»
A nivel personal, la diosa Durga seguía viviendo a su manera austera. Apenas llevaba joyas, reflejo de su personalidad frugal Sus saris más preciados eran los que había tejido su padre en la cárcel. Tenía sin embargo una bonita colección que utilizaba de manera «política», en el sentido de que se los ponía según el lugar y la población que pensaba visitar. Los había de todas partes del subcontinente. También había en su ropero trajes regionales que lucía cuando iba de gira por los territorios del noreste, para dejar claro que el sari no era la única prenda que llevaban las mujeres en la India.
Sonia aprendió a reconocer toda esa ropa y la ayudaba a escogerla antes de cada viaje. Durante el conflicto de Bangladesh, Indira se había inclinado por el rojo, como si la guerra hubiera realzado su sensibilidad a ese color, que tradicionalmente estaba vetado a las viudas. Indira había confesado durante esa época que lo veía todo como si fuera a través de un filtro rojo y que ese color le había acompañado a lo largo de toda la guerra. Pero después volvió a sus gustos de siempre, es decir, todos los colores excepto el malva y el violeta. Prefería los tonos luminosos a los tonos pastel, muy especialmente el verde. Como era difícil para ella ir de tiendas, Sonia y Usha le acercaban los saris a casa. Rápidamente Indira escogía los que le gustaban. Sabía llevarlos con estilo, y lucía tan elegante en un simple sari de algodón tejido a mano como en uno recargado, hecho con seda de Benarés.
Sonia se había convertido en la presencia indispensable en esa casa. Indira la quería como la hija que no había tenido. Ahora que había más recepciones y cenas de dignatarios extranjeros, Sonia asumió con su suegra el papel que Indira tenía cuando vivía en Teen Murti House con su padre. Era muy concienzuda a la hora de elegir los menús, en los que no se incluía nunca carne de vaca ni de cerdo. Los hindúes vegetarianos no comían huevos pero sí lácteos, y los más estrictos, los veganos, no admitían nada animal. También preparaba comida halal para los musulmanes y kosher para los judíos. Cuidar de que todo estuviera en perfecto orden no era tarea fácil, sobre todo cuando venían extranjeros. Era difícil obtener productos indispensables para un buen menú occidental, incluso en el economato de la embajada norteamericana. Sonia aprendió a planificar las comidas con mucho tiento, mezclando platos indios y europeos según la disponibilidad de los ingredientes. Lo grave es que de nuevo había escasez de alimentos básicos. Después de seis años de abundantes monzones, las lluvias habían vuelto a fallar. La nube de polvo que asfixiaba Nueva Delhi era tan densa que Sonia no se desplazaba sin su inhalador. Veía el desorden en las calles desde el interior de su Ambassador blanco con cristales negros. Por doquier había manifestaciones, vías cortadas, gente que protestaba. «¡Indira no acaba con la pobreza! -decía un hombre armado de un megáfono frente a una pequeña multitud en un cruce de Nueva Delhi, haciendo alusión al eslogan electoral de Indira-, ¡sino que está acabando con los pobres matándonos de hambre!» La victoria no había perdonado al vencedor, y la India estaba herida. La atención a los refugiados había vaciado los graneros del país. Las arcas del Estado estaban a cero. La crisis petrolera mundial había disparado el precio del crudo y la inflación estaba desbocada. Si antes Sonia tardaba veinte minutos en llegar a Connaught Place, ahora tenía que prever más del doble por las vueltas que había que dar, tal era el desorden en las calles. Era paradójico tener que recorrer la ciudad haciendo la compra para banquetes de lujo mientras los pobres pasaban hambre en las calles. Ésa era una realidad a la que Sonia no se acostumbraba. De vuelta a casa, controlaba que cada bombilla funcionase, y que los grifos de los cuartos de baño no goteasen. Se aseguraba de que los invitados altos tendrían sillas apropiadas y que los muy bajitos podrían contar con reposapiés.
Cuando estaba en casa, siempre que podía Indira seguía utilizando su pequeño estudio en la veranda adjunta a su dormitorio, a pesar de que dispusiese de un despacho grande en Akbar Road, a unos cincuenta metros de distancia. Pero dentro de casa, sentía cercana la presencia de los suyos, podía escuchar el trajín doméstico, veía pasar a Sonia con el bebé en brazos y eso le hacía la vida más dulce. Para ella, el trabajo, el ocio y los deberes familiares no eran actividades compartimentadas, sino que fluían las unas en las otras. Rendía más cuando se dedicaba a varias cosas al mismo tiempo. «Cuanto más haces, más puedes hacer» era su máxima favorita. Sus facultades funcionaban simultáneamente, y eso quizás era el secreto de que pudiera despachar mucho más trabajo que la gente normal. Sonia observó que para su suegra el trabajo y el descanso no eran periodos separados. De lo que se trataba era de hacer algo distinto, aunque fuese por poco tiempo, como leer, arreglar ramos de flores, ordenar libros o ropa, o hablar con la familia. Durante el almuerzo, Indira a veces se dedicaba a completar un crucigrama, lo que parecía extraño con la cantidad de problemas que la acechaban. «Me ayuda a relajarme y a organizar las ideas», decía. En casa seguía con la costumbre de dejar notas: «Hoy te has perdido una foto bonita -le dejó escrito a Rajiv un día-. Esta mañana en Akbar Road, dos periquitos posaron largo tiempo en la rama de un árbol. También había un par de pájaros carpinteros aleteando sin descanso.»
Sonia aprendió mucho de ella, por la relación afectuosa que ambas habían tejido y que se consolidaba con el tiempo. Los problemas de Indira, que en gran parte eran los problemas de la India, acababan siendo discutidos en casa. No se hablaba tanto del día a día de la vida política como de los grandes temas: la severa crisis económica que había empezado en 1972 y que amenazaba con convertirse en la más seria de todas, la sobrepoblación que asfixiaba el desarrollo del país, las eternas tensiones entre comunidades religiosas, la ocupación por chabolistas de terrenos públicos en todas las ciudades o los efectos de los desastres naturales, eternos compañeros de la existencia del hombre en Asia. El amor que Indira sentía por el pueblo llano se lo contagió también a Sonia, a quien conmovía el papel de su suegra como adalid de los pobres, un eco de sus sueños adolescentes con heroicos misioneros. Además, la admiraba, no tanto por sus éxitos en la vida política, sino porque era espontánea e informal, totalmente carente de soberbia. La italiana apreciaba «su capacidad de querer y de dan›. «Para nosotros, era alguien que compartía generosamente sus amplios conocimientos, su calidez y su presencia. Cuando iba de viaje, nos escribía sobre sus encuentros y sus experiencias. Cuando estaba aquí, velaba por todos y cada uno de nosotros.» Indira se tomaba muy en serio los pequeños acontecimientos del día a día de sus nietos, como el primer diente o los primeros pasos. Le maravillaba el fenómeno extraordinario, tan viejo como la humanidad y sin embargo siempre nuevo, de cómo un niño desarrolla su conocimiento del mundo exterior, con ese inacabable sentido de la aventura, esa pasión por la investigación de todo lo que le rodea… «Verás que muy rápidamente el niño pasa a través de milenios de historia humana, e inconscientemente, y en parte conscientemente también, vivirá dentro de sí la historia de su raza», le había escrito una vez su padre, y había querido mostrarle la carta a Sonia. A la italiana le conmovía que a pesar de toda la presión del mundo exterior que recibía Indira, ésta siguiese sensible al espectáculo, pequeño y grandioso a la vez, de ver crecer a sus nietos.
A pesar de que estaba muy pendiente del bienestar de su suegra, Sonia mantenía su vida privada con Rajiv. Que hubiera una cena en el comedor principal no significaba que tuvieran que asistir ellos también. A veces lo hacían, otras no. Ellos tenían su vida familiar muy organizada, tan estable como lo era su relación. «Siempre se quisieron mucho; nunca he visto una pareja igual de unida desde el día en que se conocieron», diría Christian, el amigo que les había presentado en Cambridge. «Nuestro matrimonio funcionó siempre muy bien, desde el primer momento. Sonia fue siempre muy comprensiva», confesó Rajiv, que había ascendido a piloto y ahora volaba un avión inglés, el Avro HS-748, otro digno sucesor del famoso DC-3 Dakota. Entre sus colegas de la aerolínea, se le tenía por un buen profesional, aunque a veces le tomaban el pelo por ser demasiado meticuloso con los planes de vuelo, con los problemas técnicos y con los horarios. No soportaba la chapuza, pero siempre estaba dispuesto a hacerse cargo de un vuelo si por alguna razón un colega le pedía el favor de reemplazarle. Era buen camarada, campechano e indiferente con la jerarquía.
Por quien estaba preocupada Indira era por su otro hijo, Sanjay. «Rajiv tiene un trabajo, pero Sanjay no lo tiene y está metido en una empresa costosa. Se parece mucho a mí cuando tenía la misma edad -con sus asperezas también-, tanto que me da pena el sufrimiento que debe soportar.» Dos años después de haber conseguido la licencia del gobierno para fabricar un coche autóctono, la empresa de Sanjay no había producido un solo vehículo que se pudiera comercializar. No le había faltado ayuda, desde la posición privilegiada que el auge de su madre le proporcionaba. Había conseguido que algunos políticos y hombres de negocios, deseando congraciarse con Indira, invirtiesen grandes sumas de dinero en su empresa. Sabían que en caso de perder la inversión podrían reclamar favores políticos. Del jefe del gobierno del estado de Haryana, un individuo regordete con gafas llamado Bansi Lal, que buscaba acercarse a la cúpula del poder como fuese, había obtenido cincuenta hectáreas de tierra agrícola a las afueras de Delhi. «Cuando cazas al ternero, es seguro que la madre le seguirá», había declarado con una lógica primaria Bansi Lal a un amigo. Cuando la prensa destapó que fue necesario «realojar» a más de un millar de campesinos para levantar la Fábrica Maruti, el Parlamento reaccionó con virulencia a lo que llamó un nuevo acto de «flagrante nepotismo». El precio conseguido era sospechoso, y la ubicación de los terrenos, próximos a un antiguo polvorín del ejército, violaba las leyes del gobierno que prohibían levantar una fábrica industrial a menos de un kilómetro de una instalación de defensa. Pero nunca se pudo probar que hubiera cohecho. Indira se mantuvo callada, como si no fuese con ella, a pesar de que su principal consejero y hombre de confianza le advirtiese sobre la ingenuidad de los planes de su hijo y su inexperiencia con proyectos industriales.
– El fracaso de Sanjay en producir un automóvil podría afectar seriamente tu posición política -le dijo-. El Maruti puede ser la grieta que los partidos de la oposición están buscando en tu coraza.
Indira alzó la vista hacia su consejero, le miró unos segundos y no contestó. Sentía una mezcla de fe y compasión por su hijo que le impedía ver la realidad tal y como era.
Pero había otro potente factor que contribuía a la ceguera en Indira: su inmenso poder. Los hombres que Indira elegía para puestos relevantes adquirían, por el mero hecho de haber sido designados por ella, un poder enorme para dispensar favores y patrocinio. Contaban con una gigantesca fuente de corrupción, que eran las medidas que el propio partido había puesto en marcha para controlar la actividad económica como parte de su programa socialista. Para hacer cualquier negocio, para abrir cualquier empresa, para importar bienes de equipo o piezas de recambio se requería un sinfín de licencias, permisos y autorizaciones. Un sistema que llamaron License Raj, algo así como el «Imperio del Permiso». Burócratas y políticos tenían allí la posibilidad de enriquecerse intercambiando favores por dinero o por otros favores. El Lícense Raj abonaba el terreno a cotas aún más altas de corrupción. Y Sanjay se dedicó a pescar en esas aguas.
Indira era consciente de la influencia que el dinero y el poder ejercían sobre los que estaban a su alrededor, pero pensaba que cierto grado de corrupción había existido siempre y era parte integrante del sistema. Lo importante era que no se descontrolase. Además, cerrar los ojos sobre las corruptelas de su gente era también una manera de tenerlos atados. Ciertamente, Indira no era el único caso -en la India o en el mundo- de líder político personalmente intachable pero que hacía la vista gorda ante la corrupción de los demás. Le parecía que eran asuntos que revestían poca importancia comparados, por ejemplo, con las cifras que acababan de publicarse de que menos del 20 por ciento de las mujeres de la India sabían leer y escribir, y en el estado de Bihar sólo un 4 por ciento… O que la población del país iba a pasar el umbral de los setecientos millones, es decir más del doble de la población que existía en el momento de la independencia… A ese ritmo, en pocos años, la población india sobrepasaría a la de China. Ésos sí eran problemas que exigían la máxima atención. Como lo eran la oleada de huelgas, el descontento popular y el espectro de las hambrunas. Hasta Rajiv y Sonia, que salían poco, empezaron a notar la corrupción por la manera de vestir de las mujeres y las hijas de los miembros del Partido del Congreso, que ahora llevaban saris de seda importada, joyas de diamantes y zapatos italianos cuando acudían a las recepciones oficiales.
Muy a pesar del apoyo tácito de su madre, el proyecto de Sanjay no despegaba. Todos los prototipos tenían defectos en la dirección, la caja de cambios, la suspensión y el circuito de refrigeración. Un día invitó a Sonia a probar un prototipo en el circuito alrededor del perímetro de la fábrica. Sanjay se afanaba en demostrar que su vehículo era capaz de alcanzar los cien kilómetros por hora, pero el terreno estaba tan lleno de baches y matorrales que Sonia, muerta de miedo, le rogó que redujese la velocidad. Aunque era nuevo, el coche parecía viejo. Las puertas no cerraban bien, la suspensión era durísima y el ruido del motor, ensordecedor. Pero Sanjay no veía esos defectos. Tanto era así que, en mayo de 1973, pensó que por fin podía presentar un modelo a la prensa e invitó a una periodista de la revista Surge a probarlo. El coche se calentó y perdió aceite. En los talleres, la periodista notó que había sólo cinco coches sin pintar y otros quince en proceso de fabricación. Los motores se ensamblaban manualmente y no había signos de una cadena de montaje. Se dio cuenta de que el Maruti, en lugar de ser el coche barato producido en masa que quería el gobierno, era un producto artesanal de muy baja calidad.
El problema es que Sanjay había recaudado mucho dinero y estaba entrampado. Al principio, como tampoco podía llamar directamente a los que podían ayudarle financieramente, utilizaba los servicios de uno de los secretarios de su madre, un hombre con el pelo engominado peinado hacia atrás y una ancha sonrisa mecánica llamado R. K. Dhawan (había sido el taquígrafo de Nehru) que vio una buena oportunidad, cultivando el contacto con Sanjay, de mejorar su posición con respecto a su jefa. Él se encargaba de llamar a empresarios y hombres de negocio desde el número 1 de Safdarjung Road y éstos acudían corriendo porque no querían perder la oportunidad de hacer un favor a la primera ministra, vía su hijo. Es posible que pensasen que la propia Indira se interesaba por estos negocios, pero en realidad ella lo ignoraba absolutamente todo de los tejemanejes de su vástago.
Más adelante, Sanjay pidió un depósito de medio millón de rupias a cada uno de los setenta y cinco concesionarios que había designado a cambio de la promesa de entregar los primeros coches para la venta en los seis meses siguientes. También había acudido a los bancos, nacionalizados recientemente por su madre, y había conseguido créditos sin garantía por valor de ocho millones de rupias. Pero el coche seguía sin materializarse y la ineptitud de Sanjay salió a relucir. Para defenderse de los ataques, cada vez más numerosos, él achacaba su fracaso a la burocracia y a la cantidad de cortapisas administrativas que tenía que sortear. Algo de razón tenía, pero si alguien estaba en disposición de lidiar con las dificultades y los obstáculos del License Raj, era él. Aun así, optó por echar la culpa a los demás. Pero la protesta de los diputados se hacía muy estridente y los periódicos empezaron a hablar del asunto Maruti relacionando a Indira con su viejo enemigo Nixon. El asunto Maruti, según la prensa, era el Watergate de Indira.
A finales de 1973, angustiada ante la proporción que tomaba el asunto, Indira pidió a su ministro de Economía que echase un vistazo a los papeles del Maruti. Sonia la veía muy preocupada. Su suegra estaba convencida de que la oposición utilizaba el asunto de Sanjay para destruirla, y no le parecía justo. Seguía pensando que su hijo merecía una oportunidad. Un día le contó que en su juventud había conocido a un cura católico que había construido un avión en dos garajes en Bombay y que solía pasear a sus amigos sobrevolando la bahía. «Si ese hombre pudo construir un avión… ¿Por qué no puede Sanjay construir un coche?», preguntaba.
Las razones de la incapacidad de su hijo en emular al cura católico salieron a relucir en la entrevista que tuvo lugar entre Indira, Sanjay y el ministro de Economía, Subramanian, que había sido el arquitecto de la «revolución verde». El ministro pidió a Sanjay el informe del proyecto.
– No puede haber informe del proyecto antes de realizarse el proyecto -contestó Sanjay.
El ministro pasó a explicarle que aunque posiblemente pudiese diseñar un coche, debía tener un informe con la especificación de cada componente, la manera en que se producirían y el coste por pieza.
– Eso ya no es necesario -contestó Sanjay con su punto de arrogancia-. Ésas son viejas maneras de operar.
El ministro dijo a Indira que su hijo, por muy dinámico que fuese, carecía de los conocimientos necesarios para triunfar en semejante empresa. Le prometió conseguir la ayuda de profesionales para aconsejarle, pero Sanjay se opuso a ello con vehemencia. No quería que nadie le hiciese sombra ni perder el control de su negocio. Todo hacía presagiar que Indira escucharía a su ministro, pero no lo hizo. Presa entre su deber de gobernante y la fe ciega que tenía en su hijo, no sólo hizo caso omiso de los consejos de Subramanian, sino que apartó a los consejeros más críticos con Sanjay. El poder absoluto del que ahora disponía Indira exigía gente sin carácter y maleable alrededor. No admitía sombras, ni discrepancias, ni crítica, aunque fuese amistosa. El poder, que estaba envenenando al hijo y cegaba a la madre, sólo admitía sumisión.
A Rajiv nunca le había gustado el proyecto de su hermano, que veía como el sueño de un megalómano que podía dañar la reputación de su madre, y por extensión la del resto de la familia. Ambos hermanos tuvieron su primer gran desencuentro de adultos cuando Rajiv, al regresar de un viaje, se enteró de que Sanjay había convencido a Sonia para que firmase varios documentos que la hacían socia de una nueva empresa, Maruti Technical Services, con sueldo, bonificaciones y gastos de viaje incluidos. También aparecían como socios los pequeños Rahul y Priyanka.
– ¿Cómo has podido hacer eso? -le dijo enfurecido a su hermano-. No quiero acabar pringado en tus tejemanejes, ni que metas a Sonia y a los niños en líos…
– Líos ninguno…
– ¿Cómo que no? ¿Cuánto tiempo crees que va a tardar la oposición en enterarse de esto?
– No es nada ilegal.
– Sí lo es. Te has olvidado de que Sonia, por ley, no tiene derecho a poseer acciones de una empresa india por ser extranjera.
Sanjay alzó los hombros, como si aquello no tuviera la más mínima importancia. Rajiv estaba también enfadado con Sonia.
– He aceptado por hacerle un favor a tu hermano -le dijo ella-. Siempre ha sido muy cariñoso conmigo, y si me pide un favor, no iba a decirle que no.
– Pero has firmado que vas a cobrar un sueldo, ¿te das cuenta?
– He firmado a ciegas, no sabía lo del sueldo, ni he tenido nunca intención de cobrar nada, eso lo sabes tú…
– Vas a ver cómo tarde o temprano, el lío del Maruti va a acabar por salpicarnos.
Rajiv estaba furioso, como pocas veces le había visto Sonia. Bajo la denominación de empresa de consultoría, era en realidad una tapadera creada para desviar dinero de la empresa matriz Maruti Limited a manos de Sanjay y de los que habían invertido grandes sumas en la fábrica de coches que no acababan de existir. Ahora Rajiv sólo quería una cosa: alejarse completamente de todo lo que tuviera que ver con el Maruti.
Ambos hermanos se habían criado en la misma casa, pero desde la más tierna infancia habían mostrado marcadas diferencias. La maestra de escuela infantil que les dio clase describía a Rajiv como un niño cortés, dócil, un estudiante correcto. En cambio Sanjay era rebelde, destructivo, porfiado, sin interés alguno por las actividades de la escuela, soberbio con sus profesores y muy difícil de tratar. Creció como un adolescente turbulento y caprichoso, trasteando con coches y atrayendo a dudosas amistades. Ambos ingresaron en el Doon School, el colegio más elitista de la India, creado a imagen y semejanza de las grandes instituciones educativas británicas como Eton o Harrow. Pero Sanjay no aguantó la disciplina ni el ritmo de estudios. Tenía tan poco interés por la lectura que en una entrevista que le hicieron de adulto no pudo nombrar un solo libro que le hubiera influenciado o inspirado, ni siquiera los escritos por su abuelo. Sólo le gustaban las actividades del taller mecánico. Vivía obsesionado con los coches y los aviones. A pesar de ser quien era, fue expulsado del colegio. Fue entonces cuando Indira, desesperada, lo mandó a hacer un curso de aprendizaje a la Rolls-Royce en Inglaterra. «Lo que más le gustaba era hablar de política india y burlarse de la política inglesa», diría su supervisor antes de añadir: «Una vez, cuando le llamé la atención por un error que había cometido, me dijo: "Mira, los británicos han jodido a la India durante siglos, y ahora yo he venido a joder a Inglaterra."»
Criado entre primeros ministros que la gente adulaba como a dioses, Sanjay acabó pensando que la India era su dominio personal. Nunca conoció privaciones, al contrario que su madre y su abuelo. Nehru, después de una vida de lucha, daba rienda suelta a sus ganas de mimar a sus nietos, como si haciéndolo compensase los sufrimientos que había padecido. A veces les hacía regalos excéntricos, como un cocodrilo que se convirtió en la mascota preferida de Sanjay hasta que Indira terminó por mandarlo al zoo cuando casi le mordió los dedos. Tampoco Sanjay heredó de ellos su inmenso amor hacia la gente de la India ni su genuina compasión por los pobres. Nunca le tocó ver los rostros esqueléticos de ancianas llorando a sus muertos, nunca le tocó mirar a los ojos de los campesinos que contemplaban sus campos resquebrajados por la sequía, nunca sintió el silencioso clamor de un pueblo que desde hacía siglos pedía protección. A Sanjay parecía molestarle el atraso de su país y no entendía su complejidad. Era un rebelde contra la tradición, impaciente con las leyes y los reglamentos. Pasaba de ser cariñoso y atento a franco y brutal en un santiamén, pero esa brusquedad era chocante en un país donde las relaciones entre la gente están impregnadas de una antigua cortesía, como una pátina, producto de miles de años de ininterrumpida civilización. Para él, la vida era un juego en el que había que ganar y los problemas de la vida eran obstáculos que había que franquear para conseguir llegar a la meta. Y tenía prisa. Prisa por cambiar las cosas, por llegar antes, por acumular un poder que no le correspondía. Tenía tanta prisa que no le importaban los medios para llegar al fin.
Su hermano había crecido en una dirección opuesta. Desde pequeño había sido siempre más sensible al sufrimiento de los demás. Había heredado la sensibilidad de su madre hacia los más desfavorecidos y su amor a la India, y eso se manifestaba en las fotos que hacía. De joven, visitaba a los amigos de sus padres que estaban enfermos, de forma espontánea, sin que nadie le empujase a ello. Un día, cuando tenía diecisiete años, Indira se lo encontró cuando fue a dar el pésame a la familia de un amigo y veterano líder del Congress que acababa de morir. Así se enteró de que su hijo le había estado visitando los últimos días. Rajiv era el tipo de persona que no dudaba en detenerse y ofrecer su ayuda si veía un accidente en la carretera; y si fuese necesario, llevaba a la víctima al hospital y luego se preocupaba por su evolución. En el jardín de casa, vigilaba un nido de petirrojos y si se encontraba con una cría herida, la llevaba al hospital de pájaros de Chandni Chowk, arriesgándose a llegar tarde a su trabajo. Rajiv era feliz con lo que tenía, con Sonia, sus hijos, sus perros y el lujo de poder dedicarse a sus aficiones. No pedía más a la vida, y precisamente en eso consistía su sabiduría. Pero su madre no parecía apreciarla; más que sabiduría, ella veía en ello falta de ambición, lo que no suscitaba su admiración.
Sin embargo, Indira pensaba que una existencia privilegiada no significaba que no hubieran sufrido en su niñez. Habían vivido en una casa siempre llena de adultos, cuyo ambiente estaba impregnado de la gravedad de las discusiones y de la solemnidad de lo que se dirimía en los despachos, los salones y los estudios de Teen Murti House. Que no se hubieran aficionado a la lectura quizás era una reacción contra ese mundo oficial y protocolario en el que les tocó ser niños, pensaba ella, siempre buscándoles una disculpa. Cuando se lo pasaban bien de verdad era cuando iban a visitar a su padre, los fines de semana y en vacaciones. Firoz era extrovertido, charlatán' afectuoso y les daba su atención total. Sabía jugar con sus hijos y entretenerlos. Les enseñaba a montar y desmontar juguetes, a plantar y a cuidar rosas, porque era muy aficionado a su cultivo. Lejos de la adusta formalidad del palacete del primer ministro donde vivían, Rajiv y Sanjay encontraban en su padre a una persona con una capacidad de diversión desbordante. Además supo instigarles el sentimiento de que eran muy importantes para él, lo que les causó un profundo impacto. Como en todos los matrimonios separados, al final son los hijos quienes soportan las tensiones de los padres, aunque no las entiendan. ¿Pero acaso podía Indira explicárselas? ¿Podía contarles que no vivía con Firoz porque éste le había sido reiteradamente infiel? ¿Porque no se entendían y estaba harta de pelearse? Su propia dignidad se lo impedía. Los hijos veían que el abuelo Nehru no albergaba simpatía alguna por su yerno, y ellos lo acusaban. Quizás, inconscientemente, culpasen a su madre de que Firoz fuese apartado y no formase parte del hogar del primer ministro. Después de la cremación, Sanjay, devastado, echó en cara a su madre haber descuidado a su padre. La acusó directamente del infarto que le había matado.
Indira encajó el golpe. Debía de sentirse culpable de que su matrimonio no hubiera funcionado. Y por lo tanto culpable de que sus hijos hubieran sufrido por ello. Su debilidad con Sanjay quizás escondía su voluntad de enmendar esa culpa. A Sonia le chocaba que ella, la mujer más fuerte de la India, fuese de una debilidad tan asombrosa con su hijo pequeño. Sus numerosos enemigos no tardarían en darse cuenta de que Sanjay era su talón de Aquiles.
Indira, que tenía una confianza total con Sonia, charlaba a menudo con ella. Era quizás la única de la casa con quien compartía confidencias. Un día le confesó que su matrimonio había conocido muchos altibajos, pero que no hubiera podido casarse con ningún hombre salvo Firoz. Fue el único al que de verdad amó. Le hablaba de él a menudo, y con cariño porque decía que Rajiv le recordaba a su marido. Ambos tenían los pies en la tierra, eran sensibles a la belleza de la naturaleza y a la música, hábiles con sus manos y prácticos en su manera de encarar los problemas. Nunca pensó que Firoz moriría tan pronto, tan joven. Es cierto, reconocía que lo había desatendido en los últimos tiempos, pero lo había hecho pensando que ambos tenían la vida por delante y que recuperarían el tiempo perdido. Se habían reconciliado en 1958, después de un primer infarto. Para que se recuperase, Indira organizó unas vacaciones en familia en una casa-barco sobre el lago de la ciudad de Srinagar, la Venecia de Oriente, como se conoce a la capital de Cachemira. Firoz y los chicos se lo pasaron en grande, nadando, montando en barca y haciendo fotos. Indira aprovechó para empezar a aprender castellano, un idioma que siempre le atrajo.
El espectáculo de la naturaleza de Cachemira, la tierra de sus antepasados, la llenaba siempre de emoción. Las puestas de sol sobre las aguas centelleantes del lago Dal eran sublimes. Había magia en el aire. Parecía que los martines pescadores estuvieran amaestrados. Uno de ellos entró en la casa-barco y se posó sobre el hombro de Rajiv. Luego hicieron una excursión de varios días a Daksun, un lugar paradisíaco donde pescaron truchas silvestres en caudalosos ríos que bajaban entre prados cubiertos de flores y bosques de pinos y abetos enmarcados por cumbres de nieves eternas. Firoz le contó que acababa de comprar un terreno en Mehrauli, cerca de Delhi, y hablaron de construirse una casa algún día. Sería su propia casa, para no tener que vivir más en las del gobierno (Firoz, como diputado del estado de Uttar Pradesh, también vivía en una vivienda oficial). Fue un hermoso reencuentro para Indira, después de un matrimonio tan tormentoso, con tantas peleas, traiciones y humillaciones, aún más dolorosas porque la mayoría habían acabado expuestas a la luz pública. Ahora la sombra de los picos del Himalaya actuaban de bálsamo que curaba las heridas del pasado. Durante ese tiempo en el que pudieron disfrutar de la paz de las montañas, volvieron a hablar de un futuro juntos. Fue entonces, en ese intervalo de felicidad, tan fugaz como intenso, cuando Indira decidió, una vez que su padre hubiera muerto, consagrarse totalmente a Firoz. Pero el 8 de septiembre de 1960 vino el infarto a romperle el ensueño.
Sanjay ya no tenía la reputación de mujeriego que se había granjeado en Inglaterra. Obsesionado con el Maruti, llevaba una vida de puro trabajo. Salía de casa antes del amanecer y regresaba a las siete u ocho de la noche para ver cenar a sus sobrinos o para compartir un tentempié con Sonia. Rara vez con su hermano o con su madre, porque estaban tan absorbidos por el trabajo que en aquella época se dejaban ver poco en casa.
Desde su regreso de Inglaterra, Sanjay había tenido dos relaciones, una con una mujer musulmana, que duró poco, y otra, más seria y más larga, con una alemana, Sabine von Stieglitz, la hermana de Christian, el amigo que había presentado Sonia a Rajiv, y que trabajaba en Nueva Delhi como profesora de idiomas. Sabine, alta, rubia, guapa y cosmopolita, era culturalmente más inglesa que alemana porque casi toda su vida había vivido en Inglaterra. Era muy amiga de Sonia. Pasaban muchas tardes juntas, ocupándose de los niños, jugando con ellos o leyéndoles cuentos. Uno de ellos, «Los animales de mi ciudad», era especialmente gracioso porque describía al elefante, al mono, la boa, el cuervo, el buitre, la corneja… como los animales familiares. Y era cierto, estaban en todas partes. El graznido de las cornejas era la banda sonora de la vida en la India.
Sonia era muy madraza, y muy meticulosa con la educación de los pequeños. No toleraba caprichos con la comida, y sabía ponerles límites en su comportamiento, sin llegar a ser severa como lo había sido Stefano con ella y sus hermanas. Les hablaba en italiano cuando estaban a solas, y en inglés si estaban todos juntos o en presencia de Sabine. En realidad, Sonia era meticulosa en todo, de ahí que quisiese hacer un curso de restauración de pinturas antiguas. Esa afición cuadraba con su personalidad discreta, hacendosa, detallista y concienzuda. Pensaba dedicarse a ello en cuanto los niños creciesen un poco y la necesitasen menos.
Sonia albergaba la esperanza de que la relación entre Sanjay y Sabine se estabilizaría algún día y acabaran casándose. Pero Sabine se cansaba de esperar.
– Sanjay está más enamorado del Maruti que de mí -le confesó un día a Sonia-. Ya no me creo que acabe comprometiéndose conmigo. Sólo piensa en su proyecto de negocio, no cabe nada más en su vida.
– ¿Qué vas a hacer?
– Me vuelvo a Europa.
– ¡Qué pena!. Hubiera sido formidable tenerte de cuñada.
– También a mí me hubiera gustado -le dijo a Sonia, mientras Priyanka y Rahul se peleaban por una galleta.
Sonia la acompañó al aeropuerto a despedirla. Lo que no sabía es que la volvería a ver dos días más tarde.
– ¿Pero qué ha pasado? ¿No estabas en Londres?
Sabine le contó que en la escala de Teherán, el piloto del avión de Indian Airlines la mandó llamar por megafonía. Sabine, sorprendida, acudió a la cabina del Boeing.
– Alguien quiere hablar con usted por la radio -le dijeron. Era Sanjay. Allí, frente a una tripulación que no salía de su asombro, vivieron su penúltima escena de amor. Sanjay le rogó que regresase a Nueva Delhi: «Démonos una última oportunidad», le suplicó. Sabine no pudo resistirse al hombre que amaba y por eso había vuelto. Le daba un poco de vergüenza haber cedido. Sonia estaba encantada, y volvió a soñar con que su amiga podía convertirse en su cuñada.
Pero unas semanas después rompían de nuevo, y esta vez para siempre. El sueño de Sonia de tener a su amiga cerca se esfumó, pero sólo durante una temporada. Sabine no se instaló en Inglaterra. Se había acostumbrado a vivir en la India. En Europa, echaba de menos el calor de la gente, la cortesía asiática, el ritmo de vida. «A mí me pasa lo mismo», le confesó Sonia. Además, Sabine tenía un trabajo que le permitía vivir mejor que si se hubiera marchado a Londres. De modo que, para gran alegría de Sonia, volvieron a pasar tardes juntas, y fines de semana en los alrededores, como aquel que terminó en una pequeña tragedia cuando se acercaron a un nido de avispas y acabaron cubiertas de picotazos.
Sabine acabó conociendo a uno de los profesores del Instituto Goethe de Nueva Delhi y se casó con él. Vivieron seis años en la capital india. No tuvieron hijos hasta más tarde, cuando se hubieron mudado a México, pero tenían perros que juntaban con los de Sonia cuando se iban al campo, para delicia de los niños. Sabine guardó de Sanjay el recuerdo de un chico serio, con empuje, pero demasiado egocéntrico.
Para Indira, fue mejor así, porque el hecho de que sus dos hijos se casaran con dos europeas no hubiera sido políticamente lo más correcto. Habría sido como confirmar públicamente que los Nehru se hacían del todo occidentales y se alejaban para siempre de sus raíces indias, y para entonces Sanjay ya se había metido en política, no tanto por vocación como para defenderse de las críticas que le llovían por doquier a consecuencia de su nefasta gestión del asunto Maruti.
Fue en un cóctel para celebrar la próxima boda de un antiguo amigo del colegio donde Sanjay conocería a su futura esposa. Era el 14 de diciembre de 1973, y la fecha coincidía con su cumpleaños. Ese día Sanjay estaba muy animado, y no era por el alcohol porque no bebía nunca. Pero era consciente de ser el soltero más codiciado de la India. Guapo aunque a sus veintisiete años ya tenía una calvicie avanzada, procuraba tener cuidado de no liarse con mujeres que sospechaba podían estar interesadas únicamente en convertirse en miembros de la primera familia de la India. El amigo que se iba a casar le presentó a una prima suya llamada Maneka Anand, una chica larguirucha, con facciones regulares y bien proporcionadas, pecosa, suficientemente atractiva como para haber ganado un concurso de belleza y que trabajaba esporádicamente de modelo para una marca de toallas. Era guapetona y fotogénica, con un carácter vivaracho y enérgico. A Sanjay le atrajo inmediatamente y pasó la velada hablando con ella. Maneka le contó que había abandonado sus estudios de Ciencias Políticas en el Sri Ram College de Nueva Delhi y que quería convertirse en periodista. Era hija de un coronel del ejército, un sij, y de su esposa llamada Amteshwar, hija de un terrateniente y ganadero de Punjab.
A partir de ese día, Sanjay dedicó todo su tiempo libre a Maneka. Se veían a diario. Como a él dejó de gustarle salir a restaurantes o al cine, prefería verla por las tardes en casa de una de las dos familias. A Sonia esta nueva novia no le causó una gran impresión. Comparada con Sabine, era una chiquilla inmadura que duraría con Sanjay lo que éste tardase en darse cuenta de lo ambiciosa que debía de ser. Porque ahora Sonia se había contagiado de la desconfianza que viene con el poder o la cercanía al poder. Como su suegra, pensaba que todo el que se acercaba a la familia lo hacía por interés. La mayoría de las veces no le faltaba razón. Pensó que Maneka, una más de las que cortejaban al soltero de oro de la India, sería flor de un día.
Pero a principios de 1974, Sanjay la invitó a comer a casa, signo de que el chico estaba tomándose su relación más en serio de lo habitual. La chica estaba muy nerviosa porque tenía que pasar por el trance de conocer a la primera ministra. Sonia la entendía perfectamente, ella que había tenido un ataque de nervios el día que Rajiv debía presentársela. La diferencia era que entonces ella y su novio llevaban un año juntos, y no un mes, como Sanjay y Maneka. Pero conocía a su cuñado, sabía lo impulsivo y lo impaciente que era. También, en la época de Inglaterra, Indira era otra mujer, más pausada, sin el agobio ni la tensión del poder. Maneka, visiblemente intimidada, miraba todo como un pajarito asustado: los muebles, los cuadros, las fotos. Cuando de pronto se encontró frente a Indira, no supo qué decir. Se puso roja y empezó a balbucear. Indira rompió el hielo:
– Como Sanjay no nos ha presentado, dime cómo te llamas y a qué te dedicas -le dijo.
Maneka siguió balbuceando como pudo, omitiendo que hacía de modelo para una marca de toallas, lo que no le pareció digno de mención.
Indira charló un rato con ella y, como estaba acostumbrada a ver desfilar a chicas que Sanjay seducía, no pensó nada en especial, excepto que era un poco joven. Aunque le hubiera gustado encontrar una nuera entre las buenas familias de Cachemira, no se metía en los asuntos sentimentales de su hijo, como tampoco lo había hecho con Rajiv. Hacía tiempo que había abandonado la idea de organizarle un «matrimonio concertado» a lo indio. Eso lo dejaría para otra vida en la que tuviera más tiempo y más sosiego…
Pasaron los meses y parecía que Maneka estaba allí para quedarse. No era una más en la vida de Sanjay. Éste se había enamorado y, fiel a su carácter impulsivo, quería casarse ya. Indira no tuvo reparo, al principio, en admitirla. Que fuese de una familia sij no suponía un problema para los Nehru, que habían pregonado siempre la igualdad entre las comunidades religiosas del país. Presionada por las prisas de su hijo, no tuvo tiempo de informarse sobre la familia de su futura nuera y fijaron la fecha del 29 de julio para la pedida. Ambas familias se reunieron en el número 1 de Safdarjung Road donde después de una breve ceremonia, se sentaron todos a celebrarlo comiendo. Indira se dio cuenta en seguida de que no eran gente educada, ni cosmopolita, ni culta y en la madre fue capaz de adivinar la satisfacción profunda de haber colocado a su hija en la familia más codiciada del país. Hubiera podido decir algo parecido de la familia de Sonia, pero la diferencia es que aquéllos eran sencillos, no presumían de nada y carecían de ambición. Éstos eran ruidosos y ostentosos, con un gusto hortera en la manera de vestir y de exhibir sus joyas. De todas maneras, Indira estuvo a la altura de las circunstancias. Nobleza obliga. El anillo de pedida que luda su nuera se lo había regalado ella. Y era un regalo muy especial. Había pertenecido a Kamala, su madre, y había sido diseñado por su abuelo Motilal. Confiaba secretamente que algún día esa chiquilla llegaría a entender el profundo significado de tan preciado presente. También le ofreció un conjunto oro y turquesa, así como un sari de una seda muy fina y bordada al estilo Tanchoi, mezcla de estilos indio y chino. Un mes después, le regaló un sari de seda italiana por su cumpleaños.
Los temores sobre la familia de Maneka se vieron confirmados por la información que empezó a fluir después de la pedida. Indira se enteró de que Arnteshwar, su futura consuegra, había estado diez años litigando con su hermano por la herencia del padre, que era una mujer con una educación muy elemental y, según los que la conocían, intrigante y codiciosa. Le llegaban rumores de que los demás miembros de la familia eran rudos y descarados. Otras fuentes les tildaban de arribistas. Se había colado en la vida de Sanjay justo el tipo de persona que siempre habían intentado evitar. Aunque rara vez los padres están contentos con la elección de las parejas de sus hijos, ahora Indira iba a beber la misma copa que dio a beber a su padre cuando le informó de su decisión de casarse con Firoz. Como en aquel caso, también ahora se trataba de familias que venían de mundos opuestos, que no compartían los mismos valores. ¿Pero serviría de algo enfrentarse con su hijo, como Nehru se había enfrentado con ella? Pocas veces en la vida lo había pasado tan mal como entonces, de modo que no estuvo dispuesta a hacer lo mismo. No podía abrir un frente más. La cantidad de problemas con los que tenía que lidiar la habían deprimido. No veía cómo sacar a la India de la pobreza, yeso la desesperaba. Su fiel secretaria Usha recordaría que, al regresar de un funeral a finales de julio por el eterno descanso de un viejo amigo de la familia, Indira le confesó que estaba cansada de vivir. Le dio instrucciones sobre la manera de disponer de su cuerpo cuando hubiera muerto.
– No quiero un funeral, Usha. Apunta… Quiero que pongan mi cuerpo en un ataúd y que lo dejen caer desde un avión sobre las nieves eternas del Himalaya. Quizás así consiga disfrutar de una paz que no he disfrutado en vida.
– Madam, lo importante es tener paz en esta vida, ¿no cree? En la otra está garantizada…
– Sí, lo sé, pero no está en mis manos y no creo que ya sea posible.
– Tiene que serlo, señora. Además, déjeme decirle que nadie estará de acuerdo en disponer de su cuerpo de esa manera. Si fuesen cenizas todavía… pero ¿cómo quiere que tiren un ataúd desde un avión y que se estrelle contra el suelo?
– Pues no quiero ni ser enterrada ni que me quemen -zanjó Indira.
En ese estado de ánimo, la perspectiva de casar a su hijo con una chica de diecisiete años de una familia que consideraba «ordinaria» no era algo que le levantase la moral Lo único que pudo hacer fue retrasar la boda. Cuando se enteró de que en la fecha fijada Maneka no habría cumplido la mayoría de edad, le dijo a su hijo:
– Tendrás que esperar a que cumpla los dieciocho. No puedo permitir que incumplas la ley.
El problema de los casamientos infantiles seguía siendo un tema espinoso en la India que había sido denunciado por Gandhi, Nehru y por todos los que querían modernizar el país. Miles de niñas acababan siendo «negociadas» por sus padres, casadas y convertidas en criadas de la familia del marido, sin poder alguno para decidir sobre el número de hijos que tendrían. El caso de Maneka distaba mucho de esto, pero Indira no estaba dispuesta a que Sanjay no predicase con el ejemplo. Además, ganando tiempo, quizás su hijo acabaría recapacitando.
Pero no ocurrió. Ese verano, Sanjay tuvo que someterse a una pequeña operación de hernia. Después de sus clases matutinas, Maneka pasaba la tarde y parte de la noche en la sala privada del All India Institute of Medical Sciences, el hospital más puntero de Nueva Delhi. Unas semanas después de su convalecencia, el 23 de septiembre de 1974, se casaron en una ceremonia civil en casa de un viejo amigo de la familia, Moharnmed Yunus. La boda fue una demostración de la India aconfesional que siempre habían defendido los Nehru: el hijo de un parsi y una hindú se casaba con una chica sij en casa de un amigo musulmán frente a una nuera católica. Indira fue generosa con Maneka: le regaló veintiún saris de las telas más finas, algunas joyas de oro y, lo más valioso, uno de los saris de algodón que Nehru había hilado en la cárcel con su rueca. Cumplió al pie de la letra con su deber de suegra. Para recibir a su nuera, asignó a la nueva pareja un dormitorio que daba al salón principal, cerca de la puerta de entrada, en la parte de la casa opuesta al cuarto de Rajiv y Sonia. Lo decoró y lo arregló con mimo, colocó objetos y frascos sobre la mesa del tocador y eligió unas pulseras que, por tradición, Maneka debía ponerse en su noche de bodas y que dejó en la mesilla.
Justo después de la celebración, Maneka ingresaba en el hogar de los Gandhi – Nehru igual que Sonia lo había hecho con Rajiv seis años antes. «La boda ha transcurrido tranquilamente -escribió Indira a Dorothy Norman esa misma noche-, Maneka es tan joven que tenía mis dudas sobre el asunto y no acertaba a adivinar si sabía lo que estaba haciendo. Pero parece que ha encajado, y es jovial y alegre.»
Pero Maneka no era Sonia y, aunque venía de una familia que vivía a un kilómetro de distancia, su adaptación resultó mucho más ardua que la de su cuñada que venía de la otra punta del mundo. A pesar del deseo de Indira, a la chica le costaba encajar en esa casa. Para empezar, fumaba, un hábito que era muy mal visto. Sanjay odiaba el tabaco; Indira, que había sido tuberculosa, lo detestaba; y Sonia, asmática, era alérgica al humo. Mal comienzo. Además, era locuaz y hablaba en un tono de voz alto. «En mi propia casa éramos informales y a veces deslenguados -diría Maneka-. Los Gandhi mantienen el decoro entre ellos en toda circunstancia.» Sanjay y ella tenían temperamentos diametralmente opuestos y sumaban muchos ingredientes para un fracaso matrimonial. Es cierto que no siempre debía ser fácil comunicarse con Indira, una presencia imponente. A veces durante las comidas Maneka se ponía a hablar de libros que había leído o que estaba leyendo como si quisiera impresionarla con su capacidad intelectual. Indira levantaba la vista, le lanzaba una mirada de reojo y seguía comiendo. «Era fogosa e inteligente -diría Usha, la fiel secretaria de Indira- pero al mismo tiempo era ambiciosa y muy inmadura.» Varias veces mencionaba que Sanjay sería un día primer ministro, lo que provocaba vergüenza ajena en los demás. Otras veces hablaba de la felicidad con cara mustia: «Sabía que no se refería a una búsqueda filosófica -recordaría Usha- sino a su propia infelicidad causada por la ausencia de Sanjay.» Lo que le gustaba de verdad era salir y ser vista, precisamente lo que su marido no podía ahora permitirse, ocupado como estaba en dejar su huella en la sociedad india.
Consecuentemente, Maneka se aburría mucho en una casa donde nadie fumaba, ni bebía ni decía palabrotas. Pasaba las horas muertas en la oficina de Usha preguntando por el programa de su marido, que estaba siempre muy cargado, e intentando descubrir las claves de ese mundo nuevo en el que estaba metida. El mundo tradicional, a ese no quería ni acercarse. Cuando Sonia le propuso enseñarla a cocinar, aunque sólo fuese para que se distrajera, porque nadie mejor que ella sabía por lo que estaba pasando su cuñada, Maneka le contestó que no le interesaban ni la cocina ni las cosas de casa.
Todos se dieron cuenta rápidamente de que Maneka era una nota discordante. A Rajiv le ponía nervioso encontrársela tumbada en un sofá del salón fumando mientras Sonia estaba atareada con la casa.
– ¡No pega ni golpe! -decía en voz baja a Sonia-. ¿Quién se cree?
Sonia alzaba los hombros, como diciendo: es lo que hay. Tampoco les gustaba su manera de tratar al servicio, a gritos y sin respeto, muy típico de la clase pudiente india. A Indira también le disgustaba su comportamiento vulgar y chillón. El problema es que el único lugar donde encontraba protección contra la dureza de la vida política era su casa, que ahora se veía perturbada. El número 1 de Safdarjung Road dejó de ser un remanso de paz.
El humor de Indira reflejaba el de la India, que no levantaba cabeza después de la guerra de Bangladesh. El paro subía y con ello el descontento popular. La cadencia de huelgas y manifestaciones era infernal, y muchas acababan en violentos choques con la policía. Para Sonia, la tarea de hacer la compra podía convertirse en un auténtico vía crucis: calles cortadas, desvíos arbitrarios, reyertas a pedradas, tiendas cerradas por falta de avituallamiento debido a una huelga de transportes, etc. No había un día normal, era como si el país hubiera perdido el norte y abrazase la anarquía. En toda la geografía nacional no se hablaba de otra cosa que no fuese corrupción, disturbios, encierros, sentadas y huelgas. A Sonia le impresiono mucho el escándalo del azúcar como se dio a conocer, que causo la muerte de mucha gente, especialmente niños. Unos comerciantes sin escrúpulos habían puesto a la venta una mezcla de azúcar con cristal molido, que resulto letal y que sacaba a relucir la falta de control y la desidia completa de la administración. Sonia que siempre tenía presente a sus hijos, se preguntaba horrorizada: ¿y si ese azúcar habría acabado en la guardería de Rahul?
Ante el espectáculo desolador que ofrecía el país, un héroe del movimiento de liberación y antigua amigo de la familia Nehru, un hombre frágil de setenta y dos años llamado J.P. Narayan, fue capaz de unificar distintos grupos opuestos a Indira. Su programa abogaba por una federación de aldeas y pretendía lanzar una revolución total, una democracia sin partidos. Era una locura, la idea vaga de un idealista mesiánico, pero sirvió para galvanizar a las multitudes contra el partido de Indira, acusado de corrupción. En realidad, la semilla de la caída de Indira estaba ya plantada y yacía en el inmenso poder que había conseguido acumular y que actuaba como un veneno que lo inundaba todo, hasta su propia casa a través de Sanjay. Como no existía un sistema legal de financiación de partidos, el congreso dependía de sustanciosas donaciones privadas. Demasiados miembros de su partido, conscientes del poder que les otorgaba el hecho de contar con una abrumadora mayoría en el Parlamento nacional y en la mayoría de parlamentos estatales, se hicieron codiciosos y expertos en intercambiar ayuda económica por favores políticos.
El movimiento de J.P. consiguió organizar varias huelgas importantes, que acabaron en enfrentamientos con la policía. La protesta degenero en una revuelta general cuando salió a relucir que un líder del Partido del Congreso había permitido una subida del precio del aceite de cocina a cambio de una importante donación de los productores. Fue la chispa que hizo estallar la furia popular. Hubo pillaje de viviendas y tiendas, incendio de autobuses y destrucción de bienes del gobierno. Rajiv estuvo varios días sin volver a casa porque su avión no había podido despegar al cerrarse los aeropuertos. Indira, incapaz de controlar todas las chapuzas y los tejemanejes de los miembros de su partido, se sintió amenazada. Su miedo se sumaba a la paranoia que sentía desde el año anterior, cuando tuvo lugar el golpe, apoyado por la CIA, que derrocó en Chile al presidente democráticamente elegido Salvador Allende, otro socialista. Conocía bien a los que lo habían orquestado, y temía que intentasen aprovecharse de la situación caótica de la India para intentar lo mismo con ella. Sobre todo, porque Nixon acababa de ser reelegido, y Kissinger estaba de nuevo a su lado.
¿Qué hacer? No se planteaba dimitir, por lo menos sin luchar. Achacaba los disturbios a la pérfida manipulación de la oposición, empeñada en expulsarla del poder, y a una oscura conjura internacional. Le costaba creer que el pueblo estuviese perdiendo su fe en ella. Pero no podía dejar por más tiempo que la anarquía se extendiese como una mancha de aceite, nunca mejor dicho. Así que se armo de coraje para enfrentarse al mayor desafío de su carrera, una huelga nacional de ferrocarriles que amenazaba con paralizar el país. Ganar ese pulso era decisivo para ella y para la India. Se enfrentaba a millón y medio de trabajadores ferroviarios que exigían, entre otras reivindicaciones, horarios de trabajo de ocho horas y un aumento de sueldo del 75 por ciento, concesión ésta que era imposible otorgar. «En un país donde hay millones de desempleados y muchos millones más con empleos precarios -explicó con audacia en una conferencia sindical-, lo que se necesita es una justa distribución de oportunidades. En este sentido los trabajadores deberían reconocer que en nuestro país ser empleado es en sí mismo un privilegio.» Palabras que inflamaron aún más los ánimos, de modo que la huelga fue convocada. Un millón de ferroviarios la secundaron. De pronto subieron el listón de sus exigencias: «Lo que queremos es cambiar la historia de la India y derrocar el gobierno de Indira Gandhi.»
Como siempre en estos conflictos, estaba en juego la vida de los más pobres. La paralización de los trenes, al alterar el transporte de mercancías, era susceptible de provocar hambrunas, algo que Indira no estaba dispuesta a consentir. Así que aplicó una reciente ley (MISA, Maintenance of Security Act) que permitía realizar detenciones preventivas. Un despliegue nunca visto de policías invadió las railway colonies, los antiguos barrios creados por los ingleses para alojar a los ferroviarios y que se encontraban cerca de las estaciones de tren. «Parecía un país ocupado», diría un líder sindical que no salía de su asombro. Al alba, la policía entraba en las viviendas de los ferroviarios y detenían a todo el que se negaba a ir a trabajar. Algunas familias fueron expulsadas de sus casas -eran propiedad del gobierno- y obligadas a vivir a la intemperie. Los arrestos eran a veces violentos -hubo un caso en que la policía prendió fuego a la casucha de un ferroviario- y algunos huelguistas acabaron heridos. En total, sesenta mil trabajadores fueron arrestados. Indira actuaba como un general en el fragor de la batalla. Mandó al ejército y a la marina a proteger las instalaciones ferroviarias contra eventuales sabotajes. Los militares hicieron funcionar las señalizaciones y las telecomunicaciones, y manejaron los trenes bajo la protección de guardias armados. Estaba convencida de que si aplastaba esta huelga, no habría otra en cincuenta años.
Indira estaba muy lúcida, con pleno dominio de sus facultades, como era habitual en momentos de alta tensión. Confiaba en sí misma. Procuraba hacer varias cosas al mismo tiempo, era su receta infalible para relajarse y encontrar soluciones a problemas difíciles. Una tarde, mientras atendía una rueda de prensa en el jardín de su casa y veía a su nieto Rahul entretenido en el césped jugando a la guerra con armas de plástico, se le ocurrió una idea. Pensó que había llegado el momento de dar la autorización que los científicos llevaban esperando desde hacía años para detonar una bomba nuclear. Había sido precisamente la decisión de Nixon de mandar un portaaviones nuclear a la bahía de Bengala lo que había provocado la aceleración del programa atómico indio. No era precisamente una idea de abuelita, pero sí la de una brillante estratega. La mantuvo en secreto hasta el momento de la explosión, que tuvo lugar en Pokhran, en el desierto de Rajastán, próximo a la frontera con Pakistán, unos días más tarde.
Tal y como había previsto, la noticia provocó el entusiasmo de ciertas capas de la población que la vivieron con auténtico fervor patriótico. Los diputados que se levantaron en la gran sala del Parlamento para felicitarse los unos a los otros parecían haber olvidado los acuciantes problemas económicos y la huelga de trenes. Indira había conseguido su propósito, que era desviar la atención del país. La India, superpoblada y casi paralizada, cuya renta per cápita la situaba en el puesto 102.0 del ranking mundial, se convertía, en gran parte por necesidades de política interna, en la sexta potencia nuclear mundial. Las críticas arreciaron en el extranjero. Indira se defendió: «… India no acepta el principio del apartheid en ningún ámbito, y la tecnología no es ninguna excepción.»
Tardó veintidós días en aplastar la huelga con mano de hierro. A pesar de que la prensa condenó la brutalidad de la represión, la clase media, la gente que siempre había apreciado la puntualidad de los trenes, alabó la firmeza de la primera ministra. Las cámaras de comercio también, aunque eso no significaba muchos votos. Para Indira, fue una victoria agridulce. Mientras que la de Bangladesh la había elevado a la categoría de diosa, ésta dejaba un amargo sabor de boca. La primera ministra había demostrado que podía ser dura y hasta despiadada. Su manera de reprimir la huelga dejó una estela profunda de miedo en amplios sectores de la sociedad. El efecto contraproducente de tanta severidad fue que la oposición se unió aún más contra ella. Hasta los observadores políticos más afines tuvieron que admitir que su popularidad caía en picado. En las elecciones previstas para 1976, una derrota del Congress aparecía ahora como una posibilidad real.
El 12 de junio de 1975 amaneció con gruesos nubarrones negros en el cielo, que anunciaban las ansiadas lluvias, o quizás predecían tiempos aciagos. El calor, a esas horas de la mañana, ya era intenso, pero Indira siguió con su rutina diaria de hacer veinte minutos de ejercicios de yoga en su habitación. El llanto de su nieta Priyanka le provocó la tentación de interrumpir el ejercicio, pero como en seguida remitió, pensó que Sonia se había levantado ya y estaba ocupándose de la pequeña. Luego se duchó y se vistió en cinco minutos «algo que pocos hombres pueden hacer», le gustaba presumir. En su mesilla de noche los libros se amontonaban. Con jornadas que duraban dieciséis horas, no tenía tiempo de nada, ni de estar con la familia ni de recibir a amigos, ni por supuesto de leer, y lo echaba de menos.
Estaba desayunando en su habitación frente a una bandeja con té, fruta y tostadas cuando su secretario R. K. Dhawan, ese que se mostraba tan solícito con Sanjay, llamó a la puerta. Traía una mala noticia. D. P. Dhar, viejo amigo y consejero de Indira, el hombre que había enviado a Moscú cuando la crisis de Bangladesh para asegurarse el apoyo de los soviéticos y que desde entonces oficiaba de embajador en la URSS, había muerto minutos antes de ser operado para instalarle un marcapasos. Otro pilar de confianza y amistad desaparecía de su vida. Indira fue rápidamente al hospital a consolar a la familia y a ayudar en la organización de los ritos funerarios.
Volvió a casa hacia mediodía, donde le esperaba otra mala noticia. Su secretario le comunicó que en las elecciones de la víspera en el estado de Gujarat, el Frente Janata, una coalición de cinco partidos que incluía a los simpatizantes de J. P. Narayan, el idealista que quería derrocarla, habían vencido al Congress. No le sorprendió demasiado. Lo malo era que esos resultados auguraban derrotas en otros estados. ¿Era quizás el principio del fin?, se preguntaba. ¿No seguían todas las empresas humanas el mismo modelo de evolución que el de la naturaleza, es decir una fase de crecimiento, otra de desarrollo, y un final? Había intentado hacer las paces con J. P., pero su idea utópica de establecer un gobierno sin partidos era inaceptable porque significaba la muerte del funcionamiento democrático. Así se lo había expresado, pero J. P. era un revolucionario que seguía creyendo en grandes ideas abstractas. No cejaba en su empeño ni se mostraba flexible en sus demandas.
– ¿Estarás de acuerdo conmigo en que el gobierno de Bihar es muy corrupto? -le preguntó J.P. con su voz temblorosa.
– Sí, eso lo sabemos todos -replicó Indira.
– Pues insisto en que tienes que destituirlo y convocar nuevas elecciones.
– No puedo hacer eso, J.P. Es un gobierno elegido democráticamente y carezco de autoridad para destituirlo.
No hubo reconciliación, al contrario. Indira acabó acusándolo de contar con el apoyo de la CIA y Estados Unidos para derrocarla, y él le reprochó querer hacer de la India un satélite soviético.
Sin embargo, al terminar la reunión, J.P. pidió verla a solas, sin sus consejeros. Pasaron al salón y allí, ante la sorpresa de Indira, el hombre tuvo un gesto de amabilidad personal, a pesar de lo enconado de su enfrentamiento político. Le entregó una vieja carpeta que había pertenecido a su esposa y que contenía cartas que la madre de Indira, Kamala, le había escrito cincuenta años antes en el fragor de la lucha por la independencia.
– Las tenía guardadas desde que murió mi mujer -le dijo J. P.- con la esperanza de dártelas cuando tuviera la oportunidad de verte.
A Indira le conmovió el gesto de ese hombre que sin embargo estaba empeñado en destruirla. Qué rara es la política -debió pensar- que permite el odio y el afecto al mismo tiempo y en la misma persona. Sintió un pellizco en el corazón cuando leyó esas cartas, que resucitaban a su madre, tan frágil, tan enferma siempre, y que ahora revelaban su infelicidad por sentir el desprecio de las hermanas de Nehru que la encontraban demasiado tradicional y religiosa. Le dio las gracias a J.P. de todo corazón, aun a sabiendas de que éste cumpliría su amenaza de intensificar su cruzada contra ella.
La tercera mala noticia del día llegó a las tres de tarde. Rajiv, vestido con su uniforme de piloto, irrumpió en el dormitorio de Indira. Al volver del aeropuerto, se había cruzado con uno de los secretarios de su madre que le había puesto al corriente de una noticia que acababa de llegar por el teletipo.
– Ha salido el veredicto del Juez de Allahabad… -dijo Rajiv.
– ¿Y…? -preguntó Indira, girando un poco la cabeza, como si esperase el golpe que iba a recibir.
Rajiv le leyó el texto de la sentencia que le había entregado el secretario. Decía que la primera ministra había sido declarada culpable de negligencia en los procedimientos electorales del sufragio de 1971. En consecuencia, el resultado de esas elecciones quedaba invalidado. El tribunal daba veinte días al Congress para tomar las medidas necesarias de cara a que el Gobierno siguiese funcionando. Además, se le prohibía asumir un cargo público en los siguientes seis años.
Indira suspiró y se mantuvo serena. Miró al jardín. Sus nietos jugaban en la hierba. Todo parecía tan normal y tranquilo, excepto por los nubarrones que seguían amenazando con descargar lluvia. Qué curiosa era la vida, debió pensar. El mayor mazazo de su carrera se lo daban en su ciudad natal, en los mismos tribunales donde su abuelo Motilal Nehru hizo sus más brillantes alegatos. Se volvió hacia su hijo:
– Creo que no queda otra solución que la de dimitir. Ha llegado el momento -dijo sin el menor atisbo de emoción.
Esperaba una sentencia condenatoria, pero no tan desproporcionada. La oposición había utilizado una triquiñuela legal para acorralarla. La sentencia correspondía a la denuncia que un rival político llamado Raj Narain, que había perdido por cien mil votos de diferencia, había presentado cuatro años antes en el juzgado de Allahabad. Las acusaciones eran triviales y se referían al uso indebido de personal y transporte propiedad del gobierno durante la anterior campaña electoral. En privado, todo el mundo, incluido sus adversarios, reconocían que los cargos contra ella eran ridículos y que los jueces se habían excedido. Según el diario Times de Londres, era equivalente a «destituir un primer ministro por una multa de tráfico». Pero en la India de 1975, la gente se echó a la calle a celebrarlo.
Su amigo Siddharta Shankar Ray, jefe del gobierno de Bengala, llegó a casa poco tiempo después. Era un hombre de confianza, Íntegro, la vieja guardia de los amigos incondicionales. El partido estaba conmocionado, le dijo. Luego prosiguió:
– … Lo que la oposición no ha conseguido en las urnas, intenta manipularlo a través de una sentencia jurídica.
– Tengo que dimitir -soltó Indira, impasible.
El hombre tomó asiento. Miró a Indira: su rostro dejaba traslucir un cansancio infinito.
– No tomes esa decisión a la ligera. Vamos a pensarlo.
Indira alzó los hombros:
– ¿Hay otra solución?
– Siempre se puede apelar.
– Tardará meses… Sabemos cómo funciona la justicia.
La conversación fue interrumpida por la llegada de dos ministros, seguidos poco tiempo después por la del presidente del partido y varios colegas más. La casa se fue llenando de gente. Sonia les ofrecía dulces y bebidas. Con sus propios ojos, veía cómo unos estaban preocupados por perder el puesto, otros al contrario, excitados porque el sillón de Indira estaba al alcance. Los rumores, la incertidumbre y el calor hacían que el aire fuera irrespirable. Unos hablaban con Indira, intentando disuadirla de que presentase su dimisión; otros hacían corrillos, midiendo las fuerzas de distintos líderes que podrían reemplazarla. La todavía primera ministra escuchaba a todos, callada. «Creo que debería dimitir inmediatamente», repetía.
Por la tarde, Sanjay llegó de la «fábrica». Se había enterado de la noticia por la radio. Entrando en casa, se encontró con su hermano:
– ¿Qué va a hacer? -le preguntó.
– Dimitir. No le queda otra.
– No -dijo Sanjay-, eso no puede ser.
En un segundo Sanjay vio su sueño de ser un gran empresario hecho añicos. Si su madre cedía ante sus enemigos, podía despedirse para siempre de Maruti Ltd. Entró en el salón abarrotado de gente y, sin apenas saludar a nadie como era costumbre suya, cogió a su madre del brazo y le pidió hablar a solas unos minutos. Se retiraron al estudio contiguo.
– Me ha dicho Rajiv que piensas dimitir.
– Lo estamos sopesando. No tengo muchas opciones.
– No debes hacerlo, mamá. Si cedes ahora y dimites por esos cargos tan nimios, cuando no tengas inmunidad parlamentaria conseguirán meterte en la cárcel por cualquier cosa que se inventen.
– Tengo la conciencia tranquila. Estamos pensando en cambiar los papeles. Que el presidente del partido asuma el cargo de primer ministro hasta que mi recurso sea tramitado en el Tribunal Supremo. Mientras, yo me encargaría de la presidencia del partido.
– ¡Eso es una locura, mamá! -dijo Sanjay, y el grito se oyó en el salón contiguo-. ¿Te crees que el presidente del partido, una vez esté en tu sillón, te lo devolverá después? Nunca lo hará. Parecen todos muy leales y muy amigos, pero sabes mejor que yo que sus sonrisas esconden sus ambiciones personales. Todos quieren tu sitio. Todos buscan el poder. No debes dimitir bajo ningún concepto.
Aceptar la derrota no era algo fácil para Indira. ¿Podía retirarse con el rabo entre las piernas por algo tan trivial, ella que había dedicado su vida a la política y que había ejercido de primera ministra durante casi una década? No se correspondía con su concepto de dignidad. ¿Podía dejar en la estacada a sus compañeros de partido, a todos los que dependían de ella? ¿Al país entero? ¿No decían que India es Indira e Indira es la India? ¿Iba a permitir que J.P. Narayan acabase con la democracia hundiendo el país en la anarquía? Es cierto, estaba cansada, a veces hasta deprimida por no encontrar soluciones a los males del país. Si sólo tuviera que escuchar su voz interior, esa que le pedía sosiego, quizás optaría por la dimisión. Por ella, lo haría. Pero no estaba sola. Pensó en Sanjay… ¿Qué sería de él, si ella perdía el puesto? Se lanzarían como sabuesos a devorarlo por haberse atrevido a ser emprendedor, o simplemente por ser quien era. ¿Qué sería del resto de la familia? El poder se revelaba como una defensa necesaria contra todos los enemigo s que ese mismo poder había creado al filo de los años. El poder protegía a la familia. Sin ese escudo, estaban en peligro.
Indira volvió al salón. «Estoy decidida a luchar para mantenerme en el cargo», le dijo a su abogado. Quedaron en que éste solicitaría a la Corte Suprema el aplazamiento de la sentencia hasta que el tribunal decidiese sobre su recurso. La maniobra permitiría ganar tiempo y mantenerse como primera ministra hasta conseguir reunir fuerzas y apoyos. Nada más anunciar su decisión, la tensión en casa se relajó. Para disimular su decepción, los que ya se habían atrevido a soñar con relevarla se fundieron en los más serviles elogios. Sonia estaba desconcertada. En el fondo, le hubiera gustado que su suegra dimitiese, porque echaba de menos una vida más sosegada.
En los días siguientes, Sanjay y su compinche el secretario Dhawan organizaron manifestaciones y marchas de apoyo a Indira. No tuvieron reparo en requisar los autobuses de la empresa municipal de transportes de Delhi para transportar a miles de manifestantes. Todo el aparato del partido se movilizó para que se oyese alto y fuerte la voz a favor de Indira. Llegaron a la capital trenes fletados especialmente para los mítines llenos de simpatizantes.
Ahora Sonia y Maneka no podían entrar y salir tan fácilmente de casa porque permanentemente había una multitud a las puertas reclamando la presencia de Indira, que salía una vez al día a saludarlos. Ni a Sonia ni a Rajiv les gustaba el cariz que tomaban los acontecimientos. Ella estaba asustada porque el coche que la llevó una mañana a Khan Market había recibido una pedrada. Sólo había causado un rasguño en la carrocería, pero había bastado para meterle el miedo en el cuerpo. Además, la convivencia con Maneka se le hada muy difícil. Y Sanjay parecía otro. Apenas le veía, pero cuando lo hacía ya no era tan cariñoso como antes. Se daba cuenta de que la presencia de Maneka estaba envenenando las relaciones entre los hermanos, y entre ella y Sanjay también.
– ¿Por qué no nos vamos a Italia una temporada -le pidió a su marido- hasta que las aguas vuelvan a su cauce?
A Rajiv le apetecía la idea, y reconocía que sería bueno para los niños. Pero se mostraba preocupado.
– ¿Cómo se lo decimos a mi madre? ¿Podemos abandonarla en un momento así?
Sonia se quedó ensimismada, sin respuesta. Por primera vez tenía miedo, por ella y por los niños. Nunca había estado el ambiente tan caldeado.
El 20 de junio de 1975, Sanjay tuvo la idea de que la familia entera asistiese a un mitin de solidaridad que había organizado en el Boat Club de Nueva Delhi.
– Es bueno que nos vean a todos juntos -había dicho.
– Prefiero que no decidas por nosotros -le espetó Rajiv.
– Es por mamá -le contestó su hermano.
Puestos en un compromiso, Rajiv y Sonia accedieron a regañadientes. Fue quizás el primer acto político de Sonia. Le impresionó encontrarse frente a una multitud de más de cien mil personas. Vestida con un sari color caqui, estaba junto a Rajiv, Maneka y Sanjay detrás de Indira. Desde allí, daba vértigo imaginar la desmesura de su país de adopción. Tanta gente, tantas creencias, tantas religiones… Cuando su suegra se giró hacia ellos, Sonia le sonrió. De pronto la veía en contacto con el pueblo del que siempre hablaba, ese contacto privilegiado que justificaba todos sus sinsabores y que ahora no era algo abstracto, sino bien real. Estaba allí, rendido a sus pies. Sonia pudo comprobar el enorme apoyo popular del que todavía disfrutaba Indira, que excedía en mucho la mera presencia de los simpatizantes pagados por Sanjay. Se le puso la piel de gallina cuando escuchó a su suegra decir a la muchedumbre que servir al país era la tradición de la familia Nehru-Gandhi, y que se comprometía a seguir sirviéndole hasta su último suspiro. Era la primera vez que Indira se mostraba flanqueada por su familia y el mitin fue un gran éxito. Sonia se dio cuenta de lo mucho que Indira necesitaba tener a la familia a su lado. No, no era momento de abandonarla.
Los seguidores de J. P. organizaron contramanifestaciones frente al palacio del presidente de la República y en varias ciudades del inmenso país. La periodista Oriana Fallaci fue la primera en enterarse de boca de un líder de la oposición que planeaban bloquear la entrada del número 1 de Safdarjung Road con hordas de gente para convertir a Indira en prisionera en su propia casa. «Acamparemos allí día y noche -dijo el líder-. La forzaremos a dimitir. Para siempre. La señora no sobrevivirá a nuestro movimiento.»
En la mañana del 25 de junio, Indira convocó a su despacho de casa a Siddarta Shankar Ray, el jefe de gobierno de Bengala, que se encontraba casualmente en Nueva Delhi, y que al hacerse pública la sentencia le había aconsejado no dimitir. La encontró muy tensa. Su mesa estaba cubierta de informes del Servicio de Inteligencia.
– No podemos permitirlo -le dijo Indira-. Tengo información de que J. P. Narayan, en un mitin esta misma noche, va a pedir a la policía y al ejército que se amotinen. Es posible que la CIA esté implicada. Sabes que estoy en los primeros puestos en la lista de personas odiadas por Richard Nixon… ¿Qué podemos hacer?
Ray era un experto en asuntos legales, con fama de honesto y de duro. Seguía pensando que Indira debía mantenerse en su puesto. Ella continuó describiendo cómo el país estaba sumido en el caos.
– Hay que poder detener esta locura. Siento que la democracia india es como un niño y, de la misma manera que a veces hay que sacudir a un niño, pienso que hay que sacudir al país para despertarlo.
– ¿Estás pensando en el estado de excepción?
Indira asintió con la cabeza. En realidad, no buscaba consejo sobre qué decisión tomar, porque ya la había tomado el día anterior. Su hijo Sanjay se lo había mencionado, pero la idea no venía de él sino de su protector Bansi Lal, el regordete jefe de gobierno de Haryana que le había proporcionado los terrenos para erigir la fábrica. Según Bansi Lal y Sanjay, había por lo menos cincuenta políticos en el país que era necesario eliminar de la vida pública. El primero, por supuesto, era J. P. Narayan.
Declarar el estado de excepción era una huida hacia adelante…
Pero ¿qué opción le quedaba a Indira? Entre una salida deshonrosa y el estado de excepción, prefirió lo último.
– Quiero hacerlo todo de una manera impecable desde el punto de vista legal-precisó la primera ministra.
– Déjame estudiar el aspecto constitucional. Dame unas horas y te diré algo.
– Por favor, que sea rápido -le rogó ella.
Ray se fue y regresó a las tres de la tarde. Había pasado varias horas revisando el texto de la Constitución india, y de la norteamericana también.
– Bajo el artículo 352 de la Constitución -le dijo a Indira-, el gobierno puede imponer el estado de excepción si hay riesgo de agresión externa o de disturbios internos.
– ¿La llamada de J. P. Narayan a que el ejército y la policía se amotinen no es una amenaza interna suficientemente grave?
– Sí, lo es.
– Entonces, al hacerlo, han caído en su propia trampa.
– En efecto. Te han entregado en bandeja de plata la justificación que necesitas para suspender la actividad parlamentaria e imponer el estado de excepción.
Hubo un silencio. Los ojos de Indira brillaban en la oscuridad.
Faltaba un requisito, la firma del presidente de la República, pero éste era un aliado e Indira no dudaba de su lealtad.
– ¿Me acompañas al palacio del presidente? -le pidió a Ray.
– Vamos.
Con el documento de cuatro líneas que el presidente firmó esa misma noche en el espléndido salón Ashoka en el antiguo palacio del virrey, y que ratificaba la proclamación del estado de excepción, la mayor democracia del mundo se convertía en una dictadura virtual. El gobierno de la India estaba ahora autorizado a arrestar a gente sin orden previa, a suspender los derechos civiles y las libertades, a limitar el derecho de interferencia de los tribunales ya imponer la censura.
Rajiv llevaba dos días fuera de casa, volando, y en una de las escalas de su ruta, se llevó una gran sorpresa al enterarse por la prensa de que la víspera su madre había declarado el estado de excepción. Nadie le había dicho nada. La medida chocaba con su carácter pacífico y, aunque no era un hombre político, le parecía que iba contra los principios democráticos de la tradición familiar. Sobre todo, lo que le preocupaba era que su madre había claudicado ante su hermano. Conocía el ascendente que Sanjay tenía sobre su madre. Por alguna oscura razón, su madre era incapaz de resistir el chantaje emocional al que su hermano la tenía sometida. Y nadie mejor que él conocía a Sanjay, sus puntos fuertes, sus limitaciones y el peligro que podía representar. Por eso estaba entre turbado y alarmado, y la idea de Sonia de ir a Italia una temporada volvió a rondarle por la cabeza.
– No sé qué es lo que deberíamos hacer -le dijo Sonia-. Me preocupa mucho el comportamiento de tu hermano. Está cada vez más metido en política.
Le contó que Maneka estaba en Cachemira, donde la había enviado Sanjay por indicación de Indira, ya que temía que la chica, tan locuaz, pudiese revelar sus intenciones respecto a la declaración del estado de excepción, que mantuvieron en un secreto total hasta su promulgación. Le siguió contando que la víspera Sanjay había estado reunido en el despacho de Indira hasta muy tarde con el secretario Dhawan y con el segundo del ministro del Interior.
– ¿Sabes qué hacían? Se estaban poniendo en contacto con jefes de gobierno locales y les mandaban órdenes de detención. Tenían una lista negra de «enemigos». Lo peor no es eso, lo peor es que lo hacían en nombre de tu madre.
– Sé que detuvieron a J. P. Narayan de madrugada, me enteré en el aeropuerto -dijo Rajiv, suspirando-. Una patrulla de la policía se lo llevó esposado al calabozo. Parece ser que Narayan no podía creérselo; le parecía inconcebible que mamá hubiera tomado una medida tan drástica.
Sonia le siguió contando que a las tres de la madrugada, Siddharta Shankar Ray, después de haber ayudado a Indira a terminar el borrador del discurso que iba a anunciar el estado de excepción a la población, se disponía a marcharse cuando se cruzó en el pasillo con el secretario Dhawan, que le dijo: «Ya están tomadas las medidas para cortar el suministro eléctrico a los principales periódicos del país y para cerrar los tribunales.»
– Ray se quedó de piedra -prosiguió Sonia-, y se puso furioso. Pidió que despertasen a tu madre, que estaba agotada después de un día tan largo. En ese momento, salió Sanjay, que empezó a discutir con Ray. ¿Sabes lo que le dijo? Le dijo: ¡Vosotros no sabéis llevar un país!
– ¡Como si él supiera! -dijo Rajiv alzando la vista al cielo.
– El caso es que no se marchó hasta que apareció tu madre, que estaba asombrada porque ella no sabía nada de esas órdenes de detención. Las había dado tu hermano. Le pidió que le esperase unos minutos, y se fue a hablar con Sanjay.
– Lo que Sanjay busca con esas medidas es protegerse a sí mismo y a su negocio, haciendo ver que también protege a mamá de las acciones legales emprendidas contra ella.
– Tu madre puede tener tentaciones autoritarias, pero tiene principios. Cuando salió de la habitación en la que se había encerrado con Sanjay, tenía los ojos rojos de haber llorado. Le dijo a Ray que los periódicos tendrían electricidad y no se cerraría ningún tribunal.
– Pero es mentira -dijo Rajiv-. Hoy no hay periódicos en la calle porque les han cortado la luz. De nuevo, Sanjay se ha salido con la suya.
Hubiera sido un gran éxito de Indira si el estado excepción hubiera durado poco tiempo, y sobre todo si Sanjay no hubiera crecido como un poder en la sombra. El primer día, cuando el ministro de Información, I. K. Gujral, un hombre respetado, culto y suave en sus modales, llegó al despacho de Akbar Road, Sanjay le ordenó que todos los boletines de noticias le fuesen sometidos antes de su difusión. Usha, sentada en su despacho, fue testigo de la escena.
– Eso no es posible -le dijo el hombre-, los boletines son confidenciales.
– Pues de ahora en adelante, tendrá que ser posible.
Indira estaba en el quicio de la puerta y escuchó la conversación:
– ¿Qué ocurre? -preguntó.
El ministro repitió su explicación.
– Entiendo -le dijo Indira-, si no quieres dárselos a Sanjay, te sugiero que un empleado de tu ministerio me los traiga a mí todas las mañanas para que los pueda ver.
El ministro se marchó con la firme intención de presentar su dimisión, pero fue convocado de nuevo por la tarde a lo que ya llamaban «el palacio», que no era sino la residencia de Indira Gandhi. Sanjay le pidió que expulsase del país al corresponsal de la BBC, un periodista muy conocido y muy querido llamado Mark Tully, por haber enviado una crónica que «distorsionaba» los hechos.
– No es tarea del ministro de Información arrestar a corresponsales extranjeros -le contestó Gujral.
Cuando acto seguido Sanjay le reprochó que el discurso de su madre no había sido difundido en su integridad por la televisión, el ministro perdió la paciencia:
– Si quieres hablar conmigo, tendrás que aprender a hacerlo con cortesía -le dijo-. Eres más joven que mi hijo y a ti no te debo explicaciones.
No le dio tiempo a presentar su dimisión. Indira le llamó esa misma noche para relevarlo de su puesto «porque el ministerio de Información necesitaba a alguien que pudiera llevar los asuntos con mayor firmeza dadas las circunstancias».
El nuevo ministro promulgó durísimas leyes de censura, incluyendo la prohibición de citar a Nehru y a Gandhi en sus declaraciones a favor de la libertad de prensa, lo que no dejaba de ser una cruel ironía de la historia. Uno a uno, los representantes de la prensa internacional fueron invitados a marcharse.
El único de sus ministros que cuestionó la necesidad de imponer el estado de excepción fue relevado del cargo y reemplazado por Bansi Lal, el jefe de Gobierno de Haryana y el primero en sugerir la necesidad de imponer el estado de excepción… A los veintinueve años, Sanjay, por el mero hecho de ser el hijo de su madre, estaba en camino de convertirse en el hombre más poderoso de la India.
La censura de prensa fue más dura que la que los británicos habían impuesto durante la lucha por la independencia. Al menos, en aquel entonces, los periódicos estaban autorizados a anunciar los nombres de los que habían sido arrestados y las cárceles donde se les había encerrado. Ahora la gente se enteraba por rumores de dónde se encontraban sus seres queridos, casi todos miembros de la oposición. Aproximadamente unas cien mil personas fueron arrestadas sin cargo alguno ni juicio. Las condiciones de detención de la gran mayoría eran tan insalubres que veintidós detenidos murieron en sus celdas sucias y abarrotadas. Si los ferroviarios guardaban el mal recuerdo de la manera en que la huelga había sido aplastada, ahora ninguna capa de la población estaba a salvo. Los arrestos más sonados fueron quizás los de las maharaníes de Jaipur y de Gwalior, antiguas princesas que lideraban en sus respectivos estados partidos opuestos a Indira, y que fueron encerradas en la infame cárcel de Tihar, en Delhi, junto a criminales y prostitutas. Gayatri Devi, la elegante maharaní de Jaipur, no se quejó de la mugre, ni de la promiscuidad ni del hedor. Únicamente se quejó del barullo que hacían las otras presas y le pidió a una amiga que le enviase tapones de cera para los oídos.
Por otra parte, el Parlamento otorgó a Indira la misma inmunidad de la que gozaban el presidente de la República y los gobernadores de los estados. De manera retroactiva, la primera ministra fue absuelta de los cargos de fraude electoral que pesaban sobre ella, y que habían sido el desencadenante del actual estado de excepción.
De nuevo Indira, guiada por su instinto de supervivencia, se encontraba con el control absoluto del país, ahora más que nunca, aunque la manipulación de los mecanismos democráticos le estaba granjeando un número creciente de enemigos, dentro y fuera de la India. Pero en los primeros tiempos, el estado de excepción fue visto con alivio por una parte de la población, sobre todo la clase media urbana. Hasta la propia Sonia, cuando iba a llevar al niño al colegio, tenía la impresión de encontrarse en otra ciudad, no en la Nueva Delhi de los últimos tiempos. El ambiente era de una tranquilidad pasmosa. No había cortes de tráfico, ni manifestaciones, ni sentadas, ni arrebatos de violencia contra su suegra. Hasta los taxis y los conductores de rickshaws conducían en el lado correcto de la carretera. Como ella, una gran parte de la población estaba contenta de que las huelgas y los disturbios hubieran cesado, y poder disfrutar de una cierta paz. En las ciudades, la gente celebraba que se pudiese de nuevo caminar sin miedo, ya que el índice de criminalidad descendió en picado debido a la mayor presencia policial y al endurecimiento de la ley. Los funcionarios, conscientes del nuevo ambiente de seriedad, hacían sus jornadas completas y trabajaban con mayor eficacia. Los trenes y los aviones eran puntuales, para alivio de los usuarios, y también de Rajiv, que ahora podía disfrutar de una vida familiar más estable, sin los retrasos de los últimos tiempos, que le hacían volver a casa a horas imposibles. Carteles enormes con la foto de Indira decoraban rotondas y plazas: «La diferencia entre el caos y el orden», rezaba un eslogan junto a su foto.
La idea de que Indira había restaurado la paz y el orden en el territorio caló también en el extranjero. Usha, su secretaria particular, era la encargada de traer y leer o apuntar los artículos de la prensa internacional que tenían que ver con la actualidad india. Muchas veces leía los titulares o las cartas que aparecían publicadas sentada en la mesa del comedor. «El gobierno autoritario gana amplia aceptación en la India», rezaba un titular de The New York Times. Pero había otros titulares abiertamente hostiles que provocaban inquietantes cruces de miradas entre Sanjay y su madre. Un día, Usha estaba sola en su despacho cuando entró Sonia. Las dos mujeres se apreciaban mucho.
– Usha, creo que es mejor que no leas nada de las críticas que salen en la prensa extranjera delante de todos, no lo digo por mami -como ahora llamaba a Indira- sino porque no quiero que te miren mal.
– Gracias por avisarme -le dijo Usha, que también había notado que el ambiente había cambiado y recelaba de la influencia de Sanjay sobre su madre.
En la India podían silenciar las voces críticas, pero no en el extranjero. Dorothy Norman, la vieja amiga del alma de Indira, se mostró abiertamente hostil con ella. Reunió firmas de personalidades norteamericanas -el escritor Noam Chomsky, el tenista Arthur Ashe, el Premio Nobel Linus Pauling, el pediatra Benjamín Spock, etc.- para publicar un texto en la prensa deplorando las duras medidas del estado de excepción y reclamando su levantamiento. Entre los firmantes, y para mayor humillación de Indira, figuraba Allen Ginsberg, el poeta que había conocido en Londres cuando había ido a inaugurar el homenaje a Nehru y que años después había cantado la tristeza de los refugiados de Bangladesh. Eso le dolió. La correspondencia entre ambas cesó, y no se reanudaría hasta cuatro años más tarde. Su otra amiga, Pupul Jayakar, se enfrentó a Indira cuando regresó de viaje: «¿Cómo es posible que tú, la hija de Jawaharlal Nehru, permitas esto?» Indira no se lo esperaba y se quedó petrificada. Nadie se atrevía a desafiarla abiertamente.
– No sabes la gravedad de lo que está pasando -le respondió-. No conoces los complots que existen contra mí. A J.P. nunca le ha gustado que sea primera ministra. Él no ha descubierto todavía su verdadero papel… ¿Qué quiere ser? ¿Un mártir? ¿Un santo? ¿Por qué no acepta que no es más que un político y que quiere ser primer ministro? -le contestó.
Indira le comunicó que su intención era mantener el estado de excepción durante dos meses solamente, y que de todas maneras ese tiempo lo iba a aprovechar para lanzar un programa de veinte puntos para sacar al país del subdesarrollo. Entre esas medidas, había dos que eran revolucionarias: la ilegalización del trabajo esclavo y la cancelación de las deudas que los pobres mantenían con los prestamistas de las aldeas.
Pupul se dio cuenta de que era inútil discutir con Indira. Lo único que podía hacer era escucharla para que su amiga se sintiese libre de vaciar su corazón con alguien de confianza. Pupul la conocía bien y sabía lo sola que se sentía. Aunque estaba en profundo desacuerdo con ella, decidió mantenerse cerca.
Indira tenía la intención de anunciar el fin de la Emergency, como se conocía el estado de excepción, el 15 de agosto de 1975, el mismo día y en el mismo lugar en el que su padre, veintiocho años antes, había hecho el famoso discurso de la independencia: «Llega el instante, raramente ofrecido por la historia, cuando un pueblo sale del pasado para entrar en el futuro, cuando una época termina, cuando el alma de una nación, largamente asfixiada, vuelve a encontrar su expresión…» En aquel momento histórico, esas palabras la habían dejado como paralizada de emoción. Había declarado al corresponsal de la BBC: «Ya sabe, cuando se va de un extremo de dolor a otro de placer, se queda uno como entumecido. La libertad es algo tan grande que cuesta asimilarlo.»
Ahora, mientras su coche circulaba por las anchas avenidas de Nueva Delhi, de donde los mendigos y las vacas errantes habían misteriosamente desaparecido -fue uno de los efectos milagrosos del orden impuesto por el estado de excepción-, y se dirigía al Fuerte Rojo para devolver la libertad al pueblo, esa libertad que se había visto obligada a secuestrar, su jefe de protocolo le dio una noticia que la conmocionó profundamente. Sheikh Mujibur Rahman, su amigo, el héroe que ella había restituido en la presidencia de Bangladesh, había sido derrocado en un golpe militar. Pero eso no era lo peor: Sheikh, su mujer, tres hijos, dos nueras y dos sobrinos habían sido pasados a cuchillo. Los golpistas se habían asegurado de que no sobreviviera una dinastía Rahman.
Indira estaba devastada. «Noté que había algo raro en el momento en que empezó su discurso -contaría su amiga Pupul que estaba entre la multitud del Fuerte Rojo-. El timbre de su voz estaba forzado como si estuviera intentando suprimir emociones poderosas. Esa voz había desterrado la capacidad de conmover a la gente.» Pupul estuvo escuchando atentamente el discurso, en el que Indira habló de libertad, de la necesidad de tomar decisiones duras, de las nociones de sacrificio y de servicio, del coraje, de la fe, de la democracia… pero ni una palabra sobre el final del estado de excepción.
Pupul fue a verla por la noche y la encontró en estado de shock. Indira estaba convencida de que la CIA estaba implicada en esas muertes (lo que resultó ser cierto). Y no quería acabar como Allende, se lo había repetido recientemente al líder laborista británico Michael Foot. Pensaba que lo de Bangladesh había sido el primer eslabón en una cadena de complots para desestabilizar el sur de Asia y cambiar el color ideológico de sus gobiernos. Estaba convencida de que ella sería la próxima víctima. El jefe del Servicio de Inteligencia le había confirmado que habían descubierto varias conspiraciones para eliminarla. Según Pupul, estaba paranoica, sospechaba de todos, cada sombra escondía un enemigo.
– ¿En quién puedo confiar? -le preguntó Indira-. Mi nieto Rahul tiene la misma edad que la del hijo de Sheikh Rahman. Mañana podría tocarle el turno a él. Quieren destrozarme como sea, a mí y a mi familia.
Fue la primera vez que Indira se dio cuenta de que no era sólo ella quien estaba en peligro por el hecho de ser primera ministra. Toda su familia, incluidos sus nietos, estaban en el centro de la diana, pensaba. Se encontraba prisionera en un círculo vicioso que ya no sabía cómo romper. En esas condiciones, pensó que no era el momento de suspender el estado de excepción. Al contrario, había que tomar medidas para protegerse intensificando las detenciones sin juicio y la actividad del Servicio de Inteligencia.
Indira se sentía segura entre las multitudes, pero en el interior de su casa, ahora fuertemente custodiada, empezó a sentirse en peligro. La verdad es que estaba enferma de miedo, cansada por el ejercicio del poder, desgastada por tanta lucha, desanimada por la falta de resultados. Era una mujer intensamente patriótica y tenía una fe absoluta en el destino de la India. Pero se daba cuenta de que su política izquierdista había sido incapaz de sacar al país de su atraso. ¿Cómo hacer de la India un país moderno, próspero y fuerte? No sabía ya qué formula utilizar, excepto la mano dura, que iba en contra de su propia tradición. Había metido a la India, a su familia y a sí misma en un callejón del que no sabía salir.
Instintivamente se volvió hacia sus hijos. El mayor, Rajiv, no podía serle de gran ayuda. Había expresado varias veces su desacuerdo con la Emergency, y lo había hecho también en público, y siempre que podía frente a sus amigos. El contacto entre ambos se redujo tanto que él, que trabajaba mucho y estaba poco en casa, se enteraba de los viajes y de las decisiones de su madre por los periódicos. Además, Indira sabía que él no estaba por la labor de apiadarse de ella. Hasta Sonia se había compadecido de un antiguo rival político que había dado con sus huesos en la cárcel en la primera oleada de detenciones. «Debe ser terrible para ti que tu padre esté en la cárcel. De verdad que lo siento mucho», le había dicho en una recepción al hijo de este político, y la frase llegó a oídos de los demás, que no tardaron en hacerla circular por los mentideros de Nueva Delhi. Indira no les guardaba rencor por ello; siempre había pensado que Rajiv no servía para la política y que ni él ni Sonia eran capaces de entender las profundas razones que la habían llevado a tomar esa decisión. Por otra parte, sabía que Sonia insistía en ir a Italia una temporada con los niños hasta que la situación se normalizara de nuevo. Nada se contagia tanto como el miedo…
Quedaba el pequeño, Sanjay, su favorito. Lo veía lleno de energía, fuerte, fiel. Arrogante, cierto, capaz de meter la pata como nadie, pero un hijo en el que podía confiar, que estaba junto a ella y que asumía sus problemas. y que, pensaba ella, siempre podría controlar. Además, había otra razón, que nada tenía que ver con el sentimentalismo de una madre. Sanjay era ferozmente anticomunista y defendía una política liberal, que fomentase la iniciativa privada y el espíritu emprendedor de los indios. Su experiencia con el Maruti le había convencido aún más de la necesidad de librar al país de tanta cortapisa burocrática. Indira pensó que podía utilizar a su hijo para abrir la economía y dar un giro a la derecha. Y no sólo por pura convicción, sino por necesidad política. En efecto, se habían infiltrado radicales comunistas en su partido que abogaban por «eliminar la propiedad privada como derecho fundamental» en la Constitución, entre otras medidas de corte estalinista que querían imponer. Indira les había parado los pies alegando que cualquier atajo que no respetase el procedimiento democrático era peligroso. Pero constituían una amenaza susceptible de provocar una escisión en el Congress. Apoyándose en su darling boy Sanjay, pensó que podría contrarrestarles.
Indira tenía tanto miedo de que le ocurriese algo a su hijo que le pidió cambiarse de cuarto. «No quiero que sigáis aquí, tan cerca de la entrada principal y de la calle, no es un lugar seguro», le dijo. «Mejor os mudáis al cuarto del fondo del pasillo, a la habitación contigua a la mía.» A una amiga que le preguntó la razón de ese cambio, le respondió: «No me encuentro muy bien, duermo en mi habitación y Sanjay en la de al lado. Si me ocurre algo de noche, puedo avisarle en seguida.» La realidad era que Indira se envolvía con Sanjay como con uno de esos chales de pashmina de Cachemira que tanto le gustaban y lo hada para protegerse del frío que sentía en el alma, sin darse cuenta de que ese hijo era su mayor problema y, en cierto sentido, su mayor amenaza.
Sanjay se había quedado sin dinero y, convencido de que ya no saldría ningún vehículo Maruti de la fábrica, estaba vendiendo la estructura como chatarra. Había dejado en la estacada a los concesionarios que se habían endeudado con los bancos para construir llamativas tiendas y que ahora se veían forzados a vender sus propiedades para pagar esos préstamos. Por si fuera poco, Sanjay mandó arrestar a los dos únicos concesionarios que tuvieron la osadía de reclamar el adelanto que habían pagado.
Con el desastre del Maruti, los coches habían dejado de interesarle. Ahora le daba por volar, como su hermano. Antes de la Emergency, se había sacado el título de piloto privado y como le gustaba la velocidad, en seguida se aficionó al vuelo acrobático. Su debilidad por aparatos cada vez más rápidos y el exceso de confianza que tenía en sus propias habilidades asustaban a la mayoría de sus conocidos y amigos, que tenían miedo de volar con él. Maneka acabó siendo su única pasajera.
Sanjay necesitaba una excusa para operar de manera paralela a su madre. Para justificar su poder extra-constitucional, Indira decidió ponerle al frente de una organización moribunda, el Youth Congress (el ala juvenil del Partido del Congreso) y en una ceremonia en Chandigarh, la ultramoderna capital de Punjab diseñada por Le Corbusier, fue nombrado miembro del Comité Ejecutivo. Pero todos interpretaron el mensaje subliminal: Sanjay era oficialmente el heredero de Indira. La primera ministra, que había sido despiadada con los príncipes porque anteponían el nacimiento al talento, sucumbía ahora a la misma tentación e instauraba la dinastía.
Rajiv y Sonia asistían asombrados y disgustados al auge de Sanjay, confundidos y muchas veces con vergüenza ajena. La prensa le tildaba de «Mesías», «el Sol» o «la voz de los jóvenes y de la razón». Le veían siempre rodeado de aduladores que llamaban chamchas, lo que en hindi significa cuchara, aludiendo al movimiento curvo que exige la manipulación de ese cubierto. Eran individuos correosos bajo un aspecto dócil, hábiles en la manipulación, sin conocimiento real de los desafíos del gobierno, con escasa educación y formación, al igual que Sanjay. Una mezcla de políticos, amiguetes y matones. Lo único que les interesaba era sacar partido a su relación con el poder. Empezaron encargándose de revitalizar las arcas del Youth Congress organizándose en brigadas que exigían donaciones, casi siempre de manera intimidatoria. Los comerciantes de Delhi se quejaban a Rajiv o a Sonia de que los chicos del Youth Congress les extorsionaban. Pero las protestas de Rajiv caían en saco roto.
– No te creas las mentiras que dice la gente -le respondía invariablemente su hermano.
El caso es que nadie parecía responsabilizarse de lo malo, sólo de lo bueno.
Porque también había algo bueno en las intenciones de Sanjay, que, inmediatamente después de ser nombrado en ese cargo, añadió cuatro puntos más al programa de su madre, que él mismo se encargó de llevar a cabo. Los cuatro puntos eran: luchar contra el chabolismo ilegal en una campaña para embellecer las ciudades; erradicar el analfabetismo y el sistema de la dote y fomentar la planificación familiar.
En teoría, nadie estaba en desacuerdo con esas medidas, sobre todo la lucha contra la superpoblación, causada en parte por el éxito de los programas de salud que habían logrado reducir mucho la mortalidad infantil y que había hecho aumentar la esperanza de vida de veintisiete a cuarenta y cinco años en un par de décadas. En suma, había más gente viviendo más años reproductivos. Los progresos en la agricultura, la industria y la educación no podían seguir el ritmo de la demografía. Había más riqueza, pero también más pobreza. Más educación, pero también más analfabetos. «Hoy, si se crea un millón de puestos de trabajo, ya tenemos a diez millones buscando esos puestos -había dicho Sanjay-. De nada sirven el desarrollo industrial y el aumento de la producción agrícola si la población continúa creciendo al ritmo actual.» Tenía razón, así no había manera de salir de la pobreza. No fue en la idea, que era obvia, sino en su puesta en práctica donde Sanjay fue por mal camino, consiguiendo desacreditar completamente el estado de excepción, y de paso a su madre.
Al final fueron los pobres, a los que se suponía que el estado de excepción debía ayudar, los que más sufrieron. Los hombres de Sanjay eligieron la esterilización como método más apropiado para reducir la población de la India. Los demás métodos de planificación familiar habían dado pobres resultados. La píldora no estaba disponible todavía y el diafragma era imposible de usar para campesinas que vivían sin privacidad alguna. Durante una temporada los condones cristalizaron la esperanza de controlar la natalidad. A las aldeas llegaban elefantes con cargamentos de condones que debían ser distribuidos gratuitamente a la gente, pero los niños descubrieron que era muy divertido inflarlos y atarlos a unos palitos para jugar, de modo que los interceptaban ellos. A nadie se le escapaba la ironía del eslogan del gobierno que decía que la planificación familiar producía niños felices… La esterilización masculina resultaba el método más barato, eficaz y seguro. Además, había dinero de Occidente para llevar a cabo esos programas.
Sanjay empezó a recorrer el país, animando a los jefes de gobierno locales a ir más allá de lo que hacían los demás. «El jefe de Haryana ha conseguido sesenta mil operaciones en tres semanas, ¡a ver cuántas conseguís vosotros!», les decía. Los objetivos a alcanzar se anunciaban a los distintos jefes de distrito, que eran recompensados si los sobrepasaban, o al revés, eran trasladados o degradados si no los conseguían. Un sistema así fomentaba el abuso de poder. Modestos funcionarios del gobierno tuvieron que someterse al bisturí del cirujano para cobrar pagos atrasados. A los camioneros y a los conductores de rickshaws no se les renovaba el permiso de circulación a menos de que mostrasen un certificado de esterilización. La misma condición era aplicable a los chabolistas que solicitaban una escritura de propiedad de sus chozas para regularizar su situación. Un antropólogo llamado Lee Schlesinger fue testigo de cómo, después de una visita relámpago de Sanjay Gandhi a la aldea donde realizaba sus investigaciones, empezó la campaña. Funcionarios locales prepararon listas de «candidatos», es decir los que tenían ya tres o cuatro hijos, y unos días más tarde aparecieron camionetas de la policía para llevárselos al centro de salud más próximo donde, a cambio de 120 rupias, una lata de aceite de cocina o un transistor, salían esterilizados. Más tarde, algunos hombres, cuando se enteraban de que la camioneta estaba en camino, corrían huyendo a las montañas. Otros sin embargo se hacían operar dos veces para conseguir más de un premio.
En las ciudades, el miedo se apoderó de la gente. Delhi se quedó sin obreros, lo que era insólito en una ciudad donde la gente acudía del campo a buscar trabajo. Los inmigrantes regresaron a sus pueblos para evitar la fatal incisión de sus genitales. En noviembre de 1975, la celebración del cumpleaños de Nehru, que incluía meriendas gratis para cientos de niños, tuvo que cancelarse porque las madres se negaron a enviar a sus hijos varones por miedo a que los «médicos de Sanjay Gandhi» los esterilizasen. Pronto, el certificado oficial de esterilización se convirtió en un requisito indispensable para sortear las necesidades de la vida cotidiana.
Era inevitable que una campaña así se topase en seguida con una fuerte resistencia, sobre todo al extenderse el falso rumor de que la esterilización abocaba a la impotencia. Para luchar contra esa resistencia, el gobierno estableció un sistema de cuotas por el cual los sueldos de policías, profesores, médicos y enfermeras les eran abonados sólo después de que motivasen a cierto número de personas para someterse a una vasectomía. Como no podía ser de otra manera, las víctimas de esta despiadada política fueron los más débiles, los más pobres, los grupos sociales más marginados como los intocables o ciertas comunidades musulmanas y tribales que en principio eran los que siempre habían apoyado incondicionalmente a Indira. No entendían cómo su diosa, a la que siempre habían votado, podía castigarles así. ¿Era ése el premio que recibían por su lealtad?
Los indios no estaban acostumbrados a que el Estado les dictase el tamaño de sus familias. La India no era una dictadura como China, donde las decisiones tomadas desde la cúspide podían ser ejecutadas a la fuerza. Esa tradición dictatorial no existía. Aquí, los hijos eran un recurso muy valioso, algo así como «la seguridad social de los padres», porque desde pequeños trabajaban en los campos, en los talleres, en las fábricas textiles, o mendigando en las calles. Las familias eran grandes porque a más hijos más brazos y, como consecuencia, más recursos. Para los pobres campesinos, obreros y mendigos sin hogar, la posibilidad de tener niños representaba casi el único acto de libertad individual del que podrían disfrutar en la vida. Quitarles a los pobres el placer de hacer y de tener niños era quitarles lo único que tenían. Pero claro, eso no podía verlo Sanjay, cuyo corazón estaba cegado al sufrimiento de los pobres. Tampoco tenía experiencia en gobernar, en el arte de manipular a funcionarios y burócratas. Al intentar sacudir la estratificada jerarquía administrativa para hacerla eficaz, utilizando métodos como la amenaza de traslado, los dudosos incentivos a la esterilización o la amenaza de ser investigado por las autoridades fiscales, lo que consiguió fue que esa tácita hermandad de burócratas, que se mantenía unida por lazos invisibles desde hacía siglos, se uniese todavía más para defenderse de los ataques. Por un lado le adulaban, por otro le boicoteaban. Y él era demasiado ingenuo para darse cuenta de ello.
En cuanto a su madre, optó por no creer lo que le contaban. Completamente alejada de la realidad por la misma corte de aduladores de su hijo que le aseguraban que los informes de abusos estaban basados en rumores no comprobados, Indira veía las críticas como ataques personales, y las descartaba de un plumazo.
– La gente exagera mucho -le decía a Rajiv cuando se cruzaban en casa, haciéndose eco de las palabras de Sanjay-. No hay que creerse lo que dicen.
– Acabo de regresar de Bhopal -insistía Rajiv-, y allí los musulmanes están aterrados. Dicen que los hindúes manipulan la campaña en su contra… Hay que tranquilizar a esa gente antes de que lo conviertan en un conflicto entre comunidades.
– Lo que hay que hacer es limitar la población como sea. No hay salida para la India si no lo conseguimos.
Rajiv también se daba cuenta de que hablar con su madre era imposible. No admitía que nadie la contradijese. Todo lo interpretaba en clave de vendetta política, o en clave sobrenatural, lo que era especialmente preocupante. La influencia de su profesor de yoga, el gurú Dhirendra Brahmachari, era mayor que nunca. El hombre se aprovechaba de la soledad de la primera ministra. Llegó a tener un acceso más fácil a Indira que su propio hijo Rajiv. Esa proximidad al poder, la supo aprovechar a su favor, porque durante el estado de excepción fue amasando una pequeña fortuna, tanto que le permitió comprarse una avioneta. En la ciudad era conocido como «el santo volador». Rajiv y Sonia lo detestaban porque se daban cuenta de lo mucho que estaba aprovechándose de Indira. Le habían estado observando: primero la asustaba hablándole de complots sobrenaturales contra ella y Sanjay, y a continuación la convencía para que aceptase recitar ciertos mantras y protegerse así de los que buscaban su destrucción. De esa manera, mantenía una notable influencia de la que Indira no conseguía librarse. Cuando Sonia y Rajiv intentaban ponerla en guardia, se encerraba en uno de sus famosos silencios. Sonia no podía soportar la presencia del gurú en casa, que exigía comida y bebida a su antojo. Estaba cada vez más gordo, fruto de su voraz apetito, y carecía de modales.
– ¡Es un guarro! -decían asqueados al verlo comer.
– No sé cómo mi madre le aguanta… -decía Rajiv-. Vive encerrada en una torre de marfil, y si su único contacto con el mundo son Sanjay y el gurú, ¡estamos aviados!
– Vayámonos a Italia, de verdad, Rajiv, demos a los niños un poco de vida normal.
Cuando se lo comunicaron, la expresión del rostro de Indira mudó por completo, tanto que inmediatamente se arrepintieron de haberlo siquiera mencionado. Comprendieron, aun antes de que Indira hubiera pronunciado una palabra, que aquello iba a ser difícil, por no decir imposible.
– Te entiendo, Sonia, entiendo que estés harta de vivir en este ambiente -le dijo Indira-, que tengas que escuchar todas esas críticas infundadas que se vierten sobre mí, entiendo que tengas ganas de marcharte a Italia… ¿Pero os imagináis lo que dirían aquí si ahora os vais? Lo interpretarían como una deserción, como una oscura maniobra mía… «Manda a los hijos a Europa, luego seguirá ella, está preparando su huida», puedo oír lo que dirán…
– Es que hemos pensado que eso es algo que podemos hacer ahora que los niños son pequeños -dijo Sonia-. Luego será imposible…
– ¿No podéis esperar un poco?
Sonia miró a Rajiv y agachó la cabeza. Él estaba pensativo. Sonia adivinó el desgarro que debía sentir por dentro. Indira prosiguió:
– Es que es tan mal momento…
– Lo entiendo, y lo último que querríamos sería perjudicarte -le dijo la italiana incorporándose, antes siquiera de que Rajiv tomase la palabra.
– En momentos difíciles, la familia tiene que mostrarse unida.
Es importante que la gente, que el pueblo lo perciba.
Sonia hizo un gesto de aprobación con la cabeza.
– No te preocupes, mami, nos quedamos -le dijo con una sonrisa de comprensión.
Lo que no se mencionó en la conversación era igual de importante. Aparte del miedo a que ocurriese algo, Sonia quería irse una temporada porque estaba muy harta del comportamiento de su cuñada Maneka, que la tildaba despectivamente de «italiana» y que actuaba con una insolencia digna de una reina consorte al abrigo de su marido, deus ex machina del estado de excepción. Por su parte, Indira tampoco mencionó la aversión que le producía separarse de sus nietos, a los que adoraba. Jugaba con ellos, a veces les llevaba a su despacho, se enorgullecía de presentarlos a la gente. Eran su gran pasión. La verdad es que Indira se había convertido en una matriarca tan posesiva y protectora como lo había sido su abuelo Motilal Nehru, el antiguo patriarca del clan.
Fue un pobre individuo, con las suelas de sus sandalias gastadas por los cinco días de caminata que había tardado en llegar hasta el despacho de Akbar Road, quien abrió los ojos de Indira sobre la realidad de los abusos cometidos en nombre de la Emergeney. Era un joven maestro de una escuela que venía de una aldea perdida. Un hombre cándido, idealista y luchador, que vino a contar a Indira cómo le habían esterilizado a la fuerza, a pesar de sólo tener una hija. La policía le había reducido a golpes y le había llevado a un dispensario junto a otros vecinos de la aldea. Contó la desesperación de su esposa y toda la familia por no poder ya tener más progenitura, sobre todo un hijo varón. Habló de pueblos enteros que la policía rodeaba de noche para perseguir a los varones y esterilizarlos. Por primera vez, Indira escuchó de viva voz el testimonio de una víctima de su política y salió conmovida del encuentro. «Sí -admitió-, quizás Rajiv y tantos otros tengan algo de razón, después de todo.» Estaba horrorizada por lo que contaba el maestro sobre otros profesores que habían sido golpeados por no poder conseguir cumplir con su cuota de voluntarios para la vasectomía. De pronto, la verdad la asaltaba con toda su crudeza por boca de aquel hombrecillo valiente y huesudo. No cabían más excusas: «Hay que mandar un mensaje urgente y tajante a todos los jefes de gobierno regionales -ordenó a su secretario- diciendo que cualquier individuo sorprendido en acto de hostigamiento mientras lleva a cabo el programa de planificación familiar será castigado.» Por fin Indira reaccionaba.
Sonia creyó entonces que adoptaría alguna medida para parar los pies a Sanjay, pero se equivocó. No hizo nada. «¿Cómo puede el amor por su hijo cegarla tanto? -se preguntaba-. ¿Me pasará lo mismo a mí con Rahul?»
– Espero que no, que nunca pierdas la objetividad -le decía Rajiv, que soportaba cada vez más difícilmente la situación.
Ya prácticamente no se hablaba ni con su hermano ni con Maneka. Aborrecía los métodos y el estilo de Sanjay y se sentía impotente para cambiar las cosas. Impotente ante su madre: «Lo bueno de Sanjay es que consigue resultados», la oyó decir Rajiv, aludiendo a los casi cuatro millones de indios que habían sido esterilizados en los primeros cinco meses del estado de excepción. A ese ritmo la meta de alcanzar veintitrés millones en tres años estaba en visos de cumplirse, por eso Indira estaba, en el fondo, satisfecha. El propio Rajiv, gracias a las relaciones que tenía con sus colegas y en la empresa, se daba cuenta antes que su propia madre, del desastre que se avecinaba. Sabía que los contadores de historias, los sabios mendicantes y los adivinos narraban en las cuatro esquinas de este país continente, a veces distorsionando y exagerando los hechos para darles una dimensión épica, los abusos y sufrimientos que había desatado la campaña de esterilización. El terror que invocaban esas historias y la inseguridad que generaban rompían la confianza que la gente tenía depositada en sus gobernantes. El estado de excepción empezaba a volverse contra el poder, contra Indira. Pero la primera ministra no se daba cuenta de ello.
– Mi hermano y mi madre están traicionando el legado de la familia -repetía Rajiv a Sonia, con un tono de voz desesperado.
Se encontraba atrapado en una situación sin salida. No podía irse, y quedarse le repugnaba. No le gustaba que le identificasen con todo lo que estaba ocurriendo. A pesar de tener una de las profesiones más asépticas del mundo, era inevitable que los colegas y la gente en general le metiesen en el mismo saco que su hermano. No le importaba enfrentarse a Sanjay…
– ¡Estáis traicionando al abuelo! -le soltó varias veces a la cara.
– ¡Estamos modernizando este país! -replicaba Sanjay.
– ¡Os estáis echando a la gente en contra!… El fin no justifica los medios.
Pero decirle lo mismo a su madre, le resultaba imposible a Rajiv. Un hijo indio no se enfrenta a sus progenitores. Una cierta sumisión a la figura de los padres es un rasgo que forma parte del acervo cultural más profundo de la India. Sonia lo sabía, por eso procuraba no echar más leña al fuego. Confiaba que el paso del tiempo terminaría por arreglar las cosas. Huyendo de la tensión latente, se refugiaron en sus habitaciones del fondo de la casa, participando lo mínimo en la vida común. Ya no sentían que ese hogar les perteneciera, como ocurría antes. El escritor Kushwant Singh, un asiduo visitante de la casa, llegó un día para ver a Maneka mientras Rajiv y Sonia celebraban el cumpleaños de uno de sus hijos: «Me di cuenta de que los niños y cada una de las mujeres ocupaban lugares alejados de la casa y que tenían poco que ver unos con otros.» Las peleas de los perros reflejaban la tensión de sus moradores. Sanjay y Maneka tenían dos lebreles irlandeses «grandes como burros», según contaba el escritor, que estuvo varios minutos paralizado de terror en el salón cuando le dejaron con una taza de té en la mano junto a los canes. Fue Indira quien le salvó de aquella situación llevándoselos al jardín. En contraste, Sonia tenía una perra salchicha llamada Reshma, y Zabul, un afgano manso. Cuando los perros se enzarzaban, Sonia, horrorizada, intervenía para separarlos, mientras Maneka contemplaba la escena, imperturbable porque sabía que sus perros eran más fuertes.
A pesar de la agresividad latente, en el interior del hogar de los Gandhi intentaban huir de la confrontación directa. La comunicación se reducía a notas escritas, siempre con cortesía, para expresar quejas y discrepancias: «Ayer dejaste el perro suelto dentro de casa, por favor no lo vuelvas a hacer, que se asustan los niños.» Maneka leía la nota, pero no hacía caso.
Rajiv y Sonia encontraron apoyo en sus amigos, entre los que se encontraba Sabine y su marido, así como un matrimonio italiano recién llegado, Ottavio y Maria Quattrochi, muy dicharacheros y simpáticos y con quienes salían a menudo a cenar. También formaban parte de ese grupo un piloto de Indian Airlines, un matrimonio indio compuesto por un hombre de negocios y una decoradora muy amiga de Sonia, un periodista y su mujer editora y algún matrimonio más. Sonia se reía mucho con su paisano Ottavio Quattrochi, un avezado hombre de negocios, representante de grandes empresas italianas, y que estaba dotado de un fino sentido del humor. Los amigos ayudaban a soportar la desagradable situación familiar.
Sonia se enteró de lo que estaba ocurriendo en la Vieja Delhi por una amiga india que la avisó por teléfono. Le dijo que su chófer y su cocinero, ambos musulmanes, le habían pedido ayuda, a sabiendas de que se relacionaba con la familia de Indira. Ambos estaban horrorizados porque, según decían, «los hombres de Sanjay estaban arrasando el barrio». Querían que su «señora» intercediera para salvar sus casas. Sonia no sabía nada.
– Siempre somos los últimos en enterarnos. Ya sabes cómo está la situación en casa, no sé si podremos hacer algo.
Cuando indagó, se enteró de que Sanjay había ordenado la demolición del barrio, un laberinto de callejuelas, antiguos edificios en ruinas y chabolas insalubres. Un barrio sucio, congestionado y contaminado pero con alma de ciudad vieja. Formaba parte de su programa de «embellecimiento de ciudades». Los vecinos se habían rebelado, lanzando piedras, ladrillos y hasta cócteles molotov contra las excavadoras. Una turba de mujeres había rodeado la clínica de planificación familiar coreando eslóganes y amenazando a los obreros con esterilizarlos. La policía no tardó en llegar y dispersó a la multitud con gases lacrimógenos. Se desató una batalla campal que se saldó con cientos de heridos y una decena de muertos, entre los que se encontraba un niño musulmán de trece años que miraba los disturbios como si se tratase de una película. Al final la policía impuso el toque de queda para que los derribos pudieran continuar. Cuando Sonia le contó todo esto, Rajiv puso el grito en el cielo.
– ¿Cómo es posible que mi madre permita que destruyan esa zona, una de las áreas que ella misma protegió cuando los disturbios de la Partición?
Esta vez, Rajiv se atrevió a decírselo a su madre:
– El programa de embellecimiento de ciudades está causando un enorme malestar entre la población, los pobres se ven forzados a desalojar sus chabolas sin tiempo de recoger sus cosas… Se han arrasado cientos de miles de chabolas, nos llaman hasta los empleados de nuestros amigos para que hagamos algo…
Indira le escuchó sin apenas decir nada. Rajiv prosiguió:
– El abuelo convenció a esos vecinos, en su mayoría musulmanes, para que se quedasen y no huyesen a Pakistán. Eso, tú lo sabes, mamá. Les prometió protección. ¡Y ahora su nieto los está expulsando a palos!
Indira mandó llamar a Sanjay, que inmediatamente desmintió las acusaciones de su hermano.
– ¡Estupideces! -terció el joven-. A todos los desalojados se les proporciona alojamiento alternativo.
Indira le creyó.
– En este país, hay una gran resistencia a la modernización -musitó.
Siempre creía a Sanjay en temas de política, o de calle. Creía a Rajiv cuando algo se estropeaba en casa; sólo entonces su palabra valía oro.
Lo que había dicho Sanjay era una verdad a medias. En la Vieja Delhi, más de setenta mil personas, entre las que se encontraban el cocinero y el chófer de la amiga de Sonia, habían sido obligadas a punta de fusil a entrar en camiones para ser conducidas a sus nuevas «residencias», un eufemismo para designar ínfimas parcelas de tierra rodeadas de una alambrada al otro lado del río Yamuna, a unos veinte kilómetros de la ciudad. Cada familia tenía derecho a un lote de ladrillos para construirse su nuevo refugio y a tarjetas de racionamiento para comprar materiales y comida. Pero mientras, no tenían techo para guarecerse.
Al final, quien hizo ver a Indira la verdad sobre las barbaridades que estaban ocurriendo fue su amiga Pupul. Regresó escandalizada de Benarés, la ciudad sagrada a orillas del Ganges. Lo asombroso, lo maravilloso de Benarés, es que la vida seguía prácticamente igual desde el siglo VI a.C. Sin embargo, Pupul había visto con sus propios ojos cómo unas excavadoras destruían edificios antiguos para ensanchar Vishwanath Gali, una callejuela estrecha, serpenteante, pavimentada con viejas piedras de río que brillaban de una pátina producida por los pies de innumerables generaciones de peregrinos y que atravesaba el corazón de la ciudad. Una calle donde las vacas tenían preferencia desde el alba de los tiempos, y que recorrían santones con el cuerpo cubierto de ceniza y el cabello enmarañado, campesinos recién casados con sus mujeres del brazo, abuelas con sus nietos y ancianos que venían de muy lejos para llegar al templo de Vishwanath, el señor del Universo. Considerado el más sagrado del mundo por los fieles hindúes, ese templo albergaba una piedra de granito pulido, la reliquia más preciada de Benarés, el lingam original, un emblema fálico que simboliza la potencia vital del dios Shiva, representante de la fuerza y del poder regenerador de la naturaleza. Al prosternarse y al ofrecerle agua del Ganges, los fieles hindúes expresaban así una de las formas más antiguas del fervor religioso hindú. Benarés, y el templo de Vishwanath en particular, eran el centro de ese culto. Había lingams y yonis (el equivalente femenino) en todas partes, en los templos, en los pequeños altares empotrados en las fachadas de los edificios, en los peldaños de los ghats, esas escaleras monumentales de piedra que se hunden en las orillas como raíces gigantescas, sellando así la unión de Benarés con el más sagrado de los ríos. Todas las mañanas desde que el hombre tenía memoria, miles de hindúes untaban con devoción la superficie pulida de los lingams con pasta de sándalo o con aceite. Trenzaban coronas de jazmín y de claveles de la India que colocaban con esmero alrededor de la piedra erecta junto a pétalos de rosa y hojas amargas de bilva, el árbol preferido de Shiva.
– Queremos ensanchar la callejuela para que puedan circular coches -le dijo a Pupul el delegado de la corporación municipal que la acompañaba. Pupul se quedó helada.
– ¿Y qué vais a hacer con los templos, con los dioses, con todos estos altarcitos?
– Los cambiaremos de sitio, está prevista una estructura de hormigón para meterlos todos dentro.
– Pero no podéis, son los guardianes de la ciudad, no podéis cambiarlos así como así…
Pupul estaba tan indignada que no encontraba las palabras. El hombre se hacía el loco. Luego añadió, explicándose:
– Es que Sanjay quiere embellecer la ciudad.
– Pero no se puede jugar con Benarés, es la más sagrada de las ciudades sagradas… No se puede jugar con la fe de la gente.
Pupul entendió que era inútil intentar convencer al delegado, que se limitaba a cumplir instrucciones. Conmovida y nerviosa, le pidió que suspendiese toda actividad de demolición hasta que regresase a Delhi y hablase con la primera ministra. El hombre accedió.
Cuando Indira vio las fotos de Pupul y escuchó su relato, «saltó al techo» según su amiga. «Nunca la había visto tan enfurecida. Descolgó el teléfono y pidió a su secretario que le pusiese al habla con el jefe de gobierno del estado de Uttar Pradesh. Estalló cuando habló con él: "¿Es que no sabes lo que está ocurriendo en Benarés?", le preguntó, antes de ordenarle que acudiese inmediatamente a verla a Nueva Delhi. Luego colgó el aparato y se tapó la cara con las manos: "¿Qué está ocurriendo en este país?… Dios mío, nadie me cuenta nada.»
Cuando el jefe del gobierno de Uttar Pradesh se enteró de lo que intentaban hacer con Vishwanath Gali, se quedó mudo de estupefacción. Tampoco él estaba al corriente de lo que estaba pasando. ¿Quién había dado las órdenes? Todo el mundo sabía que venían de Sanjay, pero su autoridad era difusa y difícil de rastrear. Era imposible conseguir explicaciones suyas. Rara vez hablaba en público, apenas daba entrevistas y cuando lo hacía eran penosas. Su firma nunca aparecía en papeles oficiales. Era la sombra que reinaba en la oscuridad del estado de excepción. Los funcionarios subalternos, encargados de cumplir sus órdenes, redoblaban de celo para congraciarse con él e interpretaban las órdenes a su manera siendo aún más intransigentes de lo que se les exigía. A muchos se les subía el poder a la cabeza y se convertían en seres tiránicos bruscos e incontrolables.
En la época de la Emergency, Rajiv pasó del Avro a copiloto del Boeing 737, que de ahora en adelante compondría el grueso de la flota de Indian Airlines. Después de uno de sus vuelos a Bombay, mientras iba al hotel en la camioneta de la compañía para pasar la noche, una larga caravana de motos y coches de policía, con las sirenas ululando y las luces giratorias iluminando el aire brumoso, obligó a su vehículo a detenerse. El despliegue era impresionante. «¡VIP!», le dijo el chófer, aludiendo al paso de una personalidad importante. Cuando quiso proseguir su camino, un policía le desvió hacia una bocacalle adyacente. «¿Quién es?», preguntó el chófer al policía.
– ¡VVIP! -le respondió-. ¡Shri Sanjay Gandhi!
Rajiv, sentado en la parte trasera, alzó los ojos al cielo. Así circulaba su hermano, como si fuese el hombre más poderoso de la India, aunque no tuviera autoridad formal ni en el Partido ni en el gobierno. El chófer no perdió la ocasión de chinchar a su pasajero:
– Hermano pequeño pasa, hermano mayor desviado a las callejuelas… ¿Qué le parece?
– ¡Así es la política! -respondió Rajiv con humor, satisfecho en el fondo de no tener que formar parte de ese circo.
Inasequibles al desaliento provocado por las críticas de la oposición, Sanjay y Maneka hacían giras por el país como si de una pareja real se tratase, supervisándolo todo, dando órdenes e instrucciones y siendo adulados por obsequiosos funcionarios, ministros y jefes de gobierno regionales. La prensa se hacía eco de aquellos viajes al detalle. «Su imagen brilla con luz propia», declaraba un semanario. «Sanjay está firmemente establecido en los corazones de la gente», rezaba otro titular. La realidad era bien diferente: en aquel entonces, Sanjay era quizás el hombre más odiado de la India.
Prueba de su inmenso poder era por ejemplo que Bansi Lal, el regordete jefe de gobierno de Haryana y compinche suyo, que había sido nombrado ministro de Defensa, antes de decidir a quién promovería a almirante, llevaba a sus dos candidatos ante Sanjay para que éste los entrevistase. O cuando Sanjay visitó Rajastán y tuvo que inspeccionar quinientos un arcos erigidos en su honor. Un recibimiento similar le esperaba en Lucknow, y allí ocurrió un incidente muy revelador del aura que emanaba de su poder. Cuando perdió una sandalia en la pista del aeropuerto, fue el mismísimo jefe de gobierno de Uttar Pradesh quien se agachó, la recogió y se la entregó reverencialmente.
La familia de Maneka, especialmente la madre, se vio catapultada al estrellato. «De no ser nadie se convirtió en la principal dama de honor de la emperatriz de la India, Indira Gandhi -recuerda el escritor Kushwant Singh-. Se hizo arrogante más allá de lo imaginable.» La conoció un domingo cuando, acompañada de su hija, fueron a visitarle. Ambas querían fundar una revista semanal de información y entretenimiento y Sanjay había sugerido que fuesen a verlo para pedirle consejo e involucrarlo en el proyecto. Kushwant Singh aceptó el encargo, halagado de encontrarse tan próximo a Indira y a su hijo. «Sentí que Maneka exigía demasiado a Sanjay y que éste quería involucrarla en cualquier actividad que redujese la presión que ella ejercía sobre él», diría el escritor. La revista, prácticamente escrita, corregida y editada por Singh, fue un éxito, lo que dio a Maneka un poder que no había tenido antes y una relevancia social que la hacía feliz. ¿No confirmaba el éxito de Surra, como se llamaba su revista, que era la digna esposa del hombre más influyente del país? En casa, ese éxito se tradujo en un comportamiento aún más soberbio. Comparada con ella, ¿quién era esa italiana a quien sólo le gustaba cocinar o quedarse en casa? Ahora más que nunca, a sus cuñados les hacía sentir su desdén. Ni siquiera los niños se libraban. Un joven miembro del Congress fue testigo de una escena reveladora del carácter de «la primera dama», como algunos la llamaban. Sonó el teléfono y este chico descolgó, pero en seguida Maneka se lo quitó de las manos. Era una llamada para su sobrino Rahul. «¡Aquí no vive ningún Rahul!», exclamó, sencillamente porque en ese momento no deseaba ser interrumpida.
– ¿Cómo podéis vivir así? -preguntó a Rajiv y Sonia una amiga íntima-. ¿Por qué no os mudáis a otra casa?
– No puedo hacerle eso a mi madre -contestó Rajiv.
Era cierto, en ese momento al menos no podían. Veían que Indira estaba cambiando y a punto de reaccionar. Suficiente información se había filtrado hasta ella para que por fin admitiese la veracidad de los abusos cometidos en nombre de las campañas de su hijo. Empezó a dudar de sus consejeros y a escuchar a gente de fuera. Afectada por la creciente ira que sentía bullir entre el pueblo, ya no encontraba justificación para seguir con las medidas represivas. También le afectaban las continuas peticiones de distintas personalidades dentro y fuera de la India para levantar el estado de excepción. Su tío B. K. Nehru, embajador en Inglaterra, le habló francamente y sin rodeos de la mala imagen que tenía ahora la India, que ya no era considerada un faro de civismo brillando entre las dictaduras de Asia.
Indira ya había pospuesto las elecciones en dos ocasiones, a petición de Sanjay, aunque la segunda vez lo había hecho a regañadientes. Pensaba que posponerlas era mandar una señal equivocada a la sociedad, como si estuviera asustada de enfrentarse a la gente. Había proclamado el estado de excepción como medida transitoria, pero no quería convertir a la India en una dictadura. La imagen de «dictadora benévola» que le llegaba del extranjero la perturbaba mucho. ¡Qué diría su padre! A veces le parecía escuchar la voz de Nehru desde lo más profundo de su ser, empujándola a tomar una decisión conforme a su conciencia. Además, Indira notaba que había perdido la conexión íntima con esa «extensa masa de humanidad india», y quería recuperarla. Sentía nostalgia de las multitudes, necesitaba volver a vibrar con el clamor y el amor del pueblo. Echaba de menos sus éxitos electorales anteriores… ¡Qué lejos quedaba el triunfo apoteósico de 1971!
Sanjay, como era de esperar, se opuso terminantemente a los designios de su madre.
– Estás cometiendo un error garrafal -sentencié-. Puedes perder las elecciones, ¿y qué pasará entonces? El informe que has recibido del Servicio de Inteligencia asegura que el Congress perderá…
– No me fío de esos informes -contestó Indira-. El Servicio de Inteligencia está infiltrado por extremistas hindúes. Dicen lo que les viene en gana…
– ¿No puedes esperar antes de levantar el estado de excepción?
– ¿Esperar a qué?
– A que salgan algunos prisioneros políticos, a que se calmen los ánimos. No es que estemos en contra de las elecciones -Sanjay hablaba también en nombre de sus protectores y compinches Bansi Lal y el secretario Dhawan, que ahora tenían miedo de ser víctimas de eventuales represalias-… Pero sería mejor soltar a la oposición primero y esperar un año a que se olviden los problemas y se acaben los rumores.
Indira se lo quedó mirando, en uno de sus largos silencios, un silencio espeso que hablaba de su determinación con más contundencia que si le hubiera contestado.
Pero esta vez Indira no le escuchó. Al día siguiente, 18 de enero de 1977, sorprendió a toda la nación anunciando elecciones generales al cabo de dos meses. «Será una oportunidad para limpiar la vida pública de tanta confusión», declaró. Sanjay estaba deshecho. Era la primera vez que su madre le desautorizaba. Lo hizo de nuevo ordenando la liberación inmediata de todos los líderes políticos y levantando la censura de prensa. La oposición recibió esas medidas con recelo. A estas alturas, no se fiaban de Indira, nutrían sospechas sobre su motivación profunda y estaban seguros de que se trataba de alguna trampa. Pero su antiguo enemigo J.P. Narayan, que había sido detenido y encerrado en una celda en los primeros tiempos de la Emergency y que luego, por razones de salud, había sido autorizado a volver a casa, confesó a un amigo de los Nehru: «Indira ha sido muy valiente. Es un gran paso el que ha dado.» Como él, muchos no se lo esperaban.
La decisión de actuar con tanta rapidez, que dejó atónito a Sanjay, fue en el fondo una maniobra astuta de una política experta. Se trataba de pillar por sorpresa a toda la oposición, débil y fragmentada, y no darles la oportunidad de organizarse. Era su mejor baza para ganar esas elecciones, porque no las tenía todas consigo.
Quería pensar que la magia que había actuado en otras ocasiones también actuaría en esta contienda. Pasaba de la duda al convencimiento de que el pueblo seguía queriéndola, a pesar de todo.
Como siempre, se lanzó a hacer campaña con vigor, haciendo giras por todo el país, durmiendo poco, viajando en cualquier medio de transporte. Como en otras ocasiones, pudo contar con Sonia, siempre presente, siempre dispuesta a ayudarla a organizarse y a hacerle la vida más fácil. Sonia se compadecía de su suegra. La veía agotada persiguiendo una quimera: el afecto y la veneración del pueblo. Esta vez la seducción no funcionaba. Indira regresaba cabizbaja de los mítines. Le contaba a Sonia que había escuchado gritos contra ella, voces que reclamaban su derrota, a veces insultos. Había visto a gente abandonar las concentraciones, dejándola sola frente a un grupo cada vez más reducido de fieles seguidores. Le tocó escuchar muchas historias sobre los excesos del programa de esterilización, sobre las torturas, los arrestos arbitrarios… No sabía si creerse todo lo que decían, pero acabó dándose cuenta de que ese contacto privilegiado del que había disfrutado con el pueblo ya no existía. «No puedo soportarlo -confesó un día-. Me han tenido encerrada entre estas cuatro paredes.» Sonia no se atrevía a decirle que no había querido escuchar.
Nadar contra corriente debilitó a Indira y cayó varias veces enferma, sin conseguir recuperarse de una especie de gripe que le producía fiebres recurrentes. Los golpes que empezó a recibir de sus propios compañeros de partido la hundían aún más en la zozobra. De pronto, su ministro de Agricultura, un conocido líder de la comunidad de los intocables, desertó de sus filas para unirse a la oposición. La vida política del país pareció electrificarse. Una ola de pánico recorrió las filas del Congress. Indira se mantuvo impasible de cara a la galería, pero Sonia adivinaba lo dolida que se sentía. Aquel líder había sido un amigo personal, un compañero de ruta, un bastión del partido. Se llamaba Jagjivan Ram y había reclamado el levantamiento inmediato del estado de excepción. Más tarde, Indira descubriría que la verdadera razón por la que Ram le había dado la espalda era su oposición al límite de edad que Sanjay quería imponer para presentarse a las elecciones. A sus sesenta y ocho años, Ram -y muchos otros- quedaban así fuera de juego. Cuando Indira quiso enmendar el problema, ya era demasiado tarde. Inmediatamente después, una plétora de antiguos camaradas tomaron el mismo camino y luego siguieron los tránsfugas. «Qué extraño que os hayáis callado todos estos meses…», Les dijo Indira, que entendía que las ratas empezaban a abandonar el barco… ¿Pero no sabía ya que la política estaba hecha de traiciones? ¿No decía Churchill que había tres clases de enemigos: los enemigos, sin más; los enemigos a muerte; y los compañeros de partido? Lo que más le dolió fue que su propia tía, Viyaja Lakshmi Pandit, hermana de Nehru, abandonase su retiro político y se lanzase al ruedo denunciando que Indira y el estado de excepción habían «destruido» las instituciones democráticas. Después de hacer esas declaraciones incendiarias, ingresó en una coalición de partidos opositores que se había formado bajo las siglas de Janata Party. Para Indira, más que una traición, aquello fue una humillación. Fue entonces cuando le salió un herpes en la boca que la obligó a hacer sus discursos con medio rostro cubierto por el faldón de su sari. «Lo que me preocupa es que luego me queden cicatrices en la cara», le decía a Sonia mientras ésta le aplicaba un ungüento.
– Estoy cansada de la política -le confesó de sopetón, sin drama, sin exageración, casi sin emoción.
Ver a Indira herida en el alma hizo que Sonia se diese cuenta de que la alta política y las bajas pasiones eran las dos caras de un mismo mundo. Nunca le había atraído, pero ahora, al ver a su suegra traicionada y sufriendo, sentía un rechazo total. A su amiga Pupul, Indira le confesó: «Pelearé estas elecciones y luego dimitiré. Estoy harta. No puedo fiarme de nadie.»
Ante el fortalecimiento de la oposición, Sanjay rogó de nuevo a su madre que cancelase o por lo menos pospusiera la convocatoria. Pero ella siguió en sus trece. Su hijo entonces decidió presentarse como candidato a diputado al Parlamento por la circunscripción electoral de Amethi, vecina de la circunscripción de su madre, Rae Bareilly, en el estado de Uttar Pradesh. Era territorio de los Nehru y los Gandhi, donde la victoria estaba asegurada. De ganar un escaño, Sanjay estaría protegido de la venganza de sus innumerables enemigos por la inmunidad parlamentaria. Maneka y él eran tan ingenuos que en su primer discurso alabaron los resultados de la campaña de esterilización. Fueron abucheados por un grupo de mujeres enfurecidas:
– ¡Nos habéis convertido en viudas! -gritaron-. ¡Nuestros maridos ya no son hombres!
Indira se encontró con reacciones parecidas a lo largo y ancho del país. Un discurso suyo fue interrumpido por una campesina que la increpó: «Todo lo que nos cuenta de su preocupación sobre el bienestar de las mujeres está muy bien, pero ¿qué pasa con las vasectomías? Nuestros hombres se han hecho débiles, y nosotras sus mujeres también.» En un lugar cercano a Delhi, otra campesina a quien pedían el voto sacó a relucir el tema de la esterilización, y lo hizo en un lenguaje sugerente: «¿Señora, de qué sirve un río sin peces?» Por fin Indira se daba cuenta de que en un país de mayoría hindú, que venera el lingam (la piedra fálica) como deidad primigenia y fuente de toda vida, la campaña de esterilización masiva había sido un error monumental. Y sabía que, en política, los errores se pagan.
Después de aquellos viajes extenuantes, Indira volvía a casa con lágrimas en los ojos.
El 20 de marzo de 1977, día de la convocatoria, Pupul fue a verla a su casa. Eran las ocho de la noche y las calles de Nueva Delhi desbordaban de una alegría nunca vista desde las celebraciones de la independencia de los ingleses treinta años antes. Grupos de gente tocaban el tambor, payasos caminando sobre zancos repartían caramelos a los niños, los vecinos bailaban en las calles, olía a la pólvora de los petardos y de los fuegos artificiales… El pueblo soberano había votado y celebraba la caída de la «Emperatriz de la India».
La casa, sin embargo, estaba envuelta en un silencio inquietante. No había ajetreo ni luces ni coches aparcados fuera como en anteriores veladas de citas electorales. No se veían niños ni perros. Un secretario con cara patibular condujo a Pupul al salón decorado en tonos beige y verde claro. Indira estaba sola, y se levantó para saludarla. Había envejecido diez años. «Pupul, he perdido», dijo simplemente. Ambas tomaron asiento, y se quedaron en silencio, uno de los clamorosos silencios de Indira que hacían que las palabras sobrasen.
Sanjay y Maneka estaban en Amethi, su circunscripción. Rajiv y Sonia en su cuarto, muy preocupados. Sabían mejor que nadie en esa casa la animadversión que había producido la Emergency en la sociedad y tenían miedo de las represalias contra su madre, contra su hermano, y contra ellos también. Temían por su seguridad, ahora que Indira tenía que desalojar el poder. A esto se añadían un montón de incógnitas derivadas de la nueva situación: ¿dónde vivir?' por ejemplo, porque era necesario devolver la casa al gobierno. Pero, sobre todo, tenían mucho miedo por los niños. Sonia estaba muy afectada. Ahora sentía el zarpazo de la política en carne propia. Lo había visto venir, pero ¿qué hubiera podido hacer ella para impedir un desenlace semejante? Un sirviente les interrumpió llamando a la puerta:
– La cena está lista.
La mesa del comedor estaba puesta como cualquier día normal. Sonia no podía contener las lágrimas. Rajiv estaba serio, lúgubre, callado. Sólo comieron un poco de fruta, mientras Indira cenaba copiosamente chuletas vegetarianas con verdura y ensalada, como si la derrota no la afectase tanto. Más bien parecía que se había quitado un peso de encima. Nadie abrió la boca. Se oía el ruido de los cubiertos sobre la loza, y el tímido lloriqueo de Sonia. Sólo hubo una interrupción del secretario Dhawan, el compinche de Sanjay, que vino a anunciar unos últimos resultados catastróficos. Sanjay había perdido en Amethi, e Indira en su circunscripción. Lo nunca visto: la derrota era absoluta y total, hasta en su feudo tradicional. Indira no se inmutó y se sirvió fruta de postre.
Pasaron al salón, y siguieron sin abrir la boca, excepto para intercambiar banalidades con un amigo de la familia que vino a acompañarles. Estuvieron así un rato, hasta que Pupul anunció que se iba. Rajiv la acompañó a la puerta.
– Nunca perdonaré a Sanjay el haber empujado a mi madre a esta situación -le confesó-. Él es el responsable de todo.
Pupul le escuchó en silencio. Rajiv prosiguió:
– Le dije a mamá varias veces la verdad sobre lo que estaba ocurriendo, pero no me creyó…
– Circulaban rumores de que si hubiera ganado el Congress, Sanjay habría sido nombrado ministro del Interior y la gente estaba aterrada con eso -le dijo Pupul.
– Me lo creo. Estoy seguro de que lo hubiera intentado.
Pupul notó, en la penumbra del recibidor, que los ojos de Rajiv estaban empañados de lágrimas.
A medianoche, Indira salió de casa para reunirse por última vez con sus ministros y levantar el estado de excepción de manera formal después de dieciocho meses, aunque casi todas las medidas ya habían sido anuladas en la práctica. Fue una reunión breve, en la que casi nadie habló. Todos habían perdido sus escaños. Se encontraban frente a la mayor debacle que jamás había ocurrido en el partido. Por primera vez desde la independencia, el Congress no estaba en el poder. De allí, Indira se dirigió al Palacio de la Presidencia de la República. Envuelto en la neblina, los fogonazos de los fuegos artificiales iluminaban fugazmente el antiguo palacio del virrey británico. Una vez dentro, presentó oficialmente su dimisión ante el presidente.
De camino a casa, vio a la gente celebrar su derrota con júbilo -niños y mayores seguían en las calles a esas horas de la noche-, y de pronto sintió miedo. Le pareció que su casa estaba pobremente custodiada. Al llegar, se dirigió a la habitación de Rajiv y Sonia. Seguían despiertos.
– Sería prudente que os fueseis con los niños a casa de unos amigos -les propuso Indira-… esta misma noche.
– No te vamos dejar sola.
– Sólo unos días, hasta que el ambiente en la ciudad se haya calmado. Ahora hay mucho alboroto. Estaré más tranquila si os vais a otra casa.
– Vámonos todos entonces, tú también.
– No puedo. Tengo que quedarme aquí. Además Sanjay vuelve esta noche, así que no estaré sola. Marchaos, no me lo perdonaría si le ocurriese algo a los niños.
A las dos de la madrugada, Rajiv y Sonia, con Rahul y Priyanka medio dormidos y envueltos en mantas, salieron de casa como si fuesen refugiados en un país en guerra. Indira se había abstenido de decirles que unos días antes había rechazado el ofrecimiento del jefe de seguridad de traer tropas a Nueva Delhi para protegerla en caso de perder las elecciones y de que la oposición decidiese organizar una marcha contra su casa.
– La muchedumbre podría descontrolarse y asaltar su residencia… -le había dicho el jefe de seguridad.
– No se preocupe por mí -le respondió Indira-. Lo que le pido es que vele por mis hijos.
Quizás Indira no se creyó nunca que perdería, a pesar de los abrumadores indicios. Quizás se sintiese protegida por el aura de sus apellidos, casi de manera sobrenatural, para no darse cuenta de lo que se le venía encima. Quizás estaba cegada por la idea que tenía de sí misma. A la pregunta del periodista y amigo Dom Moraes de: «Señora, ¿volverá a la política?») Indira respondió: «No. Siento que me he quitado un peso de encima. Nunca volveré a la política.» Quizás el alivio que ahora sentía era porque la vida la había puesto de nuevo en contacto con la realidad. Pero era una realidad dura de encajar: a los cincuenta y nueve años, se encontraba sin trabajo, sin ingresos económicos y sin un techo sobre su cabeza. Por primera vez en su vida se daba cuenta de que no tenía nada. La casa familiar de Anand Bhawan la había donado al Estado y ahora era un museo. Aunque se la hubiera quedado, no hubiera podido mantenerla.
Eran las cuatro de la mañana cuando llegaron Sanjay y Maneka. No parecían especialmente deprimidos o afectados por la derrota. No parecían conscientes de lo que significaba. Al contrario, Maneka le contó que habían venido de Amethi en el avión privado de un amigo y pasó a relatarle cómo el propio Sanjay había cogido los mandos para aterrizar. Una maniobra perfecta, añadió. «Fue entonces cuando me di cuenta de la fuerza y del carácter del hombre con quien me había casado», escribiría más tarde. Ninguno de los dos se había enterado todavía de que los habitantes de Turkman Gate en la Vieja Delhi habían vuelto a su barrio, eufóricos, y amenazaban con esterilizar a Sanjay.
Indira les dispensó uno de sus silencios significativos y se fue a acostar. Era muy tarde y estaba exhausta cuando se dejó caer en la cama. Pensó en sus nietos. Lo importante es que estaban a salvo, por lo menos momentáneamente. A lo lejos, seguían oyéndose las explosiones de los fuegos artificiales.
Definitivamente, Indira era un personaje desconcertante. La naturalidad y la entereza con las que asumió su derrota dejaron perplejos a seguidores y enemigos. Pocos eran los ejemplos en la historia de gobernantes que se hubieran hecho el harakiri político con tanta integridad. Si se sentía satisfecha a pesar de todo, es porque había devuelto a la India la confianza en el poder del voto, en una nación que ahora era más estable y más próspera que antes. En lo que a ella respectaba, había cumplido su misión y tenía la conciencia tranquila. Del sufrimiento provocado por sus medidas, no se hacía responsable. La culpa la tenía el sistema, la burocracia, el juego sucio de la oposición. «Con estas elecciones, la India ha demostrado que la democracia no es un lujo que pertenezca a los ricos», dijo The New York Times en su defensa. En lo que todos los observadores coincidieron, tanto nacionales como extranjeros, fue en que la carrera política de Indira Gandhi había llegado a su fin. Todos se equivocaron, excepto una vieja colega militante de un partido de izquierda que fue a visitarla y le dijo:
– Ya verás, la gente volverá a ti…
Entonces Indira se giró hacia ella con ojos cubiertos de lágrimas y le preguntó:
– ¿Cuándo? ¿Cuando me haya muerto?
Su fiel secretaria Usha no sabía qué cara poner ni qué decir cuando fue a trabajar el día siguiente a las elecciones. Nunca había estado a favor del estado de excepción y sus comentarios al leer artículos críticos casi le habían costado el puesto, de no ser porque Sonia la avisó que no siguiera haciéndolo. No había dormido en toda la noche, la oreja pegada a la radio. Al entrar en la oficina, que estaba junto al comedor, se encontró con Indira sentada a su mesa. Sonriendo, la ex primera ministra le dijo:
– Usha, tienes que devolver la mujer gorda.
– ¿La mujer gorda?
– Sí, la estatua que nos prestaron del Museo Nacional.
Se refería a una estatua sin cabeza ni brazos, y sin mucho valor, que Indira había pedido prestada al museo para decorar el salón de su casa. Usha encontró en seguida el recibo correspondiente y se puso manos a la obra. «Sabía que la señora Gandhi había dicho eso para relajar la tensión. Era muy típico de ella.»
Había que mudarse pronto porque su sucesor, el derechista hinduista Morarji Desai, a pesar de disponer de una gran casa confortable en Dupleix Road, quería hacer de la residencia de Indira su residencia oficial. Echarla de casa era un símbolo de su victoria y a la vez una mezquindad. Indira estaba dolida. Pero ¿qué podía hacer? Ya estaban en casa los funcionarios que venían a registrar despachos y habitaciones con un inventario en la mano. Empezaron a llevarse objetos y aparatos que habían sido prerrogativas del primer ministro: teléfonos secretos, máquinas de escribir fotocopiadoras, aparatos de aire acondicionado, mesas y sillas de despacho, y todo eso mientras Usha y Sonia clasificaban documentos, guardaban archivos e intentaban desesperadamente poner orden en tanto caos.
Sonia, que a los pocos días regresó con el resto de la familia de la casa de su amiga Sabine, donde se habían refugiado, se encontró con funcionarios llevándose muebles, lámparas, cuberterías y vajillas. Toda la decoración de sus últimos nueve años estaba siendo levantada por unos tramoyistas que actuaban con la arrogancia del vencedor. La sensación de desamparo se hacía aún mayor al notar la ausencia de los sirvientes oficiales, de los secretarios puestos por el gobierno, de los guardias de la entrada y hasta de los jardineros que se esfumaban, algunos sin ni siquiera despedirse. Muerto el perro, se acababa la rabia.
Indira era dueña de una parcela de tierra en Mehrauli, a las afueras de la ciudad, que Firoz había comprado en 1959 y en la que soñaba jubilarse con su familia. Rajiv había invertido parte de sus ahorros en construir una casa de campo, pero se había quedado sin dinero para acabarla. De todas maneras, Indira no quería exiliarse en el campo. Prefería quedarse cerca de sus nietos, en el meollo, en Nueva Delhi. Conocía la frase de un general de Napoleón llamado Desaix cuando la batalla de Marengo: «Es cierto que acabo de perder una batalla, pero son las dos de la tarde y antes de que caiga la noche puedo ganar otra.» A estas alturas, Indira sabía que tanto las nociones de éxito como de derrota eran efímeras en política.
Fue un viejo amigo de la familia quien la salvó. El diplomático Moharnmed Yunus ofreció generosamente desalojar su casa del número 12 de Willingdon Crescent, donde había tenido lugar la boda de Sanjay y Maneka tres años antes, para cedérsela a los Gandhi. Esta nueva casa era bastante más pequeña y Sonia se preguntaba cómo iban a caber todos. La mudanza duró varios días, lo que se tarda en trasladar posesiones acumuladas durante trece años, las pertenencias de cinco adultos y dos niños, cinco perros, innumerables cajas de libros, archivadores rebosantes de papeles y documentos, cuadros, objetos, recuerdos de viaje, etc. Indira era reacia a tirar nada: cada papel, cada regalo, cada libro era un recuerdo. De modo que se acumulaban cajas y baúles en los pasillos. En la habitación de Indira sólo cabía su cama y su sillón favorito, cuyo respaldo utilizaba para apoyarse y escribir. Ya no tenía taquígrafo, ni siquiera un despacho propio. Recibía a la gente en la veranda o en el abigarrado comedor. Sonia se las arreglaba para que hubiera siempre un jarrón con unos gladiolos a la vista.
Gran parte de la labor de este ingente traslado recayó en los hombros de la italiana, que tuvo que comprar o pedir prestados a sus amigas una nevera, varios aparatos de aire acondicionado, radiadores, cacerolas, sartenes y cacharros de cocina. Su sentido de la familia se había intensificado viviendo en la India. Trabajaba con un perfecto sentido de la organización, que le recordaba al de sus padres durante su niñez, cuando eran pobres en Lusiana y tenían que trabajar a destajo para salir adelante. Le volvieron a la memoria sus conocimientos de horticultura y limpió una parte del fondo del jardín que plantó de lechugas, calabacines, tomates y verduras desconocidas y exóticas en la India como el brécol. El haber conocido tiempos difíciles la ayudaba ahora a superar el trance con más entereza que su marido, que no se perdonaba el no haber sido más firme: «He sido incapaz de pararle los pies a mi hermano», le había confesado a un amigo de la familia, sin disimular su frustración.
Como el cocinero se había despedido e Indira se mostraba reacia a contratar uno nuevo por miedo a que fuese un infiltrado del gobierno que les pudiera envenenar, le tocaba a Sonia encargarse de hacer la compra y preparar las comidas. Nunca en ese hogar se degustaron tan deliciosas lasañas, pasta a la puttanesca y risottos como en aquellos días aciagos. También había aprendido a cocinar platos indios, que sazonaba con menos picante de lo habitual Era experta en espinacas con queso y en pollo con salsa korma a base de almendras molidas, cilantro y nata. Cocinar era también su manera de mimar a la familia y contribuir a relajar el ambiente, que era siniestro. ¿No decía la monjita de su internado que Sonia tenía la cualidad de ser conciliadora? Esa cualidad mantuvo a la familia unida durante esa época. Rajiv y Sanjay seguían sin hablarse, excepto para lo indispensable, a pesar de que ahora sus respectivas habitaciones estaban frente a frente a cada lado del pasillo. Indira insistía en preservar la costumbre de comer juntos por lo menos una vez al día, pero era casi imposible sentar a la misma mesa a los dos hermanos. Rajiv responsabilizaba a Sanjay del derrumbe del estatus de la familia, de haber pasado de ser los más respetados a ser unos parias. También era cierto que vivían del sueldo de Rajiv y de las donaciones de los escasos amigos fieles que no habían abandonado a Indira, esperando quizás que su lealtad se viera recompensada en un futuro. Sanjay no aportaba nada, al contrario, necesitaba dinero para pagar a la horda de abogados que le defendían de un sinfín de acusaciones que le achacaban los crímenes más horribles. Él no podía aportar dinero a la caja familiar, pero se resarcía alegando que uno de los magnates que les ayudaban económicamente era un joven amigo suyo, dueño de una fábrica de refrescos en Nueva Delhi. Maneka, fiel a sí misma, no ayudaba en las tareas domésticas, al contrario que Indira, que no dudaba en coger una escoba y ponerse a barrer. «Sonia cocinaba, Maneka comía», decía un amigo de la familia. El resultado fue que la relación entre Indira y Sonia se hizo aún más estrecha durante esa época, lo que azuzaba los celos de la joven Maneka.
Cuando acabaron de instalarse, Usha sintió que ya no tenía sentido quedarse. Siguió yendo en días alternos, hasta que decidió despedirse: «Voy a acompañar a mi hermana a Bombay», le anunció a Indira, que adivinó que se trataba de una excusa y que no volvería. Pero Usha no se atrevía a decirle la verdad: quizás se hubiera quedado si Sanjay y su compinche, el secretario Dhawan, no hubieran seguido campando a sus anchas con ese aire soberbio que Usha no soportaba. Indira esbozó una sonrisa triste al despedirse. Le daba pena perder aquella mujer que había sido su secretaria desde hacía treinta años, y con la que tenía plena confianza. Sabía que Usha conocía hasta los pliegues más recónditos de su alma.
Indira estaba mental y físicamente agotada, preocupada por la desbandada general, por las peleas en casa entre sus hijos, y por las represalias que el nuevo gobierno, estaba segura, iba a tomar. Tenía ojeras negruzcas, y parecía que todo su cuerpo había encogido. Como antigua primera ministra, tenía derecho a seguir con protección oficial, pero el nuevo jefe de gobierno y acérrimo enemigo político Morarji Desai, hindú ortodoxo, quería quitársela como le había quitado la casa.
– ¿De qué tiene miedo? -preguntó a un ex ministro de Indira-. No es bueno que vaya siempre rodeada de policías.
– Hay un ambiente hostil contra ella y su hijo…
– No, no es por eso. Es por su vanidad.
Acto seguido, el nuevo primer ministro se lanzó a una diatriba contra las mujeres en el poder desde Cleopatra a Indira pasando por Catalina de Rusia, llegando a la conclusión de que todas habían sido vanidosas y desastrosas como gobernantes.
La campaña de hostigamiento que ese hombre desató contra los Gandhi se tornó en una auténtica caza de brujas. Al principio, Sonia se extrañó, cuando iba a la compra, de observar siempre a los mismos individuos que la seguían a cierta distancia. Lo mismo ocurría con los demás miembros de la familia, incluida Maneka. Indira se enteró de que eran funcionarios del CBI (Central Bureau of Intelligence, el servicio central de información del gobierno) que tenían instrucciones de seguirles y de pinchar sus conversaciones telefónicas. Sanjay, con la arrogancia del que nunca tuvo que enfrentarse a un percance del que no se hubiera recuperado, ofrecía socarronamente a los agentes del servicio secreto que le seguían llevarlos en su propio coche para ahorrar gasolina. Un día, se presentaron en la casa a medio construir de Mehrauli con detectores de metales. «Pero ¿qué estáis buscando?», les preguntó Rajiv. No le contestaron, pero más tarde les oyó gritar cuando el detector empezó a emitir un silbido. Pensaron que habían dado con el tesoro que Sanjay había enterrado. El tesoro acabó siendo una lata vacía de aceite para cocinar.
Fue aproximadamente en esa época, en pleno calor anterior a las lluvias monzónicas, cuando Indira apareció una noche tarde en casa de su amiga Pupul. Venía a visitarla a menudo, para escapar de las tensiones de casa. De nuevo Rajiv le había echado en cara que «Sanjay y Dhawan son los que te han arrastrado hasta aquí». Indira no le había contestado, limitándose a bajar la cabeza. Sabía perfectamente que la responsable última de todo lo que había ocurrido había sido ella, por eso disculpaba a Sanjay. «He venido a sentarme un rato, a disfrutar de la tranquilidad», le decía a su amiga. Y pasaba un rato en silencio, en la veranda, encontrándose con ella misma.
Otra noche de canícula llegó muy agitada y con una mirada desesperada: «Tengo información fidedigna de que quieren meter a Sanjay en la cárcel y torturarlo.» Pupul se quedó de piedra, sin saber qué decir. Indira tenía un miedo cerval. «Ni mi hijo ni yo somos el tipo de gente que se suicida, así que si aparecemos muertos, no hay que creerse lo que digan…» Que el nuevo gobierno, en sus deseos de venganza, buscaba afanosamente pruebas para vengarse de ella a través de Sanjay era un secreto a voces. Que hubiesen decidido torturar a Sanjay era más producto de su imaginación paranoica que de un plan preestablecido. Nadie mejor que Indira sabía que desde una posición de poder era relativamente fácil manipular a los servicios de información. Y la antigua emperatriz de la India se sentía desesperadamente sola. Veía a políticos que iban a visitarla diariamente, pero no podía contar con ninguno de ellos. Los que podían ayudarla no se atrevían a acercarse a su casa por temor a la vigilancia. Por otra parte, la situación financiera de la familia, con tanto gasto de abogados, se hacía insostenible. Los medios de comunicación, que tan dócilmente se habían plegado a sus exigencias cuando había impuesto la Emergency -tanto que un político de la oposición, nada más levantarse el estado de excepción, dijo del papel de la prensa: «Os pidieron que os plegaseis, y preferisteis arrastraros»-, ahora se dedicaba con ahínco a inventar historias terribles, o a exagerar rumores para hacer ver que los Gandhi eran una banda de malhechores. «Me acusan de todo tipo de crímenes, hasta de haber matado a no sé cuánta gente…», se quejaba Indira. Era cierto, el ministro del Interior había dicho en el Parlamento que Indira había «planeado matar a todos los líderes de la oposición que había mandado encarcelar durante el estado de excepción». Cinco días más tarde, el gobierno encargaba la formación de una comisión de investigación al Juez de la Corte Suprema J.C. Shah con la misión de «investigar si hubo subversión de procedimientos, abuso de autoridad, uso indebido del poder y excesos durante el estado de excepción». Otra comisión fue creada específicamente para investigar todo lo relativo al Maruti. El gobierno estaba decidido a hacer tragar a Indira y a Sanjay la misma amarga medicina que ellos habían administrado al país durante el estado de excepción.
En ese ambiente, la noticia del suicidio del coronel Anand, padre de Maneka, sonó como los primeros acordes de un drama más amplio que empezaba a desarrollarse en segundo término, como los primeros acordes de una marcha fúnebre. Su cuerpo fue encontrado de bruces en un terraplén, junto a una pistola y una nota que decía: «Preocupación Sanjay insoportable.» Al principio, no se supo bien si había sido suicidio u homicidio, aunque Maneka y los familiares próximos estaban convencidos de que el coronel se había quitado la vida. Ya había cometido un intento semejante hacía tiempo con una sobredosis de pastillas y tenía un historial de inestabilidad mental y depresión. No había podido soportar la caída en picado de su reputación y de su posición social. Sus innumerables amigos de conveniencia se habían esfumado en el aire enrarecido de Nueva Delhi. Inmediatamente surgió el rumor de que el suegro sabía demasiado sobre los negocios turbios de Sanjay y que su muerte era en realidad un homicidio disfrazado de suicidio. Pero no se pudo probar nada y en cuanto la atención mediática desapareció, el caso cayó en el olvido.
Indira quedó turbada, y Sonia también. Una muerte así, en el momento en que se produjo, infundió un miedo difuso y profundo, una mezcla de desasosiego y alarma. La caída del poder se había cobrado una víctima muy cercana. La sangre había llegado al río, y donde menos se lo esperaban. Indira se volvió aún más paranoica, relacionando inconscientemente la muerte de su consuegro con las amenazas a Sanjay. Ahora más que nunca, sentía que tenía que proteger a su hijo como fuese. La noticia del suicidio trascendió al extranjero y Sonia recibió llamadas angustiantes de su madre. Allá en Orbassano, los Maino seguían los acontecimientos con una desazón y una inquietud crecientes. Les llegaban habladurías de Nueva Delhi, rumores de que Sonia y Rajiv buscaban escapar y de que Sonia había pedido asilo en la embajada italiana…
– Mamá, nada de todo eso es cierto. Estamos bien, los niños también, pero no puedo hablar, ya te contaré…
E invariablemente, la conversación se cortaba. Sonia se abstuvo de decirle a su madre que el gobierno había incautado el pasaporte a todos los miembros de su familia política. Aunque hubieran querido, ahora no hubieran podido viajar a Italia, ni tan siquiera por una emergencia.
Indira se dedicó con ahínco a trabajar con sus abogados para defenderse de la comisión Shah, mientras públicamente mantenía una vida muy discreta. Un periodista inglés llamado James Cameron la entrevistó y la encontró «la mujer más sola y más aprensiva del mundo», según el titular que dio a su artículo. «Está resignada y no quiere hablar de nada. Parece un boxeador derrotado esperando un milagro. Pero no habrá milagro para ella», escribió en The Guardian el 21 de septiembre de 1977.
James Cameron se equivocó. El milagro que iba a hacer resurgir al ave fénix de sus cenizas se produjo en un lugar llamado Belchi, una pequeña e inaccesible aldea en el remoto estado de Bihar, rodeada de arrozales, montañas y cataratas. Un paisaje idílico que había sido el escenario de una atroz matanza. El crimen se había producido en parte por la atmósfera de impunidad propiciada por el nuevo gobierno, cuya coalición incluía elementos hindúes extremistas, y en la que hindúes de alta casta se sentían de nuevo libres de subyugar, como lo habían hecho durante miles de años antes de la independencia, a pobres campesinos intocables. En Belchi, un grupo de terratenientes había atacado a una comunidad de campesinos sin tierra, exterminando a varias familias y tirando los cuerpos al fuego. Entre las víctimas había dos bebés. La noticia tardó varios días en darse a conocer, antes de convertirse en portada de la prensa nacional. El gobierno no reaccionó. A su presidente, Morarji Desai, que consideraba la prohibición de matar vacas y de consumir alcohol como prioridades nacionales, no le parecía que esta clase de sucesos mereciesen atención prioritaria. Ni siquiera se dio prisa en condenar el crimen.
Indira vio inmediatamente la grieta en el adversario. Supo lo que debía hacer. Le pidió a Sonia que la ayudase a preparar sus cosas para ir a Belchi.
– Todo el mundo dice que Bihar es un lugar muy peligroso, que hay grupos de bandidos que asaltan a la gente… -le dijo Sonia que, en efecto, estaba bien informada. Bihar era el estado más atrasado, anárquico e inseguro de la India. Y el más pobre también-. No tienes un equipo de seguridad, es muy arriesgado -insistió la italiana.
– No voy sola, voy con un grupo de fieles del partido.
– Pero en Bihar el partido no ha conseguido un solo escaño… ¿Tendrán fuerza para protegerte?
– Claro que sí. No os preocupéis -zanjó Indira- no pasará nada.
Sonia no insistió. La conocía suficientemente bien para saber que nada la haría cambiar de idea. Pero se quedó preocupada. En un ambiente tan cargado de animadversión como el de aquellos días en la India, cualquier cosa podía ocurrir.
Cuando volvió a casa cinco días más tarde, Sonia casi no la reconoció. Indira llevaba el sari sucio, toda ella estaba cubierta de una capa de polvo y chorreaba sudor. Tenía ojeras y había adelgazado. Parecía una mendicante. Pero Sonia adivinó una chispa de luz en sus ojos, como un destello de vida. En seguida supo que el viaje a Belchi había sido un éxito. Indira le contó la odisea que acababa de vivir con todo lujo de detalles. Sonia la escuchaba, embelesada.
– Llovió tanto que todos los caminos a Belchi eran impracticables. De los quinientos simpatizantes que habían empezado el trayecto conmigo, siguiéndome en una caravana de coches, de pronto me di cuenta que sólo quedaban dos. Los demás habían tirado la toalla. Mi idea era llegar a Belchi antes del anochecer, pero las carreteras estaban tan anegadas que tuvimos que cambiar el todoterreno por un tractor, que a su vez acabó hundido en el barro unos kilómetros más adelante. Mis acompañantes insistían para que diésemos la vuelta, pero les dije que yo seguía a pie. Me miraban como si estuviera loca. Yo sabía que no me iban a dejar seguir sola, y tuve razón, se vieron obligados a acompañarme, aunque lo hicieron a regañadientes. Después de una larga caminata, rendidos y empapados, llegamos al río, y nos dimos cuenta de que era imposible vadearlo a pie. No había barcas bajo aquel temporal, ni barqueros dispuestos a pasar a gente al otro lado. Mis compañeros estaban dispuestos a regresar, pero yo pregunté a unos aldeanos que habían salido de sus chozas al vernos llegar:
«Tiene que haber una posibilidad de cruzar… ¿Hay caballos por aquí?"
«No Madam…, me dijo uno.
«¿Una mula? ¿Un burro?
«No, Madam. Sólo hay un elefante.
«¿Donde? pregunté.
«En la aldea. Es el elefante del templo.»
«¿Lo podéis traer?
«Si, Madam, pero…, el hombre parecía molesto, no le salían las palabras.
«Pero… ¿Qué? le dije.
«Es que no disponemos de howdah…, admitió por fin, como avergonzándose.
«¿Sabes lo que es el howdah? -le preguntó Indira a Sonia.
– ¿No es la torreta que se pone sobre el elefante para pasear a personalidades importantes?
– En efecto… ¡Siempre en la India, por encima de consideraciones prácticas, está la preocupación por el estatus! Parece que sea lo único que rige las relaciones entre la gente. El caso es que les dije que daba igual que no tuvieran howdah, entonces uno de ellos anunció triunfalmente que colocaría una manta.
Indira parecía una chiquilla ilusionada contándole esa aventura a Sonia. Verla tan viva y chispeante, tan directa y cercana, era como milagroso. Indira estaba transformada.
– Sabes… no me sentía cansada, y eso que estuvimos esperando más de una hora bajo la lluvia.
– ¿Qué pasó con el elefante?
– Por fin llegó, se llamaba Moti. Los campesinos me ayudaron a subir primero, y luego alzaron a uno de mis acompañantes, que se sentó detrás de mí. Cuando me di la vuelta, vi que tenía los ojos desorbitados de pavor.
Sonia se rió. Indira siguió contando:
– El otro optó por quedarse y organizar el regreso. Fue terrorífico, porque el animal se balanceaba muchísimo y las aguas del río le llegaban a la altura de la barriga. El hombre estaba agarrado a mi sari como un niño a la falda de su madre. Pensé que se iba a echar a llorar…
Ambas prorrumpieron en carcajadas. Siempre era gracioso oír historias donde las mujeres tenían el control de la situación. Luego el semblante de Indira se tornó grave.
– Era tarde cuando llegamos a Belchi -siguió contándole-. Los supervivientes de la masacre estaban refugiados en un edificio medio abandonado de dos pisos. De pronto vi salir unas antorchas que iluminaban los rostros de los que las llevaban: había ancianos con la cara llena de arrugas, jóvenes viudas, niños con grandes ojos brillantes, hombres de piel oscura, todos muy temerosos y sorprendidos… Cuando me reconocieron, se lanzaron a mis pies. Creo que me veían como una aparición divina. Yo no tenía nada que ofrecerles, excepto mi tiempo, pero aquella gente tan asustada no paraba de agradecerme que me interesase por ellos, que hubiese sorteado tantos peligros para ir a escucharlos. Decían que mi presencia era un milagro, ¿te das cuenta? Nos quedamos varias horas) y escuché historias horribles de la matanza. Salí llorando de allí… era tanta la pobreza, tanto el dolor de los campesinos al mostrarme las cenizas de la pira donde habían lanzado vivos a sus familiares que salí destrozada. Era noche cerrada cuando abandonamos Belchi. Había ruido de truenos, pero no llovía, de modo que un barquero se ofreció a pasarnos al otro lado.
«¿Sabes qué pasó entonces?
Sonia negó con la cabeza. Indira prosiguió:
– Como la carga era excesiva, al acercarse a la otra orilla, la barca volcó.
Volvieron a estallar de risa. Indira prosiguió:
– … Nos encontramos todos chapoteando en esas aguas negras. Conseguí vadear hasta la orilla. Seguimos caminando hasta la carretera principal, donde nos esperaban unos todo terreno. Estábamos empapados. Entonces ocurrió otro milagro, Sonia. Los campesinos de los alrededores que se habían enterado de mi visita empezaron a llegar. Nos traían frutas, flores y linternas. De pronto oí un ruido de tambores y unas voces de mujeres… ¿Sabes que cantaban? «Votamos en tu contra. Te traicionamos. Perdónanos.» -decían. Venían con dulces y me ofrecieron sus modestos saris secos para secarme o cambiarme. ¡Algunas me pedían hasta mi bendición!
Sonia se dio cuenta de que Indira había visto la luz al final del túnel. Había buceado en «la masa de humanidad india» y no se había sentido rechazada. Al contrario, había vuelto a encontrar su voz, y una respuesta.
Indira siguió contando que al día siguiente fue a Patna, la destartalada capital del estado de Bihar, a visitar a su antiguo enemigo J.P. Narayan, el hombre cuyo boicot la había precipitado a declarar el estado de excepción. Estaba muy viejo, casi en el lecho de muerte. Ahora que Indira había sido derrotada y vilipendiada, J.P. la perdonó. Estuvieron reunidos durante cincuenta minutos, hablando de los muchos recuerdos que compartían de los tiempos en los que la esposa de Narayan eran la mejor amiga de la madre de Indira. También hablaron de la masacre de Belchi y de la suerte de los intocables. Luego posaron para la prensa. Indira sacó de su bolsa de tela un periódico arrugado y le mostró la foto a su nuera. Era una foto importante para Indira, porque sellaba su reconciliación política. Sonia entendió que su suegra volvía al ruedo.
– ¿Pero… no decías hace menos de dos semanas que te retirabas de la política? -le preguntó Sonia.
– Todavía no he vuelto, y me gustaría no volver, pero ¿cómo puedo retirarme?… Mientras quieran la piel de Sanjay o la mía, tendré que luchar para defendernos.
Alentada, Indira decidió partir al día siguiente a su antigua circunscripción de Rae BareilIy, donde los votantes la habían rechazado contundentemente hacía menos de cuatro meses. Era arriesgado, porque podía encontrarse con multitudes hostiles, ya que ese estado había sido objetivo preferente de la campaña de esterilización, pero, ante su gran sorpresa, miles de personas acudieron a recibirla bajo un sol de justicia. También aquí supo perfectamente lo que tenía que hacer y decir. Sin ambages, pidió perdón por los excesos del estado de excepción, y luego lanzó un ataque contra la coalición Janata, que estaba en el poder. La gente la aclamó aún más cálidamente que en Belchi. Decidió hacer una gira relámpago por varios pueblos del estado, repitiendo el mismo mensaje. En todas partes, el recibimiento era multitudinario. Volvía a casa derrengada, sucia, agotada pero contenta.
El relato del viaje de Indira a Belchi se propagó como un eco por el sub continente hasta alcanzar las aldeas engarzadas en las faldas del Himalaya, las chozas de barro del desierto, las barracas de hoja de palma de los de las castas más bajas, las chabolas de plástico y latón de los intocables del sur… Más allá de la distinción de razas, castas o religiones, la voz de los pobres se había reencontrado con su fuente de inspiración y consuelo. A pesar de sentir que la India había empezado a perdonarla, Indira seguía estando muy preocupada con su situación y con la amenaza de la Comisión Shah. Voces en el gobierno exigían una «especie de juicio de Nuremberg» por sus crímenes durante la Emergency.
– Estoy segura de que encontrarán cualquier pretexto para arrestarme.
– No se atreverán -dijo Sonia para tranquilizarla más que por convencimiento.
– Me he enterado de que el gobierno Janata ha prometido no perseguir judicialmente a mis antiguos ministros si aceptan echar la culpa a Sanjay de todos los deslices cometidos durante el estado de excepción. Sé perfectamente que me traicionarán. A Sanjay también lo quieren meter en la cárcel.
Esas traiciones la herían profundamente y la precipitaban a un abismo de soledad que le daba vértigo. Sonia la veía tan fuerte, y sin embargo tan vulnerable. Al revés que su suegra, la mayoría de los políticos estaban en política por pura ambición personal, no por un sentido del deber. La mezquindad de ese mundo le asqueaba. Pero se daba cuenta de que la vida pública, la política entendida como servicio a los demás, eran la razón de ser de Indira y de que nunca cambiaría. Aunque le gustaba decir que soñaba con retirarse del mundo, Sonia ya no la creía. Retirarse era un lujo que Indira no podía permitirse.
Ante el cerco del gobierno y de la Comisión Shah, Indira cogió el toro por los cuernos. Fiel a la máxima de que no hay mejor defensa que un buen ataque, viajó extensamente para afirmar su presencia, para entrar en contacto con el mayor número posible de gente, para afianzar lo que había conseguido en Belchi, el perdón del pueblo. En la estación de Agra, el recibimiento fue tan triunfal que hubo una estampida que se saldó con varios heridos. En todas partes, empezaba disculpándose por haber perjudicado a tanta gente, pero también recordaba los logros del estado de excepción, sobre todo en economía y en seguridad, dejando bien sentado que había sido ella quien había convocado elecciones, y que al ser derrotada había aceptado con caballerosidad el veredicto del pueblo. Luego se lanzaba a denunciar los errores del adversario. En efecto, el nuevo gobierno se veía incapaz de frenar la inflación, que de nuevo se estaba desbocando, y de controlar el mercado negro. Era una coalición dispar, que ya mostraba signos de resquebrajarse.
Sus viajes triunfales a Belchi y a Rae Bareilly irritaron a ese gobierno débil, cada vez más alarmado ante el espectáculo de las masas venerando a su archienemiga. Era necesario hacer algo. El 15 de agosto de 1977, día de la independencia, la policía arrestó a su secretario, el repeinado R. K. Dhawan, así como a su antiguo ministro de Defensa, el regordete Bansi Lal, ambos compinches de Sanjay. Se estrechaba el cerco.
Sonia tenía miedo. Rajiv estaba teniendo problemas en el trabajo, parecía que la dirección no quería renovarle la licencia para seguir pilotando los Boeing 737. Olía a represalia. Su posición clara en contra del estado de excepción no era tenida en cuenta por la empresa, a pesar de tener una reputación intachable y apolítica entre sus colegas de trabajo. A los contratiempos en Indian Airlines vino a añadirse una inspección que el ministerio de Hacienda abrió contra Rajiv. La inspección también atañía a Sonia, que por hacer un favor a su cuñado había firmado en 1973 documentos que la habían hecho propietaria de acciones de una empresa ficticia, Maruti Services Limited. Aquello, que ya había causado una violenta discusión entre los hermanos y tensión en el matrimonio, fue utilizado como munición por el gobierno, empeñado en demostrar oscuros tejemanejes financieros que en realidad nunca habían existido. Sonia, por ser extranjera, no tenía derecho a poseer acciones ni a ejercer ningún cargo remunerado en una empresa india sin la aprobación del Banco Central, aprobación que de todas maneras nunca existió. Por lo tanto no había habido infracción. Pero ahora Rajiv se veía obligado a demostrar que su mujer no había cobrado una sola rupia de la Maruti y que siempre había estado desvinculada de esa empresa. A lo máximo que podrían condenarla era a una multa. El tiempo que Rajiv no dedicaba a volar lo dedicaba a declarar, a buscar papeles antiguos, o si no a obtenerlos de nuevo, a sufrir un auténtico vía crucis teniendo en cuenta lo enmarañado de la burocracia india. Pero se mantuvo sereno en todo momento. Tenía la conciencia tranquila, lo de Sonia era una nimiedad y él siempre había pagado sus impuestos religiosamente. A la italiana le perturbaba la idea de que intentasen alguna maniobra sucia con documentos falsificados, por ejemplo. El miedo era corrosivo y conseguía deformar la percepción de la realidad. «¿Y cuál era la realidad?» Indira tenía las ideas claras: «Esto es una guerra de nervios, una guerra psicológica. Hay que aguantar, nada más.» Sonia no quería añadir más paranoia al ambiente, pero el pensamiento de que podían pagar justos por pecadores la azoraba. Cuando veía a su marido salir de casa para declarar en las vistas de la Comisión Shah, se le hacía un nudo en el estómago, y hasta que no volvía a casa y lo veía sano y salvo, no se relajaba. Esas vistas eran una prueba muy penosa porque se desarrollaban en un ambiente desorganizado y hostil que recordaba a los tribunales populares chinos más que a una corte de justicia. Rajiv volvía siempre agitado. Contaba que la sala estaba a rebosar de gente que vociferaba con gran animadversión mientras algunos comían o dormitaban en el mismo suelo. Los abogados, vestidos con togas negras y pecheras blancas, estaban sentados detrás de mesitas llenas de papeles atados por un cordel, bajo ventilado res que hacían volar los documentos sueltos. Una fotografía amarillenta de Gandhi decoraba las paredes. Cada vez que él o su hermano intentaban defenderse, un abucheo enorme ahogaba sus palabras. El público no les dejaba hablar. Apenas podían distinguir el rostro del Juez Shah, tras las filas de tomos del código penal indio y de los legajos que cubrían su mesa. Fuera de la sala, otros curiosos seguían las vistas a través de altavoces. Obviamente Sanjay era quien despertaba mayor inquina. Cada vez que entraba en la sala de vistas, era recibido por fuertes silbidos e insultos. Varias veces la tensión provocó auténticas batallas campales entre sus detractores y sus seguidores. Una de las sesiones acabó en plena algarabía, con cruce de sillas metálicas e intercambio de puñetazos. Sonia entendía lo duro que para Rajiv debía resultar soportar eso, él que siempre había aborrecido la confrontación y siempre había procurado llevar una existencia discreta. Pero, aparte de lo injusto de la situación, tanto Rajiv como Sonia estaban sobre todo alarmados por la repercusión de tanta hostilidad sobre sus hijos.
Sanjay y Maneka, si bien eran ellos el centro de los ataques, se lo tomaban sin embargo mucho más deportivamente, en el sentido tanto figurado como real de la palabra. El 3 de octubre de 1977 estaban jugando al bádmington en el césped del jardín del número 12 de Willingdon Crescent cuando, a las cinco de la tarde, oyeron llegar un coche de policía. Dos individuos llamaron a la puerta. Uno de ellos era un sij, alto, con turbante rojo y excelentes modales. Indira, que estaba departiendo con sus abogados, le abrió la puerta.
– Mi nombre es N.K.Singh, de la dirección del Servicio de Inteligencia -dijo el sij, apretando las manos nerviosamente-. Venimos a informarle de que está usted arrestada -dijo mirando al suelo.
– ¿Quiere decir que me llevan a la cárcel?
– Sí… -balbuceó el hombre, visiblemente intimidado.
– Será una buena oportunidad para descansar -soltó Indira.
En realidad, llevaba tiempo esperando este momento, como lo esperaba el país entero.
– ¿Se puede saber de qué se me acusa?
El hombre le leyó los cargos. La acusaban de haber coaccionado a dos empresas para que donasen ciento catorce todoterrenos para la campaña del Partido del Congreso y luego venderlos al ejército, lo que sugería cohecho. También de haber otorgado un contrato a una empresa que había sacado a concurso una oferta más cara que otras, lo que sugería corrupción. Indira alzó los ojos al cielo: era todo mentira. «¡¿Eran ésos los horrores de la Emergency?!», pensó para sus adentros.
– Mañana tiene usted cita en el tribunal y allí la llevaremos -dijo el hombre.
– Quiero ver la orden de arresto.
El hombre le entregó unos papeles. Indira prosiguió:
– Si no le importa, voy a consultarlo con mis abogados. Espere un momento, por favor.
Se metió en casa con los documentos. Salió una hora después.
El oficial sij esperaba fuera, sentado en un escalón de la entrada.
– Aquí falta el First Information Report -dijo Indira-. No pienso moverme hasta que todos los papeles estén en regla.
– Señora, no servirá de nada hacerme el trabajo más difícil de lo que ya es.
– No se preocupe, aquí estaré cuando vuelva.
– Está bien, mandaré a un oficial a por el papel que falta.
– Puede usted esperar dentro si lo desea.
El hombre entró, entre agradecido e incómodo. La casa estaba rodeada de policías y numerosos curiosos empezaban a acercarse. Sanjay y Maneka habían abandonado su partido y se habían encerrado en su cuarto. Usha, que se enteró inmediatamente de lo que había ocurrido, acudió rauda a Willingdon Crescent. «Cuando llegué, vi una escena que me entristeció. Antes, el cordón de policía servía para proteger a la primera ministra de posibles altercados y manifestaciones. Ahora estaba allí para impedir el paso de la gente y arrestarla.» Usha consiguió penetrar en el interior. Indira entraba y salía de su habitación, muy atareada. Se alegró mucho de verla.
– Usha, ¡qué bien que estés aquí! Por favor, ¿por qué no ayudas a Sonia a preparar mi bolsa de viaje?
Sonia estaba en el cuarto de Indira, con ropa de su suegra desplegada sobre la cama. Esta vez no sabía muy bien qué meter dentro. Éste no era un viaje como los demás.
– ¿Dónde la van a llevar? -inquirió Usha.
– No lo sé, no lo han dicho -respondió Sonia.
– Mejor le metemos un chal, quizás se la lleven a algún sitio en las montañas.
– Confío en vosotras para que me arregléis bien el pelo -dijo Indira desde el pasillo-. Quiero estar lo más guapa posible.
– No te preocupes por eso -le dijo Sonia, que ya sabía que a su suegra no le gustaba nada ir descuidada, ni siquiera en el interior de casa. Pero ese afán de acicalamiento, que parecía que iba a una boda en lugar de a la cárcel, era inaudito. «Dios mío -se dijo Sonia-. ¡Y a una cárcel india!… ¿Por qué quiere ir tan peripuesta?», se preguntaba.
– La señora Gandhi es así -le dijo Usha.
Mientras le elegían un sari, Indira llevaba a la cocina algunos documentos que consideraba peligrosos si caían en manos de la policía o del Servicio de Inteligencia. El cocinero se encargaba de destruirlos de una manera muy peculiar, utilizando la máquina de hacer pasta de Sonia como trituradora.
Aunque los teléfonos estaban cortados, Sanjay y los abogados se las arreglaron para dar la voz de aviso a compañeros del partido, que a su vez avisaron a la prensa. Periodistas con cámaras de televisión, seguidores del Youth Congress de Sanjay y una multitud creciente de curiosos fueron a agolparse contra el cordón de policía.
El oficial sij, en el vestíbulo, seguía esperando a Indira, cada vez más nervioso. No le gustaba nada el circo que se estaba montando alrededor de la casa. De todas las misiones que le habían encomendado a lo largo de su carrera, ésta era quizás la que más le repelía. A nadie le gusta arrestar a una diosa. Estaba intranquilo e indeciso. Procuraba hacerse el simpático con Priyanka y Rahul, pero los niños le respondían con miradas hostiles.
Por fin, a las ocho de la noche, apareció Indira, bien maquillada y mejor peinada, vestida con un precioso sari blanco con borde verde que Usha y Sonia le habían elegido. Era la imagen misma de la distinción. El oficial sij no salía de su asombro, eso era como arrestar a una abuela elegante… Encima, cuando Indira salió de casa, en el jardín fue recibida con vítores y con una lluvia de pétalos de flor. En ese momento, se volvió hacia el oficial sij:
– Quiero que me ponga las esposas -le dijo.
N. K. Singh se quedó perplejo, con la boca entreabierta. «¡Ahora la abuelita le pedía esposas!», pensó horrorizado.
– Señora, por favor…
– Quiero salir esposada de mi casa. ¿No estoy detenida?… Pues póngame las esposas.
Sonia, que la seguía a escasa distancia con su marido y su cuñado, estaba igual de pasmada que el sij. El policía, al borde del ataque de nervios, fue a consultar con sus colegas. Volvió a los pocos instantes.
– Señora, no la vamos a esposar.
– Si no me esposan, no me muevo. Aquí me quedo.
– Señora, por favor, no me ponga en un aprieto… -dijo avergonzado-. No estoy autorizado a esposarla. Haga el favor de seguirme o la tendremos que llevar a la fuerza.
Ante la determinación del sij, Indira cedió y siguió a los policías, mientras la multitud en la calle le lanzaba flores y la aclamaba. Rajiv, antes de abandonar la casa con Sonia, pidió a Usha el favor de quedarse cuidando de los niños. No sabía lo que tardarían en regresar.
Antes de meterse en el coche, Indira se dirigió a un grupo de periodistas. «Tenía que haber ido mañana a Gujarat a visitar unas comunidades tribales. Os pido que por favor transmitáis mis disculpas al pueblo de Gujarat.» Preguntada por su detención, declaró: «He intentado servir a nuestra patria de la mejor manera posible. Los cargos presentados contra mí carecen de base. Éste es un arresto político.»
El coche arrancó, precedido de un jeep militar y seguido de una caravana de vehículos en los que viajaban sus hijos y nueras, simpatizantes y reporteros. Atrás, los niños quedaban llorando, a cargo de Usha. La historia se repetía de nuevo en la dinastía de los Nehru, como cuando la policía venía a arrestar a Jawaharlal y su hija intentaba impedirles el acceso.
No la llevaron a la infame cárcel de Tihar, donde ella había mandado encerrar a las maharaníes de Gwalior y de Jaipur y a tantos otros. Su «prisión» fue en realidad el dormitorio de una comisaría de policía, espartano y relativamente limpio. Muy digna, se despidió de sus hijos y de sus nueras a la entrada. Irradiaba serenidad, porque intuía que a esta hora la noticia de su arresto, como si de un criminal común se tratase, viajaba ya por boca del pueblo a los rincones más alejados de su inmenso país. Sabía que si conseguía darse una imagen de mártir -razón por la cual había pedido las esposas-, ganaría la partida. Sonia, ajena a esta maniobra, la veía con una pena inmensa y hacía esfuerzos sobrehumanos para contener las lágrimas. Los Nehru no eran efusivos, y menos en situaciones así. Tampoco ella podía hundirse ahora. Los policías de guardia se cuadraron ante Indira cuando entró en su «cárcel». Les costaba asimilar que la tenían de huésped aquella noche. Era el mundo al revés. En el interior, le ofrecieron comida pero ella la rechazó. Temía ser envenenada. Se tumbó en la litera de su «celda» y estuvo leyendo largo rato una novela que Usha y Sonia le habían metido en la bolsa. Durmió profundamente y al alba ya estaba vestida, duchada y lista para enfrentarse al tribunal
A las nueve de la mañana, Rajiv la esperaba en la puerta del palacio de justicia, en Parliament Street, el centro de Nueva Delhi, acompañado de un abogado. Esa mañana no estaban los habituales vendedores de sarnosas y de jugo de caña, ni los escribanos que por unas rupias escribían cartas o alegatos a los pobres analfabetos enzarzados con la justicia. La noticia del arresto de Indira había causado tal conmoción que a esa hora el edificio estaba completamente rodeado de gente apretujándose. Esta vez, la coalición Janata había mandado a sus propios manifestantes. Sanjay llegó al frente de los suyos, de modo que cuando Indira entró en el edificio, lo hizo escuchando gritos de: «¡Larga vida a Indira Gandhi!», por un lado, y «¡Colgadla!», por otro. Pero ella aguantó, estoica, y en ningún momento agachó la cabeza, ni siquiera cuando le lanzaron una revista que pasó volando a escasos centímetros de su cabeza.
En el interior de la sala diáfana, Indira rechazó la silla que le ofrecieron y se mantuvo casi dos horas de pie, escuchando las discusiones sobre los cargos que se le imputaban. Al arreciar el calor, un bedel mal afeitado vestido con un dhoti blanco y sucio dio una palmada para ordenar que se pusieran en marcha los ventiladores colgados del techo. Las palas empezaron a girar con lentitud, chirriando para desperezarse. La brisilla hizo temblar el faldón del sari de Indira, que sintió un poco de alivio. Estaba casi desmayada por el esfuerzo de mantenerse de pie con ese calor. Pero sabía que el gesto de haber rechazado una silla estaba siendo susurrado de boca a oreja por cientos, miles y quizás más tarde, por millones de compatriotas… «¡Se mantuvo de pie!», «¡Rechazó la silla!»… frases sencillas que moldeaban su figura mítica en el imaginario popular.
Afuera, simpatizantes y detractores llegaron a las manos. La policía intervino cargando con sus lathis, largos palos de bambú y, más tarde, con gases lacrimógenos.
Al final, el magistrado declaró a Indira inocente y la absolvió. Acto seguido, ordenó su libertad incondicional, sentenciando: «No hay pruebas para confirmar las bases de la acusación.» Sanjay salió corriendo, gritando: «¡Caso sobreseído! ¡Está libre!», lo que provocó la euforia de unos y la rabia de otros, que volvieron a enzarzarse. La policía se vio obligada a lanzar más botes de gas lacrimógeno. Indira salió de la sala del tribunal con los ojos enrojecidos y tapándose la nariz, pero feliz porque había ganado. Rajiv estaba muy excitado: «Ni siquiera mamá hubiera podido soñar con un mejor desenlace», declaró a un periodista.
En efecto, la farsa de su arresto consiguió que la noticia fuese portada de todos los periódicos nacionales y buena parte de los internacionales. El gobierno consiguió que Indira pareciese una víctima de una administración incompetente. Consiguió el efecto adverso de lo que buscaba: encauzó a Indira en el camino de su total rehabilitación política.
Sonia empezaba a entender el porqué del afán de su suegra de ir inmaculadamente ataviada. Había conseguido proyectarse como una mártir de la justicia. Admiraba ese afán de lucha y al mismo tiempo el desapego de su suegra hacia los beneficios del poder; ahora estaba segura de que Indira volvería a la cúspide, aunque sólo fuese por limpiar su nombre y ser de nuevo el orgullo de los suyos, sobre todo de sus nietos que adoraba. Sonia la entendía porque ambas compartían un sentido muy profundo e intenso de la familia. Sin embargo, no veía el otro lado del carácter de su suegra, porque nunca le había atraído el poder. Para Indira, era una especie de droga. ¿No había dicho el propio Kissinger que el poder era el mejor afrodisíaco que existía? De ser una niña feúcha y solitaria, luego una mujer frágil y delicada de salud, el poder había hecho de Indira una luchadora formidable, dura y tenaz. Tenía el gusanillo muy dentro de sí, y lo sentía agitarse cada vez que la posibilidad de alcanzarlo, por muy remota que fuese, despuntaba en el horizonte.
Así que no perdió un segundo, sabía que tenía que aprovechar el momento. De nuevo Sonia la ayudó a preparar su bolsa de viaje, y esta vez para largo porque Indira quería recorrer el país entero. En Gujarat, se dirigía a la gente desde pequeñas plataformas erigidas a varios kilómetros las unas de las otras. Según transcurría el día, las guirnaldas de jazmines y margaritas iban acumulándose en el cuello hasta taparle parte del rostro. Se quitaba el pesado fardo antes de entrar en las chozas de los aborígenes donde compartía su comida, sobre hojas de platanero, hablando con ellos de sus problemas: la cosecha, la educación, la falta de atención sanitaria, etc. Una noche, mientras iba en coche atravesando un bosque, pidió al chófer que se detuviera. Había oído una voz. Unos minutos más tarde surgió un aborigen, un hombre medio desnudo con el pelo hirsuto y la piel renegrida. Llevaba en la mano una guirnalda de flores. «Madre, llevo diez años esperando verla», le dijo en su dialecto mientras le ponía el collar.
No siempre el recibimiento era triunfal o afectuoso. El escritor Bruce Chatwin, que la acompañó durante parte de esa gira, estaba en un coche que fue confundido con el de Indira. Una piedra rompió el parabrisas e hirió al conductor. Otra atravesó su ventanilla y las astillas de los cristales le hicieron al escritor una herida en el hombro. «Eso es lo que les suele pasar a los que andan a mi lado», le dijo Indira, que le llevó a su cuarto a comprobar si la herida estaba debidamente vendada. En otra ocasión, en el estado de Kerala, Chatwin fue testigo de cómo una multitud de un cuarto de millón de personas, totalmente empapadas por la lluvia, se acercaron a escucharla cuando ya había caído la noche. Indira se situó en un balcón del último piso de un edificio, sentada en una silla que había sido colocada encima de una mesa. Se puso una linterna entre las rodillas, dirigiendo la luz hacia su cara y torso. Y empezó a mover los brazos y a hablar, mientras sus simpatizantes la confundían con Lakshmi, la diosa cuyos numerosos brazos movía de forma ondulante. La comparación no era baladí: Lakshmi era la diosa de la riqueza. Después de un buen rato, se dirigió a Chatwin, que estaba sentado abajo en la mesa.
– Señor Chatwin, páseme unas cuantas nueces de anacardo más -dijo agachando la cabeza hacia él. El escritor le tendió un puñado, y se quedó perplejo al oír a Indira añadir-:… No tiene usted idea de lo agotador que es ser una diosa.
El primer ministro Morarji Desai reconoció el error que había supuesto arrestar a Indira, y no estaba dispuesto a repetirlo, a pesar de los informes de la Comisión Shah que proclamó que la decisión de imponer el estado de excepción había sido inconstitucional y fraudulenta por no existir «evidencia de peligro a la integridad de la nación», una conclusión discutible. Entre los males que había provocado la Emergency, el Juez Shah destacó la detención de miles de personas inocentes y una «serie de acciones ilegales que resultaron en miseria y sufrimiento humanos». El inconveniente es que la conocida tendencia pro gubernamental del juez restaba credibilidad al informe de la Comisión Shah. Era una interpretación muy subjetiva de la evidencia, y además no era vinculante.
De modo que se olvidaron de Indira para concentrarse en su hijo, que no estaba legalmente a salvo, aunque nunca pudo probarse que hubiera desvío de fondos públicos o cohecho en el negocio del Maruti. El caso más problemático que pesaba sobre Sanjay era una denuncia por haber destruido una película satírica llamada La historia de dos sillones, en referencia al poder que él y su madre acapararon durante el estado de excepción. La realizadora de la película había apelado al Tribunal Supremo para conseguir que el juez diese el visto bueno a la censura y obtener así el certificado de exhibición del film. Pero entonces Sanjay y su compinche el ministro de Información habían mandado destruir las copias y los negativos en un acto que subvertía el proceso de la justicia. Por eso fueron condenados.
Así que Sonia fue de nuevo testigo del arresto de otro miembro de la familia, esta vez el de su cuñado. Fue mucho más rápido que en el caso de Indira. En cinco minutos se lo llevaron esposado a la infame cárcel de Tihar, donde él mismo había mandado a tantos opositores a su madre. Indira, que estaba viajando por el sur, cogió el primer avión de regreso a Delhi. Fue directamente a verlo a la cárcel y se encontró allí con toda la familia y con un nutrido grupo de periodistas y equipos de televisión. El abrazo que dio a Sanjay dio la vuelta al mundo, así como sus consejos: «No te desanimes, sé valiente, esto va a suponer tu renacimiento político. Y no te preocupes, recuerda que yo, mi padre, todos hemos pasado por la cárcel» Indira temía el efecto que la prisión pudiera tener sobre Sanjay. «Lo que me da miedo -confesó a Rajiv y a Sonia- es que le agredan físicamente.»
A pesar de las tensiones, la familia reaccionaba como una piña ante la adversidad. Sonia se comprometió a preparar a su cuñado una comida al día que Maneka le llevaba a la cárcel. La joven esposa estaba excitada con la nueva situación. Le parecía que estaban viviendo una aventura increíble y en el fondo se regodeaba en su nuevo papel porque se sentía más necesaria que nunca ante su marido.
A lo largo de 1979, Sanjay fue encarcelado seis veces, aunque no pasó más de cinco semanas encerrado. Le ocurrió como a su abuelo Nehru: la cárcel le hizo sacar lo mejor de sí mismo. No tenía ningún prejuicio en mezclarse con todo tipo de reos; organizaba torneos deportivos, juegos de equipo y turnos de limpieza de las instalaciones. Cuando algún prisionero caía enfermo, Sanjay se ocupaba de cuidarlo. Si lo estimaba necesario, pasaba horas sentado junto a él Nada más ingresar en cualquiera de los centros penitenciarios, se convertía en su líder indiscutible.
Mientras Sanjay sobrevivía entrando y saliendo de la cárcel y de los tribunales, su madre hacía acopio de fuerzas, convencida como estaba de que podría recuperar el poder, y con él la seguridad y la dignidad para ella y su familia. Estaba dispuesta a luchar como una leona para proteger a sus cachorros. De madre leona fue el mensaje que mandó a Sanjay el día de su cumpleaños en la cárcel: «Recuerda, todo lo que hace fuerte, duele. Algunos quedan aplastados o lisiados, muy pocos se crecen. Sé fuerte en cuerpo y mente y aprende a tolerar…»
Indira estaba intentando recomponer su base, es decir el partido, que estaba dividido entre los incondicionales, dispuestos a seguirla hasta los confines de la tierra, y los que achacaban a Sanjay la responsabilidad de la debacle de 1977 y que no lo querían en la organización. A esto había que añadir los numerosos ministros que la habían traicionado ante la Comisión Shah, confesando mentiras a cambio de inmunidad jurídica. En esas circunstancias, recomponer el partido se hacía imposible. Entonces Indira cortó por lo sano. Decidió escindir la organización y quedarse sólo con los muy leales. Se convirtió así en presidenta del Congress (I) -la I por Indira- y el logo elegido fue la palma de una mano, como una bendición. A sus leales, les exigió también lealtad hacia su hijo. «Los que atacan a Sanjay me atacan a mí», había declarado en varias ocasiones. Su querencia por el poder la empujaba inconscientemente a perpetuarse en él, de ahí que la figura de Sanjay alimentase sus ambiciones dinásticas.
Sonia pensaba que ya había vivido lo peor con las detenciones, el hostigamiento, la persecución fiscal a su marido, pero desde el momento en que Indira anunció la creación de su nueva formación política, la vida en Willingdon Crescent se hizo mucho más irritante e incómoda. Era una casa abierta día y noche. La gente llegaba a cualquier hora para visitar a Indira. Los miembros de su partido, con expresiones que pasaban de la euforia a la angustia, entraban y salían como Pedro por su casa. De pronto se reunían en secreto, se organizaban, planificaban nuevas estrategias, decidían qué tácticas emplear en cada circunscripción. A todo esto, había que añadir las frecuentes visitas de abogados que seguían guiando a Indira y Sanjay por los vericuetos de la justicia. De pronto Sonia encontraba en el comedor a miembros de los servicios secretos que venían a interrogar a su suegra o a su cuñado. Ya no sabía si la gente que pululaba por las habitaciones eran aliados o enemigos. No daba abasto preparando tés y tentempiés para las numerosas visitas que Indira recibía en el césped, bajo unas carpas improvisadas en el jardín o en la entrada de casa, que a veces parecía la sala de espera de una estación de tren. Indira parecía feliz con tanto trajín; la promiscuidad no la molestaba. Estaba en su elemento, en el ambiente en que se había criado de niña. Además contaba con la presencia de Sanjay que, si no estaba en la cárcel o con sus abogados, trabajaba muy pegado a ella, viendo la manera de utilizar el Youth Congress para boicotear el funcionamiento del actual gobierno del Partido Janata.
– Me recuerda a los días de Anand Bhawan cuando preparábamos alguna acción de protesta… -decía Indira encantada a Sonia, que estaba al borde del llanto.
Ni ella ni Rajiv soportaban la falta de privacidad. Más de una vez, les ocurrió encontrarse en su cuarto a miembros del partido discutiendo acaloradamente porque no habían encontrado un sitio mejor para hacerlo. El ambiente desorganizado y revuelto, las amenazas constantes y el porvenir incierto les crispaba los nervios. Ésa no era la vida que habían elegido para ellos y sus hijos. Ahora ni siquiera sus amigos podían venir a verlos. ¿Dónde los recibirían? Tanto barullo le hacía temer a Sonia por la seguridad de los pequeños. «¿Y si se cuela alguien en casa con intención de secuestrarios o hacerles daño?», se preguntaba. Además, le preocupaba el efecto que las tensiones familiares tendrían sobre ellos. Sonia y Maneka habían dejado de hablarse porque esta última seguía sin colaborar en las tareas domésticas. Pupul, que fue una testigo privilegiada de esa época, escribió: «Es increíble que, en esas condiciones caóticas, Sonia pudiese encargarse de todas las tareas domésticas sin venirse abajo.»
El siguiente paso que dio Indira fue presentarse a las elecciones por una pequeña circunscripción del sur. Le habían llegado rumores de que el gobierno Janata estaba preparando una ley para imponer penalizaciones a los políticos que hubieran cometido crímenes contra el pueblo, como la prohibición de votar y de ser elegido. Si Indira conseguía entrar en el Parlamento, tendría la seguridad de que semejantes medidas no la afectarían al estar protegida por la inmunidad parlamentaria. Había elegido la circunscripción con sumo cuidado. Chikmaglur era un pequeño distrito en las colinas verdes de Karnataka, un estado en el suroeste de la India, donde en el siglo XVII un santo musulmán llegado de La Meca plantó unas semillas rojas desconocidas hasta entonces. Fue el principio del cultivo del café, que seguía vigente tres siglos después. Para Indira, era un área perfecta: más de la mitad del electorado estaba compuesto por mujeres, de las cuales la mitad pertenecían a las denominadas «castas bajas». En total, más de la mitad de la población vivía bajo el umbral de la pobreza. La zona era también un bastión del Congress. Su diputado por el distrito, que dimitió para ceder el puesto a Indira, era un viejo líder muy respetado.
Las pequeñas aldeas encaramadas en las colinas estaban rodeadas de una exuberante vegetación semitropical. Indira disfrutaba de ese paisaje bucólico. Visitó las plantaciones de café para hablar con los recolectores y sus familias. Era gente sencilla, satisfecha con lo poco que tenían, aislada de la vida política del resto del país. Indira descubrió que las noticias de su derrota de 1977 no habían llegado todavía al interior de la comarca. Una anciana recolectora ni siquiera se había enterado de que ya no era primera ministra. Cuando le dijeron que podía acabar en la cárcel si se probaban los cargos contra ella, la anciana preguntó con lágrimas en los ojos: «¿Qué cargos?», como si los grandes de este mundo no pudiesen hacer nunca nada malo. Aquellas gentes eran ingenuas e inocentes.
Indira no dejó una sola aldea sin visitar. En todas partes, la acogida era muy cálida. Las mujeres se acercaban a acariciarle la cara porque nunca habían visto una piel tan clara. Captaban en sus ojos un entendimiento tácito sobre lo que representaba ser mujer, acarrear el peso de los partos, los niños, el hambre y la muerte. Las más mayores le agradecieron que su gobierno hubiera puesto en marcha programas de ayuda gracias a los cuales fueron capaces de comer arroz por primera vez. Antes, sobrevivían de la recolección de trigo silvestre y muchas no tenían ni para vestirse, iban cubiertas de hojas de banano. Así de remoto y atrasado era Chikmaglur; así de agradecidas eran sus mujeres.
Mientras sus rivales hacían discursos sobre democracia frente a dictadura y recordaban los excesos del estado de excepción, Indira hablaba de la espiral de precios, la escasez de alimentos básicos y la creciente pobreza. En aquel lugar, la Emergency no se había notado. Por si fuera poco, sus contrincantes le allanaron el camino al pifiarla de una manera que sólo hubiera podido darse en la India. En un mitin multitudinario, colocaron un enorme cartel en el que Indira estaba representada en forma de cobra amenazante. Abajo, un texto decía: «Ojo, en estas elecciones una poderosa cobra va a erguirse.» El efecto fue totalmente contraproducente. Los autores de la campaña ignoraban que en Karnataka se veneraba a la cobra, considerado un animal protector de la tierra. Otro cartel mostraba flechas del partido Janata matando a una serpiente llamada Indira. Pero en Chikmaglur, matar a una cobra era considerado de pésimo agüero.
Llovió a cántaros el día de la convocatoria electoral. Aun así, tres cuartas partes de la población acudió a depositar su papeleta. Indira regresó a Nueva Delhi y dos días después, mientras estaba con Sonia y Rajiv en la embajada de la Unión Soviética celebrando el día nacional de la URSS, fue informada de que había ganado por un amplio margen de setenta mil votos. El embajador alzó una copa para brindar por la victoria de Indira. En dos años, la mujer que había sido vencida en las urnas de manera humillante regresaba como diputada al Parlamento por una remota circunscripción del sur.
Cuatro días después, Indira volaba a Londres. Había conseguido un pasaporte diplomático para ella y había querido que Sonia la acompañase. Era la única que podía hacerlo, por disponer de pasaporte italiano. Lo había hecho para que su nuera cambiase de aires y además porque era una manera de agradecerle su dedicación a la familia. En los últimos tiempos, la discordia en casa había alcanzado el paroxismo. El comportamiento errático y descontrolado de Maneka era una fuente de tensión constante. Reaccionaba ante la presión y la incertidumbre estallando en frecuentes ataques de cólera contra todo el mundo, incluido su marido. En una de esas peleas, Maneka se quitó el anillo que Indira le había regalado en su boda y lo tiró al suelo con rabia.
– ¿Cómo te atreves a hacer eso? -saltó Indira-. ¡Ese anillo perteneció a mi madre!
Maneka se fue dando un portazo y Sonia se agachó para recogerlo.
– Lo guardaré para Priyanka -dijo, y en efecto, años más tarde, su hija luciría el anillo de su bisabuela.
El matrimonio de Sanjay y Maneka era explosivo, lo contrario que el de Rajiv y Sonia. En ese curioso hogar, la italiana se comportaba como una perfecta nuera india, y la india como una napolitana exuberante. «En casa reina el caos -confesó Indira a su amiga Pupul-. Pero Maneka tiene apenas veintiún años… Le esperan largas condenas de reclusión a Sanjay. Hay que entenderla y perdonarle su histeria.» La caza de brujas había conseguido que todos tuvieran que pagar un alto precio en desgaste nervioso, hasta el propio Sanjay, en quien habían hecho mella las treinta y cinco querellas criminales presentadas contra él por el Partido Janata en dos años. Un día, mientras la familia desayunaba en casa con unos parientes que estaban de visita, Sanjay protestó porque los huevos no estaban cocidos como lo había indicado y tiró el plato al suelo. Sonia era quien se los había preparado, así que salió de la habitación enfadada. Indira no pronunció una sola palabra de crítica hacia su hijo, aunque se la veía claramente molesta.
Cuando Sonia no podía más, se iba con sus amigas, una de ellas decoradora y otra editora, a comer a un pequeño restaurante chino de Khan Market o al American Embassy Club donde no la reconocían. O salía al jardín con una azada en la mano a cuidar de la huerta. El brécol que había conseguido cultivar causaba sensación entre sus conocidos.
Los diez días del viaje a Londres no fueron vacaciones, pero a Sonia le sentó bien estar fuera de casa. Londres le traía recuerdos de una época muy feliz en su vida. Pensaba que se alejaría del ambiente insoportable de la política india, pero no fue así. La política les perseguía. Indira había aceptado ese viaje para rehabilitar su maltrecha reputación internacional, y fue recibida con gran expectación y mucha desconfianza. Le avisaron de que podría encontrarse con audiencias hostiles en los distintos actos a los que asistiría, de modo que en la primera reunión con parlamentarios, Sonia se temió lo peor.
– Señora Gandhi, ¿qué falló en su estado de excepción? -le preguntó un diputado sin preliminares ni rodeos.
Hubo un largo silencio. Indira se levantó, ajustó el faldón de su sari, y cogió el micrófono.
– Conseguimos enajenar a casi todos los sectores de la comunidad simultáneamente -respondió de manera sencilla y directa.
Su franqueza causó una risotada general y disolvió la tensión del ambiente. Entre los asistentes estaba una mujer que, si bien se encontraba en el lado opuesto del espectro ideológico de Indira, le profesaba una gran admiración. Se trataba de Margaret Thatcher, que estaba a punto de convertirse en primera ministra. Quizás, por ser mujer, entendía la mezcla de fragilidad y firmeza de Indira y comprendía muchas de sus reacciones en el ejercicio del poder. La futura «Dama de Hierro» no tenía reparos en admitir que se encontraba frente a una maestra. Aquel viaje sirvió en gran parte para que Indira recuperase sus credenciales democráticas.
Entre encuentros con la prensa, con representantes de comunidades indias y visitas a políticos ingleses -que irritaban sobremanera al embajador indio- apenas hubo tiempo de ir al teatro y al cine, de hacer compras en Woolworth's y de buscar libros en la famosa librería Foyle's. Esos paseos fueron para Sonia un auténtico bálsamo. En esas calles brillantes de lluvia nadie la reconocía, se sentía segura, no tenía que estar pendiente de la escolta, podía desplazarse a pie y no depender siempre del coche… ¡Qué lujo! A pesar de todas las dificultades de los últimos tiempos, su relación con su suegra era más estrecha que nunca. Sonia no tenía reparo en reconocer que la quería como a una madre. Aunque Indira no lo mostraba abiertamente, su preferencia por Sonia era notoria. Le inspiraba una confianza que nunca podría inspirarle Maneka. Pero a pesar de ello, siempre la defendía, por lo menos en público. «Maneka soporta una gran presión», decía disculpándola. Lo cierto es que Maneka trabajaba con ardor en la causa de su suegra. Había conseguido destapar un escándalo que había afectado al Partido Janata. Fotógrafos de su revista Surya habían conseguido imágenes del hijo del primer ministro, un hombre casado de cuarenta años, en la cama con una adolescente. En un país de hábitos tan pudorosos, ese escándalo tuvo el efecto de poner en ridículo la persecución del Partido Janata contra Sanjay y al propio primer ministro. Maneka estaba muy orgullosa de haber aportado su grano de arena en esta batalla. Pero en su fuero interno, sentía que nunca ocuparía el lugar que ocupaba Sonia en el corazón de Indira, y eso la perturbaba.
Mientras caminaban por Oxford Street, haciendo compras de última hora para los niños, ni Sonia ni Indira podían imaginar que en Nueva Delhi el gobierno estaba haciendo un último y desesperado esfuerzo por derribarla de nuevo. A medida que se afianzaba su resurrección política, se multiplicaban comisiones de investigación para intentar vincularla a toda clase de delitos. Las acusaciones iban de lo macabro a lo absurdo, de «conspirar para matar a un ex ministro» (que en realidad había fallecido de muerte natural) a «desviar fondos y enriquecerse ilícitamente» (lo que era obviamente falso). Quizás el más absurdo de los cargos fue el de haber robado cuatro gallinas y dos huevos, una acusación que la obligó, nada más volver de Londres, a viajar al lejano estado de Manipur, en el este de la India, un viaje de tres mil kilómetros, para presentarse ante el juez local. El caso fue sobreseído e Indira regresó a Nueva Delhi.
En el Parlamento, donde era recibida entre gritos y vítores, el Comité de Privilegio, un grupo que vigilaba el abuso de poder de los gobernantes, había presentado una moción contra Indira, acusándola de haber hostigado, cuando era primera ministra, a cuatro funcionarios que investigaban la Maruti Limited. El informe concluyó que era culpable, pero antes de que fuese tramitado ante la justicia, los cabecillas del Partido Janata decidieron castigarla, haciendo uso de su mayoría en la cámara. Aprobaron una resolución del Parlamento pidiendo que «Indira fuese encarcelada una semana, y en consecuencia expulsada de la cámara». Ahora los que estaban cometiendo abuso de poder eran los propios gobernantes. La condenaban antes de haber sido juzgada. Era puro revanchismo, que se explicaba por el miedo que tenían de verla resurgir. Una cosa era tener a Indira recorriendo el país, otra bien distinta era tenerla pregonando en el Parlamento. De modo que utilizaron una triquiñuela para sacarla: primero encarcelada, lo que no era del todo legal, para luego aplicar la ley que expulsaba automáticamente del Parlamento a todo el que estuviera condenado a alguna pena de prisión. En realidad, cruzaron la raya de la legalidad. y lo hicieron justo el día en que en Pakistán, el ex primer ministro Zulfikar Ali Bhutto se presentaba ante el Tribunal Supremo para defenderse de una condena a muerte dictada por un tribunal inferior y urdida por Zia Ul Haq, un general golpista que había organizado un simulacro de juicio. La sombra de esa sentencia injusta llegaba hasta Nueva Delhi amenazando a Indira y a su hijo. Si los gobernantes se saltaban las reglas del juego, todo se hacía posible en aquel ambiente de linchamiento. Al actuar de manera ilegal, los enemigos de Indira arramblaban con los últimos vestigios de la superioridad moral con la que habían asumido el poder como representantes de una nación traumatizada por la experiencia del estado de excepción. De pronto, eran ellos los que se convertían en tiranos que encarcelaban sin juicio, subvirtiendo así los deseos del electorado.
Bajo la bóveda del Parlamento, Indira se defendió con pasión y furia controladas: «Nunca antes en la historia de ningún país democrático un solo individuo, que lidera el principal partido de oposición, ha sido objeto de tanta calumnia, difamación y vendetta política por parte del partido en el poder.» Volvió a decir que sentía profundamente los excesos del estado de excepción: «Ya he expresado mis disculpas en muchos foros públicos y lo vuelvo a hacer ahora.» Sus palabras eran frecuentemente interrumpidas por un estruendo de vivas y abucheos que resonaban con fuerza en la cúpula cóncava del edificio:
– Soy una persona pequeña, pero siempre he sido fiel a ciertos valores y objetivos. Cada insulto contra mí se volverá contra vosotros. Cada castigo que me inflijáis me hará más fuerte. Mi voz no podrá ser silenciada porque no es una voz aislada. No habla de mí, una mujer frágil y sin importancia. Habla de cambios significativos para la sociedad, cambios que son la base de la verdadera democracia y de una mayor libertad.
Terminado el discurso, Indira se levantó y, dando la espalda a los diputados, caminó hacia la salida. Al llegar a la puerta, se dio la vuelta y les miró largamente. Unos estaban sentados con las piernas cruzadas, envueltos en sus kurtas de algodón blanco y en sus chales de pashmina, otros llevaban el gorro característico que usaba Nehru, otros el fez musulmán; muy pocos vestían a la occidental. Parecía una corte oriental antigua y abigarrada. Levantó el brazo, con la mano extendida que era el símbolo de su partido:
– ¡Volveré! -dijo.
Sonia había preparado una pasta exquisita para cenar. Además, de postre había crema de guayaba y pastelitos de mango de Allahabad, que le gustaban mucho a Indira porque le recordaban a su infancia. Llegó con una hora de retraso, agotada. Los rasgos de su rostro reflejaban la tensión que acababa de vivir.
– En cualquier momento vendrán a por mí… -les dijo a Rajiv y Sonia, antes de contarles lo sucedido en el Parlamento.
Sonia no consiguió probar bocado. Como ocurre muchas veces, las personas cercanas sufren más que las propias víctimas. El miedo volvió a apoderarse de su alma, mezclado con una desagradable sensación de inseguridad, como si estuvieran viviendo sobre arenas movedizas dispuestas a engullirlos a todos. De nuevo Indira sería arrestada, esta vez no dormiría en una comisaría, sino en la cárcel. Sus enemigos habían ganado una batalla. Rajiv y Sonia estaban abatidos.
– ¿Por qué no llamas a Priyanka y jugamos una partida de scrabble? -preguntó entonces Indira. Le encantaba jugar con su nieta, que era muy despierta y ganaba un buen porcentaje de veces… Qué mejor compañía que la de la niña de sus ojos en esos momentos de incertidumbre.
Al día siguiente, Indira fue arrestada a la salida del Parlamento, en medio de una enorme manifestación de apoyo y gritos de «¡Larga vida a Indira Gandhi!». Esta vez no pidió ser esposada. El furgón celular donde la introdujeron se abrió paso con gran dificultad entre la muchedumbre. Fue conducida a la cárcel de Tihar, cuya sola mención era capaz de amedrentar a los criminales más aguerridos. Pero contrariamente a las maharaníes de Jaipur y Gwalior, no fue encerrada en una celda en compañía de prostitutas y delincuentes comunes. La metieron en los mismos barracones donde había estado preso el jefe de la oposición cuando el estado de excepción. Estaba sola, todo un privilegio. Dos matronas se turnaban para vigilarla. Cuando le trajeron algo de comer, se negó a probar bocado.
– No pienso comer nada que no haya sido traído por mi familia -dijo de manera perentoria, sabiendo que sólo podía fiarse de las manos de Sonia. La matrona salió y fue a discutir con su superior. Como siempre en la India, fueron largas conversaciones que duraron un tiempo interminable.
Mientras tanto, Indira se dedicó a observar la celda. Se oía la algarabía del patio y de las otras internas. Era espaciosa y en general estaba mejor de lo que se había esperado. Disponía de un camastro de madera, sin colchoneta, y había barrotes en las ventanas, aunque carecían de cristal o persianas. Hacía mucho frío. A finales de diciembre, la temperatura puede bajar de cero por la noche.
Indira estaba tapando el hueco de la ventana con una manta para protegerse del frío y para procurar algo de intimidad cuando regresó la matrona.
– Tiene una visita.
Sonia y Rajiv la estaban esperando en el locutorio, una sala grande con paredes desconchadas, algunas mesas y sillas metálicas y mucha gente, la mayoría pobres, hombres jóvenes y huesudos que venían a ver a sus esposas y madres encerradas. La parte baja de las paredes estaba manchada de rojo, vestigio de los innumerables escupitajos de todos los que mascaban hoja de betel. Olía a orines y a incienso rancio. Como ya habían venido a visitar a Sanjay, estaban curados de espanto. Pero parecían muy afectados, y fue Indira quien tuvo que levantarles el ánimo.
– Estoy bien, de verdad. Voy a aprovechar para leer, me dejan tener hasta seis libros… vaya suerte -dijo con sorna-. Han hecho una especie de cuarto de aseo especial para mí y me podré duchar por la mañana con agua caliente. La celda está bastante limpia pero todo es indescriptiblemente feo, como podéis ver… ¿Cómo están los niños?
– Priyanka quería venir a verte, pero hemos pensado que… A Indira se le iluminó el rostro.
– ¡Oh, sí! -dijo sonriendo-. Traedla, es bueno que vea lo que es una cárcel. Nosotros los Nehru, desde pequeños, hemos ido a visitar a nuestros parientes a las cárceles… No hay que perder la tradición.
Se rieron. Como siempre, Indira no se dejaba vencer por la adversidad. Ni una sola vez dejó traslucir el más mínimo rastro de auto compasión. Le bastaba estar convencida de que la razón moral estaba de su lado.
– Vendré a traerte la comida… -le dijo Sonia.
– Tráeme poca cosa. No tengo hambre.
Sonia iba dos veces al día a llevarle platos preparados en casa. Tenía que pasarlo todo por un detector de metales. Una celadora inspeccionaba luego los recipientes. Los dulces estaban prohibidos porque en una ocasión un reo había ofrecido a su carcelero un dulce con alguna sustancia narcótica en su interior y había conseguido escapar. Tampoco estaban permitidos los plátanos en la sección de mujeres: así de puritanas y suspicaces eran las autoridades…
Un día Indira le contó a Sonia que había recibido dos telegramas anónimos. Uno decía: «Vive frugalmente.» y otro le aconsejaba contar los barrotes para pasar el tiempo. «Los he contado, hay veintiocho», le dijo. También le dijo cómo mantenía una estricta rutina que la ayudaba a pasar los días. Se despertaba a las cinco de la madrugada y hacía sus ejercicios de yoga. Luego bebía un vaso de leche fría -que Sonia le había traído la víspera- y volvía al camastro hasta las siete. Después se aseaba, un poco de meditación y se ponía a leer. Las tardes se le hacían eternas, pero no se quejaba. Aprovechaba para pensar, para replegarse en sí misma y, curiosamente, para descansar. El mejor momento lo vivió cuando fue a visitarla su nieta. Todos en la familia decían que Priyanka había salido a su abuela. Tenía carácter y era voluntariosa y decidida. Indira la adoraba. Rajiv y Sonia tuvieron que enzarzarse en larguísimas discusiones con las autoridades carcelarias para conseguir pasar a la pequeña. Fue una reunión alegre en un decorado lúgubre.
Antes de marcharse, Indira le pidió un favor a Sonia.
– Quisiera que mandases de mi parte un ramo de flores a Charan Singh con una nota de felicitación por su cumpleaños.
– ¿Charan Singh? -preguntó asombrada Sonia.
– Sí, el mismo. ¿Lo harás, por favor?
– Claro -respondió Sonia perpleja.
Charan Singh era uno de los cabecillas del Partido Janata, ministro del Interior y responsable de su primer arresto, y ahora relegado a un ministerio de menor importancia. Indira sabía lo que hacía. Quedaban tres años por delante de gobierno Janata, pero le había llegado información de que los integrantes de la coalición se estaban peleando a muerte. Charan Singh estaba resentido contra el primer ministro Morarji Desai, ese que había insistido en quitarle la casa y la protección a Indira, por haber sido destituido de su cargo de ministro del Interior. Indira pensó que podría abrir una brecha entre ambos líderes, azuzar sus ambiciones para que el gobierno cayese como una fruta podrida. Ése era el propósito del ramo de flores.
Nada más salir de la cárcel, le esperaba una carta de Charan Singh invitándola a su residencia a celebrar la fiesta de nacimiento de su nieto. En ese marco tranquilizador y familiar tuvo lugar una negociación maquiavélica, en la que ambos adversarios políticos perfilaron una estrategia para tumbar el gobierno del primer ministro Morarji Desai. A cambio de anular la nueva ley de Tribunales Especiales bajo la que Indira y Sanjay podían ser juzgados sin la protección legal habitual, Indira ofreció el apoyo del Congress para derrocar a Morarji Desai. Y una vez derrocado, se comprometía a apoyar a Charan Singh para hacerlo primer ministro, lo que le permitiría satisfacer la ambición de toda su vida. Fue Sanjay quien se encargó de continuar con las delicadas negociaciones cuidándose de no dejar ningún fleco suelto.
El resultado fue que la coalición se rompió y el gobierno de Morarji Desai cayó, pero Charan Singh no pudo, o no quiso, revocar la ley especial, de modo que Indira le retiró el apoyo, y su gobierno duró menos de un mes. Para salir del atolladero, el presidente de la República disolvió el Parlamento y convocó nuevas elecciones para enero de 1980. Indira había maniobrado con experiencia, frialdad y eficacia. Tal y como le había dicho a los diputados después de su discurso, se disponía a volver, y por la puerta grande.
Unos meses antes, había pensado en dejarlo todo. Ella y Sanjay habían hablado hasta de retirarse a una pequeña ciudad del Himalaya. El sabio y filósofo Krishnamurti, amigo personal de Pupul, había recomendado a Indira que abandonase la política y ella le había contestado que no sabía cómo hacerlo, habiendo veintiocho causas pendientes contra ella. No quería terminar como Zulfikar Ali Bhutto, que había sido ejecutado en la horca el 4 de abril de 1979 en el patio de la prisión central de Rawalpindi. El dictador pakistaní, temeroso de que Bhutto resucitase políticamente como lo estaba haciendo Indira en la India, había conseguido manipular a la justicia para acabar con su rival. Aquí no era tan fácil esa manipulación, porque la India seguía siendo una democracia. Pero el peligro acechaba.
– Tengo dos alternativas -le había dicho Indira a Krishnamurti-, luchar o que me disparen como a un pato de feria.
Ahora no había vuelta atrás posible. El poder estaba al alcance de la mano. Indira, fiel a sí misma, fue a conquistarlo. Armada de dos maletas que contenían media docena de saris de algodón crudo, un termo para el agua caliente y otro para la leche fría, dos cojines, varias bolsas de frutos secos, una caja de manzanas y un paraguas para protegerse del sol, se adentró en los confines del subcontinente. Recorrió setenta mil kilómetros, dirigió una media de veinte mítines al día y, en total, alcanzó una audiencia de cien millones de personas. Fue vista u oída por uno de cada cuatro votantes. En seguida, se dio cuenta de que su segundo paso por la cárcel la había hecho inmensamente popular. Mártir y heroína. En comparación, los candidatos de la coalición que componía el Partido Janata parecían viejos dinosaurios. Competían no tanto contra una diminuta candidata de sesenta y dos años sino contra un mito viviente, una leyenda vestida con sari y sandalias polvorientas que despertaba la pasión del pueblo. Su mensaje era sencillo, lejos de abstracciones e ideologías: «Votad por un gobierno que os funcione.» Sonia no podía imaginar que, años más tarde, ella misma echaría mano de ese eslogan.
Como en los buenos tiempos, Indira arrasó en las urnas. Sonia se lo esperaba porque la había acompañado en algunos de sus recorridos por las aldeas y la había visto moverse con total soltura entre las muchedumbres de desarrapados, diciendo una frase amable a un anciano, teniendo un detalle con un lisiado, sonriendo a una mujer, regalando una flor a una niña. La memoria de esa prodigiosa campaña se quedó grabada en su mente y años más tarde le sería de una enorme utilidad.
Cuando los resultados se hicieron oficiales, la casa fue invadida por amigos, periodistas, miembros del partido, grandes industriales, comerciantes del barrio y gente de todo el espectro social. Había flores por doquier. A duras penas, su amiga Pupul pudo abrirse paso entre el gentío. Cuando se encontraron, Indira casi se echa a llorar. «Estaba muy emocionada y un poco ida -contaría su amiga-. Aunque se había dado cuenta de que la marea corría a su favor, la conmoción de la victoria la dejó como noqueada.» Asumir que volvía a ser primera ministra y que de un plumazo todos sus problemas se solucionaban, llevaba su tiempo. Pero enseguida reaccionó.
– ¿Qué se siente al ser de nuevo líder de la India? -le preguntó a Indira un corresponsal europeo. Ella se giró hacia él con una mirada de fuego.
– Siempre he sido la líder de la India -le respondió secamente.
Otro periodista, sorprendido ante la afluencia masiva de gente humilde, comentó a Indira que algo muy bueno debía haber hecho para ellos en el pasado para que acudiesen tantos, a lo que ella replicó de manera un poco críptica: «No, aquellos a los que hemos ayudado están donde no se dejan ver.»
Sanjay se encontraba a su lado, sonriente, envuelto en un chal color salmón, como un joven César. También él había ganado, en la misma circunscripción que le había desdeñado tres años antes. Ahora su poder tendría algo de legitimidad. La vida le sonreía también por otra razón. Maneka se había quedado embarazada unos meses atrás, cuando la situación para ambos era muy dura. Se habían llegado a preguntar qué sentido tenía traer un niño al mundo en medio de tanta amenaza. Ahora ese velo de incertidumbre se alzaba y el futuro se anunciaba radiante. Maneka, muy excitada, departía con periodistas y amigos, luciendo con orgullo su barriga desnuda entre el corpiño y el faldón del sari. Rajiv, Sonia y los niños pululaban por la casa. Parecía de nuevo una gran familia feliz.
Los que habían sido víctimas de las campañas de nacionalizaciones y de abolición de privilegios no compartían ese júbilo. La foto de Indira sonriendo junto a Sanjay, que ocupó las portadas de los principales periódicos en días sucesivos, hizo que más de uno en el inmenso país sintiese un escalofrío de miedo. Madre e hijo volvían a la carga. En sus palacios ya decrépitos, los herederos de los maharajás recibieron la noticia con cinismo… ¿Qué podía quitarles ahora que no les hubiera quitado ya? Era tal el odio que inspiraba Indira en muchas familias de la antigua aristocracia del país que una vez, estando de visita en Bhopal, fue invitada a tomar el té a casa de los herederos de las antiguas begums, que habían gobernado el sultanato durante generaciones. Indira nunca supo que el trozo de tarta de chocolate que degustaba con fruición estaba impregnado de un escupitajo, regalo oculto de la señora de la casa que, nobleza obliga, la atendía por otra parte con la máxima deferencia.
El 14 de enero de 1980, Indira juró el cargo de primera ministra ante el presidente de la República, rodeada de su familia, de algunos amigos y compañeros de partido, en el resplandeciente salón Ashoka del ex palacio del virrey, cuyas pinturas en techos y muros contaban la historia mitológica de la India eterna. Era la cuarta vez que lo hacía en este mismo decorado, cuya grandiosidad evocaba el enorme poder que le otorgaban. Esta vez no juró sobre la Constitución, como en ocasiones anteriores, sino en nombre de Dios. Siempre había sido un poco supersticiosa, al contrario que su padre, pero ahora sorprendía la mención al Todopoderoso. Quizás reconocía en su fuero interno que su regreso al poder se debía más al destino que a sus propios méritos o a los fallos de sus adversarios. Quizás tanto ataque había hecho mella en su coraza, y necesitaba consuelo. Siempre había sentido respeto por lo sobrenatural, herencia que atribuía a su madre, una mujer profundamente religiosa. Desde siempre había escuchado a los astrólogos. Esa misma fecha la había elegido su profesor de yoga, el gurú Dhirendra Brahmachari. Según él, era un día favorable ya que correspondía con el solsticio de invierno del calendario hindú. Desde hacía veinte años este curioso personaje, que también profesaba la astrología, le indicaba los días de buen agüero o nefastos para ciertas actividades. Últimamente su influencia había disminuido mucho. Indira le veía con suspicacia porque la Comisión Shah había sacado a relucir sus tejemanejes y cuestionaba el origen de su fortuna. Aun así, continuaba preguntándole sobre días buenos o malos antes de tomar una decisión. A su edad y después de lo que había vivido, Indira no quería correr riesgos tentando a la suerte.
Justo después de la toma de posesión, Indira fue directamente del palacio del presidente a su antiguo despacho de South Block. No podía contar con la mayoría de sus anteriores ministros y colegas porque la habían traicionado. Tampoco quería rodearse de figuras que la gente pudiera identificar con el estado de excepción. Tuvo que elegir los miembros de su gabinete entre un batiburrillo de diputados sin mucha experiencia, muchos de ellos de entre las filas del Youth Congress de Sanjay. Para sorpresa de muchos y alivio de algunos, no dio ninguna cartera a su hijo, a pesar de su legitimidad validada por las urnas. No quería exponerlo demasiado.
Lo prefería a su lado, quería formarlo, quería verlo madurar bajo su protección. Tenía plena confianza en que Sanjay sería capaz de revitalizar el partido y asegurarse de que se cumplirían los proyectos de desarrollo en las áreas rurales. Y no quería repetir los errores del pasado.
Mientras tanto, Sonia se encargaba de nuevo de la mudanza.
La victoria de Indira significaba que volvían todos al número 1 de Safdarjung Road. Se hacía urgente recuperar espacio. Antes que nada, Indira quiso mandar a una docena de sacerdotes hindúes a purificar la vivienda donde Morarji Desai había residido mientras la había estado persiguiendo. Se había enterado de que su rival era practicante asiduo de la urinoterapia, una ancestral costumbre que consiste en beber todas las mañanas en ayunas un vaso de la primera orina del día. Para asegurarse de que no quedaba un solo vaso del antiguo inquilino en casa, Sonia e Indira se afanaron en recogerlos todos, colocarlos en una caja y devolverlos a la administración. También envió a una cuadrilla de albañiles para que destrozasen el cuarto de baño al estilo indio que su rival se había hecho construir y lo reemplazasen por uno european style, con inodoro y bañera. Cuando se mudaron, parecía que nunca se hubieran marchado de esa casa. «Un aire de renovada elegancia reinaba en todas las habitaciones, que de nuevo estaban llenas de sirvientes y de enormes jarrones de flores que caían en cascada», escribiría Pupul. Sonia volvió a asumir su papel de ama de casa extraordinaria en ese hogar especial, donde había que organizar cenas y recepciones para un continuo desfile de personalidades: Giscard d'Estaing, Mobutu, Yasser Arafat, Andrei Gromyko, Jimmy Carter, etc. Todos venían a estrechar lazos con una de las mujeres más poderosas del mundo.
La vida familiar volvió a ser agradable. La nueva situación y un mayor espacio relajaron el ambiente. Cesaron las peleas y, aún mejor, los silencios. Todos estaban pendientes de Maneka, que estaba a punto de dar a luz. Durante el embarazo, Sonia había hecho las paces con su cuñada de manera tácita. Había optado por olvidar las viejas rencillas, los saltos de humor, los comentarios hirientes para centrarse en su deber de «bahú mayor» -nuera mayor- y ayudar a Maneka con su experiencia. Estuvo pendiente de ella en todo momento. La familia es lo primero. Decididamente, Sonia era ya muy india. Aunque ambas cuñadas eran como el agua y el aceite, consiguieron una especie de entente cordiale. Indira, que no cabía en sí de gozo al pensar en su nuevo nieto, ya le había elegido nombre: Firoz, como su marido. Maneka no estaba convencida, y quería llamarlo Varun. Sanjay zanjó el asunto. El pequeño se llamaría Firoz Varun.
Rajiv ya no tenía que pasar casi todo su tiempo libre, fuera de las horas de vuelo, en la oficina de impuestos del ministerio de Hacienda. De nuevo podía dedicarse a su familia y a sus hobbies, como la fotografía o la radio. Era un padrazo. No se perdía nunca una función del colegio, o la lectura de un cuento si llegaba a casa antes de que los niños estuvieran acostados. La fotografía le distraía mucho; era un relajo después de la concentración que le exigían sus vuelos, a menudo en horas imposibles. Su afición había crecido con el tiempo. Le gustaba experimentar con filtros y con equipos nuevos, no se perdía una exposición y se abonó a revistas especializadas. Animaba a sus hijos a que se aficionasen. Les enseñaba a desarrollar su sensibilidad visual pidiéndoles que identificasen varios tonos de verde en el jardín. Más tarde, aconsejaba a su hijo a que anotase el tiempo de exposición y la velocidad a la que tomaba las fotos para poder corregirlas y mejorar. Su cámara estaba siempre presente en todas las ocasiones especiales: cumpleaños, aniversarios, celebraciones familiares, etc., y si estaba en casa cuando algún fotógrafo venía a retratar a su madre, cogía su cámara y participaba en la sesión. Siempre disfrutó de un compañerismo especial con los fotógrafos. A su madre le regaló un álbum en miniatura plegable que ella llevaba consigo en todos sus viajes. «Rajiv, ponme fotos más recientes», le pedía reiteradamente cuando se cansaba de ver siempre las mismas. A Indira le encantaban las fotos de sus nietos. Elegía las que le gustaban en las hojas de contactos y le pedía a Rajiv que las ampliase y las enmarcase. Su despacho estaba lleno.
Por las noches, Rajiv se encerraba en su taller y establecía contacto con radioaficionados del mundo entero. Había comprado un transmisor de radio en kit automontable y nada le hacía más feliz que conectar con Pier Luigi allá en Orbassano, el amigo de la infancia de Sonia, las noches claras sin interferencias. Protegido por el anonimato, hablar por radio con gente del mundo entero era otra forma de viajar y, al mismo tiempo, de olvidarse de sí mismo y de relajarse.
El 16 de febrero de 1980, un mes después de la toma de posesión de Indira, ocurrió en la India un fenómeno extraordinario que no se repetía desde hacía casi un siglo: un eclipse total de sol. Rajiv instaló un telescopio en el jardín, ayudado por Rahul y Priyanka, que estaban muy excitados con la idea. Además disponían de gafas negras, que Rajiv había conseguido de un colega piloto. Sanjay se entretenía ajustando los mandos de un avión controlado por radio. La afición al aeromodelismo le había venido después de que el gobierno le retirase su licencia de piloto sin mediar razón alguna. Ahora estaba a la espera de recuperarla para volver a lo que se había convertido en su afición favorita: volar. Quedaba lejos la pasión por los coches, sepultada por el fiasco del Maruti. Pupul, que había sido invitada por su amiga a presenciar el acontecimiento, tomaba una taza de té en la veranda. Cuando se acercó la hora del eclipse, Indira, influenciada por las sombrías predicciones de conocidos astrólogos que habían anunciado en los periódicos terremotos, inundaciones y desastres de todo tipo, mandó a Maneka a su cuarto. Considerado como una amenaza directa hacia el niño no nacido, ninguna mujer embarazada debía exponerse a su nefasta influencia. Aun en asuntos que nada tenían que ver con la política, Indira estaba en sintonía con su electorado. La mayoría de la gente optó por esconderse en sus chozas. Los hindúes no salen a la calle durante los eclipses, considerados perjudiciales porque, simbólicamente, la luz se oculta. Unos ayunaron, otros realizaron ofrendas o recitaron mantras para conjurar el peligro. Cuando la luna empezó a invadir el sol, una misteriosa luz envolvió la casa y el jardín y las sombras desaparecieron. Indira se levantó, y fue a encerrarse en su habitación hasta el final del fenómeno. Su gurú Brahmachari le había dicho que el eclipse era especialmente peligroso para ella y para Sanjay, y ella prefirió creerle. Rajiv, Sonia y los niños, todos con gafas negras, asistieron extasiados al paso de la luna delante del sol. Pupul siguió a Indira a su cuarto. «Ésta no era la Indira robusta de los días anteriores al estado de excepción -pensó-. Me sorprendió lo influenciada que estaba por el ritual y la superstición. ¿De qué estaba asustada? ¿Qué sombra, qué oscuridad caminaba junto a ella?»
Los meses siguientes estuvieron marcados por la armonía familiar y la felicidad de volver a disfrutar de una vida normal. Las atenciones que Maneka recibía de parte de su suegra, de su cuñada y de su marido, que la acompañaba a todas las revisiones médicas porque decía que el sufrimiento físico la aterraba, la hacían sentirse en la gloria. Al igual que su hermano Rajiv, Sanjay participó en todo el proceso del parto. Firoz Varun nació el 13 de marzo de 1980 sin mayor problema. Fue la guinda del pastel de la bonanza familiar. A partir de ese momento, la pizpireta Maneka empezó a disfrutar de su papel de madre y esposa, aconsejada por Sonia, en quien recayeron los primeros cuidados del niño. Indira estaba tan contenta que lo reclamó en su cuarto para dormir con él. Le daba igual no pegar ojo.
De nuevo Sanjay, por la proximidad a su madre, disfrutaba de un poder irresistible. Se inmiscuía en todos los aspectos de la vida india, desde los corredores aéreos de la capital a la congestión en los hospitales, desde los planes de desarrollo rural a la protección de los animales, causa favorita a la que su mujer le había arrastrado. Corría el bulo por Nueva Delhi de que antes de un año, sería primer ministro, pero su madre no estaba dispuesta a ello. Cuando los miembros de la asamblea legislativa del Congress de Uttar Pradesh eligieron a Sanjay como su líder, le pidieron a Indira que le nombrase jefe de gobierno de ese estado, el mayor del país. Maneka ya se veía disfrutando de las prebendas que venían con el cargo, incluido vivir en un palacio cargado de sirvientes. Pero Indira se negó rotundamente. A los admiradores de su hijo les dijo que le quedaba mucho por aprender antes de poder hacerse cargo de semejante responsabilidad. Sanjay protestó y discutió con su madre, pero ella no dio su brazo a torcer. Al final, él se tranquilizó y no volvió a insistir.
Aunque seguía rodeado de una corte de aduladores, Sanjay no era el mismo de antes. Hasta sus detractores empezaron a admitir que, en efecto, poseía cualidades que el país necesitaba en ese difícil trance. Reconocían su enorme capacidad de trabajo y su probada aptitud para tomar decisiones duras e impopulares. En realidad, le estaba ocurriendo lo que le había ocurrido a su abuelo Nehru y a Indira. Todos en la familia habían tardado tiempo en madurar como adultos, y lo habían conseguido después de enfrentarse a grandes desafíos. A los treinta y tres años, Sanjay estaba en camino de convertirse en un hombre responsable, sin las estridencias ni los comportamientos aberrantes del pasado. Su madre estaba convencida de que, después de un buen aprendizaje político, su hijo pasaría de ser un joven inexperto e impulsivo a un político visionario y enérgico. Tenía los genes para lograrlo, pensaba ella. Lo increíble es que muchos en la India también lo creían así, algo impensable hacía tan sólo seis meses. O el país se había vuelto amnésico o el tirón popular de los Gandhi seguía representando la única posibilidad de salvación para millones de indios.
Rajiv, Sonia y sus hijos pasaron esos meses soñando con las vacaciones. Habían decidido pasar unos días en Italia, y tenían pensado hacerlo en junio, cuando arrecia el calor en Nueva Delhi. Pensaban coincidir con su amigo el actor indio Kabir Bedi, que en aquellos años era mundialmente conocido por su papel estelar en la serie Sandokán, y que había prometido visitarlos. Además esta vez pensaban viajar por el norte de Italia. Tenían pensado alquilar un coche y visitar la región de Asiago y la aldea de Lusiana, donde había nacido Sonia. Quería enseñar a los niños el lugar donde se había criado, presentarles a los vecinos y a los parientes que todavía quedaban allí. Una zambullida en las otras raíces familiares.
El día de la partida, antes de despedirse, Maneka le enseñó a Sonia una bolsa, que contenía algo que había comprado, con intención de empezar a usarlo.
– No te lo vas a creer…
– ¿Y qué es? -preguntó Sonia, intrigada.
Maneka sacó de una bolsa un libro de recetas de cocina. Les entró una carcajada a ambas. Fue la última vez que se las vio reír juntas.
De no haber sido interrumpidas, hubieran sido unas vacaciones perfectas: relajadas, divertidas e interesantes. Los niños perfeccionaron su italiano, Sonia se puso al día en sus compras de ropa europea y Rajiv hizo lo mismo con su material fotográfico. Al final, ni siquiera tuvieron que alquilar un coche, su hermana Anushka les prestó un descapotable que hizo las delicias de los niños. En él recorrieron el norte de Italia, en la dirección opuesta a la del patriarca Stefano cuando había abandonado su pueblo natal de Lusiana en busca de un futuro mejor en el cinturón industrial de Turín. Treinta y cinco años después, su hija y sus nietos volvían a los montes Asiago, como una familia normal de italianos en vacaciones. De camino, se detuvieron en el bellísimo lago de Garda, rodeado de olivares, campos de limoneros y tupidos bosques de cipreses, pasearon en Verona por las anchas calles de mármol rojo, se dejaron seducir por el encanto de Venecia y se bañaron en las playas del Adriático. Ascendieron los montes Asiago por un paisaje que reflejaba el esplendor de la primavera. Flores silvestres malvas, blancas y amarillas crecían en la cuneta de la carretera que serpenteaba entre bosques de abedules. Los campos donde pacían las vacas se habían vestido con un verde intenso y al fondo los Alpes les recordaba la vista del Himalaya desde la planicie. En Lusiana, la aldea original de la familia, el aire era cristalino, apetecía beberlo, la temperatura era perfecta. ¡Pensar que ahora en Delhi, la abuela, los tíos y sobre todo el pequeño Firoz estarían soportando 45 grados a la sombra, a la espera de la llegada de las lluvias! Desde el coche, Priyanka y Rahul se reían leyendo los rótulos de los negocios: «Panadería Maino», «Trattoria Maino», «Café Maino», «Gasolinera hermanos Maino»… ¡Cómo habían prosperado las diferentes ramas de la familia desde los tiempos de la posguerra!, pensó Sonia. Fueron recibidos con enorme cariño y curiosidad: todos querían conocer a la hija pródiga del pueblo cuyo destino extraordinario seguían a través de la prensa. A todos les sorprendía lo mismo: la sencillez de la familia. Sonia iba vestida con gusto, con pantalones ajustados y camisetas sin mangas, un lujo que no podía permitirse en la India, donde una mujer podía enseñar la tripa pero estaba mal visto que enseñase los hombros. Se hicieron fotos frente a la casa de piedra familiar, la última de la Rua Maino, que llevaba tres décadas deshabitada. Fueron espléndidamente agasajados, tanto que no disponían de tiempo para aceptar todas las invitaciones, todas las visitas.
Volvieron a Orbassano, donde Stefano y Paola les esperaban con muchas ganas. Lo habían pasado tan mal siguiendo la actualidad de la India durante los últimos años que ahora sentían un pellizco en el corazón cada vez que su hija y sus nietos se marchaban, aunque fuese al Véneto o simplemente a pasar la tarde a Turín. A esa inquietud se añadía la que sentían por su hija pequeña, Nadia, que se había casado con un diplomático español que acababa de ser destinado a Nueva Delhi. Por un lado, estaban contentos porque las dos hermanas iban a hacerse compañía; por otro, no les gustaba tenerlas tan lejos. Bromeaban diciendo que no podían escapar del karma de la India. La hija mayor, Anushka, que vivía en el piso de debajo del chalet de Via Bellini, tenía la intención de abrir una tienda de artesanía india en un centro comercial próximo a Orbassano. A su hija mayor le había puesto de nombre Aruna.
Rahul y Priyanka también estaban felices de volver a casa de los abuelos, precisamente porque sus primos, los hijos de Anushka, vivían abajo, de modo que los niños lo pasaban en grande en esa gran casa familiar, jugando en el jardín o en la calle. Jugaban a lo mismo que Sonia de niña, cuando dibujaba con una tiza en el asfalto los días de la semana y pasaba horas saltando de una casilla a otra. Stefano se sentía muy feliz con esas reuniones familiares. ¿No había construido la casa para tener bajo el mismo techo a todas sus hijas y a sus familias? Ellas bromeaban diciendo que debía haber sido indio en otra vida de tanto que le gustaba la familia… Las conocidas de Sonia se sorprendían de que su antigua amiga siguiera teniendo una actitud tan humilde, y vistiese de una manera tan sencilla, con joyas pequeñas y discretas. «A la "Cenicienta de Orbassano" -decía una vecina aguantando la risa- no se le ha subido a la cabeza la boda que ha hecho.» Así la describía la prensa local desde su matrimonio: «Cenicienta de Orbassano», un apelativo que provocaba en Sonia vergüenza ajena: «Menuda cursilada», decía. Para Rajiv también las vacaciones en Italia eran el mejor desahogo que hubiera podido desear. Huir de Nueva Delhi era un lujo. Saltar en la Vespa naranja de Pier Luigi e ir a la tienda de electrónica Allegro en el Corso Re Umberto a comprar piezas para su radio que no se encontraban en la India y no ser reconocido era un placer, como lo era visitar en familia el fabuloso Museo Egipcio -donde Sonia, de adolescente, quedaba con sus amigos para evitar el frío de la calle- sin estar inmediatamente rodeado de una nube de gente pidiendo un autógrafo o señalando con el dedo. Pero el placer duraría poco. A finales de junio, la visita de Sandokán a Orbassano causó una auténtica conmoción. De pronto los niños y los jóvenes del pueblo se acercaron a Via Bellini para ver de cerca a este príncipe de Borneo que había jurado vengarse de los británicos en la imaginación de Emilio Salgari. Se formó tanto revuelo que Sonia propuso abandonar la casa. Acabaron la tarde en una pizzería del cercano pueblo de Avigliana, felices y riéndose.
Y de repente, al amanecer del día 23 de junio, sonó el teléfono. Sonia sintió un nudo en el estómago. No era una hora normal, y enseguida pensó que podía ser una llamada de la India. Su madre se lo confirmó, de puntillas y en voz baja, para no despertar al resto de la familia: «Es una conferencia… de Nueva Delhi.» Sonia se levantó, se arropó con su albornoz y fue a coger el teléfono al salón. Reconoció entre interferencias la voz nerviosa de uno de los secretarios de su suegra. Ahora estaba segura de que serían muy malas noticias: «Madam… Sanjay ha sufrido un accidente… Ha fallecido.» Sonia se quedó con la mente en blanco, sin escuchar las explicaciones atropelladas del secretario. Cuando colgó, estaba aturdida. Volvió a su cuarto. Rajiv estaba desperezándose. Esperó unos segundos para decírselo, como si quisiese darle unos segundos más de una felicidad que, una vez totalmente despierto, no volvería a conocer. En lo más hondo de su ser, Sonia supo que esa catástrofe iba a afectar profundamente a su vida y a la de su familia.
Unas horas más tarde, volaban hacia Roma para enlazar con el vuelo de Indian Airlines que hacía la ruta Londres-Nueva Delhi. Viajaron en primera clase, junto a otros amigos y conocidos, entre los que se encontraban la madre y la hermana de Maneka, cuyas vacaciones en la capital británica también habían sido interrumpidas. Asimismo viajaban en el avión un antiguo ministro, un industrial y un hombre de negocios, todos viejos amigos de la familia, muy conmovidos por las circunstancias. Cada uno de ellos había recopilado información sobre el accidente y durante el largo vuelo pudieron reconstituir lo que había pasado.
Sanjay se había estrellado a los mandos de su último juguete, el Pitts S-2A que había adquirido gracias a la mediación del corrupto gurú Brahmachari. A las siete de la mañana se había presentado en el aeroclub de Nueva Delhi y había invitado a un compañero piloto a hacer unos ejercicios de acrobacia. Su amigo era reacio a volar con Sanjay porque sabía que carecía de experiencia, pero ante su insistencia, acabó aceptando. Estuvieron haciendo bucles en el cielo y caídas en picado sobre Nueva Delhi durante doce minutos, luego volaron sobre el número 1 de Safdarjung Road, donde había estado hablando con su madre apenas una hora antes.
– Ten mucho cuidado -le había advertido Indira-. Me dicen que eres muy imprudente…
– No hagas caso -le había contestado Sanjay.
Según un testigo, la avioneta subió como una flecha hacia el cielo, y luego inició un picado como si fuera a coger inercia para hacer un looping, pero no pudo recuperarse. Se estrelló en el barrio diplomático, en un descampado, a menos de un kilómetro del número 12 de Willingdon Crescent.
Un mes antes, el director general de Aviación Civil había informado a sus superiores de que Sanjay violaba pertinazmente el protocolo de seguridad y que por lo tanto ponía en peligro su vida y la de los demás.
– El director de aviación se lo comentó al ministro del Aire, que quedó en hablarlo con tu madre, pero, por la razón que fuese, no lo hizo.
– Si nadie hizo nada, fue por miedo a ir contra Sanjay, me imagino… -dijo Rajiv
Más tarde, se enterarían de lo que había pasado con exactitud.
El informe del director de aviación civil había caído en manos de Sanjay y éste había reaccionado, fiel a sí mismo, obligando al funcionario a tomarse una excedencia voluntaria. Lo había reemplazado por su segundo, un hombre dócil que no le pondría problemas. El caso es que Sanjay había muerto por imprudente y por soberbio, porque su sed de poder era tal que no aceptaba ningún límite.
El anochecer en vuelo fue rapidísimo, por la velocidad del avión y por la rotación de la Tierra. Debían de estar sobre Siria, o quizás Turquía. Abajo, se veían lagos color turquesa y las lucecitas de las ciudades que iban abrazando la noche. Nadie seguía la película. El grupo de los amigos y familiares no habían querido probar bocado. Amteshwar, la madre de Maneka, estaba visiblemente conmocionada. «Viuda a los veintitrés años… y con un niño de tres meses», repetía la mujer. En menos de tres años, había perdido a su marido y a su yerno. Había pasado de estar en la cumbre a ser condenada al ostracismo, y luego en la cumbre de nuevo… ¿Y ahora qué pasaría?
– Tienes que hacer lo posible por mantener ambas familias unidas -aconsejaban los tres amigos de la familia a la madre de Maneka-. Ahora que no está Sanjay, tenéis que hacer piña alrededor de Rajiv.
A Sonia se le pusieron los pelos de punta cuando escuchó esa frase. Estuvo a punto de lanzar un «¡No!» sonoro, pero se contuvo. Ya sabía que intentarían convencer a Rajiv para que ocupase el vacío que había dejado su hermano. Sonia lo tenía muy claro: aquello significaba el final de la felicidad. Estaba dispuesta a luchar con uñas y dientes para impedirlo.
El avión aterrizó en Delhi a las dos de la madrugada. Una oleada de calor intenso les dio la bienvenida. La capilla ardiente estaba instalada en la casa de Safdarjung Road donde una fila de gente -ministros, amigos, desconocidos- había desfilado durante todo el día ante los restos mortales, ordenadamente y en silencio. Indira, muy nerviosa, había estado yendo de una habitación a otra toda la noche, preguntando si había noticias de los que estaban viajando, porque inconscientemente temía que otra desgracia pudiera suceder.
Rajiv, Sonia y los niños ya habían sido informados de lo que iban a encontrarse pero, aun así, el shock de llegar a casa en esas condiciones les impresionó vivamente. Cuando vieron el cuerpo de Sanjay tendido en un féretro en el salón, en medio de aquellas paredes donde parecía que todavía retumbaba el eco de su risa franca y nerviosa, Rajiv y Sonia se derrumbaron. Y cuando Indira vio a Rajiv llorando desconsoladamente, también rompió a sollozar. Una vez recuperada la serenidad, Sonia observó a Indira: tenía los ojos enrojecidos e hinchados detrás de sus gafas de sol, la tez color de ceniza, andaba un poco encorvada, como si le costase mantenerse erguida. «¿Después de esto, adónde voy, hija?», le preguntó con la voz rota. Lo había dicho apretando las manos sobre la tripa, en un gesto que las campesinas pobres hacen cuando lloran a sus muertos. Volvieron a abrazarse, y estuvieron largo tiempo en silencia. Hacía menos de diez días, Indira había instalado a Sanjay en su primer despacho oficial, después de haberlo nombrado secretario general del partido. Ahora, de pronto, sólo había un cuerpo yaciente: se había quedado sin hijo, sin compañero, sin consejero y sin sucesor. Luego Sonia vio a Maneka, cuyos movimientos parecían inconexos. Se había pasado todo el día llorando, repitiendo: «Sanjay no, por favor… Cualquiera menos Sanjay…» Rajiv la abrazó y le dijo unas palabras de cariño. Sonia tampoco pudo reprimir las lágrimas al abrazarla. Los niños, cansados y conmocionados, aguantaban estoicamente. El llanto lejano de su primo el pequeño Firoz Varun rasgó el silencio.
En seguida Sonia se puso a atender a los que estaban velando el cuerpo. Ayudó a colocar colchonetas en el suelo para que todos los amigos y familiares cercanos pudieran descansar. También se aseguró de que hubiera té, tostadas y dulces.
Después de la efusión del reencuentro, Indira les contó los pormenores del ritual funerario que había organizado para el día siguiente.
– Haremos la cremación en Shantivana, junto al mausoleo del abuelo…
– No creo que sea buena idea, mamá -sugirió Rajiv-. ¿No sería más prudente hacer un funeral privado, más restringido?
– Quizás, pero el jeque Abdullah, jefe de gobierno de Cachemira, y todos los jefes de gobierno estatales me han pedido un funeral memorable.
– Sanjay no tenía un cargo oficial en el gobierno. Puede causarte problemas hacerle unos funerales de Estado. ¡Imagínate las protestas!
– Lo sé. Pero también es verdad que Sanjay tenía muchos seguidores, y no quiero decepcionarlos. Sería como decepcionarlo a él.
Rajiv dejó de insistir.
La cremación tuvo lugar al día siguiente, a orillas del río Yamuna. Era demasiado cerca de donde había tenido lugar la cremación de Nehru, el padre de la nación, y su hijo, por mucho que Indira no quisiese verlo, no merecía los mismos honores que su padre. Muchos vieron en este gesto de Indira otro signo de abuso de poder. De nuevo, había desoído el consejo de Rajiv para que eligiese otro sitio, no ese lugar sagrado de peregrinación para millones de indios. Pero Indira se dejó llevar por la insistencia de los compañeros de Sanjay. No tuvo fuerzas para luchar contra ellos, y seguramente estaba de acuerdo en rendir un homenaje desmedido a su hijo, como si así pudiese compensar un poco su pérdida.
Indira, los ojos y toda la pena que contenían protegidos por sus enormes gafas de sol, estaba sentada junto a Maneka en primera fila, frente a la pira. Sonia, vestida con un sari blanco inmaculado, sollozaba mientras recordaba los días de recién casada cuando su cuñado, su marido y ella eran un trío inseparable. Detrás, se veía gente hasta la línea del horizonte. A Rajiv le tocó cumplir con los ritos: plantó la antorcha en el fuego y dio varias vueltas alrededor del cadáver de su hermano, al son de los mantras que entonaban los sacerdotes hindúes. Su hijo Rahul le miraba con cierta aprensión. Su padre le había dicho que le tocaría a él, como primogénito, llevar a cabo los ritos de la cremación cuando, por ley de vida, uno de sus progenitores dejara este mundo. Hasta ese día, nunca el chico había pensado que eso podía ocurrir.
Por la tarde, Rajiv llevó las cenizas de su hermano en una urna de cobre para enterrarla bajo un árbol en el jardín de Akbar Road. Al ver la urna, Indira no pudo contenerse más y rompió en sollozos. Por primera vez, lloró desconsoladamente y sin inhibición en público. Rajiv la abrazó y la sostuvo en pie, porque la mujer, literalmente, se derrumbaba. Su dolor parecía no tener límite. Sonia se había enterado de que la mañana de la tragedia Indira había abandonado el hospital donde los médicos remendaban el cadáver de Sanjay para regresar al lugar del accidente. Había regresado dos veces. Las malas lenguas decían que había ido a buscar el reloj y el llavero de Sanjay porque una de las llaves era con certeza la de alguna caja fuerte llena de todo lo que debía haber robado el hijo pródigo. En la tapa del reloj, siempre según los rumores, estaría grabado el número de una cuenta secreta en Suiza. Pero era pura patraña. A Indira no le interesaban los objetos personales, que además ya habían sido recogidos por la policía. En el fondo, lo que hacía era buscar a su hijo; intentaba inconscientemente recuperarlo a él, no sus cosas. Hurgando con la mirada entre los hierros calcinados, Indira se había dado cuenta de la enormidad de la pérdida. Todos sus sueños, sus grandes planes de futuro también se encontraban hechos añicos entre las ruinas de la avioneta.
Bajo la sombra del árbol del jardín, Indira consiguió controlar el llanto y recuperarse con asombrosa rapidez. Luego fueron al salón. El lugar donde había estado colocado el cuerpo estaba ahora cubierto de flores de jazmín. Se sentaron en el suelo de esa habitación que olía bien y parecía purificada, las piernas cruzadas y en silencio, escuchando cantar a los sacerdotes versículos del Ramayana, la gran epopeya del hinduismo.
En los días siguientes, los simpatizantes de Sanjay erigieron estatuas en su memoria, bautizaron calles y plazas con su nombre, así como barrios enteros, escuelas, hospitales y hasta centrales hidroeléctricas. El país entero vivió con frenesí un culto póstumo a la personalidad del hijo pródigo que los más aduladores llegaron a comparar con Jesucristo, Einstein y Karl Marx. Ese despliegue de supuesto afecto era más un intento desesperado por parte de sus aliados y compinches políticos de seguir con sus privilegios y mantenerse cerca del poder, próximos a Indira, que una demostración auténtica de dolor nacional. Muchos otros, entre los que se encontraban las antiguas víctimas de su política de control de la natalidad, vivieron esa muerte con alivio. Para ellos, había sido un accidente providencial, que había ahorrado al país el cruel destino de tener a Sanjay de primer ministro, lo que todos pensaban que iba a ocurrir tarde o temprano.
Para Indira, lo único positivo de la tragedia fue que sirvió para recuperar viejas relaciones y reconciliarse con familiares y amigos que le habían dado la espalda durante la Emergency. Se sintió particularmente feliz al recibir una carta de su vieja amiga Dorothy Norman: «Hace tanto que no nos escribimos que a cierto nivel no sé a quién estoy escribiendo; en otro nivel, escribo a la persona que conocí. Cómo me gustaría que pudiéramos hablar, aunque el silencio quizás, sea más revelador que cualquier palabra. (…) Mando esta carta como un puente. Las amistades son lo más valioso en este mundo a veces tan duro.» Indira le contestó diciéndole lo emocionada que se había sentido al recibir su carta y que tenía tantas cosas que contarle que no sabía por dónde empezar: «El pasado es el pasado, dejémoslo estar. Pero tengo que aclarar ciertas cosas. La falsedad, la persistente campaña maliciosa de calumnia debe ser refutada…» Nunca Indira admitió las maldades o los errores de Sanjay.
En casa, quedaban Maneka y el pequeño Firoz Varun, que dormía en el cuarto de Indira con los demás nietos desde la muerte de Sanjay. La abuela se pasaba largos momentos observando al bebé como si detrás de cada gesto reconociese a su hijo. Quedaban también Rajiv y Sonia, cuyo matrimonio había sobrevivido la separación física, la diferencia cultural, la oposición de las familias, el estrés de la Emergency y la continua infiltración y corrosión de la política en sus vidas. Tenían dos hijos inteligentes, guapos y de buen carácter. Hasta el accidente del tío Sanjay, lo más grave que les había pasado a los niños había sido ver a la abuela en la cárcel y haber perdido a una perra. «Quedaros con el recuerdo de cuando jugabais con ella, lo mucho que se divertía y lo que nos divertíamos todos cuando la sacábamos… -les había escrito Rajiv en una carta llena de ternura paterna, que terminaba con un consejo-. Tenéis que aprender a vivir sabiendo que en algún momento todos tenemos que morir.»
La perfecta vida familiar que disfrutaban parecía algo demasiado bonito y bueno para durar.