A ninguno de los jóvenes policías montados le agradaban aquellas comarcas de la provincia de Bagirhaut. A ninguno le agradaba la selva, en la que podía ocurrir todo tipo de cosas, inesperadas, imprevistas, como había ocurrido unos años antes cuando un pobre teniente fue desnudado, apaleado y arrojado al río por intentar recaudar los impuestos de distribución de bebidas alcohólicas.
Los oficiales hincaban con más fuerza los talones de las botas en los flancos de sus caballos. No es que estuvieran asustados, sólo eran precavidos.
– Hay que ser cautos siempre -le dijo Turner a Mason al tiempo que se agachaban para esquivar ramas bajas y lianas-. Ten la seguridad de que los nativos de India no valoran la vida. Ni siquiera al nivel del más pobre de los ingleses.
El más joven de ambos, Mason, asentía pensativo ante las palabras de su imponente compañero, que tenía casi veinticinco años, que tenía otros dos hermanos que habían venido desde Inglaterra para incorporarse al Servicio Civil de la India y que había luchado en la rebelión india unos años antes. Era un experto donde los hubiera.
– Tal vez deberíamos haber traído más hombres, señor.
– Vaya, ¡muy bonito! ¿Más hombres, Mason? No necesitaremos más que nuestras dos cabezas para capturar a un puñado de dacoits *. Recuerda que el caballo con coraje no se detiene ante setos ni zanjas.
Cuando Mason llegó de Liverpool a Bengala a ocupar su nuevo puesto, aceptó la oferta que le hizo Turner de «convivir», compartir ingresos y gastos comunes y pasar su tiempo libre jugando al billar o al cróquet. Mason, a sus dieciocho años, agradecía los consejos de una persona tan experimentada en las lides de la policía bengalí. Turner podía enumerar los lugares a los que un policía no debía ir nunca solo a causa de las tribus coles, santales, asamis, kukis y las montañesas de la frontera. Algunas de las bandas criminales de estas tribus se componían de dacoits, bandoleros; otras, le advirtió Turner, llevaban hachas y codiciaban las cabezas de los ingleses. «Los nativos de India sólo valoran la vida en la medida en que puedan asesinar mientras lo hacen», era otro de los proverbios de Turner.
Afortunadamente, aquella mañana de agotadora temperatura no habían salido en busca de esa clase de bandas sedientas de sangre. En lugar de eso, investigaban un descarado y simple robo. El día anterior, un largo tren de unos veinte o treinta vagones cargados de ganado había recibido una lluvia de piedras y rocas. En medio del caos, los dacoits provistos de antorchas volcaron los vagones y huyeron llevándose unos valiosos cofres del convoy. Cuando en la comisaría de policía tuvieron conocimiento de estos hechos, Turner se personó en el despacho del jefe para ofrecerse como voluntario junto a Mason, y su comandante les envió a interrogar a un conocido perista de objetos robados.
Ahora, mientras el terreno se iba despejando, se acercaban a una casa con tejado de paja junto al arroyo. Una columna de humo ascendía en espiral de la chimenea de barro. Mason agarró la espada que llevaba al cinto. A cada dos hombres de la policía bengalí se les asignaba una espada y una carabina ligera y, por supuesto, Turner se había adjudicado el rifle.
– Mason -dijo con una ligera sonrisa en la voz después de descubrir la expresión nerviosa en la cara de su compañero-. Estás verde, ¿eh? Lo más probable es que ya se hayan deshecho de las mercancías y volado. Puede que a las montañas, donde nuestra elaka (y eso significa «jurisdicción», Mason), donde nuestra elaka no llega. La verdad es que da lo mismo. porque cuando se les captura mienten y dicen que son inocentes campesinos hasta que los corruptos magistrados morenitos les sueltan. ¿Qué te parecería que fuéramos a cazar tigres a lomos de elefante?
– ¡Turner! -susurró Mason interrumpiendo a su compañero.
Se acercaban ya a la casa de paja, ante la que había atado un caballo de un rojo brillante (los nativos de aquellas provincias a menudo pintaban sus caballos de colores inusuales). Un ligero rumor en la casa atrajo sus miradas hacia un par de hombres que se ajustaban a la descripción de dos de los ladrones. Uno de ellos sujetaba una antorcha. Estaban discutiendo.
Turner indicó con un gesto a Mason que no hiciera ruido.
– El de la derecha es Narain -susurró señalándole. Narain era un conocido ladrón de opio contra el que habían fracasado varios intentos de condena.
Las amapolas del opio se cultivaban en Bengala y se refinaban allí mismo bajo control inglés, después de lo cual el gobierno colonial vendía la droga en subasta a los mercaderes de opio de Inglaterra, América y otros países. Desde allí, los comerciantes transportaban el opio para su venta en China, donde era oficialmente ilegal pero tenía, a pesar de ello, una gran demanda. El comercio era muy provechoso para el gobierno británico.
Tras desmontar, Turner y Mason se aproximaron por separado a la casa, cubriendo los dos flancos. Mientras se arrastraba entre los arbustos que rodeaban la parte de atrás, Mason no podía evitar pensar en su buena suerte: no sólo dos de los ladrones seguían en la supuesta casa del compinche, sino que además su discusión les servía de distracción.
Después de rodear el espeso seto, Mason salió de un salto obedeciendo la señal de Turner y blandió la espada ante el sorprendido Narain, que levantó tembloroso las manos y se echó de bruces al suelo. El otro bandido había tirado a Turner de un empujón y desaparecido entre la densa vegetación. Turner se levantó inestable, apuntó con el rifle y disparó. Luego descargó un segundo disparo a ciegas al interior de la selva.
Ataron al prisionero y siguieron el rastro del fugitivo, pero no tardaron en perderle la pista. Mientras recorrían de punta a punta el recodo del impetuoso arroyo, Turner golpeó algo en el suelo. Cuando Mason se acercó al lugar vio con gran orgullo que su compañero había aplastado una cobra con la culata de la carabina. Pero el animal no estaba muerto y se levantó contra Mason al acercarse éste, intentando alcanzarle. Tales eran los peligros de la selva bengalí.
Tras abandonar la búsqueda del otro ladrón regresaron al lugar en el que habían dejado a Narain atado a un árbol y le soltaron para llevárselo al destacamento de la policía, donde devolvieron los caballos que habían tomado prestados. Allí abordaron un tren con el prisionero en custodia para llevárselo a la comisaría de su distrito.
– Duerme un poco -le dijo Turner a Mason con preocupación de hermano-. Pareces exhausto. Yo me puedo encargar del dacoit.
– Gracias, Turner -contestó Mason agradecido.
La agitada mañana había sido agotadora. Mason encontró una fila de asientos vacíos y se cubrió la cara con el sombrero. Al poco rato cayó en un profundo sueño bajo la ruidosa ventana, donde una suave brisa hacía que el compartimento resultara casi soportable. Le despertó un espeluznante grito ensordecedor, como los que en ocasiones poblaban sus pesadillas de selvas bengalíes.
Cuando logró recuperar los sentidos vio que Turner estaba de pie y solo mirando fijamente por la ventana.
– ¿Dónde está el prisionero? -exclamó Mason.
– ¡No lo sé! -gritó Turner con un brillo salvaje en los ojos-. ¡He retirado la mirada durante un instante y Narain debe de haberse lanzado por la ventana!
Tiraron de la alarma para detener el tren. Mason y Turner, con la ayuda de un vigilante indio, rebuscaron entre las rocas y encontraron el cuerpo de Narain destrozado y cubierto de sangre. La cabeza se le había abierto con el golpe. Sus manos seguían atadas con alambre.
Con gesto solemne, Mason y Turner dejaron el cadáver atrás y volvieron a subir al tren. Los jóvenes oficiales ingleses hicieron el resto del viaje hasta la comisaría en silencio, salvo por algún canturreo sin melodía de Turner. Casi habían llegado a su destino cuando éste planteó una pregunta.
– Contéstame una cosa, Mason. ¿Por qué te enrolaste en la Policía Montada?
Mason intentó pensar una buena respuesta, pero estaba demasiado alterado para hacerlo.
– Supongo que para hacer un poco de ruido. Todos queremos dejar nuestra huella en el mundo.
– ¡Tonterías! -dijo Turner-. Nunca pierdas de vista las auténticas bendiciones del servicio civil. En definitiva, todos nosotros estamos aquí para hacer una civilización mejor y sólo por esa razón.
– Turner, en cuanto a lo que ha ocurrido hoy… -el rostro del más joven estaba pálido.
– ¿Qué pasa? -inquirió Turner-. La suerte ha estado de nuestra parte. Esa cobra podía haber acabado con los dos.
– Respecto a Narain…, el presunto dacoit. Bueno, no sé si deberíamos, no sé, tomar los nombres y declaraciones de los otros pasajeros para nuestro informe, de manera que, si hubiera algún tipo de investigación…
– ¿Presunto? Querrás decir culpable. Da igual, Mason. Mandaremos a uno de los nativos.
– Pero no tendríamos, en caso de que Dickens, o sea…
– ¡Qué balbuceos son ésos! ¿Qué estás rumiando?
– Señor -el oficial más joven pronunciaba con esfuerzo-, suponiendo por un momento que Dickens…
– ¡Mason, basta ya! ¿No ves que estoy cansado? -bufó Turner.
– Señor -dijo Mason asintiendo.
A Turner el cuello se le había puesto tenso y marcado de venas al escuchar aquel nombre concreto: Dickens. Como si la palabra se le hubiera podrido en lo más profundo de sí y ahora le ascendiera por la garganta.
Los trabajadores maldecían al alcalde de Boston y el calor del verano y al gobernador de Massachusetts y a los negros libres. Y, por supuesto, maldecían los barcos. Los negros liberados maldecían lo mismo, pero incluían a los irlandeses en sus epítetos.
En otros meses algunos estibadores cantaban. Pero en verano maldecían.
– ¡Que se vaya al infierno el dinero! -dijo uno de los trabajadores. Pero no especificó si lo que maldecía eran sus propios y escasos emolumentos o el dinero que forraba los bolsillos de los tipos ricos con caras abotargadas cuyas pertenencias cargaban.
Un segundo trabajador añadió:
– ¡Maldito sea todo el dinero! ¡Que se lo lleve el diablo! -ante esto, los demás lanzaron tres hurras al unísono.
No habían notado la presencia de un gran forastero que recorría el muelle con un palillo de dientes de marfil colgando de los labios. Sus ojos oscuros permanecían fijos al frente atravesando el pasillo formado por estibadores y vagones de tren.
– ¡Oigan! -exclamó a la pandilla de trabajadores irlandeses, aunque no logró atraer su atención. Entonces levantó su bastón dorado.
Con eso fue suficiente.
En la empuñadura del bastón se veía un exótico y feo ídolo dorado, la cabeza de una bestia con un cuerno surgiendo en medio de la frente, una horrible boca abierta y chispas de fuego brotando de la lengua. Era difícil dejar de mirarla. No sólo debido a su fealdad, sino también por el contraste con la propia boca del forastero, prácticamente oculta bajo un bigote que le llegaba de oreja a oreja. Los labios del hombre apenas se abrieron cuando habló.
– Estoy -dijo el desconocido dirigiéndose a los estibadores- buscando a un muchacho. ¿Lo han visto? Va vestido con un traje grueso y lleva un fajo de papeles.
De hecho, los estibadores habían visto pasar unos minutos antes a un muchacho que se ajustaba a la descripción. El joven se había detenido junto a un barril dado la vuelta situado enfrente de la fábrica de sal. Con sólo ver el grueso traje que llevaba el chico aumentaba la sensación de calor. Después de recobrar la compostura con aire cohibido, había sacado de debajo del barril un fajo de papeles atado con cordel negro y había cruzado con paso inseguro entre el grupo de trabajadores. Por supuesto, lo habían cubierto de maldiciones.
– Bueno -dijo el forastero al adivinar la verdad en los ojos de los hombres-, ¿hacia dónde fue?
Los cuatro estibadores intercambiaron miradas evasivas. No tanto ante su pregunta como por su acento marcadamente inglés, además de su piel marrón apergaminada. Bajo su sombrero asomaba un turbante de algodón color chocolate. Vestía una prenda tipo túnica que le llegaba hasta las rodillas de sus pantalones de seda y un cordón de lana le ajustaba la cintura.
– ¿Es usted un hindú o algo así? -preguntó por fin un trabajador delgado y fibroso.
El atezado forastero hizo una pausa y tomó aire profundamente. Volvió sólo los ojos hacia el trabajador que había planteado la pregunta. Con una inesperada fiereza dirigió una estocada con el bastón al cuello del sujeto y su cuerpo se desplomó en el suelo. Sus compañeros acudieron rápidamente en su ayuda, pero una sola mirada del agresor detuvo a los aspirantes a rescatadores.
La grotesca cabeza tenía unos colmillos retorcidos y afilados. En aquel momento se encontraban clavados en la suave carne de la yugular del postrado trabajador. Una fina gota de sangre descendía temblorosa por su nuez.
– Mírame. Ahora, mírame a los ojos -le dijo el desconocido a su víctima-. Me vas a decir por dónde viste marcharse al muchacho o te arranco esa lengua dublinesa a través del cuello y que sea lo que Dios quiera.
Temiendo que los colmillos se clavaran más profundamente en su cuello, el estibador caído respondió con un gesto casi imperceptible. Levantó un brazo y señaló con un dedo tembloroso en la dirección que había tomado el joven y cerró los ojos, temeroso.
– Buen chico, mi joven Paddy -dijo el desconocido.
No era de extrañar que el trabajador irlandés cerrara los ojos. Los dientes y los labios del forastero vistos desde su poco ventajoso punto de vista estaban teñidos de un llamativo rojo brillante. Como manchados de sangre. Como si aquel hombre acabara de devorar un animal rabioso para desayunar.
Provisto de nueva información, el extraño de ojos oscuros retomó de inmediato su camino por la calle que salía del Long Wharf y conducía al centro de Boston. Allí, justo de frente, esquivando las carretas de frutas y verduras de Faneuil Hall, vislumbró a quien estaba buscando. Era como si un fuerte viento empujara al joven hacia adelante. Su desplazamiento era brutal; sus ojos extraviados, apremiantes; si alguien le hubiera prestado atención le habría parecido que estaba poseído por una misión vital para Boston, vital para el mundo. Lanzaba miradas de preocupación hacia atrás mientras sujetaba fuertemente entre los brazos el paquete con manchas de humedad.
El perseguidor apartaba a empujones a vendedores de pescado y a mendigos por los pasillos de Quincy Market.
– ¡Vasos de cerveza! -gritó un vendedor ambulante antes de que le tiraran al suelo.
Al fondo del mercado, cuando el predador y la presa cruzaban la puerta de salida, la mano inmensa del uno se cerró sobre la manga del otro.
– ¡Te vas a arrepentir de haber huido de mí! -rugió tirándole del brazo.
– ¡No! -los ojos sinceros del joven se encendieron con un brillo de desafío-. ¡Osgood lo necesita!
El brazo libre del muchacho se alzó como si fuera a golpear a su asaltante, gesto ante el que el hombre descomunal ni siquiera parpadeó. Pero en vez de golpear, el muchacho utilizó la mano libre para agarrar su propia manga y tirar de la tela rasgando el traje por el hombro. Liberado de las garras del desconocido, el impulso le hizo cruzar la calle dando piruetas hasta la relativa seguridad del otro lado.
Un alarido inhumano combinado con un horrible chasquido.
El extraño del ídolo dorado, jadeando desde lo más hondo de su garganta, se bajó el sombrero redondeado sobre los ojos para protegerlos de las nubes de polvo mientras se subía a la acera. Durante un instante no pudo localizar al joven, pero luego vio lo que había pasado. Cuando una multitud de personas se arremolinó, demasiada gente, el observador se alejó lentamente, como si nada de aquello le interesara.
El oscuro desconocido no era el único que andaba de cacería entre el vibrante tráfico que aquella mañana poblaba los muelles. Había otros dos o tres, por el momento, entre el enjambre de trabajadores, ratas de embarcadero y juerguistas ociosos. Eran rostros familiares en los muelles, que muchas mañanas salían antes que los estibadores. Y eran conocidos sobre todo los unos para los otros, a pesar de que, por extraño que pareciera, no se conocían los nombres.
Al menos no sus nombres propios. Estaba Melaza, al que llamaban así sarcásticamente por su paso siempre acelerado. Esquire era un caballero de color, antiguo cochero, que enseñaba esgrima y baile en los barrios negros. Kitten era una de las mujeres de aquella pandilla selecta y mugrienta que podría con sus encantos quitarle de las manos la bebida a Whiskey Bill, otro de sus rivales.
Hoy era Melaza, con su pañuelo negro al cuello y una chaqueta de piel de melocotón, quien estaba a un paso de alcanzar la dulce victoria. ¡Victoria! Durante la guerra de Secesión Melaza había sido un buscavidas profesional al que pagaban para que ocupara en el Ejército el puesto de los jóvenes ricos que no querían alistarse. Utilizando diferentes alias para hacerse con el dinero y desapareciendo rápidamente de los regimientos, los polvorientos días de la guerra habían ayudado a Melaza a ganar cinco mil dólares en dos años y medio. Entonces adquirió la costumbre de teñirse el pelo y la barba de colores que nadie había visto nunca crecer naturalmente en hombre alguno. Además, la barba era demasiado larga. Había jurado no afeitarse hasta que un demócrata fuera presidente y dejara fuera de juego a los tramposos de los republicanos.
Y allí, delante de los ojos de Melaza, se ocultaba lo que deseaba. Un cable desde Filadelfia le había ordenado que recuperara el tesoro a cambio de una generosa re compensa. Apostado en una de las lonjas de pescado del muelle con su largo catalejo, había visto cómo lo escondía el joven del traje a primera hora de la mañana. Ahora sería suyo.
Un vigilante del muelle estaba levantando un barril abandonado.
– Perdone -dijo Melaza acercándose y quitándose la gorra de mezclilla de la cabeza a modo de atento saludo-. Yo me ocuparé de eso, señor.
– ¿Quién eres tú? -preguntó el aludido con un fuerte acento alemán-. Aléjate de mis barriles, rata de embarcadero.
Melaza le dio una patada al barril con su bota desabrochada. Para su consternación, de él no salieron más que raspas de pescado. No podía creerlo. Se agachó y hurgó entre los desperdicios. Cuando levantó la mirada vio a Esquire de pie junto a él, riendo alegremente entre dientes.
– ¡Esquire, canalla impenitente! ¿Dónde están?
– ¡No están ahí! Tranquilo, Melaza. Yo tampoco he encontrado los papeles. Tú no los tienes, yo no los tengo y he visto a Kitten (creo que hoy está trabajando para C.) en un viejo remolcador con una cara como si le hubieran dado en la espalda mientras se comía una barra de mantequilla. Bueno, supongo que lo más probable es que hayan desaparecido del todo y los tenga ya su legítimo dueño. Mala suerte.
Al vigilante alemán se le puso la cara colorada.
– Si no os vais de mi muelle haré venir a la policía.
Melaza se puso a darle patadas violentamente al barril hasta que quedó hecho trizas. Luego amenazó a gritos al vigilante en perfecto alemán. Esta vez, el vigilante se retiró.
– ¿Whiskey Bill? ¿Ha sido él? -preguntó Melaza volviéndose hacia Esquire.
– No, Melaza -respondió éste grandilocuente, encaramándose encima de un banco con las piernas colgando y la mirada en el mar-. A Bill no le han asignado esta misión.
Una brisa ligera soplaba por la bahía y el fuerte sol iluminaba los barcos de vela. A lo lejos se oía el lejano rugido del tráfico, los gritos de los cocheros y los latigazos que daban a los caballos en Quincy Market.
Melaza, que se limpiaba las manos malolientes en la chaqueta y el pantalón, de repente hizo una pausa.
– Había un tipo extraño que seguía al chico: piel oscura, muy delgado, con un turbante en la cabeza. ¿Crees que uno de los peces gordos le habrá encargado que consiga el botín también, Esquire?
– Ah, le he visto antes -respondió éste misteriosamente-. ¿Con los ojos grandes y negros, como si estuvieran vacíos, y la boca parecida a la de una calavera? No, ése no es de los nuestros, Melaza, de eso estoy seguro. No es alguien que se pierda por un puñado de monedas.
Casi al mismo tiempo, el ómnibus conocido como Alice Gray se detenía traqueteando en medio de Dock Square. El conductor y los pasajeros desmontaron para ver de dónde procedía el ruido, aquel largo y escalofriante crujido que todos habían oído salir de debajo del vehículo un momento antes.
– ¡Dios santo!
– ¡Vaya, seguramente le ha arrastrado!
– ¡Totalmente aplastado!
– Aleje a las mujeres de aquí, ¿quiere hacer el favor?
Bajo la rueda trasera, un joven pálido con el traje de lana desgarrado. La primera rueda le había pasado por encima del cuello y la siguiente por la pierna, casi cercenándosela por debajo de la rodilla.
Uno de los caballeros que se apearon del vehículo fue el primero en llegar al cuerpo. La cabeza del joven se estremecía levemente. Sus pupilas se contraían y abría la boca.
– ¡Está vivo! -gritó alguien-. ¿Hay algún médico?
– Yo soy abogado -dijo el caballero como si quisiera superar la pregunta respondiendo a otra-. ¡Sylvanus Bendall, letrado!
El moribundo alargó la mano para asir el cuello del abogado con sorprendente insistencia, mientras su boca formaba una palabra y luego otra. Bendall escuchó escrupulosamente hasta que las fuerzas parecieron abandonar al muchacho y dejó de hablar.
Tras unos instantes de sobrio reconocimiento más propio de un médico de verdad, el hombre arrodillado que decía llamarse Bendall se quitó el sombrero para comunicar la muerte del joven. Un caballero alto señaló al manojo de papeles que llevaba el difunto en la mano.
– ¿Qué tiene ahí? ¿Su testamento? -y rió entre dientes de su propio chiste morboso.
– ¡Bah! -dijo el abogado Bendall muy serio. Soltó el cordel, sacó una de las hojas y se llevó el monóculo a la cara para examinarla-. ¡He visto muchos testamentos en mi vida y esto no lo es, señor! Los testamentos no suelen llevar grabados… Fíjese -murmuró moviendo los labios en silencio mientras leía durante unos instantes. Su expresión fue cambiando poco a poco-. Creo que… ¡Sí! Creo que esto es… ¡Por todos los santos!
– ¿Y bien, señor? -inquirió el alto espectador.
– ¿Quién podría decir -dijo Bendall- si conoció alguna vez la ambición o el desengaño?
El abogado no monologaba sobre el difunto: leía las páginas que había arrancado de las manos del joven. Sylvanus Bendall levantó la mirada del papel con la cara brillantemente encendida.
James R. Osgood había recibido a su visita con un «Señor Leypoldt, es un gran placer», lo que era cierto. Leypoldt era el redactor de una de las principales publicaciones del gremio de libreros. El achaparrado emigrante alemán era extraordinariamente apreciado entre los profesionales de la edición por su conducta cordial y por el hecho de que informaba con mano justa y equilibrada.
– Espero compartir con nuestros lectores las últimas noticias sobre su empresa y la del señor Fields, señor Osgood -dijo Leypoldt.
– Últimamente la empresa está recibiendo unas críticas de primera por parte de todos -declaró Osgood con un aire más de humilde agradecimiento que de orgullo.
El visitante le interrogó.
– ¿Sus futuras publicaciones? Muy bien, muy buenas. ¿Número de libros publicados este año hasta la fecha? Ya, ya, muy bien. ¿Número de empleados en la actualidad? Muy bien. Veo que tiene muchas asistentes de sexo femenino.
– Las cosas han cambiado muy rápidamente -dijo Osgood.
– Tiene usted toda la razón, ¡cómo están cambiando las cosas en nuestro sector, señor Osgood! Yo he llegado incluso a considerar un cambio de título en nuestra revista. Con el fin de que refleje más la concentración del gremio.
La revista del visitante se llamaba en aquel momento Hoja gremial y boletín de editores: un medio especial de intercomunicación para editores, productores, importadores y comerciantes de libros, papelería, música, imprenta y material diverso de venta en tiendas de libros, papelería, música e imprenta.
– En una palabra, queremos algo que resulte fácil de recordar a los lectores de todo el país. Esto es lo que estoy pensando -Leypoldt escribió-: Semanario gremial de editores.
Osgood dijo diplomáticamente:
– Nuestra empresa mantendrá la suscripción con cualquier título que usted decida.
– Muchas gracias, señor Osgood -una pausa indicó que Leypoldt pasaba ya al verdadero tema de su interrogatorio-. Muchos de los profesionales que leen nuestros artículos se preguntan, señor Osgood, cómo va a rivalizar usted con tantos grandes editores de Nueva York. Y con tantas reediciones baratas de libros en inglés que amenazan las que su empresa publica.
– Vamos a elegir los autores de mayor calidad, a imprimir los libros mejores y a no reducir nuestro nivel por debajo del que le ha traído a usted aquí, señor Leypoldt -dijo Osgood con seriedad-. Confío plenamente en que tendremos éxito si nos atenemos a estos principios.
El reportero visitante dudó un momento.
– Señor Osgood, me gustaría que nuestra revista no sólo informara de la publicación de libros, sino, en una palabra, de la propia historia de la edición, de su flujo sanguíneo, de su alma si lo prefiere. Fomentar la cooperación dentro de la profesión y esclarecer por qué los de nuestro oficio deciden seguir esta vocación. ¿Por qué no somos herreros o políticos, por ejemplo? Si usted hubiera tenido esta experiencia, estaría encantado de contarla en mi columna.
– Fue leyendo Walden cuando supe que quería ser editor -dijo Osgood-. ¡No es que quisiera vivir como un ermitaño en el bosque, cuidado! Pero me di cuenta de que, más allá de las insólitas visiones de ese extraño espíritu, Thoreau, existía otra persona, lejos de sus bosques, que se tomaba la molestia de asegurarse de que todas las personas de América tuvieran la oportunidad de leer su obra si así lo deseaban. Alguien que no lo hacía por ganar una notoriedad inmediata, sino porque era importante. Escribí una carta al señor Fields y le pedí una oportunidad para aprender de él trabajando como aprendiz.
– Y ahora, ya hecho un hombre, ¿qué es lo que espera encontrar?
Osgood estaba meditando la respuesta muy seriamente cuando le interrumpió la entrada de su asistente. La joven mujer, cuyo precioso rostro estaba enmarcado por un pelo negro azabache, saludó a ambos hombres con una inclinación de la cabeza, como si admitiera que su interrupción era inoportuna. Se acercó al escritorio con paso confiado y susurró unas palabras.
Osgood escuchó atentamente antes de dirigirse a su visitante con expresión de disculpa.
– Señor Leypoldt, ¿sería usted tan amable de perdonarme? Me temo que ha surgido algo y tendremos que continuar esta entrevista en otra ocasión -una vez que el reportero hubo abandonado la estancia, Osgood, dando vueltas a su pluma entre los dedos pulgar e índice, se dijo para sí-: ¿Ha venido un policía?
Su asistente, Rebecca Sand, habló en voz baja, como si pudieran escucharla:
– Sí, señor Osgood. El agente quiere hablar en privado con uno de los socios y el señor Fields sigue fuera. No ha querido decirme de qué se trata.
Osgood asintió.
– Pues hágale pasar, señorita Sand.
– Señor Osgood, no he sido clara -dijo Rebecca-. El agente ha dicho que esperaría fuera.
Osgood se frotó la nuca con una mano y pensó que era extraño. También apreció una sombra de duda en el rostro habitualmente estoico de Rebecca, pero no podía detenerse a pensarlo en ese momento. James Osgood siempre estaba dispuesto a pasar al siguiente problema.
El policía le esperaba en la puerta de la calle junto al vendedor de cacahuetes, que aprovechaba la ocasión para quejarse de la banda de músicos callejeros que le espantaban los clientes pidiéndoles dinero. Osgood se presentó.
– ¿Es usted ése? -dijo el policía.
– ¿Perdón, agente? -respondió Osgood.
– ¿El Osgood de ahí arriba? -preguntó el agente echando una mirada fugaz a la placa que se veía en la entrada del edificio de tres pisos del 124 de Tremont Street: FIELDS, OSGOOD & CO.
– Sí, señor -dijo Osgood-. James Ripley Osgood.
– Todo eso no importa -el policía sacudió la cabeza inflexible-. Ripley lo-que-sea. Supongo que esperaba que un socio de su empresa fuera, a ver… un caballero algo… -era evidente que estaba buscando la palabra más delicada sin dejar de ser acertada-. ¡Algo mayor, quizá!
James Osgood, un hombre con buen tipo que aún no había cumplido los treinta y cinco años y que no aparentaba treinta, incluso con su bien perfilado bigote, estaba acostumbrado a que le pasara esto. Sonrió abiertamente y le entregó un libro al policía.
– Por favor, agente Carlton, acepte este regalo. Uno de los mejores que han salido de nuestra imprenta el año pasado.
El socio principal de la empresa, J. T. Fields, había enseñado a Osgood que, fueran cuales fueran las circunstancias, regalar un libro (un gesto bastante poco gravoso para un editor) mejoraba el humor del más triste de los sujetos. Independientemente de qué volumen se tratara, el ejemplar era sopesado, la portada analizada con agradable sorpresa y finalmente apreciado por el receptor como muy provechoso para sus intereses. Como tenía que ser, el agente sopesó el libro que le había dado Osgood y estudió el título. Un viaje a Brasil, por el profesor Agassiz y señora.
– ¡Le he comentado muchas veces a mi mujer lo que me gustaría ir a Brasil! -exclamó el agente. Luego, con expresión de asombro, levantó la mirada y dijo-: Señor, ¿cómo es que conoce mi nombre?
– Hace algunos años vino usted a nuestra empresa por un incidente sin importancia.
– Sí, sí. Pero ¿dice usted que entonces nos conocimos?
– Así es, agente Carlton.
– Bueno -dijo el policía con rotundidad-, entonces debe de haberse cambiado la forma del bigote.
En realidad Osgood no había cambiado ni un pelo desde los veinte años, pero le dio la razón incondicionalmente con su apreciación antes de preguntarle qué le había llevado hasta su empresa.
– No es mi intención sobresaltar a nadie, señor Osgood -explicó el policía adoptando una actitud sombría-. Le he pedido que bajara porque no quería asustar a esa chica… Me refiero a la jovencita que trabaja junto a la puerta de su despacho.
– Creo que descubrirá que la señorita Rebecca Sand no se asusta fácilmente -dijo Osgood.
– ¿Es eso cierto? ¡Bendita sea! Aprecio ese tipo de fortaleza de carácter, incluso en una mujer. Sólo espero que usted demuestre ser igual de fuerte.
El joven editor subió al asiento de atrás del carruaje junto al policía, quien ordenó a su conductor que se dirigiera al depósito de cadáveres.
Era imposible no sentirse invadido por un intenso recelo al entrar en las dependencias de la oficina de investigación criminal de Boston. Nada más llegar, el agente condujo a Osgood a través de una antecámara con poca ventilación y una pequeña ventana polvorienta. Subieron una estrecha escalera hasta una habitación oscura del piso superior y el agente encendió una lámpara y bajó la mirada impaciente, como si ahora le tocara a Osgood señalar el camino.
– Me temo que no tenemos todo el día, señor Osgood.
Entonces se dio cuenta. El agente Carlton no se miraba los zapatos, sino el suelo.
Osgood trastabilló inseguro, como si fuera a caerse, porque el suelo bajo sus pies era todo de cristal. Bajo él había una diminuta habitación, de unos seis metros cuadrados, con cuatro mesas de piedra. Encima de una, una mujer con la piel ajada y oscurecida por el cólera. Otra mostraba a un anciano con un lado de la cara quemado, y la tercera, el cuerpo hinchado de un ahogado. Junto a cada mesa había un gancho del que colgaba la ropa que llevaba el difunto cuando lo encontraron. Sobre cada cuerpo corría un suave reguero de agua que salía de una serie de espitas.
– Es nuevo. Aquí es donde se conservan los cadáveres que no se han identificado para su reconocimiento, al menos durante cuarenta y ocho horas, antes de mandarlos a la fosa común si nadie los reclama -explicó Carlton-. El agua los mantiene frescos.
Sobre la cuarta mesa. El cuerpo estaba cubierto desde el cuello con una sábana blanca. Un reconocible traje grueso que colgaba del gancho a su lado tenía arrancada la manga izquierda. Osgood se quitó el sombrero y lo apretó junto a su corazón cuando vio los ojos sin expresión que le devolvían la mirada sin parpadear.
– ¿O sea que conoce al joven? -preguntó el agente Carlton ante la reacción del editor.
Estaba tan deformado por la muerte que Osgood tuvo que esforzarse para reconocerlo. Venciendo el nudo que se le había formado en la garganta y levantando la mirada hacia el policía con los ojos nublados, Osgood se arrodilló sobre una pierna y tocó el frío cristal del suelo.
– Es uno de mis empleados. Se llama Daniel: es auxiliar administrativo en nuestra empresa. Y tiene diecisiete años.
Osgood no sabía cómo mantener su aplomo habitual. Había sido él quien contratara a Daniel como aprendiz tres años antes. Estaba decidido a darle una oportunidad a pesar de sus circunstancias adversas. Daniel no tardó en demostrar que era sincero y trabajador, y durante más de dos semanas, el período de prueba habitual. Había ascendido al puesto de auxiliar y hasta el señor Fields pronto empezó a llamarle Daniel (en vez de ése, forma apocopada de «ese pobre paleto que te has empeñado en contratar»).
– ¿Qué pasó? -preguntó Osgood al agente de policía cuando pudo recuperar el habla.
– Le atropelló un ómnibus en Dock Square.
– ¿Llevaba algo con él? -preguntó Osgood en un intento de encajar las piezas, de encontrar el sentido a todo aquello. Arrodillado, Osgood estaba tan cerca del cristal que el reflejo de su propia cara se superponía a la figura sin vida de su empleado.
– No, no llevaba nada con él. Le relacionamos con ustedes gracias a que uno de nuestros agentes de patrulla recordaba haberle visto entrar y salir de su edificio. ¿Sabe usted adónde se dirigía hoy?
– Sí, por supuesto. Tenía que recoger unos documentos importantes en el puerto y llevarlos a nuestras oficinas -Osgood titubeó, pero recordó que estaba hablando con un policía, no con un editor rival-. Eran unas páginas de los próximos episodios de El misterio de Edwin Drood que nos enviaban de Londres.
La novela de Dickens se había publicado en episodios por entregas al principio de cada mes. Como pasaba con otras novelas, la publicación periódica sumaba gradualmente lectores que, a su vez, recomendaban la historia a amigos y familiares que no la habían leído. El formato por entregas hacía que los lectores se sintieran presentes en el momento en que la historia evolucionaba, como si fueran algunos de sus personajes. Tras la publicación de la última entrega, se publicaba la novela entera en forma de libro.
– ¡Un momento! -dijo el agente-. ¡He seguido en las revistas las aventuras del joven señor Drood (aunque tal vez debería decir desventuras) con gran interés! Supongo que éste no es el mejor momento para preguntarlo. Pero le suplico que me lo cuente, señor Osgood, ¿sabe usted cómo terminarán las cosas para Eddie Drood ahora que el señor Dickens ha muerto?
En realidad, aquella misma pregunta había consumido la mente de Osgood más de lo que el policía podía suponer: cómo acabará todo una vez muerto Dickens, y todavía no tenía respuesta. Y menos ahora, con el pobre Daniel inmóvil y destrozado encima de una fría losa. La figura ondulaba de manera extraña por efecto de la corriente de agua, como si aún pudiera despertar.
– Daniel nunca me falló en el cumplimiento de sus deberes -dijo Osgood-. ¡Perder la vida en un accidente tan absurdo!
– Señor Osgood, esto no ha sido un simple accidente -dijo Carlton acompañando la frase de un largo suspiro.
– ¿Qué quiere decir?
Carlton condujo a Osgood escaleras abajo y entraron en el recinto de los cadáveres desconocidos. La sensación dentro de la exigua estancia con techo de cristal era completamente diferente a la experimentada en el espacio de observación superior; era la misma diferencia que hay entre contemplar un animal salvaje y peligroso desde el otro lado de los barrotes y entrar en la jaula. El suelo era de mármol blanco y negro y estaba frío por la acción del agua corriente. De cerca, el estómago del joven empleado estaba horriblemente hinchado bajo la sábana.
Carlton explicó:
– Su empleado parece haber olvidado las responsabilidades que usted le asignó para entregarse a una serie de sustancias. Antes de su muerte tenía los sentidos profundamente alterados y vagaba sin rumbo por las calles, según cuentan los testigos que hemos interrogado. Me temo que el último acto del joven ha sido fallarle a usted.
Osgood sabía que tenía que contener su furia, pero no pudo.
– Agente, le sugiero que mida sus palabras. ¡Está usted difamando a un difunto!
– ¡Ja! -espetó el viejo forense, el señor Charles Barnicoat, apareciendo por un recodo e inclinando su rostro sudoroso y sus patillas sobre el cuerpo-. El agente Carlton no dice más que la verdad, no sabría decir otra cosa.
– Conozco a Daniel -insistió Osgood.
– La espina dorsal curvada como una interrogación, ¿ve? -dijo el forense con un cabeceo fehaciente-. Típico del consumidor habitual de opio.
– ¡Le atropelló un ómnibus! -gritó Osgood.
Barnicoat giró con fuerza el brazo del empleado. En aquel lugar la piel había adquirido un horrible tono azul.
– ¿Necesita algo más? -preguntó.
La visión que revelaban los dedos de Barnicoat calló a Osgood de inmediato. En el brazo se apreciaban varios agujeros pequeños.
– ¿Qué es eso? -inquirió el editor.
Barnicoat se humedeció los labios.
– Son las marcas de un nuevo sistema de aplicación de medicamentos llamado «aguja hipodérmica». Lo utilizaban los médicos en la guerra. Hace las funciones de una lanceta, pero la dosis puede ser medida con precisión. Ahora la utilizan los médicos para inyectar ciertas medicinas potentes directamente en el tejido celular a través de la piel. Pero los consumidores de opio habituados a esta droga utilizan este utensilio sin el consentimiento de los médicos, como debió de hacerlo su joven empleado según parece. Algunos incluso se clavan las agujas directamente en las venas, ¡algo que los médicos nunca consentirían! «Éxtasis portátil», llaman los jóvenes a esa droga.
– Dios salve a la Commonwealth -declamó solemnemente el agente Carlton.
– Ya ve, quieren ser los héroes de sus sueños en vez de vivir sus vidas reales -sermoneó Barnicoat con la barbilla pomposamente levantada-. Prefieren sentir en el cerebro que flotan entre el fuego en China o en India en lugar de recorrer Boston sujetos a la monótona noria de la vida. Es una pena, pero de alguna manera menos lamentable que recordar que un joven golfillo con estos hábitos rara vez llegará a cumplir los cuarenta, algo que usted o yo lograremos casi con total seguridad.
Osgood interrumpió.
– Daniel Sand no era ningún golfillo. ¡Y no era adicto al opio!
– Explique entonces las marcas de sus brazos -dijo Barnicoat-. No, el ómnibus y sus pasajeros, interrumpido su apremiante viaje, fueron las auténticas víctimas más que este muchacho. De modo que no debe descargar la menor responsabilidad personal sobre usted, Osgood -indicó Barnicoat con grosera confianza.
– ¿Qué le pasó en el pecho? -preguntó Osgood obligándose a observar más de cerca los maltrechos restos de su empleado. Sobre la piel de Daniel se apreciaban dos cortes paralelos-. Es casi como la marca de una mordedura. Y su traje, ahí colgado: parece que alguien le arrancó la manga desde el hombro.
El forense se encogió de hombros.
– Tal vez el mecanismo de debajo del ómnibus. O puede que el chico se lo hiciera él mismo mientras se encontraba bajo los efectos del narcótico. Por triste que sea decirlo, no es infrecuente que la sombra de este peligro caiga sobre los jóvenes de baja extracción y cada vez más sobre las mujeres, si se las puede seguir llamando así, porque acaban tremendamente degradadas. Me temo que este chico era uno de los caídos.
– No puedo decir que sea una sorpresa -le dijo Carlton a Barnicoat-, después de ver la oficina hoy.
Osgood había empezado a sentir en las orejas y los labios el calor de la rabia contra Daniel por lo que le parecía un innegable secreto de su vida. Ahora podía dirigir sus emociones hacia otro objetivo.
– Desde que he entrado han ofendido el buen nombre de mi empleado y ahora insultan a mi negocio. ¿Qué es exactamente lo que quiere decir sobre nuestras oficinas?
Carlton levantó una ceja, como si fuera algo obvio.
– En fin, una oficina en la que los hombres se mezclan con mujeres solteras, ¡es inevitable que corrompa a los jóvenes! Y me atrevo a imaginar que también podría despertar ciertas necesidades físicas incontrolables en las mujeres que harían enrojecer a cualquier caballero -a pesar de que él no lo hizo.
Osgood se estaba preparando para rebatir al policía cuando reparó en un detalle… Con el aturdimiento que le había producido ver a Daniel sin vida en la losa se le había pasado por alto.
– ¡Dios mío, Rebecca! -dijo en un susurro.
– ¡Sí, Rebecca! Ése es el nombre de la jovencita, señor Barnicoat, una muy bonita con las mejillas frescas que se sienta a la puerta del despacho del señor Osgood -declaró Carlton frunciendo el ceño sombríamente-. Lo cierto es que casi todo estaba ocupado por mujeres. Esas encantadoras criaturas de voluntad férrea no tardarán mucho en tener derecho al voto, ¡recuerde lo que le estoy diciendo, señor Barnicoat!, y no quedará nadie en Boston para cuidar los hogares.
– Rebecca -susurró Osgood asiendo con cuidado la mano cada vez más rígida de su empleado-. Rebecca es la hermana de Daniel.
Aunque llevaba allí trece años, mes arriba o mes abajo, «la Tierra Nueva» seguía siendo nueva a los ojos de los bostonianos. La zona había sido un terreno baldío durante muchos años hasta que se empezó a ocupar, como cientos de acres nuevos, donde se construyeron calles y aceras que se extendían gradualmente hacia el oeste. Aquella área era ampliamente aceptada como más indicada que la zona sur para la construcción de casas lujosas y de categoría. Pero, a pesar de que a los aristócratas les gustaba especular en los mercados, no les gustaba jugar con el valor de sus territorios y las herencias de sus descendientes.
Sylvanus Bendall era de otra pasta. Daba la bienvenida al riesgo con gusto. Abría la puerta para que entrara, le quitaba el abrigo, le limpiaba las botas y le servía el té en su propio salón. Fue uno de los primeros hombres en adquirir una de las franjas de tierra de Back Bay tan al oeste como era posible cuando la Commonwealth anunció que las ponía en venta. Le gustaba la idea de que la calle en la que vivía (Newbury Street) estaba bautizada con tanto acierto que tan sólo unos años antes ni siquiera existía. A menudo, al menos dos veces al día, se jactaba por dentro de no ser muy diferente a Sir William Braxton, el recio inglés que había vivido en aquella península a solas durante cinco años antes de 1630, cuando llegó el gobernador Winthrop y fundó la ciudad de Boston. En los tiempos de Braxton Boston debía de parecer mucho más accidentada e inhóspita, delimitada por las tres contundentes colinas que ahora apenas se distinguían, vagamente recordadas en el nombre de Tremont Street. Para el solitario peregrino Braxton debieron de ser como los Alpes. Bendall disfrutaba aventurándose en lo desconocido. Como había hecho con ocasión del accidente del ómnibus unos días antes, sacrificando unos buenos pantalones de verano en el pavimento para asistir al muchacho moribundo. Fue Bendall quien examinó los papeles que sujetaba el cadáver mientras otros permanecían boquiabiertos sin saber qué hacer y descubrió que eran el último episodio de la más reciente (y desgraciadamente última) novela del señor Dickens.
La multitud presente en la escena del accidente se había dividido entre aquellos más fascinados por un cadáver y los más interesados por las misteriosas páginas.
Entre estos últimos, cada uno defendía su caso ante Bendall, que sostenía los papeles como un subastador sujeta su martillo, sobre sus motivos para hacerse merecedor de una o dos páginas del paquete. Un poético fabricante de ladrillos señaló que había asistido a todas las conferencias públicas que Dickens había dado en el Tremont Temple de Boston dos años y medio antes, esperando en la cola con unas temperaturas tan bajas que el mercurio ni se veía. Otro hombre, rubicundo y alegre, incluso había guardado las entradas recortadas en la Biblia de la familia y juraba que si no adoraba sinceramente el genio del gran novelista más que nadie en el mundo, deseaba que Dickens nunca hubiera nacido. Una mujer de carnes generosas recitó una lista de animales domésticos (dos gatos, un perro canelo, un pájaro) que había bautizado con los nombres de personajes de Dickens (Pip y Nell, Rose, Oliver); un mecánico situado junto al cadáver aseguraba haber leído David Copperfield cuatro veces, pero sus palabras fueron eclipsadas por los ¡seis!, ¡ocho!, ¡nueve! de los demás. Un anciano empezó a llorar y pareciera que era por el triste destino de la víctima del accidente, hasta que susurró: «El pobre y querido Dickens, el noble Dickens».
Mientras los transeúntes discutían unos con otros por las páginas, Bendall tomó en silencio una decisión terminante: él mismo se haría cargo de la custodia del tesoro. Plegó las hojas y se retiró discretamente sin detenerse más que para darle su nombre al conductor del Alice Gray, en caso de que le arrestaran por arrollar al muchacho.
– Sylvanus Bendall -le dijo al nervioso conductor-, ¡recuerde estas dos palabras y no tendrá motivos para temer a la justicia de Boston!
Sylvanus Bendall. Su propio nombre sonaba más como si fuera el de un aventurero que el de un abogado de las clases indigentes y desposeídas de Boston. Era el nombre de alguien que había penetrado en las profundidades de la Tierra Nueva. Sus amigos de Beacon Hill tal vez se hubieran llevado el pañuelo a la nariz ante el hedor que emanaba de los pantanos próximos y el polvo de las obras, pero Bendall dilataba las aletas de la nariz todas las mañanas como un caballo de batalla.
No hace falta decir que Back Bay no era un edén; había problemas y él los arrostraba con masculino arrojo. De hecho, ese día le esperaba uno de ellos al regresar a casa.
El cristal de la ventana lateral del porche estaba hecho trizas. Bendall se dirigió con calma a la puerta de entrada y asió el picaporte. Dentro encontró un caos: mesas y secreteres volcados; subió un tramo de escaleras, firmemente agarrado a la barandilla de roble, y pisó fragmentos de platos y porcelana; otro tramo, las estanterías despojadas de libros. Oyó unos pasos y un ruido inesperado en otra habitación. ¡Ladrones a sus anchas! Agarró un paraguas y un bastón y los blandió como un samurái japonés.
– ¡Os voy a arrancar la cabeza! -gritó como justa advertencia.
Una mujer menuda y de pelo blanco exclamó:
– ¡Señor Bendall!
Su ama de llaves, que había llegado para prepararle la cena unos momentos antes que él, estaba de pie paralizada con expresión de terror.
– No se asuste, querida Mary, ahora ya está a salvo conmigo -dijo Bendall.
No parecía que faltara ningún objeto de valor. Sus tan apreciadas páginas estaban sin duda a salvo, ya que las llevaba sobre su propia persona, en el chaleco.
– ¿Mando a un chico a la policía? -preguntó Mary.
– No, no -dijo él quitándole importancia.
– ¡Pero habría que ponerles sobre aviso! -protestó la sirvienta.
– ¡Bah, Mary! -dijo Bendall-. Lees demasiadas novelas de aventuras. La policía tiene una mentalidad muy anticuada y no saben nada de Back Bay. Yo mismo cortaré de raíz el mal.
He ahí otra decisión audaz y terminante de Sylvanus Bendall.
La muerte de Daniel Sand supuso una convulsión más en el ya ajetreado edificio de oficinas de Fields, Osgood & Co. Formaba parte de la naturaleza del negocio editorial pasar de la crisis al optimismo y a otra crisis, y el maestro de este vaivén era James Osgood. Había sido en marzo, tres meses antes de que Daniel Sand cayera sin vida en la calle, cuando el socio mayoritario J. T. Fields había parado a Osgood en las escaleras. Fields, alto, rígido, de barba gris, le transmitía una formalidad desorbitada en todas las ocasiones.
– Señor Osgood, si me permite unas palabras…
La expresión unas palabras indefectiblemente causaba un efecto de carga sobre los hombros de Osgood. Conocía el gesto grave de Fields como conocía las dependencias de su editorial y era capaz de adivinar la emergencia comercial con un solo vistazo. Osgood llevaba quince años a las órdenes de ese hombre desde que le escribiera aquella carta de encomio de Walden. Habían pasado cinco años desde que Osgood introdujo las encuadernaciones de brillantes colores para reemplazar las cubiertas marrones que hasta entonces preferían. Y hacía ya dos años que su nombre se sumó al membrete de las cartas, transformando Ticknor, Fields & Co., como si se cumplieran por arte de magia sus en otro tiempo soñadas ambiciones, en Fields, Osgood & Co.
Pero no escaseaban los problemas. Sus vecinos, los obcecados evangélicos Hurd & Houghton, con su joven teniente George Mifflin, habían pasado de ser sus fieles impresores a competidores en la edición. Y su principal rival en Nueva York era más que nunca Harper & Brothers.
– ¡Esta vez se trata de Harper! -le espetó Fields a Osgood cuando estuvieron solos. Se apoyó en un escritorio de pie parecido a un púlpito que había en un rincón de la estancia sobre el que siempre descansaba abierto su inmenso libro de citas-. Es Harper. Está tramando algo.
– ¿Tramando qué?
– Algo. Todavía no sé qué -admitió Fields pronunciando la palabra todavía con un intencionado tono de advertencia, como si el socio principal de Harper & Brothers, el Mayor Harper, les estuviera mirando encaramado en la lámpara-. Está lleno de rencor y desprecio hacia nuestra editorial -Fields sumergió una pluma en el tintero y se puso a escribir en el libro de citas-. Fletcher Harper va a venir desde Nueva York a reclutar más autores de Boston (para ser claros, a robarnos aún más) y me ha pedido una entrevista aquí. Tendría que ser usted quien se reuniera con él. ¡Maldita mano! Voy a tener que llamar a una de las chicas para que lo escriba -Fields abrió y cerró la mano en la que sufría dolorosos calambres-. Me atrevería a asegurar que no he escrito una carta de mi puño y letra desde hace un año, salvo las del señor Dickens, por supuesto. Las demás personas que reciben cartas mías deben de pensar que me he afeminado con los años.
Osgood aún estaba sorprendido por las noticias de Fields sobre Harper. Bajando la mirada con naturalidad hacia una de sus botas, como si quisiera comprobar su lustre, el joven comentó:
– Yo creo que el Mayor Harper preferiría que esa entrevista fuera con usted, señor Fields, querido amigo.
Fields se quedó callado. Su reciente tendencia a permanecer en absoluto silencio le parecía a Osgood motivo de preocupación. El editor jefe salió de detrás del alto escritorio y empezó a respirar lentamente. Por fin respondió en un tono más suave.
– Usted le cae bien a todo el mundo, Osgood. Es una ventaja que espero que mantenga mucho después de que yo esté retirado en un ignoto rincón alejado de este negocio. Caramba, no es algo que se pueda decir de todos los editores, ¡que gusta a todo el mundo! Somos como los abogados, sólo que en vez de culparnos de la pérdida de una hipoteca, nos culpan de la pérdida de los sueños.
Cuando Osgood levantó la mirada le sobresaltó ver a Fields con los puños levantados en posición de pelea.
– Ha boxeado, ¿verdad? -preguntó Fields.
Osgood negó con la cabeza algo confuso, y respondió:
– En Bowdoin hice esgrima.
– Mis primeras lecciones de boxeo me las dio un viejo púgil cuando vivía en Suffolk Place de chaval y trabajaba de recadero para Bill Ticknor. ¡Le pagaba con los libros que Ticknor tiraba! Podría haber sido un campeón si hubiera seguido entrenando. Empieza con un directo.
Fields hizo una demostración de los movimientos. Osgood le imitó poco convencido.
– ¡Así -dijo Fields en tanto que remedaba un intercambio de golpes y quiebros rápidos- es como se tiene que enfrentar usted a los hermanos Harper! Sólo hay una cosa peor que la inminente guerra con los Harper, Osgood, y es tener miedo de ella.
Osgood había acertado en su predicción: cuando llegó el día de marzo previsto para la entrevista con Fletcher Harper y Osgood le recibió con su mejor traje y ofreciéndole un brandy, el visitante de Nueva York miró alrededor impacientemente desde detrás de sus gafas de montura metálica.
– El señor Fields le envía sus más sinceras disculpas, Mayor -dijo Osgood-. Me temo que las exigencias del negocio le han alejado de nosotros inopinadamente.
– ¡Oh! ¿Ha tenido que ir a impedir que uno de sus autores se tire a la Charca de las Ranas?
Osgood le dedicó su más caballerosa carcajada, a pesar de que Harper no lo hizo. ¿Cómo podía un hombre despreciar su propio chiste?
A Harper le llamaban el Mayor no en referencia a ningún servicio al Ejército durante la guerra, sino por el estilo militar con que dirigía sus oficinas de Nueva York.
Se rascó la mandíbula bajo las anchas patillas que cubrían su cara.
– ¿Tiene usted autoridad aquí, James R. Osgood?
– Mayor -dijo Osgood con ecuanimidad-, ahora soy socio de la empresa.
– ¡Claro, socio menor! -gruñó-. Debo de haberlo leído en las columnas de Leypoldt. ¿Y es usted un hombre honesto?
– Lo soy.
– ¡Muy bien, señor Osgood! No ha dudado ni un instante, eso significa que es verdad -Harper aceptó la copa de brandy. Cuando se la estaba llevando a la boca interrumpió el movimiento para hacer un brindis-. ¡Por las contadas personas felices, nosotros, los editores del mundo! Individuos que ayudan amablemente a los autores a alcanzar una inmortalidad de la que nosotros no participamos.
Osgood levantó la copa sin hacer comentarios.
– Los hombres de nuestra cuerda saben bien que soy muy directo -dijo Harper después de tomar su bebida de un solo trago y dejar la copa-, y soy demasiado viejo para cambiar. De manera que esto es lo que he venido a decir: Ticknor y Fields (y, por supuesto, con eso me refiero a Fields y Osgood), esta casa, no puede sobrevivir a las actuales circunstancias.
Osgood esperó a que Harper continuara.
– Su revista, el Atlantic Monthly, con todo su mérito, apenas da un penique, ¿no es cierto? Ahora fíjese en la ciudad de Nueva York.
– ¿Que me fije en qué, Mayor?
– ¡Vamos! Me gusta Boston, de verdad. Bueno, salvo sus enclaves de irlandeses infestados de curas, que son peores que los que tenemos en Nueva York. Aunque hoy en día no se puede evitar, abrimos las costas y no tardamos en estar corrompidos. Pero me estoy dejando llevar al terreno de la política. Hablemos del mundo literario. Los escritores como especie son, cada día más, criaturas de ambiente neoyorquino. Tenemos las imprentas más baratas, los encuadernadores más baratos y las ideas más baratas a nuestro alcance. La fama de un autor no seguirá perdurando treinta años como la de su querido señor Longfellow; no, el nombre de un autor sobrevivirá a un libro, puede que a dos, y luego será reemplazado por algo nuevo, más atrevido, más importante. Hay que poner por delante la cantidad señor Osgood.
Osgood sabía cómo trataba la familia Harper a sus autores en el edificio neoyorquino de Franklin Square, donde un busto de hierro de Benjamin Franklin escrutaba, con aire sentencioso a través de sus finas gafas y un estrabismo pertinaz, todos los rincones de su reino como si pensara que él era el último autor por el que merecía la pena tomarse alguna molestia. Una anécdota que conocía toda la profesión sobre Fitz-James O'Brien contaba que el escritor se manifestó delante del imponente edificio de Harper con un cartel que decía «Soy uno de los autores de Harper y me muero de hambre», hasta que los editores aceptaran pagarle lo que le debían. También se contaban cuentos de la gran satisfacción que se vivió en las oficinas de los Harper cuando recuperaron los miserables 145 dólares con 83 centavos que dieron de anticipo al señor Melville por su extraño relato marino Moby Dick, o La ballena.
Para los hermanos Harper la edición era poder. Un poder que había vivido un crescendo en la década de 1840, cuando el mayor de los cuatro, James Harper, se convirtió en el alcalde de Nueva York en representación del anticatólico Partido Nativo. James instituyó lo que se conocía como la policía de Harper antes de morir en un cruento accidente al romperse su carruaje y ser arrastrado por los caballos en volandas por Central Park. Fletcher, que había sido el director financiero, ascendió entonces a la cumbre de la empresa editorial y se ganó el sobrenombre de Mayor.
Osgood sintió que le subía por el pecho la necesidad de gritar, una sensación extraña y molesta. Osgood era el mayor de cinco hermanos y se le había exigido ser el fuerte y el sensato, el que debía mantener el orden, aun a costa de sus sentimientos personales. A los otros se les permitía dar rienda suelta a sus emociones, pero no a él. Así fue como se le conoció en su juventud en Maine, y ésa era la huella que había dejado en su empresa y en la profesión en general. Esos mismos rasgos, su capacidad de trabajo y su madurez, le habían facilitado el ingreso en la universidad a los doce años, aunque su familia prefirió esperar a que cumpliera los catorce a petición del consejo de administración de Bowdoin.
– Nos gustan mucho nuestros autores locales -aseguró Osgood con toda la calma que pudo-. Podría decirse que creemos que nuestra casa trabaja para los autores y no al contrario.
– Si habla en plan metafísico, no puedo seguirle, señor Osgood.
– Será un placer intentar hablarle con mayor sencillez.
– Entonces podrá decirme por qué el señor Fields ha preferido que me reúna con usted en vez de con él. Porque -continuó sin darle a Osgood la oportunidad de contestar- Fields sabe que está en la sobremesa de su vida. Usted es el joven entusiasta, usted es el enfant terrible con buen ojo e ideas brillantes que puede romper con las tradiciones anquilosadas.
Harper siguió tras una breve pausa para respirar:
– En el futuro los libros no serán más que trastos viejos. ¡Artículos de consumo, señor Osgood! Las librerías ya están llenas de espacios vacíos, cajas de puros, grabados indios, juguetes… ¡Juguetes! Dentro de poco habrá más juguetes que libros en este país y quién sea el autor del último libro no importará más que quién es el fabricante de la nueva muñeca recortable. El nombre del editor será mucho más importante que el del autor y nuestro trabajo consistirá en mezclar la tinta de un libro como los productos químicos de un farmacéutico.
»Pues bien, yo vengo a hacerle una proposición: que Fields, Osgood & Co. cierre sus puertas aquí en Boston, abandone este local agonizante y se traslade a Nueva York para unirse a nosotros, bajo el nombre de Harper, naturalmente. Oh, les daríamos libertad de acción total para sus peculiares gustos literarios. Y ustedes evitarían la muerte lenta de esta antigua y gran empresa para pasar a formar parte de nuestra familia editorial. Serán para nosotros como sus propios hijos son para ustedes; ¿no tiene hijos, señor Osgood? ¡Ah!, creo recordar que es soltero. Puesto que Fields sin hijos ha sido su modelo de conducta.
Osgood descartó esa observación con un parpadeo.
– Su idea no favorece el interés de nuestros autores, Mayor. Nosotros siempre veremos los libros como algo mejor y más sabio que simples objetos, y creo que hablo por el señor Fields si digo que preferimos continuar en esa línea aunque eso suponga que no vayamos a durar. Me temo que le será imposible «desbostonizar» esta casa.
Osgood decidió dar por terminada precipitadamente la reunión utilizando una de las técnicas de Fields. Apretó con el pie un pedal escondido debajo del escritorio y Daniel Sand entró para advertirle de una «emergencia» que obligaba a interrumpir la conversación. Pero Harper se levantó y suspiró para dar a entender que estaba al tanto de todo.
– No hace falta que se moleste en hacer la representación -exclamó antes de que el empleado tuviera ocasión de hablar.
Daniel, tras representar su precipitada entrada, miró a Osgood con ojos tristes. Éste le dio permiso para salir con un gesto de cabeza.
Harper continuó mientras una sombra oscura le cruzaba la cara.
– Conozco todos los trucos, todos los planes, todas las intenciones de este oficio, señor Osgood, y los conozco diez veces mejor que mi hermano el alcalde, Dios bendiga a ese orgulloso hombre. ¡Vamos! Los viejos métodos no le protegerán de la verdad que hoy he venido a comunicarle.
Ambos se miraron, recapitulando.
Harper soltó una carcajada de repente, pero una carcajada que decía que él, y sólo él, sabía el chiste.
– Bueno, supongo que es verdad lo que dicen. La cortesía es la cortesía y los negocios son los negocios.
– ¿Quién dice eso, Mayor?
– Yo. Y no debería creer que usted y el señor Fields son muy diferentes al resto de nosotros, señor Osgood, protegidos del mundo que les rodea por su brillante charla y sus elevados objetivos. Les hemos observado. Recuerde que puede que sea el ángel el que escribe, pero necesita al diablo para que lo imprima. No debería haber tomado los hábitos si quería seguir siendo creyente.
– Mayor, le deseo que tenga una buena tarde -Osgood esperó en silencio hasta que Harper no tuvo más alternativa que recoger sus pertenencias.
– ¡Ah!, por cierto, tengo entendido que la nueva novela de misterio que está escribiendo Dickens va a ser irresistible -dijo Harper a Osgood como sin darle importancia mientras sacudía el sombrero-. Dicen que Chapman, de Londres, va a pagar una fortuna por publicarla. ¿El asesinato de Edward Drory?
– Creo que ha decidido llamarla El misterio de Edwin Drood.
– ¡Sí, sí, eso es! Me tiene en ascuas la curiosidad por saber adónde nos llevará esta vez Dickens, el Gran Hechicero.
¡Dickens! Esa extraña palabra, ese nombre de nombres, el hombre que lo significaba todo para la empresa Fields, Osgood & Co. El Mayor lo sabía; por eso, que mencionara la nueva novela era también una amenaza.
Unos años antes Fields le había hecho dos importantes proposiciones al novelista más popular del mundo, Charles Dickens: la primera, que viniera a América a hacer una gran gira de conferencias; la segunda, que su editorial publicara al autor en exclusiva para América. Desde su finca en la campiña inglesa, Dickens aceptó ambas propuestas, lo que provocó las quejas airadas de todos los demás editores americanos, en particular de los hermanos Harper.
Entre Inglaterra y América no existía un acuerdo internacional de derechos de autor. Esto significaba que cualquier editor americano podía publicar cualquier libro británico sin permiso del autor. Sí existía en cambio lo que se conocía como cortesía gremial: cuando un editor americano alcanzaba un acuerdo para publicar un libro extranjero, los demás lo respetaban. Sin embargo, los hermanos Harper eran conocidos por imprimir ediciones baratas y sin autorizar (y haciendo cambios en el texto, a veces sin el menor cuidado y a veces para adaptar mejor un tema inglés a los lectores americanos). No ponían la antorcha de Harper en la portadilla y vendían las ediciones espurias en vagones de tren, en la calle o por suscripción.
Por eso, que el Mayor Harper hubiera hecho mención de El misterio de Edwin Drood era para recordarle que podía minar la enorme inversión que había hecho Fields, Osgood & Co. en el libro inundando el mercado con sus copias baratas. La demanda del nuevo libro de Dickens iba a ser alta y ¿qué elegiría el lector americano de la clase media trabajadora? ¿Gastar dos dólares en el libro de Fields, Osgood & Co. o setenta y cinco centavos en uno de los vendedores ambulantes de Harper?
La editorial de Boston no tendría capacidad para detenerles.
La gira de cinco meses organizada por Fields y Osgood que Charles Dickens había hecho ofreciendo lecturas por América en el invierno de 1867-1868 había tenido un gran éxito. Se consideraba un hecho histórico incluso mientras estaba teniendo lugar. Miles de personas le fueron a escuchar. Osgood trabajó laboriosamente durante toda la gira, encargado de las labores de tesorero y de cumplir las exigencias, a veces caprichosas, de Dickens, además de resolver problemas y conflictos. Al acabar la gira, el «Jefe», como le llamaba el representante de Dickens, Dolby, se había embolsado cientos de miles de dólares en beneficios.
Fields, Osgood & Co. también ganó dinero con las lecturas (cinco por ciento de los beneficios brutos), pero su auténtica recompensa por la fe que había demostrado tener en Dickens aún estaba por llegar. Sería la publicación de El misterio de Edwin Drood.
Todo el mundo la esperaba, como había sucedido con cada novela de Dickens desde que Los papeles póstumos del Club Pickwick y Oliver Twist dieran a conocer al público el nombre del antiguo reportero político treinta y cinco años antes. Sólo Dickens, entre todos los escritores de narrativa popular del momento, podía utilizar el ingenio y el discernimiento, la emoción y la simpatía, a partes iguales en todos y cada uno de sus libros. Los personajes no eran meros recortables de papel, ni eran veladas prolongaciones de la personalidad de Charles Dickens. No, los personajes eran ellos mismos. En los relatos de Dickens no se pedía a los lectores que aspiraran a una clase superior o que odiaran a otras clases diferentes de la suya, sino que encontraran la humanidad y lo humano en todas ellas. Eso era lo que le había convertido en el escritor más famoso del mundo.
En esta ocasión, el libro nuevo se había hecho esperar casi cinco años, un intervalo mayor que cualquier otro correspondiente a sus libros anteriores. «¡El público lo está esperando!», había exclamado Fields. Drood contaría la historia de un joven caballero, Edwin Drood, un personaje honesto aunque despreocupado que desaparece tras despertar los celos de un tío retorcido llamado John Jasper, un ciudadano respetable con una doble vida como adicto a las drogas. Dickens prometía en sus cartas a Fields que el libro iba a ser «muy peculiar y novedoso» para sus lectores.
Ralph Waldo Emerson estaba sentado en el despacho de Fields cuando éste y Osgood leyeron la carta de Dickens sobre la novela.
– Me temo que Dickens tiene demasiado talento para su genio -proclamó Emerson con sus modos de viejo oráculo aburrido de sus propias predicciones.
– ¿Qué quiere decir, mi querido Waldo? -preguntó Fields. A un editor con tantos años en la profesión como él no le pillaban por sorpresa las críticas de un escritor a otro.
– ¡Su cara me intimida! -exclamó Emerson señalando a la pared en la que una fotografía de Dickens mostraba su perfil fuerte pero baqueteado y la mirada perdida en sus ojos de estricto militar-. Usted y el señor Osgood intentarán convencerme de que es una criatura genial. Intentarán convencerme de que es un hombre compasivo, superior a sus talentos, pero yo creo que está condicionado por ellos. Es un artista demasiado perfecto para que le quede un ápice de naturalidad.
Emerson no comprendía lo mucho que su editor necesitaba a Dickens y que no podía depender por más tiempo de los Longfellow, Lowell, Holmes (ni siquiera de su «Sabio de Concord», señor Emerson) para mantenerse a flote. Años antes, la autocomplaciente sociedad bostoniana atraía a multitudes de lectores a la editorial en busca de sus novelas y poemas. ¡La sensación de Longfellow, La canción de Hiawatha, había salido volando de las imprentas y por las puertas de las librerías plácidamente, sin esfuerzo, en los primeros meses que Osgood había trabajado en la empresa! Ahora, lo mejor que Osgood se consideraba capaz de hacer era intentar convencer al doctor Holmes para que escribiera una pálida continuación de El autócrata en la mesa del desayuno, sonreír a la señora Stowe tras leer una novela moral con la mitad de valor que La cabaña del tío Tom o animar a Longfellow en el lento trabajo de su lóbrego poema sobre Jesucristo, La divina tragedia, a pesar de que reeditar una vez más la polémica traducción de Longfellow de la Divina Comedia sería más lucrativo.
Osgood sentía que las Furias le acechaban: todos los días tenía que atender las peticiones de los irritados autores en busca de ejemplares gratis o de consuelo cuando los libros pasaban al temido territorio de los descatalogados. Hundiéndose en la charca de la desilusión. Montague Midges, dos despachos más allá, informaría de la subida en los pagos de derechos de autor que necesitaban para su revista, Atlantic Monthly. Osgood miraría con recelo las lentas y densas producciones literarias que siempre aparecían en los informes como «casi medio acabada!», como la traducción de Homero de Bryant o la de Fausto por Taylor, ninguna de las cuales, siendo realistas, habría podido vender lo suficiente, ni siquiera con la tirada completa, para cubrir los costes. Osgood estaba gobernando un barco que se balanceaba en el mar, con las tormentas empeorando.
El nuevo libro de Dickens podía cambiarlo todo.
A Harper no le faltaba razón, pensó Osgood el día de su reunión, aunque nunca lo reconocería. Era posible que el editor se hubiera convertido en algo no muy diferente a un fabricante de juguetes y era posible que el nombre de un autor no pudiera ya sobrevivir veinte años. «Excepto Charles Dickens -se dijo Osgood a sí mismo-. Él está por encima de los demás. Hace literatura con los libros, y libros con la literatura. Al demonio con los juguetes de Harper».
Y entonces, a principios de verano, llegaron las noticias.
– ¡James! -Fields entró precipitadamente y sin aliento en el despacho de Osgood-. ¡Nos lo han comunicado por cable! ¡Dios quiera que sea un error!
Osgood sintió pánico antes de saber por qué debía sentirlo. Tan raro era que Fields se dirigiera a su socio de una manera tan informal, o que desplegara tal demostración de emociones delante de las mujeres asistentes que éstas levantaran la mirada de sus libros y probablemente emborronaran una docena de palabras en un instante, o que corriera por ningún motivo. Entonces Osgood reparó en una asistente que lloraba sobre las manos desnudas antes de encontrar un pañuelo. Y Rebecca le miraba como si tuviera en los labios mil palabras esperando a ser dichas. Tuvo la desagradable sensación de que todos los demás sabían que había pasado algo horrible.
La mirada compasiva de sus ojos verdes le dio a Osgood ganas de aceptar su consejo: que las noticias, fueran las que fuesen y por muy malas que fueran, se las diera ella.
Pero Fields ya había cruzado como una tromba la puerta de su despacho, gesticulando como un loco mientras la cerraba de un empujón.
– ¡Charles Dickens… Muerto! -logró balbucir por fin.
Los periódicos de Boston se habían enterado por las necrológicas de los diarios de Londres esa mañana y a continuación habían mandado un telegrama a su oficina. Fields lo leyó en voz alta, enfatizando los detalles como si el asunto todavía pudiera solucionarse mediante una reacción inmediata:
– La pupila del ojo derecho estaba muy dilatada, la del izquierdo contraída, la respiración jadeante, los miembros flácidos hasta media hora antes del fallecimiento, cuando se produjeron algunas convulsiones…
Entre otros detalles se comentaba que Dickens había pasado su último día trabajando en Edwin Drood cuando, todavía con la pluma en la mano, había empezado a encontrarse mal. Acababa de terminar las últimas palabras de la sexta entrega, justo la mitad del libro que iba a constar de doce episodios. Poco después se desplomó y nunca se recuperó.
– ¡Dickens muerto! -exclamó Fields tembloroso-. ¡Cómo ha sido…! ¡No lo puedo creer! ¡Un mundo sin Dickens!
Hombres y mujeres permanecían en sus puestos atónitos y silenciosos a medida que la noticia se propagaba por la oficina. «Charles Dickens ha muerto», repetía todo aquel que se enteraba a quien tuviera sentado al lado. Prácticamente todos los trabajadores de la editorial habían conocido al señor Dickens dos años antes, cuando vino a hacer la gira. Aunque era difícil tener la sensación de que Charles Dickens era amigo de uno, sentir que uno lo era de él era casi instantáneo. ¡Cuánta vida había en él…! No sólo la suya propia, sino la de todos sus personajes cuyas vidas había representado delante de tanto público fascinado durante su visita. Nadie que hubiera conocido a Dickens podía imaginar su ausencia. Un hombre que tenía, según Osgood recordaba haber oído decir a alguien, signos de exclamación en los ojos. ¿Cómo podía morir un hombre así?
– Charles… Dickens… Cuarenta millas… -seguía balbuceando Fields sumido en una neblina de tristeza cuando llevaban ya casi una hora en silencio-. Tengo que seguir atento a los telegramas por si acaso es un error -Dickens sólo era unos años mayor que Fields, cuyos dolores de cabeza y ataques en las manos empeoraban año a año. Fields se volvió hacia Osgood mientras se dirigía a la puerta-. ¡Cuarenta millas, eso dijo usted!
– Eso dije -respondió Osgood con tolerante paciencia.
Fue en marzo de 1868, casi al final de la visita de Dickens a Boston, en una cena en casa de los Fields en Charles Street. La conversación había derivado, como solían ocurrir estas cosas en la mesa de los Fields, hacia el cálculo de qué longitud alcanzarían los manuscritos de Dickens si se pusieran en fila una página pegada a otra.
– Cuarenta millas -dijo Osgood tras un concienzudo cálculo mental del número de novelas y cuentos y un rápido sondeo de su longitud media.
– No, Osgood -exclamó Fields-. ¡Cien mil millas!
– Gracias, mi querido Fields -dijo entonces Charles Dickens como si le estuviera otorgando el título de caballero. Luego se volvió hacia Osgood con gesto severo, como queriendo ahondar en lo mas profundo del alma del joven editor con sus grandes ojos azul-grisáceos, y arqueó las cejas-. Señor Fields, me siento inclinado a tratar con dureza a su joven socio aquí presente hasta que cambie sus cálculos acerca de las palabras que he escrito en toda mi vida. ¡Más de cuarenta millas, sin lugar a dudas!
Así eran Fields y Osgood en resumen: el más joven buscaba la respuesta correcta, el mayor daba la respuesta que querían oír.
– ¿No le produce una sensación extraña, señor Dickens? -intervino la hermosa Annie Fields riéndose de su marido y sus socios-. ¿Cómo es posible que palabras de tanto valor cubran una porción tan pequeña de la Tierra?
El escritor levantó sus enormes manos en un gesto expresivo que reclamaba toda la atención para sí. Tenía un rostro que tal vez sólo pudiera apreciarse plenamente si se le pillaba dormido.
– Señora Fields, usted sí que comprende mi extraña suerte. Tan pronto como salen a la luz, mis palabras son tergiversadas, maltratadas y robadas en ambas orillas del océano. Tengo a muchos lectores y libreros de mi lado y, sin embargo, estoy solo. Supongo que mi destino es ser un Quijote sin Sancho. Así es como caen mis colegas literatos a medida que avanza nuestra lucha por la vida. No se puede hacer más que cerrar filas, marchar de frente y seguir luchando.
Osgood se sintió confuso y menoscabado al recordarlo mientras seguía a Fields por el pasillo que llevaba a su despacho. El socio principal se sentó desmañadamente en el asiento de la ventana cubierto de manuscritos y apretó la frente contra el cristal frío hasta que éste se empañó con su aliento.
Osgood pensó que si podía organizar una estrategia comercial en vez de caer en la depresión, Fields se lo agradecería. Se ganaría la confianza que había depositado en él al hacerle su socio. Podía oír las palabras que el Mayor Harper había pronunciado dos meses antes sobre el «socio menor» y las que luego dijo de Drood. «No puedo esperar para verlo con mis propios ojos.»
– Señor Fields -dijo Osgood-, ahora me preocupan más que nunca los Harper.
– Sí, sí -contestó Fields lánguidamente. Todavía estaba perdido en el dolor-. ¿Qué? No puedo entenderle, Osgood. ¿Cómo puede pensar en Harper?
– Cuando el Mayor se entere de que la novela nueva se ha quedado a medias y que Dickens ha muerto, bueno, señor Fields, Harper argumentará que la cortesía profesional no afecta a las obras inacabadas. Intentará adelantarse y publicar Drood delante de nuestras narices sin impedimento ni disimulo.
Fields se irguió de repente.
– ¡Dios mío, los Hermanos Harpía! Una puñalada mortal. ¡Osgood, la empresa no podrá sobrevivir a eso! -se quejó con voz de resignación y se desplazó rodando por la estancia en la silla de oficina-. Cualquiera puede ver que esto es el final. El negocio se encuentra en este momento bajo e inestable. El Mayor Harper tenía razón en lo que dijo de Nueva York, ¿sabe? Para nosotros esto se acaba.
– No diga eso, amigo mío -dijo Osgood.
La energía de Fields parecía haberle abandonado, sentado como estaba con los miembros colgando exánimes de la silla.
– Nueva Inglaterra ha sido una brillante escuela de literatura. Pero de una sola generación, no está destinada a que otra la suceda. Edimburgo cedió toda su edición a Londres y nosotros seremos comprados y absorbidos por Nueva York de la misma manera. ¡Maldita sea! Nos habría dado lo mismo vender por la calle libros de citas y textos de derecho, como los pobres Little y Brown, que Dios tenga en su gloria -Fields cambió inesperadamente de tema-. Dígame, ¿le apetece comer algo con sal como me pasa a mí en este momento, Osgood? Quiero que vaya al puesto de la esquina a comprar un cuarto de cacahuetes. Sí, algo salado.
Osgood suspiró sintiéndose otra vez como si fuera un empleado de poca monta y con la sensación de que todo lo que le rodeaba estaba a punto de desvanecerse. Entonces lanzó el sombrero encima de la silla y se dirigió a su socio principal:
– No podemos quedarnos cruzados de brazos -dijo Osgood-. Tal vez no se pueda hacer nada, pero tenemos que intentarlo. Vamos a publicarla, y a publicarla bien. Antes de que lo haga el Mayor Harper. ¡Media novela de Dickens es media más que cualquier otra novela de las estanterías!
– ¡Bah! ¿De qué sirve una novela de misterio sin el final? Nos metemos en la historia del joven Edwin Drood y luego… ¡nada! -gritó Fields. Pero empezó a pasear de un lado a otro de la estancia, con un brillo tranquilizador en los ojos. Emitió un largo suspiro, como si expulsara su anterior desaliento. De repente volvía a ser el Fields de Osgood, el hombre de negocios imbatible-. En parte tiene razón, Osgood. La mitad de la razón, diría yo. ¡Sin embargo, no debemos conformarnos con la mitad de nada, Osgood!
– ¿Y qué alternativa tenemos? Eso es lo único que ha dejado.
– Ese hombre acaba de morir… Estoy seguro de que en Inglaterra todo es caos y pena. Tenemos que descubrir lo que podamos sobre cómo pensaba acabar la novela Dickens. Si conseguimos revelar exclusivamente en nuestra edición cómo pensaba terminarla, venceremos a los sibilinos piratas literarios.
– ¿Cómo vamos a hacerlo, señor Fields? -preguntó Osgood cada vez más excitado.
– Valor. Voy a ir a Londres y a utilizar mi conocimiento de los círculos literarios para investigar lo que Dickens tenía en mente. Puede que incluso escribiera algo más antes de su muerte que no tuvo la oportunidad de entregar a su editor. Puede que esté guardado en algún cajón cerrado mientras su familia llora desconsolada y se pone de luto. Debo actuar con frialdad hasta que descubra al menos una pista de sus intenciones. Sí, sí. Hay que llevarlo con sigilo, no contar a nadie fuera de estas paredes nuestro plan.
– Nuestro plan -se hizo eco Osgood.
– Sí. ¡Encontraré un final para el misterio de Dickens!
Aquel día de junio Osgood pasó de llorar discretamente la muerte de Charles Dickens a entregarse en cuerpo y alma a poner en práctica sus planes. Le pidió a Rebecca que telegrafiara a John Forster, el albacea de Dickens, un importante mensaje: Urgente. Envíe todo lo que haya de Drood a Boston inmediatamente. Tenían ya los tres primeros episodios y necesitaban el cuarto, el quinto y aquel sexto episodio que los periódicos decían que estaba acabando cuando murió. Osgood ordenó al impresor que preparara inmediatamente la copia existente de El misterio de Edwin Drood con las páginas de adelanto que ya tenían. De esta manera, estarían listos para añadir lo que se pudiera averiguar del final y entrar en máquinas de inmediato.
Osgood también se ocupó durante la semana siguiente de ayudar a solucionar los detalles del viaje de Fields a Londres. El socio principal partiría tan pronto como pudiera resolver algunos asuntos inaplazables de la empresa. No mucho después de la muerte de Dickens, el agente Carlton les transmitía la impactante noticia de la muerte de Daniel. Osgood le había mandado a los muelles a recoger aquellos tres últimos episodios que enviaban de Inglaterra en respuesta a su apremiante telegrama. Era una prueba más de la habilidad de Osgood para evitar que la emoción le paralizara.
El incomprensible accidente de Daniel Sand sumió el corazón de Osgood en una tristeza más íntima y desconocida que la que le había producido la muerte de Dickens. La pérdida del escritor era compartida con millones de personas de todo el mundo como golpe personal para todos los hogares y corazones. Las tiendas cerraron el día que se conoció la noticia, las banderas se pusieron a media asta. Pero ¿al pobre Daniel? ¿Quién le lloraría? Osgood, por supuesto, y, naturalmente, su hermana Rebecca, la asistente particular de Osgood. Por lo demás, sería una muerte invisible. Cuánto más real parecía, de alguna manera, que la apoteosis de Dickens.
Cuando murió Daniel, Osgood esperaba que Rebecca dejara de ir a trabajar durante unos días. Pero no lo hizo. Se mantuvo tan estoica como siempre y, vestida de crespón y muselina negros, no faltó ni un solo día de trabajo.
La policía dejó en manos de Osgood la tarea de comunicar a Rebecca la muerte de Daniel. Mientras se lo decía, ella se puso a ordenar sus cosas, como si quisiera estar ocupada y no tuviera tiempo de escucharle. Apretó los dientes para contener la lucha que tenía lugar tras su rostro imperturbable. Con los ojos cerrados, sus finos labios se quebraron y no tardó en perder la batalla y desmoronarse en su silla con la cabeza entre las manos.
– ¿Hay algún pariente al que debería avisar? -preguntó Osgood-. ¿Sus padres?
Ella negó con la cabeza y aceptó el pañuelo que le ofrecía.
– Nadie. ¿Sufrió mucho Daniel?
Osgood hizo una pausa. No le había hablado de las sospechas de la policía sobre su consumo de opio, de las delatoras marcas de pinchazos en su brazo. En ese momento decidió no contárselo. El afecto que sentía por Rebecca era demasiado fuerte y los detalles de la muerte de Daniel demasiado dolorosos para describírselos. Ocultárselo sería una bendición para ambos.
– No creo que sufriera -dijo Osgood con cariño.
Ella levantó la mirada con los ojos enrojecidos.
– ¿Me diría una cosa más, por favor, señor Osgood? ¿De dónde venía? -preguntó dedicándole toda su atención.
– Creemos que del puerto, ya que ocurrió en Dock Square. Tenía que recoger unos papeles en el muelle antes… antes del accidente.
Ella frunció los labios y los ojos se le humedecieron antes de que pudiera decir nada más. Aunque él no habría juzgado ninguna reacción por parte de ella, admiraba cómo Rebecca no había intentado ni hacer un despliegue de dolor, ni ocultarlo. Sin pensarlo, le tomó una de las manos y la sostuvo entre las suyas. Fue un gesto de autoridad y consuelo. Era la primera vez que tocaba a su asistente, ya que cualquier contacto físico entre hombres y mujeres estaba prohibido por las normas de la empresa. Le sujetó la mano hasta que pareció estar más tranquila, luego la soltó.
Al cabo de una semana ella siguió yendo a trabajar sin tomarse ningún tiempo libre y Osgood la invitó a pasar a su despacho, dejando la puerta abierta en nombre del decoro.
– Usted sabe que habríamos considerado aceptable que se tomara su tiempo para llorar la muerte de Daniel.
– Dejaré de llevar luto a la oficina si eso supone una distracción, señor Osgood -dijo ella-. Pero no dejaré de venir, si no le importa.
– Por mi alma, Rebecca… No se empeñe tanto en disimular su dolor -dijo Osgood.
Osgood sabía que el trabajo significaba para Rebecca mucho más que para la mayoría de las chicas. Algunas, que solicitaban el puesto con manifestaciones de entusiasmo, contaban los días que pasaban en sus escritorios hasta que lograran un hombre con el que casarse, a pesar de que, desde la guerra, las mujeres superaban con creces el número de hombres en la ciudad y la búsqueda de pretendientes podía ser prolongada. También sabía que a Rebecca le preocupaba mostrar debilidad ante Fields, incluso en aquellas circunstancias. La idea de que trabajaran en la oficina mujeres jóvenes era una cosa. Las mujeres divorciadas eran otra.
– Muy bien, señorita Sand. Respetaré sus deseos -dijo Osgood, tras lo cual ella regresó a las tareas que le esperaban en su mesa.
La disolución del matrimonio de Rebecca había sido la primera razón para que se trasladara del campo a la ciudad, acompañada de su hermano menor en funciones tanto de pupilo como de guardián. Osgood necesitó dos días y medio para convencer a Fields de lo impresionante y preparada que le había parecido en la primera reunión que tuvieron, aunque, después de ser contratada, Osgood nunca comentó a Rebecca aquella campaña privada. Él no veía su divorcio como un impedimento ni deseaba sugerir que lo fuera para nadie.
– Usted dice que aquí necesitamos empleados que estén dispuestos a luchar -le dijo Osgood a Fields en aquel momento-, y la señorita Sand ha tenido que soportar el peor trato imaginable para una joven.
Osgood pensó en la misión en el puerto que había confiado aquel día a Daniel. Debía dirigirse al barco de Londres, donde un mensajero le entregaría, sólo a él, las páginas del cuarto, quinto y sexto episodios de El misterio de Edwin Drood. Fields, Osgood & Co. iba a publicar por entregas la única edición autorizada de la novela en una de sus publicaciones periódicas, el Every Saturday. Los lectores podrían encontrar aquí en primer lugar los nuevos fragmentos de la novela, extraídos de las «páginas anticipadas que nos ha proporcionado el autor». Esto lo anunciaban orgullosamente en cada número, además del hecho de que su publicación era la única por la que Charles Dickens recibía algún tipo de compensación. Evidentemente, otras revistas, incluida Harper's, no podían decir lo mismo; ni aparecerían hasta varias semanas más tarde.
Por este motivo, debido a esta competición, la misión encomendada a Daniel en el puerto se había mantenido en secreto. Mandar a un joven subalterno sería menos llamativo que mandar a un socio bien conocido como Osgood. Los piratas de otras editoriales merodearían por los muelles con la intención de interceptar manuscritos populares llegados de Inglaterra antes de que los recogiera su editor autorizado. Esta horda de forajidos se autodenominaban los «bucaneros» * y tenían nombres vulgares como Kitten, Melaza o Esquire. Ofrecían sus servicios a los editores de Nueva York y Filadelfia o a las empresas locales de Boston y el mismo Osgood había sido abordado por algunos de ellos a lo largo de los años, aunque él siempre se negó categóricamente a utilizar esos métodos.
Daniel sabía lo importante que era hacerse con los siguientes episodios y depositarlos en la caja fuerte de Fields, Osgood & Co. Por eso Osgood le había preguntado al oficial Carlton si se había encontrado algún papel en el cuerpo de Daniel. Y se quedó atónito al saber que no llevaba nada. ¿Habría sido Daniel abordado en la calle por uno de aquellos bucaneros con intención de quitarle los papeles?
Osgood desterró la idea de su cabeza tan pronto como se le ocurrió. En el mundo de la edición se conocían casos de algunas prácticas turbias en el arte de conseguir manuscritos (sobornos, robos, espionaje), pero sin llegar a ataques físicos, ¡y menos aún, ni siquiera por parte del más siniestro de los bucaneros, al asesinato! La copia de los últimos episodios perdida en el accidente de Daniel podía sustituirse desde Londres, no era eso lo que le quitaba el sueño a Osgood. Pero se resistía a admitir que la policía y el forense estuvieran en lo cierto respecto a su empleado y el opio. «Este chico era uno de los caídos», según ellos. ¿Habría abandonado a Osgood, a la empresa, a su propia hermana?
Unos días después Rebecca se detuvo ante la puerta del despacho de Osgood antes de acabar la jornada de trabajo. Seguía vestida de negro, incluso las pocas joyas que llevaba habían sido teñidas de negro como era costumbre, pero ya no llevaba el crespón sobre el vestido.
– Señor Osgood -le dijo. El pelo negro se le escapaba del bonete. Al arreglárselo, una cicatriz irregular ya antigua quedó ala vista detrás de la oreja derecha-. Tengo que darle las gracias -dijo con un gesto de complicidad.
Osgood, sorprendido con la guardia baja, asintió y le devolvió la sonrisa. Hasta que ella se fue no cayó en la cuenta de que no sabía por qué le había dado las gracias. ¿Se refería a algún asunto de negocios que hubiera surgido a lo largo del día, por haberle dado un puesto de trabajo a Daniel años antes, por haberle cogido la mano cuando se echó a llorar, a pesar de que era saltarse las normas? Claro que ya era demasiado tarde para preguntárselo. No podía pararla a la mañana siguiente y, por ejemplo, después de darle las instrucciones para las cartas y memorandos del día, preguntarle tranquilamente: Oh, ¿y por qué quería darme las gracias ayer, querida? Osgood se estaba tirando de los pelos por haber sido tan lento de reacción cuando apareció por la puerta un rostro menos bienvenido.
– Ah, señor Osgood, ¿todavía aquí? ¿Esta noche no tiene ninguna cena opulenta con los círculos literarios? -se trataba de Montague Midges, el director de tirada de sus revistas, el Atlantic Monthly y el Every Saturday. Era un hombrecillo melifluo e incorregiblemente charlatán, pero eficiente. Su cometido era facilitar las últimas cifras de contabilidad para el Atlantic-. Veo que la inquebrantable señorita Sand sigue de luto -añadió con una mirada de soslayo en dirección a la puerta.
– ¿Midges?
– Su chica asistente -así era como Midges llamaba a las asistentes de la empresa-. Ah, no voy a llorar cuando la señorita Virtud Intachable vuelva a guardar las galas de luto en el cajón. El negro hace que sus tobillos parezcan más anchos, ¿no le parece?
– Señor Midges, preferiría…
Midges se puso a silbar, como solía hacer en medio de la frase de otra persona.
– Supongo que en Boston y sin su hermano se vendrá abajo, pobre desgraciada. Diez contra uno a que ahora se arrepiente de haberle dado la patada a su marido. ¡Buenas noches, señor!
Al escuchar aquello Osgood se levantó de la silla, pero sabía que si defendía a Rebecca y lo oían las otras contables de la oficina, los rumores se dispararían. Sólo serviría para empeorar las cosas en un mal momento para ella. Osgood se volvió a sentar preguntándose si Midges habría percibido la situación de Rebecca mejor que él. Las palmas de las manos le empezaron a sudar. ¿La pérdida de Daniel para Rebecca supondría la pérdida de Rebecca para Osgood?
Rebecca no quería trasladarse a otra habitación, pero su patrona insistió. Desaparecido Daniel, tendría que llevar sus pertenencias a una más pequeña en lo más alto de las estrechas escaleras de la pensión de segunda clase por la que pagaría un dólar más al mes.
Rebecca no discutió; no se habría atrevido. Muchas pensiones no aceptaban a mujeres solas que no vivieran con familiares, sobre todo a mujeres divorciadas, o les cobraban tarifas mucho más altas que a los hombres. Las casas que aceptaban a demasiadas costureras de las fábricas temían ser tomadas por burdeles y las patronas siempre preferían parejas de recién casados y oficinistas masculinos si podían elegir. La patrona de Rebecca, la señora Lepsin, dejó claro que la había aceptado sobre todo por dos razones: porque no era una irlandesa holgazana y porque compartiría la habitación con su hermano. Ahora, aunque seguía sin ser irlandesa, la otra razón había desaparecido y resultaba evidente que Lepsin preferiría que Rebecca se fuera de su casa.
Rebecca recogió su ropa y sus pertenencias a la luz de una miserable vela. En la habitación no había armarios, de manera que algunas de sus ropas ya estaban dobladas y las demás colgaban de unos clavos roñosos en la pared. Mientras recogía se comió un pequeño bizcocho de chocolate que guardaba junto a dos barritas de menta rojas y blancas en una caja de guantes para lo que ella llamaba emergencias. Como cuando tenía hambre antes de acostarse, tras una cena de verduras frías y arroz con leche aguado en la mesa atestada del comedor. O cuando de repente tenía que desmantelar la propia habitación en cuestión de horas, ¡o quedarse en la calle!
Los cinco dólares de alquiler mensual por la pequeña habitación eran más de lo que Rebecca podría pagar sin la ayuda de Daniel, por mucho que lograra reducir sus gastos. Contando con los ahorros, podría pagar dos meses mas. Si los socios de la editorial conseguían llevar a buen fin sus planes para vencer a los piratas y obtener los beneficios que se merecían por El misterio de Edwin Drood, todos esperaban que incrementaran los salarios de las contables en setenta y cinco centavos. Si triunfaban los piratas, los problemas financieros de las dependencias traseras de la oficina se agravarían; era posible que les bajaran veinticinco centavos el salario. El aumento de sueldo se había dado por hecho antes de la muerte de Dickens, pero ahora esa subida, y las esperanzas de Rebecca de permanecer en la ciudad, estaban en el aire.
Cuando Rebecca vivía en el campo con su marido el carpintero, los ingresos de éste eran suficientes para satisfacer las necesidades de un hogar confortable con una habitación de más para el joven Daniel. El chico se había trasladado a vivir con Ambrose y con ella a la muerte de su madre. Luego llegó la guerra y Ambrose se alistó en el Ejército. En la salvaje batalla de Stones River, Ambrose fue hecho prisionero por los confederados y encarcelado en Danville. Cuando regresó, dos años más tarde, no era más que su esqueleto, débil y consumido. Le había empeorado el carácter; la golpeaba en la cabeza y los brazos con frecuencia, y pegaba a Daniel cada vez que intervenía. La rueda de palizas y represalias se convirtió en un patrón de conducta que parecía ser lo único que mantenía a Ambrose con vida. Rebecca hizo lo que pudo para sacar a Ambrose de aquella violencia, pero cuando comprobó que era imposible protegerse a sí misma y a su hermano reunió valor para abandonarle. Sé llevó a Daniel a Boston, donde había oído que se ofrecían nuevas oportunidades de trabajos para mujeres en las oficinas, en lo que los periódicos calificaban de economía de posguerra.
De eso habían pasado ya más de tres años. Cuando pudo permitirse pagar las costas y tras un largo proceso en los tribunales, logró divorciarse de su marido. Ambrose, una vez que se lo hubo notificado un abogado rural, no puso objeciones, notificando sin embargo en una carta al juez de Boston que, de todas maneras, el cuerpo excesivamente delgado de Rebecca se había negado a darle hijos y que el entrometido de su hermano era insoportable.
Según las leyes de Massachusetts, tenían que pasar dos años antes de que el divorcio fuera efectivo y pudiera casarse otra vez. Hasta entonces le estaba legalmente prohibido establecer cualquier tipo de relación romántica con un hombre. Durante ese período de espera, del que todavía quedaba un año, cualquier violación, real o aparente, de la ley anularía de inmediato el divorcio y no se le permitiría casarse otra vez.
Volver a convertirse en esposa no era lo que más le preocupaba mientras se preparaba para cambiarse a la habitación de arriba. Las demás asistentes podían hablar lo que quisieran de casarse y del lugar en el que conocerían a su mítico futuro marido y de que la última revista de señoras aseguraba que afeitarse la cabeza por completo proporcionaba un cabello más lustroso cuando volviera a salir. Todo aquello no iba con ella. A pesar de todo, Rebecca sentía que era una privilegiada en su situación actual. Había conocido el matrimonio y no le había dado más que disgustos. Su puesto en la empresa era otra cosa. Bien es verdad que tanto ella como sus compañeras de la oficina eran «asistentes», ni siquiera administrativas, y cobraban una cuarta parte de lo que cobraban la mayoría de los hombres que trabajaban en Fields, Osgood & Co., lo mismo que en todas las demás empresas. Pero disfrutaba de su trabajo y éste la mantenía en una ciudad llena de mujeres jóvenes dispuestas a arrebatarle tanto su puesto como su habitación. Por eso, y por la confianza que había demostrado Osgood en su capacidad para cuidar de sí misma, le había dado las gracias espontáneamente antes de irse de la oficina.
Podía parecer algo extraño sentirse aliviada al cambiar un hogar y un marido por una exigua habitación de pensión y un trabajo de oficina de jornada completa, pero así lo sentía. Recordó las palabras de la señora Gamp, el parlanchín personaje de Dickens: «Es poco lo que necesita, y no tiene ni ese poco». Lo poco que necesitaba Rebecca sí lo tenía.
En especial libros. Cuando vivía de pequeña en la granja de su familia, los libros eran su compañía, alimentaban su mente. Se habían quedado con la biblioteca de un anciano que vivía a unas puertas de su casa y había muerto sin familia. Ella permanecía despierta hasta tarde viviendo a la luz de una vela las aventuras de Robinson Crusoe y el doctor Frankenstein, Jane Eyre y Oliver Twist. Al vivir en la ciudad le sorprendió que los bostonianos fueran muy críticos y exigentes con sus lecturas, ya que nunca se le había ocurrido que se pudieran juzgar los libros en vez de devorarlos. Pensó que al trabajar en una editorial tal vez aprendería a tener una visión más selectiva de los méritos morales y literarios de los libros. Y si la llamaban tenedora de libros el resto de sus días, ¿qué tendría que objetar?
Cuando le tocó recoger la parte de Daniel del cuarto empezó a sentirse exhausta. Se quedó sin energía. Antes de que se mudaran a Boston Daniel solía hablar de que pensaba embarcarse como marinero. Cuando Rebecca huyó de Ambrose y pidió el divorcio, Daniel no volvió a hablar de aquellos sueños de marinería, nunca lo utilizó como excusa para abandonarla después de que dejara a su marido. Pero, sin alboroto, había empezado a construir maquetas de barcos dentro de pequeñas botellas de cristal. A veces a ella le gustaba observarle mientras trabajaba con pericia y pensaba en que un día, en el futuro, le animaría a hacer un viaje de dos años como marinero de un barco mercante. Por fin podría salir de aquella vida embotellada. Ahora envolvía delicadamente aquellos objetos con cuidado de que ninguna lágrima salpicara el cristal.
Una parte de ella intentaba fingir que Daniel no había muerto, que simplemente se encontraba a bordo de aquel barco viviendo una aventura comercial en un lejano viaje a Oriente o África. Cerraba los ojos y los volvía a abrir dentro de las asombrosas creaciones de su hermano, se veía a sí misma en los barcos, dentro de las botellas, viviendo los sueños del chico. Un pensamiento poco común para una mujer joven cuya vida estaba en aquel momento marcada por la supervivencia y el aislamiento, el sueño opuesto al de todas las demás chicas que conocía, con sus cintas en el pelo y plumas en los sombreros.
Nada más llegar los hermanos Sand a Boston, Daniel se había hecho amigo de un primo lejano, un chico mayor indolente e hipócrita. Daniel y su primo bebían juntos y acabó por convertirse en un problema de embriaguez crónica. Ella sola se ocupó de cuidarle a lo largo de este período y cuando Daniel, con catorce años, juró que había acabado con aquel vicio, le creyó sin reservas y le llevó a Fields, Osgood & Co. para buscarle un trabajo como aprendiz.
Fue en lo primero que pensó cuando Osgood le comunicó el accidente de Daniel. ¿Habría vuelto a su viejo estado de embriaguez reiterada? ¿Venía de una de las tabernas destartaladas que salpicaban los muelles? Luego pensó un rato y se dijo… Imposible. ¡Era imposible! Ella lo habría sabido. Había pasado antes por ello. Conocía todas las señales… Lo habría sabido.
Aquel mismo día, antes de su muerte, le había visto trabajando con pulso firme en la concienzuda disposición de las troneras con los diminutos alicates dentro del gollete de la botella. Ésa era la ocupación de alguien muy sobrio.
La tarde siguiente J. T. Fields se presentó en el despacho de Osgood para hablar con él. Había estado leyendo los últimos capítulos de El misterio de Edwin Drood que les habían vuelto a mandar de Londres. Fields agarró a Osgood del brazo y le condujo escaleras abajo.
Sentados en el comedor de empleados de la empresa, Osgood leyó el recién llegado paquete de páginas y escuchó las ideas de su socio. Fields comió lengua estofada y una ensalada, limpiándose la barbilla cada vez que paraba para hablar.
– Una historia misteriosa y fascinante. Resulta que ese joven, Edwin Drood, desaparece y su tío John Jasper es sospechoso no sólo de haberle hecho algo inconfesable, sino también de desear a la joven prometida de Drood. Y entonces se pone en marcha una investigación conducida por un misterioso recién llegado llamado Dick Datchery. Pero con las páginas que tenemos no podemos saber cómo iba a reaparecer Edwin Drood y a ejecutar su venganza.
– ¿Reaparecer? -preguntó Osgood.
Fields levantó una mano mientras tragaba otro bocado de lengua.
– Sí. Vaya, ¿no creerá que Charles Dickens dejaría al joven inocente en el olvido? Yo creo que ese tal Datchery lo encontrará y lo rescatará de cualquier destino que Jasper le hubiera preparado.
– A mí me resulta evidente que Edwin Drood ha muerto, señor Fields. El misterio pasará a consistir, no tanto en cómo Dick Datchery desenmascara la maldad de John Jasper, sino cómo Grewgious, Tartar y los demás personajes del libro hacen justicia por los actos perpetrados contra el joven Drood.
– ¿De verdad? -exclamó Fields, nada convencido-. Bueno, lo volveré a leer todo a ver qué me parece.
Los siguientes días Osgood continuó con su rutina por los despachos, pero estaba distraído pensando en el pobre Daniel. Un recuerdo en particular regresaba una y otra vez a su memoria, el momento en que Daniel fue ascendido de aprendiz a oficinista. Osgood había llevado a Daniel a su propio sastre para que le hiciera su primer traje en condiciones… y Daniel había insistido en que fuera exactamente igual que el de Osgood.
– Puede que cueste más de lo que deberías gastar -le dijo Osgood-. Yo no llevaba un tejido de esta calidad cuando empecé a trabajar.
– Seguramente podré permitírmelo algún día. ¿Tal vez si sigo en la empresa y trabajo sin descanso? -preguntó Daniel.
– Yo diría que sí -contestó Osgood reprimiendo la sonrisa que suscitaban sus grandes planes.
– Entonces lo voy a comprar ya, en vez de tener que hacerme uno mejor dentro de un tiempo.
– ¿Cómo se encuentra con él, joven señor? -preguntó el sastre.
– ¡Me siento una pulgada más alto, señor!
Osgood rió la ocurrencia del espigado joven, que ya era más alto que él.
– Tal vez cuando te lo ajusten bien te sientas como un gigante.
Se ofreció a prestarle a Daniel el dinero para el traje, pero él estaba orgulloso de poder pagarlo con el dinero que había ahorrado con gran esfuerzo y todavía más orgulloso del traje en sí. Cuando llegó el verano Daniel seguía sin tener más que aquel mismo traje grueso de lana y no tenía dinero para comprar otro de sarga o franela. Pero nunca se quejó y sólo se quitaba la chaqueta cuando tenía que llevar las cajas de libros más pesadas al sótano para ser embaladas. Tenía a mano un suministro de pañuelos de algodón baratos que utilizaba para enjugarse la frente. Al final, la tensión del exceso de uso debilitó las costuras de los hombros y un par de veces a la semana en la pensión Rebecca las arreglaba lo mejor que podía.
Unos días después de que su casa fuera saqueada, Sylvanus Bendall llegó una mañana a su trabajo y encontró su despacho en condiciones parecidas. Como en su hogar, no se habían llevado nada. El abogado ya no podía atribuir el asalto a su propiedad al hecho de ser un pionero de Back Bay, puesto que su oficina estaba en un distrito mucho más convencional. No, los crímenes tenían un motivo personal. ¿Quizá la mezquina venganza de un cliente al que Bendall había fallado? En esa categoría había bastantes nombres.
Bendall había interrogado a un buen número de sus contactos fiables en los bajos fondos en busca de indicios. Y un día, al llegar a su despacho, se encontró con dos hombres que le esperaban en la antesala. Uno era un joven bribón, de los que visitaban su oficina con frecuencia, y el otro era un caballero. Este último iba vestido con ropa cara y tenía un rostro fresco y espléndido que resultaba inmediatamente admirable y, por tanto, sospechoso en su franqueza.
Sylvanus Bendall no preguntó quién llevaba más tiempo esperando, sencillamente se presentó al joven caballero como abogado y le pidió que entrara en su despacho.
– Ojalá hubiéramos dejado nuestra cita para otro día, señor Osgood, de manera que no hubiera tenido que compartir la sala de espera con esa clase de gente.
– No me quejo de la compañía. Es importante que obtenga cierta información tan pronto como sea posible.
– Ya. Importante para un caso de los tribunales, supongo.
– No exactamente -dijo Osgood-. Importante para mí. He venido a preguntarle por Daniel Sand, uno de mis empleados que murió hace algunas semanas.
– No creo que tuviera la oportunidad de entablar conocimiento con él -dijo Bendall-. Aunque soy consejero de muchos jóvenes pobres e ignorantes.
– Tal vez su origen fuera pobre, señor Bendall, pero trabajaba afanosamente y no era un ignorante en ningún campo en el que se le hubiera ofrecido ocasión de aprender. Falleció en un accidente de ómnibus y tengo entendido que usted estaba presente.
– ¿Oh?
– El policía me dijo el nombre del vehículo y el conductor recordaba que usted dio su nombre y profesión.
– ¿Ah, sí? -preguntó Bendall sorprendido.
– Varias veces. Ambos recordaban que estuvo usted cerca del cuerpo de Daniel.
– Ya -Bendall asintió con una nueva rigidez en la expresión-. Supongo que así fue, ahora que me lo recuerda. Fue una escena trágica, señor Osgood. Espero que haya podido cubrir la vacante del joven satisfactoriamente y, en caso contrario, puedo sugerirle uno o dos candidatos que buscan trabajo. Apenas será capaz de notar que han estado en prisión.
– ¿Presenció usted el accidente, señor Bendall?
– Sólo escuché el «¡pum!». Me refiero -aclaró Bendall- al ruido que escuchamos al arrollar al desdichado joven.
– El conductor dijo que creía que Daniel llevaba algo cuando se produjo el accidente, pero que había desaparecido cuando llegó la policía. El señor Sand, debo explicar, tenía que recoger unos papeles que pertenecían a nuestra empresa.
Bendall se acarició involuntariamente el chaleco donde aún conservaba las estimadas páginas de adelanto del folletín escrito por Dickens, luego se mordisqueó la uña del pulgar. Había llegado a tomar un gran aprecio a aquellas hojas. ¡La última novela de Dickens! Por supuesto, el editor que se sentaba enfrente de él habría pedido un duplicado de éstas a Inglaterra. De manera que ¿qué podía tener de malo quedarse con aquel recuerdo?
– No -respondió con tibieza Bendall a la pregunta de Osgood. Luego, tras esperar unos instantes a la reacción en la expresión del editor, añadió-: No llevaba ni una hoja de papel, señor Osgood. Ni siquiera, hablando entre caballeros, el menor trozo de papel sucio y de la peor calidad.
– El conductor debe de haberse equivocado -dijo Osgood desilusionado-. Ojalá hubiera más pistas. La policía cree que mi subordinado estaba en un estado de alteración causado por los narcóticos y yo no quiero… No lo puedo creer.
– ¡Uf! La verdad es que no sabría decirle. Desde luego, hablaba sin sentido…
– ¿Qué? -interrumpió Osgood con renovado interés-. ¿Quiere decir que Daniel Sand estaba vivo cuando llegó a su lado?
– Sólo durante unos segundos -respondió Bendall.
– La policía no dijo nada de eso.
– Bueno, es que… Quiero decir… ¡La policía! A menudo son tan negligentes. ¡Yo mismo he sufrido pillajes dos veces en los últimos días, sabe!
– Por favor, ¿qué dijo Daniel?
– ¡Disparates! Cosas sin sentido, nada más. Me miró y dijo: Dios… A ver, imagine, si le parece, que digo esto respirando muy superficialmente y con un susurro ronco como corresponde a un hombre que está abandonando el estado mortal de la vida. «Es Dios», dijo. Fue como en una novela sentimental.
– ¿Eso fue todo lo que dijo? ¿«Es Dios» qué?
– No acabó la frase, me temo. Es Dios quien lo quiere. Es Dios en su voluntad, tal vez. ¿Su intención? No, demasiado rebuscado. Para serle sincero, si hubiera dicho algo más, habría decidido no escucharlo, porque interponerse cuando un hombre se pone a bien con su creador es hacer un perjuicio a ambas partes. En cualquier caso, le tomé de la mano después de que dijera estas palabras y la sostuve con fuerza mientras expiraba -en realidad, Bendall no había sostenido la mano de Sand después de oír sus palabras, pero aquel embellecimiento de los hechos había ido apareciendo en las repeticiones del relato y a estas alturas el abogado lo creía con más sinceridad que si hubiera ocurrido.
Aquel día se pudo ver a Sylvanus Bendall recorriendo afanosamente las calles de Boston durante algunas horas más después de la reunión con James Osgood, correteando agobiado entre su oficina, los juzgados, la desolada superficie de la prisión de Charlestown y, por último, caminando heroicamente bajo la lluvia para coger un carruaje de caballos que le llevara de vuelta a su casa. Mientras leía el periódico de la tarde en su asiento empezó a percibir el acre aliento a tabaco de mascar del hombre sentado detrás de él y, al apoyarse en el respaldo, notó que los dedos de éste le apretaban en la nuca.
– No es de buena educación -dijo Bendall al aire, porque estaba decidido a no darse la vuelta- apoyarse en otra persona, por muy abarrotado que esté el lugar.
Los dedos se retiraron lentamente del respaldo de su asiento. Satisfecho, Bendall siguió leyendo, si bien a través de una translúcida lente de distracción. Desde su reunión con Osgood una idea tomaba forma en la cabeza de Bendall. Aquellas últimas palabras del empleado: «Es Dios…». Ahora que su memoria regresaba a aquel momento no podía evitar una extraña sensación de confusión. ¿Era posible que el pobre muchacho hubiera intentado decir algo concreto, transmitir a Bendall alguna clase de advertencia?
Un líquido negro apareció en el suelo junto a sus pies.
– ¡Y tampoco es de buena educación escupir tabaco en los coches! -exclamó el abogado. Oyó que su voz temblaba por la falta de control y le fastidió que fuera así.
Pero no estaba dispuesto a darle a aquel grosero bribón la satisfacción de volverse en su asiento, ni siquiera cuando la repugnante secreción negra siguió rociándole el cuello y el paraguas húmedo del sujeto le salpicó. Incluso cuando la babosa cara de Medusa apareció ante la vista del abogado, siguió sin desviar la mirada. Por el contrario, Bendall se apeó en la siguiente parada, tres antes de la suya. La lluvia de verano había dado paso al viento y una niebla espesa y caliente llenaba la boca de sabor amargo.
Aquélla era una franja de terreno vacío. La propiedad de Bendall estaba en el extremo oeste, casi al doblar la esquina de Exeter Street, calle más allá de la que no había ni un alma.
Sin que Bendall lo viera, el hombre que iba sentado detrás de él también había bajado del coche, tan sólo unos instantes antes de que cerraran las puertas. Las pisadas fuertes y húmedas le seguían de cerca hasta que fue imposible ignorarlas.
Bendall, consciente de que estaba temblando, se detuvo.
– ¿Cuál es su propósito, señor? -dijo secamente, volviéndose por fin esta vez para plantar cara al miserable.
El desconocido llevaba abierto el paraguas que, junto al grueso sombrero de piel, ocultaba su rostro en las sombras. Con una mirada feroz, dejó que sus ojos recorrieran el traje de Bendall hasta las botas de goma. El desconocido se rió con una vibración de garganta profunda y discordante. El solo volumen de aquel hombre resultaba impresionante, y su piel era bastante oscura sin ser del todo negra. ¿Tal vez un bengalí o algo por el estilo? A pesar de la sombra que arrojaba su paraguas se podía ver que sobre su labio inferior colgaba un palillo de marfil.
Sylvanus Bendall se quedó paralizado. Llegó a una conclusión inmediata y precipitada: no sólo se encontraba en peligro, sino que, además, aquel hombre del bigote oscuro, con los ojos negros y la voz de barítono, aquel mismo hombre, era su peor enemigo. Es Dios que pide venganza, ¡eso era lo que el muchacho había querido decir!
Bendall dijo en un impulso que se adelantaba a la lógica:
– ¿Es usted, verdad? ¿Fue usted quien destrozó mi casa y luego hizo lo mismo con mi oficina?
El desconocido se encogió de hombros y siguió riendo.
Bendall le preguntó:
– ¿Qué quiere de mí? ¿Por qué hace perder el tiempo a un caballero?
– ¿Qué… es… lo… que… quiero? ¡Dickens! -y repitió-: ¡Dickens! -pronunciaba las palabras como un inglés, o tal vez como un dude, uno de aquellos curiosos americanos que imitaban los modales ingleses, aunque su rudeza tosca parecía de origen más exótico-. No le ha devuelto esas páginas al señor Osgood, ¿verdad?
Bendall contestó con firmeza, frunciendo el ceño.
– ¡Uf! ¿Le ha contratado Osgood para encontrar esos papeles?
– ¿Le ha hablado usted de ellos, señor? -preguntó el hombre.
– No es asunto de él, ni de usted. Éste es un país libre. Me lo reservo.
– Bien hecho. Y sin embargo no aparecen ni por su casa ni en su despacho, lo que significa… -el desconocido le agarró del brazo mientras el abogado sentía que la cabeza se le quedaba sin sangre de puro terror. El hombre tanteó el chaleco de Bendall minuciosamente hasta que localizó el fajo de papeles-. ¿Pretende darme órdenes? ¡Démelos antes de que se los haga tragar! -le arrebató los papeles dándole a Bendall un fuerte empujón que hizo aterrizar al abogado encima de un charco.
Bendall exhaló primero un respiro de alivio por no haber sufrido más que unas magulladuras, pero unos instantes después se encolerizó. Había sido asaltado y arrojado al fango en medio de la calle y por el hombre que también había registrado su casa y su despacho. «Yo mismo cortaré de raíz el mal», le había dicho al ama de llaves, ¡y allí lo tenía! Ahora era el momento de agarrar la oportunidad por los pelos. Bendall, recobrando el valor, se levantó del suelo y salió detrás del ladrón.
– ¡Espere! -gritó.
El desconocido siguió su camino.
Bendall le dio alcance agitando un puño en alto.
– Si no vuelve y da cuenta de sus actos iré directamente a la policía y elevaré una protesta al señor Osgood de inmediato. ¡Dígame su nombre!
El desconocido aminoró el paso.
– Herman -dijo con una voz sumisa-. Me llaman Herman -mientras lo decía, con un movimiento sin vacilaciones, se dio la vuelta y clavó en el cuello de Bendall los colmillos de la cabeza que adornaba el puño del bastón. Bendall hizo un esfuerzo por tomar aire antes de caer. En el desolado paisaje de Tierra Nueva no había nadie que pudiera ser testigo del último y afanoso aliento de Bendall.
Herman se inclinó y hundió varias veces un puñal en su garganta. El palillo de dientes y el paraguas permanecieron en su sitio incluso cuando el cuchillo serró el hueso del abogado.
Las dos últimas semanas podían haberse medido en maniobras, desfiles y escoltas para los agentes de la Policía Montada de Bengala Turner y Mason. Desde el robo del tren de ganado no habían logrado encontrar la pista del segundo fugitivo que había escapado de su redada en la selva. Y lo que era peor, todavía no habían recuperado los cofres que contenían cada uno un picul, o 60 kilos, de valioso opio que habían robado aquel día.
Su superior en la patrulla montada, Francis Dickens, estaba nervioso. Llamó a los dos agentes a su despacho.
– Caballeros, ¿novedades?
– Uno de los patrulleros nativos nos ha dado información de algunos camaradas de los ladrones -dijo Mason entusiasmado-. En las colinas. Podrían estar escondidos allí, esperando a que abandonemos la investigación.
– Rara vez confío en la información de los nativos, señor Dickens -intervino Turner contradiciendo el optimismo del más joven.
– Entre los agentes nativos es frecuente que se dé la corrupción, Turner, soy muy consciente de eso -dijo Frank Dickens, un hombre de veintiséis años de piel clara y figura espigada que lucía un bigote casi albino. Hablaba con la actitud de alguien endurecido demasiado rápidamente por su propia autoridad-. Ese dacoit es el único sujeto que conocemos que nos puede llevar al opio, del que me atrevería a asegurar que todavía no han tenido el valor de intentar vender en el mercado ilegal. Hemos tenido vigilada la frontera de la colonia francesa poniendo especial atención a eso.
– Sí, señor -respondió Turner.
– Comprenderán ustedes nuestro interés, señores -añadió Frank Dickens con severidad-. La paz del distrito depende en gran medida de lo efectivo que parezca nuestro departamento de policía. No podemos dejar que los ladrones crean que son libres para actuar en Bengala, en nuestras jurisdicciones. La policía de ferrocarriles y la local están en alerta. Hoy tengo una cita con el juez del pueblo donde vivía el ladrón que huyó. Me atrevería a asegurar que me va a interrogar sobre nuestros progresos y cuento con su colaboración.
Los agentes se cuadraron y les dio permiso para retirarse. Antes de salir, Frank le dijo a Turner que quería hablar con él en privado.
– Agente Turner. Ese dacoit… Si le encontrara…, asegúrese de que llega aquí.
– ¿Señor? -se sorprendió Turner.
Frank cruzó los brazos sobre el pecho.
– Una vez muerto Narain, ese ladrón podría ser nuestra única manera de descubrir dónde están escondidos esos cofres de opio. Quiero que usted garantice su integridad física. Usted se sentará en el asiento junto a la ventana.
– Por supuesto, comisario Dickens.
Mientras ambos policías montados se dirigían a su misión, Turner no podía evitar cerrar los puños con rabia por el sermón recibido. Él sabía, como sabía todo el mundo, que Francis Dickens sólo era comisario gracias a su nombre. ¡Pero si Turner era capaz de llevar el mando tan bien como Dickens! El padre del fulano, muerto aquel mes, era un pobre paleto de lo más cerril que sencillamente sabía coger la pluma. Y, además, ¿hasta qué punto era respetable una familia en la que la esposa había sido desterrada de su propio hogar y reemplazada por una bonita actriz, según decían los cotilleos de las columnas que Turner había leído en Londres? El mismo gran genio estaba ya muerto y enterrado. A Turner le reventaba aceptar órdenes del hijo de semejante sujeto. ¿Y por qué razón? Sólo porque Charles Dickens era capaz de pergeñar cuentos lacrimógenos que hacían llorar a las mujeres y reír a los hombres. ¿No hacía falta nada más que eso para ser un escritor rico y famoso?
Más de una vez le había dicho a Mason: «A la hora de los ascensos, preferiría ser el hijo de Charles Dickens que el heredero del duque de Westminster».
Mientras tanto Frank Dickens se dirigía al bungaló del juez de primera instancia. Al encontrarlo vacío cruzó el recinto para entrar en el juzgado, un edificio con paredes de barro y tejado de paja. El juez sólo tenía un año más que él y sus estudios en la Universidad de Calcuta le habían proporcionado un inglés que apenas dejaba adivinar la menor traza de su acento nativo. Frank y otros oficiales ingleses le habían tomado bastante cariño.
Al atravesar el patio Frank reparó con satisfacción en las farolas y los senderos nuevos. Cuantos más signos de civilización se extendieran por los poblados de los nativos, menos problemas habría. Los nativos se levantaban y le saludaban a su paso, colocándose las manos delante de la cara y haciendo una profunda inclinación. Uno que estaba sentado con los codos apoyados en las rodillas salió corriendo al ver al visitante, tal vez porque Frank fuera europeo, o tal vez por el uniforme.
Cuando el inglés entró en el juzgado, los abogados y guardias indios también le hicieron una reverencia. El juez estaba sentado a una mesa situada sobre un estrado en una sala escasamente iluminada atestada por todos los rincones de nativos impacientes. Vestido con su traje ornamental de dibujos plateados y dorados, el juez rodeó la mesa y estrechó la mano del comisario de policía con afecto.
– No quiero interrumpir sus juicios, babu -le instó Frank.
– No me interrumpe en absoluto, señor Dickens -respondió el magistrado jovialmente-. Hoy no tengo mucho trabajo. ¿Le apetece tomar una copa de vino?
Frank examinó con la mirada a los inquietos hombres y mujeres que llenaban la cutcherry. [1]
– Por favor, continúe con sus causas.
A pesar de las objeciones de Frank, el magistrado pidió que trajeran de su bungaló unas copas y vino. Sacó una caja de puros buenos mientras sus criados gritaban «¡Og laou!» y encendían un fuego. La multitud congregada en la cutcherry empezó a murmurar y el murmullo fue subiendo de volumen hasta que uno de los oficiales del tribunal pidió silencio. Después de que los dos caballeros tomaran su vino y su brandy pawnee [2] ante la inquieta audiencia, Frank volvió a insistir inquieto:
– Por favor, babu, proceda.
Los pleitos eran tediosos e incluían el caso de una vaca robada, seguido de un intento de extorsión de un viajero europeo por parte de un bengalí. A las dos en punto, la cutcherry quedó vacía y el magistrado invitó al comisario de policía a su casa para picar algo al estilo inglés. Sin embargo, antes insistió en que su visitante le acompañara a dar una vuelta por el pueblo. Empezaron por la escuela, llamada la Academia Anglo-Vernácula, donde el maestro dirigía un círculo de alumnos con vientres hinchados cubiertos sólo con desgastados trozos de muselina que cantaban el alfabeto inglés. Uno de los estudiantes tartamudeaba sin éxito intentando pronunciar la letra R. Frank se puso pálido al verlo y apuntó a su guía que ya podían marcharse. Tras dejar la escuela, los dos funcionarios cruzaron un puente nuevo y visitaron varios desagües que se habían instalado a lo largo de la calle bajo supervisión del magistrado. Por dondequiera que pasaban, el magistrado señalaba con orgullo la ausencia de mendigos.
Cuando por fin regresaron al bungaló del juez, el tentempié estaba listo. Los criados les servían vino a la misma velocidad a la que bebían.
– ¿Así que su departamento sigue a la caza del ladrón fugado? -comentó el magistrado.
– Creemos que puede estar en las montañas. Tengo a dos de mis hombres siguiéndole los pasos en este mismo momento.
– Usted sabe, señor Dickens, que mis conciudadanos desean que ese ladrón sea arrestado con tanto empeño como la policía blanca. Como ha visto en la cutcherry, cuando roban una vaca, son mis compatriotas los que sufren.
– En esta ocasión no se trata de una vaca -dijo Frank arqueando una ceja-. Se trata de opio, babu. El inspector jefe va a estar muy pendiente de que este caso se resuelva.
– Sí, sí, el opio… ¡Importante! -levantó su copa en un brindis-. Bebamos por aquellos que reciben un salario por cultivarlo para venderlo a China, pero también por los nativos que son lo bastante débiles para ingerirlo antes de venderlo en el extranjero. La joven Bengala no es más que un niño que ha crecido demasiado para su ropa. Hasta que mi pueblo aprenda a aceptar una vida como la de los ingleses, se beneficia de un embotado sentido de la realidad, un torpe estado de ánimo, si se me permite decirlo así. Nadie quiere otra insurrección, comisario.
Tras otro rato de conversación Frank tiró de la cadena de su reloj.
– Ah, sólo un instante más, comisario -dijo el magistrado ante las muestras de impaciencia de su visitante-. ¿Se ha dado cuenta?
El magistrado levantó la mirada hacia una hilera de libros situados sobre la cabeza del inspector. Era una exquisita colección de las novelas de Charles Dickens.
– Ediciones ilustradas. Soy tan admirador de la obra de su padre como cualquiera de sus compatriotas, se lo aseguro. Me entristeció profundamente el imaginarme su silla vacía después de conocer las nuevas. ¿Regresará usted a Inglaterra para presentar sus respetos?
– Usted conoce tan bien como yo la cantidad de trabajo que tiene el departamento de policía. Me tomaré un mes de vacaciones en Inglaterra cuando las cosas estén más tranquilas. Tal vez el año próximo.
Por primera vez, el magistrado miró a su invitado como si fuera un extraño.
– Supongo que algunos comportamientos de los ingleses son demasiado fríos para que los entendamos los bengalíes -murmuró.
Frank se terminó el vino y dejó la copa, levantando luego la mirada con un gesto defensivo.
– ¿Sabe lo que me dijo mi padre cuando le comuniqué que quería irme al extranjero, babu? Sólo le había pedido que me proporcionara un caballo, un rifle y quince libras. Mi padre se rió y me aseguró que me robarían las quince libras, que el caballo me tiraría al suelo y que me volaría la cabeza con mi propio rifle -Frank hizo una pausa y luego añadió-: Con el tiempo, Bengala se ha convertido en mi hogar y me he ganado el respeto tanto de los europeos como de los nativos, un respeto que nunca se me ofreció en Inglaterra.
– ¿Tiene usted hermanos, señor?
– Cinco hermanos y dos hermanas, sí.
– Yo también tengo siete hijos, señor Dickens, y me temo que muchas veces los padres esperan demasiado de sus retoños -respondió el magistrado solícito-. Me atrevería a decir que, sobre todo, de usted.
– ¿Qué quiere decir?
– ¡Acérquese a ese espejo de encima de mi cómoda, señor Dickens! El parecido que guardan sus ojos y boca con los de su padre es asombroso. Estoy convencido de que, cada vez que le veía, se veía a sí mismo.
– Mi pa-padre -Frank se interrumpió. Volvió a empezar, conteniendo esta vez la emoción-. Mi padre nunca se vio en mí. A pesar de que sus admiradores lo imaginan como uno de los hombres más tolerantes, no tuvieron la ocasión de verse sometidos a su disciplina. Tener el mundo a los pies durante treinta años hace que uno crea que es de una naturaleza perfecta. Siempre nos dijo que su nombre era nuestro mejor capital y que no lo olvidáramos nunca.
La conversación se vio interrumpida por un inesperado alboroto fuera del bungaló. Los dos hombres salieron apresuradamente y encontraron a un indio que se debatía agarrado por varios policías nativos.
– ¿Qué pasa aquí? -inquirió Frank.
– ¡Comisario Dickens! ¡Éste es el dacoit del opio que faltaba! -gritó uno de los policías de piel oscura. Tras algunas indagaciones, quedó claro que, efectivamente, era el ladrón que había escapado de Turner y Mason en la selva. Se había escondido en un sótano de barro unas cuantas aldeas más allá, hacia el interior de la selva. Al ver a Frank paseando por las calles, un compatriota se había adentrado en la selva para advertirle de que la policía andaba cerca. Le habían seguido y habían detenido al ladrón cuando intentaba huir.
Frank ordenó a los policías que maniataran al prisionero y lo pusieran en un carro para llevárselo al cuartel.
– Se dará cuenta, señor comisario, de que mis compatriotas ni siquiera ahora, en nuestra infancia intelectual, intentan eludir la justicia -dijo el magistrado con una sonrisa que le llenaba la cara-. Estoy deseando escuchar su caso ante mi cutcherry.
Después de haber dado agua a su sediento caballo, Frank montó en él y bajó la mirada hacia el babu.
– Nuestro recorrido por los senderos, los puentes, la escuela… Usted quería que todo el mundo me viera para asegurarse de que alguien fuera a dar la alerta al ladrón y así atraparle. Y para retrasar mi partida hasta que su plan surtiera efecto, sacó el tema de mi padre.
Su anfitrión mantuvo la amplia sonrisa.
– Los dos hemos obtenido el resultado que deseábamos.
– Eso me hace pensar, babu, que los habitantes de su jurisdicción temen a los británicos, pero no le temen a usted. ¿Cómo afecta eso a su promesa de mantener el orden? Recuerde que, aunque sea usted nativo de esta tierra, es el representante de Su Majestad la Reina.
– No lo olvido nunca, comisario -respondió el magistrado haciendo una reverencia.
– ¡Agentes, monten con el prisionero! -Frank dijo esto en un tono suficientemente alto como para que le oyeran todos los observadores de los alrededores-. Babu, puede usted estar seguro de mi más profundo agradecimiento… Le sugiero que informe a todos los amigos y familiares de este bellaco de que prestar ayuda a un rufián, aunque sea de la propia sangre, no será bien visto por las autoridades británicas. Quedan avisados.
– Imagínese -dijo Fields mesándose la barba hasta dejarla convertida en un revoltijo enmarañado-. Esta mañana, al leer los periódicos con el café, me entero de que ese abogadillo quisquilloso con el que consultó usted, ese Sylvanus Bendall, ha aparecido muerto en la calle. ¡Con el cuello cortado de oreja a oreja y la cabeza colgando de un hilo! La policía se está volviendo loca. La misma gente que hizo que se aboliera nuestro corrupto departamento de detectives está pidiendo que se vuelva a convocar. ¡El alcalde culpa a las vías del ferrocarril porque traen forasteros a nuestra ciudad!
Era temprano por la mañana y Fields paseaba nervioso sobre la lujosa alfombra de su despacho, manoteando mientras hablaba. Era como si señalara a los diferentes retratos y fotografías del pasado y del presente de la editorial que había en las paredes. Aquéllos eran los artistas que habían llevado la literatura a las masas, que habían cambiado las mentes sobre prejuicios y política, que habían reconstruido los puentes entre Inglaterra y América, todo a través de las páginas de sus novelas y poemas.
Osgood estaba sentado en silencio en una silla contigua a la que acababa de dejar vacía el agente Carlton.
– Bendall no me dijo toda la verdad sobre la muerte de Daniel Sand, señor Fields -replicó Osgood después de esperar a ver si Fields iba a decir algo más.
Fields observó a Osgood como si no le hubiera visto nunca en su vida.
– ¿Y usted cree que ha sido por eso por lo que le han asesinado? -preguntó sarcásticamente-. Dudo mucho que la razón tuviera algo que ver con Daniel Sand, un muchacho de diecisiete años y un empleado corriente.
Osgood no quería traspasar los límites de su posición. La necesidad de ser resolutivo que imponía su oficio le había ayudado a reconocer que a veces podía ser demasiado precipitado a la hora de abrazar sin condiciones una nueva idea antes de comprenderla del todo y, en otras ocasiones, de discrepar demasiado alegremente. Pero no podía alterar su opinión.
– Bendall estaba presente cuando Daniel murió. Las páginas anticipadas de los episodios que Daniel tenía que recoger, las que debíamos utilizar para publicar la entrega, desaparecieron, a pesar de que el conductor creía haberle visto llevar un paquete.
– Ya sabemos que el joven Sand estaba bajo el influjo del opio, Osgood. Podría haber dejado caer el paquete en un charco sin darse ni cuenta. En cuanto a Bendall, ¡a un hombre se le puede rajar el cuello por menos de la leontina de un reloj o un alfiler de oro! Incluso en éste -Fields hizo una pausa teatral-, ¡el septuagésimo año del siglo diecinueve!
– ¿Qué me dice del hecho de que Dickens escriba sobre los consumidores de opio en las primeras páginas de Drood y que ésa sea, según la policía, la razón de la muerte de Daniel? ¿Es una coincidencia?
– ¿Qué otra cosa podría ser? Daniel era un consumidor de opio como lo son cada día más personas. Seguramente por eso decidió Dickens escribir sobre ese tema en primer lugar, a causa de la cantidad de gente que se ha perdido en las brumas de esas drogas, ¡aquí y en Inglaterra! Dickens siempre ha sido consciente de las enfermedades sociales, desde sus primeras novelas. ¿Cree que el conductor del ómnibus quería impedir que Daniel cumpliera con su encargo? Al diablo con Daniel Sand. Ya no es problema suyo. Nadie espera que haga nada mas.
– Lo sé. Y sin embargo hay algo…
– Osgood, le ruego que considere…
Osgood no estaba dispuesto a ceder.
– Hay algo raro en todo esto, señor Fields. La explicación de la policía parecía poco fiable desde el principio. ¡Yo confiaba en Daniel Sand como en mi propio hijo!
Fields frunció el ceño.
– En esta profesión, nuestros hijos son los autores, Osgood, y es nuestro deber, nuestro único deber, protegerlos. ¿Cree que no he pensado en tener mis propios hijos si Annie estuviera más predispuesta a ello? Pero ¿qué tiempo tendría para dedicarles y qué tendría que sacrificar?
Osgood cambió de táctica.
– Si puedo, dedicaré un poco de tiempo a hacer pesquisas. Aunque sólo sea por su hermana Rebecca.
– ¡Piénselo, Osgood! ¿Qué habría pasado si hubiera estado con Sylvanus Bendall cuando ocurrió eso? Habría quedado para los perros y los buitres, y su cabeza estaría ahora en la comisaría de policía con ese forense de ojos de langosta hurgándole los sesos con los dedos. Curiosidad: ¿cómo se llama esta empresa?
Osgood adoptó una actitud contrita. Sabía lo que Fields pretendía con aquella pregunta y hasta los ojos de la extensa galería de retratos parecían estar esperando la respuesta. A la izquierda, el rostro del señor Longfellow, el primer poeta auténticamente nacional, paciente y bueno en su remota mirada. A la derecha, los ojos llenos de estricta contención clerical de Emerson, con una ligerísima sonrisa en las pupilas, conocedores del mundo y exigiendo lo mejor de él como sus afamados ensayos. Al frente, la mirada fuerte del varonil Tennyson, henchida de confesiones íntimas y soñadoras en tono de poesía épica. Sobre el escritorio de pie, la mirada baja de la cabeza prodigiosamente intelectual del melancólico Hawthorne.
Osgood respondió a la pregunta de Fields dócilmente.
– Fields, Osgood y Compañía.
Fields encendió un puro y lanzó al aire círculos de humo.
– Ahora mire a su alrededor, mi querido Osgood. Deténgase un minuto y observe. Podríamos perder todo esto. Todo lo que ve, todo lo que Bill Ticknor y yo pusimos en pie y que usted, mi querido amigo, usted está llamado a dirigir si esta casa logra sobrevivir a este período.
– Tiene razón -dijo Osgood.
– El alma humana es un misterio inexplicable. No podemos saber por qué Daniel Sand eligió seguir el camino que siguió; por qué decidió dejar sola a su pobre hermana. Pero usted tiene que olvidarse de él. Recuerde que hay dos cosas en esta vida por las que no merece la pena llorar: lo que tiene remedio y lo que no tiene remedio.
En ese punto Fields hizo una pausa antes de decir:
– Sé exactamente cómo va a volver a implicarse en lo que tiene delante. Va usted a embarcarse con dirección a Londres para tomar las riendas del problema de Dickens.
A Osgood le pilló por sorpresa.
– Pero ¿quién se va a ocupar de las cosas de aquí si nos vamos los dos?
Fields sacó un paquete de su escritorio y se lo entregó a su socio menor mientras sacudía la cabeza.
– Los dos no. Yo me voy a quedar exactamente donde usted me ve. En cuanto a cualquier compromiso que tenga aquí, yo me encargaré de atenderlo por usted.
– ¡Se ha estado preparando para el viaje, señor Fields! Ha reunido cartas de presentación, ha anunciado su llegada…
– Puede usarlas usted en mi lugar. Y, además, ¡su cara de persona honesta es su carta de presentación! Para ser totalmente claro, a Annie no le ha hecho ninguna gracia la idea de que me vaya desde que oyó hablar de ella. Quiere que el resto del verano pase los fines de semana en Manchester-by-the-Sea; dice que hará mucho bien a mi salud. Además, ya sabe que soy un navegante penoso. En mi último viaje a Inglaterra tuve el honor de ser el pasajero más mareado a bordo, más todavía que las vacas. Vamos, no discuta. Recuerde lo que decía nuestro querido Hawthorne: «América es un país del que hay que estar orgulloso, ¡y del que hay que huir!».
Tal vez El misterio de Edwin Drood había ejercido sobre él una influencia descabellada, haciéndole ver espectros de maldad donde no los había. ¡No había ningún misterio en la muerte del pobre Daniel, ni conexiones entre aquel terrible accidente, al que se arriesgaban todos los hombres y mujeres al salir a las calles de Boston, y el salvaje asesinato de Sylvanus Bendall! En la vida real sólo había pérdidas y tristeza, no relaciones significativas con los capítulos de las novelas por entregas.
A un visitante ocasional de Boston se le podría perdonar que pensara que en la ciudad conocida como el Centro del Universo todos sus habitantes pasaron aquella tarde preparando aceleradamente el viaje de James Osgood al otro lado del océano. Había una avalancha de preparativos que tenía que hacer él mismo o mandar hacer, tanto para los que se quedaban como para sus viajes. Ver a Osgood corriendo en persona de un destino a otro todo aturullado habría sorprendido a aquellos que conocieran al siempre compuesto editor.
En el exclusivo barrio de Beacon Hill, dentro de la casa de ladrillo de tres pisos situada en el 71 de Pinckney Street que había comprado con los beneficios de la gira de Dickens, Osgood daba instrucciones detalladas a su ayudante sobre el mantenimiento de aquella tranquila morada y de su segundo dueño, el señor Puss, su gato de largo pelo naranja y blanco, pagado de sí mismo y presuntuoso. El señor Puss, que normalmente se conformaba con estar tumbado entre los libros de la alfombrada biblioteca de Osgood, se sentía arrancado de su trance habitual por el correr de los criados que lustraban las botas y preparaban los trajes del editor para su equipaje.
Osgood fue a casa de los Fields, que estaba nada más doblar la esquina de Charles Street, a que Annie Fields le proporcionara la lista de hoteles y amigos en Londres. El mismo Fields en persona llegó mientras Annie acababa de copiar la lista para el socio menor en su escritorio.
– Aquí tiene, querido Ripley -le dijo Annie a Osgood entregándole una hoja con su membrete.
– Ah, bien, Osgood, ¿va a volver a la oficina cuando esta hermosa dama acabe sus asuntos con usted? -preguntó Fields. Cruzó el luminoso salón y se inclinó para besar a su sonriente y joven esposa en la mejilla.
– Por supuesto, mi estimado Fields -dijo Osgood-. Volveré andando con usted. Sinceramente, no sé cómo voy a acabar todo lo que tengo que hacer si debo zarpar mañana.
– Considero que las tareas que me habían sido encomendadas ya están resueltas, señor Osgood -dijo Annie-. ¿No va a tener ninguna ayuda en Londres?
– No lo creo -respondió Osgood.
– ¿Qué le parece el señor Midges? Se puede confiar en su eficacia -sugirió Fields-. Aunque, pensándolo mejor, las revistas se vendrían abajo sin el apoyo de su capacidad aritmética.
Conteniendo un escalofrío interno, Osgood estuvo de acuerdo en que la supervivencia básica de las revistas requería la presencia de Midges en Boston.
– Entonces, una asistente -propuso Annie-. En fin, Jamie, no puedes mandar al señor Osgood a una empresa semejante sin los recursos necesarios -reprendió a su marido.
– ¡Una asistente! -exclamó Fields ahuecando el pecho como si quisiera proteger las partes inocentes de tal idea-. ¿Qué le parecería al resto del mundo que nuestro respetable Osgood cruzara el mar con una mujer joven soltera o, si tal es el caso, con una casada?
– Parecería algo perfectamente moderno -respondió Annie despreocupadamente.
– ¿Qué me dicen de la señorita Sand? -se escuchó decir Osgood.
– ¿La señorita Sand? -repitió Fields lentamente, deteniéndose luego para ver si quedaba algo sin decir en la expresión de Osgood. No vio nada, de manera que continuó-. Es bastante enigmática. ¿Y no es también soltera?
– Es una idea excelente -dijo Annie con palabras que conferían al socio menor un real beneplácito.
– Pero, bueno, ¿qué diferencia hay? -preguntó Fields, aunque sólo por diversión, porque sabía que la discusión con Annie estaba ya perdida una vez que tomaba una decisión.
– Si lo entiendo correctamente, querido mío -dijo Annie-, los términos del divorcio de la señorita Sand establecen que no puede tener ninguna relación sentimental. No está ni soltera ni casada. Vamos, llevarse a esa chica daría al mundo una imagen tan casta como llevarse al señor Midges.
– Desde luego, es una compañera de viaje un poquito más atractiva que el señor Midges -concluyó Fields cediendo con reservas-. Muy bien, me ocuparé de que mi secretaria reserve el pasaje de la señorita Sand en tercera clase de inmediato.
Osgood sonrió y le agradeció a Annie la sugerencia. La inesperada decisión le había agradado más de lo que cabía esperar. Por una parte, no se enfrentaría totalmente solo a la tarea encomendada. Tendría a su lado a una persona que era al mismo tiempo una compañía agradable y alguien extremadamente competente. Y si Osgood necesitaba una distracción de la muerte de Daniel, sin duda Rebecca era la persona que más la necesitaba en el mundo entero.
– ¿Qué le parece?
Le preguntó Osgood a Rebecca tras explicarle la idea cuando regresó a la oficina y la encontró llevándole un manojo de contratos al señor Clark, del departamento financiero.
– Me honra que haya decidido confiarme esa responsabilidad. Esta noche me ocuparé del resto de los preparativos -dijo.
Pasaron varias horas, y unas cuantas más desde que Osgood se hubiera marchado a casa a pasar la noche, antes de que Rebecca se diera cuenta de que estaba sonriendo ante la sorprendente oportunidad de viajar, de colaborar y de asegurar su futuro en Boston ayudando a Osgood en su misión. Sabía que podía cambiar las cosas, aunque tan sólo fuera ligeramente. Las oficinas de la editorial estaban casi por completo vacías, pero Rebecca seguía en el despacho, recogiendo enérgicamente pilas de papeles y documentos para su viaje. Bajó rápidamente al sótano, donde se alineaban hileras de cajas metálicas que contenían registros y publicaciones, cada uno de los pasillos con el nombre de uno de los autores, como el callejón de Holmes. Estaba tan emocionada que empezó a ejecutar una pequeña danza por la avenida Longfellow.
– Espero que no se esté perdiendo ninguna fiesta por estar aquí esta noche, señorita Sand.
– ¡Oh! -Rebecca se sobresaltó-. Vaya, señor Midges, lo siento. No creí que hubiera nadie aquí abajo tan tarde.
Midges, sudando profusamente, estaba sentado en el suelo revisando un libro de cuentas. Con la cabeza descubierta, su pelo ralo se levantaba sobre su cráneo como si hubiera visto un fantasma.
– ¡Tarde! Para mí no lo es. Vaya, esta empresa se iría a la ruina si yo no pasara aquí la mitad de mi vida. Ojalá no estuviera en este sótano cochambroso, tesoro. Pero la lista de suscriptores tiene que estar en perfecto orden y es un desastre desde que andamos cortos de empleados.
Rebecca retiró la mirada ante esta irreflexiva alusión a la muerte de Daniel.
– Buenas noches, señor Midges.
– ¡Espere! ¡No se vaya! -tartamudeó Midges incómodo y luego empezó a emitir su arbitrario silbido para tranquilizarla-. Siento muchísimo lo que le ocurrió a su pobre hermano, le doy mi palabra. Es horriblemente triste. Tuve un hermano pequeño que murió en mis brazos cuando tenía cuatro años. Sencillamente dejó de respirar, y nunca he podido olvidar ese momento.
– Siento lo de su hermano, señor Midges…, y le agradezco que me lo haya contado. Ahora tengo que acabar el encargo del señor Osgood.
– Sí, sí, es usted muy trabajadora -balbuceó Midges con una ligera turbación, como si le hubiera negado el último baile en una fiesta en favor de Osgood-. Si me permite que le diga una última cosa… Como hombre que respeta las conductas morales, lo sentí especialmente al enterarme de las terribles circunstancias en que murió Danny. Siempre había tenido un alto concepto de él.
Una expresión de temor invadió el rostro de Rebecca, dejando claro que no entendía a qué se refería. Midges continuó hablando con un temblor de placer en sus palabras.
– Bueno, escuché cómo el señor Osgood le contaba lo del opio al señor Fields cuando se sentaron juntos en el comedor. ¡En fin, me parece algo realmente lamentable! Parecía un chico tan sencillo… Si yo tuviera una hermana, tesoro, y ésta fuera tan bella y sensata como usted, por ejemplo…
Rebecca se levantó el bajo del vestido y subió las escaleras apresuradamente para alejarse de Midges tan rápido como le fuera posible.
– ¡Buenas noches, señorita Sand! -alzó la voz Midges detrás de ella con una expresión descorazonada y confusa-. ¡Qué criatura tan valiente y varonil! -se dijo para sí.
Rebecca subió al piso de arriba y apoyó en el escritorio los puños fuertemente cerrados. Sentía un gran peso apretándole el pecho y una lágrima recorrió su mejilla enrojecida. No eran lágrimas de tristeza; eran lágrimas de cólera, de frustración, de rabia. Eran lágrimas difíciles: no querían salir y no querían quedarse dentro. Apenas consciente de lo que estaba haciendo, encontró el pañuelo que Osgood le había ofrecido el día que le dio la noticia y observó el bonito trazado del monograma JRO. En sus cartas personales firmaba con un informal «James» pero añadía «(R. Osgood)». El resto del mundo le consideraba cordial y preparado para todo, pero ella valoraba el hecho de haberle visto en momentos de consternación: se sentaba con una mano, y a veces las dos, detrás de la cabeza, como si quisiera soportar el peso de los pensamientos que la llenaban. Por las noches, ya en casa, pensaba en él como James en vez de señor Osgood. Que hubiera dicho aquellas cosas de su hermano le resultaba desolador, ¡y al alcance de los oídos de todos! Había sido una tonta por creer que era su abogado defensor.
Esperó a que llegara un coche de caballos que la llevara cerca de Oxford Street, lo que supondría un gran avance, pero en aquel torbellino de emociones no podía soportar la aglomeración de todos los demás trabajadores que iban camino de sus hogares. El paseo hasta casa le pareció al mismo tiempo instantáneo y cruelmente tedioso.
Ya en su habitación de la pensión de segunda clase, la calma y el silencio le parecieron asfixiantes después de su precipitada vuelta a casa. ¿Aquellas paredes vacías eran todo lo que quedaba de su vida? Sin familia, sin Daniel, sin marido y ahora sin la confianza siquiera que siempre había creído ganarse del señor Osgood, un hombre al que admiraba más que a ninguna otra persona en Boston por proporcionarle una profesión decente y respetable. La ira había quemado sus lágrimas dejándola sólo con el pánico. Sin saber por qué, el orden de su diminuta habitación la aturdió, así que sacó su baúl de debajo de la cama y se puso a reorganizar sus pertenencias.
Se le pasó por la cabeza no presentarse en el muelle por la mañana y, más aún, ni siquiera regresar a la editorial ni a Boston. Si pudiera elegir, no volvería a ver al señor Osgood. Pero aquella habitación, la vieja señora Lepsin y su familia de tristes huéspedes, aquello no podía ser lo que quedara de Rebecca Sand; no podía ser todo lo que permaneciera de ella en Boston; esa vida insignificante debía de haber ocurrido en algún otro universo. Necesitaba el viaje que se le ofrecía. Y sabía que lo que más necesitaba en aquel momento, más que ninguna otra cosa, era una explicación de labios de Osgood.
A bordo del transatlántico con destino a Inglaterra, Osgood repartió libros con liberalidad en el salón principal, haciéndose al instante con la amistad de una docena de caballeros y la mitad de ese número de damas cuyos nombres y gustos llegó a conocer mediante esta presentación. La nave, el Samaria, era un lugar ideal para que Osgood desplegara sus dotes naturales de sociabilidad. Alejados de sus ocupaciones diarias, los pasajeros, al menos si el tiempo era bueno, tenían una buena disposición a mostrarse corteses, educados y sociables. Nada podía animar más a un editor y a un hermano mayor, como era el caso de James R. Osgood, que ayudar a un barco lleno de gente a ser felices. No era el tipo de hombre que cuenta chistes, pero solía ser el primero en reír con ellos. Y cuando los contaba, luego se tenía que recordar a sí mismo que no debía hacerlo, ya que, con demasiada frecuencia, había alguien que se tomaba muy en serio lo que él decía en broma.
Los hombres de comercio que viajaban en tercera clase, con las miras puestas siempre en el ahorro a pesar de sus abultadas bolsas, hacían cola para recibir los regalos de Osgood. El compañero de viaje más sociable del joven editor era un mayorista de té inglés, el señor Marcus Wakefield. Como Osgood, era joven para sus importantes éxitos como hombre de negocios, aunque las arrugas de su rostro sugerían que era una persona más endurecida de lo que correspondía a sus años.
– ¿Qué es lo que veo? -preguntó Wakefield después de presentarse. Era apuesto y pulcro, con una forma de hablar espontánea, segura y casi desenfadada. Se acercó a la maleta de libros que llevaba Osgood-. He estado en la biblioteca de este barco muchas veces y afirmo que usted tiene una selección mejor, señor.
– Señor Wakefield, por favor, elija uno para empezar el viaje.
– ¡Encantado!
– Es que soy editor. Socio de Fields, Osgood y Compañía.
– Es un oficio en el que soy un absoluto ignorante, a pesar de que podría decirle cada una de las especias que componen el té más fuerte de doce países o si el té de la nueva temporada es el pekoe, el congou o el imperial. Perdone el atrevimiento de mi pregunta, pero ¿cómo puede regalar su mercancía en vez de venderla? ¡Me gustaría estrechar la mano del hombre que puede hacer eso!
– Los libros no son nuestros. Sólo los autores son los dueños de los libros. Y es la honorable labor del editor encontrar lectores que los compren. Me gustaría decirle, señor Wakefield, que un buen libro abre el apetito del lector de tal manera que en el próximo año leerá diez más.
– Es muy amable.
– Además, en las aduanas de Liverpool comprueban todos los libros que salen del barco en busca de reediciones de libros ingleses, para confiscarlas. Le digo, señor Wakefield, que si no me deshago de estos libros como he planeado, me retendrán durante horas mientras los examinan.
– Entonces, si usted insiste, me presto a actuar como un ladrón, pero durante nuestra travesía se lo devolveré multiplicado por diez en amistad… y en té.
Osgood no interrogó a Rebecca Sand hasta la segunda mañana, momento en que empezó a pesar sobre los viajeros la realidad de estar atrapados en medio del mar lejos de su hogar y sus amigos. Aunque ella siempre tendía a reservarse su opinión, se había mostrado inusualmente distante con su jefe desde que habían subido a bordo. Al principio, Osgood pensó que sólo quería mantener una actitud profesional en aquel entorno nuevo, rodeados de desconocidos, algunos de los cuales podrían censurar que una mujer joven viajara por negocios.
– Señorita Sand -dijo Osgood cuando se encontraron en cubierta-. Espero que haya conseguido eludir el mareo.
– He tenido esa suerte, señor Osgood -respondió ella secamente.
Osgood se dio cuenta de que tendría que ser más directo.
– No he podido evitar observar un cambio en su comportamiento desde que salimos de Boston. Corríjame si me equivoco.
– No se equivoca usted, señor -respondió ella con firmeza-. No se equivoca.
– ¿Este cambio es hacia mí en particular?
– Así es -concedió ella.
Osgood, percibiendo que iba a tener que escalar una montaña más empinada de lo que esperaba en la tensa relación entre ambos, buscó en cubierta dos tumbonas contiguas y le preguntó si quería contarle más. Rebecca dobló los guantes sobre su regazo y le explicó con calma lo que le había contado Midges en el sótano de la oficina.
– ¡Midges, ese ogro! -exclamó Osgood mientras cerraba el puño alrededor del brazo de la tumbona. Se puso de pie y dio una patada con la bota a un imaginario Midges de miniatura, tirándolo por la borda-. Qué desconsiderado y cruel. Tendría que haber tenido más cuidado de que no escuchara la conversación privada con el señor Fields. Siento mucho que haya pasado esto.
Osgood le contó que el agente Carlton y el forense habían concluido que Daniel se había convertido en un consumidor de opio. Esta vez no le ahorró ninguno de los detalles.
– Yo no les creí -le dijo-. Entonces me enseñaron las marcas de sus brazos, señorita Sand, que dijeron que eran de una aguja «hipodérmica» para inyectarse opio en las venas.
Rebecca pensó en todo lo que le contaba con la mirada perdida en el agua, luego sacudió la cabeza.
– Compartíamos la habitación. Si Daniel hubiera sido consumidor de opio me habría dado cuenta hasta de los más pequeños detalles, bien lo sabe Dios. Cuando mi marido regresó de Danville después de la guerra necesitaba tener a mano ampollas de morfina o cáñamo de India a todas horas. Iba por ahí con una permanente expresión de aturdimiento, una imperturbabilidad que no le permitía ni trabajar ni dormir ni comer. No quería tener a nadie cerca ni que le visitaran, salvo aquellos que encontraba en su soledad, en los libros y en sus sueños. Había sobrevivido al campo de batalla pero tenía el alma destrozada por los males de lo que el doctor llamaba la enfermedad del soldado. Daniel cayó lamentablemente en sus propios excesos nada más mudarnos a Boston y cuando supe lo del accidente tuve que preguntarme si no habría reanudado sus malos hábitos con la ginebra. No, yo habría notado las marcas. Se lo habría visto en la cara. No me habría cabido ninguna duda, señor Osgood. Y habría tomado cartas en el asunto inmediatamente.
Osgood dijo comprensivo:
– Yo tampoco pude entenderlo.
– ¿No pudo entender que la policía tuviera razón o que Daniel hubiera traicionado su confianza? -preguntó Rebecca.
Osgood la miró y se encontró con sus ojos furibundos. Una encendida rosa se había abierto en sus suaves mejillas y tenía los ojos entrecerrados. Osgood, escarmentado, cedió con un movimiento de cabeza.
– Tiene mucha razón al enfadarse conmigo por no haberle contado todo esto. ¿Está enfadada? Quiero que se exprese con entera libertad.
– No puedo creer que me ocultara los detalles del informe policial, tanto si era correcto como si no. Si debo cuidar de mí misma como lo haría un hombre sin depender de nadie más, entonces espero que no se me trate como un objeto indefenso. ¡Me arrebató la posibilidad de defender su buen nombre! Estoy agradecida por mi puesto, y mi supervivencia depende de él, de manera que no puedo exigir demasiado en mis circunstancias, lo sé. Pero creo que me merezco su respeto.
– Ya lo tiene. Se lo aseguro -dijo Osgood.
Rebecca estaba alojada en los camarotes menos lujosos del barco. No tenían timbres eléctricos para llamar a los camareros, y tampoco lámparas ornamentales, paneles pintados ni techos en cúpula como los de la cubierta superior, ocupada por las clases más altas. Rebecca aprovechaba el tiempo que pasaba en aquel diminuto camarote para leer. Al contrario que la mayoría de las chicas que conocía en Boston, ella no leía en busca de sensaciones, sino para comprender su propia vida de un modo más directo y para aprender más cosas del oficio de la edición. Para la travesía en el transatlántico se había llevado un libro bastante técnico sobre la historia de la navegación.
También llevaba consigo uno de los barcos embotellados de Daniel. Y pensar que era ella la que navegaba a través del océano y no su hermano, que tanto había deseado aquel viaje… Si existía una parte inmortal de Daniel, seguro que estaba allí junto a ella.
A veces, por la noche, salía a cubierta y se apoyaba en la barandilla para contemplar en silencio el mar y las estrellas, y el horizonte donde se encontraban.
– ¡Un viaje por mar es tan romántico! -exclamó una joven pasajera al ver la actitud de Rebecca una mañana. Era Christie, una chica de ojos verdes cubierta de pecas de la cabeza a los pies que compartía el camarote con Rebecca-. ¿No le parece, señorita?
– Romántico -repitió Rebecca sacudiendo la cabeza-. No lo sé.
La chica pecosa insistió en su argumento.
– Es usted un poco simple, ¿verdad, señorita? ¿Cómo es posible que no lo crea? ¡No me diga que no se ha dado cuenta de la cantidad de caballeros apuestos que hay en el barco! No tengo intención de seguir mucho tiempo trabajando como niñera y viviendo con perezosas doncellas irlandesas, ¿sabe?
– ¿No le gustan los niños que tiene a su cargo, señorita Christie?
– ¡Esos diablillos! No me va mal, porque les digo que existe un hombre negro que se traga a los niños pequeños que no hacen caso a sus niñeras. Pero, ah, esas doncellas irlandesas, las Sallys, las Marys y las Bridgets, no tardan mucho en volver a soliviantar los espíritus de los niños.
– Desdichada -dijo Rebecca.
– No lloraré por ellos durante mucho tiempo después de que encuentre un marido. ¡Este barco está lleno de posibilidades! Piense en los solteros, los hombres de negocios y los socios de clubes, y en los jóvenes con padres ricos y en las posibilidades que ofrece el amor con uno de ellos. Supongo que una podría incluso intentar caer por accidente a las olas y esperar a ser rescatada.
– Sí -dijo Rebecca tranquilamente. La brisa había soltado su pelo negro como ala de cuervo que le caía de forma atractiva sobre la cara-. Una podría incluso ahogarse -añadió sarcástica.
– ¡Oh, o naufragar juntos solos los dos! -fue la inconsciente respuesta. Christie siguió parloteando-. Se comenta que es usted una de las cuatro chicas más guapas a bordo. Y eso a pesar de ser demasiado intelectual y de que no se puede decir una palabra a favor de su estilo, con esa ropa de luto que le da una apariencia demasiado pálida y resuelta. ¿Por qué no ponerse una flor en el cinturón de vez en cuando para dar pie a algún galanteo ocasional de los hombres? Y siempre lleva un libro apoyado en la cadera, como si fuera un chicazo. ¿Qué me dice de ese caballero encantador con el que viaja? Hay muchas mujeres que tienen las miras puestas en él si se pone usted demasiado selectiva.
– Estoy aquí para trabajar -dijo Rebecca retirando la mirada para que la chica no viera el color que subía a sus mejillas; su cuerpo la traicionaba cuando mas necesitaba su discreción-. Me gustaría mucho demostrar que soy perfectamente capaz de actuar como una persona autosuficiente. Eso es todo lo que busco del señor Osgood.
– Viste bien y nunca pierde los estribos.
– Sí, eso es cierto.
– Eso es lo que importa.
– Es muy especial por muchas otras cosas -objetó Rebecca.
– ¿Qué me aconseja?
– ¿A qué se refiere?
– ¡Sí, para impresionar a su señor Osgood!
– No es mi… Mi consejo es que el señor Osgood está dedicado a sus asuntos de negocios y no tiene tiempo para tonterías.
– ¡Qué lástima! -respondió su compañera, decepcionada por las desordenadas prioridades de James Osgood-. La habría invitado a usted a la boda, desde luego.
Durante la travesía Rebecca se reunía a menudo con Osgood en la biblioteca del barco para ayudarle a redactar cartas para los representantes editoriales de Dickens en Londres o escribir borradores de otros documentos. Aunque no podía comer en su mesa o participar en otros pasatiempos de los viajeros de primera clase, una agradable tarde se sentó en una tumbona al aire libre a leer los papeles de Drood envuelta en un chal que la protegía del viento. Se habían unido a ella algunas chicas que hacían punto. A través de un ojo de buey cercano se veía el resplandor de un salón en el que Osgood jugaba al ajedrez, juego que Rebecca le había enseñado a Daniel para pasar las tardes en la pensión de Boston cuando dejó de beber.
Al principio, consciente de que no debía espiar, se esforzó por concentrar la atención en la lectura, pero no pudo resistirse. Le fascinaba la idea de observar a su jefe sin que él lo supiera. Tuvo que recordarse a sí misma que seguía un tanto decepcionada por Osgood y, como si le aplicara una especie de castigo, decidió contener su interés por él. Pero al poco rato se encontraba tan embelesada por las maniobras del juego que también ella tramaba en silencio sus propias estrategias. Osgood alcanzó un punto crítico y se quedó con la mano paralizada sobre la mesa, y ella le instó mentalmente a mover el caballo a la izquierda del tablero de su oponente.
¡Con eso lo conseguirá, señor Osgood! pensó. Sabía que, si ganaba, él no haría más que sonreír cortésmente para no menospreciar al otro jugador.
Un instante después, tras retirar la mano descartando varios movimientos, eligió el que le aconsejaba ella. Rebecca dio palmadas encantada y dos de las chicas la miraron por encima de sus labores de punto sacudiendo las cabezas.
Después de tan sólo unos días en el mar se sentía como si estuviera en un mundo completamente diferente al de Boston. El viaje no eliminó a Daniel de su pensamiento. En su ausencia, había llegado a darse cuenta de hasta qué punto parte de la resistencia y la capacidad de recuperación de su hermano había impregnado sus propias ambiciones. La voz del muchacho se había convertido en parte de su vida interior de una manera que no era capaz de describir. La travesía la ayudó a sentirse temporalmente en paz con la muerte de Daniel, como si él formara parte de la interminable extensión de cielo, agua salada y brisas cálidas.
Una templada mañana Osgood paseaba por la cubierta superior abstraído en sus pensamientos. Se había levantado viento y el barco se movía más que de costumbre. Las náuseas se iban apoderando cada día de más personas. El médico del barco repartía pequeñas dosis de morfina para calmar los nervios. Los pasajeros que no sufrían de mareos se habían aburrido de jugar a las cartas y al ajedrez y de hablar de política mientras fumaban puros. Al cabo de un tiempo ni siquiera la campana de la comida conseguía interesarles; sólo el avistamiento de algunas ballenas conseguía acabar temporalmente con el amodorramiento general. Pero Osgood no; él había conseguido eludir el aburrimiento por completo.
Se mantenía ocupado, bien vestido y absorbido por su futura misión. Mientras que algunos hombres se dejaban ver cada vez más frecuentemente sin afeitar, él llevaba el bigote bien recortado y la cara limpia. Osgood no lo consideraba sencillamente un hábito, sino una necesidad. Su rostro, aunque compuesto por rasgos bastante agradables, era muy corriente, por no decir anodino. De hecho, no era del todo infrecuente que una persona que hubiera conocido a Osgood en un lugar (la oficina de Tremont Street, pongamos por caso) y luego volviera a coincidir con él en otro sitio (el puente de Public Garden) no mostrara el menor signo de reconocerle. A veces, era notorio que el simple cambio de la luz solar a la luz de gas, o del sábado al martes, causaba la misma confusión en aquellos que intentaban situar la identidad del editor en su memoria. Este problema se habría visto agravado si Osgood hubiera cambiado alguna vez el corte de un solo pelo de su cara, lo que el editor no se atrevía a hacer. Con ello se arriesgaría a despertar una mañana y descubrir que su casa y su posición le habían sido arrebatadas.
Osgood no había dejado de analizar las páginas de El misterio de Edwin Drood que había llevado consigo. El libro era diferente del resto de las novelas de Dickens y su empeño más artístico desde Historia de dos ciudades. Era la obra de un genio maduro, sobrio y conciso, y Osgood estaba convencido de que, una vez acabada, habría sido una obra maestra y, como todas las obras maestras, admirada e incomprendida a partes iguales. Mórbida y siniestra, describía a una familia dividida del pueblo ficticio de Cloisterham con apenas una mínima esperanza de ser felices. Los personajes estaban poseídos de tal vitalidad que uno casi podía sentir que eran capaces de salir de las páginas y llevar a cabo el resto de la historia sin contar con la ayuda de la pluma de Dickens. La gran pregunta quedaba en el aire al final de las páginas existentes: ¿Edwin Drood, el joven héroe, había sido asesinado? ¿O estaba escondido a la espera de un regreso triunfal?
Naturalmente, era imposible pensar en la desaparición de Drood sin pensar en la muerte de Dickens. Ambas estaban fundidas ya para todos los tiempos. ¿Podría suavizarse la triste realidad del uno sabiendo más del otro? Ésa era la línea de pensamiento de Osgood mientras paseaba sin rumbo por la cubierta cuando perdió el equilibrio al pisar una plancha resbaladiza y, antes de que pudiera asirse a la barandilla, cayó de espaldas estrepitosamente.
Tras un instante de confusión, se dio cuenta de que le ofrecían una mano. O una cabeza para ser exactos, la cabeza de oro de un pesado bastón de paseo. Osgood alargó la mano reticente hacia la fea cabeza tallada del monstruo con grandes colmillos y se puso de pie. Osgood había visto a aquel hombre del bigote poblado y el turbante marrón, que solía estar todo el tiempo solo y de vez en cuando daba órdenes a base de gruñidos a algún camarero o criado, blandiendo siempre su extraño bastón. Osgood había oído que le llamaban Herman y pensó que parecía un parsi, pero no sabía nada mas de él.
– ¿Está bien? -preguntó Herman con su voz áspera.
Osgood volvió a encogerse al sentir un dolor que le recorría toda la espalda.
– Pediré que venga el médico del barco -dijo Herman en un tono frío pero educado.
Para entonces, se había reunido alrededor del lugar donde se había producido la caída un corro de pasajeros de todas las clases y varios miembros de la tripulación. Rebecca vio la aglomeración que se había formado y corrió todo lo que le permitían sus piernas enfundadas en el estrecho vestido. Tuvo que abrirse camino como pudo entre las otras chicas, que expresaban su preocupación con aspavientos.
– ¡Vaya, qué fresca! -dijo Christie.
– Nosotras estábamos aquí antes, señorita -dijo otra chica de su cubierta, una llamativa pelirroja.
– Señorita Sand -exclamó Osgood aliviado-. Siento mucho este espectáculo. ¿Sería tan amable de ayudarme?
– Dispénsenme -les dijo Rebecca a la pelirroja y a su pecosa compañera con un placer mal disimulado mientras se las quitaba de delante. El viento pegaba el modesto vestido negro a su figura revelando en sus sencillas formas una belleza digna de rivalizar con cualquiera de las otras chicas más lujosamente acicaladas y adornadas que se alineaban detrás de ella. Le ofreció un brazo a Osgood.
– ¡Señor Osgood, qué mala suerte! -dijo compasivamente-. ¿Se ha hecho daño?
– La suerte, de la que dicen en el mundo de los negocios que se reparte de forma caprichosa, no ha jugado ningún papel en este fraude, mi querida damisela -le llegó una voz del círculo de mirones. Era el hombre de negocios inglés, Wakefield. El mayorista de té iba elegantemente ataviado con una capa tradicional y pantalones de cuadros. Se detuvo para hacerle una cortés inclinación de cabeza a Rebecca y continuó su camino adelante-. ¡Mi amigo Osgood, víctima!
– Señor Wakefield, se equivoca usted. El océano ha salpicado mucho la cubierta y me he resbalado en un charco -insistió Osgood.
– No. Eso es lo que este hombre querría que usted creyera -Wakefield se volvió bruscamente hacia el hombre corpulento que había ayudado a levantarse a Osgood.
– ¿Perdone? -preguntó Herman al atrevido acusador con las manos aferradas al cordón que ajustaba su túnica y estaba anudado por cuatro sitios.
– El mar ha estado ferozmente agitado, es muy cierto -continuó Wakefield-, y ése es el motivo por el que estaba paseando en vez de quedarme mareado en mi camarote. Y por eso he podido ver a este hombre echando agua de un cubo en ese rincón. Parecía estar esperando a que llegara alguien para hacerlo.
– ¿Quiere decir que lo ha hecho a propósito? ¿Por qué iba a hacer una cosa tan espantosa? -preguntó Rebecca dirigiendo la mirada a Herman. Al encontrar los ojos y la inocente sonrisa del acusado, una repulsión repentina y casi magnética la obligó a dar un paso atrás. Los ojos oscuros y maliciosos despertaron en ella una inexplicable sensación de miedo y odio.
Wakefield observó a Rebecca.
– ¡Estimada y joven señora, es usted muy inocente! Me avergüenza reconocer que en Inglaterra tenemos estafadores que abordarían a cualquier caballero de buen fondo. Viajo a menudo en este y otros transatlánticos y me han robado ya dos veces. Creo que este hombre es lo que la policía llama un descuidero o un zancadillero.
– ¿Qué? -preguntó Osgood.
– ¡Ni caso! -la cara de Herman se encendió. Se metió un palillo en la boca y lo mordisqueó tenazmente-. No sé de qué está hablando este sujeto y le sugiero que se retire.
– Un instante nada más, mi estimado señor Wakefield -dijo Osgood, el diplomático nato-. Este hombre me ha ayudado a levantarme.
– Consideremos por qué podría hacer una cosa como ésa, qué oportunidades podría facilitarle -reflexionó Wakefield a la vez que enmarcaba la parte inferior de su rostro colocando un dedo en cada curva de su mostacho descolorido.
Herman disparó una mano hacia la cabeza de Wakefield y lanzó su sombrero por el aire. La brisa lo arrastró hasta Rebecca, que lo atrapó.
– Registren a ese sujeto -ordenó el capitán, un hombre velludo y cuadrado que se había unido al corro. Señaló a Herman y los marineros le inmovilizaron. De los bolsillos de su túnica extrajeron un reloj y una cartera de piel de becerro.
– ¿Son suyos, señor? -preguntó el capitán a Osgood.
– Lo son -admitió éste consternado.
– ¡Te voy a arrancar las tripas, y a ti también! -amenazó Herman a Osgood primero y luego a Wakefield.
– Las amenazas no le servirán de nada -dijo Wakefield, a pesar de que las manos le temblaban al intentar enderezar el alfiler de su chalina. Recogió el sombrero que le ofrecía Rebecca haciendo una nueva inclinación como medio de contener el temblor.
Dos miembros de la tripulación forcejearon con Herman hasta reducirle e inmovilizaron al ladrón. La mayoría de las mujeres se cubrían el rostro con sus pañuelos o lloraban, pero Rebecca, de pie junto a Osgood, le miraba fijamente como hipnotizada. Herman dirigió la mirada hacia Osgood.
– ¡Maldito canalla! ¡Les voy a dar de comer tus piernas a los tiburones, no lo olvides!
Su voz era chirriante y profunda, una voz de barítono que le hacía desear a uno no haberla oído nunca.
– ¡Vete al diablo, villano! -dijo el capitán. Se volvió hacia uno de los marineros que tenía más cerca-. ¡Encerradle en la bodega! La policía de Londres sabrá qué hacer con él.
El médico del barco dictaminó que las heridas de Osgood eran superficiales. El capitán le ofreció una visita especial al barco, incluido el calabozo, donde a Osgood le sorprendió encontrar una hilera de celdas reforzadas más propia de un barco de guerra.
– La construcción de todos los transatlánticos ingleses está subvencionada por la Marina británica. En compensación, los construyen de manera que puedan ser utilizados como buques de guerra -le explicó el capitán-. Cañones, celdas de prisioneros y todo lo que se le ocurra.
Herman, encorvado en un rincón sobre el suelo de una de las celdas, con la mirada fija en la caldera al rojo vivo que se veía fuera de la celda, levantó los ojos hacia los visitantes, y luego volvió a mirar a la caldera. Para la evidente satisfacción del capitán, el hombre parecía derrotado. Sin embargo, Herman mantenía una sonrisa enigmática de lo más extraña, como si todos los demás pasajeros a bordo estuvieran en prisión y él fuera el único totalmente libre. Tenía los pies unidos por una cadena y las muñecas encadenadas a la pared, y las ratas corrían de acá para allá por encima de sus piernas. Le habían quitado el turbante y llevaba la cabeza completamente rasurada, salvo por unos foscos mechones de pelo en las sienes. Osgood descubrió que, por miedo o por humildad, no era capaz de mirar a los ojos de su asaltante.
Cuando Osgood y el capitán subían de nuevo las escaleras, el prisionero se puso a cantar una tonadilla infantil:
En faenas de trajín o habilidad
me mantendré haciendo cosas:
porque Satán siempre encuentra una maldad
para las manos ociosas.
Luego se oyó un sonido, como el chillido de una rata.
En los días siguientes al ataque Osgood se vio agasajado cenando en la mesa del capitán y aclamado como un héroe cada vez que coincidía con sus compañeros de viaje. Su salida diaria a cubierta para dar el paseo matinal atraía ahora una procesión de mujeres solteras. Rebecca se sentaba en su tumbona y lo observaba todo de mala gana por debajo del ala de su sombrero.
Su compañera de camarote, Christie, se sentó a su lado.
– ¡El señor Osgood es la viva imagen del romanticismo! -sonrió a Rebecca inclinándose hacia ella-. ¡Ahora es más admirado que nunca!
Rebecca se esforzó por parecer concentrada en el libro que tenía sobre el regazo.
– No me parece que haya motivos de alegría. Podría haberse hecho daño -dijo.
– Bueno, y entonces ¿cuál es exactamente su idea del romanticismo? A lo mejor es que no la tiene, señorita.
Rebecca mantuvo los ojos fijos en el libro e intentó ignorarla. Pero, contra su propia decisión, habló.
– Hasta que resucites en el Juicio Final, vives aquí y moras en los ojos de los amantes.
Christie escuchó el verso del soneto de Shakespeare y luego dijo:
– ¿Cómo dice?
– El amor no es un concepto, Christie, sino un instante. Una mirada silenciosa que te clava en los ojos alguien que sabe exactamente quién eres y lo que necesitas.
La otra chica se incorporó con una energía maliciosa.
– ¡Vaya, qué bonito! Ahora averigüemos la opinión de un caballero sobre el mismo asunto.
– ¿Qué? -preguntó Rebecca pillada por sorpresa. Giró la cabeza y vio con horror que Osgood se encontraba detrás de las sillas. Con un ligero escalofrío se preguntó cuánto tiempo llevaría en aquel lugar.
– Y bien, señor Osgood -dijo la elocuente Christie-, ¿cómo define un auténtico caballero de Boston el verdadero amor?
– Bueno -dijo Osgood tartamudeando-, la entrega absoluta a la persona amada. Supongo que eso es lo que pienso.
– ¡Qué irresistible! -replicó Christie-. Supongo que habla de ese sentimiento que experimentan los hombres, ¿verdad, señor Osgood? Oh, es mucho más encantador. ¿No le parece, señorita Rebecca? Oh, qué mala cara tiene, querida muchacha.
Rebecca se puso de pie y se alisó el vestido.
– El barco se mueve mucho esta mañana -dijo.
– La acompañaré a su camarote, señorita Rebecca -Osgood le ofreció el brazo preocupado.
– Gracias, pero puedo ir sola, señor Osgood. Querría pasarme por la biblioteca del barco.
Rebecca dejó a Osgood de pie mientras Christie seguía mirándole jugueteando con el pelo.
– La señorita no tenía por qué agarrarse esa rabieta, ¿verdad, señor Osgood?
Éste le dedicó una torpe inclinación de cabeza antes de alejarse apresuradamente.
– ¡Se ha hecho usted más popular entre las mujeres que el mismísimo capitán! -le dijo más tarde Wakefield mientras compartían sendos puros en el salón principal.
– Entonces, mañana volveré a caer de cabeza al suelo -dijo Osgood. Su compañero pareció alarmarse ante sus intenciones. Osgood se repitió el propósito de no intentar hacer chistes.
– Bueno, sospecho que con una joven como la que tiene para cantar la segunda voz en su dúo, la atención femenina no le llamará demasiado la atención.
El editor arqueó una ceja.
– ¿Se refiere a la señorita Sand?
– ¿Lleva a alguna otra bella jovencita en el baúl? -bromeó Wakefield-. Le pido perdón, señor Osgood. ¿Me equivoco al suponer que tiene planes para la joven? No me lo diga: ella proviene de una clase social diferente a la suya, no es más que una mujer entregada a su carrera, etcétera. Soy una persona bastante filosófica, como irá comprobando, mi querido amigo americano. Estoy totalmente convencido de que hacemos de nosotros lo que queremos ser y no somos esclavos de las opiniones de los chismosos que quieren juzgarnos. Puede descuidar a su familia y amigos, puede descuidar su forma de vestir, dejarse ir al demonio en definitiva, ¡pero no descuide el amor! ¡No pierda esa sirena en favor del primer Tom o Dick que no sea tan cauteloso e íntegro como usted!
Osgood tenía una sensación extraña en la garganta: no era capaz de responder adecuadamente.
– La señorita Sand es una magnífica asistente, señor Wakefield. No hay otra persona en la empresa en la que pudiera confiar más que en ella.
Wakefield asintió pensativo. Tenía el hábito de tocarse su propia rodilla, a veces con un masaje, otras con un inaudible pero concienzudo ritmo.
– Mi padre decía que soy un maestro en dejar volar mi imaginación. Y cuando lo hago olvido por completo mis modales. Le pido perdón, en serio.
– Para depositar mi confianza en su discreción, señor Wakefield, le diré que está divorciada desde hace sólo unos años. Según las leyes de la Commonwealth de Massachusetts, no puede tener ningún vínculo amoroso hasta dentro de un año más o su solicitud de divorcio quedará revocada y ella perderá los privilegios de un futuro matrimonio -Osgood hizo una pausa-. Le cuento esto para poner de relieve que es una persona muy sensata, por su carácter y por necesidad. No le interesa la emoción por la emoción como a muchas otras chicas.
Tras este rato que pasó en el salón, Osgood se sorprendió al ver a Rebecca de pie en la cubierta, con la mirada perdida en el mar.
– ¿Le preocupa algo, señorita Sand? -preguntó Osgood acercándose a ella.
– Sí -respondió girándose hacia él con un enérgico asentimiento de cabeza-. Creo que sí, señor Osgood. Si usted fuera un ratero a bordo de un barco, ¿no esperaría al final del viaje para robar?
– ¿Cómo? -preguntó Osgood sorprendido por la cuestión.
– De otro modo -continuó Rebecca en tono confidencial-, sí, de otro modo, cuando alguien informara al capitán de lo sucedido, el criminal sería atrapado en posesión de lo robado.
Osgood se encogió de hombros.
– Bueno, supongo que sí. El señor Wakefield comentó que este tipo de delito no es raro en Inglaterra, ni siquiera en los barcos.
– No. Pero ese parsi, Herman, no tiene pinta de ser el clásico carterista, ¿verdad? -preguntó Rebecca-. Piense en la descripción que el propio Dickens hace de esa especie de criminales. Suelen ser pilluelos bastante jóvenes, dispuestos a todo y afectos al beneficio rápido que pasan inadvertidos. Nada que ver con él. ¡Me pregunto si mide menos de un metro ochenta!
Unos días después el tiempo había empeorado, hacía demasiada humedad para salir a cubierta y Osgood, contraviniendo su instinto natural, estaba sentado en la biblioteca del barco, dándole vueltas al asunto de Herman. Había encontrado una edición inglesa de Oliver Twist publicada por Chapman & Hall, y buscó los capítulos en los que se describen las experiencias de Oliver en el círculo de carteristas. Era difícil regresar a la rutina cotidiana de la vida en el barco bajo la sombra de aquel ataque y las agudas observaciones de Rebecca. Y aquellas abrasadoras órbitas del ladrón que permanecían grabadas a fuego en la memoria de Osgood.
Recordando el laberinto de salas que había recorrido durante la visita con el capitán, trajo una vela de su camarote y repitió minuciosamente por los oscuros pasillos sus pasos hasta el calabozo. No temía por su seguridad, sabiendo que el prisionero estaba encadenado y que unas rejas de hierro les separaban. No, quizá sentía más temor por algo indefinido que Herman podía revelar: un peligro que todavía Osgood no era capaz de predecir. Aguijoneado por las dudas de Rebecca, había empezado a preguntarse qué podía estar haciendo un hombre como Herman en Boston, para empezar.
Cuando llegó al nivel más bajo del buque y entró en el pasillo de las celdas, negros huecos de hierro y metal, cubiertas de mugre y polvo, se detuvo delante de la de Herman. Levantó la vela y resolló sonoramente. La celda estaba vacía salvo por una rata muerta a la que le faltaba la cabeza y un puñado de cadenas colgantes.
Osgood se quedó un momento parado en el sitio, paralizado por el miedo y la sorpresa, a pesar de que era consciente de que tenía que reaccionar rápidamente. La duda podía ponerle ante un peligro todavía mayor y, peor aún, poner en peligro a su amigo Wakefield, ¡e incluso a Rebecca! Herman podía estar en cualquier lugar del barco y, si era capaz de fugarse de una celda pensada para la guerra, también podría demostrar que era mucho más peligroso que un insignificante carterista.
Osgood corrió en la oscuridad y subió las escaleras de dos en dos.
– ¿Qué le ocurre, señor? -le preguntó un camarero al que casi derriba.
Osgood le relató la situación precipitadamente y el capitán y su camarilla no tardaron en hacer acto de presencia. Se dividieron en grupos para registrar el vapor de arriba abajo en busca de Herman. Osgood y el resto de los pasajeros fueron confinados en el salón con un centinela armado para garantizar su seguridad. Cuando regresó el capitán, con la gorra en la mano, el rifle bajo el brazo y secándose el sudor que le había provocado la expedición, les informó de que Herman no se encontraba a bordo.
– ¿Cómo es posible? -quiso saber Rebecca.
– No lo sabemos, señorita Sand. Le vieron ayer por la mañana, cuando uno de mis asistentes le llevó su plato de sopa. Debe de haber forzado el cerrojo y huido durante la noche.
– ¿Huido adónde, capitán? -exclamó Wakefield mientras se daba un frenético masaje en las rodillas con ambas manos.
– No lo sé, señor Wakefield. Tal vez viera otro barco y decidiera llegar nadando hasta él. Aunque ayer la mar estaba bastante picada: es poco probable que sobreviviera a tan insensato intento. Casi seguro que haya perecido en las profundidades y descanse eternamente en el fondo del mar.
Al oír esta hipotética explicación, los pasajeros suspiraron aliviados y para cuando llegaron a sus respectivos camarotes ya estaban otra vez aburridos. Al cabo de unos cuantos días la idea de la llegada a Inglaterra borró los recuerdos del prisionero fugado. Los pasajeros guardaron los contenidos de sus camarotes en unas cuantas maletas pequeñas y pagaron a los camareros unas facturas sorprendentemente altas por las bebidas consumidas. Osgood también intentó erradicar las preguntas de su pensamiento. No así Rebecca.
– No tiene sentido, señor Osgood -le insistió una tarde en la biblioteca mientras tamborileaba nerviosamente con los dedos en la mesa.
– ¿El qué, señorita Sand?
– ¡La desaparición del ladrón!
Osgood, con una mano detrás de la nuca en su habitual postura de concentración, levantó abruptamente la mirada del libro de cuentas pero no tardó en recobrar la mencionada postura de cara a la ventana.
– No debe pensar demasiado en ese tema, señorita Sand. Ya ha oído decir al capitán que ese hombre falleció. Si nos empeñamos en creer otra cosa, podríamos creer igualmente que existen los monstruos marinos. Y si creemos en ellos, ¡seguramente habrían devorado al ladrón!
– ¿Qué clase de hombre se arriesgaría a ahogarse para escapar de una insignificante acusación de robo? ¿Y si…? -la voz de Rebecca se desvaneció, reemplazada por la percusión de sus dedos.
Unas horas más tarde se pudo ver a Osgood paseando a solas por la cubierta como la mañana de la treta de Herman. Se acercaban ya a Inglaterra y él contemplaba abstraído los navíos lejanos con destinos desconocidos que se divisaban en el horizonte. Pensaba en la expresión de zozobra que había observado en el rostro de Rebecca y sabía lo que había querido decirle antes en la biblioteca. ¿Y si Herman estuviera todavía vivo, y si vuelve por usted? Se esforzó por alejar aquellos pensamientos de su cabeza imaginando lo que habría respondido Fields, con la cabeza bien alta y la barba apuntando al frente. Recuerde el motivo de este viaje. Se trata de acabar con el misterio de Dickens, no de crear uno propio. De otro modo, nuestra empresa puede venirse abajo y nuestras vidas quedar fuera de control.