Los cinco días posteriores al ataque que Osgood había sufrido en el fumadero de opio, Rebecca cuidó de su patrono en el Falstaff Inn, donde estuvo dormido casi todo el tiempo. El médico rural de Rochester le hacía frecuentes visitas. Datchery también había ido a verle, con aire preocupado y lloroso ante el estado de Osgood. En los momentos en que intentaba andar, el editor trataba de respirar, pero la tos le vencía.
– No escupe sangre al toser -hizo notar el doctor Steele a Rebecca un día después del ataque-. Lo más probable es que las fracturas estén en la superficie de las costillas y los pulmones no hayan sufrido daños. No soy partidario de aplicar purgantes o sanguijuelas en estos casos si no hay inflamación.
– Gracias a Dios -dijo Rebecca.
– Hay que lavarle con agua fría con regularidad. Usted parece haber tenido alguna experiencia previa como enfermera, señorita.
– ¿Se recuperará del todo, doctor? -preguntó Rebecca con interés.
– El cloroformo y el brandy deberían limpiarle el cuerpo, eso se lo aseguro, señorita. Si tiene suerte.
Osgood seguía sin ser capaz de describir lo que había ocurrido en el fumadero de opio aquella madrugada que había acabado con dos de los adictos muertos y mutilados, ni siquiera cuando tenía la cabeza más clara. Rebecca estaba sentada al escritorio redactando una carta a Fields para ponerle al tanto de las últimas novedades y Datchery medio dormido en el sillón cuando Osgood despertó otra vez.
– ¡Era Herman! -gimió Osgood igual que había hecho cuando le encontró el cazador de las cloacas. Tenía las costillas envueltas en un ancho vendaje que le daba dos vueltas al cuerpo, constriñendo sus movimientos y respiración. Los mordiscos de las ratas de la cloaca se le habían inflamado por toda la cara y el cuello, formando gigantescos habones enrojecidos.
– ¿Está totalmente seguro de que era él, señor Osgood? -preguntó Rebecca acercándose a un lado de su cama.
Osgood se asió la frente con las dos manos.
– No, no estoy nada seguro, señorita Sand. ¡Después de todo, sabemos que no puede haber sobrevivido al océano! ¿Y quién le habría impedido hacerme algo peor si estaba allí para acabar conmigo? Debió de ser una visión provocada por el opio, como las serpientes y las voces. Había caído bajo su influjo.
– Averiguaremos lo que ha ocurrido, ¡eso se lo prometo! -exclamó Datchery-. Querido Ripley, querida señorita Sand, ¡se lo prometo a los dos sin sombra de duda! -tomó una de las manos de Osgood e intentó hacer lo mismo con Rebecca, pero ella se retiró desconfiada-. Dicen que te vas a poner fuerte como un toro en breve, viejo amigo. ¡Sólo dime que vas a vivir un día más y me pondré a dar brincos de alegría!
A pesar de que seguía teniendo la cabeza vendada, las lesiones de Datchery habían sido mucho más superficiales que las de Osgood. No había visto nada de lo que había ocurrido después de que le atacaran, y antes de que le dejaran sin conocimiento no se había percatado de la presencia de Herman. Como a Osgood, alguien le había arrastrado inconsciente hasta la calle. Rebecca no quería tener nada que ver con el hombre que era, responsable de haber llevado a Osgood a un lugar tan despreciable, y eso ya había provocado antes varias discusiones que se habían convertido en penosos recuerdos.
Datchery dijo:
– Señorita Rebecca, quiero ayudarles. Y usted sabe que puedo hacerlo. Permita que esa idea madure en su cabeza.
– Creo que ya nos ha ayudado suficiente -dijo ella-. Y si tiene usted la amabilidad, puede referirse a mi patrono como señor Osgood.
Datchery se mordió el labio con frustración. Luego se volvió hacia el paciente que yacía en la cama y de nuevo a Rebecca.
– Quizá deba decir algunas cosas que pueden ayudar a que usted confíe en mí, como tan rápidamente ha aprendido a hacer su patrono.
– Ah, el señor Datchery, ¿verdad? -era el doctor Steele que entraba en la habitación-. ¿Puedo hablar con usted en privado?
Datchery contempló el pálido rostro de Osgood sobre las sábanas, asintió y salió de la habitación. Para gran alivio de Rebecca, el visitante no regresó en toda la tarde.
La siguiente vez que despertó Osgood preguntó por el traje de chaqueta que llevaba la noche de la agresión y que ahora estaba colgado en el armario. Rebuscó en los bolsillos y extrajo el panfleto verde que había recuperado del mugriento suelo.
– ¡Edwin Drood! Mire.
Allí estaba. La portada era un mosaico de escenas ilustradas de la novela de Dickens. El panfleto era en realidad la quinta entrega publicada de El misterio de Edwin Drood. El doctor Steele, que volvía en ese momento para hacerle otra revisión, se acercó a la cama al ver que Osgood se había movido. Aquel doctor, un hombre enjuto y concienzudo, se había convertido en un tirano de los cuidados con Osgood. Ordenó que la luz sólo entrara por la ventana filtrada por las contraventanas y a breves intervalos.
– Le he pedido al señor Datchery que deje en paz al señor Osgood -le explicó el médico a Rebecca-. Parece que no hace otra cosa que alterarle, se lo aseguro.
– Eso creo yo -dijo Rebecca con firmeza.
Luego, el médico desaconsejó a Osgood la lectura del panfleto, que, al parecer, también le alteraba. Rebecca consintió en retirarle el cuadernillo al paciente, pero se quedó reflexionando sobre la extraña coincidencia que suponía la presencia de ese objeto en aquel lugar. ¿Las desventuras de Osgood en los bajos fondos se habían debido realmente a los peligros habituales de la zona o tenían alguna conexión con la misión que les había llevado a Inglaterra? Abrió el folleto y observó que las páginas parecían haber sido leídas, quizá muchas veces. Guardó la entrega en un cajón.
– No lo entiendo -suspiró Osgood mientras el médico le retiraba la ropa y colocaba nuevas vendas-. No entiendo cómo pueden haber tenido un efecto semejante en mí los opiáceos que respiré.
– Ah, tiene usted mucha razón -dijo el doctor Steele de manera concluyente-. Por sí solos, los vapores no pueden hacer tanto daño. Espero que la dama presente no se sienta excesivamente violenta -dijo con cautela, y esperó a que ella se diera la vuelta. Cuando vio que no lo hacía, levantó la manga de franela de Osgood y reveló lo que había encontrado en su reconocimiento.
– No comprendo -protestó Rebecca.
– Mire ahí -dijo el doctor Steele-. Una sola marca de pinchazo en el brazo del señor Osgood… de una aguja hipodérmica. ¿Lo ve?
El médico continuó hablando con un interés distante.
– Alguien introdujo en su organismo una dosis masiva del narcótico, señor. Ésa es la razón de que haya necesitado tanto tiempo para expulsarla de su cuerpo.
Rebecca notó que estaba temblando. Osgood se sentó erguido en la cama. Ambos se sorprendieron mutuamente en un momento de conmoción sin reservas. Habían viajado al otro extremo del mundo en parte intentando dejar atrás la tragedia de Daniel y ahora se encontraban con la misma inyección venenosa marcada en la piel de Osgood como la había sufrido Daniel. Todo parecía converger en una única línea de acción siniestra, aunque por qué y dónde había comenzado todo aquello era en aquel momento más misterioso que nunca.
Rebecca sabía que si el doctor Steele consideraba que cualquier conversación era demasiado inquietante para el paciente, intervendría para detenerla. Así que esperó, aparentando con toda su habilidad que la marca del pinchazo era la visión menos interesante que había presenciado en su vida. El médico no tardó en pasar a la habitación contigua para dar instrucciones muy prolijas a un recadero a fin de que obtuviera más ampollas de medicina en la farmacia del pueblo.
– Señor Osgood, ¿es lo mismo que vio usted en… en el cuerpo de Daniel? -preguntó Rebecca hablando en el susurro más tranquilo que logró producir para que el médico no les escuchara desde el otro lado de la puerta-. No debe ocultarme nada. Lo es, ¿verdad?
– Sí -susurró Osgood a su vez.
– ¿Qué puede significar?
– Nos hemos enfrentado al mismo adversario que la mañana en que murió Daniel.
– Pero ¿quién?
– No lo sé -luego Osgood susurró medio desconsolado y medio triunfante-: No fue Daniel quien se inyectó el opio a sí mismo. Ahora lo sabemos con certeza. ¡Fue envenenado, señorita Sand, exactamente igual que lo he sido yo!
– ¿Cree usted eso?
– ¡Tiene que ser así! ¡Ni siquiera el propio Dickens sería capaz de atribuir este descubrimiento a la coincidencia! Esto cambia las cosas por completo. Debemos buscar una visión más clara de todo el asunto: de Daniel, de los fumadores de opio, de Drood. Señorita Sand -añadió con una inesperada urgencia-. ¡Señorita Sand, traiga papel!
Rebecca le llevó papel timbrado del hotel, un lápiz de plomo y un libro en el que apoyarse.
Osgood escribió en el papel, tachando las palabras y volviendo a intentarlo hasta que llegó a una conclusión:
Es Dios.
Esdios.
Esdeos. Es de Osgood.
Daniel Sand no profirió una expresión de paz religiosa, pero, a pesar de ello, sus palabras tenían un hermoso significado.
– Mire -dijo-, Bendall estaba equivocado, Daniel no exclamó una última palabra antes de morir. Daniel no quería que me enfadara, ni siquiera en su último aliento. No falló a la empresa en absoluto.
Cuando el doctor Steele regresó a terminar el examen médico, la oscuridad de la habitación ocultó las lágrimas ardientes que anegaban los ojos de Rebecca.
La cálida madrugada de la agresión no había sido sólo la integridad física de Osgood lo que había estado en peligro, sino también su situación legal. Cuando recuperó parcialmente la consciencia por primera vez se encontró a sí mismo arrastrado a lo largo de los túneles del alcantarillado por dos hurgadores, los cazadores de las cloacas, que le llevaron a una comisaría de policía. Allí no pudo explicar a los agentes cómo había llegado hasta el alcantarillado.
Mas aún, el aspecto de Osgood en aquel momento, su ropa mojada y astrosa, su habla y sus sentidos embotados y el olor acre del humo de narcóticos y la inmundicia, le convertían en blanco de los reproches de los agentes como si fuera un molesto hurgador más. Cuando contó lo que había pasado, enviaron a otros agentes a las sórdidas dependencias que les describió, donde encontraron los cadáveres de un marinero láscar y un bengalí conocido como Booboo por los residentes de la zona.
– Esto no es bueno para nosotros -le dijo el sargento de guardia a Osgood-. Y tampoco para usted, señor. Su historia no está nada clara.
– ¡Porque no sé lo que me pasó, señor! -protestó Osgood.
– Entonces ¿quién va a saberlo? -inquirió el sargento.
Sólo la aparición de un respetado hombre de negocios, Marcus Wakefield, le salvó de ser acusado de afrenta pública. El señor Wakefield había sido advertido de la existencia de un americano desconocido que habían llevado a la comisaría porque habían hallado su tarjeta de visita en el traje que llevaba Osgood cuando le encontraron.
– ¿Conoce usted a este pobre desgraciado, señor? -le preguntó el sargento con escepticismo-. O tal vez robó su tarjeta de sus pertenencias.
Osgood estaba echado en un banco debatiéndose entre el dolor y el delirio.
Wakefield golpeó la mesa con un puño.
– ¡Esto es un escándalo! Tienen que soltarle de inmediato, caballeros. He cruzado el océano con él. Su nombre es Osgood. James Osgood. No es nada parecido a un vagabundo, sino un respetado editor de Boston que ocupaba un camarote en primera clase del navío. Han detenido ustedes a un caballero. Tenía entendido que se alojaba en un lugar cercano a Rochester por motivos de negocios.
El sargento miró a Osgood de arriba abajo.
– ¡Nunca he conocido a un editor que se vistiera así y que, si se me permite decirlo, apestara como éste, señor! Tendremos que escribir un informe.
– Escriba su informe y déjenle en libertad.
Wakefield utilizó su influencia para aligerar la puesta en libertad de Osgood y después envió un mensaje a Rebecca para que fuera a buscarles a la estación de Higham, donde Wakefield la esperaba con Osgood con el fin de trasladar al doliente al Falstaff Inn para su restablecimiento. Cuando se encontraron en la estación, Wakefield solicitó hablar con Rebecca a solas.
– ¿Podemos dar un paseo juntos, querida? -preguntó Wakefield.
Rebecca le ofreció un brazo a su visitante mientras atravesaban la estación.
– Querida mía, les acompañaría hasta el Falstaff, pero me temo que tengo que regresar a Londres de inmediato a atender mis negocios -dijo en tono de disculpa.
– Ha sido usted muy amable al traerle hasta Kent, señor Wakefield -respondió ella.
Él se encogió de hombros.
– Le confieso que, a pesar de que estoy terriblemente alarmado por el sorprendente estado en que he hallado al señor Osgood y por estas circunstancias, me regocijo en el placer de estar de nuevo en su compañía. Y usted, ¿se encuentra bien, querida mía?
– Tan bien como puedo estar, señor Wakefield -replicó Rebecca cortésmente-. No dejo de pensar que ojalá no hubiera permitido al señor Osgood ir a un lugar como ése con el horrible señor Datchery.
– Mucho me temo que la delicada mujer, por más que deba intentarlo, no puede impedir al sexo menos cauteloso nuestros imprudentes propósitos, señorita Sand -dijo Wakefield con una sonrisa-. Al parecer, el señor Osgood ha descubierto, demasiado tarde para su salud, que en Londres no todo es una fiesta. Muchas veces las mujeres aciertan con su intuición. El señor Osgood me envió una nota donde hablaba de no sé qué figura de escayola que fue a ver en la casa de subastas Christie's y que sospechaba que había desaparecido. Le pregunté sobre ella a uno de mis socios; según me dijo, la figura que interesaba a su patrono se le cayó a una empleada de la casa de subastas en un descuido y, avergonzados, no quisieron que se supiera. Espero que usted le insista en que abandone estas absurdas actividades en lugares tan sórdidos, sean éstas las que hayan sido.
Rebecca sacudió la cabeza.
– No sé si habrá nadie en el mundo que ahora pueda hacerle cambiar de idea. Tal vez ni siquiera el señor Fields.
Wakefield suspiró preocupado, pero con un toque de admiración.
– Es un hombre de recursos, eso es evidente, y confieso que es como si me mirara en un espejo. ¡No sabía que ser editor llevaba consigo semejante espíritu de aventura! Le sugiero que le mantenga bajo vigilancia estricta a partir de ahora, señorita Sand. Tengo amigos por toda la ciudad. Mande a buscarme si surge la menor complicación. Como hombre de negocios, me temo que sé demasiado bien que cualquiera que sea la llama de ambición que arde en el corazón del señor Osgood, no se extinguirá a menos que alcance su objetivo.
– Gracias de parte de los dos -dijo ella insegura, ya que la entrevista parecía llegar a su fin.
Wakefield tomó la mano de Rebecca y posó los labios lentamente en ella.
– Espero que no le parezca demasiado atrevido, querida mía -dijo-. Es usted verdaderamente un dechado de virtudes, un tipo excepcional de mujer que no se encuentra muy a menudo entre los engreídos pavos reales londinenses. El señor Osgood es muy afortunado por contar con su lealtad.
Invadida por una peculiar sensación de vulnerabilidad y pudor, se encontró incapaz de pronunciar palabra.
– El señor Osgood me dijo que había estado casada -continuó Wakefield en tono amable-. Pero las leyes son diferentes en Inglaterra. Si usted quisiera, no tendría que volver a pensar en eso.
– ¿El señor Osgood le dijo que estaba divorciada? -preguntó Rebecca sorprendida.
– Sí, cuando estábamos a bordo del Samaria -dijo. Al observar la confusión de la mujer, añadió-: Su intención no era otra que protegerla a usted, señorita Sand. Creo que advirtió mi inmediato y sincero afecto por usted y quiso prevenir cualquier equívoco. ¿Mi interés por su vida es tan sorprendente, querida amiga, como parece reflejar la expresión de su rostro?
Los cascabeles del carruaje que se disponía a trasladar al paciente a Falstaff repicaron.
– Tengo que ir a ayudarle, señor Wakefield -dijo Rebecca.
El editor despertaba cada día con un poco más de energía física y una inquietud mental más pronunciada. Las fracturas de las costillas, aunque le seguían doliendo, mejoraban poco a poco. El doctor Steele le había dado a Osgood instrucciones precisas para que no se quitara los vendajes del torso y limitara la respiración profunda y cualquier esfuerzo, a riesgo de causarse graves lesiones permanentes en los pulmones. Una mañana, mientras recogía el desayuno de Osgood, el dueño del hostal colocó un jarrón de flores frescas en un aguamanil.
– Es muy amable por su parte, señor Falstaff -dijo Rebecca, que estaba sentada al lado de Osgood y le refrescaba la frente.
– Mis sinceras disculpas si perturbo con asuntos triviales la salud del paciente -dijo el hospedero con aire vacilante-. Me temo que necesito su firma en algunos papeles, señor Osgood, para prolongar su estancia más allá de lo establecido en nuestro acuerdo original, dadas las circunstancias.
– Por supuesto -dijo Osgood.
Al comprobar la factura de recargos que había dejado sobre la almohada, Osgood se detuvo de golpe. Sobre el membrete del impreso constaba el nombre auténtico de Sir John Falstaff: William Stocker Trood. Trood; Osgood repitió el nombre sin emitir sonido.
– ¿Hay algún problema, mi estimado señor Osgood? -preguntó el propietario.
– Me estaba fijando en el parecido de su apellido con el del título de la última obra del señor Dickens.
– ¡Ah, pobre señor Dickens! ¡No puedo ni explicar lo mucho que le echamos de menos por aquí! Tengo que confesarle, señor Osgood, que esto es… -el hostelero se detuvo en este punto y tiró de su viejo chaleco deforme y su chalina-. Quiero decir, estos ropajes y mi intento de parecerme al corpulento caballero. Todo es por su causa.
– ¿De Dickens?
Él asintió.
– Durante años y años la gente venía a Rochester desde todas partes del mundo para echar un vistazo a la casa del señor Dickens y ¡puede que también al hombre en cuestión! Los americanos venían aquí y dejaban su tarjeta de visita con la esperanza de que les invitaran a Gadshill, surtiéndose de pan y vino en nuestro hogar mientras lo hacían. En otras ocasiones, la familia Dickens tenía demasiados invitados y utilizaban nuestras instalaciones para contar con un alojamiento adicional. La situación de nuestro modesto negocio ha supuesto que podamos cargar unas tarifas decentes por nuestras camas y comidas. Ahora que ha desaparecido y que la familia se va, bueno, voy a tener que inventarme otros modos de atraer a los viajeros. Como dice mi hermana, ¡que Dios nos proteja si tenemos que fundar nuestros humildes ingresos en mi imitación de Falstaff «Lo más importante del valor es la discreción y esa parte me ha salvado la vida.» He procurado memorizar algunas frases, pero se dará cuenta de que en mí no hay nada de teatral.
Tras terminar con sus asuntos, el dueño del Falstaff Inn hizo una reverencia y salió de la habitación.
– ¿Señor Osgood? ¿Qué tiene? ¿Qué le ocurre? -preguntó Rebecca al ver que el color abandonaba su rostro de repente.
– Su hijo, su hijo murió… -murmuró Osgood antes de que su voz se apagara.
– ¿Qué? -preguntó Rebecca confusa y preocupada por el estado mental del hombre-. ¿El hijo de quién?
Destellos de las conexiones entre aquella pequeña ciudad de Rochester y los libros de Dickens desfilaban por la cabeza de Osgood. Dickens había tomado nombres, personajes y situaciones de la vida diaria que se veía desde la ventana de su estudio. Las novelas de Rudge y Dorrit contenían indicios de las vidas que transcurrían en los caminos de Rochester, ¿y la vida de Edwin Drood? Osgood habló más para sí que para Rebecca.
– Se puso triste al ver la amapola de opio en la mesa de abajo y dijo que el opio había sido el causante de la muerte de su hijo… Pero nunca pensé que…
De repente, el editor saltó de la cama, con las rodillas tambaleantes al esforzarse sus piernas por mantener el equilibrio. Con un brazo rodeando su torso, luchó por arrastrar su maltrecho cuerpo hasta el pasillo.
– ¡Señor Trood! ¡Su hijo!
El rostro del hostelero se volvió de un blanco níveo, esfumado de nuevo su autodesignado personaje de alegre anfitrión.
– Tal vez ya hayamos hablado suficiente por hoy -dijo ásperamente. Notó que Osgood esperaba algo más. Deslizó la mirada escaleras arriba y abajo-. No puedo hablar de eso aquí. ¿Se encuentra usted lo bastante bien como para venir a la ciudad, señor Osgood? Si camina conmigo, prometo contarle una historia.
Osgood insistió:
– Su hijo, señor, ¿cómo se llamaba su hijo?
El hostelero aspiró una gran bocanada de aire para recuperar la voz.
– Se llamaba Edward. Edward Trood -dijo-. Tendría más o menos su edad, de no haber desaparecido.
La última desaparición de Edward Trood antes de su muerte no despertó una gran preocupación porque no era la primera vez.
Edward había tenido una juventud difícil. Siempre fue pequeño para su edad y nació con el pie derecho deforme. Los otros chicos del pueblo lo atormentaban sin ninguna piedad. Luego empezaron los robos. Al principio eran pequeñas cantidades, algo de comida de los armarios, prendas de ropa. En parte, según pudieron deducir sus padres, eran regalos para los compañeros bajo amenazas de un castigo violento. Pero de vez en cuando descubrían un objeto desaparecido (un candelabro de la familia, por ejemplo) enterrado en el jardín, como si en la febril imaginación del muchacho inválido fuera a germinar y crecer.
Era todavía peor que aquello. Peor porque el muchacho era por todas las señales externas un buen chico. En presencia de extraños, incluso la mayoría de las veces en presencia de la familia, Eddie era educado, acostumbrado a mostrar buenos modales y un aspecto decoroso. Era realmente cordial y amistoso cuando estaba de buenas.
Cuando William y su mujer le pedían consejo sobre su hijo al clérigo de la ciudad, siempre se encontraban con una carcajada como respuesta. ¿Eddie? ¿Qué problemas podía darles el pequeño, complaciente, educado y correcto Eddie Trood? Los padres intentaron obligarse a adoptar esa misma actitud. ¿Nuestro Eddie? Travesuras de chiquillos, eso era todo lo que le pasaba. Había largos períodos de calma en los que Edward, un buen estudiante según sus profesores (algunos decían que excepcional), se portaba bien en casa y en la escuela y conseguía evitar meterse en líos con sus torturadores.
Pero luego volvió a robar, esta vez en el pequeño hotel donde William y su mujer trabajaban ocupándose de la cocina y el mantenimiento. Edward forzó el cajón cerrado del viejo dueño y se llevó una bolsa que contenía varias libras. ¡Y el verdadero horror fue que cometió el robo ante los ojos de su madre! Pasó a su lado como si no la distinguiera de una criada.
Aquella noche Eddie volvió a presentarse en casa con una actitud huraña, pero sin remordimientos.
– A mi pobre esposa apenas le salían las palabras -contó William Trood hablando en un suspiro grave y débil como el de un moribundo obligado a repetir la historia. Osgood y Rebecca estaban sentados a su lado en un banco de la vacía pero sublime catedral de Rochester, llena de una luz y de una atmósfera antigua, donde el hostelero había insistido en ir a hablar. Se había negado a decir una sola palabra más en el Falstaff, como si allí hubiera demasiados fantasmas escuchando. En la catedral se podía contar la historia bajo la protección de Dios.
»Yo le dije: "Edward, hijo mío. Eddie. No habrás hecho lo que tu madre cree que has hecho; tú no lo harías, ¿verdad?". Y él me miró de frente, me miró a los ojos, señor Osgood, así…
Pasó otro minuto antes de que Trood pudiera seguir la línea de sus pensamientos, para contar que Edward admitió haber cometido aquella acción.
– No vi nada malo en ello -añadió Edward. Acto seguido los ojos del chico se humedecieron y cayó al suelo llorando y pataleando. Las lágrimas paralizaron a William por un momento.
Pero William Trood sabía que no tenía elección. Desterró al muchacho de quince años de su casa y de su familia.
Las depresiones debilitaron por completo a la mujer de William y no tardaron en conducirla a la tumba. Llevaba años enferma, pero William culpó del desenlace final a la perniciosa influencia de su hijo. La hermana soltera de William, Elizabeth, se mudó a la casa para ayudarle a llevar el Falstaff. Al enterarse de las andanzas de su sobrino, lo primero que dijo Elizabeth fue: «¡Como Nathan!».
Eso fue lo último que dijo del asunto. Elizabeth prohibió que se mencionara a Nathan Trood bajo el techo del Falstaff Inn.
Nathan Trood era el hermano mayor de William. Durante sus años de juventud, Nathan había hecho gala de todos los desmanes de su futuro sobrino Eddie, sin ninguno de sus aspectos tristes y compasivos, sin la excusa de ser un lisiado. Huraño, perezoso, burlón, desagradable, así era Nathan Trood desde el momento en que tuvo edad para hablar, y edad para hablar significaba en su caso edad para mentir. El padre de William, que había llevado a su familia de Escocia a Kent, solía decir que Nathan no era más que una sombra desagradable de un chico de verdad, una criatura desabrida con la nariz roja encendida de llorar demasiado que no podía parar ni cuando se le daba una dosis de los polvos más fuertes. Edward sólo había visto una vez de niño a su tío Nathan. Nathan, que vivía en Londres desde que huyera de joven, se presentó sin ser invitado en la celebración del sexto cumpleaños de Edward, una sencilla reunión con algunos amigos del pueblo y dos pasteles hechos para la ocasión.
Aquél fue el momento: Nathan mostrando los dientes amarillos y podridos mientras pellizcaba las mejillas al chaval y le revolvía el pelo. En lo más profundo de su alma William culpaba a aquel preciso momento de haber transformado a Eddie para siempre, como si una especie de polvos mágicos mezclados con la muerte hubieran pasado del aliento del hombre al corazón del muchacho. Nathan, que tanto tiempo llevaba desaparecido a todos los efectos, se había transformado en un hombre aún más maligno de lo que había sido de joven. Se decía que frecuentemente visitaba en Londres establecimientos mal iluminados llenos de fumadores de opio llegados de China y otras tierras idólatras. Se codeaba con granujas, prostitutas, contrabandistas, ladrones y pordioseros y entre ellos encontraba sus ingresos y sus formas de placer.
Tras guardar luto por la muerte de su mujer y las traiciones de su hijo, William hizo todo lo que pudo por olvidar al proscrito Edward. Pero ¿cómo olvida un hombre a su único hijo? Es una tarea imposible; sólo intentarlo era ya demasiado doloroso y dejaba a William inmerso en una nube de sentimientos y recriminaciones contra sí mismo. Todo Rochester murmuraba sobre la desaparición del lisiado. William lo sabía. Los habitantes del condado de Kent se transmitían las historias de los fracasos ajenos como se cantan los villancicos de casa en casa en Navidades. Entonces William escuchó algo nuevo entre los murmullos: Edward, después de ser expulsado de su casa, había buscado refugio con Nathan, que había acogido de buen grado a su sobrino errante, a quien llevaba sin ver por lo menos diez años. La venganza que Nathan ansiaba tomarse contra una familia que nunca le había aceptado se había hecho realidad.
Con el tiempo empezó a decirse que había tratado a Edward como si fuera su propio hijo. Le llevaba a conocer a sus amigos y compinches. El sufrimiento físico que le provocaba el pie deforme se veía aliviado por el consumo habitual de opio en el que Nathan le introdujo.
No se puede decir que la relación entre tío y sobrino fuera totalmente armoniosa. Lo cierto es que Edward (William lo supo mucho después, cuando todo había acabado) se portaba en general bastante bien con su tío, renunciando a todas sus tendencias a la rebeldía que había cultivado en Rochester, tal vez porque sabía que las consecuencias con Nathan serían más rigurosas. Pero los instintos generosos de Nathan hacia su sobrino sólo aparecían en ocasiones, siendo reemplazados regularmente por rapapolvos, amenazas e insultos degradantes. Corrían rumores persistentes de que existía una dama de Londres que había enardecido el corazón de Edward y que las perspectivas de felicidad del joven habían provocado la ira de Nathan. Fuera lo que fuese lo que causara el distanciamiento entre ambos, Edward no tardó mucho en desaparecer. Tras múltiples pesquisas por parte de algunos de sus nuevos amigos, se descubrió que había huido al extranjero sin decírselo absolutamente a nadie. Se decía que en el curso de aquellas aventuras, como muchos chicos ingleses de su edad, navegó por Hong Kong y otros puertos exóticos. Cuando, ocho meses después, regresó a Londres, su tío le dio una calurosa bienvenida al hogar.
No obstante, el joven marinero y su tío cayeron en una peligrosa rutina de permanente desidia y consumo de opio. Nathan parecía, por su aspecto demacrado y los cambios de estado de ánimo entre la apatía y los arrebatos violentos, haberse vuelto definitivamente más insatisfecho en el último año. Ni siquiera sus miserables vecinos querían tener nada que ver con él. Entonces, Edward volvió a desaparecer.
– ¿A quién le podría sorprender cuando hacía menos de un año que se había ido voluntariamente para hacerse al mar? -preguntó William-. Más tarde me contaron que nadie de su entorno se preocupó lo más mínimo. Ni siquiera su tío Nathan. Su tío Nathan el que menos.
De hecho, habían empezado a propagarse nuevos chismes (porque éstos también se dan en Londres, sólo que con un tono más cruel que en Rochester). Se decía que Nathan y Edward habían tenido una pelea brutal por un negocio de opio que afectaba a los amigos de Nathan. Los rumores contaban que Nathan había asesinado a Edward, o había pagado a alguien para que lo matara, y que con la ayuda de sus viles secuaces se habían desembarazado del cuerpo del joven donde nunca pudiera ser encontrado. Fuera lo que fuera lo que hubiese pasado en esta ocasión, lo cierto es que Edward nunca volvió a aparecer.
Nathan, cada vez más enfermo, no tardó en fallecer en la miseria y asfixiado por las deudas. Como familiar más cercano, avisaron a William, quien tuvo que ocuparse de la pequeña casa en un sórdido barrio de Londres. Aquella casa era la imagen del desbarajuste; para sorpresa de William, Nathan, que se había deshecho de su familia tanto tiempo atrás, al parecer nunca se había vuelto a deshacer de nada más. Ratas y otras sabandijas dominaban el lugar. Con la esperanza de vender la vieja casa para quitarse un peso de encima, William contrató a un obrero que le ayudara a hacer algunas reparaciones y cambios en la estructura.
Estaban tirando los restos podridos de una pared cuando ocurrió. Un trozo de lienzo se desmoronó desde arriba y el esqueleto entero de un ser humano les cayó encima. El esqueleto, William lo supo en seguida, era el de su hijo Edward Trood. Los rumores estaban en lo cierto.
– Imaginen si pueden, señor Osgood y señorita Sand, ¡que los huesos de tu propio hijo te caigan encima de la cabeza! No existe horror comparable a ése, el último abrazo que le di a mi chico. A pesar de que nos habíamos separado enfurecidos el uno con el otro, confieso que a medida que iban pasando los años había ido imaginando más y más volver a ver a mi hijo Eddie sentado a mi lado junto al fuego. En mi imaginación había querido creer que seguía navegando por el mar… A veces sigo haciéndolo y me rindo a las lágrimas cuando nadie me ve.
Una vez más intentó recobrar el aliento que se le escapaba a chorros.
– Oh, señor Trood -dijo Rebecca compasiva-, tiene todo el derecho a estar afligido. Perdí a mi hermano sin poder despedirme de él y ahora debo decirle adiós todos los días.
Perdiendo toda esperanza de mantener una actitud contenida frente a sus inquilinos, el agradecido hostelero se echó a llorar en el hombro de Rebecca. Cuando se hubo recuperado, llevó a sus huéspedes a la parte de atrás de la catedral.
– ¿Qué dijo la policía cuando encontró sus huesos? -quiso saber Osgood.
Trood se detuvo junto al panteón de su familia en el camposanto que rodeaba la iglesia.
– Señor Osgood, no les llamé. Y tampoco me arrepiento de esa decisión.
– Pero ¿por qué?
El hostelero se sentó en el suelo como un niño, colocando una mano temblorosa sobre la humilde lápida de su mujer y la otra en la de su hijo.
– Había perdido a mi chico. ¿Iba a tener que ver ahora a mi difunto hermano, por mucho que le despreciara, arrastrado por las columnas de los periódicos como su asesino? No habría sido capaz de soportarlo. No habría sido capaz de seguir viviendo con el apellido Trood. Quizá por eso haya preferido convertirme en una sola cosa con mi hostal y la imagen del desafortunado Sir Falstaff. Hay razones por las que los asesinatos no siempre se descubren, y no siempre es una cuestión de astucia. La razón puede ser la fatiga que domina a aquellos que han quedado insensibilizados por dentro. Enterré aquí a Eddie discretamente y le dije a la gente que había tenido un accidente en el mar. El obrero que trabajaba conmigo en la casa de mi hermano juró que mantendría las circunstancias del descubrimiento en secreto, aunque era consciente de hasta qué punto podía confiar en su promesa. Surgieron leyendas y fábulas, algunas contadas con mas contenido de verdad que otras. No quería escuchar aquellas historias, pero tenía que hacerlo. Una decía que Eddie, tal como le he dicho ya, se había encontrado envuelto en una operación de contrabando de opio y le habían asesinado en el transcurso de ella. El horrible final de Eddie a manos de Nathan u otros adictos se convirtió en tema de conversación que los cotillas de Rochester resucitaban una y otra vez.
– ¿Y el señor Dickens? -preguntó impaciente Osgood.
– ¿Qué quiere decir? -le preguntó a su vez el hostelero sin comprender.
– Bueno, su último libro, el que dejó sin terminar… Seguro que cuando usted vio el argumento, aunque la serie haya quedado incompleta… -Osgood no sabía cómo terminar la frase.
– Se refiere al nombre -interrumpió el dueño del Falstaff.
– El misterio de Edwin Drood. Sí, el nombre, el argumento de la historia… ¿no le llamó la atención?
– El señor Dickens era un hombre de genio. En sus novelas con frecuencia empleaba para sus propósitos nombres y anécdotas que había escuchado por ahí. Vaya, en el otro lado de la carretera está la vieja mansión de ladrillo rojo donde «la señorita Havisham» vivía con su patético vestido de novia tal como la imaginó en sus páginas; y en otros sitios se pueden degustar la carne y la cerveza donde Richard Watts hizo otro tanto en la imaginación del señor Dickens. Yo, por mi parte, he estado demasiado ocupado intentando salvar el hostal para leer más que un par de entregas publicadas de su última obra. Había pensado leerlo entero cuando se publicara completo en forma de libro. Es decir, antes de que el genial señor Dickens muriera el mes pasado. Y cuando falleció y el estado de nuestro hostal se vio amenazado por su desaparición, no tenía tiempo que perder. La verdad, tengo muy pocas ganas de conocer historias sensacionalistas sobre la tragedia de mi hijo aparte de la que guardo en mi interior. Tuve su calavera en mis manos, señor Osgood. Estaba rota por arriba. ¡No necesito leer otra historia sobre la muerte de mi chico que la que estaba escrita en sus huesos!
Cuando regresaron al Falstaff Osgood hizo de inmediato los preparativos necesarios para viajar a Londres con Rebecca a fin de continuar las averiguaciones sobre el insólito relato de Edward Trood. Lo hizo con la oposición rotunda del doctor Steele, que Osgood creyó que le iba a poner una camisa de fuerza para impedir su marcha. Steele advirtió a su paciente de que los brotes reumáticos que le habían molestado desde su juventud podrían reproducirse si no esperaba a encontrarse totalmente restablecido. Pero Osgood no estaba dispuesto a dejarse convencer. El editor dejó dicho en el Falstaff que le remitieran toda la correspondencia a su nombre al hotel St. James, Piccadilly, y que si Datchery aparecía preguntando por él, le mandaran allí inmediatamente.
Al sacar algunas de sus pertenencias al pasillo del hostal Osgood se vio plantado delante de un espejo por primera vez que pudiera recordar desde el asalto. Al ver su reflejo se llevó involuntariamente las dos manos a la cara y las bajó por las mejillas hasta el cuello como si quisiera sujetarse la cabeza en su sitio. Parpadeó. ¿Adónde había ido a parar su aspecto juvenil, el aire inocente que siempre había maldecido y apreciado? Su lugar lo ocupaba un semblante de una palidez fantasmagórica, casi demacrado, con una compleja red de arrugas de fatiga, grietas y sombras oscuras alrededor de los ojos. El pelo estaba frágil y lacio. O bien había cruzado un atajo a una prematura máscara de la muerte, o bien había pasado de una dulce adolescencia a una endurecida madurez; no era capaz de decir cuál de las dos cosas. Con todo, había un elemento estimulante en su aspecto. Ya no pasaría inadvertido ni sería intercambiable con otros jóvenes delfines del mundo de los negocios de Boston. Por muy maltrecho que se le viera, aquél era James R. Osgood, no cabía la menor duda de ello.
Sólo entonces se dio cuenta, confirmando sus sospechas al volver a entrar en su habitación, de que el espejo que antes estaba allí había sido retirado. Se preguntó si habría sido el dictatorial doctor Steele o Rebecca, motivado por el control en el caso del primero y por el afecto en el de esta última. Reflexionó durante unos instantes mientras permanecía en el umbral de su cuarto y decidió no preguntárselo a Rebecca.
– ¿Qué hay de su regalo, señor Osgood? -era Rebecca, que sostenía la fuente de pie de cristal rosa de la subasta.
– Tal vez debiéramos dejársela al señor Trood para que se la entregue a la señorita Dickens -respondió Osgood.
– Sería mejor entregársela en persona. Tenemos una hora antes de que salga el próximo tren a Londres.
– A usted no le… -dijo Osgood-. Quiero decir, ¿no pondría usted objeción a que vayamos a ver a la señorita Dickens?
Rebecca negó con la cabeza.
– Creo que es una gran idea, señor Osgood.
Cruzaron la carretera en dirección a Gadshill pero encontraron la casa todavía más desolada de lo que ya estaba. La puerta principal estaba abierta y no había nadie que recibiera a las visitas. Prácticamente todos los objetos habían desaparecido desde la subasta de Christie's. Montones de maletas llenaban el pasillo principal y la biblioteca. Al principio Osgood y Rebecca ni siquiera vieron a Henry Scott, que se encontraba arrebujado en un rincón de la biblioteca emparedado entre dos baúles de ropa, llorando. Su elegante librea blanca estaba recorrida por manchas de lágrimas.
– Oh, señor Scott, ¿se encuentra bien? -preguntó Rebecca arrodillándose a su lado y poniéndole una mano en el hombro.
Henry intentó inútilmente hablar entre los sollozos para comunicarles en sílabas rotas como un salvaje de ultramar que tenían que abandonar Gadshill por la mañana. Al poco rato, una mujer cubierta con un largo velo negro y un vaporoso vestido negro con chaqueta corta ribeteada de volantes y un gran polisón detrás (de luto al estilo de la reina Victoria por su Albert) descendió las escaleras.
– Otros asuntos me han impedido regalarle esto antes, señorita Dickens -le dijo Osgood tendiéndole la fuente.
– Leímos en el Telegraph que se había vendido por siete libras y pico, ¡pero no decía a quién! -exclamó Mamie Dickens asombrada.
– No me parecía oportuno que lo tuviera nadie más que usted.
– ¡Es extraordinariamente amable por parte de ustedes dos! -se levantó el velo y se secó los ojos-. ¡Oh, cómo se reiría mi hermana de mí si me viera llorar por un insignificante jarrón! Mañana me iré de Gadshill, pero esto vendrá conmigo a cualquier parte del mundo donde vaya -dejó la fuente en su antiguo lugar de la chimenea y tomó una mano de Osgood y otra de Rebecca.
– Considero a mi padre dijo con suavidad- en lo más profundo de mi corazón como un hombre diferente al resto de los hombres, como un hombre diferente al resto de los seres humanos. Ojalá nunca me casara y así no tendría que cambiar mi nombre. Para ser siempre una Dickens. ¿Le parece que es demasiado raro, señorita Sand?
– Tiene usted mucha suerte de haber sido querida por un hombre a quien todo el mundo admira.
– Adiós y que Dios les bendiga a ambos -dijo Mamie estrechando las manos de sus visitantes una vez más.
La tía Georgy entró acompañada de una visita inesperada que hizo una fría reverencia a los presentes.
– ¡Doctor Steele! -dijo Osgood-. Me temo que no va a poder convencerme de que me quede en Rochester.
– No he venido aquí por eso -dijo el médico fríamente.
– Espero que no haya nadie enfermo, ¿verdad, tía Georgy? -preguntó Osgood.
– Yo le hacía ya de camino a Londres, señor Osgood -dijo el doctor Steele con tono reprobatorio.
– El doctor Steele ha venido a zanjar nuestras facturas antes de que nos marchemos -dijo la tía Georgy-. Me temo que no he tenido tiempo desde que… desde que el buen doctor hizo todo lo que estaba en su mano para reanimar al pobre Charles -con estas palabras, la gobernanta de la casa echó una mirada hacia el comedor-. Desgraciadamente, todavía no hemos recibido los fondos de la subasta. Le agradezco al doctor Steele su paciencia.
– A su servicio -dijo el médico inclinándose, aunque no exactamente sugiriendo paciencia.
– ¿Trató usted al señor Dickens después de que se desplomara?
– Puede estar bien seguro de que así lo hice, señor Osgood -dijo el doctor-. Veo que además de desobedecer mis instrucciones hacia su propia salud, ha acrecentado el dolor de la señorita Dickens. Tal vez lo más conveniente sería que ustedes dos abandonaran Gadshill.
Mamie se había sentado en un rincón tranquilo con la fuente para que nadie la viera llorando.
– Doctor Steele, quizá… -empezó a discutir sus órdenes la tía Georgy.
Pero el imperioso galeno le lanzó con ojos de acero una mirada que combinaba la estricta prescripción médica con el reproche de un cobrador de una factura impaga da. Hasta la voz voluntariosa de Georgina Hogarth quedó en silencio.
– Adiós, entonces, señor Osgood -dijo Steele vengándose por la desobediencia del paciente.
– Adiós -respondió Osgood.
– Espere -era Henry, de pie y con los ojos secos-. Hace bastante tiempo que no veo a la señorita Dickens sonreír de esa manera. Si llora es por la alegría de la pequeña muestra de recuerdos que usted y la señorita Sand le han devuelto. Venga, señor Osgood, permítame que le muestre dos cosas antes de que se vaya, si tiene usted un momento -estas palabras del criado estaban dedicadas claramente al doctor Steele, pero se las dijo a Osgood.
Osgood y Rebecca salieron de la estancia detrás de Henry bajo la mirada enfurecida del doctor Steele.
– Desde el 9 de junio se ha permitido a muy poca gente entrar en este lugar -dijo Henry cruzando el umbral del comedor con los ojos cerrados-. Aquí fue donde falleció -se trataba de un sofá de terciopelo verde cuyo respaldo trazaba una estilizada curva.
– ¿Se encontraba usted en esta habitación, señor Scott? -preguntó Osgood.
Henry asintió con un gesto de cabeza.
– Sí, y no me da miedo hablar de ello. El dolor contenido revienta el corazón, como suele decirse -sus ojos se fueron abriendo a medida que describía la escena de la muerte de Dickens-. El Jefe cayó al suelo de la sala cuando fue a sentarse a comer después de trabajar todo el día en El misterio de Edwin Drood. Se enviaron mensajeros a toda prisa al pueblo en busca del doctor Steele mientras yo ayudaba a bajar un sofá de la planta superior al comedor y echaba una mano a la tía Georgy para levantarle. Él balbucía.
– Señor Scott -interrumpió Osgood-. ¿Escuchó usted algo de lo que dijo el señor Dickens en ese momento?
– No. No se le entendía absolutamente nada. Bueno, salvo una palabra que pude oír.
– ¿Cuál fue? -preguntó Osgood.
– Un nombre. Forster. El pobre Jefe llamaba a John Forster para que estuviera a su lado. Ése debió de ser el momento de mayor orgullo del señor Forster. Estoy seguro de que habría sido el mío de haber sido mi nombre el que pronunciaran sus labios.
Al ver que Dickens estaba cada vez peor, la tía Georgy le pidió a Henry que empezara a calentar ladrillos en el horno.
– Cuando regresé a esta habitación, los siniestros médicos habían cortado la chaqueta y la camisa del jefe. ¡Había que verlo! Para entonces la estancia se había llenado de gente; la señorita Dickens y la señora Collins habían venido corriendo dejando una cena a la que asistían en Londres. Las horas pasaban y él continuaba en un sueño inconsciente. ¡Cuánto deseaba yo que me encargaran que volviera a calentar ladrillos o cualquier otro recado por el estilo! Fui a ver los geranios rojos del invernadero y barrí las baldosas que les rodeaban. Eran los favoritos de Dickens y quería que todo estuviera bien limpio para cuando despertara el Jefe. Desde la ventana abierta se podía ver el invernadero y oler su dulce fragancia.
En medio de todo aquello, hizo su entrada una joven rubia y hermosa rigurosamente tapada, una mujer cuya existencia todos conocían, aun a pesar de que no debían. Pero el señor de la casa tampoco se movió ante la mirada sobrecogida de sus ojos azules. Aquella misma inmovilidad se prolongó toda la noche. Un médico de Londres todavía más sombrío se unió a los otros en el comedor. Pálido y agitado, el médico de Londres diagnosticó una hemorragia cerebral.
– El pobre Jefe nunca volvería a moverse de ese sofá.
Con un gesto apesadumbrado, Henry aseguró que no podía contar nada más.
– Gracias, señor Scott -dijo Osgood-. Sé que debe de ser muy doloroso recordarlo.
– Por el contrario. Es para mí un gran honor haber estado presente.
El tren que les llevaba a Londres no iba a la velocidad que hubieran deseado los dos viajeros. Unas horas después de su llegada a la capital, Datchery había recibido el mensaje del dueño del Falstaff y se reunía con ellos en el hotel de Piccadilly. Osgood no podía acudir a Scotland Yard sin traicionar la confianza de William Trood, pero el excéntrico Datchery, hipnotizado o no, podía investigar sin problemas. Osgood vertió toda la información sobre Edward Trood y sus contactos con los traficantes de opio amigos de su tío.
– ¡Extraordinario! -espetó Datchery paseando su espigado y largo esqueleto de un lado a otro de la habitación. Parecía estar a punto de romper a reír-. Vaya, Ripley, ¡estoy convencido de que ha dado un giro a la investigación!
Osgood chasqueó los dedos.
– Si eso es cierto, ahora todo encaja, mi querido Datchery, ¿no es verdad? Cuando Dickens dijo que iba a ser algo «peculiar y novedoso» se refería a esto: estaba abriendo el caso de un auténtico asesinato sin resolver. Era diferente a cuanto había hecho antes, diferente a lo que había escrito Wilkie Collins o cualquier otro novelista. Piense en cómo empieza uno de los primeros capítulos de Drood.
Osgood había leído las entregas tantas veces que podía recitarlas de memoria, pero sacó la primera entrega de su maletín para mostrársela a Datchery.
– Por motivos que la misma narración irá desvelando por sí misma a medida que avanza -leyó desde la primera frase del capítulo 3-, es necesario dar un nombre ficticio a la ciudad de la vieja catedral. Que figure en estas páginas como Cloisterham.
– ¡Por supuesto! -exclamó Datchery.
– La razón por la que Rochester aparece bajo el nombre de Cloisterham -explicó Osgood- es que estaba a punto de desvelar un crimen real y señalar a un criminal de verdad.
Datchery asintió con vigorosos cabezazos.
– Y cuando se empezó a publicar en serie El misterio de Edwin Drood, todas las miradas estaban posadas en la novela y todos los ojos pertenecientes al mundillo de esos contrabandistas y traficantes de opio podían descubrir en ella la historia del pobre Edward Trood. Piénselo: Nathan Trood ha muerto, pero si tuvo ayuda en el asesinato de su sobrino, alguien temería ser descubierto.
– Sólo que William nunca alertó a la policía. El asesino de Edward habrá vivido tranquilo todos estos años -comentó Osgood.
– Efectivamente. ¡Pero si la novela de Dickens revelaba nuevas pistas, podría llevar a la policía a descubrir hechos del caso real y a los otros asesinos de Edward Trood! -Datchery se interrumpió a sí mismo levantando una mano para pedir silencio. Señaló a la puerta, donde se oía un ligero sonido de roce.
– ¿Señorita Rebecca? -susurró Datchery.
– No, no creo que pueda ser ella… La señorita Sand ha salido a hacer los trámites para solicitar un crédito a nuestro banco de Londres para prolongar nuestra estancia -dijo Osgood en voz baja-. El dinero que trajimos se ha evaporado. Estará fuera por lo menos otra hora más.
Datchery le hizo un ademán a Osgood para que se retirara a un lado y le dijo con gestos que alguien les estaba espiando. Luego agarró un atizador de hierro de la chimenea. Atravesó con paso firme toda la longitud de la bien amueblada habitación y abrió la puerta despacio. Una mano poderosa salió disparada y atrapó a Datchery por la muñeca, retorciéndosela hasta que el atizador cayó al suelo.
– ¡Dios santo! -gritó Datchery trastabillando hacia atrás. Alcanzado por un certero puñetazo en la mandíbula, se tambaleó y cayó.
– ¡Auxilio! ¡Pida auxilio! -gimió Datchery mientras intentaba retirarse a rastras.
– No es necesario, señor Osgood -dijo el agresor.
Osgood se había aproximado al tirador de la campana de servicio, pero, al oír que se dirigía a él por su nombre, se detuvo y observó con asombro al recién llegado.
El joven que se acercaba a él se quitó la capa y el gorro para descubrir la figura de Tom Branagan. ¡Tom Branagan! ¡Un hombre al que Osgood no había visto desde hacía más de dos años (desde el fin de la gira americana de Dickens) ahora irrumpía en su habitación con una violencia injustificable!
Branagan, que ya no se parecía al chaval que era cuando estuvo en América, sino a un hombre de constitución vigorosa, arrancó los cordones de las cortinas y comenzó a atarle las manos a Datchery.
– ¡Señor Branagan! -exclamó Osgood-. ¿Qué está pasando aquí?
– ¿Qué quiere de mí? -gimoteó Datchery lastimero.
Branagan, con los ojos ensombrecidos por la furia, se plantó sobre Datchery y le mantuvo inmovilizado apretando con el tacón de la bota el centro de su cuello.
– En nombre de Charles Dickens, ha llegado el momento de las respuestas.
Osgood se agachó en la alfombra junto a Datchery. El editor no podía comprender aquella inesperada conmoción. Intentó repasar en su cabeza todo lo que había ocurrido para ver si le encontraba algún sentido: la casi fatal visita al fumadero de opio, la explicación de William Trood sobre su hijo, la repentina aparición de la nada de Tom Branagan en su hotel de Londres y el injustificado ataque a su compañero.
– ¡Branagan! -exclamó Osgood-. ¿Qué es lo que ha hecho? ¿Qué hace usted aquí? -Osgood tomó una mano de Datchery e intentó que recuperara el conocimiento. Soltó el cordón de las cortinas que Tom había empleado para inmovilizarle.
– Yo no quería hacerlo, señor Osgood -dijo Tom.
– Señor Branagan, haga el favor de humedecer un paño con agua fría en la jarra de la mesilla. Mi buen Datchery, esto debe de ser algún absurdo malentendido. Conocí a este hombre brevemente cuando era mozo de carga del señor Dickens en su viaje a América.
– No he sido yo el que ha sufrido un malentendido, señor Osgood -dijo Tom-. Ya no soy mozo de carga.
– Entonces, ¡explíquese de inmediato, si se atreve! -gritó Osgood al apuesto joven. Había intentado contener su ira pero no pudo seguir haciéndolo cuando vio la falta de arrepentimiento en la actitud de Tom-. Esto es lo que usted sigue llamando «actuar por instinto», supongo.
Tom cerró la puerta que daba al pasillo.
– Este hombre es un estafador y un tramposo. No es quien dice ser.
– Ya sé que no es Dick Datchery, por supuesto, ¡Datchery es un personaje de una novela de Dickens! Me temo que está usted algo despistado. Este hombre no está bien y, sin que sea culpa suya, se encuentra bajo un poderoso influjo hipnótico iniciado por el señor Dickens antes de su muerte y que nos ha propiciado unas visiones únicas de un caso importante gracias a su talento de investigador.
Para entonces, Datchery se había puesto de pie y recuperaba el equilibrio apoyándose en la pared hasta que pudo sentarse en una silla.
Tom dijo:
– ¿Por qué no le pedimos que nos lo explique él mismo?
– No sé lo que pretendes intimidándome de esa manera, muchachito -protestó Datchery frotándose la mandíbula ensangrentada pero intentando forzar una sonrisa-. Me has confundido con otro.
– Si no quiere decir la verdad, muy bien. Yo lo haré. Señor Osgood, este miserable, disfrazado con un traje de George Washington, actuó como especulador y alborotador durante toda la gira del jefe por América, con el propósito de sabotear y truncar el éxito económico de la gira de lecturas.
Los ojos del acusado se achicaron con furia y se lanzó sobre Tom.
– ¡No voy a aceptar que se me insulte sin hacer nada!
Tom propinó a Datchery un fuerte puñetazo en el estómago. Luego sacó una pistola del bolsillo y apuntó con ella al hombre que se doblaba de dolor.
Osgood se quedó paralizado al ver el arma.
– Datchery, lárguese -dijo Osgood intentando mantener la calma-. ¡Datchery! ¡Váyase antes de que sufra peores daños! -repitió. Pero Datchery no se movió, sino que se quedó mirando alternativamente a Osgood y a Tom.
– Le meteré una bala en el cuerpo si le miente una vez más, señor -dijo Tom apuntando la pistola con el pulso firme como una roca.
– ¡Datchery, váyase! -gritó Osgood-. ¡Branagan, estése quieto! Este hombre ha sido un amigo para mí -pero cuando Osgood miró por encima de su hombro al objeto de sus palabras vio una extraña mirada inexpresiva que lo desmentía.
– No me llamo… Datchery -dijo el hombre pronunciando las palabras en un susurro de confesión mientras su acento se modificaba pasando a ser más un suave producto de las calles de Nueva York que de la campiña inglesa. Les miró con ojos fatigados, como los de un viejo marinero-. Me llamo Rogers. Jack Rogers. Ahora ya saben mi nombre. Guarde su pistola y no me pegue más, señor Branagan, para que pueda contar mi historia.
Jack Rogers mantuvo la mirada en sus pies la mayor parte de su relato.
– No quería hacerles daño a ninguno de los dos y he aprendido a respetarle a usted, señor Osgood, más de lo que nunca creí que pudiera respetar a un hombre de negocios y de mundo, por su perseverancia y su autenticidad. Probablemente se ha centrado tanto en sus éxitos que se ha vuelto contra sí mismo y no ve todo lo demás que tiene. Espero que, después de conocer mi postura, pueda comprenderla.
Cuando era joven Rogers había sido actor en los teatros de segunda fila de Nueva York. Venía de una familia pobre con pocos recursos que no veía con buenos ojos su elección laboral. Su especialidad sobre el, escenario fue decantándose hacia un estilo abiertamente cómico y de aventuras violentas. Una vez, mientras ensayaba una obra en la que había un largo duelo a espada, se produjo un accidente en el escenario y la hoja de su arma alcanzó al hijo del empresario, al que no pudieron salvar los esfuerzos que los médicos realizaron durante las horas siguientes. Rogers quedó destrozado por el espantoso accidente y fue expulsado del teatro. Después de pasar por períodos irregulares de trabajos difíciles en la debilitada economía americana, en el año 1844 el alcalde de Nueva York, un tal James Harper, fundador de la editorial Harper & Brothers, puso en marcha el primer cuerpo de policía de la ciudad. Aquellos empleos se consideraban poco apetecibles y resultaba difícil cubrir las plazas. Rogers, que no tenía otro trabajo, se presentó voluntario.
La policía de Harper se convirtió en un ejército poderoso dentro de aquella ciudad explosiva por las rivalidades políticas y étnicas y la corrupción. Al año siguiente el alcalde republicano fue derrotado y la policía pasó a otras manos, pero los Harper mantuvieron reservadamente fuertes vínculos con los policías. Al poco tiempo, el ex alcalde Harper ofreció un empleo privado a Rogers, que había destacado por una cierta entereza de carácter, su inteligencia despierta y la habilidad para resolver los enigmas. Cuando James, que seguía siendo conocido como el Alcalde, o cualquier otro de los hermanos que constituían la empresa editorial (John, el Coronel; Wesley, el Capitán; y el más joven, Fletcher, el Mayor) necesitaban ayuda, en particular de naturaleza secreta, recurrían discretamente a Rogers.
Un caso de este tipo se presentó en el verano de 1867, cuando Charles Dickens anunció que Fields, Osgood & Co. serían a partir de entonces sus editores para América en exclusiva. Los Harper envidiaban y temían los ingresos que esto supondría para sus rivales de Boston. Enviaron a Rogers y a otro par de agentes a provocar disturbios en las ventas de entradas para la gira americana del autor, con la esperanza de que los periódicos retrataran a los editores de Boston como incompetentes, miserables y avariciosos. Como parte de este plan de alborotos, Rogers, disfrazado de revendedor con una llamativa peluca y un sombrero de George Washington, propagó a los periodistas las acusaciones de que Tom Branagan había instigado la violencia en una de dichas ventas. Mientras, los Harper ordenaban a su revista semanal que imprimiera caricaturas y columnas malintencionadas y provocadoras sobre Dickens tan rápido como pudieran ser inventadas, igual que había hecho Fletcher con sus ataques contra los sinvergüenzas, corruptos y amigos de los inmigrantes que controlaban la operación política de Tammany.
– No es necesario que juzguen mi moralidad con sus miradas acusadoras -dijo Rogers sacudiendo la cabeza con profunda tristeza-. ¡Sé que mis actos han sido despreciables! Hace muchos años, después de mi accidente en el teatro, sufrí de un insomnio constante. No habría sobrevivido sin el láudano que me daba el médico. Pero no tardé en descubrir que no podía pasar unos días sin la droga en mi organismo. Caía y me decía a mí mismo que aquélla era la última vez. Una simple hora sin ella y me parecía que las entrañas se me desgarraban y resecaban, iba por ahí sintiéndome humillado y melancólico. El láudano no era ya suficiente, iba detrás del opio puro como si fuera la más suculenta de las comidas servida por una voluptuosa sirena en el corazón de un violento torbellino. El opio era mi panacea. Tomaba una dosis a las diez en punto y otra a las cuatro y media. Durante horas después de tomar una nueva dosis me sentía invencible y lleno de energía, con una capacidad intelectual y física más allá de lo estrictamente humano. Era Atlas con el mundo en equilibrio sobre mis hombros. Y así me convertí en el esclavo permanente de la droga y para conseguirla habría caminado descalzo sobre carbones encendidos o nadado hundido hasta el cuello en mi propia sangre. Bajo sus efectos el estómago y los intestinos se me retorcían y la cabeza me estallaba. Tomaba más para intentar resistir y caí en una peligrosa sobredosis.
»El Mayor notó que algo me pasaba.
»-¡Bueno! -me dijo quitándose las gafas con su habitual gesto dramático-. Ya sabe que soy un hombre franco, Rogers, y un buen metodista, de manera que se lo preguntaré claramente: ¿puede usted superar sus hábitos y continuar sirviendo a esta empresa?
»-Para ser idénticamente franco -le dije yo-, creo que no, Mayor. La muerte sería un regalo.
»-¡Bueno, entonces yo le ayudaré! ¡No nos rindamos tan fácilmente ante ningún enemigo!
El Mayor hizo los arreglos para que Rogers ingresara en un asilo para adictos dirigido por un doctor que defendía que el consumo de opio no era un vicio sino una enfermedad como cualquier otra de las enfermedades conocidas. La vida retirada que llevó allí limpió la sangre de Rogers de todo el veneno.
– Eso fue hace seis meses. Les doy mi palabra de que el opio no ha vuelto a entrar en mi cuerpo. Pero al salir de aquel santuario, libre de la vil amapola, me encontré esclavizado por un nuevo y tiránico amo: el Mayor. Durante los últimos años, mientras el Mayor ganaba el control de la editorial sobre sus más sensatos hermanos, yo cerraba los ojos a sus métodos y manipulaciones. Pero el centro que me había salvado la vida había costado mucho dinero y yo no podía cortar mis lazos con Harper hasta que la deuda estuviera pagada.
Tras el final de la gira americana de Dickens y habiéndose enterado de que el escritor trabajaba en una novela de misterio, el Alcalde y el Mayor Harper quisieron descubrir los detalles del argumento del nuevo libro por anticipado.
– Como yo era capaz de imitar cualquier acento existente debido a mis años de actor, decidieron mandarme aquí, a Inglaterra, a perpetrar la artimaña. Mi misión era entrar en el santuario de Dickens. Hice averiguaciones por Kent y descubrí que Dickens ofrecía atención tanto a amigos como a desconocidos que caían enfermos, con técnicas de mesmerismo y magnetismo animal. Y yo sabía por su reputación que era particularmente sensible a aquellos que sufrían pobreza, como amigo y abanderado de los trabajadores.
»Decidí hacerme pasar por un granjero inglés enfermo que necesitaba los cuidados de Dickens para franquearme la entrada a su estudio y conocer pistas sobre el futuro de Drood antes que nadie.
– ¿Encontró algo? -preguntó Osgood.
– ¡El gran hombre sabía guardar los secretos! -Rogers levantó las manos-. Dickens hacía que me tumbara en su sofá, dibujaba unos pases con sus manos y dedos por encima de mi cabeza y luego, cuando ya estaba convencido de que me había dormido, salmodiaba para implantar en lo más profundo de mi cerebro la curación deseada. Al final, me soplaba suavemente en la frente hasta que creía que me acababa de despertar. Pensé que si aparentaba haber entrado en un estado hipnótico tan profundo que me creyera uno de los personajes de su novela, sería más probable que me revelara cosas de ella involuntariamente.
– ¿Y entonces se le ocurrió hacer de Dick Datchery? -preguntó Tom.
– Sí. Datchery aparece de manera misteriosa en uno de los últimos capítulos de Edwin Drood. Antes de que se imprimiera escuché este capítulo una tarde que esperaba en la biblioteca de Gadshill y el señor Dickens se lo estaba leyendo en la habitación de al lado a unos amigos y familiares, lo que hacía cada vez que terminaba una entrega. Por la escasa ciencia que había adquirido leyendo novelas a lo largo de mi vida, imaginé que en el destino de aquel personaje, Datchery, se encerraba el destino de todo el Misterio. ¡Y mi artimaña funcionó! Hasta cierto punto.
Rogers relató los trucos que había empleado para interpretar el papel de Datchery en Gadshill, incluso escribir en trozos de papel y dentro de la cinta de su sombrero cada una de las palabras que escuchaba a Dickens poner en boca del personaje y utilizar exactamente el mismo lenguaje cada vez que le era posible. Aquella autenticidad pareció despertar el interés del novelista, pero sus sesiones de mesmerismo seguían centrándose exclusivamente en el tratamiento del paciente y su salud y no había manera de persuadir al maestro para que dijera más sobre el tema de su novela.
Rogers, por supuesto, aprovechaba todas las oportunidades que se le presentaban de estar a solas (cada vez que Dickens se ausentaba del estudio para atender a alguna de sus mascotas o saludar a una visita) para examinar subrepticiamente el contenido de cualquier papel que hubiera sobre el escritorio o en un cajón abierto. Encontró algunas pruebas de que los fumadores de opio que aparecían en Drood estaban inspirados en los ocupantes de un conocido antro situado en un patio y llamado Palmer's Folly, que Dickens había conocido en una visita a Londres guiada por la policía.
Poco después la salud de Dickens empeoró y tuvieron que suspender las sesiones con Rogers y los demás componentes del pequeño círculo de pacientes de mesmerismo que acudían a Gadshill. Al tener conocimiento de la muerte de Dickens la primera semana de junio, Rogers puso un telegrama a sus jefes en Franklin Square, Nueva York, suponiendo que su misión había terminado. Sin embargo, los Harper le ordenaron que se quedara unas semanas más y que diera la tabarra por Gadshill para poder observar cualquier maniobra que afectara a Drood durante ese tiempo. Debido a los cinco años de espera desde la anterior novela de Dickens, Drood supondría cientos de miles de dólares de beneficios posibles para el primero que lograra publicarla en América. El Mayor no estaba dispuesto a quitarle el ojo a aquella oportunidad.
Sólo unos días después Rogers recibió una orden completamente distinta e inesperada: se ponía en su conocimiento que el señor J. R. Osgood estaba de camino a Inglaterra, más que probablemente con el objetivo de encontrar las partes que faltaban de la última novela de Dickens. Rogers tenía que impedir que lo lograra, a fin de que Harper pudiera piratear la novela sin problemas.
– Le confieso esto apesadumbrado y hastiado, Ripley. Desde entonces he llegado a descubrir que es usted un hombre decente y bueno, que se interesa por los empleados a su cargo, como he visto que hace con la señorita Rebecca -continuó Rogers-. Pero tiene que entender una cosa, aunque sólo sea una cosa, sobre mí y algún día moriré satisfecho sabiendo que usted no me rechazó incondicionalmente.
– No sé qué podría decir en su favor -respondió Osgood con tristeza.
– Nada más que esto: no soy un artista. No soy un genio como las personas que pueblan su vida, tal vez como usted mismo. Tanto si usted considera que lo es como si no, tiene en su interior la valentía del artista. Pero éste es el trabajo mundano que yo conozco y que he ejercido desde que fui entrenado como policía de Harper. Antes de esto intenté trabajar en un banco, pero lo dejé porque no me gustaba cómo me miraba el resto de la gente. Éramos los primeros policías de la ciudad de Nueva York y nos odiaban, la gente nos tiraba piedras. Teníamos que ir armados con un chuzo cada uno: esa peculiar porra con un pincho en la punta que vio usted cuando nos adentramos en los oscuros rincones de Londres. Los ciudadanos creían que nuestra labor era la de hacer de espías y, curiosamente, ese temor hizo que nos convirtiéramos en espías. Disfraces, investigaciones, servicio secreto, todos los tejemanejes encubiertos y turbios… Ése ha sido mi arte, mi fortuna. Al llevarle al fumadero de opio intenté meterle en una búsqueda sin propósito, sabiendo que lo reconocería como el prototipo del que Dickens describía en su libro y que eso le distraería. Si tenía éxito en esa tarea, por fin podría librarme de las garras del Mayor Harper y regresar a los escenarios, donde en otros tiempos fui feliz e hice feliz a otros, como hace su editorial. Algún día tendré una casa llena de niños y espero que ellos me respeten y me quieran. ¡No quería causarle ningún daño, querido Ripley!
– ¡Sin embargo tenía todas las intenciones de despistarme, como usted mismo reconoce!
– No espero perdón por haberle engañado, pero ruego que crea mi propósito de pagarle la deuda. Quiero ayudarle.
– ¡Ja! -respondió Osgood.
– ¡Ripley, también yo fui embaucado por esos vendedores de opio!
– Lo que fue únicamente culpa suya, señor -dijo Tom en tono de reproche-. Obra de su inconsciencia.
– Hasta cierto punto sí, señor Branagan. Pero la violencia a la que estábamos sometidos no era más que una pequeña muestra de un siniestro movimiento mucho mayor. Ripley, considero que, mientras hablamos, se encuentra usted en grave peligro.
– Y la amenaza es usted tanto como el que más -dijo Osgood.
– Ya ha hablado más de lo que se merece. Siéntese y póngase cómodo mientras llamo a un coche de policía -añadió Tom.
Rogers sacudió la cabeza.
– No. Necesitan mi ayuda, caballeros, ¡su supervivencia depende de ella! Tal vez también la mía, ¡aunque puede que para ustedes ahora no signifique nada! -los otros dos hombres, que no mostraban signos de flaquear, intercambiaron una mirada. Rogers, presa ya del pánico, se puso a suplicar sin pudor-: Mi querido Ripley, ¿no puede volver a confiar en mí? Le prometo pagarle mi deuda por lo que he hecho.
Osgood dedicó una mirada encendida a su antiguo compañero.
– Ha ganado mi confianza y compasión valiéndose de un montón de mentiras. Conspiró para entorpecer nuestra gira con Dickens por América, para culpar al señor Branagan de lo que no había hecho, para distraerme de mi misión aquí, todo bajo las nefastas órdenes de esos hermanos Harper. No me cabe la menor duda de que el Mayor Harper maneja también las cuerdas de su actual súplica. En cualquier momento tirará de sus hilos y hará entrar en escena a Judy, o al diablo, o a cualquier otra grotesca figura de madera para que intente desorientarnos. Ahora, desaparezca de nuestra vista, mientras conserva su libertad, si el señor Branagan se lo permite.
Tom dio un paso atrás y señaló la puerta con la mano. En esta ocasión, Rogers no discutió.
– Gracias a Dios que existe usted, Ripley -dijo. Se volvió en silencio y,. con el sombrero debajo del brazo, salió apresuradamente de la habitación.
La aparición de Tom Branagan, y de la pistola que empuñaba, había supuesto para Osgood una impresión tan fuerte como el descubrimiento de la verdadera identidad de Rogers. Una vez confirmaron que éste había salido de las dependencias del hotel, y cuando Rebecca regresó del banco, Tom se dispuso a contarles el tortuoso trayecto que a su vez había recorrido hasta reunirse con ellos. Al regresar a Inglaterra después de la gira de Dickens, Tom siguió trabajando en labores domésticas en la ciudad de Ross, en la finca de George Dolby. Pero se cansó de la monotonía de cuidar los adorados ponis de los hijos de Dolby y de llevar en el coche a la señora Dolby, que le estaba sacando el máximo partido a su fortuna, muy acrecentada desde la gira americana. Dolby, por su parte, se había endurecido por lo que él llamaba «el maltrato americano» y gastaba el dinero de manera irresponsable y extravagante, sobre todo después de que su segundo hijo varón muriera a los pocos días de nacer. Ocasionalmente, Tom veía a Dickens en la casa de Dolby, incluyendo el bautizo de George Dolby hijo, pero el novelista, aunque afable con él, nunca le habló de los delicados sucesos acaecidos durante la reciente gira por América.
Tom le enseñó a Osgood una navaja con empuñadura de nácar que llevaba en el bolsillo.
– Ésta es la navaja que le quité de la mano. Me di cuenta de que todavía la conservaba cuando ya habíamos salido del país y la encontré entre mi ropa. En ocasiones, cuando la veo, me acuerdo de la mujer y pienso en lo que le podía haber pasado al Jefe.
– Puede estar usted orgulloso de lo que hizo -dijo Osgood.
– Yo estaba seguro de que la mujer iba a morir, ¿saben? -continuó Tom-. Usted también lo habría estado, señor Osgood, de haber visto la sangre. El Jefe debió de pensar lo mismo, al mirarla se puso muy triste, incluso le susurró algo al oído para tranquilizarla, aunque no pude oír lo que dijo. Pero lo cierto es que pocas mujeres de las que intentan suicidarse por ese método tienen la fuerza suficiente para realizar en su propia piel un corte lo bastante profundo una vez han empezado. Muchas sobreviven, como le pasó a ella, aunque quedó mermada para siempre por dentro y por fuera. La imagen de ambos no se separa de mí desde aquel día; tanto la de Louisa Barton como la de Charles Dickens.
Embotado por el tiempo pasado en Ross y obsesionado por lo que había ocurrido durante sus últimas horas en Boston, Tom presentó su solicitud a la policía de Scotland Yard y esperó varios meses, hasta que quedó disponible una plaza para agente nocturno de tercera clase, la categoría más baja y peligrosa de la policía inglesa. Hacía sus rondas desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana. Generalmente, éste solía ser el único destino disponible para un irlandés, aunque el hecho de que supiera leer y escribir bien le reportó un rápido ascenso a la categoría de agente de policía de primera clase.
Debido a que a los irlandeses se les asignaban las rondas por los barrios más pobres de Londres, Tom resultó ser uno de los agentes que estaban patrullando cuando se dio la alarma por el alboroto del Palmer's Folly la noche en que atacaron a Osgood. Se encontraba arreglando la entrada de una carbonera peligrosamente destartalada en una calle cercana. Al llegar a la escena del jaleo, Tom vio huir a Rogers, con la cabeza herida y ensangrentada, y le reconoció.
– Le reconocí como el hombre que, con la peluca de Washington y el anticuado sombrero de tres picos, provocó los disturbios de la venta de entradas en Brooklyn por los que se me culpó a mí. Su presencia en Londres me pareció de lo más extraordinario, como podrán imaginar. Decidí seguirle sigilosamente para saber más de él y descubrí que se alojaba bajo nombre falso en una pensión retirada. Le seguí algunos días más y supe que había estado enviando telegramas y cartas a Nueva York. Cuando le vi entrar en este hotel examiné el libro de huéspedes y me quedé nuevamente sorprendido al encontrar su nombre, señor Osgood, entre los de los ocupantes del establecimiento. Sospeché que aquel hombre llevaba trazando algún plan de naturaleza perversa desde nuestra estancia en América, pero no sabía si se trataba de un estafador de alguna clase, un ladrón o un asesino sin escrúpulos.
– Por eso trajo la pistola -intervino Osgood. Tom asintió con la cabeza y dejó la pistola a un lado con una sonrisa de alivio.
– Para ser sincero, me alegro de no haber tenido que usarla. Las han repartido en el departamento a causa de los ataques de los fenianos al Gobierno y a las prisiones. Como tengo sangre irlandesa, me han elegido para infiltrarme en lo que queda de los grupos fenianos, pero el departamento ha hecho muy pocos entrenamientos con las pistolas y todavía necesito aprender a utilizarla.
Osgood, a su vez, le ofreció a Tom un relato completo y detallado de sus aventuras con Herman a bordo del Samaria y de sus experiencias en Inglaterra.
Mientras lo escuchaba, Tom fue cerrando todas las cortinas de la habitación.
– Señor Branagan, ¿qué pasa? -preguntó Rebecca-. ¿Cree que nos está observando alguien?
Tom apoyó ambos brazos en la repisa de la chimenea. En los dos años que habían pasado desde la gira de América, se había dejado una espesa barba y sus brazos y pecho habían aumentado de volumen. Cualquier escultor del Renacimiento habría estado encantado de contar con él como modelo.
– El bastón que usted ha descrito con la extraña cabeza de oro que tenía el hombre llamado Herman, ¿lo vio de cerca? -preguntó Tom.
Osgood hizo un gesto de asentimiento.
– Era una especie de dragón.
– ¿Recuerda si tenía dientes?
– Sí -confirmó Osgood-, afilados como cuchillas. ¿Cómo lo sabe?
– Herman -Tom repitió el nombre para sí-. A partir de ahora tenemos que actuar con sigilo.
– Entonces ¿usted sabe quién es el monstruo que atacó al señor Osgood en el barco? -inquirió Rebecca.
– Las marcas que había en el cuello y el pecho de los fumadores de opio muertos… eran casi como marcas de colmillos. La policía no sabía qué pensar de ellas.
– ¡Estaban hechas con el bastón! -gritó Osgood-. ¡Con la cabeza de la bestia!
– Si usted se encontró en el barco con el mismo hombre, quiere decir que éste no fue un ataque fortuito -dijo Tom.
– O sea, que no me lo imaginé en el fumadero de opio -dijo Osgood sin resuello. En el mismo momento en que lo decía, el rostro pétreo de Herman se materializó en su cabeza-. Estaba allí de verdad, señorita Sand. Tenía usted razón, ¡no era un simple ratero! Si fue él quien me inyectó el opio, debió de ser también él quien le hiciera lo mismo al pobre Daniel. Fue Herman quien intervino en el ataque, matando al marinero y al bengalí. ¡Es él el demonio que debemos arrostrar para desentrañar todo este misterio! ¿Podría encontrarlo la policía, Branagan?
– Scotland Yard no se va a tomar en serio la muerte de dos fumadores de opio. Pero no sé si será necesario que lo encontremos -dijo Tom misteriosamente.
– ¿Qué quiere decir, señor Branagan? -preguntó Rebecca.
– Si estoy en lo cierto, señorita Sand, el reto no será encontrarle. Será evitarle el tiempo necesario para enterarnos de hacia dónde sopla este viento fatídico.
Yahee era traficante de opio, pero no sólo eso. Se decía que era el primero en su oficio en Londres, el que enseñaba a todos los demás cómo mezclar y fumar la pasta negra. Conocido por muchos londinenses del este como Jack el Chino, Yahee sulfuraba de vez en cuando al miembro de la policía que no debía y, cuando eso pasaba, acababa entre rejas por mendicidad o cualquier otra minucia, puesto que el opio en sí mismo no era ilegal. Le sorprendió agradablemente comprobar que, tras su última detención, le dejaron salir de prisión dos semanas antes de lo previsto; al principio pensó que su sentido interior del tiempo se había visto alterado durante el encierro, pero le dijeron que la prisión estaba demasiado llena para alimentar a cualquier chino maleducado.
El recién liberado vendedor de opio fue caminando en la oscuridad de la noche por las calles largas, estrechas y manchadas de alquitrán en dirección al sombrío arrabal de los muelles. El aire olía a basura combinada con los aromas del café y el tabaco de los inmensos almacenes que se alineaban a los lados de las calles. Según se acercaba al lugar en el que tenía su habitación, un hombre desconocido con capa y gorra de policía detuvo a Yahee.
– No te acerques, bobbie -le dijo Yahee empujándole a un lado-. ¡Aquí un hombre libre!
– Estás libre gracias a mí, Yahee -dijo el agente logrando que sus palabras aminoraran el paso de Yahee. El viento empezaba a dispersar la niebla desvelando una imagen más clara del policía-. Fui yo quien lo arregló y puedo volverme atrás. Sospecho que te has enterado de lo que les pasó en el fumadero de Opium Sal a dos de sus mercenarios, un marinero y un bengalí.
– No -dijo Yahee haciéndose el tonto-. ¿Qué?
Tom dio un paso hacia él.
– Creo que ya lo sabes.
– Yahee lo ha oído -dijo el hombre, desarmado ante la mirada acusadora de Tom-. Los asesinaron, sí, lo oí en chirona.
– Correcto. Y me preguntaba si tú podrías estar detrás de esto -dijo Tom.
– ¡Nada de eso, estúpido bobbie! ¡Yahee en prisión cuando pasar! -dijo el chino enfurecido escupiendo a Tom en. una bota-. Trataron de robar hombre equivocado, he oído. ¡Tú trata de hacer culpable a Yahee! ¡Vete a atrapar carterista!
– Sally es tu competencia. ¿Cómo podemos estar seguros de que no lo organizaste todo para que atacaran a sus hombres mientras estabas en prisión? -preguntó Tom.
– ¡Injusto! ¡Injusto, tú, Charlie!
Tom no discutió ese punto. Sabía que lo que estaba haciendo era injusto, sabía que Yahee no tenía nada que ver con lo que había pasado en Palmer's Folly. Pero también sabía que los pocos chinos de Londres eran observados con suspicacia anticipada, en particular un minorista de opio como Yahee. Las amenazas de Tom eran verosímiles y eso convertía a Yahee en un perfecto candidato.
Yahee, comprendiendo que había algo más en juego, dijo:
– ¿Por qué busca a Yahee?
Tom se acercó a él.
– Quiero saber quién es Herman -esta última palabra la pronunció en un susurro.
Yahee abrió y cerró la boca como si quisiera librarse de un mal sabor, sacudió la cabeza y profirió una impresionante retahíla de imprecaciones en chino mientras empezaba a alejarse a toda prisa.
– ¡No, no! ¡Cabeza de Hierro no! ¡Si hablo de Cabeza de Hierro, yo muero! ¡Tú muere!
Tom alargó la porra e interrumpió el movimiento de Yahee. El temor de éste a Herman aparecía reflejado en su rostro y en aquel preciso momento Tom supo que le tenía atrapado.
– Me vas a contar todo lo que sepas de ese hombre que llamas Cabeza de Hierro y yo nunca daré tu nombre a nadie. O te mando encerrar y hago correr la voz de que me has hablado de Herman.
– ¡No, sólo eres bobbie! ¡Nadie te cree!
Yahee se giró y salió huyendo en la otra dirección, pero otra figura le cortó el paso. Osgood, que estaba esperando en las sombras, dio un paso adelante.
– Puede que no crean a un policía -dijo Osgood-, pero estarán más que dispuestos a creer al hombre de negocios americano que sufrió el ataque.
Yahee miró alrededor asustado.
– ¿Por qué hace esto a Yahee?
– No vamos a hablar en la calle, Yahee -dijo Tom-. Entraremos en la cárcel. Soy un agente, no un inspector; nadie verá nada raro en que se encierre a un mendigo y que luego, cuando hayamos acabado, se le saque de allí. ¿Hay trato o no hay trato, Jack el Chino?
Esta vez Yahee escupió a Tom en el hombro.
– ¡No trato! ¡No cárcel! ¡Yahee no vuelve allí dentro! ¡En chirona, ojos de Herman por todas partes!
– Muy bien -concedió Tom-. Entonces, vamos a tu casa.
– ¡Al diablo vosotros! ¡Yahee prefiere morir que ser visto allí con vosotros!
– Entonces iremos a algún sitio donde no nos pueda ver nadie.
El Túnel del Támesis se había construido con gran ambición y fanfarria, y sin plantearse el fracaso. El imponente pasaje permitiría a peatones y carruajes, por una tarifa de dos peniques, cruzar cómoda y agradablemente por debajo del principal cauce de agua de la ciudad. Pero ya iban por el tercer intento de perforación por debajo del Támesis y no había tenido más éxito que los dos primeros.
La mayestática tarea de construcción estuvo plagada de dificultades. Los accidentes y los gastos que no paraban de subir asolaron los dieciocho años de obras en el túnel: diez vidas, la mayoría de mineros, se habían cobrado los contratiempos y la mala gestión, las caídas, las inundaciones, las explosiones de gas; los perforadores que sobrevivieron fueron a la huelga; tras un breve período de expectación ante su definitiva apertura al público, los londinenses acabaron por abandonar el impresionante túnel. Los inversores perdieron sus aportaciones. Hasta las prostitutas y los pordioseros que lo frecuentaban acabaron por cansarse de las filtraciones, de las peligrosas grietas, la larga y traicionera bajada por la escalera vertiginosa que llevaba hasta el túnel, veinticinco metros por debajo de la superficie. Esperó en el limbo mientras una compañía de ferrocarriles negociaba su compra para establecer una línea a Brighton. Con su entrada rodeada a estas alturas por almacenes en ruinas, el Túnel del Támesis se convirtió en una vergüenza, afortunadamente olvidada.
Fue allí, debajo de la metrópolis, en aquellos desolados raíles a ninguna parte, donde Yahee conversó con Tom Branagan y Osgood. Habían descendido las tortuosas escaleras hasta el nivel más bajo del abandonado abismo subterráneo.
– Esto es sólo lo que gente dice -matizó sus palabras Yahee antes de empezar, apoyado contra la piedra fría y rezumante mientras los tres escuchaban el áspero batir de las bombas de agua-. Nada más.
– Cuéntanos -ordenó Tom intentando no aspirar demasiado de aquel aire pútrido.
Yahee miró alrededor, localizando con la mirada el menor ruido. Levantó la nariz e hizo una mueca.
– No gusta estar aquí. Gente muere trabajando. El diablo aquí.
Tom no discutió, simplemente asintió con una promesa de seguridad.
– Dinos lo que sepas y podrás irte. Háblanos de Herman.
Lo que contaba la gente, según relató Yahee en su inglés chapurreado, era que había un chico llamado Hormazd que formaba parte de la familia parsi de los Cama, traficantes de opio que se dedicaban al transporte en barco de la droga desde los puertos de India a los de China.
– Parsis mejores traficantes de opio de mundo. Rápidos y muy feroces. Toda familia de Hormazd traficantes, toda familia asesinada por Ah'ling, jefe de clan pirata.
Dicho jefe hizo cautivo a Hormazd y le incluyó en un grupo de marineros europeos apresados en otros navíos mercantes. El joven Hormazd había vivido en un barco de opio desde que tenía diez años y los piratas le habían mantenido con vida para aprovechar su fuerza en el trabajo. Hormazd rezaba en su nativa lengua zend mirando al sol al amanecer y al anochecer. Viviendo entre crueles piratas chinos, Hormazd y el resto de los cautivos eran azotados con varas de bambú si mostraban cansancio o desatendían las órdenes de sus superiores.
Los cautivos eran obligados a ayudar en la lorcha pirata, un navío ligero y rápido, en sus ataques a naves chinas más pequeñas. Cuando el capitán del navío apresado se negaba a colaborar y no les decía dónde estaban escondidos el opio o los metales preciosos, los piratas hacían una herida en la piel del capitán y bebían su sangre para aterrorizarle todavía más.
Los cautivos tenían que mascar tabaco para evitar las náuseas que les producía la visión de los horrores perpetrados por los piratas en su afán de conseguir los tesoros. Todos salvo Hormazd. El chico parecía absorber más que repeler las grotescas lecciones de los piratas. Aunque no olvidaba cómo había llegado allí y nunca flaqueó en el odio que sentía por sus captores, no parecía albergar idea alguna de lo que estaba bien y lo que estaba mal. El solitario parsi, que no conocía más que su propia fortaleza y desdicha, funcionaba como un animal irracional, sin conciencia de los principios de moral elementales.
Los piratas vivían en un primitivo estado de humanidad. Para ellos, un alimento comparable en delicadeza a las guayabas o las ostras era una rata hervida cortada en rodajas o las orugas crudas con arroz que servían acompañadas de un licor azul brillante de sabor repugnante.
Una tarde bochornosa que resultó coincidir con el decimocuarto cumpleaños de Hormazd Cama, él y algunos de los cautivos europeos fueron separados en la lorcha del resto de la flota pirata hasta un lejano estrecho para hacer prácticas de tiro. Un perverso miembro de la tripulación estaba golpeando a Hormazd en la espalda y brazos por alguna infracción real o imaginaria. Algo relampagueó en los ojos del chico y, en unos cuantos movimientos rápidos, Hormazd le había partido el cuello al pirata. Algunos de los cautivos europeos lo presenciaron.
– Tienes que huir -le dijo un joven inglés que había llegado a interesarse en el extraño muchacho parsi-. ¡Si no lo haces te matarán y te cortarán la cabeza! Te ayudaremos si nos llevas contigo, Herman -los británicos y americanos le llamaban Herman, lo más aproximado que encontraron a su nombre parsi.
Dándose cuenta de que el asesinato del pirata traería consecuencias, Hormazd se puso rígido y asintió.
– Por favor, ayudadme -dijo.
– No, no contéis conmigo -dijo un prisionero escocés-. ¡Yo no voy a jugarme el pellejo por los impulsos exaltados de este adorador del fuego! ¡Un fulano que hasta se niega a fumar y que lleva ese atadijo hindú en la cabeza!
Hormazd dio un paso hacia el escocés. El prisionero inglés se interpuso entre ambos.
– ¿Te gustaría pelear con él? -le preguntó al marinero escocés, que retrocedió-. Este hombre que ves no es ni hindú ni musulmán -continuó el inglés-, sino un parsi, un seguidor de Zoroastro y un aliado del poder británico en India. Respétale, amigo mío, y nos ayudaremos unos a otros.
Después de arrastrar el cuerpo del asesinado hasta el agua, Hormazd y los cautivos europeos lograron hacerse con un pequeño arsenal de la armería de la lorcha sin que les vieran y se colaron en una lancha abierta. No tardó mucho en avistarles el vigía de la lorcha y desde ella les dispararon con metralla. Tumbado en el suelo de la lancha, Hormazd mató a más de la mitad de los veinte piratas que se encontraban en cubierta con su fusil.
Hormazd insistió en que regresaran para abordar la lorcha.
– ¡Es una locura! ¡Tenemos vía libre para escapar! -protestó el escocés en la lancha-. Casi nos hemos quedado sin munición.
– Tenemos suficiente -dijo Hormazd rotundamente-. En la antigüedad mi pueblo fue expulsado de nuestras tierras. En la batalla, dispersamos las cabezas de nuestros enemigos; ningún parsi vuelve la espalda aunque se le arroje una piedra de molino a la cabeza -algunos de los piratas que habían escapado a su fuego porque estaban bajo cubierta, dijo, habían sido responsables de la matanza de su familia y compañeros de viaje, y no iba a permitir que siguieran vivos. A solas, Hormazd escaló las redes que colgaban a un lado de la lorcha. Al cabo de un cuarto de hora, Hormazd regresó con la cabeza de uno de los piratas. En la orilla, colocó la cabeza en una estaca, de cara al agua para que la viera Ah’ling. Luego sujetó con correas los cuerpos de los piratas chinos a cada una de las vergas y la lorcha se alejó pilotada por Hormazd y el inglés.
Cuando llegaron a Cantón, un mandarín les felicitó por haber desmantelado una de las tripulaciones piratas más nefastas que aterrorizaban a pescadores y mercaderes. El mandarín bañó a los hombres en bebida, joyas y plata. Durante su recorrido por las calles en dirección al asentamiento inglés, un ladrón quiso quitarle el botín a Hormazd intentando golpearle en la cabeza con una barra de acero. Hormazd ni parpadeó ni se dio la vuelta. Simplemente agarró la barra y tiró al sujeto al suelo, rompiéndole el brazo por dos sitios.
Muchos de los lugareños presenciaron este hecho y lo fueron contando y desde aquel día se empezó a hablar de un personaje sobrecogedor venido de tierras lejanas que llamaban Cabeza de Hierro.
El ladrón, que huyó corriendo, dejó caer una bolsa llena de riquezas que había expoliado a otras víctimas. Entre ellas se encontraba un ídolo de oro puro, una cabeza de kilin con los ojos de ónice; el kilin era una bestia mitológica con un solo cuerno, que se creía que traía la buena fortuna y castigaba a los perversos con fuego y destrucción. Cuando caminaba sobre la tierra no dejaba huellas; cuando caminaba sobre el agua no hacía ondas. En aquel momento Hormazd no sabía nada de esto, pero a pesar de ello se sintió interesado por él de la misma manera en que un hombre cualquiera sentiría lástima por un perro hambriento. Una vez en el asentamiento inglés, pagó para quedarse con la cabeza de kilin y la hizo montar en la empuñadura de un bastón que llevó con él cuando se embarcó en Cantón con destino a Londres.
Con estas nuevas riquezas y su gran fortaleza, Hormazd, según se decía, se dedicó a poner en pie su propio negocio de contrabando de opio con sede en Londres. Los barcos le facilitaban opio traído de India, al margen de los canales oficiales del gobierno colonial, que estaban estrictamente controlados por los ingleses, y él distribuía la droga por los puertos ingleses y americanos sin el peso de los aranceles y las inspecciones que controlaban la adulteración. Sin embargo, el inglés que había sido su compañero de cautiverio en el barco pirata y que le había ayudado a escapar no tardó en descubrir involuntariamente algunos de los secretos de sus operaciones.
– ¿Quién era ese inglés? -interrumpió Osgood al narrador con interés.
– Un hijo de han -dijo Yahee-. Un joven llamado Edward Trood.
– ¿Qué quieres decir con «un hijo de han»? -preguntó Tom.
Yahee explicó que Eddie Trood era un joven inteligente aunque reservado que durante sus viajes había aprendido el chino tan bien que los piratas le habían dejado vivir para que hiciera de traductor. Los nativos le llamaban hijo de han, como si fuera un chino más, y era un caso realmente excepcional, porque el gobierno chino había prohibido que se enseñara su idioma a los extranjeros con la intención de controlar las negociaciones de los comerciantes chinos con los europeos y para frenar la venta de opio a los consumidores chinos.
De vuelta a Londres, adonde Eddie también había regresado, Herman no tardó en descubrir que éste poseía un gran conocimiento de los procedimientos llevados a cabo en sus negocios. Herman e Imam, un traficante de opio turco también implicado en el asunto a escala mundial, localizaron al tío de Eddie, un vendedor de opio al por menor de Londres, quien cobarde y rápidamente traicionó a su sobrino. Eddie estaba condenado, dijo Yahee con una risita triste, «por haber enfadado a Herman Cabeza de Hierro».
Los fumadores de opio pasaron el chisme a los traficantes, que se lo pasaron a los vendedores. Se rumoreaba que el cuerpo del joven estaba emparedado en un tabique de la casa de su tío y, cuando Yahee y los demás se enteraron de estos rumores, nadie volvió a atreverse a interferir en las operaciones de Herman nunca más.
Yahee interrumpió su relato en medio de un pensamiento. Giró la cabeza hacia atrás y fijó la mirada en la oscuridad del túnel.
– ¿Qué pasa, Yahee? -preguntó Osgood.
Yahee se estremeció. Desde algún lugar del túnel les llegó un crujido, seguido de una serie de sonoros estallidos.
Una expresión febril se adueñó del rostro de Yahee y salió corriendo en dirección a las escaleras.
– ¡Herman! ¡Herman aquí! -gritaba.
– No -dijo Tom-. No es más que una cañería rota. ¡Yahee, aquí no hay nadie!
Yahee subió como una flecha los escalones inclinados y sinuosos a toda velocidad, temerariamente. Tom primero, y Osgood a continuación, corrieron detrás de él mientras le rogaban que fuera más despacio. El fumador de opio gritaba que Herman Cabeza de Hierro venía a matarles a todos.
– ¡Yahee, detente! -gritó Tom.
Una sección corroída de la barandilla cedió y cayó en picado los diez metros que la separaban del fondo del túnel. Yahee perdió pie y se quedó colgando de la barandilla rota con la punta de los dedos.
Tom le gritó a Yahee que se estuviera quieto. Tiró de él y le subió a suelo seguro. Una vez a salvo, el hombre se desmoronó exangüe e inmóvil en los brazos de Tom.
– ¿Se encuentra bien? -preguntó Osgood al llegar a su lado agarrándose los costados y jadeando.
– Se ha desmayado -dijo Tom-. Ayúdeme a tumbarle -llevaron a Yahee al siguiente descansillo entre convulsiones y palabras que farfullaba en cantonés.
Se sentaron en el rellano y esperaron a que Yahee se recuperara.
– Herman casi consigue matarle -comentó Osgood tras recobrar el aliento-, y ni siquiera estaba aquí. ¿A qué nos estamos enfrentando, Branagan?
Al separarse, después de dejar a Yahee en un coche de alquiler, Osgood se dirigió apresuradamente a su hotel de Piccadilly y Tom fue directo a la comisaría de policía. Cuando Tom regresó al hotel, donde Osgood ya había puesto a Rebecca al corriente de lo ocurrido, les enseñó un telegrama. Era de Gadshill y sólo lo conformaban cinco palabras:
Agente Tom Branagan. Sí. No.
– Todavía sigue sin poder dirigirse a mí simplemente como Tom -dijo meneando la cabeza-. Es de Henry Scott, de Rochester.
– ¿Qué significa? -preguntó Osgood.
– Si usted tiene razón al creer que Herman atacó a Daniel en Boston -dijo Tom-, y luego viajó con usted entre el pasaje del Samaria, me preguntaba yo por qué iba a seguir Herman a un editor americano para saber más de una novela inglesa. Sospechaba que si Herman había intentado sacarle información a usted, y antes a Daniel, sobre El misterio de Edwin Drood, ya lo habría intentado antes en Inglaterra a través de otros canales. Esto confirma mis sospechas. Véalo usted mismo.
Tom dejó una pila de documentos de la policía de Londres en la mesa que Osgood tenía delante.
Él los examinó.
– Un allanamiento en Chapman & Hall, los editores ingleses de Dickens. Otro de las mismas características en Clowes, la imprenta. Ambos en la semana del 9 de junio, el día de la muerte de Dickens. En ambos casos parece que no se robó nada.
– No se robó nada -dijo Tom-, porque lo que buscaba Herman, información sobre el final de la novela de Dickens, no estaba allí. Como no se llevaron nada, la policía no tardó en abandonar cualquier investigación sobre el incidente. Por eso le envié un telegrama a Henry Scott pidiéndole respuestas a dos preguntas: ¿entraron por la fuerza en Gadshill tras la muerte del Jefe?, y ¿se llevaron algo? Tiene usted en su mano las respuestas: sí y no.
– Entonces ¿por qué me estaba siguiendo Herman? -inquirió Osgood.
– Eso no lo sabemos, señor Osgood. Pero yo creo que en realidad Herman pudo haberle protegido a usted en el fumadero de opio -dijo Tom-. Probablemente lo único que querían los adictos era robarle; un extranjero vestido con ropa cara era un objetivo que no podían pasar por alto. Herman necesitaba que usted continuara con sus pesquisas, le necesitaba vivo y en buenas condiciones para seguir adelante. Incluso le dejó cerca de los desagües del alcantarillado, donde siempre hay cazadores de las cloacas.
– ¡Él cree que sé cómo encontrar el final! -dijo Osgood-. Y si todo esto es cierto, hay algo peor… -se sentó y apoyó la cabeza en ambas manos para ponderar la idea.
– ¿De qué se trata, señor Osgood? -preguntó Rebecca.
– ¿No se da cuenta, señorita Sand? El parsi, entrenado en sus técnicas de terror y asesinato por los más crueles piratas del mundo, ha puesto Inglaterra patas arriba con la simple fuerza de sus manos desnudas buscando algo, lo que sea, sobre Drood. Y ahora no estaría siguiéndome a mí si hubiera tenido el menor éxito. ¿Y si…? -Osgood se calló hasta que reunió el valor para admitir-: ¿Y si eso significa que no hay nada que encontrar?
– Tal vez sólo sea cuestión de que está mirando en los lugares equivocados -dijo Rebecca valientemente.
– Sí -dijo Tom con un destello de genuina perspicacia. Luego dio un puñetazo en la mesa-. ¡Sí, señorita Sand! Pero no sólo eso. No sólo en los lugares equivocados, sino en el momento equivocado.
– ¿Qué quiere decir, señor Branagan? -preguntó Rebecca.
– Estaba recordando una cosa. Cuando estábamos en América con el señor Dickens, íbamos todos en el tren a la lectura de Filadelfia y el jefe empezó a hablar de Edgar Allan Poe con bastante nostalgia. Nos contó que cuando vio a Poe por última vez en Filadelfia habían hablado de Caleb Williams. ¿Quién era el autor de esa novela?
– William Godwin -dijo Osgood.
– Gracias. El señor Dickens nos dijo cómo le había contado a Poe que Godwin escribió primero la última parte del libro y luego empezó con el principio. Y Poe le dijo que también él escribía sus relatos de misterio hacia atrás. ¿Y si el señor Dickens, cuando se dispuso a escribir su gran novela de misterio, no hubiera empezado por el principio?
Osgood levantó la cabeza, se arrellanó en la silla y consideró aquella idea en silencio.
– Cuando el señor Dickens se desmayó en Gadshill -dijo Osgood abstraído-, había llegado precisamente aquella misma tarde al final de la primera parte del libro. Fue casi como si su cuerpo se rindiera, sabiendo que había terminado su labor, aunque a nosotros no nos lo pareciera.
Tom asintió y dijo:
– ¿Y si hubiera escrito primero la segunda parte de El misterio de Edwin Drood y luego la primera parte a partir de ésta?
– ¿Y si escribió el libro al revés? ¿Y si escribió el final antes? -preguntó Osgood sin esperar respuesta.
– Sin embargo, ninguna de nuestras indagaciones -interrumpió Rebecca- ha indicado dónde podría encontrarse el resto del libro, en caso de que realmente lo hubiera escrito.
– Tal vez intentara dejarle a alguien una clave, decirle a alguien antes de morir dónde se encontraba -reflexionó Tom.
– Las últimas palabras de Dickens -dijo Osgood exaltado-. ¡Le llamaba a él!
– ¿A quién? -preguntó Rebecca.
– Nos lo dijo Henry Scott, ¿no se acuerda? Lo último que los criados le oyeron decir a Dickens fue «Forster». ¡Dickens había dejado algo sin contar a su biógrafo!
Pero, para su gran frustración, John Forster, a quien Osgood y Tom encontraron sentado en su despacho de la Delegación de Salud Mental de Whitehall, meneó la cabeza con expresión asesina. Alzó sus grandes ojos negros al cielo fríamente mientras le acribillaban a preguntas. Sacó el reloj de oro, frotó la esfera con los dedos, lo sacudió como si sacudiera una botella y se removió impaciente.
– Amigos, estoy muy ocupado; muy, muy ocupado. He perdido toda la tarde con una visita de Arthur Grunwald, el actor; ¡un puñetero mentecato como no he conocido alguno en todo el transcurso de mi vida! Pretende cambiar toda la obra de Drood cuando estamos a punto de estrenar. En serio, tengo que acabar mi trabajo de hoy.
– ¿Está usted seguro de que el señor Dickens no intentó decirle algo más en relación con Drood cuando usted llegó a Gadshill? -inquirió Osgood en un intento de llevarle al tema que más les urgía.
Forster se retorció las manos mostrándoselas.
– Estoy que me retuerzo las manos.
– Ya lo veo -dijo Osgood-. Tenemos que saber lo que le dijo.
– Señor Osgood -continuó Forster-, el señor Dickens estaba inconsciente cuando yo llegué a la casa. Si dijo algo, no era comprensible para el oído humano.
– Como en un sueño -añadió Tom meditabundo.
Los otros dos hombres le miraron sorprendidos.
– Una vez el Jefe me habló de un sueño que había tenido -explicó Tom-. En él recibía un manuscrito lleno de palabras y le decían que podía salvar su vida, pero cuando lo miraba no podía entender lo que decía.
– A mí nunca me habló de ese sueño… ¿Cómo es que está usted tan interesado en las últimas palabras que dijo, señor Branagan? -inquirió Forster.
– Señor Forster, si me permite una pregunta… -dijo Tom-. ¿Por qué cree que el señor Dickens pronunció su nombre en su delirio?
– ¿Por qué…? ¡Una pregunta increíble! -le respondió con un rugido. El biógrafo del novelista se puso a lanzar una arenga sobre su amistad de toda la vida y su incuestionable intimidad-. Con toda seguridad, todo esto le sucedió mientras todavía empuñaba esta pluma… -continuó Forster blandiendo la pluma blanca de ganso que había traído de Gadshill-. Supongo que querrá llevársela ya.
– ¿Yo? -preguntó Osgood sorprendido por la oferta.
Forster afirmó con la cabeza.
– Ah, ¿no se lo he dicho? Supongo que se me ha pasado por alto. Verá, han encomendado a la señorita Hogarth que haga el reparto de los objetos del escritorio del señor Dickens. Ha decidido dejarle esta pluma, en la que se seca la tinta de las últimas palabras que él escribió…, a usted.
– Pero ¿por qué? -preguntó Osgood.
– ¡Yo pregunté lo mismo! Ella parece admirar su… ¿Cómo podríamos llamarla? Su entereza a la hora de investigar lo que ha sido de Drood, por absurdo que parezca. Pensé que a lo mejor se iría usted de Inglaterra antes de que pudiéramos encontrarle. Pero, puesto que ha venido… -Forster se la ofreció de mala gana.
Osgood tomó la pluma de ave.
– Gracias -dijo dirigiéndose más a la ausente Georgy que a Forster-. La guardaré como un tesoro.
– Una pregunta más, si es tan amable, señor Forster -dijo Tom-. ¿Cuándo le pusieron la cerradura nueva en esta puerta?
– ¿Qué? -preguntó Forster hablando por primera vez en un tono tranquilo desde que Osgood había llegado a Inglaterra-. ¿Cómo sabe que…? ¿Qué le hace pensar que es nueva, señor?
– El señor Branagan es agente de policía, señor Forster -contestó por él Osgood-. Apostaría a que en su trabajo ve suficientes cerraduras de ese tipo para reconocerlas a primera vista.
– Muy bien, supongo que consideran que eso es un gran logro. Ocurrió en los días siguientes al fallecimiento del señor Dickens, creo recordar -dijo Forster-. Llegué a mi despacho y vi que alguien había entrado aquí y había revuelto todos los papeles relacionados con Dickens. Verá, estaban todos juntos, porque guardo mis cosas bien organizadas.
– ¿Se llevaron algo? -preguntó Tom.
– Probablemente fuera un rufián que buscaba algo de valor para venderlo y comprar bebida. Pero hubo un documento en particular que parecía haber sido, no sé, maltratado, digamos. De hecho, era de usted -dijo señalando a Osgood con un movimiento de la cabeza.
– ¿A qué se refiere, señor Forster -preguntó el aludido.
– Me refiero al telegrama de su editorial en el que me solicitaban que mandara las páginas restantes de El misterio de Edwin Drood a Boston de inmediato.
Sacó un telegrama arrugado de una carpeta. Urgente. Envíe todo lo que haya de Drood a Boston inmediatamente.
– Mi colección de Dickens está organizada con un sistema muy particular -continuó Forster-. Esto lo volvieron a guardar, pero donde no le correspondía.
Osgood y Tom intercambiaron una mirada fugaz.
– Ese telegrama debió de ser lo primero que le dio a Herman la idea de ir a Boston -dijo Osgood-. Creería que Forster nos podía haber mandado lo que él no encontró aquí.
– ¡Basta de susurros! -exclamó Forster-. ¿Qué están diciendo, caballeros?
– Le pido perdón, señor Forster -dijo Osgood-. Hablaba conmigo mismo. Un mal hábito.
– Horrible -le corrigió Forster.
– Señor Forster, aparte de usted y la señorita Hogarth, ¿se le ocurre alguien más a quien el señor Dickens pudiera haberle proporcionado información confidencial en estos últimos meses? -preguntó Tom.
Aquélla era sin duda la peor pregunta que se le podía hacer a Forster, a no ser que el propósito fuera desatar una letanía de sus habituales maldiciones y lamentos sobre la falta de comprensión por parte del mundo de la particular intimidad que Forster compartía con Dickens. El primero llegó incluso a sacar el testamento del segundo y señaló una cláusula.
– ¿Ve usted lo que dice esta línea de mí, señor Branagan? -preguntó Forster-. Tal vez necesite usted gafas, señor, porque lo que dice aquí es «mi querido y fiel amigo». Aquí es donde me lega su reloj cronómetro, ¡que nunca deja de recordarme todo el trabajo que queda por hacer en este mundo para que se merezca a un hombre como Charles Dickens! -volvió a agitar el aparato-. Aunque nunca acabo de saber qué hora es con esta máquina infernal.
Osgood parecía ausente durante la charla de Forster. Los ojos del editor permanecían fijos en el testamento.
– Me preguntaba, señor Forster -dijo Osgood impasible-, si nos dejaría al señor Branagan y a mi a solas unos minutos.
La cara del delegado enrojeció vivamente.
– ¿Salir de mi despacho? ¡Increíble!
– Sólo un momento, si no le importa. Es muy importante -dijo Osgood-. Luego le dejaremos en paz.
Forster acabó por ceder, aparentemente con la esperanza de librarse de sus visitantes. La mano de Osgood se alargó hacia el testamento de Dickens. Pero antes de salir, Forster se dio la vuelta y se guardó el documento en un bolsillo.
Osgood miró a Tom y dijo:
– No podemos fiarnos de él.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Tom.
– El testamento; la tía Georgy me proporcionó una copia -explicó Osgood sacando los papeles de su chaqueta-. ¡Cómo no se me había ocurrido antes! Verá, la señorita Hogarth me pidió que lo revisara con ella. El testamento adjudica a Forster «los manuscritos de mis obras publicadas que obren en mi poder en el momento de mi fallecimiento». Pero todo lo que no se haya publicado cuando se produce la muerte de Dickens queda en poder de Georgina Hogarth. Si las últimas seis entregas de la novela existen realmente, en el momento de la muerte de Dickens quedarían bajo el control de ella por disposición de su testamento.
– Sospecho que el control sobre Dickens es una de las cosas a las que el señor Forster no está dispuesto a renunciar -dijo Tom-. ¿Cree que nos está ocultando alguna otra cosa?
Forster empezó a llamar insistentemente a la puerta de su despacho y a anunciarles que les daba exactamente un minuto más. Osgood echó el cerrojo nuevo de la puerta de Forster, lo que llevó a que sus exclamaciones se volvieran más rigurosas.
– No es que nos oculte necesariamente algo -dijo Osgood a Tom en voz más baja-, pero si sabe más del final de la novela o a quién se lo puede haber contado Dickens, no nos lo dirá. Sobre todo si eso significa que la gente crea que Dickens confió en cualquier otra persona sobre la faz de la Tierra más que en él para administrar su legado.
– ¡Vamos! ¡Salgan de ahí o llamo a la policía! -atronó Forster desde fuera.
Osgood frunció el ceño y abrió el cerrojo.
Forster, exudando furia, miró a Osgood parpadeando varias veces y se inclinó hacia él.
– Y ahora, dígame, señor Osgood, ¿de verdad ha llegado a creer que usted, un editor mediocre, y su pequeña asistente podrían descubrir más cosas sobre Drood que yo? ¿De verdad se imaginó que podría lograr algo así? Y además, ¿qué es lo que pretendía con ello? ¿Convertirse en la sensación de su sector? ¿Hacerse tan rico como un judío, tal vez? No seguirá usted empeñado en esa empresa absurda, ¿verdad?
– Seguiré adelante, señor -dijo Osgood sin dudar-. Recuerdo las palabras del señor Dickens. No se puede hacer más que cerrar filas, marchar de frente y seguir luchando.
– ¿O sea, que no se han enterado? -preguntó Forster.
– ¿A qué se refiere? -quiso saber Tom.
– Me refiero a esto -dijo Forster. Mostró una arrugada hoja de papel-. Léalo usted mismo.
Osgood se hizo con ella y la examinó.
8 de junio de 1870. Mi queridísimo amigo, me temo que, con mi enfermedad empeorando día a día, no llegaré a completar más allá de la sexta parte de mi Drood. ¡No hace falta que te diga las esperanzas que había puesto en un final único! ¿Será realmente mi último trabajo? Creo que habría sido la mejor, de haber tenido tiempo para terminarla.
Firmaba Charles Dickens.
– Ésta es la fecha del día que tuvo el colapso. ¿De dónde ha salido? -preguntó Osgood-. ¿Por qué no me la había enseñado antes?
– La recibí ayer mismo -explicó Forster-. Se encontró oculta en una caja de acuarelas en la casa de subastas Christie's, descuidadamente abandonada por los trabajadores de la empresa. Es evidente que Dickens no tuvo tiempo de ponerla en el correo antes del colapso.
– No puede ser -se dijo Osgood para sí, para gran satisfacción de Forster.
– No dice a quién está dirigida -comentó Tom.
– ¿A quién más podría ser? -preguntó orgulloso Forster-. «Mi queridísimo amigo», ¿quién más cree usted que podía ser sino yo? Todavía no hemos hecho pública la carta, pero lo haremos. Siento que esto no se descubriera antes; les habría ahorrado a usted, a la señorita Sand y al señor Branagan un tiempo precioso que han dedicado a buscar tonterías. Ahora -dijo con un desagradable chasquido de labios-, ¿puedo recuperar mi despacho?
Osgood le entregó la carta.
– Por supuesto, señor Forster.
– Plantéeselo de esta manera -dijo Forster-. No se va usted con las manos vacías, mi querido señor Osgood. Tiene la última pluma del señor Dickens y ¿cuánta gente puede presumir de poseer un recuerdo tan precioso?
Quince minutos después, Osgood y Tom se encontraban de nuevo en sus habitaciones del hotel de Piccadilly. El editor estaba ya guardando sus cosas en el baúl. Tom había esgrimido todo tipo de argumentos para convencer a Osgood de que continuaran sus pesquisas.
– Señor Osgood -le dijo Tom-, no puede rendirse ahora. Todavía quedan demasiadas cosas por entender. ¡Usted puede seguir bajo la amenaza de Herman!
– No nos queda otra alternativa -dijo Osgood medio resignado, medio indeciso-. De todas maneras, una vez que Forster haga pública su carta, Herman nos dejará en paz. Entonces sabrá la verdad: que no tiene motivos para temer nada, como nosotros no tenemos motivos para mantener la esperanza.
– Puede que el Jefe tuviera sus razones para despistar a Forster, sabiendo que éste trataría de manipular el final de la novela a su gusto -insistió Tom.
Osgood negó con la cabeza.
– No lo creo. Nuestra investigación ha sido una absoluta locura, como desde el primer momento nos advirtió Forster que sería. No hay nada perdido ni secreto entre lo que Dickens dejó a su muerte, nada que nos pueda sacar de nuestros apuros. El libro ya no existe, murió con él. Cometí un error. Yo, James Osgood, me dejé llevar por un error de juicio y ahora ¡tengo que comerme mis palabras! Deseaba creerlo, deseaba creer que el hombre que se hacía llamar Datchery podría ayudarme. Por culpa de mi obstinación, porque quería que existiera algo que encontrar, lo único que he hecho aquí ha sido perder el tiempo y darles ventaja a los piratas literarios que ahora mismo estarán preparando su edición en América -se dirigió a su asistente-: Señorita Sand, haga los preparativos para nuestro inmediato regreso a Boston y envíe un telegrama al despacho del señor Fields informándole de nuestra vuelta.
– Sí, señor Osgood -dijo Rebecca obedientemente, sintiendo que cada paso la acercaba a la normalidad y la rutina de la vida cotidiana en Boston.
Osgood recorrió con la mirada la habitación y a sus dos compañeros mientras Rebecca redactaba el telegrama y Tom seguía intentando convencerle. Osgood sabía que rendirse y volver a casa era la decisión sensata, racional y responsable; en realidad, la única decisión posible que él, James Ripley Osgood, podía tomar si no bajaba del cielo una orden contraria.
– En todo caso, es demasiado tarde para que hagamos algo que nos pueda ayudar -señaló Osgood-. Los Harper estarán en condiciones de publicar dentro de poco todo lo que queda de Edwin Drood. Tendremos que enfrentarnos a la pérdida y seguir adelante. Nuestros rivales verán que somos vulnerables. Fields nos necesita a los dos en Boston para hacer lo que podamos.
Tom se plantó delante de Osgood y le ofreció la mano.
– Señor Osgood, le ofrezco mi mano, y con ella le doy mi palabra de que, si desea continuar con la investigación, yo permaneceré a su lado.
Osgood, con una leve sonrisa, estrechó la mano de Tom entre las suyas como Jack Rogers había hecho en su primer encuentro en el chalet de Gadshill, pero agitó la cabeza en un gesto de rechazo definitivo.
– Gracias por todo lo que ha hecho para ayudarnos, Tom. Vaya usted con Dios.
– Que Él vaya con usted, señor Osgood -dijo Tom con un suspiro-. Lo único que siento es que su estancia aquí acabe de esta manera. El señor Dickens, y usted, se merecen algo más.
– Haber ganado su amistad hace que todo haya merecido la pena -replicó Osgood.
Mientras Osgood resolvía apresuradamente sus asuntos en Londres y preparaba su partida, en uno de los más lujosos carruajes retenidos en el ruidoso Broadway de Nueva York tenía lugar una conversación que le incumbía. A través de su ventana se veía el sombrero de copa y las inmensas patillas pertenecientes a una cabeza entrecana, y la cara que enmarcaban se fruncía en un bufido de protesta contra el denso tráfico.
– Entonces, dígame, ¿dónde demonios está ahora ese majadero? -Fletcher Harper se acomodó en el interior del carruaje, se quitó el alto sombrero negro de la cabeza poblada de rizos castaños y resopló al ver que su tiro de caballo hacía una irritable parada detrás de un ómnibus.
– No tengo la menor idea de dónde está, tío -dijo su compañero de viaje-. Pero padre confiaba en él.
– ¡Ah! Eso ya lo sé -dijo el Mayor con su habitual tono de amarga perplejidad-. Es una gran equivocación, Philip. ¡Salga de este desbarajuste por la siguiente que pueda girar a la derecha! -gritó al cochero estirando el cuello por la ventana y colocándose el sombrero de nuevo provisionalmente.
– ¿Qué equivocación? -preguntó su compañero Philip Harper, hijo de James, el difunto hermano de Fletcher, y ahora jefe del departamento financiero cuando su tío volvió a meter el cuello y la cabeza en el vehículo.
– ¡Vamos! Confiar en un hombre que no se apellida Harper. Tal como van las cosas, Philip, dentro de poco tú también aprenderás a evitar esa práctica. Tu padre siempre tuvo demasiada fe en su policía de Harper para resolver nuestros problemas. Y por eso nos vemos así ahora y Jack Rogers ha interrumpido sus comunicaciones. Por lo que sabemos, ese bellaco puede haber vendido su lealtad a otro editor a cambio de una tarifa más alta; en caso de que hubiera descubierto en Inglaterra algún secreto sobre Dickens, podría utilizarlo en nuestra contra, tal vez con la ayuda de Osgood, con la vista puesta en obtener un mayor beneficio.
El consejo del Mayor de sólo confiar en individuos que llevaran el apellido Harper podía haberse considerado algo bastante razonable al entrar en las disuasoriamente fortificadas oficinas de Franklin Square. Había allí múltiples Fletchers, Josephs, Johns, aquel entusiasta Philip, un solitario Abner, hijos de los primeros hermanos, en diversos cargos directivos de publicaciones y producción, con una recua de nietos que empezaban a ascender desde el puesto de aprendiz.
Para ellos, Franklin Square era Harvard y Yale.
– ¡Cuando mi llama expire -les decía el Mayor a todos y cada uno de ellos a modo de discurso de introducción-, que sean manos legítimas las que pasen la antorcha inextinguible de padres a hijos! -esta sentencia era también más o menos la traducción del lema en latín que, junto a una antorcha flamígera, formaba el emblema de la editorial.
Según entraba, un trémulo empleado puso en conocimiento del Mayor que las visitas que esperaba estaban ya en la sala de invitados.
– Yo diría que le esperan… impacientes, Mayor -comentó el empleado.
– Que esperen, eso aumentará su ansia por mi oro. ¿Y el señor Leypoldt? -preguntó el Mayor.
– Envió un mensaje y estará aquí a las tres -respondió el empleado-. Y el señor Nast le espera en su despacho privado con un nuevo dibujo de Boss Tweed.
– ¡Bien! -exclamó el Mayor.
– Ese señor Leypoldt, ¿es el del boletín de editores, tío?
– Sí, y vamos a abrir para él tantas botellas de champán como sean necesarias para convencerle de que cante las alabanzas de Harper & Brothers en sus columnas. Pero antes, tenemos un asunto muy diferente que atender. De un cariz más efímero.
– ¿Quieres que te deje solo? -preguntó discretamente Philip Harper a su tío.
– ¡Ni se te ocurra! Vas a aprender todo lo relacionado con nuestro negocio, Philip, lo mismo que hará Fletcher hijo -dijo el Mayor agarrándole del brazo con fuerza y tirando de él-. ¿Ves a nuestro amiguito de ahí arriba?
Philip siguió la mirada del Mayor hasta el busto que descansaba sobre el quicio de la puerta de entrada a las oficinas.
– Benjamin Franklin, ¿no, tío Fletcher?
– Correcto. No sólo es uno de los genios que fundaron nuestra nación, sino además, impresor y editor. Él dedicó a este oficio todos sus conocimientos y sus recursos. Verás, él sabía que para dar forma al alma de América había que controlar la prensa. La base de nuestra empresa es el carácter, no el capital, lo mismo que en su caso. Recuérdalo y entonces serás de verdad parte de Harper & Brothers.
En la gran oficina del piso superior, el mayor de los dos Harper abrió el paso hasta un espacio rectangular delimitado por una barandilla. Junto a la pared del fondo había un círculo de sofás y sillones preparado para los autores y otros invitados distinguidos, pero aquel día acogían a otra clase de ocupantes. En diferentes posturas de reposo o gran agitación, se encontraban reunidos cuatro de los más chocantes y extraordinarios seres humanos jamás vistos juntos en las oficinas de una editorial.
Philip se detuvo a medio paso y en su cara se dibujó una sonrisa nerviosa e incómoda.
– ¡Pero, tío Fletcher! ¿Ésos no son…?
– ¡Los bucaneros! -acabó el Mayor su exclamación en un susurro ronco-. O al menos, los mejores de la profesión, y esta vez todos en el mismo sitio.
Allí estaba el suave y achocolatado Esquire, con sus sedas y terciopelos de última moda y sus pesadas botas, con el aspecto de una extraña combinación de actor y obrero y un bastón en equilibrio sobre su regazo; Melaza, con sus guedejas multicolores descendiendo por su mandíbula y barbilla y sobre su chalina sucia; la única mujer del grupo, llamada Kitten, también conocida por otros misteriosos sobrenombres, que no envejecía y no tenía edad, cuyos ojos azules podían haber visto veinte o cuarenta primaveras, dependiendo de en qué ángulo incidía en ellos la luz; y a su lado, respirando con bocanadas profundas y dificultosas, el hombre de dos metros treinta que llamaban Bebé, un ex gigante de circo que masticaba una libra de tabaco entre su dientes monumentales.
– Tío Fletcher -dijo el joven novicio-, ¡esa gente son la escoria de la tierra!
– ¡Bueno! -respondió el Mayor sonriendo con auténtico deleite ante la ingenuidad de su sobrino-. Si no podemos encontrar a Jack Rogers, va a ser casi imposible saber qué ha estado haciendo ese James Osgood y lo que él y Fields tienen previsto para el último libro de Dickens. Somos buenos metodistas, muchacho, pero no podemos quedarnos sentados con las manos en los bolsillos esperando nuestro destino. Tenemos que levantarnos en armas contra los triunfos de nuestros rivales, Philip. Esta escoria, como tú les llamas, podrían haber sido lectores normales, escritores o editores, en cambio se han convertido en sombras de éstos y, como tales, pueden hacer lo que nosotros no podemos hacer, pueden llegar donde nosotros no podemos llegar. Ya aprenderás que no puedes confiar en un gato doméstico cuando lo que se requiere son las artes de un tigre de Bengala.
Una vez hubieron saludado al singular grupo, el Mayor les recorrió lentamente con la mirada uno por uno antes de empezar a hablar.
– Espero que hayan disfrutado de las bebidas y la comida que pedí a una de nuestras chicas que les sirviera -la bandeja estaba ya vacía.
– Yo no la he probado -gruñó Melaza.
– Lo siento -dijo Kitten a los demás abanicándose con una servilleta-. He llegado pronto y me había saltado el desayuno.
El editor continuó.
– Deseaba tener esta consulta con ustedes, amigos míos, porque nos encontramos en un momento realmente apasionante para el mundo del libro.
– ¿Por qué con los cuatro? -preguntó Bebé.
– ¡No es normal! -gritó Melaza pasándose una mano por su barba teñida con los colores del arco iris.
– ¡Vamos! Descubrirá usted que hablo claramente, señor Melaza -dijo el Mayor en tono conciliador-. No me es ajeno que el procedimiento usual de su trabajo les convierte a ustedes en rivales. Sin embargo, aquí en Harper & Brothers hay dinero suficiente para pagar excelentes rescates por todos los tesoros literarios que lleguen del Viejo Mundo, sin necesidad de perder el tiempo poniéndose zancadillas unos a otros.
Esquire, el maestro de baile negro, inclinó la cabeza.
– Yo, por mi parte, expreso mi aprobación, señor. ¿Por qué no fomentar la colaboración, caballeros? Y Kitty. Pero ¿quién está en la lista de lo que buscamos?
Harper reclamó la lista de sus preferencias.
– George Eliot, Bulwer-Lytton, Tennyson, Trollope y… Esquire, tengo entendido que habla francés.
– No sólo hablo en francés, Mayor, bailo y sueño en francés -respondió el de piel oscura en su lengua nativa. Melaza alzó los ojos al cielo y le tiró a Esquire de la cabeza la moderna gorra mientras Harper continuaba.
– Le apuesto a que no puede nombrar un idioma que yo no hable, señor -intervino Kitten.
– Bien -dijo Harper-, porque se dice por ahí que hay una comedia nueva de París que va a causar sensación, y que los teatros de Nueva York pagarían un buen dinero si la tradujéramos por anticipado. Hay que tener los catalejos dispuestos a encontrarla en los puertos de Boston, Nueva York y Filadelfia, lo digo para todos.
Dicho esto, el Mayor sacó del bolsillo de su levita varias monedas de plata y las dejó sobre la mesa.
– Estas monedas me están quemando en el bolsillo -dijo con un animoso parpadeo de sus profundos ojos azules-. Una para cada uno de ustedes, para que les abra el apetito.
Kitten se levantó y guardó su moneda en el pecho con una expresión de no dejarse impresionar.
– ¿Cuánto por un manuscrito importante, Mayor Harper?
– ¿Querida? -preguntó el Mayor. La aludida no repitió la pregunta, a pesar de que él parecía querer obligarla a hacerlo; en vez de eso, se quedó inmóvil como una bailarina de ballet cuya música ha dejado de sonar-. ¡Ah! ¿La recompensa, mi querida Shylock en femenino? Multiplique por dos su tarifa habitual si me consigue el manuscrito de un autor de primera fila. Los traidores a nuestra economía andan por ahí apoyando una vez más las leyes internacionales de derechos de autor, encabezados por ese amante de los británicos, James Lowell, y si tienen éxito nosotros sufriremos las consecuencias en cuanto a lo que la ley nos permita imprimir.
»Fíjense en el difunto Charles Dickens, por ejemplo -continuó-. Tengo fundamentos para pensar que por cada lector en Inglaterra tiene diez aquí. Voy aún más lejos y aseguro que por cada ejemplar de sus obras que circula en Gran Bretaña, se imprimen y circulan diez aquí. Hemos hecho que esos ejemplares sean asequibles y que lleguen a toda la república a través de lo que yo llamo transmisión (y que los ignorantes llaman pirateo) y así hemos llevado la cultura y la instrucción a hogares que de otra manera no habrían podido permitírselas. Puede que yo no viva para ver ese día, pero ustedes sí, cuando los mejores clásicos ingleses se vendan en América por diez centavos. No lo olviden, somos los herederos de Benjamin Franklin, somos los auténticos servidores de este oficio.
Esto produjo entre su audiencia algunos cabeceos de asentimiento y un indiferente consenso general mientras se levantaban para marcharse.
Cuando los visitantes pasaron como una sola persona por la puerta del reservado hacia las escaleras de salida, los oficinistas y contables que ocupaban sus escritorios en la sala de fuera dejaron lo que estaban haciendo para mirarles asombrados. Antes de que Melaza cruzara el quicio en arco de la salida, Harper le tomó del brazo.
– ¿No ha acabado ya con nosotros? -le preguntó Melaza.
– Usted es el mejor de todos -dijo el Mayor confidencialmente-. El más perseverante, por así decirlo.
– ¿Cómo puede saberlo? -inquirió Melaza.
– ¡Vamos, amigo! ¡Usted nos vigila a nosotros y nosotros le vigilamos a usted! Se dice que tenía la última novela de Thackeray antes que su propio editor de Londres.
Melaza sonrió con un placer canallesco al recordarlo.
– Bien. Hay algo especial que quiero que haga.
– Creí que usted quería que colaboráramos.
El Mayor se encogió de hombros.
– La cortesía es la cortesía y los negocios son los negocios, estimado amigo.
– ¿Tenía algo más que decir o no, Mayor Harper?
– No le quite el ojo de encima a Osgood -dijo el Mayor desabrochando uno de los botones de la chaqueta de Melaza y dejando caer una moneda de oro en el bolsillo del pecho del hombre.
– ¿Osgood?
– ¿Quiere sacar un buen pellizco de esto? ¡Vamos! Entonces, preste atención. No le quite el ojo de encima a James Ripley Osgood. Le dije que le iba a estar vigilando y usted va a ser mis ojos. Tiene algo que necesitamos. No sé lo que es con exactitud, no sé dónde, pero lo siento en lo más profundo de mis huesos.
El mismo Jack Rogers que los Harper habían buscado en vano se encontraba en aquel momento a sólo unas manzanas de Franklin Square. Acababa de desembarcar de un navío que zarpó de Liverpool y había llegado a Nueva York dos días atrás.
Deambulaba por los ruinosos muelles de la parte baja de la isla de Manhattan, entre un bosque de velas, ferrys humeantes y remolcadores atareados, vestido con un traje de arpillera, y llamaba la atención por no participar en las tareas habituales de los cansados peones y las peligrosas ratas de puerto. El ala blanda de su amplio sombrero iba muy calada, ensombreciéndole el rostro; cuando levantaba éste hacia la luz, una persona observadora podía distinguir un parche en su ojo derecho y grupos de arrugas entrecruzadas y falsas patas de gallo.
Eran las mismas arrugas que se había puesto alrededor de la boca y en la frente para disfrazarse de George Washington. Si le descubría alguno de los hombres del Mayor Harper, o algún ex miembro de la policía de Harper, no les resultaría fácil reconocerle de entrada. Pero cada vez le quedaba menos tiempo de efectividad a aquel disfraz y, hasta el momento, no le había servido para nada.
A pesar de que Osgood había dejado muy claro que no quería tener nada que ver con Rogers, y él a su vez no quería tener nada más que ver con los Harper y su dinero, no era capaz de abandonar la investigación del misterio de Dickens por su cuenta. La vergüenza que había experimentado al confesar sus motivos y su papel de Datchery a Osgood y a Tom Branagan no podía ser el final de su intervención en aquella historia.
Tom había dejado bastante claro que le habría hecho arrestar si se hubiera quedado en Londres para investigar. Pero Jack Rogers sabía que en el puerto de Nueva York se realizaban lucrativas transacciones de opio. Muchas de ellas las llevaban a cabo comerciantes legales que se encargaban básicamente de fletar barcos con destino a Turquía a comprar opio (ya que los británicos mantenían el monopolio del suministro de India) y lo llevaban a puertos de China y de las desperdigadas islas orientales. Sin embargo, una pequeña parte traía la mercancía otra vez a los puertos americanos y estos comerciantes, sospechaba Rogers, eran los que podían estar conectados de alguna manera con los adictos que casi habían acabado con Osgood y con él aquella noche en el East End. Pero no encontraba muchas pistas en su recorrido por los embarcaderos, donde se enzarzaba en conversaciones ociosas sobre comercio y barcos mientras hurgaba con su bastón de bambú las pilas de basura (carcasas de animales, botas viejas, grandes cantidades de verduras podridas de los barcos de paso). A veces se sentaba en los decrépitos botes abandonados y pescaba con los ratoncillos del puerto, con la esperanza de descubrir algo más que el hecho de que los chavales sabían jurar como soldados.
Rogers sacó un pañuelo y se secó la nariz y los ojos, ya que ambos le estaban destilando. La cabeza le palpitaba. Nada deseaba más en el mundo que liberarse de los dolores lacerantes. Nada deseaba más que comprar opio para su consumo. No la porquería aguada, alterada y diluida que se podía adquirir en las farmacias, sino el crudo y puro jugo de la amapola.
Aunque había sentido que se quitaba un peso del alma al revelar la verdadera identidad a Osgood y Tom Branagan, no les había contado toda la verdad. No había mentido respecto a quién era: Jack Rogers era Jack Rogers. Ése era precisamente el problema. A Rogers el engaño le salía rápida y espontáneamente si tenía que protegerse.
No era cierto, como le había dicho a Osgood, que llevara seis meses sin consumir narcóticos. De hecho, en el sanatorio de Pensilvania al que le había enviado Harper le habían prescrito fuertes dosis de morfina (un derivado del opio) como método para «curarle» de sus hábitos. La morfina, si bien le había alejado del opio puro, le provocó un estado de dependencia totalmente nuevo en el que caía todas las mañanas y todas las noches.
Rogers recordó un episodio que había presenciado durante la Guerra Civil, cuando un general le reclutó para llevar a cabo una serie de misiones secretas. En el lado de los unionistas había visto a un médico que, a lomos de su caballo, se empapaba una mano de morfina líquida. Luego alargaba la mano y los soldados se ponían en fila y le lamían el guante. De este modo, el médico no tenía ni que bajarse del caballo. Era un recuerdo desagradable. Rogers se preguntaba si él podría caer alguna vez tan bajo como los soldados chupaguantes, desesperados por lograr un poco de alivio. Detestaba la soberbia expresión de poder que recordaba haber visto en los ojos del médico y se sintió él también una víctima más.
Cuando la gente descubría que Rogers era consumidor de opio a veces decían: «Siempre he querido probarlo. Me gustaría saber cómo son las visiones de los fumadores de opio».
– Pues no deberías -les decía Rogers-. No vas a experimentar los sueños de Coleridge y los placeres de De Quincey y luego pararlos cuando tú quieras. Nosotros no somos consumidores de opio; es el opio el que nos consume a nosotros. No tienes descanso hasta que la droga esté dispuesta a dejarte ir.
Entonces ellos hablaban de sus fuertes voluntades. Rogers negaba vehementemente con la cabeza.
– ¡No me hables a mí de voluntad, hombre! Por que la voluntad es precisamente lo que he perdido, lo que ha agonizado y muerto en mi interior. ¡Hay días en que no puedo ni dar cuerda a mi reloj porque me parece que los dedos se me van a desprender por las articulaciones!
Con el viaje a Inglaterra Rogers se había propuesto cumplir una lucrativa misión para el Mayor Harper. También sabía que Edwin Drood estaba situada en el ambiente del mercado de opio y abrigaba la esperanza de que, al verlo con los ojos de Dickens, quizá consiguiera obtener una visión más clara de su propia y siniestra historia. Tal vez, mientras él intentaba engañarle, Dickens le hubiera transferido de verdad alguna información durante sus sesiones de Gadshill que ahora podía serle de utilidad, una mínima porción de su genio.
En cualquier caso, y por la absurda razón que fuera, ya no podía dejar de lado el misterio que se le había ordenado investigar inicialmente. Puesto que no podía quedarse en Inglaterra sin riesgo, había decidido que mezclarse entre los comerciantes de opio de este lado del Atlántico podría desvelarle alguna clave de las conexiones que todavía esperaba poder establecer. Por fin, aquella tarde reconoció a alguien que vio por allí. Y a aquella persona que reconoció, por extraño que pueda parecer, no la había visto antes en toda su vida.
Entre toda la escoria que trabajaba en el comercio de opio en el puerto de Nueva York encontró a un viejo marinero turco con turbante azul y unos cortos y enmarañados bigotes blancos. Era el Turco sentado fumando opio, la figura que Rogers tantas veces había visto en Gadshill en el estudio de verano, ¡que había cobrado vida! La misma figura que había desaparecido de la casa de subastas Christie's situada en King Street. Sólo que estaba allí en carne y hueso. No cabía la menor duda de la absoluta semejanza con la estatua, aunque el hombre vivo estaba más envejecido y más hermosamente demacrado.
«Si ese ser de aspecto miserable ha hecho un viaje tan largo de Londres a Nueva York para pasar de aquella cloaca a ésta -se dijo Rogers para sí-, lo más probable sea que no haya soltado su propio dinero para pagar el pasaje. Y es demasiado raro para llamarlo coincidencia. Es el mensajero de alguien que no quiere comunicar por telegrama algo que podría robarse o ser leído por un operario».
Rogers le siguió hasta una cabaña de pescadores en la que entró el marinero. Rogers se paró junto a la ventana fingiendo que se ajustaba el parche del ojo. El turco puso un sobre en las manos de un sujeto esbelto de gruesos párpados y aspecto de hombre de negocios. El intercambio se produjo rápida y silenciosamente y los dos hombres no tardaron mucho en separarse.
Rogers esperó ansiosamente a que pasaran unos segundos, se colocó el bastón de bambú debajo del brazo y siguió al segundo hombre a una distancia de varios pasos, sin dejar de fijarse en la dirección que tomaba el turco.
La estación de las lluvias hizo acto de presencia. El inspector Frank Dickens decidió hacer una parada en un fortín con el pequeño grupo que había seleccionado personalmente entre la Policía del Opio. Los oficiales militares británicos les dieron la bienvenida y ordenaron a sus khansaman que prepararan una cena ligera mientras esperaban a que amainara la lluvia.
– ¿Qué le trae por estas provincias, inspector? -preguntó su anfitrión, un joven inglés de constitución fuerte y personalidad afable.
– Para empezar, un robo de opio -dijo Frank-. Que vale muchos miles de rupias.
El anfitrión sacudió la cabeza.
– Yo diría que la bendición de la civilización no alcanza con facilidad a nuestros amigos de piel oscura. Su moral primitiva permite que su propia gente robe la fuente de su futura riqueza. Ah, aquí tenemos un agradable cambio de tema. ¡Comamos a su salud!
Los policías de Bengala se quedaron mirando a los cuencos de grumoso líquido naranja rojizo que les habían puesto delante.
– ¿Qué es? -preguntó uno de ellos.
El anfitrión rió.
– Es una especie de ensalada líquida, amigo mío, un invento español llamado gaspácheo. Entre los españoles se utiliza como medio para aplacar la sed y prepararse para una comida copiosa en su cálido clima. Previene las fiebres con este tiempo caliente y lluvioso.
Tras disfrutar del extraño tentempié, Frank y su grupo continuaron a caballo hasta alcanzar el cauce seco de un río junto a la selva. Después de consultar el mapa dibujado a mano que le había dado el inspector que interrogara al dacoit capturado, Frank se detuvo y desmontó.
– Sacad las palas.
Frank consiguió un elefante de un puesto policial cercano e inspeccionó la zona mientras sus hombres cavaban en diferentes puntos bajo una lluvia que no dejaba de caer con fuerza para alternar después a intervalos regulares con un sol abrasador. Aunque la actividad era agotadora, Frank no pudo evitar admirar su propia imagen como el conquistador europeo encima de la sobrecogedora bestia. Pensó con desprecio en el tiempo que había pasado aprendiendo el oficio en la revista All the Year Round [5] y la posterior decepción que había sufrido su padre. No se trataba de que Frank no supiera escribir: sencillamente no era capaz de soportar el aburrimiento que le producía aquello del mismo modo que su hermano mayor Charley.
Un día, cuando Frank todavía iba al colegio, su padre le anunció que le iba a enseñar taquigrafía porque era una habilidad rentable y el mismísimo Jefe en persona había hecho trabajos de taquigrafía como reportero independiente en sus años mozos. El sistema, bautizado como Gurney por su inventor, era bastante difícil de aprender, pero Dickens lo había incluso «mejorado» con sus propios «signos arbitrarios» (diversas marcas, puntos, círculos, espirales y líneas) para representar palabras, haciendo que fuera aun mas misterioso. Frank los estudiaba concienzudamente, con cuidado de hacer grandes progresos, y luego su padre le ponía a prueba haciéndole dictados.
Charles Dickens voceaba un discurso altisonante y ridículo, como si estuviera sentado en la Cámara de los Comunes, luego se interrumpía a sí mismo poniendo una voz totalmente diferente con la que defendía la postura contraria de un personaje todavía más altisonante y ridículo. Frank habría jurado que, de algún modo, su padre hablaba de sí mismo durante esos discursos. Esforzándose al máximo por concentrarse, Frank se tronchaba de risa y para cuando se acababa el debate parlamentario, tanto el padre como el hijo se estaban revolcando por la alfombra entre carcajadas incontenibles. Físicamente, se parecía a su padre, más que cualquiera de los chicos; pero en esos momentos le daba la sensación de que eran verdaderos gemelos. Mientras tanto, las páginas de taquigrafía de Frank acababan llenas de jeroglíficos absurdos e incomprensibles.
Frank se había enterado de que a su menudo hermano menor, Sydney, que estaba en la Royal Navy, los compañeros de fatigas le habían puesto de mote «Pequeñas Esperanzas» cuando se publicó la novela Grandes esperanzas. Frank nunca tuvo la intención de seguir los pasos de su padre, pero no estaba dispuesto a que el mundo le viera como un fracasado.
El primer lugar que Frank eligió para cavar en la tierra requemada por el sol no ocultaba nada, pero después de consultar el mapa una vez más, el escuadrón desenterró un cofre de madera de mango sellado con brea. Al cabo de dos horas, habían desenterrado cinco cofres más, el total prometido por el ladrón.
Frank descendió del elefante. Ordenaron rápidamente los pesados cofres formando una fila. Mientras, se había reunido una pequeña multitud de mirones de la aldea cercana.
– Alejen a los nativos de aquí. Ya han visto que los ladrones no pueden vencernos, eso es suficiente.
Pero la orden de Frank no se cumplió a la velocidad necesaria. Varias de las mujeres nativas se habían puesto a bailar y eso bastó para distraer a los policías. Al mismo tiempo, empezaron a emerger poco a poco más nativos de la linde de la selva.
– Los rifles -dijo Frank. Y luego repitió más alto-: ¡Preparen los rifles!
En ese momento, la banda de nativos cargó blandiendo antorchas encendidas y lanzas. Frank ordenó a sus hombres que dispararan y, varias descargas después, los salteadores habían vuelto a desaparecer entre la espesura.
– En este distrito no les gusta la policía blanca -comentó un policía local perplejo.
Frank se dirigió a sus hombres, que estaban avergonzados de haberse dejado engañar.
– Abran los cofres. Quiero que se examinen meticulosamente uno por uno.
– ¡Rocas! -exclamó uno de los policías. Había descubierto que aproximadamente un tercio de las bolas de opio del cofre había sido sustituido por piedras de un peso similar. En los demás cofres pasaba lo mismo.
Frank no evidenció el menor gesto de sorpresa; se limitó a tomar una de las piedras y meterla en su morral.
Los viajeros, resignados ya a regresar a casa, se sentían afortunados de zarpar a bordo del Samaria una vez más. Conseguir pasajes con tan poco tiempo habría sido prácticamente imposible, debido a que el pasaporte de Osgood había estado retenido desde la sospechosa situación en la que se le había encontrado después del incidente del fumadero de opio. Marcus Wakefield también embarcaba para hacer uno de sus múltiples viajes de negocios entre Inglaterra y América. En cuestión de horas, y con un fuerte desembolso que se cargó a la empresa editorial, logró facilitarles los billetes a Osgood y Rebecca en el mismo buque. En conjunción con la labor de presión de Tom Branagan en el departamento de policía, Wakefield puso en juego toda su influencia para recuperar el pasaporte de Osgood para el viaje.
De camino al puerto Osgood y Rebecca compartieron con Wakefield el coche del comerciante. Tom y otro agente de policía iban a pie por ambos lados de la calle para prevenir una posible aparición de Herman. Ambos peatones llevaban el paraguas abierto y el sombrero calado hasta las cejas. No se vio la menor señal de Herman y los dos americanos embarcaron con el comerciante de té rápidamente y con discreción. A bordo del barco de vapor Wakefield se portó como el amigo solícito que siempre había sido, aunque tanto Osgood como Rebecca percibieron en él cierto comportamiento caprichoso.
– Me temo que, desde la última vez que viajamos juntos, mis negocios han entrado en un período de apatía -explicó Wakefield a Osgood con un punto de sonrojo mientras tomaban el té en el salón-. Mis socios tienen muchas reservas sobre las perspectivas generales. Pero dejemos ya mis preocupaciones. ¿Qué me cuenta usted, amigo mío? Al parecer, ha vivido peligrosamente en Inglaterra.
– Pues supongo que sí -dijo Osgood-. ¿Cómo ha dicho que se llamaba esto, señor Wakefield?
– Ah, se llama oswego. Se dice que tiene propiedades curativas para el estómago y para prevenir las náuseas. ¿Le gusta?
– Hace que me sienta lleno de energía, muchas gracias.
– ¡Bueno, yo diría que está usted en bastante mejores condiciones que cuando le vi visitando a la policía en Londres, cubierto de mordiscos de rata! -dijo riendo Wakefield-. Al menos espero que esto haya sido un respiro para la pobre señorita Sand. Con lo que ha tenido que pasar con su hermano, Daniel. Una tragedia espantosa y sin sentido, por lo que he oído.
– Siempre le estaremos agradecidos por su ayuda, señor Wakefield. Aunque ahora ya haya acabado todo.
– Sí, sí, por supuesto -alzó la copa de vino-. ¡Brindo a la salud de todos nosotros, ahora que todo ha acabado! -después de dar un sorbo, añadió-: ¿Y qué es lo que ha acabado, señor Osgood?
– Una gran desilusión -respondió Osgood.
Wakefield asintió con tristeza, como si las desilusiones de sus negocios fueran las mismas.
Osgood sonrió, agradeciendo la solidaridad.
– Siéntese a mi lado en la cena, señor Wakefield, y descargaré mi conciencia con usted, si está dispuesto a escucharme. Se lo debo. Espero tener la oportunidad algún día de prestarle un servicio tan inestimable como el que nos ha prestado a nosotros -dijo Osgood.
– Su confianza es para mí recompensa suficiente, querido señor Osgood. ¡Más que suficiente! -entonces Wakefield hizo una pausa y cuando volvió a hablar en su voz se notaba un ligero temblor-. Tal vez haya una cosa que podría hacer por mí, si está usted dispuesto. Pero me cuesta pedírselo -Wakefield quedó en silencio, concentrado en su habitual tamborileo sobre las rodillas.
– Insisto en que lo haga.
– Le ruego, señor Osgood, unas buenas palabras a la señorita Sand sobre mi carácter… En fin, ella le respeta mucho.
– Vaya, señor Wakefield… -Osgood pareció perderse en la profundidad de algún pensamiento difícil.
– He llegado a admirarla mucho, como creo que usted ya sabe. ¿Me hará usted este favor?
– No le negaría a usted ningún favor, amigo mío -Osgood estaba a punto de decir algo más cuando sonó la campana del comedor.
– ¿Continuamos esta conversación durante la cena? -sugirió Wakefield con una sonrisa franca.
En vez de ir a cenar con los demás, Osgood se quedó en cubierta, junto a la barandilla, con la mirada fija en el brillante reflejo del mar. Cerró los ojos mientras la bruma humedecía su cara sin afeitar.
– ¿Señor Osgood? ¿Se encuentra usted mal?
Osgood se giró para mirar por encima de su hombro, pero retiró la mirada rápidamente. Era Rebecca. No había preparado lo que le iba a decir.
– No, no -dijo Osgood-. De hecho, creo que estoy casi restablecido del todo ahora que nos alejamos de Londres.
– Bueno, entonces creo que deberíamos ir a nuestras mesas para la cena.
– El señor Wakefield es un buen hombre. Ha sido un verdadero amigo con nosotros, como usted bien sabe.
– ¿Qué?
– Sólo quería decírselo -dijo Osgood.
– Muy bien -respondió Rebecca algo confundida.
Deseaba poder explicárselo a Rebecca. Deseaba poder encontrar un medio para expresar sus sentimientos, que le habían parecido tan claros la noche de su aturdimiento con el opio, cuando todo lo demás se veía borroso. Ahora, volvían a contar las normas: las suyas, como jefe de ella; las de ella, establecidas por el tribunal. Wakefield, por su parte, prácticamente le había pedido permiso la primera vez que se encontraron en el barco. La señorita Sand es una magnífica asistente, fue todo lo que Osgood consiguió decir. ¡Una magnífica asistente! Osgood suspiró.
– Supongo que, al ser inglés, el cortejo de un hombre como Wakefield debe de ser casi irresistible.
– Que un hombre decente exprese su interés por mí me halaga, como a cualquier mujer. Pero espero que no piense de mí que sería capaz de fingir estar enamorada de un ciudadano inglés con el único fin de librarme de una normativa y cambiar una prisión por otra. ¿Cree usted que si amara a un hombre permitiría que me frenaran las restricciones de un papel, las palabras de un libro de leyes, sin importarme las consecuencias? -con el apasionamiento de su discurso un rizo de su cabello negro había escapado de la capota y le caía sobre los labios.
– Quizá yo… -dijo Osgood, y se interrumpió como si hubiera perdido la línea de su pensamiento-. Sé que después de que perdiera a Daniel puse demasiado empeño en protegerla.
Rebecca hizo un gesto con la cabeza como agradecimiento a su sinceridad y le ofreció un brazo.
– Estoy hambrienta, señor Osgood. ¿Quiere acompañarme al comedor?
Rebecca no le contó lo que su fracaso suponía para ella, que tendría que poner punto final a su vida en Boston y su trabajo en la empresa. Osgood, agradecido por su respuesta, tomó el brazo de la mujer bajo el suyo y notó que su corazón latía contra el suave cuero de la mano enguantada de ella, con la sensación de que tenían todo el tiempo del mundo.
Inspectores de seguros y trabajadores del teatro entraban y salían de lo que todavía quedaba en pie del auditorio principal del teatro Surrey, en Blackfriars Road. El que había sido el teatro más importante de Londres había quedado reducido a una lamentable sombra de sí mismo en unas pocas horas. El suelo y las paredes todavía humeaban. Tom Branagan entró en el edificio y recorrió un laberinto de pasillos carbonizados y cubiertos de polvo hasta llegar a la sala de carpintería.
– ¿Fue aquí donde empezó? -preguntó Tom.
– ¿Quién anda ahí? -respondió un operario antes de ver la chaqueta azul y los botones brillantes del uniforme de policía de Tom-. Oh, ¿otro bobbie? Pues sí, eso parece, jefe. Ya han estado por aquí los inspectores investigando si es obra de un incendiario.
– ¿Le han dicho a qué conclusiones han llegado? -preguntó Tom.
– En el teatro siempre hay peligros: chispas por todas partes, tejidos que uno podría inflamar con una mirada ardiente. La policía no me ha dicho nada. ¿No debería saberlo usted ya, señor?
– No me lo han dicho -admitió Tom-. La obligación del agente no es más que sacar las propiedades expuestas después de un incendio. Para evitar los robos mientras se retiran los escombros.
El operario, dándose cuenta de la falta de autoridad de Tom, le dio la espalda.
Revolviendo entre los montones ennegrecidos de cascotes y trastos viejos, Tom encontró un cartel. En él se leía la lista de obras de próximo estreno.
– El misterio de Edwin Drood -leyó Tom-. ¿Se estaba haciendo esa obra en este teatro?
– Sí, estaban a punto de estrenarla. Pero ya no, claro. Con el teatro incendiado y Grunwald muerto…
Tom se estremeció al recordar el nombre mencionado en las quejas de Forster.
– ¿Grunwald?
– El actor. Le hallaron atrapado en el camerino del escenario con su joven ayudante. El gerente dijo que esta semana estaba viniendo a ensayar sus diálogos nuevos frente al espejo todas las noches. Bueno, menos mal que el incendio se ha producido en mitad de la noche y no en medio de una representación, jefe, o nos habríamos asado vivos como estos dos.
– ¿Diálogos nuevos? ¿Justo antes de estrenar? -preguntó Tom.
– Acababan de cambiar el final a gusto de Grunwald. ¡Ahora quién sabe si se llegará a ver alguna vez! Grunwald amenazó con despedirse si no le permitían, quiero decir a Edwin Drood, que al final estuviera vivo. El gerente acabó por ceder y obligó al señor Stephens, el dramaturgo, a escribir un final diferente con la oposición del señor Forster. Ah, ese Grunwald había ido por ahí contándole a todo el mundo que lo sabía. Vaya, y eso fue sólo hace unos días, pero parece que fuera en otra vida.
Tom clavó la mirada en el cartel y luego en el amasijo de ruinas que le rodeaban.
El operario, ahora que se había vuelto más charlatán, no parecía tener ganas de parar.
– Ese Grunwald decía que no podía entender su postura nadie que no se pusiera en el lugar de Edwin Drood, un hombre que sólo quería pertenecer a una familia. Decía que había nacido para ese papel y que no iba a permitir que Drood muriera. Estaba obsesionado, pero, claro, era un actor. Descanse en paz.
– Dios santo -se dijo Tom.
– ¿Qué ha dicho, jefe? -dijo el operario llevándose la mano a la oreja.
Tom salió disparado de la carpintería pasando ante una fila de bomberos agotados.
En Queenstown, Irlanda, donde hacía escala la línea de Liverpool a Boston, Osgood se sorprendió al recibir de uno de los camareros del Samaria un extenso telegrama. Lo remitía una comisaría de policía de Londres.
– Es de Tom Branagan -dijo Osgood al mostrárselo a Rebecca en la biblioteca del barco-. Arthur Grunwald estaba metido hasta el cuello en intrigas. ¡Mire!
Rebecca leyó el telegrama. Tom explicaba en él lo que le había revelado el operario del teatro sobre el cambio de final de la obra por parte de Grunwald. Más aún, tras la visita a la escena del incendio, Tom fue a inspeccionar la vivienda de Grunwald, donde encontró un montón de borradores y revisiones de la carta a «mi queridísimo amigo» sobre la imposibilidad de terminar Drood que obraba en posesión de Forster.
– Dijo usted que el día que fue a la subasta de las pertenencias de Dickens, ese tal señor Grunwald estaba allí -recordó Rebecca.
Osgood asintió con un movimiento de cabeza.
– Debió de ser Grunwald quien dejó la carta en la caja de la subasta, de manera que cuando se encontrara creyeran que la habían pasado por alto entre las cajas y cofres de las cosas de Dickens. No quería que ningún otro «descubrimiento» distrajera su propio final de Drood.
– Si la carta que usted vio era falsa… lo que nosotros creíamos antes de irnos de Londres podría ser cierto -exclamó Rebecca-. ¡Dickens pudo haber escrito primero la segunda mitad después de todo!
– Sí -dijo Osgood agitado.
– Entonces, también el señor Branagan tenía razón. ¡Nos teníamos que haber quedado en Londres para continuar la búsqueda! -exclamó Rebecca-. Tenemos que esperar aquí en Queenstown al próximo barco que pase con destino a Liverpool y regresar de inmediato.
– Un momento, señorita Sand. Puede que haya algo más.
Osgood dejó a un lado el telegrama y empuñó la pluma de ave que le había dado Forster. Le dio vueltas en la mano, estudiando la suave pluma y la punta afilada y manchada de azul. Probó la agudeza de ésta con la yema de un dedo.
– ¿Ha estado alguna vez en el Parker House, señorita Sand?
– Llevé algunos papeles para el señor Dickens y el señor Dolby cuando estaban allí -dijo Rebecca.
– ¿Recuerda qué tinta ponían en los escritorios del hotel? -preguntó Osgood.
Rebecca lo pensó unos instantes.
– Llevé a la editorial algunas notas escritas por el señor Dickens. Estaban escritas en tinta ferrogálica, si mal no recuerdo.
– Sí, tinta ferrogálica, de un color negro violáceo -dijo Osgood asintiendo con la cabeza-. Ésa es la que había en todas las habitaciones a disposición de los huéspedes. Dickens escribía sus manuscritos en azul, como vimos en El misterio de Edwin Drood. Y la punta de esta pluma que utilizó en el libro nos lo demuestra, está manchada de azul como corresponde. La señorita Hogarth nos dijo que al jefe le gustaba utilizar la misma pluma durante todo el proceso de escritura de una novela.
– Sí -respondió Rebecca sin saber hacia dónde conducían los pensamientos de Osgood.
Éste, sabiendo que todavía no estaba siendo muy claro, levantó una mano para pedirle paciencia. Tomó una lupa de la estantería y la acercó a la pluma, entornando los ojos para examinarla. Luego se enderezó, se acomodó en su asiento y movió la lámpara de aceite para que la luz incidiera en un ángulo diferente.
– Tiene usted una navaja? -preguntó Osgood.
– ¿Qué?
– Una navaja-repitió Osgood.
– No.
– No, supongo que no. ¿Podríamos encontrar una?
Rebecca salió de la biblioteca. Unos minutos después regresaba con una pequeña navaja de bolsillo que le había dejado el capitán.
– Gracias -Osgood, agarrando la herramienta solicitada, situó con cuidado la hoja en la punta de la pluma-. Ponga la lente encima de este punto, por favor -dijo.
Raspó la superficie del plumín y las capas de azul fueron cayendo.
– ¡Mire!
El azul empezó a dar paso al marrón.
– Fíjese -dijo Osgood emocionado-. Mire lo que hay debajo.
– Es marrón -respondió Rebecca decepcionada tras examinar las capas profundas de la punta a la luz.
– Un momento, señorita Sand -Osgood fue hasta la mesa que había en el extremo opuesto de la biblioteca y acercó una jarra de agua y un vaso grueso. Sirvió una pequeña cantidad de agua en el vaso en la que sumergió la punta de un dedo y le dio vueltas hasta que estuvo bien empapado. Entonces lo sacó del vaso y frotó en él la punta raspada de la pluma. A medida que se humedecía, el marrón seco se convertía en negro violáceo.
– ¡Vea! -dijo Osgood mostrando la evidencia.
– ¡Es negra!
– Es ferrogálica, ¡la misma tinta que proporcionan en el Parker! Cuando la tinta ferrogálica se seca y endurece, se vuelve de un color marrón rojizo. Creo que utilizó esta pluma en Boston -declaró Osgood-. ¡Esto podría muy bien demostrar que Tom Branagan tenía razón! ¡Drood se acabó antes de empezar! Cuando Herman fue a Gadshill y al despacho de Forster estaba buscando una pista equivocada: no tendría que haber buscado una hoja de papel que pudiera decirle lo que Dickens había planeado para el resto del libro, sino la pluma misma con la que lo había escrito. ¡Esta tinta nos indica no que volvamos a Inglaterra, sino que sigamos la dirección que llevamos!
– ¿Cree que es posible que escribiera la segunda mitad mientras todavía estaba en Boston? -preguntó Rebecca.
– Cuando le pregunté si había algún lugar de Boston que todavía no hubiera visitado, me dijo que quería ver la facultad de Medicina de Harvard, donde había tenido lugar el tristemente famoso crimen de Parkman -dijo Osgood pensativo-. También mencionó que estaba preparando una nueva lectura del asesinato de Nancy por Bill Sikes, de Oliver Twist. Puede que el jefe tuviera esos relatos de crímenes en la cabeza, no sólo como tema de curiosidad local, ¡sino porque él ya estaba escribiendo el suyo! ¡Eso fue lo que le trajo a la memoria a Poe en la conversación que tuvo en el tren con los señores Branagan y Scott!
– ¡Señor Osgood, lo ha conseguido! -exclamó Rebecca-. Pero aunque fuera verdad, no le dijo ni al señor Forster ni a nadie más, que nosotros sepamos, dónde están esas páginas. No sabríamos por dónde empezar a buscar.
– ¿A quién más se lo podría haber dicho? -reflexionó Osgood en voz alta.
– ¿Qué me dice de la señora Barton? -profirió Rebecca.
Osgood le lanzó una mirada sorprendida y negó con la cabeza.
– ¿La lectora perturbada? No me puedo imaginar una candidata menos probable a la que confiar sus secretos, la verdad.
– Recuerdo que aquella noche escuché en la oficina lo que la señora Barton había querido. Estaba escribiendo insensateces que ella creía, en los confusos delirios de su mente, eran la próxima novela de Dickens. Creía que el siguiente libro de Dickens tenía que ser su siguiente libro, que eran uno y lo mismo, que la línea entre lector y escritor se había borrado. El señor Branagan contó que el señor Dickens había tenido un destello de ternura en los ojos por la pobre mujer y se había acercado a ella. Después de haberse cortado el cuello ella misma y mientras parecía que estaba perdiendo hasta la última gota de vida, consiguió preguntarle por su siguiente novela, y él le susurró algo al oído.
– Pero el señor Branagan dijo que no sabía qué era lo que le había dicho.
– Cierto, señor Osgood, pero pudo haber sido… -dijo Rebecca preparándose ante la posibilidad y pensando que ojalá tuviera el valor de sugerirla-. Si ya estaba escribiendo Drood, puede que lo que dijo tuviera algo que ver con eso, con tranquilizarla antes de su muerte. Puede que le diera a ella la respuesta que estamos buscando, ¡y nos está esperando en Boston!
Había empezado a llover otra vez. En la cárcel de Bengala esto era un inconveniente especial para los centinelas que hacían sus rondas por la azotea. Ese día los centinelas eran los oficiales Mason y Turner, de la patrulla montada. Cuando se cruzaron, Mason se detuvo para quejarse.
– ¡Tres días seguidos de guardia! ¡No está bien, Turner, cuando uno es un hombre de a caballo! ¡Ese inspector Dickens es un maldito estúpido! -gritaba Mason sujetándose el sombrero para que no se lo llevara el viento-. Le juro que, hasta este momento, creía que era un buen hombre.
Turner clavó la mirada en el cielo. A pesar de que era media tarde, estaba tan oscuro que podía haber sido medianoche; los relámpagos, seguidos de un rápido retumbar de truenos, sacudían la azotea. La tormenta era tan fuerte como todas las que habían visto el resto de la temporada.
– Supongo que no hay hombres buenos en el servicio público, Mason -dijo Turner con amargura.
– Me voy a la garita hasta que pare. ¿No viene? -preguntó Mason-. Turner, ¿qué es eso? -Mason miraba a la carabina de Turner, que llevaba calada la bayoneta-. Ya sabe que no se puede tener la bayoneta aquí arriba. Está en el reglamento. Puede atraer los rayos.
Turner arrugó el entrecejo y retiró la mirada de Mason.
– Ese condenado dacoit está en esta cárcel. El que robó el opio.
– ¿Y?
– Nos acusan de haberle dejado escapar, pero es más peligroso de lo que creen. Me gustaría hablar con él.
– ¡Estamos de servicio! ¡Venga, vamos a la garita! -gritó Mason para que se le escuchara por encima del ruido de la tormenta.
Antes de que Turner pudiera alcanzar la puerta que bajaba a la prisión, se abrió y por ella salió un hombre. La luz parpadeante del cielo descubrió que era Frank Dickens.
– Vamos a ver, señor Turner -dijo Frank-. Le alegrará saber que hemos recuperado los cofres de opio robados en el lugar donde los habían enterrado.
Los ojos de Turner mostraron signos de alivio.
– Sin embargo, me temo que este caso no está cerrado -continuó Frank-. Verá, en la cabaña de Narain, el ladrón que saltó por la ventana del tren, encontré varios libros, con anotaciones dentro. En realidad, registros en los márgenes de transacciones y sobornos a oficiales, nativos y europeos. En uno de los libros constaba una anotación, que he descifrado con gran esfuerzo, de un reciente trato con usted.
Turner negó vigorosamente con la cabeza.
– ¡No sé a qué se refiere! -Mason, abandonando el refugio que le ofrecía la garita de guardia, salió a la lluvia y se acercó para escuchar.
– Usted se presentó voluntario -dijo Frank con calma-, después de que robaran el convoy de opio, para asegurarse de que los ladrones pudieran escapar. Sin embargo, con Mason a su lado, no le quedó más remedio que arrestar a uno de ellos. Mientras estaban solos en el tren le dijo a Narain que si mencionaba su nombre a alguien de la policía, le mataría. Le dijo que si quería tener alguna posibilidad de sobrevivir, saltara del tren. Yo diría que tenía una probabilidad entre diez de vivir.
Frank sacó de su bolsillo una piedra y la colocó en la mano temblorosa de Turner.
Frank continuó.
– Pero el otro ladrón, que se hace llamar Mogul, escapó. No sabía nada del acuerdo que Narain tenía con usted hasta después del robo y de eso trataba la pelea que les retuvo en la casa del perista. De hecho, Mogul le tenía a usted tanto miedo que cuando le capturé no confesó al inspector hasta que le vio a usted esperando en la puerta de la sala de interrogatorios. Era usted quien le asustaba, mucho más que su indagación en el chabutra. Si le hubiera atrapado en las montañas, no me cabe la menor duda de que, en sus manos, habría encontrado un destino idéntico al de su cómplice. Quiero saber una cosa. ¿Era Hurgoolal Maistree quien dirigía el plan?
Turner eludió la mirada de Frank.
– Ingenioso -dijo Frank en tono de admiración-. Maistree, el perista, había dado órdenes a los ladrones para que sacaran sólo algunas bolas de opio de los cofres y las sustituyeran por piedras como ésta. De este modo, si se encontraban los cofres, daríamos el caso por cerrado y tal vez ni siquiera nos diéramos cuenta de las piedras hasta una investigación posterior, cuando ya estuviéramos entretenidos con nuevas emociones. Mientras tanto, le había pagado a usted para que le pasara información sobre los momentos en que el convoy fuera más vulnerable y para asegurarse de que los ladrones no fueran capturados. Con el número total de las bolas de opio que había recibido, por el que había pagado a los ladrones posiblemente menos de un tercio de su valor, tendría suficiente para hacer una sustanciosa venta a un contrabandista con un gran beneficio para sí.
– ¿Qué está pasando aquí? -inquirió el joven Mason con voz ronca-. ¡Turner, dígale al inspector que está equivocado!
A estas alturas de la historia el rostro de Turner se había endurecido y su mano se crispaba sobre la bayoneta, como si fuera a clavársela a su superior en el pecho.
Frank dio una palmada. Dos oficiales de policía entraron corriendo en la azotea desde la escalera. Rodearon a Turner.
– ¡Era un dacoit negro! -gritó Turner apretando los dientes, con la voz hueca.
Frank Dickens asintió.
– Sí, lo era. La cuestión no es que persuadiera a Narain para que saltara; eso no me importa lo más mínimo. Usted no parece comprender, señor Turner, que es responsabilidad nuestra asegurar que el mercado del opio se desarrolla con libertad y seguridad por Bengala y hasta China. Al contribuir a su entorpecimiento, ha colaborado usted con aquellos que desean el fracaso del triunfo europeo en el mundo. Da plena libertad a contrabandistas y traficantes mucho menos fiables que aquellos con los que nuestro gobierno decide asociarse en estas actividades, perjudicando no sólo a los ingleses, sino a los nativos de India, de China y de todo el globo. Bengala tiene derecho a participar de la prosperidad que trae la civilización.
Frank inclinó la cabeza con satisfacción, dejando a su subalterno prisionero de los otros dos policías.
– ¡Maldito sea! -bramó Turner sobre el rugido de los truenos-. ¡Maldito sea usted y Charles Dickens por traerle a esta tierra!
A orillas del río Ganges, en la región que bordea Bengala, se encontraba Chandernagor, un territorio que los franceses se habían apropiado años antes. Allí, en un palacio, aguardaba solemne un chino llamado Maistree, vestido con ropajes que brillaban lo mismo que las paredes recubiertas de delicado pan de oro y de plata. Criados indios y parsis le servían comida y bebida.
Uno de los miembros de una familia criminal de Chandernagor entró e informó de que las bolas de opio robadas se habían embalado en cajas de sardinas y estaban listas para su transporte. Hizo una reverencia y dejó en paz al Babu Maistree. Había perdido a dos hombres, Narain y Mogul, en el transcurso de aquel robo: Narain en un salto hacia la muerte y Mogul condenado a dos años de destierro. Y además un policía había quedado al descubierto. Sin embargo, era un tesoro abundante y siempre había más hombres dispuestos para la próxima ocasión. Le costaba mucho más esfuerzo a la policía de Bengala desenmascarar a uno de sus agentes que a él contratar a diez más.
Podía haberse visto un tinte de preocupación en la mirada apática de Maistree mientras sumergía la cuchara en la sopa como un remo. Todavía no tenía noticias del comprador, cuyo nombre ignoraba porque Maistree sólo negociaba con el cabecilla parsi de los rudos marineros que venían a llevarse el opio disfrazado. Maistree sabía que aquel hombre, Hormazd, no trabajaba a solas. Pero siempre había sido digno de confianza. Gran parte del palacio en el que ahora descansaba estaba construido con el dinero del comprador desconocido. Y mientras Maistree no pusiera un pie fuera de los límites de Chandernagor, la policía inglesa de Bengala no podría arrestarle y el contrabando seguiría adelante.
¿Qué podía salir mal?
De hecho, la última vez Hormazd le había comunicado a Maistree el encargo de conseguirle más opio que la temporada anterior. Los mercados se estaban abriendo, en particular los Estados Unidos. El comprador quería todo el opio puro de Bengala que se pudiera sacar de contrabando inmediatamente, y el perista tenía que esperar su mensaje con instrucciones sobre cuándo lo recogerían.
Pero el siguiente envío ya estaba listo. ¿Dónde estaba el comprador?
Rebecca Sand ya se había preparado para las desapacibles visiones que podía esperar de aquel lugar mientras recorría con paso enérgico el pasillo del hospital. Era sin embargo difícil mantener esa idea en la cabeza, porque el centro se parecía más a una casa de campo inglesa que a un hospital para perturbados.
Osgood ni siquiera había pasado antes por su casa de Pinckney Street ni a ver al señor Fields en la oficina; estaba demasiado ansioso y quiso ir directamente al sanatorio McLean, en Somerville.
– ¿Está segura de que no prefiere irse a casa, señorita Sand? -le preguntó Osgood.
– No estoy más cansada de lo que debe de estar usted, de eso estoy segura, señor Osgood. Además, no creo que le permitan entrar en el pabellón de las mujeres.
– Por supuesto -dijo Osgood antes de hacer una pausa reflexiva-. Es una suerte para mí contar con su ayuda.
El hospital estaba dividido en dos partes, para hombres y para mujeres, todos ellos provenientes de ambientes de gran fortuna y estatus, salvo algún paciente ocasional que se aceptaba por caridad. Ninguna persona del sexo opuesto podía entrar en las respectivas alas, a no ser personal médico. Rebecca escuchaba voces de mujeres gritando y llorando, pero otras cantaban y reían, y ella no sabía cuál de los tipos de ruidos enervaba en mayor medida su espíritu. Todas las ventanas tenían barrotes y las paredes de las habitaciones estaban acolchadas.
Al llegar a una habitación privada, una fornida celadora con cofia de muselina y cara sonrosada le ofreció una silla cómoda. En el interior de la habitación, poco iluminada pero amueblada con lujo, se encontraba una mujer sentada que enrollaba en un dedo su pelo frágil y encanecido. Gran parte de éste se lo había arrancado, el resto lo llevaba recogido sobre la cabeza, adornado con tristes cintas multicolores. Un ancho echarpe le rodeaba el cuello. No levantó la mirada.
La celadora hizo un gesto a la visitante para que empezara.
– ¿Señora Barton? -preguntó Rebecca.
Por fin la paciente giró la cabeza hacia ella. Pero fue sólo un instante. Rápidamente volvió a dedicar su atención a la pared.
– Súcubo -dijo la paciente con un tono de amargura.
– Señora Barton, lo que he venido a preguntarle es muy importante. Urgente, de hecho. Se trata de Charles Dickens.
La paciente levantó la mirada.
– Me dijeron que había muerto -su voz sonaba cascada y susurrante, ya no era aquel vigoroso grito que había sido en sus enfrentamientos con Tom Branagan. Tal vez la herida le había cambiado el registro de voz. La reclusa («interna», como se llamaba a los pacientes en el hospital) se inclinó hacia su visitante y preguntó-: ¿Es cierto?
– Sí, me temo que sí -dijo Rebecca.
Los ojos de la paciente se llenaron de lágrimas.
– No me dejan que tenga ningún libro suyo aquí, ¿lo sabía? Estos médicos maleducados dicen que me pone demasiado nerviosa. Ni siquiera han querido decirme cómo murió, mi Jefe. ¿Cómo murió el cuerpo mortal del pobre jefe?
– No queremos que se altere, señorita -previno la celadora a Rebecca antes de que pudiera responder. Rebecca percibió en la voz de Louisa la promesa de una recompensa si ella le daba alguna información satisfactoria. Intentó recordar todos los detalles de lo que habían contado Georgina Hogarth y Henry Scott y se los refirió: la llegada de Dickens desde el chalet tras una larga jornada de trabajo, el desmayo durante la cena, cómo los criados le habían trasladado al sofá, los ladrillos calientes en los pies, la llegada de los médicos uno a uno y cómo sacudían la cabeza pesimistas mientras la familia se iba reuniendo a su alrededor para acompañarle en sus últimas horas.
– Y en cuanto al último libro del señor Dickens… -dijo Rebecca después.
– ¡Un nuevo libro de Job por Charles John Huffam Dickens! -aulló Louisa con su antigua potencia. Era evidente que acercarse tanto al corazón del asunto le había puesto en un estado mental diferente. Rebecca pensó que intentar hablarle de su propósito era un enfoque equivocado.
– Le dijo algo al oído -dijo Rebecca confidencialmente-. El señor Dickens. El Jefe le dijo algo al oído la noche que le recogió usted en la calle con el coche, ¿verdad?
Después de que Rebecca repitiera la idea varias veces más con ligeras variaciones, Louisa asintió con la cabeza y dijo que era cierto.
– ¿Qué fue lo que le dijo? -preguntó Rebecca cautelosamente.
Ella asintió con la cabeza otra vez y empezó a reír. Era la risita satisfecha de una niña rica de Beacon Hill al regalarle su primer cachorro. Rebecca, profundamente frustrada, estaba a punto de gritar. Pero no estaba claro que a la otra mujer le importara lo más mínimo lo que necesitaban los demás, ni siquiera ella misma.
La paciente se quitó la pañoleta que le rodeaba el cuello. Debajo, una cicatriz blanca, casi translúcida, le recorría el cuello, más profunda en el lado derecho, con la forma de una sonrisa inacabada, que hizo que Rebecca sintiera el impulso de pasarse la mano por su propio cuello para comprobar que estaba de una pieza.
– Tenía razón. Se parecía a un poema -dijo Louisa de pronto.
– ¿Quién?
– Se parecía a un poema, pero no consigo recordar a cuál -respondió Louisa. De repente, parecía tener acento irlandés, escalofriantemente parecido al de Tom Branagan-. ¡Hay demasiados poetas en América hoy en día!
– Tom Branagan. ¿En qué tenía razón Tom Branagan? -preguntó Rebecca suavemente.
– El Jefe y la actriz -musitó-. Nelly. Dijo que el jefe la quería.
– Se han publicado muchas maledicencias sobre él en la prensa -señaló Rebecca.
De repente, Louisa habló como si fuera el centro de atención de una cena en Beacon Hill.
– «Todo en orden» significa que venga. «Sanos y salvos» significa que no venga. ¡Mientras esa asquerosa viuda vieja intentaba robarme al Jefe para sí, yo me lo quedé para que nadie más lo robara y lo imprimiera en uno de esos periódicos libertinos!
Rebecca esperó a escuchar más, sacudiendo la cabeza.
– No comprendo.
– ¡No, claro que no! Estoy segura de que nunca ha entendido nada, es usted una chica buena y tonta.
Rebecca, frustrada, buscó ayuda con una mirada a la celadora, que permanecía pacientemente sentada. En respuesta, ella sacó un par de llaves y le hizo a Rebecca un gesto silencioso para que la siguiera hasta la puerta de un armario situado al otro lado de la habitación, lejos de la señora Barton.
– Aquí dejamos todas las cosas que han demostrado ser demasiado peligrosas para su equilibrio, señorita Sand -dijo la mujer en voz baja mientras se inclinaba y sacaba un libro encuadernado en piel roja, de tan sólo unos centímetros de largo y de ancho, que cabría en el bolsillo de una chaqueta-. Asegura que éste era el diario de Charles Dickens. Dijo que se lo había llevado de un baúl en el hotel Westminster de Nueva York.
Rebecca alargó una mano hacia la celadora.
– Entonces ¿sí que perteneció a Dickens?
– No lo sabemos -respondió la celadora-. Después de todo, ¡está escrito entero en una especie de código! Esta buena mujer se pasaba las horas desvelada mirando cada página para descifrarla.
– ¡«Todo en orden» significa que venga! ¡«Sanos y salvos» significa que no venga! -exclamó Louisa vigorosamente desde el otro lado de la habitación.
– ¿Qué quiere decir, señora Barton? -preguntó Rebecca. Al no obtener respuesta alguna, se volvió hacia la celadora y le preguntó si ella lo entendía.
– ¡Vaya si lo entendemos…! Esta criaturita repitió lo mismo todas las noches durante dos semanas. Asegura que descubrió las claves para descifrar el lenguaje secreto en el que Charles Dickens telegrafiaba a Inglaterra para decir si la tal «Nelly» debía reunirse con él en América o no. Si el telegrama decía «Todo en orden», tenía que venir. Si decía «Sanos y salvos», se quedaba en Europa.
– ¡No vino! -interrumpió Louisa, temblándole las manos y respirando agitadamente ante el tema de conversación-. ¡Ella no vino! ¿Lo ve? El Jefe le dijo «Sanos y salvos», no vengas. ¡No la amaba de verdad después de todo! ¡Por fin había logrado conocer a su gran amor verdadero! Y su señor Redlaw me decía: «Para mí, su voz y la música son la misma cosa». Por eso me encontró. Por eso me leyó todas aquellas noches en el Tremont Temple. ¡Me dijo sus últimas palabras a pesar de todos esos hombres malvados que le forzaron a odiarme!
Rebecca sabía que debía tener cuidado si quería que Louisa dijera algo más y no se agotara hasta el punto de no servir para nada.
– El señor Dickens, el Jefe, quería que usted compartiera con el mundo el mensaje que le susurró la noche en que aquel otro hombre la atacó.
Louisa pareció quedarse meditando esta idea sin abandonar su cabeceo constante. De repente, se detuvo.
– Sí, quería que se supiera. Dijo la verdad… Por fin veía el futuro -dijo.
– ¡Sí! ¿Qué dijo? -la exhortó Rebecca.
Louisa dejó salir una exhalación que parecía llevar años guardada.
– Que Dios la ayude, pobre mujer.
Rebecca parpadeó sorprendida.
– ¿Eso fue lo que le dijo? ¿Eso es todo lo que le dijo al oído? ¡Eso fue todo!
– ¡Que Dios la ayude, pobre mujer! -repitió Louisa con más energía y una voz que contenía el espíritu de Dickens.
– ¿Nada más? ¿Está usted segura, señora Barton?
– Y Dios lo ha hecho. El Jefe siempre dijo la verdad. ¡Dios me ha ayudado!
Que Dios la ayude, pobre mujer. ¡Dickens bendiciendo a los desdichados! Rebecca, abatida y pensando en todo el tiempo que habían perdido para ir allí a sugerencia suya, hizo una señal a la celadora. No podía evitar lamentarse por lo decepcionado que se sentiría Osgood al enterarse de lo que le tenía que contar, pero sabía que debía decírselo sin pérdida de tiempo.
Louisa, cuyo ánimo parecía haberse levantado con la conversación sobre Dickens, no daba señales de querer que la entrevista acabara todavía.
– ¡Estaba usted equivocada, querida! -le dijo cuando la celadora se disponía a acompañar a Rebecca a la salida. Las lágrimas empezaban a anegar los ojos de Louisa-. ¡En la calle no! ¡En la calle no!
Rebecca le pidió a la celadora que esperara.
– ¿Qué quiere decir, señora Barton? -preguntó recuperando la atención con renovada paciencia hacia la interna.
– Usted dijo que le recogí en la calle. Pero no es cierto, nada de eso. El coche estaba parado cuando llegué. Aquel cochero, ¡intentaba llevarse al Jefe Dios sabe dónde!
Rebecca reflexionó sobre lo que le contaba. Siempre habían creído que Dickens había parado un coche para que le diera un paseo nocturno antes de volver al hotel. El hecho de que el coche estuviera vacío sugería que Dickens había alquilado el vehículo con un objetivo, o un cometido, en mente. ¿Tenía Dickens un destino concreto la noche anterior a abandonar Boston para siempre? Rebecca estaba a punto de preguntar más, pero para entonces Louisa estaba decidida a continuar voluntariamente.
– Fue en North Grove Street -dijo Louisa-. Cuando regresó al coche no sabía que era yo quien lo conducía. ¡Qué poco sabía entonces que nuestras vidas estaban destinadas a cambiar para siempre desde aquel momento! ¿Se puede evitar lo inevitable, querida? ¿Se puede evitar lo inevitable?
– ¿North Grove Street?
El cochero que esperaba le abrió la puerta a Rebecca. Ella subió al coche y se sentó enfrente de Osgood.
– ¡Es la facultad de Medicina! -exclamó Rebecca.
– ¿Qué? ¿A qué se refiere? ¿Fue eso lo que le dijo Dickens a esa mujer? -preguntó Osgood.
– No, no -Rebecca le explicó que Louisa Barton había engañado al conductor del coche mientras éste esperaba a Dickens en North Grove Street-. No salió sólo a dar uno de sus paseos para tomar el aire -contó Rebecca-. Debió de decirle al cochero que le llevara a la facultad de Medicina.
Osgood volvió a recordar la conversación del desayuno entre Dickens y el doctor Oliver Wendell Holmes.
¿Hay algo de Boston que le gustaría conocer y todavía no ha visto, señor Dickens, le había preguntado Osgood.
Hay un sitio. Tengo entendido que está en su misma facultad, doctor Holmes. El lugar donde el doctor Webster, al que conocí hace veinticinco años, asesinó al señor Parkman de tan extraordinaria manera. Ya entonces habría apostado el cuello a que Webster era un hombre cruel.
– Tal vez haya algo allí -le dijo Osgood a Rebecca-. Él ya lo había visto. Conociendo al doctor Holmes, lo más probable es que le hubiera ofrecido a Dickens una exploración a conciencia. Si realmente volvió a aquel sórdido lugar antes de irse de Boston, debía de tener un motivo.
– ¡Vayamos entonces de inmediato! -esta entusiasta exclamación salió de los labios de Marcus Wakefield. Estaba sentado en el asiento contiguo al de Osgood.
Osgood se dirigió a él.
– Señor Wakefield, ¿está usted seguro de que no le supone ningún trastorno que utilicemos su coche? Wakefield se encogió de hombros.
– ¡Por supuesto! Lo he contratado todo el día y no tengo nada que hacer hasta más tarde. Es un placer poder prestar una pequeña ayuda a mis dos amigos americanos. Déjenme que envíe un mensajero con una nota a mi socio comercial y mi carruaje y mi humilde persona estaremos a su entera disposición hasta que acaben ustedes por completo y de una buena vez con el objetivo de su expedición.
Osgood, con una lámpara en las manos, descendió lentamente las escaleras que conducían al sótano de la facultad de Medicina, siguiendo los pasos que Dickens había dado con Holmes aquel día en Boston. ¿Y que había vuelto a dar aquella noche antes del asalto de la señora Barton? Osgood había dejado a Rebecca en el carruaje aparcado, aunque ella no quería quedarse.
– Señor Osgood, por favor, ¡seguro que puedo ayudarle a encontrar alguna pista! -le había urgido.
– No sabemos dónde está Herman. En conciencia, no puedo llevarla a un lugar donde existe un posible peligro -dijo Osgood-. Si pasara algo no me lo podría perdonar.
– Yo me quedaré con ella, señor Osgood -dijo Wakefield con un significativo cabeceo y una sonrisa amable-. Yo la cuidaré en caso de que Herman ande cerca.
– Gracias, señor Wakefield. No tardaré mucho -respondió Osgood. Sabía que tenía que cumplir aquella tarea aunque ello significara darle a Wakefield la oportunidad de confesar su amor a Rebecca. Tenía que descubrir lo que se ocultaba allí por el futuro de su empresa y tenía que garantizar la seguridad de Rebecca, aunque eso supusiera perder su afecto en el proceso en favor de Wakefield antes de que pudiera encontrar el medio de demostrar el suyo propio.
El editor entró en el edificio y descendió hasta el fondo de los escalones de madera que llevaban a aquel subterráneo de olor repugnante lleno de frascos con especímenes y estantes medio vacíos. Si la lunática del asilo tenía razón, ¿por qué había vuelto Dickens allí a solas, en mitad de la noche, cuando sólo le quedaban unas horas de estancia en Boston? Una frase de la primera entrega de El misterio de Edwin Drood se repetía en la cabeza del editor: «Si escondo mi reloj mientras estoy borracho -decía-, tendré que estar borracho otra vez para recordar dónde». Con la lámpara en una mano, Osgood tanteó las estanterías con la otra. Revisó la antigua mesa de trabajo y los nichos de la pared, palpó por detrás los pilones y las cañerías. Llegó al horno, del que salía el hedor espantoso que llenaba el recinto. Allí era donde, en otros tiempos, se habían incinerado trozos del cuerpo de Parkman. Osgood titubeó y rebuscó entre los pensamientos que se agolpaban en su cabeza. Éste sería el sitio perfecto: el único lugar de Boston olvidado por todos, que han dejado intacto, mientras todo lo demás a su alrededor cambiaba. Nadie quería recordar una muerte tan execrable. Boston lo había guardado como un esqueleto en su gigantesco armario.
Con firmeza, Osgood metió la mano en el horno. Sus dedos tantearon la superficie interior recubierta de cenizas y productos químicos. Era como meter la mano en una nube de tormenta: densa y vacía al mismo tiempo. Entonces rozó algo más sólido, algo que recordaba la piel reseca de un moribundo. Despacio, con cuidado de no dejarlo caer, sacó un cuarteado maletín de cuero.
Lo abrió. Dentro había un fajo de papeles. Osgood no daba crédito a sus ojos. Reconoció de inmediato la caligrafía de Dickens en tinta ferrogálica. Se quedó paralizado en el sitio con aquel tesoro en las manos. La sensación era tan abrumadora que, por un momento, no fue capaz de realizar la acción más natural que conocía desde la infancia: leer. No pudo hacer otra cosa que sentarse en la fría piedra presa de un irracional temor a que las páginas se esfumaran ante sus ojos una vez las hubiera visto. No se trataba sólo del triunfante alivio de haber llevado su búsqueda a un final victorioso. Era todo su futuro lo que tocaba con las yemas de los dedos. Tenía a Fields, Osgood & Co. en sus manos; todos los hombres y mujeres que confiaban en él. Era Rebecca.
Y era como si, durante unos segundos más, mantuviera a Charles Dickens con vida. Era una sensación vivificante. Pensó en la pregunta que le había hecho Frederick Leypoldt sobre el trabajo de editor: ¿Por qué no somos herreros o políticos? Por esto, Leypoldt, precisamente por esto. El verdadero objetivo del editor era el descubrimiento de lo que nadie más estuviera buscando, de algo que despertara imaginaciones, ambiciones, emociones. De repente, no pudo esperar ni un solo segundo más para saber cómo acababa Edwin Drood. ¡Allí mismo, y con todas las respuestas en sus manos! ¿Vivo o muerto? ¿Retenido o escondido? Subió la intensidad de la luz, la dirigió sobre las páginas y empezó a estudiarlas, esforzándose por ver entre el polvo y la densa oscuridad. Pero la luz brillante de la lámpara casi cegaba sus ojos, hechos a la oscuridad.
– Vaya, ¡o sea que lo ha conseguido! -interrumpió Wakefield materializándose en lo alto de las escaleras y descendiendo con paso cauteloso a la bóveda con su habitual espíritu amistoso y alegre materialmente enterrado por la oscuridad-. ¿Ha descubierto ya algo, señor Osgood?
Osgood se levantó.
– Pero ¿por qué aquí? ¿Por qué querría dejarlo en este lugar, señor Osgood? -preguntó Wakefield.
– Le daba miedo perderlo -respondió Osgood.
– ¿Miedo?
– Sí, miedo, ¿no se da cuenta? Piénselo. Dickens se disponía a irse de Boston para siempre la mañana siguiente. Desde el accidente de Staplehurst en el que casi perdió la vida, cada vez que se subía a un tren, a un barco, incluso a un coche de alquiler, quedaba paralizado por el miedo. Dickens sabía que la travesía de vuelta a Inglaterra a bordo del Russia podía ser un peligroso viaje hasta el otro lado del mundo sobre las aguas más bravas del océano. Desde luego, nunca olvidaría que, en el momento del espeluznante accidente de Staplehurst, estaba escribiendo Nuestro común amigo, el libro anterior a El misterio de Edwin Drood, y llevaba con él las últimas páginas de la novela. La última entrega había quedado en el vagón del tren del que había escapado y arriesgó su vida para volver a él y rescatar los papeles.
– Fue muy temerario.
Osgood asintió con la cabeza.
– Pero eso no era lo único que debía de tener en la cabeza. Estaba esa mujer, la señora Barton, que se había colado en la habitación del hotel para dejar una nota exigiendo hablar con Dickens sobre su nuevo libro. Y estaba lo del diario de bolsillo, que ella había robado. Y los agentes de impuestos, que amenazaban con hacer lo que tuvieran que hacer para recaudar el dinero que se debía: confiscar entradas o sus pertenencias y documentos. Dickens sabía que si subía al barco con esto en la mano, tal vez no volviera a verlo nunca. Más aún, ya en Inglaterra, sabía que cuando empezara a publicar el misterio, habría un interés desmedido por saber cómo iba a terminar. Un criado en el que una vez había confiado forzó la caja fuerte de su despacho mientras estaba de viaje. Sí, por todas partes amenazaban los peligros a Dickens y a su manuscrito. Este lugar, este diminuto recinto olvidado, tal vez fuera el único emplazamiento seguro en toda la Tierra para sus páginas. Aquí podían refugiarse sin que nadie las molestara hasta que él pudiera pedir a alguien que las recuperara, lo que haría una vez hubiera terminado la primera parte. Pero al morir de manera inesperada, no tuvo oportunidad de contárselo a nadie.
Wakefield aplaudió.
Osgood pensó en Rebecca. Pensó que ojalá la hubiera dejado entrar con él al edificio para que estuviera a su lado y compartiera aquel momento. Entonces cayó en la cuenta.
– ¿Dónde está la señorita Sand, señor Wakefield?
– ¡Ah, no se preocupe, señor Osgood! He dejado a mi colega cuidando de Rebecca.
Osgood hizo un gesto de agradecimiento, aunque recibió con una inclinación de cabeza el uso informal que hizo su benefactor del nombre propio de la mujer. Significaba una cosa: que ella había aceptado su declaración de amor. A pesar del dolor que le producía pensar en ello, Osgood seguía deseando que ella estuviera a su lado. Aquello era un triunfo de ella tanto como de él; de ella y para ella. Por todo lo que había tenido que pasar con Daniel.
Osgood se dio cuenta de que aquellas palabras que permeaban sus pensamientos no eran suyas. Lo que ha tenido que pasar con su hermano, Daniel. Una tragedia espantosa y sin sentido. Ésa había sido la frase de Wakefield en la conversación que sostuvieron en el salón a bordo del barco. Una pregunta tomó forma en la cabeza de Osgood, eclipsando por un momento el asombroso documento que tenía en las manos y el sombrío sótano en el que se encontraba: ¿cómo había sabido Wakefield lo de Daniel? ¿Habría adquirido Rebecca el nivel de intimidad suficiente con él para contárselo? Osgood no fue capaz de distinguir si el sentimiento que le invadió de repente era afán de protección, celos o sospechas de Wakefield.
– ¡Impresionante, señor Osgood! -estaba diciendo Wakefield, riendo como si le hubiesen contado el final de un chiste desternillante-. Y, mire, ¡lo ha encontrado usted antes que nadie!
Una escena de su primer viaje en el Samaria apareció en la memoria de Osgood. Wakefield haciéndose amigo inmediatamente. Una rápida sucesión de ideas, de hechos. Wakefield no es que hubiera estado a bordo de su barco en el viaje de ida a Londres y, luego, en el de vuelta. Es que les había seguido en el viaje de ida y en el de vuelta, lo mismo que Herman. Herman y él estaban en Boston al mismo tiempo, en el barco al mismo tiempo y en Londres al mismo tiempo. Wakefield acudió a toda velocidad a la comisaría de policía después del ataque de Herman en el fumadero de opio.
– Creo que debería ir a buscar a la señorita Sand -dijo Osgood con calma.
– Claro, claro -confirmó Wakefield.
– ¿Sería tan amable de vigilar esto durante unos instantes? -preguntó Osgood señalando el maletín de cuero.
– Soy su humilde servidor, señor -dijo Wakefield. Cuando Osgood había subido la mitad de las escaleras, Wakefield añadió-: Oh, pero espere un momento. ¡Tengo un regalo que traje para usted de Londres! ¡Con todas las emociones casi se me olvida! Para agradecerle todos los libros de nuestros viajes.
– Es muy generoso -murmuró Osgood calculando con una mirada de soslayo el número de escalones que le quedaban hasta la puerta.
– ¡Cuidado! -exclamó Wakefield.
Lanzó el pesado objeto por el aire. Osgood lo atrapó contra su pecho con una sola mano. Desenvolvió el papel y expuso el compacto objeto a la luz refulgente de la lámpara. Era una figura amarilla de escayola que en otro momento constaba en la lista de objetos de la subasta como Turco sentado fumando opio. La figura de la casa de Charles Dickens.
– Usted dijo -recordó Osgood como sin darle importancia- que la habían roto en la casa de subastas.
– Tómelo como una especie de regalo de despedida, señor Osgood. Oh, y ¿por qué iba a vigilar un maletín de cuero que apostaría mi mejor par de guantes de cabritilla a que está vacío? Ya ha cambiado los papeles a su cartera, ¿no es verdad?
El fuerte eco de los dedos de Wakefield al chascar recorrió la sórdida cámara. Dos chinos aparecieron en lo alto de las escaleras. Uno de ellos se rascaba la nuca con una uña. No era una uña cualquiera. La uña del meñique de la mano izquierda medía entre dieciocho y veinte centímetros y estaba perfectamente limpia y afilada, un aditamento que sólo cultivaban los scharf chinos para utilizarlo en la comprobación del nivel de pureza o adulteración de la especia que se utilizaba para pagar el opio.
También Rebecca, temblorosa, apareció en la cima de las escaleras. Detrás de ella, el resplandor plateado de la lámpara de Osgood iluminó los prominentes colmillos de la cabeza de un kilin.
Osgood volvió a bajar las escaleras hasta el final, donde se le acercó Rebecca en busca de protección. Wakefield se reunió con Herman en el descansillo. Herman le hizo una reverencia a Wakefield llevándose las dos manos a la frente.
– Ya le dije, señor Osgood -señaló Wakefield-, que la señorita Sand estaba bien vigilada.
– Usted dispuso que Herman me atacara en el Samaria y que usted resultara ser el héroe del enfrentamiento, para asegurarse de que obtendría mi confianza y apoyo -dijo Osgood-. Han estado juntos en esto desde el primer momento. Intentó ganarse el afecto de la señorita Sand para que ella le revelara nuestros planes.
– ¡Ha ganado usted el premio! ¿Sabe una cosa? Tiene el virtuoso hábito de pensar que el resto del mundo es tan bienintencionado como usted, amigo mío -replicó Wakefield-. Lo admiro. Vayamos a un lugar más cómodo que éste.
– No iremos con usted a ningún sitio -dijo Osgood-. No es comerciante de té, señor Wakefield -mientras hablaba, Osgood dejó caer la figura del turco en su cartera y sintió el aumento de peso en el hombro.
– Ah, sí lo soy -fue la respuesta de Wakefield, acompañada de una risa apagada que coreó Herman-. Aunque, naturalmente, no sólo de té. El té es, muy a menudo, con lo que nuestros amigos chinos nos pagan los cargamentos de opio. ¿Tiene ya una visión clara de la situación general, señor Osgood? No, estaba siempre demasiado pendiente de las frases para entender los libros; eso le ha mantenido aislado, preocupado por palabras que no cambian nada en definitiva, porque la maquinaria de hombres más poderosos que usted le supera. Cuando yo era joven, me echaron de mi casa. Busqué refugio con un familiar, pero adquirí un espíritu inquieto que nunca me ha abandonado.
Mientras Wakefield hablaba, Osgood balanceó con fuerza la cartera y golpeó al hombre de negocios en la pierna. Ni siquiera se inmutó. Se escuchó un golpe metálico y la figura de escayola se rompió en pedazos dentro de la cartera.
Osgood y Rebecca intercambiaron miradas de sorpresa. Wakefield se levantó los pantalones y descubrió un mecanismo en la pierna formado por correas, goznes y ruedas dentadas.
– ¡Dios mío! -balbució Osgood-. ¡Edward Trood!
Herman dio dos amenazadores pasos hacia él. Wakefield detuvo a su protector parsi con un gesto y, de pie, muy tieso, miró con furia a Osgood. Habló en un chino pronunciado como secos ladridos con los dos scharfs, que asintieron y salieron del recinto. Luego se volvió hacia Osgood.
– No, señor Osgood, no soy él. Ése fue mi nombre una vez, sí… Fui el pequeño y apocado Eddie Trood, con su pie deforme, cuando fui expulsado de Rochester por el cruel despotismo de mi padre. Pero esa parte de mí ha muerto, y también lo está Eddie Trood. Empecé a hacerle desaparecer cuando escapaba a través de los éxtasis del opio en casa de mi tío. Pero mi cuerpo no tardó en rebelarse, situándome bien en la agonía de su poder cuando lo consumía, bien en las simas de la miseria si intentaba abstenerme de él. Un médico me aconsejó el uso de la jeringa, un método que proporcionaba una mayor sensación de relajación y adormecimiento de los sentidos pero no servía para reducir mi necesidad interior de la droga. Era una estimulación sin satisfacción.
»El opio era una armadura que me protegía del mundo exterior, pero, para hacerlo, me machacaba los huesos. Me dijeron que un viaje por mar era la única manera de obligarme a escapar de su control. Después de viajar a China dejé de ser su esclavo. Una nueva verdad se abrió ante mí. Una visión clara del inevitable poder de la droga: la necesidad de realizar sus trapicheos no a través del médico o el farmacéutico, sino en las sombras y al resguardo de la noche. Fue en Cantón donde un médico me hizo este aparato para el pie. Corrige la deformación de la postura de tal manera que no se aprecia ninguna deficiencia en mi paso, ni siquiera observando muy concienzudamente. Entonces supe que estaba preparado para volver a Inglaterra como un hombre nuevo.
La cabeza de Osgood se puso a funcionar a toda velocidad y su comprensión de las circunstancias saltó tres o cuatro pasos adelante.
– ¿O sea, que Herman nunca intentó matar a Eddie Trood, es decir, a usted, por conocer los secretos de su negocio de drogas?
– Mi negocio de drogas, señor Osgood -dijo Wakefield sonriendo-. Herman ha trabajado como empleado mío desde que le ayudé a huir de los piratas chinos. Verá usted, en mis viajes descubrí que un contrabandista, si quiere sobrevivir lo suficiente para prosperar, tenía que ser invisible. Sobre esa base, cuando volví inicié una nueva vida, la vida de Marcus Wakefield. Herman e Imam, nuestro camarada turco, me ayudaron a realizar mis planes, pero eran carpinteros en su realización, y yo, el único arquitecto. En aquel momento había un joven que había sufrido recientemente los efectos de una sobredosis de opio malo y había muerto. Vestimos al muchacho con algunas de mis ropas viejas y Herman le golpeó la cabeza con una palanqueta para que no se pudiera reconocer el cadáver. Un fin de semana que mi tío estaba en el campo yo me escondí mientras mis colaboradores abrían un agujero en la pared de su casa y metían en su interior el cuerpo de nuestro falso Edward Trood.
– Maquiavélico hasta la médula -dijo Osgood anticipándose a su propósito final-. Así Marcus Wakefield sería temido.
– Bueno, sí, precisamente; aunque no exactamente Wakefield. Utilizaba ese alias en mis negocios más comunes. Como mercader de opio, he adoptado tantos nombres en tantos lugares como convenía a mis propósitos: Copeland, Hewes, Simonds, Tauka. Pero nadie conocía nunca al propietario de esos nombres. Escuchaban historias, leyendas de sus acciones impresionantes y tremendas, historias de los muertos, empezando por Eddie Trood, que habían intentado infiltrarse en sus líneas. Por lo demás, era totalmente invisible y hombres como Imam y Herman eran mis manos y mis pies en el mundo.
»Del mismo modo, también mis medios de transporte debían adquirir la invisibilidad. Aunque no había muchos países dispuestos como China a librar una guerra para evitar la importación del opio a su pueblo, hay muchos gobiernos, como el suyo, que se regodean en cobrar aranceles y realizar inspecciones en los suministros de narcóticos importados. Mi organización se aseguró la propiedad de una línea de vapores, entre los que el Samaria es el más rápido, y los equipó especialmente no sólo para que pudieran convertirse en buques de guerra, sino para que contaran con un amplio espacio de almacenaje oculto. Dado que el nuestro es un barco de pasajeros, los oficiales de aduanas inspeccionarían los equipajes que se bajan a tierra. Pero abrigados por la oscuridad de la noche, los miembros de mi tripulación podrían sacar los cofres de opio, oculto en jarrones baratos o cajas de sardinas para distribuirlas entre los ambiciosos delincuentes de Boston, Filadelfia y Nueva York. Ellos se lo suministraban a los clientes ávidos que no podían, o no querían, comprar el opio a médicos y farmacéuticos, que, en los últimos años, habían sido obligados a llevar un registro de los nombres de todos los compradores de «venenos».
– ¿Por qué Daniel? -preguntó Rebecca, impresionada y abrumada por la traición-. ¿Por qué tuvieron que hacerle daño a mi hermano pequeño?
Wakefield dedicó a Herman una mirada de reproche.
– Me temo, mi querida muchacha, que su muerte fue ajena a nuestros propósitos. Tras la muerte de Dickens, Herman encontró un telegrama de Fields y Osgood en el despacho del albacea del escritor en el que le requerían lo que faltaba de El misterio de Edwin Drood. Salimos para Boston inmediatamente con el fin de interceptar la entrega y, sobornando a un predispuesto empleado suyo llamado señor Midges, se supo que se le había asignado a Daniel Sand la tarea de recoger las últimas entregas de cualquier novela que llegara de Inglaterra.
Midges, que estaba contrariado por los rumores de que Daniel había sido un borracho y todavía más porque las mujeres estaban ocupando demasiados puestos en la empresa, contó más cosas: que a primera hora de la mañana Daniel estaría esperando en el puerto las últimas páginas de El misterio de Edwin Drood. El barco de Inglaterra ya había atracado. Pero para cuando Herman interceptó al chico del traje demasiado grueso, Daniel se había dado cuenta de que le seguían y no portaba nada en el saco de lona que llevaba colgado del hombro. Y para asombro de sus perseguidores, no estaba dispuesto a aceptar dinero a cambio de decirles dónde había escondido las páginas.
«No, señor -les había dicho Daniel-. Lo siento mucho pero no puedo». Le llevaron al segundo piso de un almacén del Long Wharf en el que guardaban opio de contrabando.
Wakefield le había puesto una mano en el hombro al joven empleado.
– Joven, sabemos que tuvo usted problemas en el pasado con algunas sustancias tóxicas. Seguro que no queremos que su patrono, que le confía misiones tan importantes, sepa eso. No somos unos reimpresores de tres al cuarto que quieren robar un ejemplar. Sólo necesitamos saber qué pone en esas páginas de Dickens y luego se las devolveremos.
Daniel dudó, analizando a sus interrogadores; luego sacudió la cabeza enérgicamente.
– ¡No, señor! ¡No debo! -y repetía una y otra vez-: ¡Es de Osgood! ¡Es de Osgood!
Herman se lanzó hacia él, pero Wakefield le hizo una señal para que se detuviera.
– Ahora piensa detenidamente, mi querido muchacho -le instó Wakefield perdiendo la expresión amistosa de su cara, sustituida por una niebla de violencia-, lo decepcionado que se sentiría Fields, Osgood & Co. al descubrir, después de depositar su confianza en ti, quién eres de verdad debajo de ese joven y encantador rostro. Un borracho empedernido.
– El señor Osgood se sentiría decepcionado si no cumpliera con el trabajo por el que se me paga -dijo empecinado el muchacho-. Prefiero contarle mi historia al señor Osgood yo mismo que no cumplir sus órdenes.
Wakefield recuperó su sonrisa, casi rompiendo a reír francamente, antes de hacer un casi imperceptible gesto con la mano.
Herman le rompió la camisa al chico y le hizo unos cortes rectos y poco profundos en el pecho con los colmillos brillantes del kilin de la empuñadura. Daniel hizo una mueca de dolor, pero no gritó. Herman recogió en una copa la sangre que manaba y la bebió delante de Daniel con una sonrisa creciente, mientras sus labios se iban tiñendo de rojo. Daniel, recuperándose del dolor, temblaba, pero intentó mantener la mirada fija.
– Por el amor de Dios -dijo Wakefield. Luego golpeó a Daniel en la cabeza con una porra. Daniel se desplomó en el suelo-. ¿No te das cuenta -explicó Wakefield a Herman- de que podrías atizar a este chico hasta arrancarle la cabeza y asustarle hasta que se le pongan todos los pelos de punta y no diría ni una palabra que ese Osgood no le haya autorizado? Ahí tienes una lección de lealtad, Herman.
El aludido gruñó irritado ante este comentario. Wakefield ordenó a Herman que le inyectara opio al chico y le soltara en el muelle. Si su instinto no le engañaba, en su estado de confusión el muchacho iría a recoger las páginas donde las había escondido. Pero sus sentidos estarían bastante embotados para permitir que Herman se las quitara fácilmente; y, para que la cosa fuera todavía más limpia, si informaba a la policía del robo, no le creerían al verle inmerso en el aura de la droga.
Pero Daniel, después de recuperar el fajo de papeles de un barril abandonado, perdió a Herman en los atestados embarcaderos del muelle y entre la confusión del puerto. Cuando Herman le atrapó en Dock Square, Daniel huyó de él y le atropelló el ómnibus. Había demasiada gente alrededor para que Herman intentara hacerse con los papeles. Pero Wakefield se sumó al círculo de observadores que se formó alrededor de Daniel y escuchó el nombre de Sylvanus Bendall, el abogado que confiscó avariciosamente los papeles.
– Usted estuvo allí -dijo Osgood a Wakefield con un inesperado tono de envidia-. Estuvo allí cuando murió el pobre Daniel.
– No -murmuró Rebecca, horrorizada por la idea y la recién adquirida crudeza de los últimos momentos de su hermano.
Wakefield afirmó con la cabeza.
– Sí, yo me encontraba entre los múltiples y curiosos espectadores cuando falleció. El pobre chico tuvo tiempo de pronunciar su nombre, Osgood. Cuando Herman le quitó las páginas a Bendall (el leguleyo las llevaba siempre encima de su persona, lo que nos dejó pocas opciones con él) supimos que incluso aquellas últimas entregas de la serie, la cuarta, la quinta y la sexta, no aportaban claves fiables sobre el fin de la novela. Estábamos a punto de volver a Inglaterra. Entonces, nuestro topo en su empresa nos contó que pensaban ir a Gadshill a buscar el final de El misterio de Edwin Drood. ¿Por qué cree, mi querido señor Osgood, que le resultó tan fácil al señor Fields encontrar su billete cuando decidió mandarle allí en el último momento? El Samaria era el único barco con camarotes libres… porque yo me ocupé de que así fuera. Porque el Samaria y toda su tripulación me pertenecen.
– Cuando Herman desapareció en medio del océano, ¿dónde le escondieron? El capitán, los camareros, el detective del barco, todos le buscaron -dijo Osgood.
– Trabajan para mí. Para mí, para mí, Osgood. Herman no desapareció en medio del océano en ningún momento. No se nos pasó por la cabeza que se le ocurriría hacer una visita sin guía días después de la pamema de encerrarle. Estaba instalado a buen recaudo en una de las habitaciones secretas que hay debajo del camarote del capitán, lo mismo que en la travesía de vuelta a Boston que acabamos de realizar. Pero para entonces usted ya me había confiado su vida, si me permite decirlo. E hizo bien. Herman le protegió en Londres de los fumadores de opio cuando le atacaron para robarle y le dejó en un lugar seguro donde encontraría ayuda. Le salvó.
– Y de paso me permitió que viviera lo suficiente para encontrar lo que usted perseguía.
Wakefield asintió con la cabeza.
– Mientras tanto, todo mi negocio empezó a derrumbarse: pagos retrasados, distribuidores de opio que evitaban a mis proveedores… ¿Por qué cree que a aquellos canallas se les hizo la boca agua al verle? Matarían a cualquier desconocido por un chelín. Todo el mundillo del tráfico de opio se había paralizado mientras leían las entregas de El misterio de Edwin Drood como el resto del mundo.
– Pero ¿por qué? -preguntó Osgood.
– Porque mi profesión había reconocido en seguida en las palabras de Dickens lo que usted ha desvelado, la historia de Edward Trood, y veían en esas claves de la supervivencia de Drood un peligro inminente para nuestra actividad. Y tampoco podíamos permitirnos que se prestara más atención a los «asesinos» de Trood; por eso Herman robó la figura de la sala de subastas. Verá usted, ese turco, el de la figura, lo hizo un artista entrometido basándose en Imam, uno de los distribuidores de opio que colaboró para emparedar «mi» cuerpo. ¡No nos convenía que la cara de Imam se expusiera en la subasta más grande que celebraba Christie's en los últimos cien años! ¡El exceso de atención que estaba obteniendo todo lo relacionado con los últimos días de vida de Dickens no se podía calificar más que de desastre!
– Si la gente se enteraba de que Trood estaba vivo -dijo Rebecca-, su organización se vendría abajo, desbordada por las dudas, a causa de la mentira que la puso en marcha. La gente empezaría a pensar que el supuestamente asesinado Trood estaba vivo y conocía sus secretos.
Wakefield agitó la mano por el aire.
– Ve, señor Osgood, su asistente es una mujer de negocios nata. Sí, es cierto. Si se empezaba a creer que Eddie Trood no había muerto, significaba que andaba por ahí dispuesto a utilizar sus conocimientos para hundirnos. Sin embargo, no ha sido eso lo que me ha obsesionado desde que Dickens empuñó la pluma para recrear mi historia. Cuando se hizo famoso el caso de Webster y Parkman en su ciudad, los métodos que también hizo famosos se extendieron igualmente. El esqueleto de Parkman fue identificado por los dientes. Desde entonces, la muerte no pone fin a todo. ¿Y si la policía se enteraba del rumor de que Trood podía seguir vivo y decidía abrir su tumba? ¿Descubrirían que no era Trood? Y entonces ¿qué? Si no era Trood el que descansaba bajo tierra, ¿dónde estaba? Puede imaginarse el entretenimiento que tendría Scotland Yard con esa pregunta. Puede imaginarse la libertad que tendría yo para moverme por Londres: ¡mi antigua personalidad inesperadamente resucitada! Arthur Grunwald convenció al Surrey de que se representara dicho final en su montaje del libro del señor Dickens, de manera que Herman lo quemó en la madrugada del día de nuestra partida. Fue una pena, sin embargo, que Grunwald se encontrara en el camerino de transformación. Me gustó el Hamlet que hizo en el Princess. Ve usted, ni siquiera Herman y yo somos siempre perfectos.
»Naturalmente, leí el telegrama de Tom Branagan cuando hicimos escala en Queenstown. El capitán me lo llevó a mí, siguiendo mis instrucciones, antes de que usted lo viera. Qué persona tan encantadora es su agente Tom, descubriendo las pruebas de que la carta a Forster era una falsificación de Grunwald. Aquella carta podía haber supuesto un gran inconveniente para nosotros.
– Estas seis entregas -dijo Osgood apretando con fuerza la cartera con el resto de la novela de Dickens-. Entonces eso es todo lo que quiere, ¿destruirlas? -Osgood plegó la cartera sobre su pecho.
Wakefield soltó una carcajada.
– Si tuviéramos un poco de música alegre… -se le ocurrió de repente-. Sí, eso nos tranquilizaría a todos. ¿Qué me dices, Herman Cabeza de Hierro? -Wakefield alargó su mano y Herman se le agarró, lanzándose a bailar por toda la estancia un vals ligero alrededor de Osgood y Rebecca-. ¿Le parecemos lo bastante elegantes para usted, señor Osgood? -preguntó Wakefield riendo y haciendo reverencias.
Era una imagen espeluznante, ver a aquellos dos asesinos bailar por la estancia. Pero lo más extraño de la escena era que Herman Cabeza de Hierro estaba preparado para volverse loco en cuanto Wakefield le diera la orden. Si Herman era un asesino que no respetaba más que la brutalidad y la fuerza, ¿hasta qué punto llegaría la crueldad de Wakefield para manejarle de aquella manera? Osgood comprendió el significado de aquel pensamiento. La danza, paso a paso, dejaba una cosa clara como la luz del día. Iban a morir allí.
– Por favor, tengan compasión, dejen que se vaya la señorita Sand -suplicó Osgood.
Wakefield estudió a sus cautivos.
– No soy el hombre terrible que puede estar imaginando ahora. Mi maldición en la vida ha sido tener la visión que otros no tienen. Yo puedo entender lo que su gobierno y el mío no pueden. La gente está empezando a demonizar el opio y su uso; en sus cabezas, el consumidor de opio es tan irreal e indeseable como un vampiro humano. Han presentado una queja a China por la inmoralidad de su comercio. Americanos e ingleses no tardarán en culpar al opio de todos sus defectos y dictar nuevas leyes y normas. China se ha rendido por fin a su necesidad de la droga y van a cultivar las amapolas ellos mismos para satisfacer el apetito de sus gentes. Además, con la apertura del canal de Suez, cualquier franchute insignificante que tenga un remolcador puede acercarse a China sin la menor capacidad o conocimiento del mercado; las costas quedarán definitivamente invadidas. Es su propia ciudadanía la que clama que se le abastezca, con la cantidad de soldados, igual da que sean yanquis o rebeldes, que han vuelto a casa sufriendo dolores y necesitados de alivio, ignorados por una sociedad que ha seguido adelante con el comercio y el progreso mientras esos valientes padecen. Ahora, con la hipodérmica, cualquier hombre o mujer que lo desee podrá auto suministrarse la medicación que no pueden encontrar en las deshumanizadas ciudades sin asistencia. América es la tierra de la experimentación: nuevas religiones, nuevas medicinas, nuevos inventos. Si hay algo que se pueda transformar, los americanos se deshacen de toda restricción con la libertad de la autocomplacencia. El alcohol convierte al hombre en una bestia, pero el opio le hace divino. La jeringuilla sustituirá a la petaca y se convertirá en el remedio infalible presente en los bolsillos del hombre de negocios, el contable, la madre, el profesor y el abogado que sufren la maldición de las preocupaciones modernas. ¿Qué opina de esto, Osgood? Ah, ya sé que su oficio son los libros, pero todo se reduce a lo mismo: conocer a tus clientes, saber cómo quieren huir de este mundo desolador y asegurarse de que no pueden vivir sin ti. El cerebro moderno se marchitará si no encuentra una manera de conciliar emociones y aturdimiento. Usted y yo hemos buscado lo mismo en Dickens, protegernos a nosotros mismos y a la gente que necesitamos. No, yo no deseo la muerte de nadie.
– Daniel Sand me necesitaba a mí -dijo Osgood-, y no pude protegerle.
– Pero yo podía haberlo hecho -dijo Wakefield-, si él no hubiera estado tan pendiente de su aprobación, Osgood -se volvió solícito hacia Rebecca-. Mi querida muchacha, me temo que hoy ha descubierto demasiadas cosas para vivir libremente sin causarme en el futuro cierto grado de consternación. Me ha fascinado desde el momento en que la vi. A los dos nos han convertido en invisibles unas fuerzas injustas. Mande a paseo las condiciones de su divorcio, a paseo el mísero puesto de trabajo que le ha regalado Osgood a cambio de medio salario, convirtiendo a su hermano en un obrero paleto; vuelva conmigo a Inglaterra, allí tendrá todo lo que pueda desear, todo lo que se merece. Por eso le he contado todo ahora. Quería que entendiera todas las razones de lo que ha pasado, para que pudiera tener en cuenta mi sincera oferta de una vez por todas en el fondo de su corazón.
Rebecca levantó la mirada desde su asiento, dirigiéndola primero a Osgood, luego a Wakefield.
– ¡Usted mató a Daniel! ¡No es nada más que un canalla y un mentiroso! Una mujer podría haberse enamorado de Eddie Trood, con todos sus defectos, a despecho de un mundo despiadado, ¡pero nunca de un fraude como usted!
El rostro de Wakefield se puso rojo antes de que su mano volara hacia la cara de la mujer. Para su sorpresa, ella no lloró al recibir el golpe.
– No le voy a dar esa satisfacción, señor Trood -dijo Rebecca con amargura, percibiendo la expectación en los ojos del hombre-. Lloraré por mi hermano, no por lo que usted pueda hacerme.
– Mujer desagradecida -dijo Wakefield alejándose de ella y volviendo a ponerse el sombrero-. Ha hecho usted muy bien su labor de instructor de ese despótico fracaso suyo, señor Osgood. Muy bien. Usted ha hecho la cama, Rebecca; ahora pueden acostarse ambos en ella. Wakefield les dio la espalda.
– ¡Su padre! -exclamó Osgood.
Wakefield ralentizó el paso.
– Su padre le echa de menos, Edward -siguió Osgood.
Wakefield suspiró nostálgico. Luego, mientras se giraba hacia ellos, rió una vez más, pero ahora desabridamente.
– Gracias. Tendré que ocuparme de que mi viejo no vuelva a contarle mi historia a nadie que pueda comprender las claves como ha hecho usted. Cuando volvamos a Inglaterra le haremos una visita, de eso puede estar seguro, y también a Jack el Chino y a su amigo Branagan.
Wakefield desapareció escaleras arriba.
Herman exhibió una sonrisa sin dientes y levantó su bastón. Propinó con él un golpe a la cartera de Osgood y las hojas de las últimas seis entregas de Edwin Drood se desparramaron por el suelo.
– Por favor, Hormazd, podemos hacer un trato -le rogó Osgood a Herman.
– Esto no es un mercado judío -respondió él, reaccionando por un instante a su nombre real-. Nada de tratos -se quedó contemplando la bestial cabeza de animal de su bastón durante un momento-. Lo único que lamento, Osgood, es que el señor Wakefield insistiera en persuadirla de que viniera con nosotros. Las esperas me ponen furioso. Puede que incluso acabe con vosotros con las manos desnudas.
– ¿Por qué me desprecias? -quiso saber Osgood.
– Porque, Osgood, tú crees que puedes hacerte amigo de todo el mundo con una simple sonrisa tuya. Crees que todo el mundo puede ser como tú -la respuesta de Herman fluyó de su boca como una confesión, exponiendo su auténtica personalidad más de lo que pretendía.
– ¡Ha sido el señor Wakefield el que te ha hecho como eres, Herman! -dijo Rebecca persuasiva-. Él te convirtió en pirata.
– Ya lo era de nacimiento, muchacha.
Un revuelo de pasos en la escalera. Cuando Herman se volvió para buscar a Wakefield detrás de él, su sonrisa engreída desapareció. Osgood reconoció la expresión de asombro en el rostro de su captor. Como un rayo, Osgood se lanzó sobre él, encaramándose en su espalda y poniéndole un brazo por delante de los ojos para cegarle. Herman soltó un rugido y estrujó los dedos de Osgood con su férrea mano. Osgood cayó a sus pies y alzó los puños adoptando una pose de boxeo. En ese momento, una maza cayó sobre la cabeza enfundada en un turbante Herman.
Detrás de él, blandiendo su chuzo guarnecido con el pincho, estaba el hombre que Osgood una vez había conocido como Dick Datchery: Jack Rogers.
El palo resonó contra la cabeza de Herman produciendo un sonido repugnante. Pero Herman, que parpadeaba pensativo, no se movió.
– Herman Cabeza de Hierro -susurró Osgood.
– ¿Cabeza de Hierro? -repitió Rogers en tono alarmado.
Herman se volvió lentamente para enfrentarse a Rogers, con el bastón dispuesto. Dándose cuenta de que no parecía sufrir daño alguno, Rogers clavó el pincho que llevaba el chuzo en la punta en el esternón de Herman. Eso derrumbó al parsi. Soltó el bastón y cayó de rodillas al suelo. Acompañado de un grito, Rogers descargó de nuevo el chuzo en la cabeza de Herman con todas sus fuerzas. Se hizo trizas y la punta con el gancho cruzó la estancia volando por los aires. Herman se puso a cuatro patas, sin fuerzas, cegado por su propia sangre, y se desmoronó de bruces en el suelo sobre su bastón.
– ¡Rogers! -gritó Osgood pasando la mirada de Herman al ex policía de Harper-. ¿Cómo ha sabido…?
– Le dije que pagaría la deuda que había contraído con usted, mi buen Ripley -dijo Rogers, jadeando sonoramente-. Soy un hombre de palabra.
Osgood se tiró al suelo y se puso a recoger las páginas diseminadas de Drood.
– ¡No hay tiempo, Ripley! ¡No tenemos tiempo para nada de eso! -exclamó Rogers-. ¿Dónde está Wakefield?
– Ya se ha ido… Probablemente a su barco -dijo Osgood.
– ¡Vámonos!
Mientras ponía a buen recaudo su tesoro en la cartera, Osgood titubeó antes de estrechar la mano que le ofrecía Rogers.
Rogers parecía estar esperando este gesto.
– Le engañé en Inglaterra porque era mi deber, cuando mi conciencia me dictaba otra cosa. Ahora, mi deber es escuchar a mi conciencia por encima de todo lo demás. Tiene que confiar en mí… Sus vidas dependen de ello.
Osgood asintió con un gesto de cabeza y pasó por encima del inerte Herman de camino a la puerta. Rebecca se detuvo un instante con los ojos llenos de lágrimas. Bajó la mirada hacia el hombre tirado en el suelo y le propinó una patada tras otra en la espalda.
– ¡Rebecca! -Osgood la tomó en sus brazos-. ¡Vamos!
El abrazo de Osgood la devolvió a la situación real y al peligro que corrían. Su contacto le hizo poner los pies en la tierra de inmediato.
Rogers hablaba atropelladamente mientras subían las escaleras del sótano.
– Ripley, creo que Wakefield es muy peligroso. Hace constantes viajes entre Boston, Nueva York e Inglaterra, pero me parece que el único té que toca es el de su taza.
– ¿Qué ha descubierto? -preguntó Osgood.
– Siguiendo a sus hombres, he encontrado montones de pruebas, que debemos llevar a la policía, de una serie de asaltos y asesinatos perpetrados por sus esbirros para proteger su empresa.
– Él creía que la única cosa que le podía perjudicar eran las palabras de Dickens -dijo Osgood.
– Tenía razón -le corrigió Rogers-. Ahora sigamos adelante. Gracias al cielo que les he encontrado a r tiempo, Ripley. Quédese aquí, con la señorita Rebecca.
Al llegar a lo alto de las escaleras, Rogers les hizo un gesto para que esperaran. Él buscó fuera alguna señal de Wakefield. Cuando comprobó que el camino estaba libre, les hizo otro para que siguieran adelante. Su coche de alquiler esperaba en el otro lado de la calle, por si alguien de la pandilla de mercenarios de Wakefield estuviera vigilando el edificio. El paso parecía despejado, así que indicó a la pareja rescatada que subieran al carruaje. Mientras Rogers y Osgood ayudaban a Rebecca a subir al coche, escucharon detrás de ellos un gruñido inarticulado y vieron un objeto brillante que se agitaba en el aire. Era Herman, que, enfurecido, reaparecía en la puerta del edificio dibujando con el brazo el arco de una rotación de lanzamiento.
Rogers levantó la cabeza en el mismo momento en que el machete se le clavaba en el cuello. Su cuerpo se desplomó del estribo del carruaje al pavimento. Rebecca se tropezó con el bajo de su vestido y casi se cayó en medio de la calle.
– ¡Rogers! -gritó Osgood. Se arrodilló a un lado de su salvador, pero había muerto desangrado en un instante-. ¡No! ¡Rogers!
El cochero soltó una maldición y levantó el látigo. Rebecca se había torcido un tobillo, pero seguía aferrada a la manilla del coche. Osgood la empujó para que subiera los peldaños y ella se encaramó al carruaje con un fuerte impulso en el momento en que los caballos arrancaban al trote, dejando atrás a Osgood.
– No, ¡señor Osgood! -gritó Rebecca alargando la mano.
Osgood le gritó al cochero que fuera tan rápido como pudiera mientras el polvo y la grava que levantaba el carruaje formaban un remolino a su alrededor. Herman sólo podría seguir a uno, y era él quien llevaba la cartera con el manuscrito. Por lo menos Rebecca quedaría a salvo.
Osgood corrió hacia Washington Street, agarrándose las costillas vendadas, mientras intentaba calmar la dolorosa respiración. El parsi iba a matarle y no habría nada que le detuviera; para lograrlo destruiría cualquier cosa que se interpusiera en su camino. Osgood aceleró la carrera con Herman pisándole los talones.
Enfrente de él estaba el edificio Sears, que Osgood conocía bien pues allí se encontraba su banco. Delante de la entrada principal había un portero que estaba cerrando la puerta con un manojo de llaves. Osgood tenía la esperanza de que, dentro, Herman le perdería la pista y conseguiría escapar. Pasó por delante del portero y entró en el edificio.
Osgood había alcanzado el lado opuesto del pasillo central, donde se veía otra puerta de salida a la calle. ¡Ojalá el portero no la hubiera cerrado todavía! Cuando se acercaba a ella algo sacudió la puerta, que se abrió lentamente, desvelando la silueta de una figura canallesca con la barba descuidada y un sombrero ladeado. ¿Otro vendedor de opio del Samaria enviado por Wakefield? Osgood frenó en seco.
El eco de los pasos de Herman parecía escucharse por todas partes, arriba, abajo, por todos los lados. Osgood se giró en una dirección, luego en otra, sin saber qué pasillo elegir. Así que corrió al centro del vestíbulo y abrió la puerta del ascensor. Entonces cayó en la cuenta de algo: ¡a esas horas no había ascensoristas! Los chicos no dormían en aquellas diminutas habitaciones, por muy decoradas y acolchadas que estuvieran. Había entrado en ellos muchas veces en el curso de sus actividades cotidianas para subir a su banco, situado en la séptima planta. ¿Recordaría cómo se lo había visto hacer a los chicos?
Inclinó la cabeza hacia el sonido. El bombeo del ascendente remolino de vapor; el sonoro entrechocar de cadenas y metales. Herman se paró en el vestíbulo. Inspeccionó lo que le rodeaba: escaleras en los dos lados del edificio. Corrió hacia el fondo, siguiendo el sonido sibilante del vapor que ascendía por encima de él.
Osgood trazó un plan de urgencia. Detendría el ascensor en una planta intermedia del edificio, saldría corriendo y bajaría por las escaleras, saliendo del edificio mientras Herman todavía le estuviera buscando por el interior.
El ascensor de Sears era lo que entonces se llamaba un salón móvil. La cabina tenía el techo abovedado con claraboyas, y una elegante araña de cristal colgaba de él. La instalación de gas de la araña estaba oculta bajo un tubo de metal de aleación. El resto de la cabina podía haber sido un rincón de un salón de Beacon Hill. Bajo los pies, una mullida alfombra, y en cada una de las tres paredes había sofás. Sobre el revestimiento de nogal francés, dorando su contorno, inmensos espejos pulidos.
Los mandos no parecían fáciles de manejar y, en realidad, eran más difíciles de lo que parecían. Osgood los manipuló provocando un movimiento de sacudidas y frenazos que le hizo arrepentirse de su plan de inmediato. Pararlo fue todavía más complicado, pero Osgood logró hacer que la máquina se detuviera razonablemente cerca del cuarto piso.
Salió del ascensor y corrió como una flecha en dirección a la escalera, por la que empezó a descender antes de escuchar los pasos que ascendían hacia él. ¡Era Herman! Osgood dio la vuelta e intentó volver a subir al cuarto piso, pero había perdido distancia y Herman estaba a punto de agarrarle del tobillo. El editor se separó lo suficiente para salir por el sexto piso. Respirando con esfuerzo, Osgood fue tambaleándose hasta el ascensor y accionó la palanca del ascensor para que subiera desde el cuarto. ¡Maldita sea esa lenta bomba de vapor! Por favor, más rápido… El ascensor llegó y Osgood se lanzó por los aires a su interior, dándose un fuerte golpe contra el suelo.
Al tiempo que la puerta se cerraba, Herman se abalanzó sobre él. Alargó el bastón y… la puerta se cerró atrapándolo. Durante un interminable segundo, Osgood se vio cara a cara con la cabeza dorada del kilin, el amenazador cuerno que surgía de su frente y sus vacíos ojos de ónice. Había sido tremendamente diabólico y aterrador. Y ahora, visto de cerca, le parecía una inofensiva baratija de oro. Osgood tiró del bastón con todas sus fuerzas agarrándolo por el áspero cuello del kilin. Cayó de espaldas en la cabina con el bastón en las manos y la puerta se cerró del todo. Osgood accionó la palanca con la punta del zapato y el ascensor comenzó a descender.
Osgood esperó llevarle al mercenario ventaja suficiente (¿treinta segundos?) para salir del edificio. Pero, mientras escuchaba el zumbido del vapor bajo sus pies, pensó en el valiente Jack Rogers, en el insensato Sylvanus Bendall; pensó en el pobre Daniel tumbado en la fría mesa del forense; pensó en el terror ciego de Yahee; pensó en la frialdad de Wakefield al bailar el vals, en la frialdad con la que había amenazado silenciar a William Trood y a Tom; y pensó también en Rebecca. Y entonces supo, sin la menor sombra de duda, que no podía limitarse a salir corriendo del edificio y dejar que Herman quedara libre para volver a buscarles. Por un momento, a Osgood le asombró su propia determinación. Tenía que parar a Herman. Tenía que pararle de una vez por todas allí mismo.
Pasó por la primera planta. Su habilidad con los mandos del ascensor mejoraba por momentos y pudo frenar con suavidad en el sótano. Se alejó de la cabina en dirección a la contigua sala de máquinas donde se controlaba su funcionamiento y le propinó una fuerte patada, sin resultado, a la tubería de vapor que proporcionaba energía al ascensor. Luego esgrimió el bastón de Herman y golpeó con él la válvula, que se abolló primero y luego se rompió; el bastón se quebró, decapitando la monstruosa testa dorada. Osgood regresó al ascensor y se agazapó, esperando con los ojos clavados en las escaleras, la respiración agitada y sintiendo el dolor de las costillas fracturadas, cuyos vendajes bajo la ropa se habían aflojado y rasgado y le producían la sensación de que su cuerpo podía romperse por la mitad en cualquier instante. Cuando Herman apareció en la puerta del sótano y se abalanzó sobre él, Osgood cerró la puerta y llevó con destreza el ascensor hacia arriba a toda velocidad.
Al ascender la cabina por el aire, un chorro de vapor salió disparado del motor y alcanzó a la amenazadora figura de Herman. Cegado y confuso, el mercenario gritó, caminó en círculos a tientas y cayó en el hueco del ascensor.
Osgood, por encima de el, estaba aterrado. La cabina del ascensor se bamboleaba y gruñía, mermado el poder del vapor. Paró abruptamente en la quinta planta, sin coincidir con el nivel del descansillo con demasiada precisión, pero, de todas formas, salió arrastrándose y gimiendo de dolor al entrar en contacto con el suelo de madera. En ese preciso instante, las cadenas cedieron y la cabina vacía se precipitó por el hueco como un peso muerto. Herman, todavía aturdido en el fondo del pozo y tratando de mantenerse alejado del vapor ardiente, miró hacia arriba justo para ver cómo la cabina se derrumbaba encima de él. La fuerza con la que cayó era tal que el compacto volumen del mercenario atravesó el suelo de la cabina, y la araña de cristal y las claraboyas del techo se desprendieron y cayeron sobre él en un millar de fragmentos.
Osgood, sintiéndose al mismo tiempo mareado y profundamente lúcido, se puso de pie y miró por el hueco del ascensor. Una explosión levantó una llamarada en el fondo. Estaba guardando su cartera cuando alguien le agarró del hombro.
– ¡No! -gritó Osgood.
– ¡Hola! ¿Se encuentra bien, hombre?
Era el escuálido sujeto de barba revuelta, que ahora se apreciaba de un color rojo óxido, que Osgood había visto en la planta baja del edificio.
– Cuando le vi junto a la puerta parecía estar en apuros -continuó el hombre mientras sus manos tanteaban los hombros, los brazos y la cartera de Osgood como si comprobara los daños.
– Tengo que avisar a la policía -dijo Osgood-. Allí abajo hay un hombre herido…
– ¡Ya lo he hecho! -exclamó el hombre de la barba larga-. Ya les he mandado llamar, buen hombre. Aunque, por lo que se puede adivinar, no quedará mucho de ese amigo de abajo. ¡Ascensores! Uf, yo nunca me meto en uno de ellos, con esas exhibiciones que hacen en las ferias en las que se matan uno o dos cada vez, si todo va bien. Tendrían que prohibirlos, digo yo. Bueno, ¿en qué puedo ayudarle? Tengo una carreta ahí fuera. ¿Adónde puedo llevarle?
¿Sería el hombre de la barba roja otro portero? Entonces cayó en la cuenta el editor: aquel desconocido encajaba en la descripción de Melaza, el de la barba multicolor que militaba en las filas de los famosos bucaneros y presumía de haber conseguido Las aventuras de Philip de Thackeray antes que nadie.
– Démelo -dijo Melaza cambiando de expresión al captar en la mirada de Osgood que había sido reconocido-. No sé lo que tiene ahí exactamente, pero es probable que el Mayor esté dispuesto a pagar el triple por lo que sea. Y esta noche no está usted en condiciones de pelear.
¡No sabe bien lo que pagaría Harper!, pensó Osgood. Sabía que la policía no iba a venir, al menos por la intervención de aquel hombre.
Se escuchó un lejano gemido por debajo de ellos. En la sala de máquinas se produjo otra explosión, y las llamas ascendieron un piso más. Osgood comprendió por la humedad de su piel que el calor se iba acercando. Pronto la instalación de gas que iluminaba el ascensor explotaría por completo y todo aquel lugar y los que estuvieran en su interior quedarían carbonizados.
Mientras retrocedía hacia el hueco del ascensor, Osgood percibió que la cara de Melaza reflejaba un repentino temor. El pirata literario levantó las manos muy despacio. Osgood se dio la vuelta y vio que Wakefield salía del hueco de la escalera. Llevaba a Rebecca de un brazo y apoyaba una pistola en su cuello. Los brazos y la cara de la mujer mostraban magulladuras, su vestido estaba rasgado por múltiples lugares.
– ¡Rebecca! -exclamó Osgood sobrecogido.
– Me temo que el cochero elegido por su difunto héroe perdió un poco las riendas con todo aquel jaleo, Osgood -dijo Wakefield-. El coche volcó, pero no se preocupe… Allí estaba yo para ir al auxilio de su damisela, como he ido al suyo tantas veces ya.
– ¡Suéltela, Wakefield! -gritó Osgood, añadiendo luego con toda la calma que pudo-: Todavía puede bajar. Todavía está a tiempo de salvarle.
Wakefield observó las llamas que lamían la oscuridad seis pisos más abajo, donde el cuerpo quebrantado de Herman se debatía entre la vida y la muerte.
– Yo diría que es poco probable que pueda sobrevivir, Osgood. Hay muchos otros adoradores del fuego que se pondrían a mi servicio a cambio de una remuneración.
– Es amigo suyo -dijo Osgood.
– Es una pieza de mi operación, como lo ha sido su búsqueda. Ahora le voy a decir lo que quiero que haga. Va a tirar la cartera a las llamas y yo dejaré que su tonta muchachita viva.
– ¡No, James! -gritó Rebecca-. ¡Con todo lo que hemos pasado!
Osgood le dijo sin palabras que no se preocupara y sonrió para infundirle confianza. Sostuvo la cartera encima del hueco del ascensor.
– Una buena jugada, muchacho. Al final, resulta que sabe obedecer órdenes -Wakefield sonrió-. No se preocupe, señor Osgood, el mundo no se verá privado del final de Dickens.
Osgood le miró confundido.
– ¿Qué quiere decir?
– Cuando hayamos destruido esto, ¡tengo intenciones de encontrar el final de Dickens yo mismo! Al menos, el que a mí me habría gustado: con el descubrimiento del cadáver de Edwin Drood muerto y enterrado en una cripta de Rochester. ¿Le sorprendería saber que estoy relacionado con los mejores imitadores y falsificadores del mundo, señor Osgood? Con muestras de la caligrafía de Dickens haré que mis hombres creen seis entregas de la mejor literatura falsa que se haya hecho jamás, más allá del montaje de aficionados del señor Grunwald. Estoy convencido de que John Forster estará más que encantado, ya que coincidirá con sus convicciones sobre el final del libro. Sólo hay un problema. Tenemos que deshacernos del auténtico final de Dickens antes de que me invente el mío. Y así es como usted me va a ayudar ahora.
– Primero, deje de apuntarle con la pistola, Wakefield -dijo Osgood-. Entonces haré lo que me pide.
– ¡No es usted el que manda aquí! -rugió Wakefield sacudiendo a Rebecca por el brazo violentamente.
Pero Osgood esperó hasta que la pistola se separó un poco del cuello de la mujer. Osgood agradeció el gesto a su adversario con una inclinación de cabeza y, luego, soltó la cartera, pero sin soltar la correa, de manera que quedó colgando precariamente sobre el pozo llameante del ascensor.
– Para mí, ésta habría sido mi mejor publicación, Wakefield -dijo Osgood meditabundo, con el tono de voz que utilizaría para una oración funeraria-. ¡Piense sólo en el tesoro que habría supuesto! No sólo rescataría a mi empresa de nuestros rivales, sino que haría verdadera justicia a la última obra de Dickens y la pondría al alcance del público lector. Pero, para usted, el final de Drood es todavía más. Es su vida. ¿No es verdad? Las seis últimas entregas podrían destruirle, puesto que todos los ojos estarían pendientes de lo que dice.
– ¡Y por eso lo va a tirar al fuego! -aulló Wakefield, perdiendo lo que le quedaba de compostura-. ¡Suéltelo!
Dos explosiones más sacudieron el aire bajo sus pies… Los últimos gemidos de Herman al abrasarse… Las llamas ascendiendo y lamiendo las vigas metálicas del ascensor, convirtiéndolo en una gigantesca chimenea abierta que le recordaba a Osgood que había perdido sus últimas oportunidades.
– ¿Drood?-jadeó Melaza al enterarse-. ¿Eso de ahí es Drood?
– ¡Silencio! -chilló Wakefield-. Adelante, Osgood.
Osgood respondió a Wakefield con un gesto de obediente asentimiento.
– Lo voy a soltar, Wakefield. Se lo he prometido y siempre cumplo lo que prometo.
– Lo sé, Osgood.
– Pero tendrá que confiar en que -continuó el editor- a lo largo de todo el camino desde la facultad de Medicina no haya parado un momento para cambiar la novela por papeles sin valor, que no haya rellenado la cartera con otros papeles o con páginas en blanco. ¿Está completamente seguro de que destruiría lo que he estado buscando todo este tiempo, aunque fuera por una mujer? ¿Está usted absolutamente convencido?
– Sí, Osgood. Usted la ama.
– Es cierto -dijo Osgood sin dudarlo. Por un instante, Rebecca dejó de sentir terror-. Pero dígame, señor Wakefield -continuó Osgood-, ¿tendría usted el valor de hacer eso, de destruir lo que más desea por un ser amado?
Wakefield, con la frente perlada de sudor, abrió los ojos desmesuradamente. Avanzó hacia Osgood muy despacio. Ahora apuntaba con la pistola al editor al tiempo que se acercaba a la cartera.
– Ni se le ocurra mover un músculo, Osgood -dijo Wakefield colocándole la pistola en la frente. El editor movió la cabeza en gesto de asentimiento. Su mirada se dirigió a Rebecca y, en el momento en que la miró a los ojos, ella supo lo que tenía que hacer.
Wakefield deslizó la mano en la cartera y sacó el grueso fajo de papeles cubiertos de tinta ferrogálica, acompañado de algunos fragmentos amarillos de la figura de escayola. Con una mano siguió apuntando con la pistola, mientras con la otra se acercaba los papeles a los ojos. Tras unos instantes de tenso suspense, una sombra oscura atravesó su rostro. Utilizando con torpeza dos dedos de la mano en la que sostenía la pistola, pasó la primera página para ver la siguiente, y la siguiente, y acabó saltando a la última.
Su expresión de concentración se contraía con atónito arrobamiento. Mientras todo menos el manuscrito desaparecía de la vista de Wakefield, Rebecca se lanzó a la carrera. Empujó a Wakefield por detrás con todas sus fuerzas. Hombre y manuscrito se mezclaron. Wakefield, impulsado por el instinto, se aferró a las vigas metálicas y levantó la pistola hacia la cabeza de Osgood con la otra mano; pero el fuego de abajo había recalentado el hierro y el vapor brotó de la mano desenguantada de Wakefield. La mano no resistió y Wakefield se precipitó por el hueco del ascensor acompañando con un grito su descenso al infierno. Mientras caía, las páginas revoloteaban a su alrededor. Alimentaron las llamas como leña seca en un fuego de invierno. Wakefield se estrelló en el fondo con un chillido inhumano.
En los últimos instantes, su mirada pareció posarse en una de las páginas de Dickens al tiempo que ésta se reducía a cenizas. Y todo quedó devorado por las llamas.
Osgood, mortalmente pálido, sujetándose las costillas con los brazos, cayó de rodillas completamente vencido por el agotamiento, el terror y el alivio. Contempló bajo sus pies las hojas de papel en diversos estados de destrucción y cenizas. Respirar le suponía una auténtica agonía.
– Señor Osgood -gritó Rebecca. Le arrastró a un lado en el momento en que Melaza se apresuraba hacia el borde del hueco del ascensor. El bucanero buscaba cualquier página perdida.
– ¡El misterio de Edwin Drood! -exclamó el pirata-. ¡Incluso una sola página tendría un valor incalculable! -el sombrero se le cayó de la cabeza y ardió cuando una nueva explosión de la sala de máquinas subió desde el fondo. Osgood se levantó rápidamente y se inclinó sobre el hueco ya al rojo vivo a tiempo para agarrar al bucanero por el cuello de la chaqueta cuyo bajo empezaba a chamuscarse.
– ¡Una página! -repetía el hombre-. ¡Sólo una página!
– ¡Melaza! ¡Se acabó! ¡Ya se acabó!
Osgood tiró de Melaza hacia atrás en el momento en que la sala de máquinas explotaba de nuevo, esta vez, llenaba el retorcido hueco del ascensor con una sólida columna de fuego. Osgood había tomado a Rebecca en sus brazos y juntos contemplaban el precipicio desde la quinta planta.
– ¡Rápido! -les instó un Melaza lleno de nueva sensatez viendo extenderse las llamas y el vapor. Mientras los tres supervivientes corrían hacia las escaleras, Melaza no dejaba de lamentarse periódicamente por la pérdida de las páginas.
– ¿Cómo es posible? ¡Cómo ha podido consentir que destruyera el final de El misterio de Edwin Drood! ¡El último Dickens convertido en una columna de humo!
El pobre bucanero, poco dispuesto a aceptar la derrota, regresó detrás de los bomberos que entraban en tropel en el edificio tirando de las mangueras que sacaban de las bombas cercanas. Mientras, Rebecca ayudaba a Osgood a alejarse del edificio. Se sentó y tosió violentamente.
– Voy a buscar a un médico -dijo Rebecca. Osgood levantó una mano para indicarle que esperara.
– Espero que esto no ofenda a la señora -dijo tan pronto como consiguió recuperar la voz. Se sacudió las cenizas y la porquería de las manos e introdujo una de ellas bajo su camisa desgarrada, dentro de los vendajes que le rodeaban el pecho.
Extrajo un delgado manojo de papeles que llevaba pegados a su piel.
Rebecca contuvo el aliento.
– ¿Eso es…?
– El último capítulo. Lo escondí mientras estaba solo en el ascensor. Por si acaso…
– ¡Señor Osgood! ¡Es extraordinario! Incluso sin el resto, tener el final puede cambiarlo todo. ¿Cuál es el destino de Edwin Drood? -alargó la mano, luego titubeó-. ¿Puedo?
– Usted se lo ha ganado tanto como yo -dijo entregándole las páginas.
Bajó la mirada y pasó las manos por encima de la primera página del capítulo como si sus palabras pudieran tocarse. Sus ojos brillantes centelleaban de curiosidad y asombro.
– ¿Y bien? -preguntó Osgood con complicidad-. ¿Qué le parece, querida mía? ¿Puede leerlo?
– ¡Ni una palabra! -dijo ella riendo-. ¡Oh, es precioso!
Charles Dickens supo siempre que tenía que ser mejor que todos los demás. Todavía no había cumplido los veinte años y ya estaba intentando competir con el sector más experimentado de reporteros londinenses. Su misión consistía en recoger palabra por palabra los discursos de los más destacados miembros del Parlamento y los casos principales del Tribunal Civil.
Había dos cuestiones primordiales a la hora de elegirlos: quién podía escribir con mayor precisión y quién podía escribir más rápido. El sistema Gurney de taquigrafía le había atrapado con su mágico y misterioso encanto. Guardaba bajo su almohada el libro Braquigrafía, o un sencillo y completo método de taquigrafía. Permitía que un ser humano normal, tras un entrenamiento concienzudo y algunas plegarias, condensara el habitualmente largo lenguaje de sus congéneres en simples rayas y puntos sobre el papel. El reportero copiaba el discurso del orador en aquella maraña de marcas y salía corriendo. Si estaba fuera de la ciudad, en Edimburgo o alguna población rural, se inclinaba sobre su papel mientras iba en el carruaje, garabateando furiosamente a la luz de una pequeña lámpara, transformando sobre la hoja en blanco los extraños símbolos en palabras completas y sacando de vez en cuando la cabeza por la ventana para prevenir el mareo por el accidentado trayecto.
El novato reportero Dickens dominaba el Gurney, como lo había hecho su padre en el breve período en que trabajó de taquígrafo, pero eso no era suficiente. El joven Dickens cambió y mejoró el Gurney, creó su propia taquigrafía, mejor y más rápida que la de los demás. Pronto los más importantes discursos en inglés llevaban al pie la firma C. Dickens, Taquígrafo, 5 Bell Yard, Colegiado.
Ésa era la razón por la que pudo escribir tanto, hasta medio libro, en los escasos ratos libres que le permitía su apretada agenda mientras estaba en América. Ésa era la única manera de que su pluma pudiera mantener el ritmo de su cabeza y revelara el destino de Edwin Drood.
El sistema Gurney había sido sustituido años antes por el de Taylor y, más tarde, el de Pitman. Rebecca había estudiado el Pitman en la Academia Comercial Bryant y Stratton para mujeres de Washington Street antes de presentarse al puesto de asistente. Fields y Osgood, después de depositar las páginas de la cartera que contenían el último capítulo de El misterio de Edwin Drood en la caja fuerte a prueba de incendios del 124 de Tremont Street, consultaron a algunos de los mas reputados taquígrafos de Boston (varios de los cuales, los bucaneros más avispados, eran los mismos que intentaron copiar las improvisaciones de Dickens en el Tremont Temple antes de que Tom Branagan y Daniel Sand se lo impidieran). Sólo les mostraban una o dos páginas, con el fin de mantener el secreto, y no les comunicaban la procedencia del documento. No hubo suerte; todo era inútil. El sistema, incluso para los que conocían el Gurney, era demasiado excéntrico para que pudieran descifrar más que algunas palabras sueltas.
Enviaron telegramas confidenciales a Chapman & Hall pidiéndoles consejo sobre el asunto. Mientras tanto, en el mayor sigilo, Fields y Osgood lo preparaban todo con el impresor y el ilustrador para hacer una edición especial de El misterio de Edwin Drood completo con el exclusivo capítulo final.
La primera semana tras la recuperación del manuscrito se realizaron múltiples reuniones y entrevistas con el jefe de policía, agentes de aduanas, el fiscal general y el consulado británico. Montague Midges, que negaba todas las acusaciones, fue inmediatamente despedido de su trabajo e interrogado por la policía respecto a sus conversaciones con Wakefield y Herman. Los agentes de aduanas abordaron el Samaria acompañados de un diligente recaudador de impuestos llamado Simon Pennock, haciendo uso de la información recogida por Osgood y el difunto Jack Rogers, y todos los miembros de la tripulación pasaron a disposición judicial. Se alertó a la Royal Navy y en cuestión de meses la mayor parte de las operaciones de Marcus Wakefield quedó desmantelada.
Una mañana Fields llamó a Osgood a su oficina, donde este último se quedó pasmado al encontrarse cara a cara con el cañón de un largo rifle.
– ¡Hola, machote!
El rifle de dos cañones estaba despreocupadamente colgado del hombro de un hombre fornido y rubicundo que llevaba un ajustado atuendo deportivo con polainas de cuero, bombachos y una cartuchera alrededor de su amplia cintura. Frederic Chapman.
– Señor Chapman, perdóneme por la expresión de asombro -se explicó Osgood-. No hace dos días que le enviamos unos telegramas a Londres.
Chapman soltó su poderosa risotada.
– Verá, Osgood, estaba en Nueva York ocupándome de unos fastidiosos asuntos de la empresa Y cuando estaba saliendo para unirme a una partida de caza en los Adirondacks, el director del hotel me alcanzó en la estación de ferrocarril para entregarme un telegrama de mi oficina de Londres en el que se me ponía al tanto de su información. Por supuesto, tomé el siguiente tren con destino a Boston. Siempre me ha gustado Boston: las calles son tortuosas Y la tradición de Nueva Inglaterra se ha convertido en una ciencia. Esto -alzó delicadamente el puñado de páginas entre el cuidado y el respeto- ¡es sencillamente admirable! ¡Imagine!
– Entonces ¿puede entender algo? -preguntó Fields.
– ¿Yo? Ni una coma; ¡ni una sola palabra, señor Fields! -declaró Chapman sin reducir un ápice su entusiasmo-. Osgood, ¿dónde ha ido? Ahí está. Dígame, ¿cómo lo ha encontrado?
Osgood intercambió una mirada inquisitiva con Fields.
– ¡El señor Osgood es el hombre más diligente de nuestra casa! -exclamó Fields con orgullo.
– En fin, yo diría que esto lo demuestra -dijo Chapman descansando las manos en su cinturón cartuchera-. Mis empleados son seres inútiles e ineficaces. Ahora tenemos que idear un plan para leer esto de inmediato.
Fields le contó que los taquígrafos que habían consultado no lograban descifrarlo y ellos no querían dejarles que vieran un fragmento muy grande del documento.
– No, no podemos permitir que nadie más se entere de esto. ¡Empleado! -Chapman sacó la cabeza por la puerta y esperó a que apareciera alguien. Aunque quien se presentó pertenecía al departamento de finanzas, Chapman chasqueó los dedos y dijo-: Traiga champán, ¿quiere? -luego cerró la puerta en la cara del desconcertado empleado e insistió en volver a estrechar las manos de ambos hombres con su férreo apretón de cazador-. Caballeros, ¡ya lo veo! ¡Vamos a hacer historia! Mucho después de que todos nosotros, y perdonen lo morboso del comentario, estemos ya descatalogados definitivamente, nuestros nombres se recordarán por esto. ¡El final del último Dickens al alcance de todo el mundo! Eso es un triunfo.
»Se da la circunstancia de que conozco a varios reporteros de tribunales que trabajaron junto a Dickens como taquígrafos hace treinta años; en algunos casos, competían con el joven rival, intentando recrear su versión perfeccionada de la técnica taquigráfica. Algunos, a pesar de que su cabeza se ha teñido de blanco con la subrepticia llegada de la edad, viven retirados en Londres y los conozco personalmente. Estoy seguro de que, por un precio razonable, una «traducción» legible de este texto estará garantizada.
– Por mi honor, contribuiremos liberalmente a ese gasto -dijo Fields.
– Bien. Voy a sacar mi billete de vuelta en seguida para ocuparme de esto sin demora -dijo Chapman-. Díganme, han hecho una copia del capítulo, ¿verdad? Fields negó con la cabeza.
– Lo cierto es que esta taquigrafía es de diseño tan complicado que me temo que las copias serían inútiles. Los guiones, las líneas y los símbolos curvos que no fueran reproducidos con exactitud podrían hacer que la palabra o el párrafo se convirtiera en algo indescifrable. Sería como si un analfabeto pretendiera copiar una página de un pergamino chino. Tal vez con dos o tres de los mejores copistas ayudándose mutuamente. Los mejores copistas de Boston son también los más codiciosos, y confiar en ellos sería correr un riesgo.
– ¿Ni siquiera se ha hecho una copia usted mismo? -preguntó sorprendido Chapman.
– El señor Fields no puede, por su mano -dijo Osgood-. No sabíamos que iba a venir, señor Chapman. Yo podía haberlo intentado, pero me temo que el solo intento habría requerido semanas.
– Y no podemos ni plantearnos calcarlos -señaló Chapman-, porque estos papeles no están precisamente bien conservados, donde fuera que los encontrara, y los productos químicos del papel de calco podrían reaccionar con la tinta. Da igual, el original estará a buen recaudo -en este punto hizo una pausa y acarició el cañón del rifle-, incluso de sus llamados bucaneros. ¡Que se acerquen a mí!
Chapman guardó el capítulo en su cartera. Tan pronto como la transcripción estuviera terminada, Chapman enviaría a un mensajero privado en el que confiara plenamente para que llevara las páginas transcritas hasta Boston para que la edición de Fields, Osgood & Co. pudiera aparecer mucho antes que cualquier edición pirata.
– Dígame, sólo por diversión y antes de que sepamos la verdad, ¿usted qué cree, Osgood? -preguntó Chapman mientras se disponía a salir del despacho, a la vez que su asistente le daba el abrigo y el sombrero de fieltro marrón con una desenfadada cinta amarilla-. Díganos, ¿usted cree que Drood vive o muere al final?
– No sé si vive o muere -respondió Osgood-. Pero sé que no está muerto.
Chapman, echándose el rifle sobre el hombro, asintió con la cabeza pero dibujó con la boca un gesto de confusión ante la enigmática respuesta.
Unos minutos más tarde, después de que su visita se hubiera ido, Osgood experimentó una extraña sensación, un impulso, que le hizo levantarse de su mesa. De pie, se miró las palmas de las manos y las cicatrices que le habían dejado sus aventuras.
No habría podido explicar por qué, pero poco después corría por el pasillo; bajó las escaleras rápidamente, esquivando a los que iban más despacio; cruzó el vestíbulo de entrada como una exhalación, rebasó las vitrinas de cristal con libros de Ticknor & Fields y de Fields & Osgood, y salió por la puerta principal; pasó por delante de los compradores que esperaban ante el puesto de cacahuetes y el organillero italiano, rebuscando, escudriñando entre la gente, entre los turistas que, con brillantes gorritos y sombreros de verano, paseaban a la sombra de los olmos del Great Mall, junto al parque, contemplando las ardillas que buscaban migas perdidas y mendigaban con cara de pena algún regalo, en busca de Fred Chapman bajo la luz manchada de la escena estival. Osgood llegó hasta las tiendas levantadas por el circo ambulante, que albergaba exhibiciones de animales recalentados y toda una plétora de humanidad.
Es imposible saber qué pensaba decirle James Osgood si le hubiera dado alcance. Pero no tiene importancia, porque el fornido visitante de Londres y las páginas que guardaba en su cartera ya habían desaparecido.