James R. Osgood y su asistente Rebecca Sand no encontraron un comité de bienvenida ni pañuelos agitándose por su llegada cuando el vapor atracó en el puerto de Liverpool. Osgood esperaba que John Forster, el albacea de Dickens, o Frederic Chapman, el editor inglés, les mandaran un coche a buscarles al muelle después de que Fields les comunicara las noticias de su visita. Pero fue el señor Wakefield, su compañero de viaje a bordo del barco, quien, al ver que se encontraban desamparados y solos, les organizó galantemente un transporte que les acercara a la estación de Higham, en la campiña de Kent. Aconsejó a Osgood que acordara una tarifa con el cochero antes de subirse al vehículo o se exponían al abuso. Antes de abordar el carruaje, Wakefield les recomendó también que buscaran alojamiento en un hostal llamado Falstaff Inn, «un pequeño y encantador establecimiento… ¡y el único que hay!».
En la antigua ciudad provinciana de Rochester, en sus pintorescas y estrechas callejuelas, Dickens parecía estar por todas partes. Al pasar delante del cementerio que rodeaba la iglesia, en la primera lápida que vieron se leía DORRIT; Osgood conjeturó que allí Dickens debió de pensar por primera vez en la historia de avaricia y encarcelamiento de La pequeña Dorrit. Un cartel sobre la puerta de un almacén en High Street decía BARNABY y en otro lugar, tal vez para completarlo, se leía RUDGE.
Osgood pensó en la popularidad de Dickens. La gente había ido a la iglesia a rezar por la pequeña Nell, había llorado por Paul Dombey como lo haría por su propio hijo, había gritado de júbilo (y cómo habían gritado en el Tremont Temple) cuando el pequeño Tim salvó la vida. Sus libros se convertían en realidad para cualquiera que los leyera, fuera un humilde trabajador del puerto o un patricio de Mayfair. Por eso, incluso aquellos que nunca en su vida habían leído una novela, leían las suyas.
Su carruaje remontó lentamente una empinada colina verde hasta la cima, donde se asentaba un atrayente edificio blanco bañado por un rústico encanto estival. El descolorido rótulo de la casa estaba decorado con el obeso personaje de Shakespeare, el alegre Falstaff, con el príncipe Hal y una escena con Falstaff metido dentro de una cesta de ropa sucia mientras las Alegres Comadres reían. El hostal estaba situado sobre una pradera ondulante justo enfrente de las vallas de madera de la finca de Dickens, conocida por el nombre de Gadshill Place.
El patrón del hostal les recibió en los escalones y su aspecto les dejó inmovilizados por un instante. De constitución sólida, pero no gordo, iba vestido con un atuendo isabelino colorista y amplio, y bien acolchado por añadidura. Su abullonada gorra de terciopelo llevaba las plumas marchitas de un pájaro entero. Les dijo que le llamaran Falstaff o «Sir John» y sostenía una copa de cerveza para brindar a la menor ocasión que se presentara.
– Podrían ustedes arruinarnos con su apetito y seguirían siendo bienvenidos -dijo-. ¡Ése es el lema del Falstaff Inn!
– Me pregunto si todos los hosteleros ingleses van vestidos así -susurró Rebecca mientras el dueño y un muchacho cargaban sus baúles.
– ¡Vengan, Sir Falstaff les acompañará a sus habitaciones! -exclamó el alegre hostelero.
A la mañana siguiente John Forster, tras ser advertido de su llegada, se reunió con ellos en la sala de café mientras se recuperaban de la travesía atlántica con huevos, jamón cocido y café. A pesar de que llevaba un costoso traje a medida de estilo londinense, Forster se parecía más a Falstaff que el hostelero, con un cuerpo esférico, los andares lentos y cara de niño mimado. Pero, al contrario que en el caso del hostelero, este Falstaff no transmitía ninguna alegría.
– Y ésta debe de ser la señora Osgood -tanteó Forster extendiendo su mano.
Osgood se apresuró a corregirle, explicando su posición de asistente.
– Ah, ya -respondió Forster secamente, retirándole la mano con premura y sentándose a la mesa-. O sea, que lleva luto por su marido -comentó intuitivamente del atuendo negro.
– Lo cierto es que es por mi hermano, señor. Por mi hermano Daniel.
Forster frunció el ceño consternado, no por la posible turbación de la joven dama, sino por haberse equivocado dos veces seguidas.
– ¡Supongo que hay que agradecer a América que se pueda llevar como compañeras de viaje a ruborosas jovencitas en calidad de asistentes! Es una buena cosa.
En ese momento uno de los camareros se acercó a Forster y le habló al oído:
– Eso está en contra de las normas de la sala de café, señor.
Forster se sacó de la boca el puro que estaba medio fumando y medio mordisqueando y lo miró como si no lo hubiera visto en toda su vida. Luego se puso de pie y vociferó:
– ¡Márchese de aquí, bribón! ¡Cómo se atreve, señor, a entrometerse en mis asuntos! ¡Desaparezca y traiga a este caballero y esta dama unos bizcochos para el desayuno!
El camarero salió disparado y él volvió a tomar asiento.
– Yo no tomaré bizcochos, señor Osgood, porque ya he desayunado, muchas gracias -dijo Forster sin que nadie se los hubiera ofrecido-. Me levanto todas las mañanas a las cinco, antes incluso que mi criado, porque tomar la primera comida temprano ayuda a las labores de la digestión y mantiene las enfermedades a raya. Y ahora, pasemos al pequeño asunto que le interesa, ¿no le parece?
Después de que Osgood le explicara su deseo de examinar las pertenencias personales de Dickens, Forster comunicó cortésmente que volvería a Gadshill y comentaría el asunto con sus residentes. Al poco rato cruzó la carretera y entró en la finca de Dickens. Al cabo de una hora Osgood y Rebecca recibieron una nota en papel con orla negra de luto en la que se les decía que serían bien recibidos cuando les pareciera conveniente.
– Tal vez yo debería quedarme aquí, en el hostal -sugirió Rebecca mientras terminaba de escribir la nota de respuesta en la que aceptaba la oferta-. El señor Forster parece, bueno, poco cordial conmigo.
Osgood no quería hacer que se sintiera cohibida, aunque tenía razón.
– Es poco cordial en general. Recuerde que era uno de los mejores amigos de Dickens. Su ánimo no puede estar muy entero después de semejante pérdida -dijo-. Vamos, señorita Sand. Con un poco de suerte podremos confirmar la información que tenemos y disponer de algo de tiempo libre para hacer algo muy inglés por Londres antes de partir.
Por fuera la casa de ladrillo rojo de Dickens era austera, pero sin dejar de ser acogedora. Unos escalones de piedra llevaban a un pórtico espacioso donde se habría reunido el numeroso clan en otros tiempos. Robles imponentes marcaban los límites de la propiedad, en la que los niños jugaban y corrían, separándola de los bosques que había más allá de jardines y campos de críquet ahora vacíos en los que el dueño de la casa había permitido celebrar partidos a sus conciudadanos.
Pasear por esos campos producía la sensación de estar recorriendo las leyendas de la vida del novelista. Charles Dickens había escrito sobre la primera vez que vio la casa cuando era un chiquillo, pero lo bastante mayor para darse cuenta de lo pobre que era su propia familia. Antes de que sus problemas de deudas le encerraran en la cárcel, John Dickens llevaba a su extraño hijo a que viera Gadshill desde la calle. Si eres perseverante y trabajas mucho, y no descuidas tus estudios, puede que algún día llegues a vivir en ella, le decía al chico, a pesar de que el padre mismo nunca perseveró ni trabajó mucho.
Dos grandes perros terranova, un mastín y un San Bernardo salieron corriendo de detrás de la casa. Un soplo de decepción pareció recorrer los cuerpos de todos los animales al ver a Osgood y Rebecca. Uno de los canes en particular, el más grande de todos, inclinó su hermosa cabeza lentamente con un aire desolado que rompía el corazón. El jardinero jefe los llamó y los perros regresaron en tropel al patio de establos y entraron cansinamente de puntillas en el fresco túnel que conducía al otro lado de la carretera.
Mucha menos vitalidad les aguardaba en el interior de Gadshill. La casa, de hecho, estaba siendo despojada de todo ante sus ojos. Una cuadrilla de trabajadores retiraba cuadros y esculturas de las paredes y mesas; otros intrusos de rostro sombrío con chalecos de seda y trajes de lino examinaban el mobiliario y toqueteaban cada uno de los objetos y accesorios. La atmósfera quedaba completada por una melancólica interpretación de Chopin al piano que flotaba en el aire.
Un trabajador cargaba un retrato oval de una niña mientras Forster acompañaba a Osgood y Rebecca a través del vestíbulo de entrada hasta el umbral del salón.
– No pueden ustedes visitar Gadshill -anunció inesperadamente acompañándose de un ceño fruncido que era todavía menos cordial que su comportamiento durante el desayuno.
– ¿Qué quiere decir, señor Forster? -preguntó Osgood.
– ¿Es que no lo ve con sus propios ojos? Gadshill ya no existe… tal como era. Una maldita subasta de sus pertenencias tendrá lugar la semana que viene y están desmantelando todo lo que está a la vista -explicó Forster agitando los brazos furiosamente. Luego se volvió y lanzó una mirada furibunda al mejor vestido de los invasores-. Esos otros hombres que disponen los restos del lugar con artificial afabilidad son los representantes de otra empresa de subastas diferente que venderá la casa en la que usted se encuentra al mejor postor. ¡In-to-le-ra-ble sin paliativos! -cada palabra del albacea parecía como si hubiera sido memorizada de antemano y ahora las recitara ante una comisión investigadora encargada de expulsar a un viejo enemigo de la administración pública.
– ¿Tienen que vender absolutamente todo lo que hay en la casa, señor Forster? -preguntó Rebecca con genuina tristeza.
– ¡No me lo diga a mí, señorita! Absolutamente todo, hasta el último clavo de la puerta -gritó Forster acusador, como si Rebecca acabara de decretar el destino de la casa-. La familia Dickens es muy extensa -su voz se apagó hasta ser un susurro sonoro-, y sus múltiples hijos, que no se parecen a él en otro aspecto que en el nombre, llevan vidas dispendiosas y desaprovechadas. De sus dos hijas, una está casada con un pintor inválido hermano de Wilkie Collins, y no sé qué es peor, si que sea pintor, que sea inválido o que sea pariente de Wilkie Collins. La otra chica, a pesar de ser bastante guapa, nunca se ha casado. No, sin los ingresos de futuros libros Gadshill no puede seguir como antes -miró por la ventana a los prados que les rodeaban y esperó a que Osgood y Rebecca hicieran lo mismo antes de seguir hablando-. Esta tierra será recordada por tres cosas. La primera, por los robos a los caminantes perpetrados por Falstaff con el príncipe Harry y los vagabundos de la región. La segunda, por los peregrinos de Chaucer que pasaban por aquí camino de Canterbury. Y la tercera, por el novelista más popular que haya existido. De la primera, el bufón de su hostelero ya ha hecho mofa por dinero. Yo siempre le llamaré William, el verdadero nombre de ese sujeto, aunque sólo sea para fastidiarle. Esperemos que no llegue el día en que algún hostelero sin escrúpulos se vista como uno de los personajes de Dickens o haré que me arranque los ojos de inmediato el viejo cuervo que el señor Dickens solía tener como mascota.
Osgood consideró que era el momento oportuno para interponer una pregunta, pero Forster le puso una mano imperial en el hombro y le obligó a desplazarse.
– Fíjese en la acuarela que en este momento saca del comedor ese obrero. Eso, señor Osgood y señorita Sand (se llama así, ¿verdad, querida?), es una pintura del vapor Britannia en el que el señor Dickens realizó su primer viaje a América, el 4 de enero de 1842. Ese episodio se relatará en el capítulo decimonoveno de mi libro La vida de Dickens. ¡Levanten mas eso, hombres, tengan cuidado de que la esquina del marco no estropee la pared!
Osgood percibió cierta dureza, cierta recriminación en la palabra América.
– Espero que esté de acuerdo en que la segunda gira por América del señor Dickens -señaló Osgood- fue un auténtico éxito.
Forster rió sombríamente y se retorció las manos como si estuviera escurriendo ropa mojada.
– ¡Monstruosa idea! ¡Su gira dejó a Dickens enfermo, cojo de un pie y privado de toda la vitalidad con la que partió de nuestras costas! Me opuse rotundamente a su partida, como le dije a ese gorila ávido de oro que es Dolby. Si los lectores americanos no hubieran adquirido los libros del señor Dickens sin pagar los derechos de autor durante tantos años, si nos hubieran hecho participes de sus leyes de propiedad intelectual, no habría necesitado ese ingreso extra. ¡Pensar que todos los que daban brincos a su alrededor le llamaban «Jefe», como si fuera un indio salvaje…!
– Recuerdo que a Charles le gustaba que le llamaran jefe -interrumpió una voz femenina-. Con todos los motivos que tenemos para ponernos tristes, podemos al menos alegrarnos de que tuviera vigor suficiente para viajar.
La voz de las alturas correspondía a una mujer elegante y esbelta, recién rebasados los cuarenta años, que bajaba las escaleras.
– Les presento a la señorita Georgina Hogarth -farfulló indiferente Forster a sus visitantes-. Mi colega albacea de la casa y todas sus posesiones.
– Por favor, llámenme Georgy. Todos me llaman así en Gadshill -dijo en un tono relajante que se impuso a la estridencia de Forster.
Osgood supo por su nombre que era la cuñada de Dickens. Aun después de que Catherine, la mujer de Dickens, se fuera de Gadshill, la tía Georgy siguió siendo la confidente y ama de llaves del escritor, y una madre para sus dos sobrinas y sus seis sobrinos. La separación entre Dickens y Catherine nunca fue un divorcio oficial; el cronista de la armonía doméstica no podía permitirse una mancha permanente como ésa en su imagen pública. Las novelas de Dickens ensalzaban la familia y los ideales de lealtad y perdón. Su público esperaba que él fuera un ejemplo de ese comportamiento.
Dickens y Georgy se hicieron tan inseparables que otros miembros de la familia Hogarth, furiosos por que hubiera tomado partido por Charles, supuestamente difundieron perversas calumnias sobre que él la había seducido. El hecho de que la encantadora Georgy nunca se casara no contribuyó a aplacar las murmuraciones.
Osgood recordaba que la revista Harper's había disfrutado de una venta extraordinaria al importar los rumores sobre Dickens y Georgy a América. Para hacer que el asunto sea aún más escandaloso, una joven dama, la hermana de la señora Dickens, ha asumido las «labores del hogar» de Dickens, había comentado la revista, cuando Catherine se había marchado hacía ya más de diez años. Todo este asunto repugna enormemente a nuestras ideas sobre la permanencia del matrimonio.
– Gracias a los dos. Me doy perfecta cuenta de que están ya bastante ocupados sin nuestra visita -dijo Osgood.
– A decir verdad, señor Osgood, desearíamos tener más invitados que no fueran horrendos subastadores o agentes inmobiliarios subiendo y bajando por toda la casa -la tía Georgy lucía una sonrisa radiante que evocaba en la mente la imagen del bullicioso hogar que debió de ser-. ¿Pasamos?
En el salón se encontraba sentada una joven y atractiva mujer con aspecto de matrona, aproximadamente de la edad de Osgood, acariciando las teclas del piano de palo de rosa. Llevaba un vestido de luto a la moda bajo el peso de unas aparatosas joyas de luto y tocaba con un aire abstraído. Osgood, momentáneamente distraído por la música y su ejecutante, explicó a sus anfitriones la misión que les llevaba allí.
– Nuestra empresa tiene intención de publicar El misterio de Edwin Drood en América. Pero en nuestro país estamos rodeados de piratas literarios que utilizan la impunidad que les ofrece el fallecimiento del señor Dickens para saquear el texto en su beneficio.
– ¡Típico de América! -salmodió Forster-. La avaricia abunda en la tierra del yankee-doodle.
– Tampoco escasea aquí, señor Forster -regañó Georgy al amigo de Dickens.
– Debido a la peculiaridad de nuestras leyes -continuó Osgood-, nos encontraremos en una situación comprometida si los piratas ponen en circulación sus copias baratas. Habíamos depositado todas las esperanzas de éxito para nuestra empresa, y naturalmente para los derechos del señor Dickens, basándonos en nuestros ideales morales, no en las leyes. Ahora todo eso pasaría a usted y a su familia -dijo dirigiéndose a Georgy-. Pero eso nunca llegará a suceder si los deseos de Dickens de que seamos sus editores exclusivos se desvanecen con su muerte.
En este punto de la entrevista, una difusa mancha blanquecina, que al fijarse mejor resultó ser una perra Pomerania, cruzó la habitación y aterrizó a los pies de Osgood. Le dedicó un ladrido agudo al editor, pero cuando éste le acercó una mano, el perro sacudió el hocico y le ladró en tono recriminatorio. La mujer que tocaba el piano dejó de hacerlo con una nota discordante y, levantándose las amplias faldas, se acercó a su lado apresurada. La virtuosa se retiró el velo negro mostrando la cara para presentarse como Mamie Dickens, la primera hija del novelista, la que Forster había calificado de hermosa y soltera.
– Pido disculpas por su comportamiento, señor Osgood -dijo Mamie tímidamente-. Ésta es la señora Bouncer, es una criatura encantadora, pero cuando se enfada se pone como el perro de Mefistófeles. Como toda joven inglesa realmente bien educada, nunca tolera que un hombre le acerque una mano. En cambio, le gusta que los hombres la acaricien con el pie.
La señora Bouncer daba vueltas y vueltas alrededor de Osgood acompañándose de un ladrido asmático. Osgood intercambió una mirada fugaz con Rebecca, quien parecía estar a punto de romper a reír pero se reprimía. Osgood se desató un zapato y, cuando la señora Bouncer saltó de inmediato sobre él, le rascó la barriga con el pie.
– ¡Oh, qué encanto! -exclamó Mamie mordiéndose el labio inferior emocionada-. Eso era lo que más echaba de menos. Oh, ¿también tienen que llevarse eso? -dijo volviéndose desazonada. Un trabajador estaba envolviendo una fuente de pie de color rosa que había retirado de la repisa de la chimenea-. Cuando era pequeña me fascinaba. ¿Puedo detener a ese horrible operario, tía? -susurró.
– Lo siento mucho, Mamie. Ya sabes que sólo podemos quedarnos con lo estrictamente necesario.
Osgood le dirigió a Mamie una mirada de conmiseración. Rebecca observó cómo miraba Osgood a la patética señorita Dickens. Durante unos instantes los tres quedaron tan abstraídos e imprecisos como las figuras de un esbozo.
– Teníamos la esperanza -dijo Osgood regresando a su asunto- de que tal vez aquí se hubieran encontrado más páginas de El misterio de Edwin Drood aparte de las seis entregas que el señor Forster nos ha enviado a Boston.
Georgy sacudió la cabeza tristemente.
– Me temo que no las hay. La tinta de las últimas hojas de papel de la sexta entrega todavía se estaba secando en su escritorio cuando sufrió el colapso. Lo vi con mis propios ojos.
– ¿Quizá haya memorandos o fragmentos? O correspondencia personal sobre cómo pensaba continuar la novela que pudiera satisfacer la curiosidad natural de los lectores.
– Podía haber sido así -respondió Georgy-. Pero el señor Dickens quemaba toda su correspondencia privada periódicamente y les pedía a sus amigos que hicieran lo mismo. Le daba espanto la utilización inadecuada que con frecuencia se da a las cartas de las personas célebres. Todavía recuerdo una vez, hace años, que hizo una hoguera y los niños asaron cebollas en las cenizas de cartas de grandes nombres como Tennyson, Thackeray o Carlyle.
– Dígame, señor Osgood -interrumpió Forster con una extraña expresión de desprecio-, ¿de qué le servirían las notas sobre el libro, suponiendo que existieran, sin Charles Dickens que escribiera los capítulos en sí?
– ¡Me servirían de mucho, señor Forster! -respondió Osgood atajando expertamente el tono negativo de Forster-. Si pudiéramos publicar una edición especial que revelara en exclusiva a los lectores americanos cómo iba a acabar de verdad el misterio podríamos tomar la delantera en esta competición fraudulenta. Pero no podemos permanecer en Inglaterra en busca de respuestas más que un tiempo limitado, o todo habrá sido inútil. Los piratas pondrán sus zarpas en el resto de los capítulos que se conocen, imprimirán el libro y lo venderán por todas partes.
– ¿Qué quiere decir, Osgood? -Forster se inclinó hacia adelante con una mueca de desconfianza. Agarró los brazos del sillón con sus manos desmesuradas como si, a falta de esa contención, se fueran a lanzar al cuello de Osgood-. ¡Increíble! ¿Qué quiere decir con «cómo iba a acabar de verdad»?
Osgood y Rebecca intercambiaron miradas sorprendidas ante la reacción del albacea.
– Me refiero, señor mío, a cómo se iba a resolver finalmente el misterio de la novela.
– Vaya, ¡a mí no hace falta que me lo diga! ¡Eso ha quedado bastante claro, creo yo! John Jasper, el desvergonzado villano del libro que lleva una vida secreta de depravación, ha matado cruelmente a su sobrino Edwin Drood. ¿Es que no resulta eso de lo más evidente para cualquier persona que tenga dos ojos?
– Ciertamente, así lo parece al final de la sexta entrega, sí -admitió Osgood-. Sin embargo, nuestro socio principal, el señor Fields, ha señalado que tal vez el señor Dickens guardara en la manga alguna otra sorpresa para sus lectores en las seis partes siguientes. El señor Dickens decía en una carta dirigida a nuestras oficinas que el libro iba a ser «peculiar y novedoso».
Forster negó con la cabeza.
– Jasper iba a confesar su crimen, eso era lo «peculiar y novedoso». Hombre, el propio Dickens me lo dijo.
– ¿Se lo dijo el señor Dickens? -preguntó Osgood.
Forster cruzó los brazos sobre el pecho y frunció los gruesos labios en un gesto de desagrado.
– Es posible que no haya dejado mi relación con el señor Dickens lo bastante clara para usted, señor Osgood. Las crónicas de nuestra amistad tal vez no fueran tan comentadas al otro lado del océano como lo son aquí. No peco de presuntuoso si digo que el señor Dickens y yo éramos íntimos amigos y, aunque me temo que no era igualmente receptivo a los consejos que afectaban a asuntos de la conducta personal, me confiaba prácticamente todos los detalles de sus libros.
– Bueno, a mí no me dijo nada de cómo pensaba terminar el libro, a pesar de habérselo preguntado unos días antes de su muerte -intervino Georgy mirando a Forster con suspicacia.
– ¿Usted también se lo preguntó, tía Georgy? -quiso saber Rebecca.
– Sí, querida. Después de escuchar la lectura en voz alta que nos hizo de las seis entregas, le dije: «Charles, ¡espero que no hayas matado realmente al pobre Edwin Drood!». Él me respondió: «Georgy, he titulado mi libro el misterio, no la historia de Edwin Drood», pero no quiso decirme más.
– ¡Monstruoso! -exclamó Forster, su ancha frente ahora arrugada y retorcida-. ¡Me tiro de los pelos! ¡Es ridículo! ¡Podría significar cualquier cosa, señorita Hogarth! ¿No es cierto?
Georgy ignoró sus objeciones.
– Señor Osgood, señorita Sand. Si desean ver con sus propios ojos los papeles de su escritorio, gozan de absoluta libertad para hacerlo. En los meses de verano le gustaba escribir en el chalet suizo. Allí era donde estaba trabajando el último día antes de entrar en la casa y desplomarse. Hay un segundo escritorio en su biblioteca. No he tenido fuerza para hacer nada más que mantener sus escritorios y cajones en orden.
– Gracias, tía Georgy -dijo Osgood.
– Si encuentran algo que pueda servir de ayuda, nos alegraremos con ustedes -dijo Georgy.
Forster volvió a cruzar sus rollizos brazos al escuchar esas palabras.
Osgood y Rebecca, conducidos por un jardinero, cruzaron al otro lado de la carretera por el túnel de ladrillo en el que descansaban los cuatro perros. Un chalet apartado hecho de madera al estilo suizo se alzaba oculto entre los arbustos y los árboles. En aquel pequeño santuario de madera subieron una escalera de caracol hasta el piso superior.
La apartada calma del chalet de Dickens permanecía al margen de los preparativos para la subasta. En las paredes de aquel estudio de verano había cinco espejos altos que reflejaban los árboles y los campos de maíz hasta el lejano río y sus velas distantes. Las sombras de las nubes parecían flotar por la habitación.
– Ya veo por qué al señor Dickens le gustaba este sitio para escribir, lejos de todo lo demás -comentó Rebecca al entrar.
Junto a una ventana abierta había un caro telescopio. Osgood arrimó un ojo a su lente. En medio de los prados, junto a los campos de lúpulo, se veía a un hombre alto con el pelo revuelto que parecía estar mirando hacia aquella ventana. Osgood desplazó el telescopio hacia la colina y localizó el Falstaff Inn y pudo ver a su propietario en los establos. Mientras peinaba las crines de uno de los caballos, el hospedero se frotaba los ojos como poseído de una melancolía soñadora. Al parecer, la desolación por la muerte de Dickens había alcanzado todos los rincones de Gadshill.
La fecha en el escritorio seguía siendo la del 8 de junio, el último día que Dickens se había sentado a escribir. Amontonados en el escritorio también se veían varias plumas y tinteros, una pizarra de memorandos, unas cuantas baratijas, entre las que se incluían dos ranas de bronce, y un manojo de papeles de color azul cubiertos de caligrafía en tinta del mismo color.
– Aquí están -dijo Osgood sobrecogido al ver este último elemento y sentándose en la silla polvorienta-. Las primeras seis entregas de El misterio de Edwin Drood de su propia mano con correcciones del impresor en los márgenes.
Recorrió delicadamente con los dedos los bordes de las páginas. La caligrafía de Dickens, no siempre clara, era fuerte y dinámica. No parecía escrita para ser leída por nadie más que el escritor, y que se fastidiaran impresores y cajistas. Por lo general, cuando Osgood visitaba el lugar de trabajo de uno de sus autores no solía ser un gran descubrimiento, era como visitar las sucias naves de una fábrica. De hecho, había llegado a ser algo demasiado común que al conocer a un autor que hasta entonces había tenido en gran estima, el resultado era la decepción ante la mediocridad de la persona que había detrás de las palabras. Pero con Dickens siempre había una sensación de magia, como si Osgood no fuera un editor experimentado de Boston y volviera a ser el colegial de Maine o aquel aprendiz en su primer día de trabajo en Old Corner con su delantal de hule manchado de tinta. Hasta el día de hoy, incluso con Dickens ya desaparecido, seguía pareciéndole excitante ser el editor de Dickens.
– ¿Está usted lista? -preguntó Osgood aspirando el olor de todo aquello-. Empecemos, señorita Sand.
A lo largo de los días siguientes, la dedicación de los investigadores se vio rota por breves treguas e interrupciones ocasionales del mundo exterior. La más importante de ellas ocurrió cuando retomaban el trabajo la mañana siguiente. Para entonces ya habían encontrado unas cuantas joyas entre el inmenso despliegue de material. Osgood descubrió una página de las primeras notas de Dickens en la que había escrito una lista de títulos antes de decidirse por El misterio de Edwin Drood: Desaparición y búsqueda, Un objeto en la vida, ¿Muerto o vivo? Se los estaba dictando a Rebecca cuando se detuvo en medio de una frase.
– ¿Señor Osgood?
– Disculpe, señorita Sand. Se me han ido los ojos hacia eso. Una cosa bastante grotesca, ¿no le parece?
Sobre la chimenea descansaba una figurita de escayola de color amarillo claro. Representaba a un hombre oriental con un fez inclinado que fumaba una pipa sentado en un sofá con las piernas cruzadas. Osgood la levantó y la separó a la distancia del brazo para examinarla. Pesaba más de lo que parecía.
En ese momento un hombre subió corriendo las escaleras del chalet y entró en el estudio. El intruso llevaba un traje raído y el pelo desordenado y sin sombrero, rematando un rostro tostado por el sol. Era el mismo hombre que el editor había visto por el telescopio caminando por los campos de lúpulo el día anterior. Tenía la boca abierta como en un gesto de terror inesperado y agarró el brazo de Osgood.
– ¿Necesita ayuda, señor? -le preguntó Osgood.
El hombre estudió al editor con mirada escrutadora. Alargó la otra mano hacia Osgood y la dejó extendida. Cautelosamente, Osgood ofreció la suya para que la estrechara. El desconocido la agarró con ambas manos y la estrechó con fuerza. Rebecca ahogó un grito.
– ¡Sí, ya lo veo! Es usted. Es usted. ¡Está preparado! -dijo atropelladamente el hombre, mientras un criado de Gadshill entraba como una tromba.
– Vámonos -el bigotudo criado se llevó al invasor tirándole de la oreja como si fuera un niño travieso-. Vamos, compañero. Acaba ya con ese comportamiento salvaje. Hay mucho trabajo que hacer. Lo siento mucho, señor, señorita. Yo me ocuparé de que no les moleste más.
Aquella misma tarde Osgood tomó el tren a Londres mientras Rebecca continuaba con su investigación. Utilizando el mapa de su guía, localizó las oficinas de Chapman & Hall, los editores ingleses de Dickens. El día de su llegada, Osgood les había mandado un mensajero con su tarjeta y una nota en la que pedía una entrevista, pero todavía estaba aguardando una respuesta. Osgood no podía permitirse el lujo de esperar si quería que su estancia en Inglaterra diera resultados a tiempo.
Pero tuvo que esperar más todavía en las animadas oficinas de la editorial en Piccadilly. Era el día de las revistas, cuando todos los editores, impresores, encuadernadores y libreros de Londres se apuraban para hacer llegar sus últimos folletines y publicaciones periódicas a los lectores. En el caso de Chapman & Hall, esto significaba la nueva entrega de El misterio de Edwin Drood. Los chicos de reparto llenaban sus sacas con los cuadernillos de portada verde de la entrega para repartirla por kioscos y puestos de libros de toda la ciudad y hasta de los pueblos más lejanos, gritándose instrucciones unos a otros. El primer día del mes siguiente, el próximo día de las revistas, se distribuiría y vendería al ávido público el último capítulo en manos de los editores… Y los piratas de América tendrían todo lo que necesitaban.
Mientras contemplaba aquel desbarajuste de oficinistas y mensajeros, Osgood reparó en que la sola mención del nombre del señor Chapman provocaba un alud de reverencias y miradas huidizas entre los trabajadores de la casa. Llevaba esperando una hora sentado en la antesala cuando hizo su aparición Chapman, de anchos hombros e indumentaria de sport.
– Lo siento terriblemente, muchacho -dijo después de que Osgood se hubiera presentado-. Tengo que irme corriendo al campo para ir de caza con una gente importantísima… Unos aburridos de espanto, la verdad, pero importantísimos. ¿Puede pasar a vernos en otro momento?
Osgood echó una nueva y prolongada mirada a la oficina de Chapman y su plantilla antes de emprender su regreso a Rochester con una creciente sensación de inutilidad. Después de alquilar una calesa en la estación de Higham, Osgood se encontró con que la fiel Rebecca continuaba inmersa en el trabajo en el chalet de Gadshill.
Al cabo de otras dos horas, los hombres de la casa de subastas Christie's llegaron para acabar por fin con la tranquilidad del chalet. Los trabajadores se apoderaron de la figurita oriental y de otros objetos vendibles del interior del sanctasanctórum de Dickens. Iban acompañados por una eficiente tía Georgy, que les daba instrucciones.
Georgy sacudía la cabeza con un gesto de digna frustración mientras los hombres hacían su labor.
– Supongo que es inútil intentar fingir que las cosas no han cambiado para siempre. ¡Qué vacío me parece ahora el mundo!
– ¿Adónde irá cuando se venda Gadshill, tía Georgy? -preguntó Rebecca.
– Mamie y yo vamos a buscar una casita en Londres, a pesar de que se me ponen los pelos de punta al pensar en los largos y duros inviernos de la ciudad.
– Creo que usted y el señor Dickens serán siempre parte de esta tierra, pase lo que pase -dijo Osgood-. Dondequiera que vayan.
Georgy miró a Osgood fijamente.
– Debo confesar que mi papel como albacea es algo nuevo para mí. No en el sentido de intervenir en las trayectorias de los niños, que ha sido la dedicación de mi vida, sino en lo que se refiere a leer documentos y contratos.
– Puedo imaginar la tensión -dijo Osgood.
– He tenido que aprender demasiado deprisa que es raro encontrar un hombre de negocios que pueda presumir de honesto. Perdóneme, pero me pregunto si podría abusar de usted mientras se encuentra en Rochester. ¿Sería tan amable de repasar el testamento del señor Dickens si le dejo una copia en el Falstaff?
– Será para mí un honor y un placer -dijo Osgood levantándose y haciendo una reverencia- poder compensar su amabilidad.
– Gracias. Me tranquilizará dedicar una hora a aclarar dudas con alguien… Con alguien que no sea el señor Forster, para ser totalmente sincera. Para empezar, ¡me siento tan inmadura a su lado! Como si no tuviera fuerza de voluntad propia cuando está cerca de mí.
Se quedaron callados al oír unas sonoras pisadas que subían las escaleras. Acto seguido apareció la figura corpulenta de Forster, que recordó a voces a los obreros el valor de lo que estaban transportando en sus inexpertas manos.
– Criaturas inútiles -sentenció Forster volviéndose hacia el escritorio, donde sus ojos cayeron sobre el rimero de papeles azules. Se frotó las manos una contra otra-. ¡Ah, ahí está! Verá usted, señor Osgood. Todos los manuscritos del libro del señor Dickens me fueron legados en su testamento para que yo me hiciera cargo de ellos.
Forster, con manos delicadas y temblorosas, agarró el manuscrito de Drood por los lados y lo recogió. Su veneración era conmovedora, si bien excesiva.
– Son las últimas que quedan en la casa, creo -consultó a la tía Georgy.
– Es el último manuscrito que queda aquí -dijo Georgy suspirando-. El último que queda en todas partes.
Con el manuscrito a buen recaudo en su maletín, los ojos de Forster se dirigieron hacia una pluma en particular. Era una larga pluma de ganso, blanca y flexible, con la punta manchada de tinta azul seca.
– Es ésa, ¿verdad? -preguntó.
Georgy asintió con la cabeza.
Rebecca preguntó de qué se trataba.
– Ésa es la pluma con la que escribió El misterio de Edwin Drood, señorita Sand -respondió Georgy-. A Charles le gustaba usar una sola pluma para cada libro, de esa manera le confería una cierta pureza. No quería que el espíritu de la pluma se mezclara con facturas insignificantes y cheques diversos. Con ésta acabó la sexta entrega de la novela inmediatamente antes de entrar en la casa.
Osgood preguntó si podía verla. La levantó de la mesa y le dio vueltas en la mano, luego la empuñó como si ella sola fuera capaz de terminar las últimas seis entregas de Drood.
– ¿Puedo -empezó a decir Forster pasándose la lengua por los labios agrietados y carnosos- guardarla en mi despacho?
Georgy carraspeó con intención.
– Sólo por ahora -aclaró Forster carraspeando a su vez como en respuesta al gesto de ella-. Hasta que usted decida lo que quiere hacer con ella, señorita Hogarth. Luego podrá… Bueno, ¡podrá tirarla al Támesis si es ése su gusto!
– Quédesela por el momento -concedió Georgy, instante en el que Forster le arrancó la pluma de las manos a Osgood, la metió en el maletín y corrió escaleras abajo sin despedirse de nadie.
Por la mañana, Osgood y Rebecca habían pensado en ir cada uno por su lado. Osgood volvería a intentarlo en Chapman & Hall, en Londres, y Rebecca seguiría el trabajo en Gadshill. En el último momento, Osgood llamó a Rebecca desde el carruaje del Falstaff. La miró con una expresión extraña.
– Creo que debería venir conmigo a Londres esta mañana, señorita Sand. Si el señor Chapman accede a recibirme, me gustaría que tomara usted notas.
Rebecca titubeó.
– ¡Será la primera vez que vaya a Londres! -exclamó. Luego contuvo su entusiasmo con su habitual formalidad-. Voy por mi estuche de lápices.
– Buena idea -dijo Osgood-. Estoy convencido de que a sus ojos les vendrá bien un descanso de todos esos papeles de Dickens.
Al llegar a la estación de Charing Cross, en el Strand, Osgood y Rebecca caminaron a la sombra de teatros y tiendas entre un número sorprendente de artistas callejeros y puestos de venta ambulante en cada esquina que hacían parecer a Boston silenciosa en comparación. Los ojos de Rebecca bailaban de un sitio a otro. Los mercachifles ofrecían a gritos reparación de calzado, herramientas, fruta, cachorros, pájaros…, cualquier cosa que se pudiera vender por un puñado de chelines. La variedad de acentos y dialectos sonaba al oído americano como si las promociones orales de cada uno de los vendedores ingleses estuvieran hechas en un idioma diferente.
– ¿No nota algo extraño en los vendedores? -le preguntó Osgood a Rebecca.
– El atronador ruido que hacen -respondió ella-. Es algo asombroso.
Mientras hablaban, pasaron delante de un espectáculo de Punch y Judy. Los títeres de madera daban brincos por el diminuto escenario, Judy pegando a Punch en la cabeza con una cachiporra.
– ¡Yo te daré tu merecido por tirar al niño por la ventana! -le gritaba la marioneta Judy a su esposo marioneta.
– Fíjese mejor -dijo Osgood-. Hay algo más extraño que el ruido, señorita Sand, ¡y es que los hombres de negocios londinenses no parecen notar el ruido en absoluto! Para vivir en Londres uno debe poseer una capacidad de concentración de hierro. Así es como sigue siendo la ciudad más rica del mundo. Ya hemos llegado -dijo Osgood señalando a un elegante edificio de ladrillo que lucía un letrero de CHAPMAN & HALL en las ventanas.
En esta ocasión, cuando Chapman entró en el recibidor, se detuvo y retrocedió unos cuantos pasos cortos al ver a los visitantes que esperaban en el sofá. El editor de piel rubicunda, con su fornido porte y brillante pelo oscuro peinado con una llamativa raya que le partía la magnífica cabeza, daba mucho más la imagen de un hombre deportista y ocioso que la de un hombre dedicado a los libros.
– Eh, tenemos visita por lo que veo -dijo Chapman, aunque su mirada no se posaba en ambos visitantes, sino en la figura esbelta de Rebecca. Finalmente se resignó a admitir también la presencia del caballero.
– Frederic Chapman -se anunció a sí mismo extendiendo una mano.
– James Osgood. Nos conocimos ayer -le recordó Osgood.
Chapman miró al forastero entrecerrando los ojos.
– Recuerdo su cara claramente. El editor americano. Y esta mujercita es…
– Mi asistente, la señorita Sand -la presentó Osgood.
Él tomó delicadamente la mano de la mujer en la suya.
– Sea usted muy bienvenida a nuestra humilde empresa, querida mía. Bueno, entrará con nosotros en mi despacho para la entrevista con el señor Osgood, ¿verdad?
Osgood y Rebecca siguieron a un empleado que seguía a Chapman en procesión hasta su despacho privado. En la estancia había expuestos algunos libros caros, pero era mayor el número de animales muertos y disecados: un conejo, un zorro, un ciervo. Aquellos horripilantes objetos despedían un olor rancio y desolador y la mirada de todos ellos parecía seguir a Chapman dondequiera que fuera con muda fidelidad. El despacho tenía un amplio mirador; sin embargo, en vez de abrirse a las calles de Londres, daba a las oficinas y las dependencias de Chapman & Hall. Periódicamente, Chapman volvía la cabeza para ver si sus empleados continuaban concentrados en el trabajo. Uno de los agobiados trabajadores llevó a la reunión una botella de oporto acompañándose de una reverencia que parecía más un incontrolable temblor de rodillas.
– Ah, excelente. Supongo que usted y el señor Fields tendrán una bodega en Boston -comentó mientras llenaba dos copas.
– Nuestro sótano está lleno de listas de suscripción y de material de embalaje.
– Nosotros tenemos una muy grande. Y también una despensa para piezas de caza. Estamos pensando en añadir una sala de billar. La próxima vez jugaremos una partida. Siempre es un placer ver a un colega del otro lado del charco.
– Señor Chapman, supongo que ya habrá investigado concienzudamente lo que todavía pueda quedar de El misterio de Edwin Drood. Nos beneficiaría mucho que usted compartiera con nosotros cualquier tipo de información que pueda haber recibido.
– ¿Investigar? ¿Por qué habla usted, señor Osgood, como uno de esos detectives de las novelas nuevas? Me hacen gracia sus conceptos americanos.
– No es mi intención -replicó Osgood con seriedad.
– ¿No? -preguntó Chapman decepcionado-. Pero ¿qué es lo que hay que investigar?
Osgood, estupefacto, dijo:
– Si el señor Dickens dejó alguna clave, alguna indicación de hacia dónde iba su historia.
Chapman le interrumpió con una carcajada franca y sincera, certificando así la mencionada gracia.
– Mire, Osgood, viejo amigo -dijo-, es usted realmente divertido al estilo americano, ¿no es verdad? Bueno, yo estoy perfectamente satisfecho con lo que tengo de Drood, seis magníficas entregas.
– Son soberbias, estoy de acuerdo. Pero si estoy en lo cierto, usted pagó una buena cifra por el libro -señaló Osgood incrédulo.
– ¡Siete mil quinientas libras! La cifra más alta jamás pagada a un autor por una novela nueva -esta frase la pronunció fanfarronamente en dirección a Rebecca.
– Yo habría dicho que su empresa estaría dispuesta a hacer cualquier cosa para proteger su inversión -dijo Osgood.
– Le voy a decir cómo lo veo yo. Cada lector que compre el libro y encuentre que está inacabado, le dedicará un tiempo a adivinar cómo sería el final. Y aconsejará a sus amigos que compren un ejemplar y hagan lo mismo, para que así puedan discutirlo.
– En América, el hecho de que no esté terminada animará a todos los filibusteros, como les llaman -explicó Osgood.
– Ese bellaco del Mayor Harper y los de su calaña -dijo Chapman volcando su copa y bebiendo su oporto con una presteza depredadora mientras contemplaba su colección de cabezas de animales. Sus ojos de cazador, siempre inquietos, se posaron de nuevo en Osgood-. Eso es lo que le preocupa, ¿verdad? -continuó por fin. Se inclinó hacia Rebecca, no exactamente arisco, para desazón de Osgood, pero sí mostrando una absoluta falta de interés por la hermosa asistente sentada enfrente de él-. Eh, supongo que su patrono luchó valientemente en su guerra de Secesión, ¿verdad? Qué suerte. Aquí no hemos tenido últimamente ninguna guerra de la que podamos hablar. Algunas pequeñas, pero nada que merezca la pena comentarse. Ninguna que le sirva a uno para demostrar al mundo su hombría e impresionar a las mujeres.
– Me hago cargo, señor Chapman -respondió Rebecca negándose a amedrentarse ante la intensidad de su atención.
– Recuérdeme en qué batallas luchó usted, viejo amigo -inquirió Chapman dirigiéndose a Osgood.
– En realidad -dijo Osgood-, sufrí los efectos adversos del reuma cuando era joven, señor Chapman.
– ¡Qué pena!
– Ahora estoy mejor. Sin embargo, me impidió cualquier intención de alistarme como soldado.
– Aun así, el señor Osgood ayudó a publicar aquellos libros y poemas -intervino Rebecca- que contribuyeron al entusiasmo y el compromiso de la Unión para perseverar en su causa.
– ¡Qué pena que no haya combatido como soldado! -respondió Chapman-. Cuenta usted con mi comprensión, Osgood.
– Gracias, señor Chapman. Respecto a Drood -dijo Osgood con la intención de cambiar el derrotero de su persuasión-, piense en el interés de comprender mejor la última obra de Dickens. Por el bien de la literatura.
Por el guiño de sus ojos y el gesto de su boca, parecía que Chapman estaba a punto de sufrir otro ataque de risa. Sin embargo, su impresionante estructura se desplazó hacia la ventana y puso la yema de un dedo sobre el cristal.
– Vaya, habla usted como uno de los empleados más jóvenes de ahí fuera. La mayor parte del tiempo no soy capaz de distinguirlos, son muy parecidos, ¿no le parece, señorita Sand?
– No sabría decirle, señor Chapman -señaló Rebecca-. Parecen estar entregados a su trabajo.
– ¡Tú! -la poderosa frente de Chapman se arrugó y se asomó al exterior donde unos cuantos empleados embalaban un envío de libros en cajas.
Uno de ellos entró nerviosamente en el despacho. Todos los demás interrumpieron lo que estaban haciendo y se dispusieron a ver el destino que esperaba a su compañero.
– Bueno, empleado, ¿no puedes embalar esas cajas más rápido? -inquirió Chapman.
– Señor -respondió el empleado-, lo siento mucho, es el olor lo que nos impide ir más deprisa.
– ¡El olor! -repitió Chapman con una indignación que sugería que se le había acusado de emitirlo personalmente. Soltó una ristra de furiosas palabrotas sobre la incompetencia del empleado. Cuando el editor terminó, el empleado explicó tímidamente que la última aportación de Chapman a la despensa, una pata de venado, desprendía un hedor infecto a causa del calor estival.
Chapman, tras levantar la nariz para comprobarlo, cedió y asintió con la cabeza.
– Muy bien. Ponga ese venado en una carreta y me lo llevaré a casa para la cena -ordenó.
Chapman había interrumpido sus insultos encendiendo un puro mientras el empleado esperaba que le dejara retirarse. Cuando Chapman volvió a dirigir la mirada al joven le contempló como si no supiera de dónde había salido.
– ¡No tiene muy buen aspecto! -le notificó Chapman al joven.
– ¿Cómo dice?
– Un aspecto nada bueno. Pálido, incluso. Bueno, ¿puede tomar una copa de oporto?
– Eso creo.
– Bien. Dígales a los del sótano que le manden un par de botellas -el empleado salió disparado-. Esta oficina funciona como un reloj -dijo Chapman a los invitados con un impaciente sarcasmo-. En fin, estaba usted… estaba usted hablando de literatura -levantó un puñado de papeles-. ¿Ve este libro de poesía? Muy bonito. Esto es lo que llaman literatura. Y yo lo voy a guardar en el armario para quemarlo en mi chimenea el próximo invierno. ¿Por qué? Porque la poesía no vende. Nunca se ha vendido. No vale de nada, ¿sabe, señorita Sand?
– Bueno, señor Chapman, yo adoro las novelas -dijo Rebecca enderezándose en su silla y mirando fijamente a su anfitrión-. Pero en nuestros momentos más tristes o más alegres, ¿qué haríamos sin la poesía para que nos hable?
Chapman se sirvió otra copa de oporto.
– Cinco libras es demasiado para cualquier poema, sobre todo teniendo en cuenta que todos los poetas están siempre en apuros. Cinco libras seria suficiente para pagar lo mejor que pueda hacer cualquiera de ellos. No, no, son las aventuras, las expediciones al aire libre, lo que la gente quiere leer hoy en día, con el lamentable estado del negocio. Ouida, Edmund Yates, Hawley Smart, sus novelas americanas de whisky e indios, ésa es la nueva literatura que la gente recordará. Dios bendiga a Dickens con sus causas sociales y su solidaridad, pero debemos olvidar el pasado y mirar adelante. Sí, no podemos mirar atrás.
Fuera de las oficinas, en las profundas sombras del callejón, el insignificante empleado que había sido reprendido por Chapman, con la cabeza aturdida por el oporto, se subió a la trasera de un furgón. Intentó arrastrar la inmensa y apestosa pata de venado con una cuerda. Luchaba y resollaba hasta que una mano más fuerte la levantó sin esfuerzo del suelo.
– Gracias, señor -dijo-. Maldito sea este venado. Maldito sea todo el venado del mundo.
El hombre que le había ayudado estaba abrigado por las sombras. Lanzó entonces una moneda al aire que el empleado atrapó torpemente con ambas manos contra el pecho.
– Vaya, ¿no debería ser yo quien le pagara, señor?
– ¿Ha escuchado lo que le ha dicho su patrono al señor Osgood? -preguntó el desconocido.
– ¿Ese americano? -el empleado lo pensó y luego asintió.
– Entonces hay más de éstas para usted. Venga -alargó la mano para ayudarle a bajar del furgón, pero, surgiendo entre las tinieblas, quedó claro que no era una mano. Era una cabeza de bestia en oro que remataba la empuñadura de un bastón. Sus refulgentes ojos negros brillaban como agujeros que perforaban la oscuridad.
– Vamos. No le morderá -insistió el oscuro desconocido.
– Pero ¿por qué quiere saber cosas del señor Osgood? -preguntó el empleado mientras se agarraba al bastón y descendía del furgón.
– Digamos que estoy aprendiendo el oficio de los libros.
Ya de vuelta en la casa familiar de Dickens en Gadshill, Osgood y Rebecca volvieron a enfrascarse en los libros y documentos de la biblioteca. Osgood contemplaba la biblioteca con el celoso interés de un editor en los libros de otro hombre. Había una hilera de volúmenes de Wilkie Collins y la edición inglesa de la poesía de Poe, además de múltiples ediciones de Fields, Osgood & Co.
Entre las estanterías, las paredes se decoraban con famosas ilustraciones de Cruikshank, «Phiz», Fildes y otros artistas que habían adornado las novelas de Dickens. Oliver Twist se tambalea al recibir en el brazo la bala de la pistola aún humeante de Giles, que se esconde detrás de la esquina… De la misma novela, Bill Sikes se prepara para asesinar a la pobre Nancy… En una tenebrosa celda de la Bastilla en Historia de dos ciudades se hacinan la muerte y la fatalidad… En una mesa retirada, la honesta Rosa confiesa a su buen tutor, el señor Grewgious, que sospecha que el tío de Edwin Drood, John Jasper, ha cometido una terrible maldad…
Encontraron múltiples libros sobre el tema del mesmerismo y Rebecca se fijó en que Dickens había escrito notas en los márgenes de algunos de ellos. Uno se titulaba, misteriosamente, Huellas en las fronteras de otro mundo.
– Leía estos libros minuciosamente -dijo Rebecca tocando las tantas veces manoseadas páginas con respeto y delicadeza.
– ¿De qué trata? -preguntó Osgood mientras repasaba las columnas de libros.
– No estoy segura -respondió Rebecca-. Cuestiones referentes a lo sobrenatural.
Leyó un fragmento. El investigador puede avanzar a tientas y tropezar, como si viera a través de un cristal oscuro. La muerte, que a tantos millones ha liberado de su desdicha, aclarará sus dudas y resolverá sus dificultades. La muerte, la que esclarece las adivinanzas, descorrerá las cortinas y dejará pasar la luz que todo lo explica. Aquello que es esta fase de la existencia apenas comienza, proseguirá mejorado en otra.
– Me suena a camelo -señaló Osgood-. Veamos qué más tenia.
En otra de las estanterías intentó sacar unos libros hasta que cayó en la cuenta de que no eran libros de verdad.
– El señor Dickens se mandó hacer esos falsos lomos de libros -dijo un criado que acababa de entrar en la habitación; el mismo hombre del mostacho que había despachado con firmeza al intruso del chalet. Dejó sobre la mesa una bandeja de pastas con una inclinación y luego se acercó a Osgood-. Verá, señor Osgood, es una puerta oculta para que el señor Dickens pudiera acceder cómodamente a la biblioteca desde la otra habitación. ¡Tan ingenioso en su casa como en su escritura! -el criado empujó la estantería tapizada de libros falsos y descubrió la sala de billar, donde, en otros tiempos, juegos y cigarros puros esperaban a los invitados masculinos de Gadshill.
– ¡Ingenioso! -admitió Osgood encantado con el artefacto. Leyó con una sonrisa los títulos de los libros falsos que Dickens había elegido. Sus favoritos eran Una historia del pleito civil breve en veintiún volúmenes, Cinco minutos en China en tres volúmenes, cuatro volúmenes de La revista de la pólvora y Vidas de gatos, un juego de nueve volúmenes que le recordó al perezoso señor Puss hecho un cálido ovillo sobre algún cojín de su casa de Boston.
– ¡Me encantaría tener la oportunidad de publicar alguno de estos libros! -dijo Osgood.
– ¡Señor Osgood! Creo que ya tiene bastante de que ocuparse en el 124 de Tremont Street -dijo el criado con complicidad.
– ¿Cómo sabe…? -empezó a preguntar Osgood al escuchar la dirección de su oficina de Boston. Se volvió para observar más atentamente al criado-. Vaya, ¿es usted, querido Henry Scott? ¡Es usted, Scott! -estudió la cara familiar, tan alterada por los dos años de dificultades y el largo y poblado bigote retorcido, esmeradamente peinado hacia arriba en los extremos. Una gran diferencia en su apariencia la marcaba la librea de Gadshill, un amplio sobretodo blanco con esclavina y botas de montar.
– Si, señor Osgood -dijo-. Tal vez usted recuerde, señorita Sand, que acompañé al señor Dickens y al señor Dolby en sus viajes por América, como ayuda de cámara del jefe y, me atrevería a decir, su hombre de máxima confianza. ¡Recordará que fue cuando pasó todo aquello con Tom Branagan! Pues bien, cuando estábamos justo a punto de iniciar la gira, Scotland Yard descubrió que el hombre de confianza del jefe aquí en la casa, su criado, había estado robando dinero de la caja de caudales. ¡Un hombre que llevaba veinticinco años trabajando para el jefe y al que pagaba generosamente! Me alegro de decir que el jefe tuvo la consideración hacia mí de ofrecerme el trabajo con un puesto para mi mujer cuando regresamos de América. Cinco años justos.
– ¿Perdón?
– Su muerte, señor Osgood. Sucedió exactamente cinco años después del accidente de tren en Staplehurst. Cuando se puso enfermo repasé su agenda y no pude evitar pensar en un mal viento que no trae nada bueno.
Cuando Henry se inclinaba para retirarse, Osgood le pidió que se quedara.
– Señor Scott, ¿qué me puede contar de lo que pasó ayer en el chalet con aquel hombre?
– Una vez más, le repito que siento mucho lo sucedido -dijo Scott añadiendo una nueva reverencia aún más profunda-. Supongo que, como dice el refrán, una bestia indómita necesita una mano sobria que la conduzca. Si el pobre Jefe hubiera estado presente en cuerpo o en espíritu, o en un estado intermedio, no habría importunado tanto a sus invitados. Y si hay un hombre lo bastante sensato para volver a nosotros en espíritu, ¡ése es el Jefe! ¿No le parece, señorita Sand?
Rebecca tenía algo tan íntegro en su persona que hacia que todos los hombres buscaran en ella aprobación a sus ideas.
– De hecho, ahora mismo estaba mirando sus lecturas sobre temas de espiritismo, señor Scott -dijo Rebecca.
– Siento curiosidad por saber lo que inquietaba a aquel hombre -interrumpió Osgood.
– ¡Ah, puede usted nombrar cualquier cosa y seguramente podría considerarse inquietante para ese gandul quemado por el sol! -Henry les explicó que Dickens a veces aplicaba terapia de hipnosis a individuos enfermos o perturbados. Hacía que se tumbaran en el suelo o en el sofá y les inducía a un sueño magnético hasta que despertaban temblorosos y fríos. Había una mujer ciega que atribuía su recuperación de la vista al tratamiento magnético de Dickens-. Sin embargo, este hombre fue un caso especial -apuntó Henry.
Los médicos de Londres le habían diagnosticado unos meses antes a aquel hombre, un pobre granjero, una enfermedad incurable. Habiendo oído hablar de las habilidades especiales de Dickens se plantó en la puerta del novelista suplicando un tratamiento moral y espiritual a través del mesmerismo. Dickens llevaba algunos años menos activo en este terreno, pero accedió y empezó a tratar al hombre con terapia magnética.
– ¿Dio resultado, señor Scott? -preguntó Rebecca.
– Bueno, tal vez le diera resultado a él, señorita Sand… Pero en el sentido contrario -dijo Henry.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Osgood.
– Uno de los cocineros me dijo que la enfermedad del granjero había mejorado, pero que sus condiciones mentales habían ido debilitándose a lo largo de las sesiones de mesmerismo. Ahora ese pobre vagabundo sigue merodeando por aquí, lo mismo que esos perros inútiles de los establos, como si el Jefe estuviera escondido en el bosque con los ladrones de Falstaff y los peregrinos de Chaucer, y estuviera a punto de volver -Henry, inconscientemente, dijo esto con un tono más comprensivo con el vagabundo de lo que él mismo se dio cuenta.
Con los ojos rojos de leer y copiar, Osgood y Rebecca decidieron regresar al hostal al acabar el día. Forster les esperaba en el porche de Gadshill.
– ¿Van a hacer más expediciones mañana por la mañana? -preguntó el albacea como si realmente le interesara y no estuviera sólo curioseando.
– Al cabo de tres días, no hemos podido encontrar mucho más que una lista de títulos, algunas notas sobre el libro escritas deprisa y algunas páginas desechadas, señor Forster -admitió Osgood-. Me temo que hemos acabado con el material que tienen aquí.
Forster asintió con una satisfacción apenas disimulada; luego, fingió apresuradamente una expresión de decepción.
– Supongo que regresarán a Boston.
– Todavía no -respondió Osgood.
– ¿Oh? -dijo Forster.
– Si no podemos encontrar nada en las habitaciones de Dickens, tal vez haya algo fuera de ellas…, en algún sitio.
Las pupilas de Forster se dilataron con interés y cogió una hoja de papel y una pluma.
– Usted es un americano emprendedor y sé que los americanos emprendedores detestan perder el tiempo. Su búsqueda, me temo, señor Osgood, puede ser precisamente eso: una pérdida de tiempo. Ésta es la dirección en la que me puede encontrar cuando vuelva a Londres, donde desempeño la labor de delegado de salud mental [4], por si me necesita. El señor Dickens era un hombre demasiado bueno para engañar a los lectores que confiaban en él. El final de El misterio de Edwin Drood habría sido exactamente como parece: un hombre perverso y celoso se proponía liquidar a un joven y lo hizo, no hay nada más. ¡Cualquier otra idea al respecto es pura monserga!
Ordeno tajantemente que se me entierre de manera modesta, no ostentosa y estrictamente privada, que no se haga anuncio público de la hora y lugar de mi sepelio, que se alquilen como mucho tres coches fúnebres sencillos y que aquellos que asistan a mi funeral no lleven velo, capa, chalina negra, larga cinta en el sombrero ni ningún otro de esos repugnantes despropósitos. Ordeno que mi nombre se escriba con sencillas letras inglesas en mi lápida sin añadirle ni «señor» ni «caballero». Conmino a mis amigos a que en ningún caso me hagan motivo de monumento, mausoleo o recuerdo de ninguna clase. Dejo en manos de la memoria de mi país el destino de la obra que he publicado, y en las de la memoria de mis amigos el de su experiencia de mi; asimismo, confío mi alma a la misericordia de Dios a través de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.
Osgood revisó la redacción del testamento con Georgina Hogarth en el café del Falstaff Inn y le expuso sus opiniones sobre las obligaciones contraídas con respecto a Forster. El documento establecía una distribución de responsabilidades y obligaciones admirablemente complicada. Forster controlaba todos los manuscritos de las obras publicadas por Dickens. Pero el documento cedía a Georgy todos los papeles privados de la casa, además de las decisiones relacionadas con las joyas y los objetos familiares del escritorio de Dickens, tales como la pluma de ganso que Forster se había quedado temporalmente.
– El señor Forster -le contó Georgy a Osgood- entiende que su deber consiste en recordar al mundo que Charles debe ser adorado. Por eso está enterrado en el Rincón de los Poetas en vez de en nuestra humilde aldea, como habría sido su deseo. Si el señor Forster hubiera podido manejar la pluma de Dickens por él sobre las líneas de su testamento, lo habría hecho.
Aquella tarde, tras un trayecto en tren de una hora entre Higham y Londres, Osgood y Rebecca entraron en el lugar hecho por la mano del hombre más sobrecogedor de toda Inglaterra: la abadía de Westminster. Tanto Osgood como su asistente levantaron automáticamente las cabezas hacia el extraordinario techo de gran altura, donde las prolongaciones de las columnas se juntaban como las copas de los árboles de un bosque se entrelazan sobre el cielo de la mañana. La luz que entraba a chorros en la abadía estaba teñida por los cristales de colores de los rosetones que les rodeaban.
En la nave lateral sur, los visitantes americanos encontraron la lápida de mármol que cubría el ataúd de Charles Dickens. El aparatoso monumento del Rincón de los Poetas en la famosa catedral estaba rodeado por las tumbas de los escritores más grandes. La del propio Dickens estaba flanqueada por las estatuas de Addison y Shakespeare, y el busto de Thackeray. A pesar de que se habían seguido pocas más de sus instrucciones, las palabras incrustadas en la losa rezaban como lo había pedido Dickens:
Charles Dickens
Nacido el 7 de febrero de 1812
Muerto el 9 de junio de 1870
Un tropel de gente entraba en fila para dejar versos o flores sobre la tumba del novelista y los restos de las ofrendas del día anterior empezaban a marchitarse con el aire cálido de la abadía.
Mientras se encontraban allí, una flor pasó volando ante ellos en dirección a la tumba. El capullo tenía pétalos grandes y carnosos de un violeta encendido. El editor miró por encima de su hombro y vio alejarse a un hombre con sombrero de ala ancha que le cubría la mayor parte de su rostro anguloso y rojizo.
– ¿Ha visto a ese hombre? -le preguntó Osgood a Rebecca.
– ¿Quién? -respondió ella.
Osgood había visto antes aquella cara.
– Creo que era el hombre del chalet… El paciente de ese extraño experimento de hipnosis.
En ese momento apareció en la abadía otra caravana de dolientes que lloraban a Dickens. Habían llegado de la lejana Dublín para ver el lugar de descanso definitivo del escritor, le explicaron entusiasmados a Osgood, como si él fuera el encargado. Abarrotaron el Rincón de los Poetas, arrinconando a Osgood, y mientras el paciente de la terapia de mesmerismo desapareció.
Sin saber muy bien adónde dirigirse, Osgood y Rebecca pasearon por las calles de Londres.
Habían dado con toda una sucesión de callejones sin salida en la investigación que llevaban a cabo en Gadshill. Habían oído decir que existía una residente en Londres llamada Emma James que aseguraba tener el manuscrito completo de El misterio de Edwin Drood. Resultó ser una médium espiritista que estaba dictando las últimas seis entregas de la novela en contacto con la «pluma espiritual» de Charles Dickens y pensaba comenzar en breve la siguiente novela fantasmal del autor, titulada La vida y aventuras de Bockley Wickleheap. Otros rumores (por ejemplo, que Wilkie Collins, el popular novelista colega de Dickens y su colaborador ocasional, había sido contratado para terminar la novela) resultaron ser igualmente improductivos. También habían oído que, unos meses antes de su muerte, Dickens se había ofrecido en una audiencia en la Corte a contarle el final a la reina Victoria.
– ¿Señor Osgood? -dijo Rebecca-. Parece usted inquieto.
– Quizá hoy me encuentre demasiado acalorado. Vamos a hacerle una visita al señor Forster en su oficina, puede que él sepa algo de Dickens y la Reina.
Osgood no quería desanimar a Rebecca diciendo nada más. Temía la posibilidad de regresar a Boston y tener que decirle a J. T. Fields que El misterio de Edwin Drood nunca se desvelaría, que Drood seguiría perdido en todos los sentidos. Y que el declive económico de Fields, Osgood & Co. podría no estar muy lejos.
Proteger a nuestros autores era el lema de Fields sobre todo lo demás. En eso iba pensando Osgood mientras caminaban. Sus esfuerzos en Inglaterra no iban sólo dirigidos a la supervivencia financiera de su empresa y sus empleados, sino también de los autores: Longfellow, Lowell, Holmes, Stowe, Emerson y otros. Si la editorial se desplomaba en el precipicio financiero que les amenazaba, ¿cómo se las arreglarían los autores desamparados? Sí, eran escritores queridos, pero ¿le importaría eso a un editor de la calaña que representaba el Mayor Harper? Sin Fields y Osgood para protegerles, ¿quedarían sepultados en la oscuridad, como Edgar Allan Poe o el una vez prometedor Herman Melville? El verdadero futuro de la edición no estaba en que los editores se convirtieran en industriales, como preveía Harper, sino en que fueran socios de los autores, la unión de las dos mitades de la portada.
Osgood pensaba en toda la responsabilidad que descansaba sobre sus hombros. En otro tiempo había llegado a plantearse ser poeta: ¡ahora aquello le hacía reír por dentro! Un joven Osgood, estudiante ejemplar, que recitaba un poema a la clase de la Standish Academy. Aquel octubre vio cómo una docena de sus compañeros de clase dejaban los estudios para ir a buscar oro en California, pero él prefería las silenciosas salas de la escuela a las agrestes colinas de California. Phi Beta Kappa en Bowdoin, delegado de clase, miembro del Club Pecunian, pero amigo de los rivales Atenienses. Todo el mundo que le rodeaba esperó siempre que triunfara en la vida. Abrazar la causa de otros artistas y genios que sin su ayuda podrían no haber salido adelante había supuesto un tremendo sacrificio de sus propias ambiciones artísticas.
Con el peso de estos pensamientos sobre su cabeza, llegaron al edificio oficial que albergaba la Delegación de Salud Mental, donde Forster ejercía su cargo. Les recibió un funcionario del Gobierno. Osgood le explicó que querían hablar con el señor Forster.
– ¿Son ustedes americanos? -preguntó el funcionario levantando las cejas con interés.
– Sí, así es -respondió Osgood.
– ¡Americanos! -sonrió el funcionario-. Bueno -dijo con renovada seriedad-, me temo que no tenemos escupideras en la sala de espera.
– No hay problema -dijo Osgood cortésmente-, ya que nosotros no mascamos tabaco.
– ¿No? -preguntó sorprendido el funcionario y luego miró a Rebecca a la boca como si quisiera confirmar que efectivamente no estaba mascando tabaco-. ¿Pueden esperar un momento?
El funcionario regresó con una dirección escrita en un papel.
– El señor Forster salió de la oficina hace unas horas. Creo que pueden encontrarle aquí. Les he escrito unas indicaciones detalladas, porque los americanos siempre se pierden en Londres.
– Gracias, le buscaremos allí -dijo Osgood.
El día era cada vez más caluroso y húmedo. Londres, con sus pavimentos y sus aglomeraciones de transeúntes en vacaciones y atareados hombres de negocios, era menos agradable que Gadshill, con sus campos ondulantes y sus generosos ramilletes de vegetación.
Después de trazar lo que le parecieron varios círculos, Osgood miró la placa de la esquina de la calle y la comparó con el papel que les había escrito el funcionario.
– Blackfriars Road, a la izquierda de St. George's Circus… Aquí es donde dijo que hallaríamos al señor Forster -se encontraban delante de un macizo edificio con forma de pentágono que ensombrecía toda la calle. Osgood se apoyó en una columna de piedra del pórtico para enjugarse la frente y el cuello con el pañuelo. Mientras lo hacía pudo escuchar un sonoro diálogo que les llegaba como a través de una trompeta:
– Es un auténtico fenómeno en la historia de la amistad, lo de este tío y su sobrino.
A la voz masculina la siguió una femenina que dijo:
– ¿Tío y sobrino?
– Sí, ése es el parentesco que tienen -respondió el hombre-. Pero ellos nunca lo mencionan. El señor Jasper no quiere ni oír «tío» o «sobrino». Siempre se llaman Jack y Ned, creo.
La mujer replicó:
– Sí, y tengo entendido que, mientras que nadie más en el mundo se atrevería a llamar «Jack» al señor Jasper, sólo él llama «Ned» a Edwin Drood.
Osgood y Rebecca se quedaron escuchando incrédulos.
– Ahí -señaló Rebecca nerviosamente.
Osgood se volvió sobresaltado. Un cartel a lo largo de la fachada del inmenso edificio anunciaba las futuras producciones de la temporada en el teatro Surrey: En la cima del mundo, Certificado de libertad condicional y… El misterio de Edwin Drood. La obra de Dickens adaptada por el señor Walter Stephens y alardeando en el cartel: «¡Con nuevo y mejorado argumento!» y «¡un reparto de personajes irresistible y sin precedentes que llevará al público a un estado de vibrante emoción!» con «¡el nuevo libro de Charles Dickens! ¡Ahora completo!».
– Ahora completo -leyeron en voz alta Osgood y Rebecca.
Tras entrar en el vestíbulo y subir la enorme escalera, se encontraron una sala más grande que las que habían visto en Boston o Nueva York. Tenía forma de herradura. De quince metros de altura y con una asombrosa cúpula dorada, decorada con delicados dibujos, que cubría la superficie completa. En la base de la cúpula había paneles de rojo veneciano con los nombres de los más grandes dramaturgos de la nación: Shakespeare, Jonson, Goldsmith, Byron, Jerrold…
Una barahúnda de gente sobre el escenario atrajo la atención de Osgood. Los actores y actrices de aquella versión de Drood estaban pasando de ensayar la conversación de Septimus Crisparkle con la recién llegada al pueblo Helena Landless a una escena en el fumadero de opio. Pero al parecer no podían encontrar al actor que interpretaba al proveedor chino de opio.
Osgood halló detrás del escenario a un hombre que permanecía de pie teatralmente quieto mientras una joven le anudaba al cuello una estridente chalina. Al tiempo que ella trabajaba, él se estudiaba el interior de la boca y se ahuecaba el largo cabello oscuro en un espejo de cuerpo entero. Tenía una cabeza enorme, una especie de obra maestra de la fisiognomía, y un cuerpo delicado que parecía esforzarse para sostener la parte superior. Cuando el hombre dejó de pronunciar aes y oes, Osgood se presentó y le preguntó por la persona responsable.
– Se refiere al albacea del señor Dickens, ¿verdad? -dijo el hombre-. Ha estado aquí para espiar y cotillear el ensayo, pero ya ha volado, creo, como un águila gigantesca y gordísima.
– O sea, que John Forster ha autorizado esta función -dijo suavemente Osgood-. ¿Y usted es uno de los actores, señor?
El hombre abrió y cerró sus fuertes mandíbulas unas cuantas veces en un intento de superar su asombro ante tal pregunta.
– Si soy… Arthur Grunwald, señor -dijo extendiendo una mano orgulloso-. Groon-woul-d, señor -se corrigió a sí mismo con pronunciación francesa antes de que Osgood pudiera decirlo.
– Armando Duval en La dama de las camelias de Alejandro Dumas del teatro St. James la temporada pasada -dijo discretamente la chica que le estaba ajustando la chalina mientras Grunwald aparentaba no escuchar la lista de sus éxitos-. Falstaff en el Enrique IV del Lyceum. Y seguramente habrá visto usted la temporada del señor Groon-woul-d como Hamlet en el Princess. Su Majestad fue a verlo cuatro veces.
– Me temo que yo no estoy en Londres tan a menudo como la Reina -aseguró Osgood.
– ¡Bueno, señor! -exclamó Grunwald-. Sé lo que está pensando: «Groon-woul-d es una pizca demasiado esbelto y apuesto para interpretar al más bien corpulento caballero de una manera realista». ¡No es así! Pusieron mi Falstaff por las nubes. Mi papel en este drama es el de Edwin Drood. ¡Su amigo Forster cree que porque ha autorizado el montaje tiene derecho a supervisarme a mí también! Dígame, ¿dónde está Stephens?
– ¿Quién?
– ¡Nuestro dramaturgo! ¡Walter Stephens! ¿No me ha dicho usted hace escasos minutos que es su editor? ¿Se le ha olvidado? ¿Tiene usted siempre la cabeza tan atolondrada? ¿O es un impostor, un especulador que busca mi autógrafo para venderlo?
Osgood le explicó que era el editor del difunto Charles Dickens, no del escritor que había adaptado la novela a la escena. Grunwald recuperó la calma.
– Toda la fama de Dickens -se lamentó Grunwald dirigiéndose al espejo. Visto de cerca, al actor le sobraban diez años para hacer el papel de Edwin Drood, aunque su piel ostentaba el brillo de falsa juventud y romance propio del artista marchito-. Tanta fama y no le ha servido de nada porque no tenía lo más importante.
– ¿Y qué es lo más importante? -preguntó Osgood.
– Estar satisfecho de sus hijos. Vaya, ¿nos ha traído usted otra aspirante a actriz? Me temo que no valga. ¡La siguiente!
– Perdone -dijo Osgood-, es mi asistente, la señorita Rebecca Sand -Rebecca avanzó y le hizo una reverencia al actor.
– Menos mal. No va a conseguir usted muchos papeles, querida mía, yendo por ahí vestida toda de negro como si fuera de luto y sin unas formas más generosas por arriba.
– Gracias por el consejo -respondió Rebecca ásperamente-, pero es que estoy de luto.
– Grunwald, aquí está usted -dijo Walter Stephens saliendo de detrás del escenario a grandes zancadas-. Lo siento, creo que no he sido presentado a sus amigos -dijo señalando a Osgood.
– No es amigo mío, Stephens. Hasta hace un instante era su editor.
Stephens miró de arriba abajo a Osgood confundido al mismo tiempo que Grunwald era requerido en el escenario para ensayar una escena. Se trataba del momento en que él (en el papel de Edwin Drood) y Rosa, la hermosa joven con la que está comprometido, charlan amistosamente en secreto de disolver su no deseada unión. Mientras tanto, Jasper, el adicto al opio enamorado de Rosa, intriga en el extremo opuesto del escenario para eliminar a su sobrino Drood.
Osgood se presentó al escritor Stephens, quien agarró al editor por el brazo y le condujo hacia el escenario. Rebecca les siguió contemplando emocionada la compleja maquinaria que ocultaba la tramoya del teatro.
– ¿Qué les ha traído a ustedes dos a Inglaterra? -preguntó Stephens.
– Lo cierto es que el mismo Misterio de Edwin Drood que ha acaparado su atención recientemente, señor Stephens.
– La muerte del señor Dickens nos distrajo mucho de su progreso.
– Entonces espero poder tomarme la libertad de preguntarle: ¿cómo la va a convertir en un drama completo sin final?
Stephens sonrió.
– Verá, ¡yo mismo he escrito un final, señor Osgood! Sí, la vida de los dramaturgos no es tan lujosa como la de los escritores que usted publica. Tenemos que trabajar en lo que se nos presenta con gran respeto, pero nunca con tanto respeto que nos impida cumplir nuestra tarea de agradar al público. Cuando leemos utilizamos el cerebro, pero cuando vemos una obra de teatro utilizamos los ojos, unos órganos mucho más triviales.
»Bueno, ahora me temo que tengo que atender otros muchos asuntos. ¿Nos harán usted y su compañera el honor de ser nuestros invitados en el mejor palco del teatro? -preguntó Stephens.
Osgood y Rebecca se quedaron a presenciar el ensayo del día. Por supuesto, lo que más les interesaba era ver el final original que Stephens había dado a la obra. En sus últimas entregas, Dickens había introducido al misterioso Dick Datchery, un visitante en el pueblo imaginario de Cloisterham que trabaja como investigador en el caso de la desaparición del joven Drood después de que otros hayan señalado con dedo acusador a Neville Landless, el rival de Edwin Drood. Datchery sospecha otra cosa. Pero en la versión de Stephens se descubría que Datchery, con un flotante cabello blanco cubriéndole el rostro, era el combativo joven Neville en persona, disfrazado. Neville utilizaba el disfraz de Datchery para enfrentarse a John Jasper, el tío de Drood, con pruebas que empujaban a éste, devorado por los remordimientos, a acabar con su vida mediante una sobredosis de opio.
Osgood y Rebecca se disponían a partir durante el cuarto intento de ensayo de dicha escena cuando Grunwald interrumpió al resto de los actores.
– ¿Dónde está Stephens? Ah, Stephens, ¿qué es esto? ¿Qué pasa con la versión revisada de este acto?
– Ésta es la versión revisada, Grunwald. Y ahora, haz el favor de recordar que en este punto de la historia estás demasiado muerto y tu cuerpo incinerado para tener una presencia tan carnal en el escenario.
Grunwald lanzó las páginas de su libreto por los aires.
– ¡Al diablo con eso! ¡Que os cuelguen a todos y se os desparramen los sesos! ¡Tal vez deberíais buscar otro maldito Edwin Drood!
Stephens respondió también a gritos:
– ¡Hay damas presentes, señor, y americanos, que no tienen por qué soportar la vulgaridad de su lengua!
– ¿Vulgar? -preguntó Grunwald inmediatamente antes de lanzarse sobre Stephens puño en ristre. Stephens agarró al actor por su espeso cabello.
El director sacó al dramaturgo y al actor y les recomendó que acabaran de asesinarse fuera del escenario.
Osgood reparó en dos trabajadores que se dirigían a las escaleras a fumar.
– Veo que el señor Grunwald y el señor Stephens discuten mucho -les dijo Osgood.
– Sí, señor.
– ¿Saben ustedes por qué? -quiso saber el editor.
Uno de los trabajadores se rió al oír la pregunta.
– ¿Cómo no? Tienen la misma pelea estúpida todos los días. Art Grunwald cree a pies juntillas que Charles Dickens quería que Edwin Drood sobreviviera y regresara al final de la historia para vengarse del hombre que intentó matarle. El señor Stephens considera que es totalmente evidente que Drood ha muerto y se pudre metido en cal viva.
– ¿Y ustedes qué piensan? -inquirió el editor.
– Yo pienso que Grunwald se cree un actor demasiado bueno para quedarse fuera de las tablas todo el último acto. Ojalá no hubiera muerto Dickens, se lo juro por Dios, así no habríamos tenido que soportar sus peleas.
Osgood paseaba de un lado a otro por el salón del Falstaff. Rebecca le había leído hacía breves instantes una nota del secretario de la Reina en la que se le comunicaba que Su Majestad no había aceptado la oferta de Dickens de contarle el final de Drood, considerando más apropiado esperar a verse sorprendida con las entregas como todos sus súbditos.
– Casi desearía ser capaz de creer en la médium que le hace compañía al fantasma de Dickens -comentó Osgood.
– Tal vez el propio Dickens la habría creído -contestó Rebecca con una sonrisa-. Al parecer estaba muy impresionado con el espiritismo. No sé si no deberíamos estudiarlo nosotros también.
– No creo que tenga usted un gran concepto de esas prácticas, ¿verdad, señorita Sand?
– Podríamos encontrar una ventana a su mente cuando escribía la novela.
Osgood se sentó en una mesa y apoyó la cabeza en las manos.
– Si una médium es capaz de decirnos ahora mismo cómo ganar un cuarto de millón de dólares en tres meses, me convertiré en el más entusiasta de sus devotos. No nos podemos permitir perder más tiempo.
– Es usted un escéptico nato -dijo Rebecca dejando el tema, pero claramente dolida al ver que Osgood desechaba su sugerencia tan rápidamente.
– Yo diría que sí. No me interesan los fenómenos extraños, señorita Sand. Me desagrada profundamente la incomodidad que significa la especulación. Olvídese del mesmerismo, pero piense en el paciente. ¿Recuerda lo que Henry Scott dijo de él? -preguntó.
– Sí -respondió Rebecca-. Que era un granjero que buscaba la ayuda de Dickens.
– Scott dijo que ese hombre iba regularmente a Gadshill durante los últimos meses de vida de Dickens a someterse a sesiones «espirituales». Si ese pobre sujeto visitaba tan frecuentemente el estudio de Dickens -continuó Osgood-, ¿es posible que escuchara algunas claves de los planes que tenía Dickens para acabar el libro?
– Señor Osgood, estaría dando crédito a las palabras de un hombre con la razón perturbada -señaló Rebecca-. Ya vio cómo se comportó en el chalet.
– Noto que se van estrechando los caminos que se presentaban ante nosotros, señorita Sand. Al haber autorizado el señor Forster el montaje teatral de El misterio de Edwin Drood en interés de su reputación y de su cartera, si existen otras claves por descubrir sólo deben revelarse en la medida en que coincidan con el final que ha escrito Walter Stephens. Del mismo modo, aunque Wilkie Collins no tenga intención de acabar la última novela de su amigo, ese rumor puede dar lugar a que algún miembro de la familia Dickens piense en buscar a otra persona que realice dicha tarea. Teniendo hasta el último tablero del parqué y el último adorno de Gadshill a punto de salir a subasta, la familia está ávida de ingresos. Nos hemos quedado sin aliados en nuestra investigación, señorita Sand.
– Pero, si encuentra al paciente, ¿cómo le convencerá para que hable con sensatez?
– ¿Cómo fue lo que dijo Henry Scott? Una bestia indómita necesita una mano sobria que la conduzca.
Rebecca interrogó en Gadshill a Henry Scott, quien indagó entre los demás criados y descubrió que el paciente de hipnosis no se había dejado ver por allí desde su encuentro en el chalet. Entre el personal se cruzaron apuestas sobre si el fulano se había rendido o había muerto. Pero Rebecca sugirió que si el paciente estaba en la abadía de Westminster el día en que ellos fueron a visitarla, tal vez ése fuera uno de sus destinos habituales.
Osgood estuvo de acuerdo y regresó al Rincón de los Poetas. Cuando volvió a visitar la tumba de Dickens encontró de nuevo la peculiar flor de color violeta. A partir de ese momento, Osgood fue a la abadía regularmente con la esperanza de encontrarse con el otro hombre.
– Es sólo cuestión de tiempo, estoy seguro -le decía a Rebecca.
En una de esas visitas, Osgood y Rebecca cruzaron las verjas al mismo tiempo que Mamie Dickens, que llevaba su perrito en el bolso e iba enlazada por el brazo a otra joven mujer. Mamie se enjugó las lágrimas y sonrió dulcemente al ver a Osgood y Rebecca.
La mujer que iba del brazo de Mamie era menuda y vivaracha y guardaba un gran parecido con Charles Dickens en la cara. Llevaba un anticuado pañuelo de muselina en la cabeza del que se escapaban rizos rojizos, decorado con malvarrosas dobles que no tenían nada que ver con el luto. Su toquilla de encaje apenas escondía sus pequeños hombros, y su cuello y escote iban casi totalmente al descubierto.
Fue presentada a Osgood y Rebecca como Katie Collins, la más joven de las dos chicas Dickens.
– ¡Oh, pórtate como Dios manda, Katie! -riñó Mamie a su hermana subiéndole la toquilla sobre los hombros-. Además, ¡estamos en una iglesia!
– ¡Como Dios manda! Ahora hablas como el viejo cancerbero Forster. A veces me pregunto si me casé para hacer feliz a mi querido padre en un momento en que en nuestra casa no había más que tristezas. ¿O me casé porque sabía que padre y su cancerbero despreciaban a mi marido?
– ¡Katie Collins!
– ¡Intolerable y todo eso! -dijo Katie imitando la voz de Forster, y luego se frotó las manos como él lo haría.
– Díganme -intervino Osgood-, ¿saben ustedes quién es el hombre que acudió a Gadshill en busca de tratamiento en los últimos meses, un hombre alto con porte militar y largo pelo blanco?
Mamie asintió.
– Creo que he visto al hombre al que se refiere en la casa. Era un seguidor de los métodos de padre muy entregado e insistente. Incluso cuando padre se retrasaba por sus compromisos, él esperaba durante horas delante de su estudio.
– ¿Saben cómo se llama? -preguntó Osgood.
– Me temo que no -dijo Mamie suspirando-. Padre era un fanático del mesmerismo de tomo y lomo y creía que era un buen remedio para cualquier enfermedad. Sé de varios casos, el mío entre muchos otros, en los que utilizó su poder en este terreno con absoluto éxito. Siempre estuvo interesado en la curiosa influencia que puede ejercer una personalidad sobre otra.
– Bueno, señor Osgood -Katie, aburrida de la conversación, examinó al editor con aire coqueto-. ¿Y dónde estaba usted cuando una chica tenía que buscar marido?
A Rebecca pareció abochornarle la pregunta tanto como a Osgood. Katie levantó una ceja para demostrar que lo había notado.
– Señorita Sand -dijo la deslenguada Katie-, ¿no le parece que Mamie estaría radiante vestida de novia del brazo de un hombre como éste?
– Supongo que sí, señora -respondió Rebecca recatadamente.
– ¿Es usted de esa clase de chicas que tienen un buen concepto de las bodas, señorita Sand? -insistió Katie.
– No dedico demasiado tiempo a pensar en bodas -contestó Rebecca.
Mamie interrumpió el incómodo momento.
– El señor Osgood y la señorita Sand han hecho un largo viaje hasta aquí por negocios, Katie, y para saber más de El misterio de Edwin Drood.
– Los negocios son un aburrimiento -dijo Katie chascando los dedos-. Oh, muy bien. ¿De verdad quieren abrirse camino en el intrincado laberinto y llegar al corazón del misterio? ¡Si quieren saber el final de Drood no tienen más que comprarme una cinta nueva para el pelo! Todas las mías se van a subastar.
– ¡Oh, no tomes el pelo a todo el mundo, Katie! -exclamó Mamie.
– Bueno, se lo contaré -dijo Katie mientras se enroscaba los rizos cobrizos en un dedo con aire coqueto-. Drood está vivo o está muerto; Rosa se casa con Tartar o se mete a monja; Dick Datchery encuentra el cadáver de Drood o a Drood jugando a las cartas en el sótano con el tutor de Rosa, Grewgious. ¡No tengo ni la menor idea! Y ésa es la respuesta a la adivinanza.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Osgood.
– Ni el viejo cancerbero, ni la fiel tía Georgy, ni mis descarriados hermanos, ninguna de esas queridas criaturas sabe cómo iba a terminar porque mi padre no quería que lo supieran; no quería que lo supiera nadie en el universo excepto él, señor Osgood. Para él era un juego. Siempre le encantó sorprendernos y una vez que se lo proponía era tremendamente testarudo.
Al volver al Falstaff Inn aquella misma noche, «Sir Falstaff» le llevó un té a Osgood, que estaba sentado absorto junto a la chimenea del salón. Rebecca se había retirado a su habitación a leer. Sir Falstaff parecía perdido en sus pensamientos y la bandeja se le resbaló estrellando la tetera y la taza.
– Lo siento mucho, señor Osgood -dijo el hospedero después de que su hermana barriera los añicos y recogiera con una mopa el té derramado. El hombre parecía triste por algo más que la porcelana rota.
Osgood siguió la mirada del hospedero y descubrió su punto de atención. Era una de las densas flores violetas que dejaban en la abadía: Osgood la había traído con la intención de pedirle a uno de los vendedores callejeros de plantas que la identificara.
– Qué cosa más fea, ¿verdad, Sir Falstaff? Siento mucho haber adornado su mesa con un hierbajo tan descaradamente horrendo -le dijo-. ¿No se encuentra bien? ¿Quiere que le traiga un poco de agua fría?
El hombre declinó la oferta con un gesto trémulo.
– Señor Osgood, ¿no lo sabía? Esa flor… ¡es una amapola de opio! Me siento como si me hubieran golpeado en el corazón con un mazo.
– ¡No lo sabía! -dijo Osgood a modo de disculpa, a pesar de que seguía sin entender la reacción del dueño.
El hospedero miró con expresión de fatalidad al fuego de la chimenea, se quitó la gorra y la plegó sobre su regazo.
– No podía saberlo, señor Osgood. Hace muchos años que aprendí a odiar esa planta perversa. Mi hijo no tenía más que veinte primaveras de edad y de juicio y tuvimos que enterrarle por culpa de la maligna seducción de esa planta. La casa quedó completamente vacía sin él. Por eso, cuando se fue, mi hermana y yo nos mudamos aquí desde nuestra casa en la ciudad para encargarnos de este pequeño hostal: proporcionar placer a otra gente cuando has perdido todo el tuyo es un pequeño milagro.
Osgood estrujó la flor y la guardó en el bolsillo de su chaleco como sin darle importancia. El pobre Sir Falstaff, con la cara inexpresiva y baja, no se movió.
– Pero ¿qué es esto? Basta ya de esta actitud solemne -el hospedero se levantó de repente de su silla, se puso el sombrero y recuperó la alegría-. Sí, ya basta. Ahora ¿qué le parece un poco de cerveza para levantar el ánimo?
Al día siguiente Osgood volvió a tomar el ruidoso tren a Charing Cross. Había pensado asistir a la subasta en la que se venderían las pertenencias de Gadshill en beneficio de la familia Dickens.
Se había dado tiempo de sobra para llegar a la casa de subastas situada en King Street bastante antes del anunciado comienzo «a la una en punto sin demora». Además, pensó Osgood, era el día del partido de críquet anual entre Eton y Harrow, que embotellaría las calles. Su sensación de frustración había ido en aumento las últimas horas. Cada vez tenía menos esperanza de que volviera a aparecer el paciente, pero la amapola le había hecho pensar en la figurita oriental del fumador de opio que adornaba el estudio de verano de Dickens. ¿Se habría fijado en ella mientras escribía las escenas de consumo de opio en El misterio de Edwin Drood? ¿Sería aquel objeto la fuente de sus ideas? De ser así, Osgood quería otra oportunidad para observarla detalladamente.
La gran sala de subasta de Christie, Manson & Woods era una institución en Londres y lo demostraba lo polvorienta y mugrienta que estaba. Para sorpresa de Osgood, la caldeada sala estaba abarrotada ya a las doce de la mañana. Y tampoco se trataba sólo de los habituales coleccionistas arrogantes, comerciantes mercenarios y representantes de otros compradores; codo a codo con los hombres y mujeres de la alta sociedad que vestían sus elegantes linos, la sala acogía a una multitud de personas con los sencillos atavíos de las clases trabajadoras. A1 mirar alrededor parecía que todos los personajes de cada una de las novelas de Dickens, aristócratas y llanos, pomposos y austeros, habían cobrado vida para acudir a Christie's con las carteras abiertas.
Osgood comprobó que no podía llegar contracorriente a través de la muchedumbre ansiosa hasta ninguna de las mesas cubiertas por un tapete verde más próximas al subastador. En cambio, encontró una silla libre junto a la mesa del secretario de la subasta.
Osgood marcó con un círculo dos artículos en su catálogo. Los vecinos que ocupaban las sillas que le rodeaban se miraban unos a otros suspicazmente, convencido cada uno de ellos de que los demás estaban allí exclusivamente para quedarse con el objeto que él ya había elegido de entre los efectos personales de Dickens. Los ojos de Osgood también se encontraron con los de Arthur Grunwald, el actor del Surrey, que le saludó con un teatral gesto de cabeza como si uno de ellos fuera a morir ese mismo día o, como mucho, al día siguiente. Llevaba una ancha bufanda a pesar de que hacía calor y humedad.
Uno de los primeros artículos que se presentaron entre las dos mesas fue el cuadro del Britannia que había visto en Gadshill.
– Representa el navío en el que el señor Dickens viajó por primera vez a América. Reproducido en la popular edición de Notas americanas… -salmodió el señor Woods, el subastador, desde su estrado.
La competición fue feroz.
– ¡Ochenta guineas!
– ¡Noventa!
– ¡Noventa y cinco guineas!
– ¡Cien guineas! ¡Ciento cinco!
– A la una, a las dos, ¡adjudicado!
El señor Woods bajó el martillo. Las primeras docenas de lotes fueron retratos y pinturas cuyos precios estaban fuera del alcance del pujador aficionado. Luego, el señor Woods anunció que pasaban a «los objetos decorativos antes propiedad del difunto caballero». En esta categoría de objetos, el fanático general de Dickens podía ser una competencia mucho más dura. De hecho, el rostro bien educado del señor Woods parecía revelar su gran asombro ante las cifras que llegaban a alcanzar trastos sin valor que simplemente habían sido tocados por los dedos de un hombre. Mujeres aparatosamente vestidas levantaban sus binoculares de ópera y se balanceaban de un lado a otro para ver mejor.
El ayudante mostró un gong con su maza que Dickens utilizaba para reunir a su familia en Gadshill. Mientras se libraba una batalla que subió hasta las treinta guineas, el espectador que Osgood tenía detrás susurró en tono chirriante:
– Siempre le encantaron los gongs.
Osgood, sin saber muy bien qué contestar, sonrió cortésmente.
– Oh, sí -continuó el obstinado estridente mientras aplicaba un pañuelo contra su mejilla derecha, respondiendo a una objeción que Osgood no había formulado-. ¿No se acuerda del joven cegato y su gong en la escuela del doctor Blimber de Dombey e hijo?
A estas alturas Grunwald se había hecho con un par de acuarelas que representaban la casa y la tumba de la pequeña Nell de Almacén de antigüedades. Cuando el actor se levantó para marcharse, se detuvo junto a la fila de Osgood. Le seguía pisándole los talones la misma joven que le arreglaba la chalina en el Surrey.
– Ahí está, Osgood, sentado con las manos en los bolsillos -dijo sacudiendo su negra cabellera-. ¿Ha visto lo que ha pasado?
– Sí, enhorabuena por su compra, señor Grunwald.
– No ha sido una compra. Ha sido una victoria. Se lo he arrancado de las manos a esos malvados mercachifles gracias a la entereza y la determinación. No encarné a Hamlet en el Princess sin aprender algo de valor. La gente se ha confundido con Hamlet durante siglos, ¿sabe? No es él el indeciso; él posee una determinación perfectamente normal. ¡Son los críticos los que no acaban de decidirse sobre él! Buenas tardes, señor Osgood.
Antes de salir de la estancia, Grunwald recorrió la sala de subastas con la mirada como si hubiera burlado no sólo a unos cuantos especuladores, sino a todos los presentes.
Por fin:
– Lote setenta y nueve, una fuente de pie, rosa, con pie de bronce dorado, antes adornaba la repisa de la chimenea del salón de Gadshill.
Osgood entró en la refriega rebasando su precio real de tres libras y superando las cifras de todos los demás comerciantes y admiradores hasta alcanzar las siete libras con quince. Con ese precio los derrotó.
El secretario le entregó una papeleta en la que había escrito el precio de venta. El editor salió por el pasillo a la sala contigua, donde, a cambio del pago, le entregaron la bonita pieza de cristal que sacaron de una caja donde guardaban otros artículos de la casa. Al regresar a su asiento, Osgood encontró la subasta en su punto álgido de emoción.
«¡Grip! ¡Grip! ¡Grip!», se oía por todas partes. En el centro, delante del público, se veía una urna de cristal que contenía un cuervo disecado llamado Grip que había sido la mascota favorita de Dickens y el modelo del pájaro parlanchín del mismo nombre que aparece en su novela Barnaby Rudge. Entre la algarabía de voces nerviosas se escuchaba citar las frases favoritas de Grip en la novela. La puja fue encarnizada y el martillo no cayó hasta que se alcanzaron las ciento veinte libras.
Le siguió una cerrada ovación y se oyó gritar «¡Nombre!» como forma de honrar al comprador.
– ¡Señor George Nottage, de Cheapside! -accedió el aludido campechano.
– ¿Qué sucede? -preguntó Osgood a su confidente cuando el público empezó a sisear y quejarse.
– Nottage -respondió el vecino- es el dueño de la Stereoscopic Company. ¡Demontres, sólo va a utilizar el pájaro para hacerle fotos estereoscópicas y venderlas para ganar dinero!
A Osgood le pareció que aquello era bastante extraño: una pandilla de moralistas que, en una sala de subastas, criticaban el beneficio económico en nombre de Charles Dickens. Tras unos cuantos lotes más llegaron por fin al siguiente artículo que había marcado en su catálogo: la figura de escayola de un turco sentado fumando opio. La grotesca estatuilla que había visto en el chalet suizo de Gadshill junto al escritorio de Dickens y podía darle pistas útiles para él. Pero el subastador pasó a los siguientes artículos. Mientras Woods los describía, Osgood se puso de pie y levantó la mano.
– Le ruego que me disculpe, señor Woods, pero se ha olvidado usted del lote ochenta y cinco. El turco…
– Lote ochenta y seis…
– Pero, señor, con todo respeto -continuó Osgood-, se supone que el ochenta y cinco…
El sudoroso vecino de Osgood le tiraba de la manga con una voz más chirriante que nunca:
– Si no se calla…
El martillo dio un golpe.
– ¡Ochenta y seis! -anunció Woods investido de autoridad divina, como si el número ochenta y cinco hubiera sido eliminado sin rastro de la aritmética aceptable-. ¡Noche y Mañana, dos relieves de la escuela de Thorwaldsen con marcos dorados!
Osgood se volvió a sentar derrotado. Los asistentes habían empezado a murmurar con curiosidad sobre el lote eludido, pero pronto les distrajo contemplar una entretenida contienda entre dos especuladores por los relieves enmarcados. Osgood se dispuso a abandonar la subasta con la fuente de pie en la mano.
Un hombre fornido con las manos en los bolsillos se intentaba abrir camino poco a poco entre la muchedumbre. Tenía la mirada clavada en los pies, pero Osgood observó que, de vez en cuando, le miraba directamente a él. Tal vez sólo fuera cosa de su imaginación, disparada por el disgusto que le había ocasionado la omisión del subastador. Pero entonces Osgood se volvió y miró hacia atrás. Bloqueando la salida, un hombre más corpulento y serio, con una cara como un pedernal, le miraba fijamente. Comenzó a acercársele.
Durante unos segundos Osgood intentó quitarse de la cabeza la idea de que aquellos dos hombres fueran tan amenazadores como parecían. Obligándose a ser racional, decidió poner en práctica una prueba. Se puso de pie lentamente y los dos hombres se detuvieron, se miraron el uno al otro, luego aceleraron el paso con mayor agresividad, cerrándose sobre él como las dos piezas de una prensa. El observador fornido ya no disimulaba sus miradas. Por otro lado, Osgood se encontraba acorralado por todas partes por la inmensa población de dickensistas amontonados en la sala.
Entonces Osgood sintió una mano en el hombro.
– Perdone -dijo Osgood en enérgica protesta-. ¿Le pasa algo, señor?
– Nos gustaría acompañarle al piso de arriba -respondió el hombre fornido.
– ¿Quiénes son ustedes? -preguntó Osgood-. Insisto en saber lo que quieren, caballeros, antes de ir con ustedes.
Sin dar respuesta, el hombre le agarró del brazo y empezó a arrastrarle hacia la salida que había detrás del subastador.
Osgood levantó una mano.
– ¿Puja usted, señor? -le preguntó Woods carraspeando nerviosamente.
El ayudante del subastador sostenía en alto un pequeño salero sin interés que hasta entonces no había atraído la menor atención.
– Con un valor de diez chelines, señor -dijo Woods.
– ¿Por cuánto va la puja? -preguntó Osgood en voz alta.
– Nueve chelines, señor.
– Diez guineas -dijo Osgood, y de inmediato subió su propia oferta-: ¡Diez y media!
Un murmullo se elevó del público ante la nada despreciable cantidad por el salero. Aquello parecía sugerir que el resto de los asistentes había pasado por alto su valor y otras pujas se escucharon por toda la sala hasta que Osgood la acabó en dieciocho guineas y media. Los espectadores estallaron en una salva de aclamaciones para celebrar la extravagante compra. Osgood lanzó el sombrero al aire. Esto arrojó al público a un paroxismo de excitación y todos los presentes en la sala se levantaron y aplaudieron. Osgood aprovechó la atención y la confusión para escapar de su captor.
Pero un instante después el hombre estaba detrás de él y la multitud seguía siendo demasiado densa para moverse.
Con una formidable maniobra de evasión, antes de que se diera cuenta de lo que estaba pasando, Osgood se encaramó en los hombros de dos personas. Al soltarse de ellos, casi cayó sobre la cabeza de su segundo acosador, mientras se aferraba desesperadamente a la recién adquirida fuente de pie. Osgood se colocó el objeto a salvo bajo el brazo y salió corriendo, pero al escapar de la multitud perdió el equilibrio y tropezó justo cuando cruzaba el umbral de la antesala. La fuente salió volando.
– ¡No! -gritó Osgood sin poder hacer otra cosa que esperar el momento en que se hiciera trizas.
Un hombre surgió de las sombras y atrapó la fuente antes de que cayera al suelo.
Osgood respiró aliviado. La fuente había sobrevivido. El hombre que le miraba desde debajo de un sombrero de ala ancha tenía unos ojos inteligentes y resueltos. En el ojal de su solapa lucía una carnosa flor violeta.
– ¡Todavía están detrás de usted! -dijo-. Sígame.
El rescatador condujo a Osgood a través de un pasillo de servicio de Christie's hasta el sótano y de allí a la calle. Ambos salieron a un estrecho callejón que les llevó al anonimato de las bulliciosas aglomeraciones de Londres.
– ¿Qué ha hecho usted para resultarles tan incondicionalmente interesante? -preguntó el hombre después de que miraran a su alrededor y comprobaran que no les seguía nadie.
– Sinceramente, no lo sé -respondió Osgood-. Le pregunté al subastador por un objeto que había olvidado, el lote ochenta y cinco. Está aquí, en el catálogo. Me había fijado en él en Gadshill el día que estuvo usted allí… Incluso vi cómo lo embalaban los trabajadores de la subasta al día siguiente -Osgood le entregó el catálogo.
El hombre asintió con la cabeza mientras cruzaban la animada plazoleta de edificios de ladrillo y mortero. Todos los peatones de Londres, hasta los más pobres vendedores de periódicos, llevaban una flor en la solapa, pero ninguno lucía una amapola de opio.
– Si vio usted sacar de la casa esa figura de escayola y está impresa en el catálogo, sabemos que llegó hasta las dependencias de la casa de subastas. Entonces ¿por qué iba a olvidarla? Sólo queda una suposición posible. Que fuera robada en las dependencias de Christie's cuando el catálogo ya estaba impreso y sin tiempo suficiente para corregirlo, o sea, poco antes de la una en punto. Eso explicaría que fueran detrás de usted.
– ¿Quiere decir que creyeron que yo había robado la figura? -exclamó Osgood.
– ¡Poco probable! Pero usted estaba llamando la atención sobre el hecho de su desaparición. Piénselo desde su punto de vista. Si apareciera en los periódicos un robo en la casa Christie's se enterarían todos los mejores marchantes de Londres. También repararían en que había ocurrido en una subasta importante como la de Dickens. ¿Cuántos clientes les abandonarían en favor de las casas de subastas competidoras?
Osgood se quedó pensándolo. Recordó lo que le había dicho el señor Wakefield en el Samaria sobre utilizar Christie's para sus negocios de té y decidió que le escribiría para pedirle que indagara sobre lo que había pasado con la figurita. Por el momento, Osgood se dedicó a estudiar el porte y los modales equilibrados del hombre que de un modo tan irracional se había comportado en el chalet de Gadshill.
– Quería hablar con usted, señor -dijo Osgood cautelosamente.
– Lo sé -respondió su compañero de paseo sin perder el paso.
– ¿Lo sabe?
– Me ha estado buscando en la abadía.
– ¿O sea, que vio que volvíamos allí? ¡Nos ha estado siguiendo! -exclamó Osgood.
– No, no ha hecho falta la menor investigación. Sin embargo, se aprenden muchas cosas con sólo tener los ojos abiertos, amigo mío.
– ¿Como qué? -preguntó Osgood con auténtica curiosidad, pero también como prueba la cordura del hombre.
– En primer lugar, le vi profundamente interesado en mi flor cuando coincidimos en el Rincón de los Poetas.
– La amapola de opio.
Él asintió.
– Luego, otro día, comprobé que alguien se había llevado una de mis flores. Supuse que lo más probable era que hubiera sido la misma persona que con tanta atención la contempló la primera vez: usted.
– Supongo que eso tiene lógica.
– ¿Ha recibido alguna respuesta sobre mí de sus cartas a los expertos en mesmerismo?
– ¿Cómo? -Osgood se quedó boquiabierto-. ¡Pero si he dejado a mi asistente en el hostal escribiendo las cartas de las que hablamos! Le he pedido que se encargara de ello esta misma mañana, pensando que, al faltar el señor Dickens, tal vez hubiera usted buscado dichos servicios en otro lugar. ¿Cómo es posible que lo sepa?
– ¡Ah, no lo sabia! También eso era una simple suposición, lo que es una manera mucho más cómoda de recabar información que conocerla de verdad.
Osgood estaba impresionado.
– ¿Ha ido a ver a otros mesmerizadores?
– El señor Dickens me curó por completo. No lo necesito.
– Señor, le debo mi agradecimiento por lo que podía haber pasado hoy en la casa de subastas. Me llamo James Ripley Osgood.
El hombre se volvió hacia el editor con aire militar. En esta ocasión, su lacio pelo blanco estaba peinado con un cuidado meticuloso, aunque la ropa estaba desaliñada y floja. Sus rasgos curtidos por el sol eran atractivos, grandes y cincelados. A Osgood no le sorprendía que Dickens hubiera aceptado en su casa a aquel granjero; su empeño en ayudar a los trabajadores pobres era tan grande como su empeño en escribir, porque recordaba su propia infancia humilde.
– Creo que ya está usted preparado, Ripley -dijo el hombre con una enigmática sonrisa de dientes torcidos tras adoptar sin dudarlo un apodo para el editor.
– Dijo usted lo mismo en el chalet. Pero ¿preparado para qué?
– Hombre, para descubrir la verdad sobre Edwin Drood.
Osgood tuvo mucho cuidado de no mostrar su excitación, ni siquiera sorpresa ante aquella extraordinaria declaración.
– ¿Puedo tomarme la libertad de preguntarle su nombre, señor? -respondió Osgood.
– Le pido disculpas. Estaba en una de mis fases alteradas cuando me vio en Gadshill y no me comportaba con corrección. No me presenté. ¡Qué pensará de mí! -sacudió la cabeza como reprochándoselo a sí mismo-. Me llamo Dick Datchery. Ahora que ya sabe quién soy, podemos hablar con libertad.
Rebecca recibió aviso por una nota que le llevó un mensajero de que esperara a Osgood en la sala de café del Falstaff. Cuando llegó, ella aguardó pacientemente sentada a que él dejara el sombrero y la chaqueta ligera en el colgador y depositara su cartera y un paquete cuidadosamente envuelto en papel encima de la mesa. Parecía encontrarse en un estado de excitación e impaciencia contenidas. Le relató todo lo sucedido en la subasta, su huida y lo que había descubierto en su reunión con el paciente hipnotizado.
– O sea, que sí está loco -declaró Rebecca levantando las manos-. Supongo que esto lo deja claro. No nos va a servir de gran ayuda para recordar lo que escuchó decir al señor Dickens.
Osgood hizo un gesto ambiguo.
– Señor Osgood -prosiguió ella-, ¿no me acaba usted de explicar durante un cuarto de hora que este pobre granjero se cree que es Dick Datchery, uno de los personajes de la novela inacabada?
Osgood cruzó los brazos sobre el pecho.
– ¿Qué relación puede tener hasta qué punto está completada la novela con su cordura, señorita Sand?
Rebecca observó a su patrón con un aire decididamente práctico, pero su voz, por lo general firme, temblaba de agitación.
– De algún modo, resultaría más razonable creerse un personaje de una novela terminada. Al menos, uno podría saber si su destino final es aciago o grandioso.
Osgood sonrió ante su desazón.
– Señorita Sand, admito que su escepticismo está bien fundado, por supuesto. Este hombre que se llama a sí mismo Dick Datchery ha sufrido algún tipo de trastorno mental, como vimos con nuestros propios ojos en Gadshill. Al parecer, no recuerda nada que pasara antes de empezar con sus sesiones, ni de dónde vino. Pero, sólo piense en ello, ¿y si las sesiones de mesmerismo a las que le sometió Dickens hubieran tenido algún efecto imprevisto en su ya maltrecha constitución, un efecto que pudiera sernos de utilidad? ¿Y si en el proceso de hipnosis Dickens hubiera transferido, mediante una profunda intervención, las habilidades para la investigación desplegadas por el personaje de ficción de Datchery a este hombre? ¡Ese hombre incluso hablaba como Dick Datchery! Fíjese en esto.
Rebecca observó desconfiada cómo Osgood sacaba de la cartera unos libros que dijo había adquirido en Paternoster Row de regreso al hotel. Cada uno de los volúmenes trataba un aspecto del espiritismo o el mesmerismo.
– Este libro habla del fluido de la vida que nos recorre. De la capacidad de ahuyentar el dolor y reparar los nervios a través de las fuerzas magnéticas…
Rebecca, que escuchaba incrédula la terminología de su patrón, dejó de golpe la taza que acababa de llevarse a los labios.
– ¿Qué le pasa, señorita Sand?
– Algunos de esos títulos son los mismos que había en la biblioteca de Gadshill.
– ¡Sí, es cierto!
– Señor Osgood, usted no quiso que examinara esos libros en la biblioteca de Gadshill. Entonces dijo que no creía ni un poquito en esos fenómenos.
– Y no he cambiado de idea. Pero Mamie Dickens y su hermana Katie confirmaron en la abadía lo mucho que Charles Dickens creía en ellos. Mamie incluso declaró que el mesmerismo había dado buen resultado en ella. Si Dickens, intencionada o accidentalmente, transmitió a ese hombre más información sobre la novela, incluso aunque él no lo sepa de manera consciente, ésta podría ser nuestra oportunidad, la mejor oportunidad para marcharnos de Inglaterra con más información que cuando llegamos. La mente de este hombre, por muy perturbada que esté, puede contener en su interior las últimas hebras del hilo argumental de El misterio de Edwin Drood.
– ¿Qué propone usted?
– Tratarle como si fuera Datchery. Dejar que continúe las investigaciones. Quiere que nos veamos esta noche en la abadía. Ha prometido llevarme a un lugar secreto donde dice que encontraremos las respuestas que buscamos.
Rebecca miró con los ojos entornados al paquete que había sobre la mesa.
– Eche un vistazo -dijo Osgood orgulloso-. Eso es lo que compré en la subasta antes de que se lanzaran tras de mí por preguntar dónde estaba la figura.
Ella abrió un lado del papel.
– ¡La fuente de pie de cristal que estaba en la chimenea de Gadshill!
– Quería devolvérsela a la señorita Dickens, he pensado que sería una pequeña muestra de nuestra gratitud a la familia.
El corazón de Rebecca se aceleró ante aquel gesto de cortesía, pero experimentaba sentimientos contradictorios y tenía la boca seca.
– Es -tragó saliva- muy amable por su parte.
– Gracias, señorita Sand. Tengo que prepararme para la excursión. Este tipo de traje sería un fenómeno extraño donde iremos esta noche, según dice Datchery -citó a su nuevo amigo complacido-. Me temo que no he traído nada realmente apropiado. Pero usted ha estado sacudiendo tanto la cabeza que se le están soltando las cintas de la capota.
– ¿Ah, sí? -respondió inocentemente-. Es sólo porque no me gusta no saber adónde va a ir. Con un hombre en un estado mental inestable y potencialmente perturbado como guía en una ciudad que no conoce… ¡Piénselo!
Osgood asintió.
– Había pensado ponerme en contacto con Scotland Yard para pedir escolta policial, pero lo más seguro es que eso espantase al hombre que me tiene que guiar. Soy editor, señorita Sand. Sé lo que eso significa. Significa que, con mucha frecuencia, tengo que encontrar el medio de creer en las personas que creen en otras cosas, cosas a las que a menudo puedo no ser en absoluto proclive. Una historia, una filosofía…, una realidad diferente a la que siempre he conocido o conoceré.
Mientras Osgood se preparaba para su expedición Rebecca permaneció sentada con la mirada fija en las hojas del té como si éstas también estuvieran dotadas de los atributos espirituales o proféticos que su patrón parecía querer encontrar en su nueva amistad. No podía evitar sentirse en cierto modo perdida por esa decisión y por cómo su jefe había llegado a ella.
Osgood regresó con un traje sólo un poco menos formal.
– Me temo que seguiré llamando la atención -dijo sonriendo-. Por cierto, hoy hemos recibido una carta de Fields -prosiguió Osgood cambiando de tema con un relajado tono comercial. Se llevó una mano inquieta a la nuca-. Ya sabe que Houghton y su esbirro Mifflin son como las dos hojas de una tijera. Han sacado una publicación para competir directamente con nuestra revista juvenil y están invirtiendo en ella. Y el Mayor anuncia que los hermanos Harper van a abrir oficinas en Boston, ¡sin duda para intentar ocasionarnos todavía más problemas! Harper no se equivoca. No puedo mantenerme al margen de la realidad del negocio, al menos si quiero continuar con lo que ha construido el señor Fields. Y demostrar que puedo ser un editor del mismo calibre, que puedo descubrir el último Dickens. Señorita Sand, tengo que intentar todo lo que se me ocurra.
– Tiene que hacerlo -dijo ella.
– Pero usted no está de acuerdo -dijo Osgood. Al verla titubear, añadió-: Por favor, señorita Sand, hábleme de esto con entera libertad.
– ¿Por qué me pidió el otro día que le acompañara a Chapman & Hall, señor Osgood?
Él fingió no entenderla.
– Pensé que tal vez tendríamos que copiar documentos, en el caso de que nos hubiera dado alguno. ¿Qué tiene que ver con todo esto?
– Perdone que se lo diga, pero a mí me dio la impresión de que estaba allí sólo para ser, en fin, femenina.
Osgood parecía estar deseando hablar de otra cosa, pero la resuelta mirada de Rebecca no le iba a permitir cambiar de tema.
– Es cierto -respondió él por fin- que en mi visita anterior a la empresa había notado que no había mujeres empleadas y deduje que el señor Chapman era el tipo de hombre vanidoso que habla con mayor soltura en presencia de una mujer guapa. Usted me dijo que quería ser de utilidad en este viaje a Inglaterra.
El color de las mejillas de Rebecca se encendió indiscretamente ante el inoportuno cumplido.
– No por ser guapa.
– Tiene razón, no debería haber hecho eso con Chapman, al menos sin antes explicarle mis planes a usted. Sin embargo, debo señalar que está usted exageradamente molesta por este asunto.
– Puede que yo no tenga tanto talento como la señora Collins para hablar sin rodeos y hacer insinuaciones de matrimonio la primera vez que veo a alguien -dijo Rebecca plantándose con las manos en jarras.
– Señorita Sand… -dijo Osgood aturullándose nervioso de un modo que alteró aún más a Rebecca-. Toda esta conversación me resulta inexplicable.
Rebecca supo que aquello marcaba el final del intercambio de opiniones y que no debía haber hablado a su patrón de aquella manera. Pero su mirada no dejaba de irse hacia la fuente de pie de cristal, cuyo reflejo distorsionado le atormentaba como un demonio interior.
– Me doy cuenta de por qué Mamie puede ser mucho más persuasiva que yo -añadió-. Sería un buen partido para cualquier hombre. Es una Dickens.
– ¡Señorita Sand! -profirió impaciente Osgood-. La he traído aquí para que me ayude y para ayudarla a superar la muerte de Daniel. Tal vez la idea de traerla conmigo haya sido un error. Pensar que tengo intenciones con Mamie Dickens porque es una… ¡No busco una Dickens! -parecía tener otra frase en la punta de la lengua, pero se la tragó.
Osgood consultó su reloj de pulsera, salió de la estancia y sus pasos se pudieron escuchar bajando a toda prisa las escaleras del hostal. Rebecca se quedó de pie, asustada. Asustada por lo que acababa de pasar entre ellos, asustada por lo que su disputa pudiera significar para su futuro en Boston, asustada por lo que pudiera acontecer a Osgood en las oscuras esquinas de Londres.
El dacoit del opio había sido capturado. Ahora había que interrogarle para sacarle más información sobre el crimen, incluido el paradero del opio robado. Fuera de la habitación donde este interrogatorio iba a tener lugar, Mason y Turner, de la Policía Montada bengalí, intentaban tener paciencia.
– Me sorprende que le encontráramos oculto cerca de su aldea familiar -dijo Mason-. ¡Un lugar muy evidente para que se esconda un ladrón fugado!
Turner hizo una mueca desdeñosa.
– No lo bastante evidente, ¿no te parece, Mason? Perdimos toda la tarde apostados en las montañas esperándole mientras Dickens tenía la puñetera suerte de tropezarse con él.
– ¿Cree que el inspector de la Policía Especial tendrá suerte en este caso, Turner?
– Puñetera suerte. Eso es lo que tiene Frank Dickens.
– ¿Eres inocente del robo de ese opio?
El ladrón hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
– Tengo entendido que eso es lo que les has estado contando a nuestros policías montados -dijo el inspector delegado-. Sin embargo, eres un dacoit reconocido. Échate ahí, hijo mío.
El ladrón se echó en el chabutra con la atenta ayuda del inspector, que le ofreció una mano para situarse de manera que los pies le quedaran en la parte alta de la plataforma y la cabeza en la más baja. Tembló de miedo ante lo que sabía que le esperaba.
– La budna, por favor -dijo el inspector a su ayudante. Luego miró al prisionero frunciendo el ceño, como si le pidiera disculpas por una pequeña descortesía personal.
– He oído que se ha quedado mudo como una esfinge egipcia.
– No murmures -gruñó Turner en respuesta y luego añadió-: No se ha quedado mudo.
– Apenas ha dicho una sola palabra desde que le arrestaron -señaló Mason-. Eso es lo que quería decir. Incluso cuando le azotaron brutalmente. ¿Podía usted imaginar algo así después de ver cómo capturamos a su amigo con su carabina y mi espada? Claro, que tuvo que saltar por la ventana del tren; aquél perdió la cabeza.
Turner gruñó.
– Dickens dice…
– ¿Qué?
– El comisario Dickens dice que el ladrón está asustado. Que está ocultando algo más que el robo.
– Dickens, ¡ese granuja tartamudo! -respondió Turner-. Fue el quien hizo llamar al inspector. Yo podría haberme encargado de esa labor perfectamente; dame un látigo o una vara y uno de esos paganos de piel oscura cuando quieras, no hace falta llamar a ninguna fuerza especial -Turner separó su silla y se alejó por el pasillo.
– ¿Turner? ¿Adónde va? Todavía tenemos que recoger al prisionero cuando acabe el inspector.
El inspector situó la budna, una vasija de cobre con una embocadura alargada, encima del prisionero. Derramó agua lentamente sobre el labio superior del sujeto. El agua corrió por las pequeñas grietas de sus labios y formó charcos alrededor de las fosas nasales que provocaron en el hombre espasmos de ahogo.
Mason se levantó de su silla tembloroso.
– ¿Le está oyendo gritar, Turner? Hiela la sangre. Turner se giró hacia atrás y miró por la pequeña ventana cuadrada de la puerta por la que salían los gritos; de repente, pareció asustado.
– ¿Qué crees que dirá, Mason?
Los ojos del ladrón se llenaron de lágrimas y parecía que fueran a reventar.
– Ahora siéntate -dijo el inspector sin perder la sonrisa y pasándole la vasija de cobre a su ayudante.
El ladrón tardó unos minutos en recuperar el aliento.
– ¡Lléveme ante el babu, por favor! -dijo tan pronto como pudo articular palabra-. Lo confesaré todo, señoría, y le contaré mis otros robos, pero basta ya, ¡por el amor de Dios! ¡Lléveme ante él!
– De inmediato, hijo mío -el inspector ayudó al prisionero a ponerse de pie-. ¿Y nos dirás dónde has escondido el opio? -añadió.
– ¡Sí! ¡Sí! -dijo el ladrón.
Mientras le interrogaban, Frank Dickens se dedicaba a buscar otras respuestas, respuestas que no creía que pudiera suministrar el forajido. Para eso, necesitaba viajar a la aldea en la que había vivido su socio en el crimen, el famoso Narain.
No estaba siendo un viaje agradable. Los nativos corrían llevando sobre los hombros los dos pares de pértigas, delantera y trasera, de un palanquín o palki. En el interior del palki, tirado sobre una delgada manta, estaba el magullado viajero. Frank intentaba dormir y los nativos cantaban a la diosa Kali para que les diera fuerza. ¿Cuándo se librarán de sus dioses y diosas, se preguntaba Frank mientras se balanceaba dentro de la desvencijada estructura. No era el calor de la noche, ni el primitivo cántico de los nativos lo que le impedía dormir a lo largo de su trayecto nocturno, sino el desagradable olor de la antorcha hecha con trapos sucios y aceite rancio que iluminaba el camino del palki, situada en el frente del vehículo.
Al cabo de un rato se detuvieron. Frank se revolvió, dándose cuenta de que se había quedado dormido, y se preguntó qué habría soñado. Al parecer, en India nunca recordaba los sueños. Era por la mañana y el comisario Dickens había llegado a la lejana aldea bengalí que era su destino. No salió a recibirle ningún magistrado ni funcionario nativo, porque premeditadamente no había avisado con antelación de su llegada.
En el camino que llevaba a un templo ruinoso que se veía a lo lejos los fértiles campos estaban salpicados del rojo violáceo de las amapolas de opio. Las amapolas sustituían la mayoría de los cultivos alimentarios y dejaban el resto de la tierra seca y quebradiza.
Mientras cruzaba los campos de opio con el latón de su uniforme de policía destellando al sol de la mañana, vio a los ryots o granjeros campesinos, hombres, mujeres y niños. Rascaban el residuo de las amapolas con un sittooha de hierro y lo metían en recipientes de barro. Después la droga sería empaquetada para su envío en bolas por largas hileras de nativos en almacenes controlados por británicos. Frank sintió que le recorría una oleada de náuseas al pasar junto a las amapolas de acre olor. Un ryot levantó la mirada del azadón con el que estaba trabajando, lo soltó y salió corriendo. Dickens localizó el trozo de tierra que estaba trabajando y vio que lo que cultivaba en él era arroz. Frunció el ceño. El opio estaba autorizado, el arroz era ilegal.
El gobierno británico pagaba a los ryots por cultivar opio en lugar de otros productos, pero también lo exigía a punta de bayoneta cuando era necesario hacerlo.
Dickens sabía que aquélla era una de las aldeas más pobres, en permanente lucha contra la amenaza de hambruna por la pérdida de su agricultura natural. Tres años antes, durante la hambruna de Orissa, la inanición se había extendido rápidamente por aldeas como aquélla. Entre los policías y funcionarios ingleses se decía que los padres se comían a sus hijos vivos. El Gobierno no quería que el cultivo de opio ganara una mala reputación entre los moralistas de Inglaterra, de manera que el Ejército llevó toda la comida que le fue posible a las aldeas más pobres. Aun así, más de quinientos mil acres de Bengala se dedicaban al cultivo de opio en cualquier época y ningún envío de alimento podía subsanar esa deficiencia en la agricultura.
El río adyacente, que una vez bulló con el comercio de ida y vuelta con Calcuta, discurría pacíficamente ahora que los británicos habían acabado la construcción del ferrocarril para transportar más rápido el opio y las especias. En vez de la actividad del pasado, ahora hombres, mujeres y niños se bañaban y jugaban en sus aguas. Los mayores rezaban y charlaban mientras los niños chapoteaban por allí. Todos los habitantes de la aldea iban a aquella hora temprana, porque más tarde haría todavía más calor.
Tras preguntarle la dirección a un grupo de nativos semidesnudos, Frank, secándose la frente y bebiendo agua, llegó a una cabaña de barro en un callejón estrecho. A un lado de la casa había una pila de plantas secas, animales muertos y basura. Un olor todavía más fuerte le atacó desde arriba. Pegados a las paredes de la casa, pegotes de excremento de vaca se calentaban y secaban al sol para ser utilizados como combustible. Una llamativa mujer joven, descalza y con la cabeza descubierta, preparaba comida en el porche. No había encendido el fuego, señal de que estaba de luto. Un bebé desnudo buscaba el equilibrio apoyándose en las dos piernas de la mujer. Las moscas volaban alrededor de la mujer, el niño, el grano, la mantequilla.
– ¿Es usted la viuda de Narain? -preguntó Frank Dickens dando un paso al frente.
Ella asintió.
– Fueron mis agentes los que, hace unas semanas, le detuvieron en la provincia de Bagirhaut después de que robara opio con otros cómplices.
– Ésta es una aldea muy pobre, señor -señaló la viuda sin la menor sombra de disculpa en su fuerte voz-. Trabajó en el campo hasta que hubo demasiados trabajadores y poca tierra que trabajar.
La cabaña estaba sorprendentemente limpia. Frank vio los aperos de labranza, un arado tosco, una hoz rota, colgados del techo, sin usar hacía mucho tiempo. En el dormitorio había una cama hecha de cuerda y madera, y un solo libro sobre los dioses hindúes en un hueco de la pared con espacio para algunos volúmenes más. Dando a la cama el uso de sofá, Frank se sentó y hojeó las páginas del libro hindú.
Volviendo a la viuda, que ahora estaba amamantando al niño, le preguntó si el libro pertenecía a su marido. Ella asintió con la cabeza.
– ¿Leía a menudo?
– Nunca le faltaba un libro.
Después de preguntarle por la dirección del librero al que había vendido los demás libros, Frank cruzó la aldea y encontró el puesto en un extremo tranquilo del bullicioso bazar.
– La viuda de Narain le ha vendido algunos de los libros de su marido, según tengo entendido. Tratados de mitología y religión hindú. ¿Lo recuerda?
El librero se bajó las gafas y miró al inglés.
– ¡Perfectamente!
– ¿Y todavía los tiene en su puesto?
– Creo que sí, buen señor. Pero todos los libros están mezclados.
– Le compraré todos los libros que tenga de esos temas.
Aquella noche, después de su viaje de regreso en el desvencijado palki, Frank se reunió con el inspector que había interrogado al fugitivo capturado.
– Ah, sí, superintendente, le ha confesado todo al magistrado de su pueblo. Estos dacoits no son tan resistentes al malestar físico como los thugs que tuve que entrevistar en otros tiempos.
– ¿Cree usted que le ha dicho la verdad? -preguntó Dickens.
– Sí, pero…
– ¿De qué se trata, inspector?
– Sólo que, aunque me ha dicho la verdad, me da la impresión de que hay más que no dice, como si tuviera miedo, una clase de miedo diferente al que le puedo infundir yo en el chabutra. Es posible que el ladrón guarde un secreto que sigue sin contarnos. Su subalterno Turner ha pasado todo el día intentando descubrir qué pasó. Está bastante obsesionado con este asunto.
Dickens ignoró este comentario.
– ¿Le ha dicho el ladrón dónde encontraremos el opio robado?
– Le advertí que no jugara conmigo. Me ha dibujado un mapa.
– Recuperar el opio debe ser nuestra máxima prioridad. Luego me ocuparé de su secreto y del agente Turner.
«Datchery» le estaba esperando en la abadía aquella noche. Loco o cuerdo, se podía confiar en que estaría donde había dicho que estaría, pensó Osgood. Puntualmente loco. Datchery (porque Osgood no conocía más que aquel ridículo nombre para referirse a él) agarró al editor del brazo y se pusieron a caminar por las húmedas calles. Una molesta lluvia vespertina había confinado a la gente en sus casas. Pero a medida que los dos hombres se iban adentrando más y más en los barrios del este de Londres se notaba más animación; si el resto de Londres se calmaba al caer la noche, aquel lugar empezaba a despertar. En contraste con las débiles y crepitantes farolas de la calle, las tabernas y bares arrojaban una iluminación deslumbrante por sus ventanas. Letreros luminosos anunciaban servicios telegráficos a India para comunicarse con familiares y marineros; en carteles se anunciaban relojes y sombreros nuevos. Los marineros llegaban dispuestos a gastarse hasta el último penique en su poder antes de volver a zarpar por la mañana. Lloviznaba a un ritmo irritantemente lento sobre los dos hombres que seguían su camino. Un líquido turbio corría por los desagües y para cuando era engullido por los sumideros se había convertido en algo que no se parecía en nada al agua. Los hombres dejaron las calles anchas para entrar en un laberinto de callejones, patios, callejuelas y pasadizos. Estaba el Puente Sangriento, así llamado por la cantidad de gente que había elegido aquel lugar para acabar con su vida y bajo el cual el agua se parecía más al barro.
– ¿Vive usted por aquí cerca? -preguntó Osgood.
– No, no -dijo Datchery-. Yo no vivo en ningún sitio.
– ¡Vamos! -objetó Osgood al escuchar semejante disparate.
– Quiero decir que soy más pobre que el pavo de Job, de manera que me alojo principalmente en habitaciones alquiladas y pensiones, para que ellos no puedan encontrarme.
– ¿Para que no puedan encontrarle quiénes, señor Datchery? -inquirió Osgood, pero el tema quedó relegado por la actitud impasible de Datchery y los lejanos gemidos y gritos inhumanos que se escuchaban a su alrededor. Osgood probó con otra pregunta-. ¿Adónde vamos?
– Cuando lleguemos a donde tenemos que parar, pararemos -dijo Datchery-. Aunque yo soy el guía, no soy yo el que guía.
– ¿Quién es el guía entonces? -preguntó Osgood a sabiendas de que no recibiría respuesta alguna, probablemente porque no existía.
Hombres y mujeres enfermos se arrebujaban en las esquinas. Los enviados de las casas de misericordia recogían vagabundos, en su mayoría mujeres con niños pequeños, algunas con tres bebés en equilibrio entre sus brazos. Osgood sabía que Dickens había realizado aquel tipo de paseos, incursiones en los rincones perdidos de Londres para observar e inmortalizar a sus habitantes. Como un geólogo, Dickens había construido sus libros excavando todas las capas de vida bajo la ciudad.
De vez en cuando la expresión de Datchery se apagaba y perdía el brillo, y a veces los ojos parecían instrumentos más claros y agudos que un momento antes.
Se encontraban en la zona más inhóspita que Osgood hubiera visto en Londres. De hecho, el editor sólo hallaba consuelo en el hecho de que ninguno de los componentes de la lenguaraz masa humana con los que se cruzaban (que, por su aspecto, podrían haber pasado las horas de luz diurna a bordo de barcos o robando) se les había acercado todavía. Algunos les desearon unas sarcásticas «buenas noches» desde ventanas o portales abiertos. Entonces Osgood se percató de que su compañero llevaba un largo garrote. En realidad era algo más complicado que un garrote. En el extremo superior llevaba un gancho y un pincho que sobresalía por un lado.
Datchery notó el interés de Osgood y dijo:
– Sin esto ya nos habrían robado hasta la camisa, estimado Ripley. ¡Estimadísimo Ripley! ¡Esto es Tiger Bay y estamos llegando a Palmer's Folly! -los mismos nombres sonaban como advertencias.
En un estrecho patio había un callejón sin salida al que se accedía bajo un destartalado arco y que acababa en un edificio de tres pisos de ladrillo ennegrecido con una puerta negra y ventanas cegadas. A cada uno de sus lados se levantaban una taberna y una pensión de mala muerte. Al caminar, los pasos de los dos hombres producían un crujido quebradizo. Osgood tardó unos minutos en darse cuenta de que el camino estaba cubierto de huesos de animales y espinas de pescado. Delante de la taberna se había formado una columna de personas de ambos sexos y todas las razas que se empujaban unas a otras para conseguir tener una visión mejor de los escalones de la entrada.
Un hombre llamado el Rey del Fuego llevaba a cabo una exhibición en ellos. Ofrecía, a cambio de una recompensa en billetes pequeños, demostrar su poder de resistencia a toda clase de calor. «¡Poderes sobrenaturales!», prometía a la multitud.
Entre los aplausos y vítores de sus arrebatados seguidores, el Rey del Fuego tragó tantas cucharadas de aceite hirviendo como compraron las donaciones y sumergió las manos en una cacerola de «lava derretida». A continuación, el Rey cruzó las puertas abiertas de la taberna y, por una tarifa algo más alta que la filantrópica muchedumbre aportó de buen grado, allí se introdujo en el horno de la taberna junto a una pieza de carne y no salió hasta que la carne (un filete crudo que había mostrado a su público) estuvo cocinada.
Sin embargo, los dos peregrinos en esta región no permanecieron fuera el tiempo suficiente para verlo, porque Datchery se había acercado a la puerta negra y llamaba ya a ella. Un hombre recostado en un sofá zarrapastroso y desgastado les franqueó la entrada a un pasillo tras el cual subieron unas escaleras estrechas en las que todos los escalones crujían bajo sus pies; tal vez por su estado de deterioro, tal vez para advertir a los ocupantes. El edificio olía a moho y… ¿a qué más? Era un olor denso, embriagador. Entraron por error en una sala en la que se veía un piano con unas pocas personas de público enfrente; todos se volvieron a mirarles y no movieron un músculo hasta que se fueron. Camareras y bailarinas se sentaban junto a, o en las piernas de, marineros y oficinistas. Uno de los miembros del público parecía sostener un puñal entre los dientes.
Osgood no podía ni imaginar qué tipo de exhibición se llevaría a cabo cuando ellos se fueran, ya que no se había escuchado música de piano en el tiempo que llevaban en el edificio.
Siguieron subiendo entre el humo y la bruma.
– Aquí -dijo Datchery con escalofriante rotundidad-. Tenga cuidado, señor Osgood, todas las puertas en la vida pueden conducir a un reino desconocido o a una trampa fatal.
La puerta se abrió a la oscuridad y el humo.
– ¡Nada de armas! -ése fue el saludo pronunciado por una voz grave que parecía pertenecer a una mujer.
Datchery dejó el garrote en el pasillo, al otro lado de la puerta.
Tras un breve y lento ajetreo, se encendió una vela. La exigua habitación estaba abarrotada de personas, la mayoría enroscadas unas junto a otras encima de una cama hundida. Algunas estaban dormidas y otras tantas parecían estar a punto de hacerlo en cualquier momento. A los pies de la cama se sentaba una mujer de pelo plateado demacrada y nerviosa que sostenía una varita de bambú larga y fina.
– Acordaos de pagar, queridos, ¿estamos? -saludó a los recién llegados-. A Yahee, el del otro lado del patio, le ha caído un mes de prisión por mendigar. ¡De todas maneras él no la mezcla tan bien como yo!
La mujer manipulaba una sustancia negra pegajosa sobre una pequeña llama. Tirado en la cama se encontraba un hombre chino en trance profundo, y un marinero lascar con la boca abierta murmuraba para sí, ambos con los ojos brillantes y vacíos. De la boca del lascar se escapaba la saliva entre los dientes podridos y corría sobre las llagas como cráteres de sus labios. Trapos y sábanas colgaban de una cuerda puestos a secar en medio del humo. ¡El humo! Mientras la mujer levantaba la pipa de bambú, Osgood reconoció el olor repulsivo del opio.
Osgood pensó en los libros de Coleridge y De Quincey, dos escritores que, como casi todo el mundo, incluido Osgood, habían tomado opiáceos de la farmacia para paliar los dolores del reuma y de otros padecimientos físicos. Pero los escritores habían consumido en cantidad suficiente para experimentar el torbellino de éxtasis y postración que el opio ejercía en el cerebro. Como De Quincey había escrito en una serie de confesiones publicadas antes de que se convirtiera en el lema de miles, «Ahora la felicidad se puede comprar por un penique y llevarse en el bolsillo del chaleco». Osgood pensó también en la acusación de la policía contra Daniel Sand, que tan lejos quedaba en Boston, asegurando que el muchacho había abandonado todo por la exaltación y el placer del consumo de opio.
– La que tiene Sally es mejor que la de Yahee… Pagaréis como corresponde, ¿verdad, queridos? -repitió la jefa del establecimiento-. Aspirad esto. Después de pagar, naturalmente.
Mientras recitaba sus consignas, una joven menuda que estaba en el otro lado de la inmunda cama de Sally se cayó al suelo con un gemido.
– ¿No se encuentra bien? -preguntó Osgood. Sally le explicó que la joven se hallaba en un estado de sueño pacífico, mejor que si estuviera en la sucia y espantosa tasca donde solía llevarla su madre.
Entonces Osgood cayó en la cuenta. De repente era capaz de poner nombre a la sensación que había experimentado al entrar en aquel lugar. Era una palabra que nunca habría adivinado. Familiaridad.
Ser testigo de aquella inmundicia era como mirar fotografías de escenas de El misterio de Edwin Drood. Le recordaba a la primera escena del libro, cuando el pervertido John Jasper se refugia en sus sueños de opio mientras se dispone a poner en marcha sus malévolos planes contra su sobrino Drood; y la Princesa del Humo era la vieja que preparaba el opio e interrogaba a sus visitantes. También era como la escena que habían montado en el teatro Surrey, sólo que aquí con la aportación del olor real de la droga y su desesperanza.
Aquí tienes otra preparada para ti, queridito. Recordarás, como buena persona que eres, que los precios del mercado últimamente se han puesto por las nubes, ¿verdad que sí?
¡Quedaba demostrado que la expectativa de Osgood no estaba fuera de lugar! Algo debía de haber asimilado Datchery, consciente o no, del proceso de escritura de la novela si conocía aquel sitio. Entonces, una impresión menos tranquilizadora tensó sus nervios al girarse y mirar a Datchery, que estaba detrás de él. Datchery y Sally se miraban con la confianza de un pretendiente y su antiguo amor.
Un movimiento inesperado y repentino desvió la atención de Osgood: cuatro ratones blancos corretearon por una estantería polvorienta y pasaron por encima de los ocupantes de la cama. Sally les aseguró que eran mascotas muy dóciles y, tras unos cuantos intentos torpes, logró encender otra vela, como si quisiera demostrar lo tremendamente civilizado del uso de dos velas. La luz descubrió una escalera de mano que subía hasta un agujero en el techo. En el tiempo que llevaban allí de pie había abandonado la habitación un marinero malayo, y un mendigo chino había entrado, salido y vuelto a entrar. Sally habló con este último, al parecer, de su habitual cobro por adelantado del opio, sólo que esta vez en chino. También sermoneó a un cocinero bengalí, al que llamó Booboo, que parecía no ser sólo comprador de opio, sino también su inquilino y sirviente.
La transacción era siempre la misma. Después de recibir un chelín del cliente, la traficante tostaba una espesa bola negra, que había mezclado lentamente con una aguja, sobre la llama de una lámpara rota. Cuando ya estaba bastante caliente, introducía la mezcla oscura en la cazoleta de una pipa de bambú, que no era más que un tintero de cristal viejo con un agujero practicado en el costado. Entonces el cliente aspiraba por el extremo de la sibilante pipa hasta que se consumía el opio, por lo general al cabo de un solo minuto, como mucho.
Mientras preparaba la mixtura, Sally clavó la mirada en Osgood, impaciente ante la falta de pago. Incluso uno de los adormilados fumadores de opio parecía haberse interesado en el bien vestido editor. Osgood había descubierto en ese rato entre los trapos húmedos que cubrían el suelo un pequeño folleto o panfleto entre otros papeles sucios. Aunque la luz era demasiado escasa para distinguir los detalles, le pareció que ya había visto antes la maltrecha portada del librito.
– Bien, queridos -dijo Sally, la jefa del opio, un poco enfurruñada-, ¿buscáis algo más aquí, aparte de unas cuantas caladas? -entretanto, también el lascar había logrado ponerse en pie y les miraba fijamente.
Osgood sintió una segunda oleada de náuseas ante el renovado aumento de los vapores. Al arrodillarse para tomar una bocanada del aire más limpio que había junto al suelo, aprovechó para deslizar el librito en el interior de su bolsillo. Datchery le preguntó si se encontraba bien.
– Un poco de aire -respondió Osgood aturdido por haberse agachado. Encontró la puerta y bajó un tramo de escaleras hasta una ventana abierta que había en el descansillo. Sacó la cabeza y cerró los ojos, que aún le ardían por el humo. Cuando volvió a abrirlos se dio cuenta de que tenía la vista borrosa por las lágrimas y trató de secarse los ojos con el pañuelo. El aire en la cara le alivió; a pesar de ser caliente, parecía la brisa del océano comparada con el caldero de arriba.
Entonces sacó el librito del bolsillo y sus sospechas se vieron confirmadas. Tenía en sus manos la última entrega de El misterio de Edwin Drood, la misma que había visto salir de Chapman & Hall el día de las revistas.
– ¡Drood!-dijo para sí. ¿Cómo demonios habría llegado allí también? Qué verdad era que a Charles Dickens se le leía en todas partes.
Al volver a subir las escaleras, firmemente aferrado a la barandilla, sintió que la vista se le nublaba otra vez según se acercaba a la oscura habitación del opio. Ahora, la entrada parecía un bloque sólido de humo. Dos pasos más allá de la puerta se sintió cegado y dio con algo tirado en el suelo. Cuando miró para abajo al tiempo que caía hacia adelante comprobó que acababa de tropezar con Datchery, que estaba tumbado. Osgood sintió que le agarraban y empujaban contra la pared, donde el lascar le inmovilizó y le propinó un puñetazo en el estómago.
– ¡Basta! ¡Ripley! -el grito provenía de Datchery, que se levantó del suelo y se lanzó tambaleándose contra el agresor. Datchery luchó con el lascar, pero Booboo, el bengalí, le apartó con fuerza y volvió a tirarle al suelo, donde quedó inconsciente por el golpe.
Osgood, cegado por las lágrimas y la sangre, intentó salir de la habitación a tientas, pero el lascar le agarró y le atizó con los puños una y otra vez, derecha e izquierda, aplastándole contra la pared. Luego le abrió el chaleco de un tirón y le registró los bolsillos. Osgood podía oír cómo Booboo, agachado en el suelo, desvalijaba del mismo modo al inconsciente Datchery.
Su cuerpo perdió toda la fuerza y Osgood notó que se derrumbaba contra la pared dándose un fuerte golpe en la cabeza. De repente, todo acabó. Gritos. El lascar se desplomó con la cabeza inerte hacia un lado. Booboo pareció volar por la habitación salpicando sangre en su vuelo. Sally salió atropelladamente hacia la escalera de mano y, como uno de sus ratones, subió los travesaños a toda velocidad y desapareció. Osgood se vio nuevamente asido de ambos brazos, pero por una persona diferente.
Entre brumas, el editor creyó reconocer a la figura que le había agarrado.
– ¡Imposible!
Conocía a su asaltante. ¡Cómo era posible que estuviera allí! La gigantesca figura se cernía sobre él agarrándole violentamente de la parte alta del brazo. Unos segundos después, Osgood cayó al suelo y todo se volvió negro a su alrededor.
Lo siguiente que sintió fue que despertaba rodeado de oscuridad. Su ropa estaba empapada y revuelta. Curiosamente, se encontraba en un estado de pacífica ensoñación; la llamada del sueño, el rumor del océano, un inmóvil cielo estrellado, esto era todo lo que experimentaba. El aire se había vuelto de un azul denso y alargó una mano para tocarlo.
Luego, un pensamiento impreciso perforó la paz. Peligro: tuvo que buscar la palabra a pesar de que debería haber sido evidente. Él estaba en peligro. Una serpiente, primero amarilla y negra y luego toda amarilla, pasó reptando a su lado, casi tocándole; y habló, o alguien habló, y luego diez, quince, cincuenta voces se escucharon a la vez intentando sumergirle en un coro incoherente.
Pensó en Rebecca, que le había advertido… Rebecca, que tan leal había sido y que creía que podían culminar con éxito su misión… Rebecca, a la que ahora sabía que había amado desde la primera vez que la vio. Sintió ganas de llorar, creyendo que con eso, derramando lágrimas, aliviaría una parte de su desoladora frustración, pero no lo consiguió. Sin levantarse, porque eso parecía estar fuera de su alcance, buscó alguna señal de Datchery.
Tenía ganas de cerrar los ojos pero sentía que, si lo permitía, no sería capaz de abrirlos otra vez. Sus ojos ganaron la lucha y Osgood volvió a caer en la oscuridad.
El cazador de las cloacas entró con cuidado en la sección más baja del túnel. Al contrario que la mayoría de sus colegas, Steve Williams había logrado conservar sus caras botas de cuero altas hasta la rodilla. Eso le proporcionaba una gigantesca ayuda para vadear la basura y el lodo borboteante que llenaban las dos mil millas de alcantarillado que recorrían el subsuelo de Londres.
Armado de una larga vara de hierro con una azada plana en la punta, Steve hurgó en una grieta en la que había algo alojado. Abrió la portezuela de la lámpara que llevaba colgada de la cintura para poder ver con mayor claridad en el aire opaco y viciado.
– ¡Dios bendito! -dijo para sí alargando un brazo para extraer dos cuchillos de mesa fabricados en plata-. ¡Dios bendito, plata! -exclamó guardándoselos en el bolsillo. Aquello, unido a la jarra para la leche en oro que había encontrado el día anterior, le confirió a Steve una recuperada sensación de heroico triunfo. Distinguió un bulto sobre el enfangado suelo cerca del desagüe del lado este. Al empujar el mazacote de limo con la azada, un tropel de ratas del tamaño de gatos pequeños pasó corriendo por su lado. Steve avanzó la distancia de dos botas y tosió. No le hizo toser el aire infecto, espesado por los desperdicios que los carniceros tiraban por las alcantarillas, sino el ver un cadáver más tirado en los túneles. Aunque la búsqueda de tesoros a la que se dedicaban era ilegal, la policía hacia la vista gorda mientras los cazadores de las cloacas dieran parte de los cadáveres y restos humanos que encontraban. Éste llevaba un buen traje.
Pero al observarlo más de cerca descubrió que el hombre postrado no estaba muerto. Incluso respiraba.
– Venga, vamos, compadre, ¿cómo ha llegado usted hasta aquí? -dijo Steve tirando al hombre del brazo-. ¡Fuera de aquí, bestias! -exclamó. Unas ratas inmensas se aferraban a los brazos, las piernas y la cabeza del hombre chillando a un volumen ensordecedor-. ¡Fuera! -Steve utilizó la vara para espantar a las ratas y echar a las que intentaban subirse encima de su descubrimiento. Sacó una bolsita y le metió en la boca unos polvos.
– Tómese estas sales Epsom… Tome un poco de esto. Le bajará la sangre de la cabeza.
Por fin, el hombre se levantó palpándose las partes doloridas y, tras dar unos pasos inseguros, volvió a caer en la inmundicia.
– ¡Rebecca! ¡Díganselo! -gritó.
– ¿Qué quiere decir? ¿A qué viene este sinsentido? -replicó Steve.
– ¡Deténganle! ¡Le he visto! ¡Tienen que…!
– ¿A quién? ¿A quién ha visto, jefe?
– Herman -rugió Osgood-. ¡Ha sido Herman!