SEXTA ENTREGA

Todo lo que quedó de Edwin Drood está aquí publicado.

Más allá de las pistas que en ella se ofrecen sobre su desenlace, no subsiste otra cosa Y creemos que lo que más habría deseado el autor queda garantizado, al ofrecer al lector, sin otras notas ni sugerencias, el fragmento de El misterio de Edwin Drood. El relato queda a medio contar; el misterio será un misterio siempre.

El misterio de Edwin Drood

Edición de 1870 Sólo las seis primeras entregas

Publicado por Fields, Osgood & Co.


40

Boston, diciembre de 1870, cinco meses después

Después de atravesar el recargado vestíbulo, el hombre de la vaporosa barba blanca se detuvo con elegancia ante el mostrador de recepción.

– ¿Está el señor Clark?

Dirigió esta pregunta a un aprendiz, indiscutiblemente de Nueva Inglaterra, cuyo sueño era cumplir algún día los trece años y algún otro día escribir un libro como los que se veían en las rutilantes vitrinas. Por el momento se conformaba con sentarse allí y leerlos.

– Creo que no -fue su respuesta, demasiado absorto en la lectura para romper su concentración.

– ¿Podría decirme cuándo regresará?

– Creo que no.

– ¿El señor Osgood o el señor Fields, entonces?

– El señor Osgood está de viaje de negocios y el señor Fields no quiere que le molesten hoy, creo que no sé por qué.

– Bueno -rió por lo bajo el visitante-. Entonces, caballero, a usted le confío estos importantes papeles.

El muchacho miró los documentos y cogió la tarjeta que descansaba encima de ellos con expresión sorprendida y asombrada.

– Señor Longfellow -dijo saltando de su taburete para ponerse de pie. Observó al visitante con la misma intensidad que estaba dedicando al libro-. ¡Oiga, amigo! ¿En serio me está diciendo que es usted el auténtico Longfellow?

– Lo soy, joven.

– ¡Vaya! ¡Nunca lo habría imaginado! Veamos, ¿qué edad tenía usted cuando escribió Hiawatha? Eso es lo que quiero saber.

Después de satisfacer esta y otras incontenibles curiosidades del aprendiz, el poeta se giró hacia las puertas de entrada, se cerró el abrigo, se caló el sombrero y se dispuso a afrontar el aire invernal.

– ¡Mi querido señor Longfellow!

El aludido levantó la mirada y vio que entraba James Osgood. Saludó al joven editor.

– Suba al piso de arriba y caliéntese junto al fuego de la Sala de los Autores, señor Longfellow -le sugirió Osgood.

– La Sala de los Autores -repitió Longfellow sonriendo como en un sueño-. ¡Cuánto tiempo ha pasado desde que holgazaneaba en ella con mis amigos! El mundo era un planeta de fiesta en aquel entonces y las cosas eran exactamente lo que parecían ser. Acabo de dejar unos papeles que necesitaban mi firma para el señor Clark. Pero tengo que regresar a Cambridge con mis chicas.

– Le acompañaré parte del camino, si me lo permite. Ya llevo puestos los guantes.

Osgood se agarró del brazo del autor mientras subían por Tremont Street en aquella desapacible tarde. Su charla, interrumpida a ratos por las ráfagas de viento helado, no tardó en derivar hacia El misterio de Edwin Drood. La edición de Fields, Osgood & Co. había salido a la calle apenas unos pocos meses antes.

– Creo que he interrumpido el disfrute de su aprendiz del relato de Drood -dijo Longfellow.

Ah, sí. Es el pequeño Rich. Hace dos años no había visto un aula de una escuela y ahora lee un libro a la semana. Drood es su favorito hasta el momento.

– Sin duda es una de las obras más hermosas del señor Dickens, si no la más hermosa de todas. Es una tragedia pensar que la pluma cayó de su mano antes de completarla -dijo Longfellow.

– Hace unos meses tuve en mi poder las últimas páginas -dijo Osgood sin pretenderlo realmente. ¿Qué le iba a contar Osgood? ¿Que Fred Chapman se había llevado el manuscrito a Inglaterra? ¿Que a bordo del barco había ocurrido un accidente y varias piezas del equipaje habían quedado destruidas, incluido el baúl en el que se encontraba el Drood?-. Intervino la cruel desventura -comentó Osgood ambiguamente.

Longfellow hizo una pausa y tiró del brazo de Osgood para acercarle a él como si fuera a contarle un secreto antes de responder.

– Es lo mejor.

– ¿Qué quiere decir?

– A veces pienso, mi querido Osgood, que todos los libros buenos están sin terminar. Simplemente tienen que simular estar terminados por la conveniencia del público. Si no fuera por los editores, ningún autor llegaría nunca al final. Tendríamos muchos escritores y ningún lector. Por eso no debe derramar ni una lágrima por Drood. No, es una situación envidiable: me refiero a que cada lector puede imaginar su propio final ideal, y todos ellos estarán satisfechos con el final que han elegido en su cabeza. Tal vez podamos considerarla en un estado de verdad superior a cualquier otra obra de su clase, por muy grande que imprimamos la palabra Fin. ¡Y usted le ha sacado todo el partido!

Lo cierto era que su edición de Drood había tenido un éxito arrollador indiscutible y que superaba sus expectativas, poniendo a la editorial en un aprieto para poder imprimir las ediciones suficientes para satisfacer la demanda. Las aventuras que había vivido Osgood en su extraordinaria búsqueda del final de la novela se habían filtrado a la profesión, empezando, al parecer, por un bucanero que se hacía llamar Melaza. Fragmentos del relato de su gesta, algunos totalmente ciertos y otros rumores enloquecidos, se narraron en una interminable serie de artículos que el señor Leypoldt publicó en su revista, cuyo nuevo nombre era Semanario Editorial, como la primera de sus historias sobre el alma de la edición, que ganó para la publicación de Leypoldt la mirada de miles de ojos nuevos y tuvo como consecuencia que periódicos y revistas de todas las ciudades se hicieran eco de dichos lances. Eso despertó un enorme interés y atención por su edición de Drood, convirtiendo el nombre de Osgood en la primera página en garantía de venta, mientras las ediciones piratas de Harper que voceaban por las calles vendedores ambulantes se llenaban de polvo. La edición de Fields & Osgood llenaba los escaparates de las librerías, relegando los grabados indios y las cajas de puros a la parte de atrás.

La atención adicional que le brindaron las publicaciones gremiales no sólo ayudó a que se vendieran más ejemplares de Drood. Atrajo a nuevos autores que querían que les publicara un hombre como Osgood: Louisa May Alcott, Bret Harte y Anna Leonowens, entre otros. Osgood estaba a la sazón negociando las condiciones de una novela del señor Samuel Clemens.

Fue toda una revelación dentro de la profesión. La editorial no sólo podía sobrevivir, sino que floreció.

Al regresar al 124 de Tremont, después de separarse de Longfellow, y mientras colgaba su sombrero en un gancho, Osgood fue abordado por el fiable empleado que había sustituido al señor Midges.

– El señor Fields quiere verle enseguida -le dijo.

Osgood le dio las gracias y se disponía a partir ya cuando el empleado exclamó a su espalda:

– Oh, señor Osgood, el ascensorista ha salido. ¿Necesita usted ayuda con los mandos?

Osgood dirigió la mirada hacia el ascensor recién instalado en el ala este del edificio.

– Gracias -dijo-. Casi prefiero subir por las escaleras.

Mientras recorría los pasillos buscó a Rebecca, a quien unas semanas antes Fields había ascendido de asistente al puesto de lectora. El lector oficial había estado enfermo dos semanas y Rebecca había impresionado a Fields con su análisis de los manuscritos enviados al Atlantic.

Desde su regreso de Inglaterra, el contacto que mantenían Osgood y Rebecca había sido un modelo de decoro y distancia profesional, dejando todas las puertas de comunicación entre ellos abiertas para que todos lo vieran. Pero los dos habían hecho una señal en sus dietarios. 15 de mayo de 1871, más o menos a seis meses del presente: ésa era la fecha en la que el reloj se detendría y su divorcio sería tan oficial como la cúpula dorada del Capitolio. La espera resultó ser una fuente de intensa emoción. El secreto era inquietante y aumentaba el amor que sentían el uno por el otro. Cada nuevo día les acercaba veinticuatro horas más a la recompensa de un cortejo público.

Cuando entró en el despacho del socio mayoritario, Osgood suspiró a pesar de sí mismo y de sus renovados éxitos.

– Hoy hemos tenido más cifras extraordinarias de ventas del último Dickens -dijo Fields-. Sin embargo, sus pensamientos parecen estar muy lejos.

– Tal vez lo estén.

– Bueno, y ¿dónde?

– Perdidos en el mar. Señor Fields, tengo que decirle lo que pienso. Creo que es posible que el equipaje de Frederic Chapman no sufriera ningún accidente.

– ¿Oh?

– No creo que esas páginas desaparecieran en el accidente. No tengo pruebas, sólo sospechas. Puede que intuición.

Fields, meditabundo, asintió con la cabeza. El socio mayoritario mostraba señales indudables de agotamiento.

– Ya.

– Me considera injusto con ese caballero -dijo Osgood cautelosamente.

– ¿Con Fred Chapman? No le conozco mejor que usted para saber si es un caballero o un timador.

– Sin embargo, ¡no parece haberle sorprendido mucho mi drástico comentario! -exclamó Osgood.

Fields observó a Osgood con calma.

Hubo informes por cable de las inundaciones a bordo del barco.

– Lo sé. Pero usted también ha sospechado -señaló Osgood-. Ha sospechado algo desde el primer momento. ¿No es verdad?

– Mi querido Osgood. Tome asiento. ¿Ha leído el libro de Forster sobre la vida de Dickens?

– Lo he evitado.

– Sí, apenas concede la menor atención a nuestra gira por América. Pero sí reproduce el texto del contrato de Dickens con Chapman.


Si el mencionado Charles Dickens muriera durante la escritura de la mencionada obra, El misterio de Edwin Drood, o de alguna otra manera quedara incapacitado para terminar dicha obra para su publicación en los doce meses según lo acordado, o en caso de su muerte, incapacidad o negativa, se recurrirá a la persona designada por el Fiscal General de Su Majestad para que determine la cantidad que deba reintegrarse por el mencionado Charles Dickens, sus albaceas o administradores, al mencionado Frederic Chapman en justa compensación, en cantidad proporcional a la parte de la obra que no se haya completado para su publicación.


Osgood bajó el libro.

– Es, como dijo el Mayor, como si los libros fueran trastos viejos. ¡Chapman cobra dos veces! -exclamó.

– Exacto -dijo Fields-. Gana el dinero de la venta del libro y el patrimonio de Dickens le paga la compensación al no estar acabado el libro. Por otro lado, si fuera por ahí exhibiendo el último capítulo para que lo supiera todo el mundo, los albaceas (Forster, al que no le gusta Chapman ni un poquito por considerarle otro competidor inmerecido en las atenciones de Dickens) podrían argüir que, incluso sin la totalidad de las seis entregas finales, el último capítulo prueba que Dickens sí lo terminó y sus herederos no le deben ni un chavo a Chapman. Y eso no es todo. Piénselo, se lo ruego. Una novela nueva de Dickens es una novela nueva de Dickens, con todo lo que eso supone. Pero una novela inacabada de Dickens es un misterio en sí mismo. ¡Imagine las especulaciones, el éxito! El interés que despierta la publicación de Chapman es inestimable.

– Y no tiene que vérselas con los piratas, como nos pasa a nosotros aquí sin los derechos del señor Dickens -dijo Osgood.

– No, es cierto -admitió Fields.

– Entonces ¿cree usted que las páginas que le entregamos, aquel último capítulo, todavía existen?

– Puede que verdaderamente las destruyera un accidente. Nunca lo sabremos. A no ser que… Bueno, usted dice que le pagan dos veces, muy cierto. Pero podría conseguir que, al final, le pagaran tres veces. Si llegara el día, tal vez dentro de meses, o dentro de diez años, o de un siglo, en que la empresa de Chapman o sus herederos necesitaran dinero, podrían publicar el final «¡recién desvelado!» de El misterio de Edwin Drood ¡y causar una revolución entre el público lector! El villano de la novela sería condenado de una vez por todas.

Osgood lo pensó durante un instante.

– Tiene que haber algo más que podamos hacer.

– Ya lo hemos hecho. Hemos tenido todo un éxito gracias a usted y a la señorita Sand.

Osgood se dio cuenta entonces de que Fields empuñaba una pluma en su escuálida mano.

– Mi querido Fields, vaya, no debería fatigarse escribiendo. Ya sabe que la señora Fields me ha encargado que le vigile para que se cuide esa mano. Puedo llamar a su asistente o hacerlo yo mismo.

– No, no. Esta última cosa tengo que escribirla yo mismo, gracias, ¡aunque no escriba nada más en toda mi vida! Estoy cansado y hoy me voy a marchar temprano a casa a dormir, como su viejo gato de rayas. Pero antes, tengo un regalo para usted, por eso le he hecho venir.

Fields mostró un par de guantes de boxeo. Osgood, riendo para sí, no supo qué decir.

– Será mejor que los acepte, Osgood.

Fields deslizó sobre la mesa de despacho una hoja de papel. En ella, trabajosamente caligrafiado de su puño y letra, se veía el diseño preliminar de un membrete de papelería. En él se leía:


James R. Osgood & Company. 124 Tremont Street


– Esta talentosa y encantadora joven me ha ayudado a diseñarlo -dijo Fields.

Rebecca apareció en el quicio de la puerta con un vestido blanco de cachemir y una flor en el pelo, recogidos los rizos negros en un moño alto. Osgood, olvidando que tenía que contenerse, tomó sus manos entre las de él.

– ¿Cómo te sientes, mi querido Ripley? -preguntó ella sin aliento.

– Sí, no sea tímido -dijo Fields-, ¿qué le parece esto? Con sinceridad. ¿Le ha sorprendido, mi querido Osgood?

El aprendiz llamó a la puerta haciendo equilibrios para sujetar un paquete mal envuelto que era casi tan grande como él.

– Ah, Rich -dijo Fields-. Pídele a Simmons que envíe una nota a Leypoldt informándole de que tenemos cambios para su información. ¿Qué es eso? -preguntó refiriéndose al paquete-. En este momento estamos muy ocupados celebrando las buenas nuevas.

– Creo que es un paquete. A ver, está dirigido a… -empezó a decir el aprendiz, haciendo una pausa insegura-. Vaya, a James R. Osgood y Compañía, señor.

– ¿Cómo? -exclamó Fields-. ¡Imposible! ¿Qué especie de Tiresias moderno podría saberlo ya? ¿Qué clase de hombre con más ojos que Argos?

Osgood abrió con calma las sucesivas capas de papel, tan frías tras el trayecto invernal del paquete que bien podían ser finas láminas de hielo. Debajo de ellas emergió el busto de hierro de un distinguido Benjamin Franklin con su precavida mirada de soslayo tras las gafas y sus labios fruncidos.

– Es la estatua del despacho de Harper -anunció Osgood.

– ¡Es la posesión más querida del Mayor! -dijo Fields entre la sorpresa y el desconcierto.

– Hay una nota-dijo Osgood, antes de leerla en voz alta.


Felicidades por su ascenso, señor Osgood. Cuide bien de esta reliquia por el momento. Se la reclamaré cuando consiga absorber su firma. Siempre alerta, su amigo Fletcher Harper, el Mayor.


En la parte superior del papel se veía el emblema de la eterna antorcha de Harper.

– ¡Harper! ¿Cómo ha podido enterarse ya? ¡Traigan un martillo! -clamó Fields-. ¡Maldito Harper!

Osgood sacudió la cabeza tranquilamente y sonrió con ponderación.

– No, mi querido Fields. Que se quede con nosotros. Tengo la agradable sensación de que ya será nuestra para siempre.

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