Sergio Pitol
El viaje

Introducción

Y un día, de repente, me hice la pregunta: ¿Por qué has omitido a Praga en tus escritos? ¿No te fastidia volver siempre a temas tan manidos: tu niñez en el ingenio de Potrero, el estupor de la llegada a Roma, la ceguera en Venecia? ¿Te agrada, acaso, sentirte capturado en ese círculo estrecho? ¿Por pura manía o por empobrecimiento de visiones, de lenguaje? ¿Te habrás vuelto una momia, un fiambre, sin siquiera haberte dado cuenta?

Un tratamiento de choque puede lograr resultados inmejorables. Estimula fibras que languidecían, rescata energías que estaban a punto de perderse. Aveces es divertido provocarse. Claro, sin abusar; jamás me encarnizo en los reproches; alterno con cuidado la severidad con el ditirambo. En vez de ensañarme contra mis limitaciones he aprendido a contemplarlas con condescendencia y aun con cierta complicidad. De ese juego nace mi escritura; al menos así me lo parece.

Un cronista de lo real, un novelista, y si talentoso mejor, Dickens, por ejemplo, concibe la comedia humana no como una mera feria de vanidades, sino que a partir de ella, nos la muestra como un complejo mecanismo de relojería donde la extrema generosidad convive y participa con crímenes inmundos, donde los mejores ideales que ha concebido y realizado el ser humano no logran apartarlo de sus infinitas torpezas, sus mezquindades y sus perennes demostraciones de desamor a la vida, al mundo, a sí mismo; creará con su pluma personajes y situaciones admirables. Con la inmensa suma de imperfecciones humanas y la más reducida, y grisácea hay que decirlo, de sus virtudes, Tolstoi o Dostoievski, Stendhal o Faulkner, Rulfo o Guimaráes Rosa han obtenido resultados de suprema perfección. El mal es el gran personaje, y aunque por lo general resulte derrotado, no lo está del todo. La perfección extrema en la novela es fruto de la imperfección de nuestra especie.

¿De qué alquimia delirante habrán surgido los libros más perfectos que conozco: La cruzada de los niños, de Schwob; La metamorfosis, de Kafka; El Aleph, de Jorge Luis Borges, Movimiento perpetuo, de Monterroso?

Entre burlas y veras, me logré convencer de que mi deuda con Praga tenía algo de escandaloso. Permanecí seis años en esa ciudad con un cargo diplomático. Viví en ella desde mayo de 1983 hasta septiembre de 1988: un periodo determinante en la historia del mundo. Pensé escribir algunas reflexiones sobre esa época. No un ensayo de politólogo, lo que en mí sería grotesco, sino una crónica literaria en clave menor. Mis conversaciones con profesores de literatura, mis paseos en los balnearios imperiales: Marienbad, Karlsbad, en donde por varios siglos se encontraron durante los veranos las tres cortes augustas de la región en torno a sus respectivas majestades, el emperador de Austria, el zar de Rusia y el rey de Prusia, por las hermosas avenidas donde el tiempo parecía detenido a partir del fin de la primera guerra. Son los dos grandes spas de la región. Pasear por las calles entre los fastuosos sanatorios, los viejos hoteles construidos en épocas en que el turismo aún no era de masas, las villas elegantes de la nobleza y de los magnates financieros. Abundan las placas: en el lujoso palacete, al lado de mi hotel, donde Wagner compuso Tristán e Isolda, en la posada Los Tres Moros donde Goethe veraneó durante muchos años, en el pequeño teatro donde Mozart estrenó Don Giovanni, en el hotel donde se alojó Liszt, en la sala donde tocó Chopin, el departamento donde convaleció Brahms de sus males, y muchas veces Franz Kafka. Hay placas que indican por dónde desfilaron Nicolás Gógol, Marina Tsvietáieva, Iván Turguéniev, Thomas Mann, el duque de Windsor y la señora Simpson, entre otros. O describir en Praga el recorrido kafkiano, desde la casa donde nació hasta la tumba, o las características específicas del barroco praguense, o las riquísimas colecciones de arte existentes en Praga, o la energía cultural y social típica de la primera república checoslovaca en la literatura, en el teatro, en la pintura, en lo social, o uno especial sobre la arquitectura de aquel tiempo: las casas cúbicas de Adolf Loos, las del Bauhaus construidas por Mies van der Rhoes, y Gropius, en Praga, en Brno, en Karlovy Vary, la grisura y frustración del presente, los esfuerzos de los intelectuales para no enmohecerse, para no dejar de pensar, para impedir que sus estudiantes se convirtieran en robots, en fin, hacer un ensayo largo no especializado en nada, pero que se aproximara a una historia de las mentalidades. Debería revisar mis diarios de todo ese tiempo, como lo hago siempre antes de iniciar cualquier cosa, para revivir la experiencia inicial, la huella primigenia, la reacción del instinto, el primer día de la creación. Leí varios cuadernos, centenares de páginas y para mi estupor no encontré nada sobre Praga. Nada, sí, nada que pudiera servirme de pie para escribir un artículo, mucho menos un texto literario.

Me resultó -me lo sigue siendo- incomprensible. Como si por la mañana me acercara al espejo para afeitarme y no lograse contemplar mi rostro, no por falta de vista, sino por inexistencia de la cara. Una de esas noches tuve un sueño. Llegaba yo a un hotel de Veracruz, al Mocambo me parece. Me había instalado allí para terminar de escribir un libro. Había trabajado mucho tiempo en él, quizás años, me faltaba sólo la conclusión. En el restaurante, en la piscina, en los jardines encontraba amigos, mejor dicho conocidos de otros tiempos, parlanchines, bobalicones, siempre risueños, con frases siempre agradables en los labios. Yo estaba harto, me comían el tiempo; entonces los snobeaba, les hablaba a toda hora de mi novela, les decía que por primera vez me sentía satisfecho con lo que escribía, su elaboración me había llevado mucho tiempo, demasiado, pero que al fin sentía que me había vuelto un escritor, un buen escritor, un gran escritor, tal vez. Por eso no podía quedarme con ellos, tenía que apresurarme a darle fin a la obra maestra en la que me afanaba, les quedaría muy agradecido si me dejaban en paz durante esos días; les recalqué que perder tiempo era peor que si me robaran dinero. Unos me miraban con rencor, otros con sonrisitas de sorna. Llegó el día en que pude escribir la palabra: fin. ¡Qué dicha! Hice un viaje para entrevistarme con mis editores, con Neus Espresate en México o con Jorge Herralde en Barcelona, o con ambos. No quise llevar el manuscrito, pues necesitaba precisar algunas cosas; los contratos; el anticipo; la fecha de aparición, me imagino. Al regreso a Veracruz le daría la última lectura, mandaría a sacar fotocopias y las enviaría a las editoriales. Despviés: la gloria, los festejos, las medallas, los halagos, todo lo que en la vida real me perturba, pero con lo que mi inconsciente por lo visto sueña. De pronto se presenta una borrasca, una estática en el sueño, un apagón: no sé si regresé del aeropuerto a recoger alguna cosa olvidada, lo cierto es que no había salido de Veracruz, no del todo, sino que sólo estuve fuera unas horas, y luego volví al hotel; entré en mi cuarto y corrí, ¡liróforo celeste!, a abrir la maleta, acariciar el manuscrito, besarlo. Sólo que no había cuadernos ni papel alguno en la maleta, sino unos huevos enormes que al instante empezaron a resquebrajarse y de cuyo interior salían picos horribles y luego cuerpos, de aspecto aún más repugnante, de unos pájaros cartilaginosos, y supe, de la rara manera como sabe uno las cosas en los sueños, que eran avestruces: un nacimiento quíntuple de avestruces. Desesperado, abrí otra maleta y otra más y de ellas salían avestruces de distintos tamaños, y las primeras, las que había visto salir del huevo, eran ya de mi tamaño y algunas escondían las cabezas debajo de la cama, tras una puerta, en la taza del excusado, en donde podían, sin dejar de caer sus excrementos en el suelo y de poner huevos en cualquier lugar que les apeteciera. Podría haber perecido de desolación en aquel trance. Había perdido el fruto de muchos años de esfuerzo, la obra que me iba a redimir profesionalmente, la que me sacaría del medio pelo en donde siempre había reptado para llevarme a la cúspide. No entendía nada, no deseaba nada sino que sacaran aquellos grotescos pajarracos de mi cuarto para poder acostarme y dormir tranquilo. El mismo vacío producido al final del sueño, cuando por una desconcertante metamorfosis, mi supuesta obra maestra se convirtió en una parvada de avestruces, se repitió en la vida real cuando descubrí la inexistencia total de Praga, como ciudad, en mis cuadernos. Había vivido cautivo -¡felizmente cautivo!-, consciente de que se producía un milagro cada vez que me aventuraba a salir a la calle y me perdía en la red de senderos inextricables que componen la Praga medieval y el antiguo barrio judío, o el asombro ante las amplias perspectivas que de pronto se abrían a la mirada al acercarse al río o al cruzar cualquiera de sus puentes, o también cuando me deslizaba a la sombra de amplios muros, hechos y rehechos a través de siglos, como palimpsestos de piedra y de diversos barros que guardaran mensajes relacionados con el culto de Osiris, de Mantra, del mismo Belcebú. De todas las ciencias que en Praga tienen cabida la de más prestigio es la alquimia. Por algo Ripellino tituló Praga mágica al mejor de sus libros. Durante seis años visité sus santuarios, los que conoce todo el mundo, pero también otros, los secretos; recorrí avenidas espléndidas que son parques y se vuelven bosques, y también callejuelas escuálidas, pasajes ramplones, sin forma ni sentido. Caminé acompasadamente una y otra vez sobre losas que conocieron las pisadas del Golem, de Joseph K. y de Gregorio Samsa, de Elena Marti-Makropulos, del soldado Schveijk, del rabino Levy, con coro de ocultistas, de salamandras, de robots y de algunos miembros más de la variopinta familia literaria de Bohemia. Praga: observatorio y compendio del universo: Imago mundi absoluto: Praga.

Tuve la fortuna de que mi llegada a Praga coincidiera con una exposición de Matyas Braun, el gran escultor barroco de Bohemia, quien transformó la piedra, la sometió a una tensión desconocida, extrajo de su seno ángeles y santos, los descoyuntó y colocó en posiciones corporales imposibles, y quien, en plena posesión de su libertad, logró que lo sacro tocara lo caricaturesco, lo delirante, lo que distingue el barroco de Bohemia de los de Roma, Baviera y Viena. Braun no es un desacralizador, de ninguna manera, en todo caso sería un angustiado. Me da vergüenza decirlo, pero ni siquiera había conocido hasta entonces el nombre de aquel inmenso artista. Después de ver la exposición recorrí los caminos de Bohemia y Moravia para ver el resto de su obra.

Estoy casi seguro de que el mismo día en que me deslumhró la muestra de Braun, auxiliado por un plano de la ciudad logré encontrar el Café Arco, uno de los recintos sagrados de la literatura de entreguerras, el lugar donde Franz Kafka se reunía con sus mejores amigos: Franz Werfel, Max Brod, Johannes Urzidil, el adolescente Leo Perutz. Todos ellos jóvenes judíos de familias más o menos pudientes, escritores en lengua alemana, formaban el segmento praguense de la escuela de Viena. Se consideraban a sí mismos provincianos, desconectados del idioma vivo, ajenos a la contemporaneidad, al prestigio de la metrópoli, y la verdad es que su sola existencia significaba, aunque entonces ni ellos ni el mundo lo supieran, la zona de máxima tensión de la lengua alemana. Visto desde la calle y sobre todo en el interior, el local no podía ser más deleznable. Se parecía a todos los locales de quinta clase, sucios y desapacibles que Hasek crea para su soldado Shveijk. El mismo barrio donde estaba situado parecía haber perdido un pasado prestigio que, por otra parte, debía de haber sido modesto. Imaginar a aquellos jóvenes geniales conversando alrededor de vina mesa en ese espacio gris, desprovisto de atmósfera, con un suelo lleno de colillas de cigarros, de papeles grasosos, de mugre, para cambiar ideas y discutirlas, o leerse sus textos recientes, tenía algo de obsceno.

En otra ocasión, en mi primer verano de Praga, una tarde de bochorno imposible salí con mi guía en la mano a buscar un par de sinagogas de difícil locación y la llamada casa de Fausto. Me dirigí primero a ésta, en el corazón de la ciudad nueva. Nueva, en Praga, significa cualquier zona edificada a partir del siglo XVII. La casa de Fausto era un palacio grande, solemne, neutro. Ni siquiera la luz enceguecedora del sol veraniego mitigaba su aspecto funeral. La casa se encuentra frente a una plaza con altos y frondosos castaños, que, a saber por qué, no contribuyen a embellecer el lugar. Una plaza bien arbolada, con prados amplios y variados macizos de flores, sin gracia. Supe luego que en tiempos pasados se le conocía como la plaza de las brujas. Ya en la Edad Media era sabido que en algunos locales de los alrededores se reunían los hechiceros, las brujas, los espiritistas, los alquimistas, ¡y también las amantes y los hijos de Satán! Cada treinta o cincuenta años, en ese barrio se calentaban los ánimos. Alguien esparcía el rumor de que los cadáveres de unos niños desaparecidos habían sido encontrados a orillas del río con marcas en el cuerpo parecidas a ciertos signos utilizados en los ritos satánicos, o cosas por ese estilo, que nadie podía probar porque sencillamente no habían existido, pero los ánimos se enturbiaban, se exaltaban y luego ocurría lo de siempre: puertas de tugurios y escondrijos derribadas, captura con sevicia extrema de brujas y demás visionarios; luego el fuego que, por racimos, carboniza durante varios días a esa gentuza maldita y desvariada. En 1583 Rodolfo II, el emperador, transfirió de Viena a Praga la capital de los Habsburgo. Su credulidad parecía infinita y ninguno de los múltiples desengaños sufridos pudo mitigarla. Estaba convencido de que encontraría la fórmula de la piedra filosofal, aquella que podía prolongar la vida hasta trescientos o cuatrocientos años y que había ya, existían pruebas de eso, convertido a algunos seres humanos en inmortales. Estaba convencido también de que había un procedimiento alquímico con el que unas cuantas gotas podían transformar los metales en oro. Sostenía haberlo visto. Durante su reinado, centenares de alquimistas de distinto plumaje cayeron sobre Praga. Los más eminentes tuvieron acceso al castillo real, el monarca los enriquecía y trataba como a iguales. Sin embargo, después de cierto tiempo todos conocieron el mismo destino: torturas atroces, la horca, la hoguera, el descuartizamiento. Uno de ellos, Edward Kelley, irlandés de nacimiento, fue por varios años el favorito del monarca. Rodolfo lo reverenciaba como a un segundo Fausto. Por esa razón le regaló el palacio, construido siglos atrás por un tal Johannes Faust, a quien la tradición popular atribuía fabulosas facultades adivinatorias, cualidades recibidas, según la voz del vulgo, del propio demonio por haberle vendido su alma. En fin, llegué esa tarde ardiente de agosto de 1983, y encontré que la ilustre casa se había convertido en hospital. No entré; la fachada poco acogedora no inspiraba visitarlo, tampoco me detuve en la desabrida plaza vecina, continuidad lóbrega del inmueble. Caminé por una calle que bajaba hacia el río. En agosto, los praguenses salen de vacaciones, o si se han visto presionados a quedarse en la ciudad suelen encerrarse en sus casas a beber cerveza hasta que amaina el calor. Era un barrio no visitado por los turistas. Di vuelta a un callejón modesto en exceso, con empedrado deficiente. De repente, mientras caminaba, vislumbré a la distancia un bulto informe en la acera de enfrente. Al acercarme lo vi moverse. Era un viejo decrépito, de cabellos hirsutos, evidentemente borracho. No supe si trataba de levantarse o de ponerse en cuclillas. Tenía caídos los pantalones a la altura de las rodillas, una escena tan áspera y grotesca como las de Goya. Pienso que al bajarse los pantalones para defecar se había derrumbado y batido en sus propios excrementos. Chillaba imprecaciones con un tono siniestro. Nadie pasaba por el callejón salvo el suscrito. Lo rebasé, con cautela, siempre desde la otra acera, y después de andar unos metros no resistí volver la cabeza para mirar hacia atrás. Era patético, cada esfuerzo por levantarse volvía a tirar de espaldas al anciano; los pantalones y calzoncillos a media pierna le servían de atadura, le entorpecían los movimientos. Todavía ahora me aturde aquella repetida caída sobre sus excrementos, y sus berridos como de cerdo en el matadero. Y hoy, mientras escribo, vuelvo a asociar esa imagen a una mascarada dirigida por alguien, oculto en la casa de aquel que había vendido su alma al diablo. Y al pensar en el Doctor Fausto, me viene a la mente el libro de Thomas Mann sobre el personaje, y también que por algunos años, los del exilio, Mann fue ciudadano checo.

Con regocijo, con esfuerzo, con desbordada curiosidad llegué en un momento de exuberante optimismo a sentirme una partícula de Praga, pariente pobre de las lajas que empedraban sus calles, de sus erguidos estípites barrocos, de su pasión, sus luces, sus derrotas, su fango. ¿Por qué entonces -me pregunto- en los varios centenares de páginas de que constan los diarios de esa época, no aparecía ninguna mención a tales paseos, ni al permanente deslumbramiento con que yo deseaba integrar mi persona a su entorno?… ¿Sería por humildad? ¿Con qué palabras podía describir aquel milagro permanente? ¿Qué tono hubiera sido necesario para traducir a una lengua comprensible los murmullos que sentía a mi alrededor y qué me inclinaba a creer que muy pronto lograría traspasar una barrera mágica? Pero, ¿cuál barrera, carajo? En un ensayo ejemplar, Borges discurre que en El Corán los camellos no aparecen por ninguna parte, por la sencilla razón de ser presencias tan cotidianas que uno da ya por segura su existencia. Mencionarlos sería un pleonasmo. La verdad es que ninguna respuesta me reconforta. Leí página tras página los varios cuadernos que contienen mi diario, y con la mayor consternación advertí que en ninguna describía yo la ciudad. Parecía obedecer a una orden secreta de eludirla, omitirla, borrarla. A lo más que llegaba era a mencionar sin la menor trascendencia un restaurante, un teatro, una plaza: "hoy comí en el restaurante del Alkron con tales y tales personajes. Los hors d'oeuvre son allí deliciosos. Me atrevo a sostener que se cuentan entre los mejores que haya probado en esta ciudad", o "anoche en el teatro Smetana oí a Obrazova en la adivina de Un baile de máscaras. Le aplaudimos hasta morir. Mucho más que a la soprano que cantaba la Amelia, que por cierto también era perfecta", o bien "acabo de llegar del aeropuerto. Fui a recibir a Carmen, quien me dijo que le parecía pequeño en relación con la importancia de esta antigua ciudad". Un restaurante, un teatro, el aeropuerto. Nada, a fin de cuentas: boberías. En cambio, en los diarios a que me refiero me extiendo ampliamente en a) la mefítica atmósfera que respiraba en la cancillería, b) las visitas que frecuentemente recibía de México, España, Polonia y otros lugares, qué comentan los amigos, qué hacen, qué temas discutimos, c) mis males físicos, medicamentos, doctores, clínicas, convalecencias en spas fantásticos, d) mis lecturas; tal vez la mayor parte del espacio está dedicado a ellas. En esos años volví de lleno a las literaturas eslavas y germánicas, acorde con la historia y conformación de Checoslovaquia. Repasé con voracidad maniática los autores admirados desde adolescente y los años de Praga potenciaron de modo extraño, huidizo pero persistente, mi conocimiento de los checos. Leí todo Ripellino, sus libros sobre literatura rusa, la antología checa, sus ensayos todos podrían estar comprendidos en el título de uno de sus libros extraordinarios: Ensayos en forma de baladas; a los formalistas rusos, comenzando por Sklovski, cuya Teoría de la prosa estudié con constancia; al Bajtín de La cultura popular a finales de la Edad Media y a inicios del Renacimiento, que tuvo amplia participación en las novelas que escribí en Praga, y masivamente a Chéjov y Gógol, leídos y releídos a toda hora y en cualquier lugar. En esos seis años hice también un extenso recorrido del medievo al presente de la literatura en lengua alemana, la más influyente históricamente en las tierras de Bohemia y Moravia, en especial su variante austríaca. Estuve más cerca de Kafka que en ninguna lectura anterior. Me sentía, al frecuentar sus lugares cotidianos, más cerca de sus visiones. En la juventud, mi entusiasmo por Kafka se había transformado, como le ocurrió a toda mi generación, en una auténtica pasión, con todo lo que eso implica de excluyente, visceral e intransigente; equivalió al primer momento en que uno se siente subyugado por un espíritu al que reconoce como indudablemente superior, el único capaz de explicar en profundidad una época, aquel que nunca nos defraudará. En Praga su función creció inmensamente. No se trataba sólo de dar los alcances de una época, sino de conocer el Universo entero, sus reglas, sus secretos, sus caminos, la meta. En su escritura se esconden los signos para conocer la respuesta; hay que buscarlos denodadamente. Lancé anclas junto a otras dos figuras fascinantes: Thomas Bernhard e Ingeborg Bachmann, ambos austríacos.

El odio hacia los rusos era intenso, monolítico, visceral; y no se permitía ninguna fisura, ni el menor matiz. Se extendía, aunque con menos intensidad, a los otros países socialistas por haber colaborado en la ocupación militar que truncó de tajo el experimento conocido como el "socialismo con rostro humano" en Praga en 1968. Cuando llegué a ocupar mi puesto en la embajada se habían cumplido ya quince años de esa infamia, pero el recuerdo de los tanques en la calle, los días de humillación e impotencia, el argumento absurdo de que los checos y eslovacos pidieron esa ayuda para acabar con los enemigos del socialismo reconcentraba la cólera de la población en vez de amainarla. En el centro de la ciudad había dos espaciosas librerías soviéticas siempre atestadas de público. Pero ningún checo o eslovaco ponía un pie en ellas. La multitud febril que se arremolinaba en el interior para llegar a las estanterías antes que los demás las vaciaran en exorbitantes compras estaba formada por turistas rusos o por excursionistas de las demás repúblicas soviéticas, quienes tan pronto como llegaban a la ciudad se lanzaban a las librerías para hacerse de libros de arte y ediciones literarias que en su país se agotaban de inmediato, debido al reducido tiraje editorial para las obras que diferían del canon oficial, o aquellas que rozaban temas "peligrosos", que en Moscú se podían comprar sólo con moneda fuerte, divisas del mundo occidental, y que en Praga pagadas en coronas checas les resultaban casi un regalo. En esas colecciones estaban Ana Ajmátova, Marina Tsvietáieva, Mijaíl Bulgákov, Alekséi Remizov, Andréi Platónov, Isaak Babel, Osip Mándelstam, Boris Pasternak, Iván Bunin, Borís Pílniak, Andréi Bely y otros más de los escritores perseguidos por el estalinismo, los enemigos del pueblo, los cosmopolitas que dieron la espalda a la nación, los burgueses recalcitrantes, los que fueron ejecutados, los que pasaron largos años en campos de castigo; otros, los mejor tratados, que en largos periodos de su vida no tuvieron derecho a publicar su obra, los que comenzaron a resucitar después de la muerte de Stalin, fueron reivindicados y a lo largo del tiempo se convirtieron en los más grandes creadores de su siglo, en clásicos de la literatura y ejemplos notables de la dignidad humana. Había rusos que llegaban por la mañana a Praga y regresaban por la tarde a Moscú, sólo para comprar docenas de esos libros que venderían en Moscú o en Leningrado a precios tan exorbitantes que aun viajando por avión resultaba un negocio. Cerca de las oficinas de mi embajada había un local de prensa exclusivamente soviética, al que nadie se asomaba. Me detenía a veces ante los escaparates y jamás vi a ninguna persona comprar un periódico o una revista. En la televisión se podía ver perfectamente un canal soviético con programas menos banales que los nacionales y hasta me aventuraría a decir que también menos rígidos ideológicamente pues, como sucede siempre, para ganar la confianza del superior había que rebasarlo en celo ideológico, ser más papista que el Papa. Una vez por semana, los sábados, veía en ese canal obras teatrales a veces magistralmente dirigidas y actuadas, a lo que me acostumbré desde la época en que viví en Moscú. Pero si mencionaba eso en presencia de mis amigos checos ellos solían quedarse mudos, fingiendo no haber escuchado mis comentarios, como si de repente sospecharan alguna trampa.

La carencia de referencias escritas sobre mi contacto cotidiano con Praga me desalentó. En cambio, en uno de mis cuadernos encontré un sobre con apuntes relativos a un breve viaje que hice a la Unión Soviética durante el experimento de Gorbachov. Al leer esas notas recordé los momentos de irritación pero también los de emoción purísima constantemente entreverados en las dos semanas transcurridas en el seno de aquel Imperio formado a través de varios siglos, del que ni yo ni nadie podía sospechar cuan cerca estaba del derrumbe final. Se me ocurrió trabajar esos apuntes, dejar los textos del diario y mencionar levemente, a manera de antecedente, algunas situaciones sobre mi experiencia en el periodo en que trabajé como consejero cultural en Moscú.

Al llegar a Praga busqué una maestra de ruso, y me recomendaron a una señora checa formidable, leía textos literarios, conversaba con ella en esa lengua y hacíamos ejercicios de traducción. Estaba jubilada, lo que le daba una libertad de movimientos de la que otros carecían. Nadie la podía expulsar de ningún lado por acercarse a un diplomático, ni le podían suprimir su pensión. Como todos los checos, sentía en la médula la herida de la historia; no creía ya en ninguna posibilidad de regeneración del socialismo. Cuando comenzaron a circular noticias de que un dirigente comunista relativamente joven intentaba en Moscú aliviar las tensiones internacionales e introducir en su propio país medidas liberales, entre otras una disminución de la censura literaria y cinematográfica, ella reía con sarcasmo. Había oído eso tantas veces, y todo quedaba en lo mismo si no peor. "Con toda seguridad se trata de una estratagema -decía- para engañar a los americanos y tratar de sacar ventajas de ellos." Pasó algún tiempo, casi un par de años, me parece, y un día llegó a la clase bastante alterada con un ejemplar de Ogoniok, una revista moscovita que todos mis conocidos en Moscú detestaban. "Una amiga mía, maestra también -me dijo-, me llevó esta revista; la he leído de la primera a la última página, y casi no he podido dormir estas noches. Todavía no puedo creerlo, pero lo cierto es que algo serio está pasando en el otro lado de nuestra frontera. ¡La revolución! Ni en el 68 se escribían aquí cosas como éstas." Nos pusimos a trabajar ese día sobre un artículo muy bien escrito en torno a los últimos días de libertad de Méyerhold y el hostigamiento monstruoso al que lo sometieron al final. La ayuda de Eisenstein, uno de sus mejores amigos, para salvar su archivo y algunos documentos, por si llegaba a pasar lo peor. El artículo terminaba con la crónica de su detención y las distintas versiones sobre su muerte y el campo de castigo al que había sido enviado.

Para entonces, veía el canal soviético de televisión ya no sólo el sábado por los programas de teatro, sino seguía todos los días el noticiero. Y cada semana pasaba por el expendio de prensa rusa, que ya no era, para nada, el espacio desolado de otros tiempos, para recoger Ogoniok. La pagaba con anticipación, porque por lo general se agotaba a las pocas horas de haber llegado. ¡Ogoniokl ¡Que Ogoniok se hubiese transformado, que se hubiera vuelto decente me resultaba inconcebible! Era un semanario de muchos años. En el periodo de Jruschov, se convirtió en un órgano monstruoso de intolerancia, de mentalidad represora, policiaca sobre todo. Lo dirigía entonces Vsiévolod Kochetov, uno de los escritores orgánicos del estalinismo, un novelista mediocre, primitivo hasta la exageración. Tras esa sanguijuela se encontraban fuerzas reaccionarias aún muy poderosas, ligadas al aparato represivo. Kochetov insultó con ferocidad a los intelectuales del deshielo, a los viejos porque se atrevían a decir lo que habían callado durante tantos años, a los jóvenes porque se expresaban irrespetuosamente y sin temores. El blanco en el que vaciaba casi todo su encono era la revista Novy Mir, y su director Alexander Tvardovski, quien se atrevió a publicar algo de la literatura que estuvo prohibida durante mucho tiempo, entre otras cosas Un día en la vida de Iván Denísovich, de Solzhenitsin, relato que fue auténticamente una conmoción. Kochetov desapareció poco después, hundido en el desprestigio personal y literario. Su primitivismo y su vileza lo perdieron. Cuando hablaba de los judíos lo hacía con un lenguaje de progrom; los duros requerían de gente más sibilina, que sostuviera lo mismo que decía aquel bárbaro, pero con más eficacia. El Ogoniok que leía yo en Praga era una publicación valiente, fresca, moderna, bien escrita. Se había echado la tarea de limpiar el pasado estalinista pero también el reciente, el de la parálisis económica y política y la corrupción del pasado inmediato. Cuando leía un número sentía una bocanada de oxígeno y me producía una enorme simpatía por lo que ocurría en el mundo soviético. Comparado a la planicie checa, a su letargo, a su pasivo fatalismo, aquello era una invitación a la vida y, en mi caso, un estímulo a la creatividad.

Más tarde, pasado lo que pasó y de la manera en que pasó, encontré en Efectos retardados, de Elias Canetti, unas líneas a las que me siento absolutamente integrado:

"Niños huérfanos -todos los que apostamos por Gorbachov, medio mundo, el mundo entero. En décadas, nunca creí tan firmemente en alguien, todas mis esperanzas se cifraron en él, por él hubiera orado -me habría negado a mí mismo. Pero no me avergüenzo de ello en lo absoluto."

A final de cuentas no escribo de Praga, lo haré más tarde, pero esa ciudad mágica me condujo a otros fragmentos de mi diario: al país de las grandes realizaciones y los horribles sobresaltos.

Fue un viaje inesperado. A principios de 1986, cuatro años después de mi llegada a Praga, recibí sorpresivamente una invitación de la Unión de Escritores de Georgia para visitar esa república el mes de mayo. Georgia se había hecho célebre de pronto por el tono subversivo de su cine, y se la consideraba como una de las plazas fuertes de la Perestroika, palabra que denotaba la transformación iniciada por Mijaíl Gorbachov en la URSS. Me invitaban a pasar unos días en la capital: Tbilisi y sus alrededores en calidad de escritor y no como miembro del Servicio Exterior. No se trataba de participar en ningún congreso ni celebrar el centenario de ninguna gloria nacional. Acepté, por supuesto. Empecé a recordar cosas. Una franja de la Georgia actual fue en otro tiempo la Cólquide famosa, la patria de Medea, el lugar perdido hasta donde llegó Jasón con los argonautas para apoderarse del Vellocino de Oro. Unos cuantos días más tarde, la Secretaría de Relaciones Exteriores me informaba que el Ministerio de Cultura de la URSS me transmitía una invitación para ir a Moscú del 20 al 30 de mayo de aquel año. Me solicitaban una conferencia sobre algún aspecto de la literatura mexicana, el que yo eligiera. La invitación era generada por la Asociación de Escritores Soviéticos. Di por hecho que era un alcance a la carta de Georgia, para que el mundo supiera que la metrópoli seguía siendo quien decidía enviar las invitaciones y lo demás un vago y amplio espacio periférico.

Desde que llegué a Moscú, comencé a preguntar por la fecha de salida a Tbilisi, pero los burócratas que me recibieron se desentendían de la cuestión, cambiaban de tema, y a lo más que llegaban era a decir que mantenían contacto con los colegas georgianos para establecer mi programa de viaje. "Usted que ha vivido aquí ya sabrá cómo son los caucasianos, gente del sur, amigos del mar, del sol, pero mucho más del vino y de la fiesta, en eso se les va el tiempo, los conocemos muy bien y por eso no nos preocupamos. Al final todo lo resuelven", y añadían que entre tanto ellos serían mis anfitriones, y estaban complacidos por atenderme en Moscú y en Leningrado, ciudad que no habían mencionado sino hasta ese momento. Luego, en Leningrado, me informaron que los georgianos estaban desolados por no poder recibirme, pues como siempre sucede en primavera, el turismo excede todas las posibilidades. Deberían de saberlo porque ya habían tenido incidentes tan penosos como éste, pero así eran ellos, sibaritas, gente de playa, de sol, de vino. Nunca se descomponían, gente alegre, sí, pagana, buenos para bailar y cantar, en eso nadie los superaba, con una fantasía desbordada, un folclor ancestral y refinado, pero eso sí, descuidados, caóticos, irresponsables, hasta peligrosos en algunas cosas, se podría decir… Me propusieron ir a Ucrania en vez de Georgia. Al lado de la antiquísima Kiev, Tbilisi no era sino un lugar pintoresco, decían. Sabía que Ucrania, y Kiev su capital, eran lugares hermosísimos, pero también que en las últimas décadas sus organismos culturales eran los más refractarios a cualquier cambio social, político o estético, y que en esa república las artes seguían sometidas a las consignas del realismo socialista de 1933, dirigidas por burócratas rutinarios, adocenados e inescrupulosos.

Estuve a punto de suspender el viaje. Por lo visto se había suscitado un juego de equivocaciones, al que no quería seguir prestándome. Tenía todo el equipaje listo, de tal manera que salí para el aeropuerto, convencido de que iría a Praga pero llegué a Tbilisi. Y a pesar de los malos auspicios, el viaje fue maravilloso. Presencié algo único: los primeros pasos de un dinosaurio por mucho tiempo congelado. Por todas partes había brotes de vida. Era una consagración de la primavera, celebrada entre miles de obstáculos, de trampas, de rostros marcados por el odio. Algo de eso, espero, se traducirá en los apuntes que pude borronear en aviones, autobuses, cafés y cuartos de hotel.

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