20 de mayo

Desperté resfriado; la cabeza a ratos me duele a morir. Me he defendido con aspirinas, y eso me ha permitido hacer hoy muchas cosas. Me acuerdo de mi primera visita a Moscú, a finales de 1962 con un invierno inclemente, el invierno del siglo lo llamaron y yo lo creí. Después he oído hablar por lo menos de una docena de inviernos más fríos del siglo en la Europa del Este. Eran los tiempos de Jruschov. Vuelvo a oír el mismo tipo de conversaciones esperanzadas de entonces y a sentir igual temor de que el aparato, el ejército, los órganos policiacos, la nomenklatura, vamos, y la abulia de la población aniquilen lo que ya se ha hecho y clausuren para largo tiempo el futuro. El Arbat, el antiguo y pintoresco barrio, donde existe aún la casa de Pushkin, a un paso de nuestra embajada, es una muestra activa de que han soplado vientos diferentes: cafés, restaurantes, jóvenes vestidos con ropa vivamente colorida, con guitarras y libros bajo el brazo. Me dicen que aquí se celebró el primer carnaval moscovita desde los años veinte. Lo organizaron los jóvenes, se disfrazaron, inventaron máscaras y vestuario; la fiesta resultó tan divertida que la gente del barrio se quedó estupefacta, nadie imaginaba que aquello pudiera ser posible. Parece una nadería, pero desde hace cincuenta años los jóvenes carecían de posibilidades tan sencillas como ésa, salvo los miembros de la juventud comunista, quienes en sus diferentes niveles, geográficos o gremiales, organizaban las actividades públicas, siempre con un objetivo social, día del maestro, de la mujer, del deportista, cincuentenarios o centenarios del nacimiento o la muerte de un procer del movimiento obrero, de un héroe o de un acontecimiento histórico. A los jóvenes les quedaban otras posibilidades de evasión: la amistad como culto, el sexo para algunos, la religión para otros, la cultura para muchos, pero en general la excentricidad. Ante la crueldad de siglos y una historia implacable, frente al robot contemporáneo lo único que les queda es el alma. Y en el alma del ruso incluyo su energía, su identificación con la naturaleza y su excentricidad. El logro de ser uno mismo sin depender gran cosa de los demás y deslizarse por ese camino hasta donde sea posible, sencillamente dejarse llevar. Las preocupaciones del excéntrico son diferentes a las de los demás, sus gestos tienden a la diferenciación, a la autonomía hasta donde sea posible de un entorno pesadamente gregario. Su mundo real es el interior. Desde los años de la Russ incipiente, un milenio atrás, los pobladores de esta tierra infinita han sido conducidos con mano fuerte y conocido castigos de violencia exacerbada, tanto por los invasores asiáticos como por los propios: Iván el Terrible, Pedro el Grande, Nicolás I, Stalin, y de entre la gleba, entre el rebaño sufriente, surge, no sé si paulatinamente o en torrente, el excéntrico, el chiflado, el bufón, el que ve visiones, el chalado, el bueno para nada, el que está a un paso del manicomio, el desvariado, el que es la desesperación de sus superiores. Hay un vaso comunicante secreto entre el papanatas que tañe las campanas de la iglesia y el pintor excelso, que en una capilla de esa misma iglesia da vida a una Virgen majestuosa superior a todos los iconos con que cuenta ese lugar santo. El excéntrico aligera la novela europea desde el siglo XVIII hasta hoy, le da mayor respiración. En algunas novelas todos los personajes son excéntricos, y no sólo ellos sino también los propios autores. Laurence Sterne, Nicolás Gógol, los irlandeses Samuel Beckett y Flann O'Brien son excéntricos ejemplares, como todos y cada uno de los personajes de sus libros y por ende las historias de esos libros. Hay autores que se empobrecerían sin la participación de un elenco con abundancia de excéntricos: Jane Austen, Dickens, Galdós, Valle-Inclán, Gadda, Landolfi, Cortázar, Pombo, Torneo, Vila-Matas. Pueden ser trágicos o bufonescos, demoniacos o angelicales, geniales o bobos; el común denominador en ellos es el triunfo de la manía sobre la propia voluntad, al grado de que entre ambas no hubiese frontera visible. Julio Cortázar crea una especie con la que juega constantemente: los piantados, personajes ajenos a las coerciones del mundo, con un doble registro, uno del genio y otro del papanatas. Hay autores y personajes cuya excentricidad los hubiera conducido en esta época de yuppies a la celda de un manicomio, o a una casa de reposo con tratamiento médico si su economía se lo permite. El mundo de los excéntricos y familias anexas los libera de las inconveniencias del entorno. La vulgaridad, la torpeza, los caprichos de la moda, y aun las exigencias del Poder no los tocan, o al menos no demasiado, y no les importa. La especie no se caracteriza por sólo actitudes de negación, sino que sus miembros han desarrollado cualidades notables, zonas del saber amplísimas organizadas de manera extremadamente original. Tratar a amigos de esta clase puede al inicio resultar irritante, pero paulatinamente se va transformando en una necesidad imprescindible. Al excéntrico la otra gente, la ajena a su círculo, le resulta dura, pomposa, cursi e insoportable por mil razones; por lo mismo prefiere no advertirla. Hace unos cincuenta años, durante nuestros primeros años universitarios, Luis Prieto y yo frecuentábamos una red de círculos cosmopolitas ganados, a veces en exceso, por la excentricidad; muchos de ellos eran europeos llegados a México durante la guerra, quienes encontraron aquí el cielo prometido y no volvieron a sus países de origen. Nos movíamos entre ellos con una facilidad notable. Cuando en esos espacios caía algún cuerdo sin redención, un pariente cercano, por ejemplo, que llegara del extranjero, una madre, un hermano, a quienes era imposible no hospedar y atender, aquel cuerdo con piel de cuerdo nos resultaba intolerable; aun a nosotros que no formábamos parte de esa cofradía, sino éramos apenas compañeros de ruta, nos parecía una locura su presencia en ese medio, aunque era necesario tratarlo con todo tipo de concesiones, las mismas que ellos, los cuerdos de toda cordura, cuando son generosos y bien educados harían con alguien que tuviera un problema mental. De los lugares donde he vivido, sólo en Varsovia, pero sobre todo en Moscú, volví a incorporarme a esos espacios encantados, esas colmenas de "inocentes" donde la razón y el sentido común se adelgazan y un temperamento "raro" o una leve demencia puede ser la mejor barrera para defenderse de la brutalidad del mundo. La mera presencia del excéntrico crea un desasosiego en los demás; a veces he pensado que ellos lo detectan y eso los complace. Son "raros" de segunda clase. Mis estancias en esas ciudades consideradas por casi todo el mundo difíciles fueron para mí cálidos refugios de felicidad indecible, propicios siempre a la escritura. Todo me sorprende aquí. ¿Habrá llegado el momento en que la verdad comience a abrirse paso o será otro espejismo? Me parece que no estaría nada mal pasar una temporada larga aquí dentro de cuatro o cinco años, si para entonces este fenómeno florece y la senectud no me ha vencido. Desayuno con mi amigo Kyrim. Me reseña el Congreso de los Cineastas, que tuvo lugar la semana pasada: la dirección de la Asociación fue absolutamente renovada. Ha sido un estallido de dimensiones nacionales. Ninguno de los carcamales de la vieja guardia quedó en su puesto, y había figuras poderosísimas y eminentes desde el punto de vista profesional como Serguéi Bondarchuk, el director de La guerra y la paz, un auténtico clásico contemporáneo del cine ruso. Perdió el puesto debido a su sectarismo, su desprecio a las tendencias de los jóvenes y a las formas contemporáneas, y por tratar de mantener vivo ese apotegma aborrecible acuñado por Siqueiros, nada menos: "No hay más ruta que la nuestra". Entendí mejor las preocupaciones de mi vecina de avión; si lo sucedido aquí tuviera lugar en Praga, los estudios cinematográficos se cerrarían y ella saldría disparada de su puesto. ¡Ya no más festivales de San Sebastián ni en América Latina! Desaparecerían de sus ensoñaciones los machos tropicales, los mulatos, las vergas estelares, y se vería constreñida a experiencias locales. Debí haber comenzado esta entrada con Kyrim Kostakovsky, matemático, pero fundamentalmente hombre de cine. En la escuela de cine de Lodz coincidió con Juan Manuel Torres, y estuvo casado con una mexicana, una de mis mejores amigas. Hace años viajé con ellos a Tashkent, Bujara y Samarcanda; sobre ese viaje escribí uno de los pocos cuentos que me gustan. Teníamos cinco o seis años de no vernos, pero desde el primer instante comenzamos a hablar como siempre, como si el tiempo no hubiera pasado. Con Kyrim, como con todos los amigos rusos, discutía hasta las madrugadas sobre cine, literatura, ópera, gente y, desde luego, política. Con frecuencia decidía no volver a tolerar sus atrabiliarias embestidas. Nuestros diálogos se parecían a los de Nafta y Settembrini: cada uno comenzaba a defender una obra, una corriente literaria, un tipo de cine, el de Bergman, el de Fellini, el de Clair o de Pabst, y el otro a detractarlo hasta que a deshoras de la noche y con los nervios hechos polvo cada uno terminaba defendiendo la posición que antes denostaba y rebatiendo la originalmente defendida. Por otra parte, la discusión por horas, por días, es un deporte ruso. La pasión de Kyrim por Gógol, inmensa y sin fisuras, es quizás lo que más nos une. Con los años y la distancia el diálogo ha llegado a ser mucho menos estridente. Después de narrarme las circunstancias del congreso de cine, me contó que había acompañado a Víktor Sklovski a Inglaterra. La Universidad de Essex le había otorgado un doctorado honoris causa. Después de la ceremonia regresaron a Londres donde les reservaron habitaciones en un hotel bastante mediocre. Los actos públicos, los banquetes, toda la actividad social había sido dispendiosa, pero en el alojamiento los ingleses no se midieron con el ahorro. Habían previsto hacer una visita al Museo Británico por la tarde. Iba a salir el escritor de su mínimo cubículo cuando, por hacer un movimiento brusco al abrir una puerta, un alto armario se le cayó encima. Rodó al suelo bajo el mueble; el golpe le produjo un desmayo. Llegó un doctor, le aplicó yodo y árnica, le puso una inyección y con dificultades lo acostaron en la cama. Sklovski es un hombre de ochenta y cinco años si no más. Kyrim pensó que debido a su edad no sobreviviría al golpe. Regresó desolado a descansar un momento, en espera de que llegara otro doctor, un especialista al que habían telefoneado. Media hora después, oyó el teléfono; temió que fuera el gerente del hotel o el nuevo médico para comunicarle una mala noticia. Pero no, era el propio Sklovski, listo para dirigirse al museo. Pasaron en él el resto del día, recorrieron muchas salas, viéndolo todo, recabando datos, tomando notas, teorizando. Sólo en el avión de regreso a Moscú comenzó a quejarse de algunas molestias, y le enseñó a Kyrim los tobillos muy hinchados y de un color azul morado. El abuelo de Kyrim conoció a Sklovski en su juventud, allá por los años veinte. Era matemático y entusiasta de la revolución de octubre. En 1937 unos hombres uniformados llegaron a su casa y se lo llevaron; poco tiempo después tres de sus hijos fueron secuestrados. Eran judíos y trotskistas, por ende, enemigos de la revolución, agentes al servicio del espionaje extranjero. El padre de Kyrim fue el único sobreviviente por ser apenas un niño. En 1957 el honor de todos los miembros de la familia fue reivindicado, pero ninguno de ellos regresó vivo de Siberia. Él y su familia han sido bastante escépticos. Pero esta vez, Kyrim está feliz por lo que ocurre en el país, sobre todo en el cine, y me cuenta que se han filmado maravillas y de lo que se está preparando para muy pronto: Abuladze y Paradjanov en Georgia, me dice, son fabulosos, y me habla de una película rusa de Guelman, para él la mejor que se haya filmado en toda la historia del cine soviético: Mi amigo Iván Lapschin, "la película más triste, el adiós a una épica, la historia sentimental de todas las generaciones desdichadas que han vivido en Rusia en este siglo". Trata de verla aquí, me dice, porque en Praga con toda seguridad no lo podrás hacer nunca. El público, claro, se ha dividido; la inteligencia, los estudiantes, los científicos están todos a favor de ese cine, pero somos un país de masas, inmensas masas manipuladas desde arriba, dirigidas emotivamente, y ellas con toda seguridad pensarán que es un insulto a nuestra historia. Por la tarde dicté mi conferencia en la Biblioteca de Lenguas Extranjeras: Fernández de Lizardi y El Periquillo Sarniento, la primera novela mexicana. Poco público, algunos hispanoamericanistas, por lo general amigos o conocidos de mi estancia anterior; uno de ellos, en un español muy perturbado, me echó muchas flores en su presentación, pero dijo que le alegraba verme de nuevo en Moscú más liberado de las taras que tanto me atormentaban en el pasado. ¡A saber lo que habrá querido decir! Ya iniciada la lectura, se abrió con ruido la puerta y una mujer de edad avanzada, pero difícil de determinar, alta, maciza de carnes, vestida elegantemente de negro, entró con paso marcial y se sentó en la primera fila, exactamente frente a mí. Me oía con displicencia, como una matrona romana que por alguna oscura razón tuviera que aguantar la lectura de uno de sus esclavos. Y así se mantuvo durante toda la conferencia: altiva, escénica, protagónica, salvo al final, al terminar yo de leer un fragmento escatológico que expuse como ejemplo de un lenguaje que acaba de romper sus ataduras con el idioma jurídico y eclesiástico usado hasta entonces en los libros. Un esfuerzo por buscar el lenguaje adecuado a las circunstancias de la nueva nación. Ese episodio ocurre en una casa de juego de ínfima categoría donde el protagonista encuentra refugio por una noche:

Otros cuatro o cinco pelagatos, todos encuerados, y, a mi parecer medio borrachos, estaban tirados como cochinos por la banca, mesa y suelo del billarcito. Como el cuarto era pequeño, y los compañeros gente que cena sucio y frío y bebe pulque y chinguirito, estaban haciendo una salva de los demonios, cuyos pestilentes ecos, sin tener por donde salir, remataban en mis pobres narices; y en un instante estaba yo con una jaqueca que no la aguantaba; de modo que no pudiendo mi estómago sufrir tales incensarios, arrojó todo cuanto había cenado pocas horas antes. A la ruidera de la evacuación de mi estómago despertó uno de aquellos léperos, y así como nos vio comenzó a echar sapos y culebras por aquella boca del demonio -¡Qué rotos tales de mierda! -decía-. ¿Por qué no irán a vomitarse sobre la tal que los parió, ya que vienen borrachos, en vez de venir a quitarle a uno el sueño a estas horas?

Januario me hizo seña de que me callara la boca, y nos acostamos los dos sobre la mesita del billar, cuyas duras tablas, la jaqueca que me infundieron aquellos encuerados a quienes piadosamente juzgué ladrones, los innumerables piojos de las frazadas, las ratas que se paseaban sobre mí, un gallo que de cuando en cuando aleteaba, los ronquidos de los que dormían, los estornudos traseros que disparaban y el pestífero sahumerio que resultaba de ellos me hicieron pasar una noche de perros.

La mujer de la primera fila perdió su actitud marmórea. Cuando me referí a "los estornudos traseros y el pestífero sahumerio que resultaba de ellos", gritó enardecida: "¡Ese, señores, es el México que adoro!", y después cuando pregunté si alguien deseaba hacer una pregunta o un comentario, ella se anticipó a todos. "¡Coincidencia de coincidencias! -dijo-. Vine a la biblioteca para buscar unos folletos escritos por mi marido, Adam Karapetián, el antropólogo, occiso por desgracia desde hace veinticinco años en Medellín, Colombia, donde yo vivo, armenio de nacimiento, claro, el nombre lo dice. Son estudios inspirados siempre a cielo abierto sobre el país de usted escritos primero en 1908 y luego en 1924. En esa última fecha yo lo acompañé a la selva. Estaba por salir de la biblioteca hace un momento cuando vi el anuncio de una conferencia sobre México, la de usted, maestro. Si mi marido viviera se hubiera puesto de pie para abrazarlo, porque ustedes trabajan en la misma dirección, de eso me he dado cuenta. Busco esos opúsculos, algunos son muy raros de encontrar, en esta biblioteca no los tienen, pero estoy segura de que los hallaré en donde menos lo piense. El más importante se refiere a una fiesta del trópico, una fiesta religiosa con final pagano. A Karapetián sólo le interesaba como tema antropológico la fiesta, la fiesta en México, en Bahía, en la Puglia, en Nueva Guinea, en Anatolia. La que más le interesó fue una a mitad de la selva mexicana en honor a un santo niño cagón. (Risas.) No, no es para asustarse de las palabras, lo que hay que pensar es en qué circunstancias se celebró el festín. ¡Estaba allí, lo vi todo! ¡El sol a plomo y la tierra con vertida en mierda! ¡En veinte días no me quité de la nariz esa hediondez!" Y en ese momento se levantó, puso en mi mano una tarjeta y salió con aires de alta dignidad del salón. Al cerrarse la puerta todos soltamos una carcajada. La tarjeta decía: Marietta Karapetián, y abajo del nombre la inscripción: "Se pinta porcelana fina". No conozco aún a la traductora de mis Juegos florales. Esperaba conversar con ella después de la conferencia, pero no se presentó. Me encantaría salir a pasear un rato, pero le temo a la humedad. No me gustaría despertar mañana de nuevo resfriado. Esta noche acabaré Miguel Strogof, y luego a dormir.

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