19 de mayo

Dos horas de vuelo y la sensación de haber olvidado, como ocurre siempre, cosas que me van a ser necesarias durante el viaje. La señora A., funcionaría de la televisión, a quien encuentro con frecuencia en los aeropuertos y en los aviones mismos, y también en recepciones diplomáticas, cambió de pronto de sitio y fue a sentarse a mi lado. Desde entonces no deja de hablar un solo instante. Todas las veces que la he visto ha sido igual, y sea cual sea el tema de que se trate, ella se las ingenia para introducir el suyo que, por lo visto, la domina. Se mueve mucho, asiste a festivales de cine y televisión en España y en Latinoamérica. Le encanta hablar de sus viajes y de lo que le ocurre; en ellos casi siempre se ve asediada por machos broncos e impacientes, que desprenden olor a sudor, a sangre ardiente, de quienes logra sacudirse con serias dificultades. En el final del episodio se turba siempre un poco, se contradice, se sonroja, para que los demás imaginen una conclusión menos púdica. Estoy seguro de que si uno le diera alas llegaría hasta el fondo del pozo, reptaría gozosa en él, confidente íntima de sí misma, relamiéndose con episodios pútridos. Son confesiones sexuales seguramente repetidas muchas veces, desagradables y tediosas, porque su discurso es mecánico, sin pasión, ni libido verdadera. Después de varias semanas de salud ejemplar me ha vuelto la rinitis. Dormí mal. No acabé de hacer anoche las maletas y hoy tuve que despertarme a primera hora para terminar. En el avión tuve un sueño: estaba yo en la Posada de San Ángel a punto de salir, despidiéndome de algunos amigos. De pronto pasó a mi lado Mauricio Serrano, un antiguo compañero universitario, y se detuvo a hablar conmigo. Le dije: "Leí hace poco que te habías muerto en un accidente, ¿es cierto?" (y sí, claro que lo era, había yo leído que el personaje real, al cual llamo aquí Mauricio Serrano, había muerto en un accidente aéreo. Su avión particular se derrumbó en un desierto de Chihuahua o de Sonora, no recuerdo. Fuimos compañeros en la Facultad de Leyes. Era entonces muy delgado e inmensamente alto. Lo recuerdo como uno de los primeros alumnos que asistía a las aulas sin corbata y con ropa muy elegante pero deportiva, lo que en aquella época constituía casi una provocación. Habré hablado con él sólo cuatro o cinco veces en la vida, y de nada, del tiempo, menos que eso. Pertenecíamos a ámbitos distintos. Sabía que había hecho mucho dinero, pero no recuerdo en qué). El muerto, sin responderme, se dirigió hacia otro grupo. Al pasar, minutos después, frente a los baños lo volví a ver recargado en un árbol, un pino creo. Me propuso que fuéramos a tomar una copa en otra parte. Recorrimos varios bares, pero en ningún lugar nos permitían entrar, como si intuyeran algo irregular. En los pocos locales que nos admitieron, el muerto pedía limones por docenas y los sorbía con desesperación. Me imagino que le eran indispensables para mantener su simulacro de vida, y los sorbía angustiadamente, como si temiera desintegrarse. Llegamos a la colonia Juárez, a la calle de Londres, a un edificio en donde viví varios años en mi juventud, de modo que el recorrido había sido kilométrico. El interior de mi departamento era el mismo, salvo que las paredes estaban desnudas, sin ninguno de los cuadros estupendos de otro tiempo. El muerto me comenzó a aburrir, me fastidiaba, se defendía para no irse. Pensé que tenía que decirme algo, que no sabía de qué manera hacerlo, que me traía un mensaje, tal vez que me moriría pronto, un saludo del otro mundo, algo, cualquier cosa, pero lo único que decía eran trivialidades. Su vocabulario era limitadísimo, sus temas nimios. Sentí la misma irritación que me ha producido siempre la nube de termitas con la que he luchado toda la vida para defender mi tiempo. Al final, cuando logré que se fuera, su mal color era espantoso. "No podré ya durar sin descomponerme, por más limones que tome", me dijo al despedirse. Desperté de golpe, sentí el sueño como algo real. Dejar de ver la chimenea de mi antiguo estudio y sentirme en cambio sentado en un asiento de avión me produjo una perturbación atroz. Sólo por un momento. ¿Habría sido Serrano un mensajero del otro mundo? ¿Me habría transmitido su mensaje en forma tan hermética que yo, por distracción, por sólo pensar en cómo deshacerme de él, no logré captar? Mi sueño debió de haber transcurrido en un instante, pues la funcionaría ni siquiera lo había advertido. Embriagada de sí misma, contaba cómo los tres actores brasileños que la acompañaban en San Salvador de Bahía, más un boxeador cubano, se sacaban el pene en un jardín al unísono, delante, atrás y a ambos lados de ella, y se ponían a orinar sin que ni una sola gota, le interesaba poner eso en claro, le llegara a tocar su falda, como mascarones que lanzaran sus chorros a la estatua central de una fuente.

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