Soy una sombra de la sombra de alguien. Marina Tsvietáieva
Me impresiona la veneración actual de las mujeres por Tsvietáieva. Les entusiasma su obra, pero subjetivamente, me parece que les fascina más su persona. La rusa Irma Kúdrova, en el prólogo a Un espíritu prisionero, les gana a todas:
Marina Tsvietáieva es el astro más brillante en el firmamento de la poesía rusa del siglo XX. No nos referimos sólo a su talla literaria; tanto su obra como ella misma se pueden considerar como un milagro. Dotada de una personalidad capaz de encarnar en la palabra la rara riqueza de su alma, con una inteligencia ajena al miedo, un carácter independiente y firme, su talento y su ser se han fundido en una sólida amalgama. Y, tal vez para ella, de cada uno de sus versos brota una corriente contagiosa de la más pura y alta tensión.
Muy diferente de lo que en vida de ella pensaron otras mujeres de letras que la trataron de cerca. Nadiezda Mándelstam la conoció en 1922, poco antes de que emigrara de Moscú; la recuerda de esta manera:
En aquella época me produjo una impresión de absoluta naturalidad y de estupefaciente originalidad. Su cabellera corta, sus movimientos ligeros casi de muchacho. Su rostro, que parecía salido del retrato de un paje renacentista… después cuando leí sus poemas y cartas encontré en su vida una rara nobleza; pero lo que de ella me perturbaba era su eterna indiferencia hacia las personas que en un momento dado no le eran necesarias, o que de un modo u otro no le servían para el festín de los sentidos".
En las memorias de Nina Berberova hay dos testimonios, uno en Praga, de 1923, y otro en París, de 1937:
Todo lo que dice Tsvietáieva me interesa, en ella entreveo una amalgama de sabiduría y capricho, bebo sus palabras, pero en ella y sus palabras hay casi siempre un dejo morboso que me es extraño y me irrita, una nota de exaltación, curiosa, inteligente, pero de algún modo histérica, carente de equilibrio, tal vez peligrosa para nuestras futuras relaciones, como si ahora pudiese proporcionarnos alegría atravesar juntas olas y corrientes, para un instante después disgustarnos y hacernos mal; yo advierto eso, pero ella evidentemente no, y tal vez piensa que en el futuro sólo podríamos hacernos amigas o si no combatirnos.
Y años después, poco antes de abandonar Francia:
Vi por última vez a la Tsvietáieva en los funerales de Volkonski, el 3 de octubre de 1937. Después de la ceremonia salí a la calle. Tsvietáieva estaba aún allí sola en la acera y nos miraba con los ojos llenos de lágrimas, envejecida, con los cabellos casi blancos, despeinada y los brazos apretados contra el pecho. Fue poco después del caso Reiss, en el cual había estado implicado su amigo, Serguéi Efrón. Era como una apestada, nadie se le acercaba. Y también yo, como todos, la ignoré.
Eran escritoras de gran fortaleza moral, objetivas, no como la mayoría de las rusas en los círculos de París, como por ejemplo la imposible Zenaida Gipius, esposa de Dimitri Merejkovski, quien se consideraba una reina rusa desterrada en Francia, y para la cual una escritora que admiraba a Maiakovski y a Pasternak no podía ser sino escoria.
Un admirador y defensor suyo, amigo paciente y leal desde los tiempos de Praga hasta el final, Mark Slonim, crítico e historiador de la literatura rusa, uno de los primeros entusiastas de su obra en Occidente, quien junto con Sviátopolk-Mirskí la anunció como una de las mayores figuras poéticas de su tiempo, y no sólo en términos rusos, nos presenta la imagen de Marina, escarnecida por la mediocridad y mezquindad de los rusos desterrados:
En el París de la emigración resultó claramente fuera de lugar. En el mejor de los casos, la toleraban en algunas redacciones de periódicos y revistas donde le permitían publicar algo, y sus colaboraciones a menudo se producían en condiciones que a ella le parecían ofensivas. No llegó a ocupar ningún lugar dentro de la "sociedad" del exilio, con sus salones literarios y políticos, donde todos se conocían… Ella era un bicho raro, una sombra ajena, expulsada del grupo, alejada de las relaciones personales y familiares, y se destacaba poderosamente, con su rostro, sus palabras, su vestido gastado y su imborrable sello de pobreza…
Tsvietáieva diseñó a los diecinueve años, aun antes de publicar su primer poemario y de casarse con Serguéi, el estudiante de literatura de diecisiete años, un exaltado proyecto de vida libre, sin cadenas, sin limitaciones, semejante al de los románticos. El desprecio que desde su juventud le mereció Chéjov se debe posiblemente a que el universo creado por él ejemplificaba el eclipse del héroe. Los personajes que pueblan los relatos y dramas chejovianos son antagónicos a los protagonistas románticos, recorridos por una electricidad febril, los héroes de Pushkin o de Lermontov. Los románticos rusos inventaron al escritor como héroe, una figura central, sagrada, y cuando se dice escritor debe entenderse poeta. Tanto la vida y la muerte de Pushkin como la de Lermontov tienen un sentido idéntico a las de sus personajes: Oneguin, Pechorin. La revolución es el fenómeno romántico por excelencia. A lo determinado se sobrepone lo indeterminado, lo irracional. La pasión es el punto de donde parte la revolución. A la tiesura estática de regímenes paralizados se rebela lo fluido, lo etéreo, lo que requiere una forma nueva y un discurso nuevo. Habrá que destruirlo todo y también descubrirlo todo. He ahí la concepción romántica del poeta decimonónico como el único ser que mantiene relación con el universo, que ausculta lo desconocido y que desde allí pronuncia las palabras secretas. Es el único que tiene derecho a hablar con la naturaleza y con los dioses, porque como ellos conoce todos los secretos y posibilidades de la lengua. Sin embargo Marina detesta la revolución. Su romanticismo requiere el poder. Napoleón fue uno de sus héroes juveniles. Desde muy joven, supo cuál era su lugar en la poesía. En el lenguaje encontró los signos que buscaba. Su poesía es diferente a la de sus contemporáneos. Utiliza sustantivos fuertes, claros, nombra las cosas de manera precisa, pero las palabras al acercarse unas a otras se transmutan en atmósfera, sombras, dolor, desesperanza. En su última década escribe, sobre todo ensayos, y juega con los géneros a placer. Un ensayo suyo es siempre un relato y la cápsula de una novela y una crónica de época y un trozo de autobiografía.
Llegó a París en 1925, precedida por un halo misterioso. Rilke, ¡nada menos!, la había cantado. Los críticos se rindieron a ella, a su prestigio, a la originalidad de su persona. Sus lecturas públicas congregaron a lo más importante de la comunidad literaria rusa en Francia durante tres o cuatro meses. Pero bastó la exaltación de dos príncipes rusos, intelectuales ambos, para derribarla. El príncipe Dimitri Sviátopolk-Mirski, un entusiasta de su poesía desde los inicios, quien la siguió desde el principio y la vio explotar como una revelación, declaró en París y por escrito que ella era el mejor poeta ruso en París en ese momento; el otro príncipe, el joven Dimitri Shajovskoi, quien dirigía y pagaba una revista de enorme belleza donde todo escritor deseaba publicar, la invitó a colaborar en el tercer y último número; el príncipe deseaba que ese número fuera excepcional porque con él no sólo concluía la revista sino también su estadía en el mundo.
Había ya preparado su ingreso a una orden de silencio en un monasterio en el Monte Athos. Su artículo se llamó "El escritor y la crítica"; allí Tsvietáieva minimizó a los críticos rusos de París, señaló su ignorancia y aldeanismo; descalificaban la poesía moderna por desinformación, por incultura. Era un ensayo arrogante e inclemente, pero estaba sustentado por verdades literarias y conceptos objetivos. Fue el final del culto a Tsvietáieva. Nunca se pudo recuperar, sino al contrario, aquél fue el primer paso en el descenso al silencio. Serguéi Efrón, quien jamás en la vida había trabajado, fue invitado por el príncipe Mirski a colaborar con él y algunos otros rusos destacados para publicar una revista literaria titulada Verstas, donde publicarían tanto a los rusos del exterior como a los del interior, es decir los del infierno, la Rusia soviética. Pasternak, Babel, Esenin, Tinianov, un cuadro notabilísimo en cualquier panorama literario del mundo, fueron calificados en París por el crítico más influyente del exilio, Peter Struve, como "mera carroña".
Sabemos, y Tolstoi lo ha recordado con palabras soberbias, que cada familia infeliz lo es de una distinta manera. Las causas de infelicidad pueden ser infinitas. Desde afuera se observan los efectos, los gestos, la epidermis; en el gossip cotidiano nos enteramos de infinidad de casos de separación, de fugas alucinantes, de divorcios color de rosa u otros infinitamente sórdidos. Nos manifestamos a veces a favor de uno u otro de los cónyuges. El macho violento, la mujer casquivana, la excesiva codicia de uno de ellos o de ambos, la intervención de los suegros, de los parientes, de los amigos, la tontería, los celos, pueden ser algunos elementos negativos. Sabemos eso y más, muchísimo más, pero jamás lograremos medir el desacuerdo silencioso de los sentidos, ni esas minucias ocultas en los pliegues interiores que son derivaciones de lo físico, la lucha de los sexos en todos sus aspectos, y aunque uno u otro de los cónyuges nos haga confidencias, que es lo peor que le puede suceder a uno, y que esos abusos contra la amistad sean horripilante, minuciosamente fisiológicos y nos hagan creer que lo sabemos todo, de ninguna manera es cierto. Todo lo que nos dicen, aun deformado por la pasión y la ira, puede ser cierto, pero no es sino un cerco a la verdad, una aproximación. Las biografías de Tsvietáieva, la de Simón Karlinski y la de Veronique Lossky, no dan sino mínimas luces de la vida conyugal de los Efrón. Por una parte se les agradece, pero en este caso tan oscuro un poco de intimidad podría aclarar algunas cosas, sobre todo porque en la poesía de Tsvietáieva lo físico juega un papel importante.
Cuando Serguéi Efrón decide en un primer impulso terminar el matrimonio, y la misma Marina, después de una separación de pocos días, se inclina también a esa decisión, pero terminan por no separarse ya que ambos consideran que cada uno tiene obligación de cuidar al otro cónyuge, puesto que sin esa protección no podrían orientarse en la vida, ambos han decidido establecer un pacto tácito o expreso para no separarse. Ambos tienen una experiencia excepcional para la sobrevivencia, la prueba está a la vista: las situaciones atroces que enfrentaron durante los siete años de separación, la guerra, amenazas de todo tipo, la pérdida de la seguridad económica, la muerte por hambre de una hija, veinte mil peligros de los que han escapado, él en el frente alemán y luego en los intermitentes combates de Crimea donde se sabía amenazado por dos frentes enemigos, los bolcheviques y los blancos, y habían salido con vida y en plena forma física, o casi, y él estudia una carrera de filología con una beca del gobierno checoslovaco, y ella se ha revelado como una figura literaria de primera clase; cuando todo eso lo han vivido y están en plena actividad, el argumento de no separarse para no dejar sin protección al otro suena a falso, a trivial. Para ella las frecuentes crisis amorosas implicaban un ulterior renacimiento, de cada historia desastrosa nacía un haz de espléndidos poemas. El pacto establecido en Praga se mantuvo hasta el final. A la larga, la solución fue la peor, la más despiadada que pudieron inventar. Ninguna de las partes se movió del hogar, pero a saber qué cantidad de energías perdidas, de limitaciones se pudrieron en su seno, qué toxinas se acumularon. Serguéi tuvo que desempeñar el papel más desairado. En el círculo intelectual de los rusos en Praga todos se enteraron de esa aguda crisis matrimonial. Marina hizo pública su pasión desmedida por aquel Casanova de segunda clase y las mujeres del círculo intensificaron su simpatía por el marido agraviado y la frialdad a su mujer. ¿Podía haber sido humillante para él esa conmiseración? ¿Le habría podido dar alguna satisfacción? Helo ahí, al héroe que luchó con las armas por la restauración del orden, embaucado por una mujer terrible; el joven oficial a quien su amigo traicionó seducido por una mala pécora, una antipática, pedante y extravagante mujeruca. Con Efrón es difícil orientarse. Poco después, nació un nuevo hijo, Gueorgui, a quien Marina, desde el primer momento, amó con desesperación, aisló del mundo, envolvió en papel transparente y declaró propiedad suya por entero. En una foto borrosa, en una escalera de madera de un lugar visiblemente miserable, se ve a una vieja mujer, sentada al lado de un muchacho rubio. La fotografía está fechada en 1935, de modo que el niño tendría apenas diez años, pero su aspecto es ya de adolescente, del tipo ruso deportivo, con un ceño de pocos amigos; la mujer, que está a su lado, mal peinada, desencajada, mira al fotógrafo con ansiedad y con algo parecido a la desesperación. Son, ya lo habrán adivinado, Marina Tsvietáieva y Gueorgui Efrón, el famoso Mur. Los biógrafos de ella, los cronistas del exilio ruso, están todos de acuerdo en que la madre había marcado un cerco invisible, de donde al hijo le fuera difícil salir; lo adoraba, lo mimaba, estaba orgullosa de él, pero le era imposible dejarlo respirar fuera de su alcance. Era suyo por entero. La fotografía es deficiente, y la reproducción peor. Nada tiene en común con una escena de plenitud familiar, de armonía entre madre e hijo. Viéndola, sabemos que Mur es ya quien manda y la vieja angustiada, que cree ser el ama, su víctima. El joven Teseo junto al Minotauro, el cual, por una extravagante metamorfosis, se ha convertido en un ser híbrido. Es un periodo terrible de Tsvietáieva; vive en la miseria desde que llegó a París, pero cada vez más exacerbada porque de todos los costados se la hostiga. En contraste radical con los otros dos miembros de la familia que, sentados en un bosque, en su amistad han logrado la armonía. Sus ideas son enemigas de las de Marina. Se han vuelto, como mucha gente en Francia, en Europa, en el mundo entero, desde la crisis económica del veintinueve, filosoviéticos.
El personaje más difícil de adivinar es Efrón. Inicia proyectos que no termina nunca. Los amigos de su mujer lo consideran poco inteligente. Parece no interesarle lo que piensen de él. Seguramente hoy ya su expediente de la Lubianka haya aclarado todos los misterios. Allí estarán clasificadas las piezas que pueden formar el rompecabezas. Pero tan sólo pensar en él, resulta un personaje narrativo muy sugestivo. Es posible que las hermanas mayores que lo educaron después del suicidio de su madre y el hermano mayor, y el trauma correspondiente, lo hayan convertido en un ser dependiente, un hombre superfluo como tantos hombres buenos y desgraciados que pueblan el mundo literario ruso, que tuviera temor a la soledad, que preferiría sufrir todas las humillaciones que sus superiores antes, y su mujer más tarde, le infligieran con tal de permitirle vivir a su sombra. Ella era una de las grandes figuras del exilio y él se había quedado en nada. Mirski ya a principios de los años veinte añadió una página sobre su poesía a la espléndida historia de la literatura rusa que publicó en Inglaterra. Su fama crecía con rapidez; tenía en su haber una decena de libros de poesía, Checoslovaquia había sido para ella un espacio fértil para la creación. Al parecer nada le interesó del país ni de su cultura, por estar arraigada hasta lo más profundo en su idioma y tener como interés ancilar la literatura alemana. Estaba preparada para dar el gran salto: París. Es posible que tales circunstancias pudieran serle gratas al marido, pero también podría ser que ocultara en su interior una cápsula de rencor sin siquiera tener conocimiento de su existencia. Y su efecto se manifestaba en convertirse en un peso muerto para la familia, en ese caso Marina. No llegar a terminar nada, como sus estudios en Moscú, ni la carrera de filología en Praga, o posteriormente tampoco la de estudios de cine en París. Su mujer sería famo sa, la aplaudiría con estruendo después en sus lecturas. Su mujer se acostaría con quien quisiera, y sostendría por correo relaciones platónicas con las más altas luminarias de Europa; él, entre tanto, leería periódicos y conversaría con su hija, cada vez más próxima. Dejó en libertad a Marina para que partiera a París, en donde él la alcanzaría meses más tarde, para instalarse a su gusto y ocupar el lugar que le correspondía. Le esperaba el reconocimiento, y en los primeros meses lo tuvo. Bastó sólo que Dimitri Sviátopolk-Mirski declarase en su revista la primacía de Tsvietáieva sobre todos los poetas en el exilio, y que ella escribiera un artículo literario, para demostrar que los críticos desterrados rusos no estaban capacitados para juzgar la nueva poesía, para que fuera ana-temizada por la casi entera comunidad rusa en Francia. Su arrogancia hizo lo demás. Serguéi Efrón llegó después a París y fue invitado por Sviátopolk-Mirski y algunos otros intelectuales para editar una revista de cultura rusa diferente a las del destierro, distinta sobre todo de como la concebían en los círculos parisienses. Para ellos nadie que se hubiera quedado en la Unión Soviética podía merecer el nombre de escritor, mucho menos de poeta. No eran sino basura, canalla, como Eisenstein en el cine, como Méyerhold en el teatro. La revista de Sviátopolk-Mirski y Efrón llevó por nombre el título de un libro de Tsvietáieva: Verstas. Esa cercanía bastó para que la escritora fuera considerada por los más necios como una voz al servicio de los bolcheviques. ¡Ella que en sus apariciones públicas no dejaba de leer algunos de los himnos a las guardias blancas! Tan temprano como en 1927, es decir al año y medio de estar en Francia, ya se lamenta: "En París, fuera de unas cuantas personas, los demás me detestan, escriben sobre mí toda clase de inmundicias. Según ellos yo escribo poemas al estilo 'Juventud comunista' y recibo un 'salario de los bolcheviques'".
En París los Efrón vivieron siempre en condiciones de miseria, en los barrios pobres de la periferia, y cambiarse de lugar significaba ineludiblemente descender a otro aún más escuálido. En temporadas durmieron los cuatro en un solo cuarto, sin servicios sanitarios. Y en esas condiciones, aplastada por los menesteres del hogar, escribió sin cesar. La conciencia de su genio no la abandonaba. La intensa correspondencia que mantuvo con Rilke en el año veintiséis, y la elegía que aquél le escribió poco antes de morir, eran para ella la más alta calificación que merecía su esfuerzo:
¡Olas, Marina, mar somos! ¡Honduras, Marina, cielo! ¡Tierra, Marina, tal somos, mil primaveras, alondras a lo invisible lanzando un canto que irrumpe! ¡Lo emprendimos como júbilo: ya nos rebasa del todo!
Que Rilke la cantara en una de sus grandes elegías le permitía ser insensible a los grajos que la insultaban. Hacia 1933 todos los sectores estaban en contra de ella: los comunistas por sus desmedidos elogios a la vieja Rusia, a la corona, al zar y a su familia; y los conservadores, en cambio, por su admiración a Pasternak y a Maiakovski. Simón Karlinski anota: "Había llegado demasiado lejos por la izquierda y por la derecha al mismo tiempo. Al final nadie le hablaba". Muy al final de la estancia en Francia Efrón comenzó a trabajar en una oficina soviética de repatriación a rusos desterrados, con lo cual los rusos del exilio no tuvieron ya ninguna duda de sus actividades.
¡Luego, la gran sorpresa! En Lausanne se encontró el cadáver de un agente soviético que había desertado. Uno de los asesinos fue detenido. Había testigos de que en ciertas ocasiones lo vieron entrar en la agencia de repatriación donde trabajaba Serguéi Efrón. Este es citado a una delegación de policía para ser interrogado, luego desaparece y meses después reaparece en Moscú, donde Ariadna estaba ya instalada. Los servicios de espionaje soviético dirigieron esa fuga para protegerlo, según dijeron; tal vez temían que diera detalles sobre ese caso, y quizás de otros. ¿No parecería todo ese desarrollo de vida una venganza, aunque inconsciente, por la humillación sufrida años atrás en Praga, por acumulación de agravios, por la postergación en que lo mantiene Marina en todos los terrenos, el intelectual y el sexual?
Mientras Serguéi y Ariadna están cada vez más cerca del comunismo, Marina escribe ya sin tregua homenajes a los blancos. Al inicial, Campo de los cisnes, siguió otro concebido en París, Perekop, un largo y oscuro poema sobre la última batalla librada por aquellos cruzados que tanto la fascinaban y su rendición final en Perekop, y en los últimos años tomaba notas para escribir una elegía larga en memoria de la familia del zar, de la cual quedaron algunos fragmentos. Las dos figuras del matrimonio paulatinamente radicalizaron sus posturas. En el periodo final de París, no puede ya publicar. Comienza por primera vez a sentirse desvalorizada y fuera de sitio. Las pocas cartas que envía a amigos distantes reflejan su desencanto. Sus condiciones de alojamiento son atroces, sórdidos cuartos de hoteles miserables; está sola, comienza a sentir que hasta la poesía misma la abandona. Y en esa condición de desvarío, sin ver salidas en Francia, sin amigos, sin medios de subsistencia, comete el peor error de su vida: volver a Rusia, convivir con una sociedad a la que odia y donde es odiada, aunque allí estén su familia, algunos amigos de juventud, Ehrenburg, Pasternak, el mismo príncipe Sviátopolk-Mirski, quien, convertido al marxismo, se reintegró a su país, su hermana Anastasia, las Efrón, sus cuñadas y, sobre todo, Serguéi y Ariadna, y da el fatídico paso, la vuelta. Vive con su marido e hija sólo unas cuantas semanas, después ambos son detenidos, como también su hermana Anastasia, y durante dos años lleva en Moscú una vida fantasmal, sombra de otras sombras. Mur se rebela. La acusa de ser culpable de las desdichas de la familia, de la prisión de su padre y su hermana, de la carencia de destino que le está construyendo. Después llegó la guerra, y ella se suicidó.
En vida suya algunos de los que la trataron, quisieron y admiraron se asombraban por la liga establecida entre su genio y la incapacidad para percibir la realidad.
Pasternak, uno de sus amigos entrañables, traza algunos rasgos de Marina en su Ensayo de autobiografía:
Durante toda su vida, Marina Tsvietáieva ha podido evitar lo cotidiano gracias a su creación. Cuando esta última se convirtió en un lujo que no se podía ya permitir y comprendió que por el momento le era necesaria a su hijo: sacrificó esa pasión devoradora con el fin de ver la realidad cara a cara, y entonces vislumbró un caos que jamás había pasado por el crisol de la creación, un caos extraño, petrificado y sin vida. Retrocedió aterrada. Y al no saber hacia dónde volver para huir con la mayor rapidez de aquel horror se refugió en la muerte. Como si reposara la cabeza en una almohada, metió la suya en la soga que la esperaba.