Amanecí con un mal humor del carajo. Aún no acabo de saber si iré a Georgia, y de ser así, cuándo y por cuántos días. Hice un largo recorrido por las partes del viejo Leningrado. Advierto que no sé nada de la ciudad, o muy poco. Me pasa lo mismo cuando vuelvo a Roma, en donde viví unos meses en plena juventud, a Venecia, a donde he ido en muchas ocasiones, y a Praga, donde resido desde hace tres años. Me emociono al llegar y me quedo atónito ante el esplendor de esas ciudades deslumbrantes, me doy cuenta de que sigo enamorado de ellas, pero descubro también que estoy muy lejos de conocerlas, que no he logrado traspasar el umbral, que a duras penas voy acercándome a ellas, y a veces ni eso. Se me ha vuelto una necesidad inaplazable releer Petersburgo, de Andréi Bély, tal vez la novela rusa más importante de este siglo. Mann la leyó en su juventud y esa lectura lo marcó para siempre. Detestaba entonces que la novela no se hubiera quedado en Stendhal, Tolstoi o Fontane. Eran extraordinarios, quién podía dudarlo, pero en Bély encontraba una forma paródica, casi secreta. Las escenas cumbres, los climax violentos en que abunda el relato están bañados de una suave sorna que casi nadie percibió en su tiempo. Él sí, y comenzó a estudiar la construcción de situaciones que pudieran combinar el pathos con la caricatura. Las manchas de la tuberculosis en los pulmones de Mme. Chauchet contempladas en una radiografía por Hans Castorp y el espasmo verbal, la riquísima retórica con que ese joven nos pone al tanto de su pasión amorosa a través de esas manchas, son un ejemplo. Me gustaría leer las otras novelas de Bély: Las palomas de plata y Kotik Letaev, la más experimental, un monólogo intrauterino que lucha, a través de balbuceos, por alcanzar algún sentido, y más aún, empaparme de la literatura asombrosa de principio de siglo al final de los diez y los veinte: Ajmátova, Rozánov, Kuzmín, Tsvietáieva, Mándelstam, Tiniánov, Pasternak, Platónov y Jléknikov, para algunos este último es el poeta formalmente más radical de la época. Tanto Sklovski como Ripellino, que lo han estudiado a conciencia, están acordes en que es el auténtico transformador de la lírica rusa, que la libera del simbolismo y la dirige a la vanguardia, al futurismo concretamente. Por la tarde, una excursión agradable a la casa museo de Repin, pintor de fin de siglo; los rostros que conocemos de las grandes figuras del XIX se los debemos a él: Tolstoi, Turguéniev, toda la flota. La casa está en la península de Karelia, a unos cuantos pasos de la frontera de Finlandia. Me aburrí en la excursión, seguí rumiando mi pesar de haberme distanciado de los rusos. Hay sólo un libro mío que no me hace ruborizar, Vals de Mefisto, tal vez porque cuando lo escribí, el dilatado periodo que viví en Moscú me había sumergido de tiempo completo en esas aguas. Y en la noche en el Teatro Mali, un Eugenio Oneguin perfecto. De Tchaikovski lo único que realmente me interesa son sus óperas. Orquesta, voces, dirección musical y de escena, escenografía, todo resultó notable en esa ópera maestra. Salí del teatro refrescadísimo. Feliz por descubrir que mi amor a la ópera no se ha extinguido, como a veces había temido. ¡Qué bodrios tuve que soportar en México en los últimos años! Recuerdo unos Puritanos de Donizetti, que me llevó a ver Luz del Amo en Bellas Artes para tranquilizarme la noche anterior a mi examen de regularización en el Servicio Exterior, y aún se me repiten los escalofríos al recordar tal función. Pero también en Praga puede uno conocer esas amarguras: por abulia, por desolación, por haraganería, la ópera se ha convertido en algo tedioso, salvo cuando llega una figura internacional importante, entonces los cantantes y la orquesta dan de sí todo lo que pueden y la mejoría es evidente. En el intermedio se oía tanto finés como ruso. Se me antoja ferozmente salir a la calle. Pero me contengo. Pienso en las ciudades: en Praga, en Moscú y en Leningrado. Praga es una de las ciudades más hermosas del mundo, de todos es sabido, la más hermética. Pero la desesperanza de sus habitantes crea una atmósfera gris que todo lo permea y se le introduce a uno hasta la médula. Moscú tiene maravillas, las iglesias del Kremlin, San Basilio, antiguos barrios, pero también grandes zonas de arquitectura horrenda. Las monumentales torres que construyó el estalinismo son verdaderos espantos, la megalomanía del hormigón y el cemento armado. Una arquitectura que evidencia un desprecio absoluto a los sueños, a cualquier juego. Sin embargo la ciudad está viva, por todas partes se siente su respiración. En el mismo momento en que escribo esto habrá millares de moscovitas enfrentados abiertamente, discuten, se solidarizan, querrán asesinarse. Leningrado, la ciudad de Pedro, es también una maravilla, mucho más que eso, ¿no es cierto? Pero en estos dos días no he sentido su palpitación. Claro, allá tengo amigos, o conocidos, y aquí ninguno y eso hace una diferencia capital. Pero allá si se toca un tema político, hasta los desconocidos dicen lo que les parece. Son partidarios o enemigos de algo. Aquí cuando he tratado cautamente de hablar de lo que pasa en el país encuentro evasión, silencios, corteses cambios de tema…