3 de junio

Martes, último día de mi estancia en la URSS. No sé si sea día festivo, al menos en las escuelas; me parece ver más gente joven en la calle que anteayer, domingo. Antes del desayuno hice mis maletas; basta llegar después y guardar las medicinas, algunos libros, los cuadernos donde he escrito estos días. Caminé un poco, visité las librerías de viejo. La de la planta baja del hotel Metropol sigue siendo estupenda. Me encantan los encuentros ocasionales, sentarme en la banca de un bulevar o de una plaza, iniciar conversaciones con viejas parlanchínas a las que apenas logro comprender, con jóvenes, fumar con ellos un cigarrillo, y listo, levantarme, dejarlos estupefactos por haber conocido por primera vez a un mexicano. Me di cita con Kyrim en el bar interior del Metropol, ese que parece una locación de cine negro americano, donde la mezcla de visitantes jamás parece tener coherencia con el hotel ni con Moscú. Desde el primer día que entré ahí, hace años, quedé fascinado. ¿Quiénes podrían ser aquellos rusos y quiénes los extranjeros tan extravagantes que aterrizaban en ese lugar? Son las preguntas que jamás les interesa plantearse a los politólogos, los kremlinólogos, por eso me daba tanto fastidio leerlos o escucharlos cuando cenaba con ellos en alguna embajada. Claro, ahora a la distancia pienso en excepciones notabilísimas: algunos italianos muy brillantes y, sobre todo, en dos polacos sin parangón, Ryszard Kapuszinski, el más culto, inteligente y penetrante cronista del mundo soviético, y K. S. Karol, ambos extraordinariamente capacitados para sopesar la gama amplísima de elementos, de detalles, sin dejarse capturar por los hechos escuetos, esos que por sí solos, muy rara vez constituyen verdades. Cuando trabajé en la embajada tuve oportunidad de oír hablar a corresponsales de periódicos extranjeros sobre la sociedad soviética, como si fuera igual a la época estalinista. Kapuszinski y Karol saben leer otros signos y por lo mismo proponen versiones más ricas y mucho más atinadas. A ningún "especialista" podría convencérsele de que abajo de la plana superficie examinada había distintas corrientes combatiéndose entre sí, aun en el mismo Kremlin, como las había en todo el mundo socialista, con excepción tal vez de Albania y Rumania. Ahora la Perestroika les ha mostrado una trama diferente y de nuevo no entienden nada. Soterrados en una superficie engañosamente homogénea existían intereses varios, alianzas difícilmente concebibles y fobias y odios brutales donde se suponía una unidad monolítica. Kapuzsinski señalaba hace poco en una entrevista que "la gente, aun antes de la Perestroika, solía expresarse con el silencio, no con las palabras, los lugares en donde se presentaban y los que evitaban, la manera en que miraban algo, las palabras neutras en un comentario tenían su sentido. A pesar del desprecio y de la arrogancia hacia la sociedad, el poder no dejaba de prestar atención a la clase de silencio que ésta practicaba". A eso se debía la publicación de los autores castigados de antaño, los clásicos, digamos, los ejecutados, los silenciados, los desterrados a Occidente. Mándelstam, Pasternak, Ajmátova, Tsvietáieva, Babel, Bulgákov, Pílniak, Remizov, Bunin, otros más, cuyos libros en Moscú y Leningrado se vendían en tiendas de moneda extranjera, pero que los miembros de las Asociaciones de Escritores podían adquirir en rublos y a un precio muy reducido; y también, y sobre todo, los libros de autores contemporáneos que rozaban temas políticamente escabrosos, como La nave blanca de Chinguiz Aitmatov, o La casa sobre el río y El viejo, de Iuri Trifonov, y otros más que, publicados en ediciones limitadas y a regañadientes, llegaban a las librerías donde se agotaban en menos de una hora, pero que en los días siguientes habían sido ya devorados por millares de lectores, y el teatro de la Taganka, dirigido por Iuri Lúbimov con público internacional y colas de kilómetros de rusos en busca de entradas para ver la versión teatral de El maestro y Margarita de Bulgákov. El cine de Klímov, de Guerman, y el cine extranjero no anunciado en ninguna parte que se proyectaba a las diez u once de la noche, en un cine sin carteleras, con la fachada sin luces, ante un público exigente y entusiasta de cineastas, actores, escritores, gente de cultura, que se enteraba por amigos, quién sabe cómo, o los talleres de los pintores que uno visitaba para adquirir cuadros de la nueva guardia, especialmente abstractos, y muchas cosas que formaban parte de mi vida cotidiana cuando fui agregado cultural y de las que les fastidiaba a los corresponsales extranjeros enterarse, porque era más fácil continuar con una visión implacable que mantenía un clima de guerra fría. Sigo trabajando en el esquema de mi próxima novela. Se situará en varios lugares: Estambul, Roma, Cuernavaca o Tepoztlán, y un paraje en medio de la selva tabasqueña. Tengo también esbozos de los personajes. De los sueños absurdos de estas dos semanas y las extrañas coincidencias fecales que se coaligaron entre aviones y cuartos de hoteles ha surgido un título posible: Señora la Divina Garza. Hace diez años, un joven cineasta casado con una chica colombiana me habló en Moscú sobre las tendencias que él percibía en el pensamiento de sus contemporáneos, jóvenes universitarios o profesionistas, artistas o científicos, amigos suyos o primos, o amigos de sus amigos, gente con un nombre, con rostro conocido, no la abstracción de las encuestas, y esas tendencias por orden de importancia eran las siguientes: a) berdiaievistas, quienes seguían el pensamiento cristiano de Berdiaiev; b) neoeslavistas, o sea nacionalistas de derecha; c) pluralistas, demócratas de diversas tonalidades, a una de las cuales él se adscribía; d) zen-budistas y e) cheguevaristas; estas dos últimas categorías, minoritarias. Le pregunté por Trotski, ¿no hay trotskistas?, y la respuesta fue categórica: "casi ninguno". "¿Por qué?" "Porque se piensa que de haber ganado la pugna ideológica, hubiera seguido el mismo camino totalitario de Stalin, quizás sin la bestialidad del monstruo. Sus tesis sobre arte y literatura no tienen para nosotros ningún atractivo, se siente el tono militar, la brutalidad de la época, quizás. Algunos nos hemos preguntado: ¿Cómo fue posible que hayan sobrevivido a las purgas los formalistas: Sklovski, Eijenbaum y Tinianov, o aun los menos vistosos: Tomachevski, Propp, otros? Y la única respuesta que uno encuentra es que se salvaron gracias a la violencia verbal con que fueron atacados por Trotski. Fue un salvoconducto para toda la vida. Si eran despreciados de esa manera, alguna virtud debían tener. Bujarin, en cambio, ejecutado durante las purgas después de un juicio estruendoso, por ser trotskista, en estos tiempos, no sé por qué razón, comienza a tener estudiosos y discípulos. Ahora, muchos como yo hablamos de memoria, de lo que oímos, yo personalmente no he leído a Trotski, nunca." No todos los rusos respondían como una aplanadora, los había, y no eran pocos, de amplísimos conocimientos y excepcional sensibilidad artística. Bastaba ir a un concierto en Moscú de algún gran artista para contagiarse con la intensidad de recepción. Desde su asiento uno se sentía en un templo, inmerso en una especie de halo religioso que procedía no sólo del artista que ejecutaba una pieza en el escenario, sino también de la sala, de la respiración de los varios centenares de feligreses que seguían nota a nota con todos sus sentidos, su inteligencia y su espíritu, el desarrollo de un concierto. Y al final se producía la apoteosis, la ascesis, la unión mística con el misterio. Pocas veces he vivido con tanta pasión la ópera como en el teatro de ópera de cámara de Moscú, una mínima sala perdida en un barrio anodino de la ciudad, que ni siquiera tenía derecho a anunciarse en las carteleras, ni en la prensa, ni a manifestar su existencia en la fachada del edificio. Sin embargo, a pesar del silencio oficial, obtener entradas en ese local era una hazaña complicadísima. Se compraban, y muy difícilmente, por lo menos con dos meses de anticipación. No era un lugar prohibido, ni clandestino, de ninguna manera; pero su existencia era sólo tolerada. Entrar allí era sentirse como un cristiano sumido en las catacumbas en tiempos de persecución. Era un santuario, un lugar protegido adonde se iba a celebrar un rito sagrado. Allí vi El progreso del libertino, de Igor Stravinski. No existía ninguna distancia física entre cantantes, orquesta y público. Éste se sentía ligado por la falta de espacio y la pasión del momento. Jamás recuerdo haber sentido una emoción y una angustia tan intensas como en esa función, y tampoco he sentido júbilo comparable al que experimenté en una delirante presentación de La nariz de Shostakovisch, sobre el cuento de Gógol, presentada en aquel mínimo teatro. Todo esto era posible en una sociedad tan compleja, irreal, gogoliana, kafkiana y dostoievskiana como era la moscovita a finales de Brezhnev. Los politólogos convertían la sociedad en una página sin relieves; su posición, por lo general, era reducir cualquier fenómeno a lo estadístico y a lo ideológico. Lo que decían de Brezhnev y Suslov, el pavoroso ideólogo del Comité Central, y de toda aquella caterva de ancianos decrépitos era cierto, así como era cierto que existía una censura de múltiples formas y enormes deficiencias, pero había también gente de primera, rusos sabios, refinados, imaginativos, y también individualidades espectaculares. ¡Ah, y la cuestión del alma! ¡Del alma rusa! Cioran comentaba: "Después de la guerra, Laurence Olivier y su compañía fueron a Moscú para representar Romeo y Julieta. Concluido el espectáculo, en el colmo de la emoción, los rusos se abrazaron como durante la noche de Pascua. Eso es tener un alma". Lo podía decir Cioran, pero uno no. A algunos amigos mexicanos les preocupaba mi ingenuidad, mi estupidez cuando comentaba esos fenómenos de la vida rusa. Y en España era imposible abrir la boca. En una ocasión, al final de una fiesta estupenda y divertida en Barcelona, comenté algo relativo al alma eslava, y un amigo entrañable se enfureció violentamente. Me insultó como si adulcorara yo la brutalidad de los campos de castigo, como si quisiera levantar una fachada color de rosa que disimulara los crímenes de Stalin. Creo que jamás me he sentido tan herido, tan injustamente juzgado. Bueno, las cosas han cambiado, la historia se ha movido… En el Metropol estaba ya Kyrim esperándome. Me dio una sorpresa magistral. Había localizado a algunos de mis amigos, la mayoría estudiantes de teatro ya en los últimos cursos cuando vivía en Moscú y comenzaban a hacer como ejercicio mínimos papeles en los teatros normales. E hizo una reservación en el restaurante privado más sofisticado que existe hoy día en la ciudad, una dacha amplia con varias salas, frente al monasterio de Novodievitshi, en cuyo cementerio se halla la tumba de Chéjov. El ancho río Moskvá nos permitía una perspectiva soberbia del monasterio y sus murallas. Los había citado temprano, debido al poco tiempo que me quedaba en Moscú. Fue el momento más grato de todo el viaje. Todo lo que me dijeron, la emoción que hubo en el encuentro, la alegría inmensa, la risa, porque todos, desde que los conocí, fueron bendecidos por un sentido formidable del humor, cada quien con un diapasón diferente; gracias en buena parte a ellos mi visión de Rusia, de su gente, de su cultura fue distinta a la de muchos otros diplomáticos. En el almuerzo que organizó Kyrim éramos catorce o quince amigos: dos Se-rioyas, Oleg, Vitia, Asim, Alioscha, Sonia, Alexandra, algunas esposas o maridos que desconocía, dos bebés, dormidos a nuestro lado en sus carritos. Faltó Arutón, el de mayor personalidad, el de más mundo, el eje del grupo en el pasado, hijo de actriz célebre, nieto y sobrino de actores eméritos, de músicos y eruditos, en fin, parte de un clan célebre en Armenia, y luego llegaron los dos Sachas, el del mar Caspio y el de los Urales. Se sienten bien. Son jóvenes que hacen hoy en su trabajo lo que años atrás parecería una utopía. Están llenos de entusiasmo; de fuego, me atrevería a decir. Hablamos de Georgia, que para ellos es terreno sagrado; me abochornaron por no haber visto el nuevo cine que se hace allá, y luego, durante un buen rato, la conversación se ciñó a Arutón, y salieron a la luz infinidad de anécdotas y también señales de orgullo por ser amigos de aquel pequeño genio, que ya hizo Romeo y Hamlet y el Cid, y el estudiante de El jardín de los cerezos, y el joven escritor simbolista de La gaviota, y fue con la compañía nacional de Erevan al Festival de Edimburgo, y, en cambio, Oleg, talentoso ruso de Estonia, galán joven del teatro de Riga, tuvo que emigrar a Moscú, porque los rusos fueron desplazados de la república de Estonia y el teatro se cerró y ahora lo pasa mal en Moscú. Recordamos muchos momentos del pasado y luego, cuando me despedí de ellos, esos adioses abrumadores de los rusos que no terminan nunca, donde hay abrazos y lágrimas, y frases estrambóticas y dulces, me sentí el huérfano universal, un perro perdido en un mundo hostil, como el de Bulgákov en Corazón de perro, pero también con una felicidad inmensa por ver lo felices que ellos son. Walter Benjamin, después de una catastrófica relación amorosa en Moscú, decepcionado de muchas cosas, considerado allá excesivamente ortodoxo y sectario en sus opiniones políticas, llega a su patria y lo primero que añora es el calor humano, el roce con los otros. "Para quien llega de Moscú -escribe en su diario-, Berlín es una ciudad muerta. Las personas fuera de casa parecen desoladamente aisladas, cada una lejanísima de la otra, solas en el mundo."

Salí de Moscú con un calor tórrido. Sí, ya lo dije, creo, 34° a la sombra. Acaban de anunciar por el magnavoz que la temperatura de Praga es de 12°. Y que además llueve.

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