Nueve

Adivinaste la traición antes de que sucediera. Ya habías notado algo esquivo en el cuerpo de la mujer cuando volvió de la zona de las guerrillas, en Colombia. Se quedaba con los ojos abiertos al hacer el amor, temblando a veces, buscando en el aire de los geranios el deseo que no llegaba y no llegaba. Su sexo estaba seco y también temeroso: quería decirte algo y sin embargo enmudecía. A ratos se apartaba y te pedía un instante de tregua: estoy cansada, tan cansada. Vos te ponías boca arriba en la cama y mirabas los arabescos de la penumbra, las sombras de su desnudez, el centelleo de las ramas en el jardín. También cuando la observabas a través del telescopio Bushnell, desde el cuarto de la calle Reconquista que habías alquilado sólo por ella, obedeciendo al instinto de desconfianza que jamás te fallaba, la sentías ausente ya no sólo de vos sino de todo lo que la rodeaba, buscando un cuerpo que parecía haber dejado en otra parte, ¿su cuerpo u otro distante, el de alguien en cuyas manos la mujer se había puesto: la perra, desagradecida? Perra, perra, tu padre tenía razón: era igual a la madre que los había dejado, una reencarnación tal vez, una melliza que regresaba para maldecirte.

Después de la travesía a Colombia, la mujer ha viajado sola dos veces, a Santiago de Chile y a Caracas, con el pretexto de otra investigación confidencial sobre el tráfico de armas. Vos y ella acordaron encontrarse en Santiago: saldrías una mañana de sábado, ignorando los llamados cada vez más angustiosos de Diana desde el hospital: Ya no saben cómo bajar la fiebre, papá. No podas imaginar qué débil está, qué triste. ¿Por qué no venís, papito? Apenas se despierta, la pobre Ángela pregunta si ya has llegado». Ibas a regresar de Chile el domingo al caer la tarde, dejándolo todo sólo para estar con la mujer, pero la noche del viernes, cuando la llamaste para que supiera a qué hora debía esperarte en el aeropuerto, ya se había ido del hotel y su teléfono celular estaba desconectado. De todas maneras viajaste a Santiago, perdiste como un imbécil horas y horas rastreándola en los ministerios y en las guarniciones militares, avergonzándote ante tus amigos de El Mercurio y de La Tercera en busca de alguna pista: todo en vano. IA qué extremos de humillación te había llevado? ¿Quién habría podido imaginar que alguien como vos, al que jamás nadie osaría dejar esperando en el teléfono, iba a perder la calma por el silencio de un insecto como ella?

La mujer regresó al diario el martes al mediodía, con una luz en la expresión que no reconocías, el sol recóndito de alguna felicidad perversa: entonces empezaste a comprender que algún intruso la ensuciaba, que ella rendía su cuerpo a un desconocido tal vez joven y sin duda podrido por venéreas, ladillas y otras enfermedades de la arrogancia. Querías saber qué había pasado, ah, cómo la sospecha y la incertidumbre te enloquecían, Camargo, cuántos residuos de la memoria de tu madre se habían instalado en la mujer y te acosaban, abriéndote de nuevo las llagas del abandono. No quedas que ella advirtiera tu desconfianza. Le preguntaste, como si nada hubiera pasado:

– ¿Todo fue bien, Queenie?

Ella te respondió, con soltura:

– Todo joya, Bitte. Me dieron una entrevista en Temuco y cuando quise llamarte desde el avión para que lo supieras, se me murieron las pilas del celular. Vagué tres días cut off, confined.

Desde el amanecer del nuevo año la llamabas así, my Queenie, mi reinita, en la lengua privada que habían construido para la intimidad y que abrevaba en un delta de otras lenguas: el arameo de Queenie, tu inglés y tu italiano, su portugués, tu checo. Ella te decía Bitte, que tantos significados corteses tenía en alemán aunque en verdad aludía a las amarguras de tu apellido, bitter.

Así que el celular se le había agotado: esa coartada era difícil de verificar. Pensaste, entonces: puedo encontrar su huella. Si se quedó en Temuco, su paso ha de estar registrado en hoteles, líneas aéreas, restaurantes. Sicardi descifrará esos enigmas con un par de llamadas. Vas a pedírselo apenas la mujer se aleje, pero te detiene algo en el tono de lo que ahora te dice: familiar y a la vez distante, sonidos en desarmonía con su sentido:

– ¿Tenés un rato para mí esta noche, Bitte? Sólo para conversar.

– ¿A las diez, te parece?

– Un poco antes -sugiere ella-. A las nueve y media ya habré terminado el día.

La invitás a un bar al que fuiste otras veces, con amantes de paso, cuando te daba claustrofobia la imagen funeraria de Brenda esperándote en la cama de San Isidro. Hay en ese lugar tantas voces que tratan de encaramarse unas sobre otras, tantos yuppies pavoneándose con sus vasos de whisky que hasta alguien tan notorio como vos puede pasar inadvertido si encuentra libre uno de los cubículos que se abren frente al mostrador. Son espacios de sonido muerto, a los que el estrépito de afuera llega tan sólo como eso: un oleaje, un cotorreo indiscernible.

Ya llevás esperándola diez minutos cuando la ves entrar, con un abrigo largo, negro, y debajo un conjunto de paño gris. Desde el viaje a la selva guerrillera ha corregido el desaliño que la mantenía clavada en la adolescencia, como si su edad avanzara entonces con más lentitud que el tiempo. La ves abrirse paso entre las jaurías del bar y advertís cuánto ha madurado en pocos días, con qué elegancia mueve hacia un lado y otro su cabellera oscura.

– Bine, qué guapo estás -te dice.

A veces su habla se contamina de palabras que ha copiado de libros españoles -guapo, listo, enfado-, pero en ella nada parece artificioso. Su soltura te asombra siempre. Ahora, mientras aún está de pie, quitándose el abrigo, exhala una seguridad imperial.

¿Ya te acostumbraste a tu departamento nuevo? -le preguntás.

– No me acostumbro a nada -te dice, a la vez que ordena con displicencia un whisky doble, con un dedo de agua-. De noche, cuando vuelvo, la calle está desierta. Sólo veo mendigos arrastrándose. No nos damos cuenta, Bitte, pero Buenos Aires está mutando. Es una mariposa que vuelve a su estado de larva.

– Deberías venir más seguido a San Isidro. Ahí nada cambia. Sólo el olor del río, a veces.

– No puedo ir por un tiempo. De eso quería que habláramos.

– ¿Qué pasa? ¿Querés dejarme?

– Ni se me ocurre. A vos nadie podría dejarte. Necesito tiempo ahora para escribir mi libro. -Los mesías gemelos, ¿no?

– Nadie lo sabe. ¿Cómo lo sabés vos?

– No lo sé. Todos los signos de tu vida van hacia ese punto: la necrología de Robert Mitchum, tu discusión con la superiora en el colegio de monjas. Tout aboutitk un livre, como decía Mallarmé. ¿Por qué no me hablaste de eso? Te habría ayudado.

– Quién sabe si hubieras podido ayudarme. No estaba madura hasta hace poco. Sél0 ahora sé que puedo.

Le tendés las manos para ver si me las acaricia, como antes. Las ignora. Finge que se concentra en el vaso de whisky.

– Ahora -tanteás-: después de tu excursión a las pólvoras colombianas.

Una tensión súbita le salta a la cara. Como se ha echado el pelo hacia atrás, podes ver que las sienes le laten. Has calculado bien el efecto de la palabra pólvora, su insinuación erótica.

– ¿Me mandaste espiar? -te dice, alzando la voz-. Si alguno de tus policías anduvo pisándome los talones, no entiendo por qué seguiste el juego todo este tiempo.

– Porque para mí no es un juego. Yo no me voy a dejar, Reina, aunque vos quieras dejarme.

– Soy una persona, Camargo. No me podés tomar ni dejar. No le pertenezco. Soy de nadie. Sólo ahora sé que, por lo menos, me pertenezco a mí.

Ella misma te ha franqueado el paso. Decidís, por lo tanto, ir un poco más lejos:

– Te pertenecés a vos porque pertenecés a otro.

– Tal vez -admite.

– Y te enredaste tanto que ya no podés salir.

– No me enredé. Tampoco quiero salir. Estoy donde estoy por mi voluntad, limpia de cuerpo y alma, ¿podés entender eso?

Te subleva que, al mirarte, lo haga con negligencia, como si va se hubiera puesto fuera de tu alcance. Hay algo en su actitud evasiva que te devuelve a la infancia. Ella es la otra, la perdida, ¿no? Si tu padre lo vio con tanta nitidez, tanta certeza, ¿por qué lo desoíste? La ira te saca de quicio y, sin embargo, tu voz mantiene la mesura. No ha contestado aún Reina a todas tus preguntas.

– Limpia no. Eso no es cierto. Si tu alma estuviera limpia no habrías vuelto a acostarte conmigo. Me traicionaste a mí primero, después traicionaste al otro.

– Fui cobarde, no sabés cuántas veces me lo he repetido. Tuve miedo de lastimarte. También tuve miedo de vos. Traicioné a Germán, pero él ya lo sabe. Me he pasado todos estos días pidiendo disculpas.

– ¿Germán se llama? -gritás ahora. La garganta se te ha secado. La sangre te sube a la cabeza como una lava.

– Germán. Pensé que lo sabías. ¿No dijiste que sabés todo?

Hiciste, hace años, tu aprendizaje de la desdicha. Cuando ya no podías aprender más, te volviste inmune a todo sufrimiento. Ahora te queda sólo la cólera. A tu cólera no le importa alzarse sobre el vocerío de los yuppies y las risotadas de las empleaduchas.

– Cogiste conmigo, cogías con él, cogés con cualquiera. Te abrís de piernas al primero que pase, puta. Te vendés al que mejor te pague, ¿eh? ¿No te ha bastado todo lo que te di, todo lo que me sacaste?

– No me regalaste nada, Camargo. Lo único que hiciste fue arrancarme cosas. Nunca re dije que te quería. Te admiraba: es distinto. No te mentí.

– Creés que me vas a dejar así, tan fácil? ¿Creés que se puede salir de Camargo como se sale de una fiesta? No, nena, vos no te vas.

– Quiero a otro. No me puedo quedar.

– Otro? No hay ningún otro. A mí nadie me abandona. Yo no soy mi padre.

– Pobre Camargo -te dice.

Tu sangre ya sublevada se desborda. No sentís tu cuerpo ni te importa. Sólo sentís tu indignación invencible. La mujer alza las manos, tratando de cubrirse, pero vos sos más rápido. Descargás toda tu fuerza en un revés que le alcanza los labios, de pleno, y se los parte. Ella te observa atónita, demudada, con ojos de cordero sacrificado. Va a decirte algo pero no se lo vas a permitir. Arrojás sobre la mesa un billete de cincuenta pesos y salís casi corriendo de ese infierno, entre el murmullo de los yuppies imbéciles. Vos sos quien sos, Camargo. Nadie puede dejarte.

No recordarás el incidente en el bar. Ciertos hechos de tu vida no te suceden a vos sino a un ser que está fuera de tu memoria y de tu carne: alguien que no quiere moverse del pasado. Cuando observás a la mujer a través del telescopio, por ejemplo, te extraña que los labios se le hayan partido y la barbilla esté hinchada. Mañana tendrá un hematoma y habrá perdido alguna brizna de su belleza misteriosa. La ves estudiar la herida en el espejo y despejar un hilo de sangre con la lengua. Te irrita que, a pesar de todo, parezca feliz, y se desvista meciendo las caderas al compás de alguna música prostibularia que no podes oír. Si alguien la ha castigado, lo ha hecho a medias. Tendría que haberle vaciado los ojos y quemado la lengua con tenazas candentes. Sobre todo, tendría que haberle cosido cada anillo de la vagina para apagar el daño que han causado.

Al advertir que su desvergüenza es indomable y que nada, nadie, podrá arrancarle el placer que el otro le ha incubado en las entrañas, pensaste en el sin techo que duerme afuera, en Momir, aunque aún no conocías su nombre. Así se ha ido insinuando en tu imaginación el dibujo todavía impreciso de la venganza. Sabés que la mujer es aprensiva. Pero si ha caído bajo el influjo de algún otro, si ha traicionado la vigilancia amorosa que durante tantos meses le prodigaste, se habrá entregado al desvarío sexual sin tomar precauciones, indiferente a los contagios de herpes, gonorrea, malaria o cualquier otra infección propia de las regiones ecuatoriales. Abandonás por un momento tu puesto de observación junto al telescopio para examinar, en el baño, si ha ensuciado tu pene con alguna enfermedad. Debería haberte advertido, cuando llegó, que se había dejado penetrar por la podredumbre. Pero la perra se quedó callada mientras le lamías la cloaca, ¿te das cuenta?, no le importó infectarte con los chancros de su viaje. No ves otro signo que una ligera irritación en el glande, nada inusual, aunque quién sabe, quién sabe. ¿Y si de veras te hubiera expuesto a la gangrena? ¿Qué suplicio pagaría la enormidad del daño? Hasta el azar tiene sus propias leyes y, al entrever la sombra de Momir durmiendo bajo el alero de la tintorería de enfrente, intuís que él puede ser el instrumento de tu castigo. Su hedor, la irredimible suciedad de su cuerpo, el asco de sus manos: eso es lo menos que merece la traición de la mujer.

Estás oyendo el cuarteto en re mayor de César Franck. Cuando el allegro final cesa de atravesar tormentas y arrancar árboles, la melodía se despereza en una larga llanura. Esas ráfagas de melancolía te sosiegan, pero la mujer, con sus ademanes triunfales, parece decidida a sacarte de quicio. Se ha parado ante el espejo y vuelve a mecerse. Agita las tetas insignificantes y procaces como si buscara algún recuerdo. Deja encendidas las luces y se exhibe ante la ventana, ¿no es increíble todo ese descaro? No le importa que alguien la esté observando, como vos en este instante, asfixiado por el deseo.

Abrís la ventana y lo que te salta al cuello son los ruidos atroces de la ciudad, televisores, ómnibus, ambulancias: la salvaje mierda humana. La noche te pesa tanto que te sentís como un buey arrastrándola, te agobia el cuerpo, la penumbra, la fiebre, la conciencia de un tormento que vaya a saber por qué está en vos cuando debería estar en ella. ¿Qué hacés así, vestido, aún con la corbata y la camisa con puños de gemelos? Te desprendés con furia de esos estorbos y tu propia imagen te sorprende en el espejo. No hay verdad en las apariencias, ya lo sabías, porque ni la más fiel de las imágenes repite el pasado, el alma ni la incandescencia de lo que está reflejando. El ser que estás viendo ahora no sos vos, porque a la figura del espejo le falta la mujer. Ella debería estar allí arrastrándose a tus pies, implorando piedad, suplicando que no la abandones, doctor Camargo, ni le devores el pensamiento. No, no la dejes: un día va a devolverte todo lo que te ha quitado. Pero ya no la oís, es tarde para seguir oyéndola. Implacable, alzás tu pie y le aplastás la cabeza.

La osadía de la mujer no tiene límites. Después del episodio del bar se ha declarado enferma y ha faltado tres días a sus obligaciones en El Diario. A cualquier otro redactor le habrías enviado un médico para que lo devuelva al trabajo, pero con ella debés ser cauteloso. Si la examinara el médico, te acusaría de haberla golpeado, omitiendo de mala fe todas las razones que te llevaron a ese arrebato. Es taimada y, mientras no la acoses, se callará la boca. Pero cuando ella misma decide que ya se ha curado, urde una treta que te toma de sorpresa. Antes de la reunión de editores se ha presentado en la oficina de Enzo Maestro y le ha dicho que tiene un testigo insólito en el caso del contrabando de armas: un coronel, resentido porque no le pagaron la comisión que le correspondía en la venta de ocho mil fusiles de combate y diez millones de proyectiles. Al salir de una entrevista con el primo del presidente penitente, el coronel fue detenido por venta ilegal de drogas. Era falso, por supuesto, pero a la vez innegable: seis kilos de cocaína fueron encontrados en un jarrón de su casa. Una falla en el procedimiento judicial lo rescató de la cárcel y al día siguiente el coronel estaba lejos de la Argentina. En algunas de las operaciones de contrabando había servido como intermediario, y tenía copias de los cheques pagados por traficantes serbios al cuñado y al hijo del penitente. Ofrecía los documentos a cambio de que El Diario publicara su versión de los hechos. Era preciso ir a buscarlos a Caracas, donde el abogado del coronel esperaría a Reina -sólo a ella: al menos eso le dijo a Enzo- en el aeropuerto.

Maestro es astuto como J. Edgar Hoover, maniobrero como Kissinger, cínico como Fouché, pero por las mañanas, cuando aún no ha terminado de digerir las glotonerías de la noche, puede ser cándido como Rudolf Hess. Ha cometido el error de autorizar la expedición de Reina pero la lealtad lo mueve a preguntarte si estás de acuerdo antes de ordenar la compra de los pasajes.

– ¿Esa mujer quiere viajar de nuevo? -le has dicho, reteniendo apenas la furia-. No, Maestro, cómo se te ocurre. Estamos perdiendo el tiempo. Ya ves que nuestras denuncias no tienen ningún efecto. Los jueces van a seguir absolviendo a esos mafiosos. Deberías saberlo mejor que nadie. Vos inventaste la pólvora y ahora no reconoces ni los fuegos artificiales.

– Querés decir que no publiquemos una línea más sobre el contrabando? ¿Que dejemos sin pan ni circo a veinte mil lectores que nos compran sólo por eso?

– Tampoco te vayás al otro extremo. Sólo te digo que a esa mujer, Remis, hay que hacerla trabajar acá. Se está aficionando al turismo.

– En este caso tiene que ir ella o nadie.

– Entonces nadie -dijiste.

A la mañana siguiente, la obcecada mujer ha dejado una nota sobre el escritorio de Maestro, informándole que irá de todas maneras a Caracas. Se ha protegido con habilidad de las sanciones que le podría imponer Sicardi: usará -dice en la nota- los cinco días de franco que Maestro le prometió a su regreso de Colombia, costeará el pasaje y los gastos de hotel con su dinero, y entregará a El Diario los documentos que ha ido a buscar, más el relato de la investigación. Son libres ustedes de publicarlos o no, concede con arrogancia.

Le has ordenado a Sicardi que la detenga por cualquier medio en el aeropuerto, pero la mujer no ha tomado ninguno de los vuelos regulares a Caracas. Suponés entonces que ha salido temprano, rumba a Montevideo. Tiene una cita desesperada con el amante, estás seguro. Ha ido otra vez a que le vierta su estiércol. Desde acá podés oír la impaciencia de su sexo.

Es esa desesperación por huir de vos la que te induce a tomar el control de su cuerpo desnudo filmándola en secreto. Mientras la contemplés en el televisor de San Isidro, a tamaño natural, podrás ir amansándola, atrayéndola. No hay materia duradera en las apariencias del mundo, pero la voluntad del yo puede rehacer la materia, enseñarle el camino de la sumisión. Al apropiarte de su imagen, también poseés su cuerpo: ésa es una de las sabidurías remotas que los seres humanos han desaprendido.

Sicardi te ha entregado las llaves de su departamento y, la primera vez que lo visitás, te sorprende que la mujer disponga de tanto tiempo libre para escribir textos que nada tienen que ver con El Diario. Le pagás una fortuna para que trabaje con dedicación exclusiva y, aun así, cada vez que puede distrae su energía escribiendo relatos de pocas líneas, poemas -en algunos de los cuales entrevés la envidia que te tiene, el afán con que siempre quiso ocupar tu lugar: esa mierdica, esa nulidad que tanto te ha costado educar y refinar-, y unas cincuenta páginas de apuntes para el ensayo sobre los Mesías gemelos que la obsesionan.

Has fotocopiado algunas de las páginas que la mujer había dejado ya impresas sobre el escritorio. Algunos de sus descubrimientos re sorprenden. Según ella, hay cinco milagros que suceden dos veces en los evangelios sinópticos, sin cambio alguno: la multiplicación de los panes y de los peces, la caminata sobre el mar después de haber calmado una tempestad, y tres curaciones inexplicables: la del ciego cuyos ojos son untados con saliva, la del hijo del funcionario o criado de un centurión al que se le devuelve la salud sin mirarlo ni tocarlo, y la del poseído cuyos demonios se refugian en el cuerpo de unos cerdos. Jesús hizo esos prodigios en Galilea y su gemelo Simón en Damasco, acaso al mismo tiempo. Para que los de Simón desaparecieran de toda memoria, los evangelistas los adjudicaron a Jesús, sin preocuparse por las repeticiones. El hijo de Dios podía morir infinitas veces en la cruz y también expulsar infinitamente al demonio de un mismo cuerpo. La pregunta retórica que aparecía al final de aquellas cincuenta páginas de ese texto vuelve a vos como un estribillo: «Predicarían los dos el mismo sermón acaso, invocando uno al Padre y el otro a la Madre Eterna?.

Si no fuera por la forma artera en que la mujer te traiciona ni siquiera habrías pensado en Momir. Ahora que has vuelto a ver su canino único despegándose casi de las encías violáceas y la sombra de unas escaras despuntándole detrás de las orejas, a pesar de que su aspecto es todavía saludable, estás seguro de que Momir encarna el mal que la mujer ya se ha infligido a sí misma, la podredumbre en que ella se solaza y que ha tratado de esparcir cuando se metió en tu cama.

En el primer articulo que publica en El Diario al regresar de Caracas se te entrega atada de pies y manos, sellando su destrucción. A pesar de la malicia con que lee todo lo que debe editar, Maestro no ha detectado el fraude. Vos sí. El segundo párrafo deja escapar, como de paso, la frase delatora: «El coronel durmió como un bendito en la primera clase de Fleet Air durante el vuelo entre San Pablo y Maiquetía». La inútil mención de la línea aérea enciende al instante cu suspicacia. Ordenes a Sicardi que llame al gerente de Fleet Air y averigüe si extendió un pasaje de cortesía a nombre de Reina Remis. Tus sospechas se confirman. Ella no sólo mendigó el pasaje: también prometió mencionar en el diario al generoso donante.

¿Ahora qué te ha quedado de ella, Camargo? Mirás dentro de vos y sólo ves un horizonte de asco, un río de escorias que irás secando poco a poco. Vas a permitir que la mujer relaje sus costumbres durante una semana y, de paso, que siga delatándose en sus artículos. Tal como has previsto, la mención a Fleet Air reaparece en la segunda entrega de su insulsa entrevista al coronel. Mientras tanto, Sicardi ha verificado que llama al amante desde los teléfonos del diario. A la traición suma la estafa. Cuando la mujer acude a Maestro para que le autorice un viaje más, a Rió de Janeiro, su descaro te colma la paciencia. Vas a retenerla ahora sólo un par de días, exigiéndole que escriba sobre la crisis ministerial y sobre la segura renuncia del vicepresidente. Sus artículos van a ser desastrosos, porque harás que Sicardi la humille hasta secarle el lenguaje, que le ajuste el garrote al cuello y estrangule su orgullo.

Antes de que la mujer se siente a escribir, el jefe de personal la llamará para reprenderla. Eso debe suceder alrededor de las nueve, en el momento de tensión extrema, sobre el filo del cierre. Poco después, agitado, el pobre perro fiel correrá a tu oficina para contar lo que ha sucedido. Lo verás inflamado, exultante. Como la sevicia le aflora siempre en la nariz, van a brotarle dos forúnculos nuevos. Sicardi habrá grabado el diálogo y te entregara tanto el casete como la transcripción, con una diligencia que siempre se adelanta a tus ansiedades:

– Cuánto hace que la empresa lucha contra la corrupción, señorita Remis?

– Qué sé yo -le ha dicho ella, impaciente-. Cuando llegué, ya había empezado.

– ¿Y qué podríamos hacer, entonces, si descubrimos a un redactor corrupto?

– Yo no soy usted, Sicardi. Probaría primero que es corrupto y después le pediría explicaciones.

– ¿Y si estuviéramos hablando de alguien que escribe contra la corrupción, qué haríamos?

– Pregúnteselo a la policía. No me haga perder tiempo. Si insinúa que hay un corrupto en mi equipo, se equivoca. Yo respondo por codos, hasta por Insiarte.

– Conocemos un caso, sin embargo, señorita.

– Acabe de una vez y desde ya le advierto que no le creo.,Quién es, Sicardi?

– Vos, nena -le ha dicho, mudando el tono y acentuando el vocativo grosero.

La mujer le ha respondido con insultos filosos, letales. Ordenas a Sicardi que los incluya en la carta de advertencia. Servirán para justificar aún más al diario cuando decidas echarla. Ahora ya podés confiar el mando a Maestro por un par de días y concentrarte en los laberintos del castigo.

Resignado, esperas que se vaya retirando la noche: es lenta, lenta, se mueve con pesadez de mula. Ni por un instante el sueño viene en tu socorro. A ratos te tendés en el catre del cuarto que has alquilado en la calle Reconquista. Temés que, afuera, algún hilo de la realidad se te escape y volvés una vez y otra al telescopio Bushnell, con una ansiedad que no podés controlar. Al fin, poco antes de las siete y media de la mañana, la mujer sale rumbo al café donde desayuna el vicepresidente con sus acólitos. Poco antes, un emisario de Sicardi ha despertado a Momir y a su pareja para fotografiarlos. Lleva la consigna de seguirlos a dondequiera vayan y asegurarse de que, al caer la tarde, se pongan a tu alcance. Has vuelto a encender los celulares por distracción y, mientras espiás a la empleada de la limpieza, una llamada te sobresalta. Ya no es la voz de Brenda la que te sale al cruce sino alguien que habla con sequedad, en un inglés escueto:

– Señor Camargo -dice. Has detestado siempre que re llamen así.

– ¿Señor? -has respondido, devolviéndole el guante.

– Soy el doctor Clarke -dice-. El hematólogo de Ángela. Quiero avisarle que estamos haciendo lo posible por detener la infección. Hemos probado un antibiótico nuevo y todavía no sabemos el resultado. Ahora le vamos a sumar un antimicótico. Brenda, su esposa…

– Mi ex esposa -corregí con rápidos reflejos – dice que a usted le cuesta aceptar que el caso de su hija es complicado…

– ¿Es complicado o no?

– Podríamos decir que es un caso critico, señor.

– ¿Cuántos días de vida supone que le que dan?

– Días? Yo no hablaría en esos términos. Lo importante ahora es ver cómo evoluciona la infección.

– Qué clase de médico es usted? -replicás, indignado-. Le he pagado una fortuna para que cure a mi hija y ahora sigue diciéndome que debemos esperar.?Son ustedes los que se ocupan de ella o es su organismo el que se defiende solo? Si no lo ha intentado todo, inténtelo. ¿Por qué no le han hecho el trasplante de médula que me prometieron?

– No es tan simple. Déjeme que le explique, señor…

– No me llame señor -decís-. Soy el doctor Camargo. Si Ángela muere ahora, le voy a hacer un juicio por incompetencia. ¿No sabe usted en qué país vivo? Dirijo un diario, ¿sabe? Acá el gobierno está cayéndose a pedazos.

Oís un balbuceo y, sin detenerte a desentrañar lo que significa, cortés la comunicación. Estás furioso. Vas a ajustar cuentas con Brenda cuando la veas. ¿Cómo se le ha ocurrido darle tu número privado a ese médico inepto cuando tu cabeza tendría que estar desenredando las nervaduras de una madeja sin fin: los pasaportes de Momir, la ejecución del castigo, y la delicada cirugía de introducir el fenobarbital otra vez en los cartones de jugo sin dejar la menor huella?

Con alivio, ves a la empleada de la limpieza ponerse el abrigo y apagar todas las luces en el departamento de enfrente. Es posible que la mujer le haya dado vacaciones mientras esté de viaje en Rió. Has pensado en eso cuando la empleada, antes de marcharse, ha doblado y separado la ropa de la mujer en varias pilas que deja junto a la valija: la lencería por un lado, las faldas y las blusas por otro. Alcanzaste a distinguir algunas sandalias y trajes de baño. Se trata, claramente, de una excursión romántica: no hay en el equipaje ninguno de los vestidos formales que la mujer necesitaría si tuviera entrevistas con informantes del gobierno, como le ha dicho al incauto Maestro.

Cruzás la calle a la hora en que los oficinistas del área están almorzando. Siempre has pasado inadvertido, pero esta vez es imprescindible que nadie te vea. El departamento de la mujer huele a cera y a desinfectante de limón. Ella es astuta, sensible a los perfumes, y esa mañana te has bañado con un jabón neutro para no dejar huellas. De todos modos, tardará en regresar: si Maestro sigue tus instrucciones, no le permitirá alejarse del vicepresidente, aunque la afecten una diarrea o una fiebre súbita.

En la heladera hay dos cartones de jugo de naranja, uno de los cuales está abierto, y otro de manzana, intacto. Vas a inyectar en cada uno tres gramos de fenobarbital con una jeringa de aguja fina, mezclando la droga con agua destilada. Por mucho cuidado que pongas, no vas a poder evitar que se forme una ligera capa de polvo blanco en la superficie, pero la operación es más fácil en el cartón abierto, cuyo líquido vas a pasar por un tamiz, como en la experiencia anterior.

A eso de las dos de la tarde, ves a Momir paseándose inquieto por la calle donde van y vienen los corredores de bolsa y los operadores de las mesas de dinero. El área está sembrada de policías y, como ni su compañera ni él tienen documentos, teme que los detengan. Uno de los asistentes de Sicardi te entregará los pasaportes en la esquina de Corrientes y Reconquista dentro de quince minutos. Has confirmado por teléfono que la falsificación es perfecta: sellos, marcas de agua, firmas sobre las fotos, perforaciones, cada detalle es impecable. Te complace ver que el lento movimiento del tiempo acrecienta la angustia de Momir y aplaca su arrogancia. Cuando vayas a su encuentro, ya lo tendrás derrotado e implorante.

Desde tu última visita, la mujer ha colgado en la pared cuatro fotografías, a la vista del escritorio donde trabaja: una es la que vos mismo tomaste a la entrada del museo de Orsay, en Paris, un mediodía de enero. La ves con el abrigo oscuro, de paño inglés, que le compraste la tarde antes en la Rue du Faubourg Saint Honoré, y el tailleur escocés con la bufanda atigrada que tantas veces ha usado en los viajes a Europa. Está radiante, con el pelo partido al medio y la sonrisa infantil que te sedujo la noche del primer encuentro en el bodegón francés, cerca de la placita Cortázar. Al pie ha escrito una palabra inexplicable: “Farsante”. Otras dos fotos han sido tomadas en la selva colombiana. Al fondo se divisa un caserío de paredes cariadas y techos de palma. La mujer viste, como sus acompañantes, un uniforme de camuflaje. Te gustada saber cuál de los que están allá es Germán, pero todos se parecen: los guerrilleros, los periodistas, los campesinos. ¿Será acaso el que clava en la cámara, desafiante, unos ojos azules demasiado felices? Has decidido que irás la próxima vez al departamento con una cámara y copiarás esas fotos, para que Sicardi identifique al intruso en la embajada colombiana. Querés saber su nombre completo, la historia de su familia, e irrumpir con una maza en los cristales de su vida. La cuarta foto, que la mujer ha colgado sobre las otras, al centro, muestra a una niña de tres o cuatro años montada sobre un pony. Alguien que sin duda es la madre la sostiene por detrás: debía tener entonces la misma edad que la mujer tiene ahora, treinta y dos años, y se le parece con tanta exactitud, con un efecto de realidad tan persuasivo, que la hija de ahora bien podría ser la madre de aquel entonces, coma si el pasado siguiera durando en el presente y se estableciera, entre las dos épocas, una férrea identidad. Comprendés de pronto que ese juego de espejos sucede no sólo en el tiempo sino también en el espacio. La mujer es un calco de su propia madre y a la vez es un calco de la tuya. La imagen recóndita de la enfermera con delantal blanco tableado y los guantes de goma que se acercaba a tu cama por las mañanas, cuando volvía del hospital, reaparece ahora, nítida, tal como era cuando la dejaste caer en los fosos de tu conciencia. No recordabas su cara desde entonces ni estás seguro tampoco de que es una ilusión lo que ves ahora, una industria cruel de tus deseos, pero el hecho de que tu padre también la haya reconocido te inquieta. Y si la madre de la mujer fuera también tu madre? ¿O peor, todavía, si la mujer, desplazándose en el tiempo, se las hubiera arreglado para ser tu madre y huir de vos en la infancia, como vuelve a hacerlo ahora? Por un momento, la idea te horroriza. Luego, volvés a examinar la foto con atención y re das cuenta de que la madre que aferra la montura del pony, si aún vive -y la mujer re ha dicho más de una vez que vive, te ha mencionado la tenacidad con que la llama por teléfono para preguntarle cómo está, aunque jamás se ha molestado en ir a visitarla-,no puede tener mis de sesenta y cuatro años, mientras la tuya, Camargo, está ya cerca de los noventa. ¿O yerras otra vez en tus cálculos? ¿O tal vez ambos, tu madre y vas, nacieron al mismo tiempo? Puta, decís, con una voz desgarrada que te sale en sordina, más hacia dentro que hacia fuera: puta, ¿por qué has sido tan puta siempre? ¿Por qué me has hecho esto?

Inyectar el fenobarbital en los cartones de jugo te toma veinte o veinticinco minutos: más de lo que has calculado. A través de la ventana descubrís al asistente de Sicardi, que va y viene desde un viejo restaurante inglés, ahora en decadencia, hasta una casa de numismática, donde la calle Corrientes cae en declive. A Momir lo has perdido de vista: ha de estar esperándote junto a la entrada de la casa de la mujer, desalentado ya, creyendo que nunca volverá a su aldea, cerca de Pranjani.

Los hechos son ahora tan rápidos que ni siquiera recordarás que los has vivido. Cuando el enviado de Sicardi te entrega el sobre con los documentos, les echás un rápido vistazo y advertís que pasarán fácilmente los controles de Migración. También están en orden los pasajes que permitirán a Momir y su compañera salir rumbo a Santiago de Chile, al día siguiente, y desde allí a Belgrado, con escalas en Miami, Madrid y Roma. Al volver hacia el departamento te retiene un escrúpulo: ¿dónde entregarás al sin techo lo que le has prometido? El mejor sitio, sin duda, es el ascensor del edificio de la mujer. Casi nadie lo usa, y allí no hay riesgo de que te vean. Momir es desconfiado, un gato de albañal, y vacila antes de seguirte.

– ¿Ya todo? -pregunta.

– Todo. Pero aún tenemos algunos puntos que aclarar -le indicás, por señas.

Mientras el ascensor va del primer piso al último y regresa, ponés en manos de Momir el pasaporte de la compañera y el pasaje que está a su nombre: Witold Witkiewicz, así se llama ahora. El tufo del sin techo es intolerable: quién sabe por cuánto tiempo quedará flotando en el ascensor, denso, tóxico. Las manos, callosas, tienen capas geológicas de mugre. Deberías acostumbrarte a la hediondez. Convivirás horas con ella esta noche.

Momir se inquieta cuando recibe los documentos. El pasaporte para una y el pasaje para otro son inútiles por sí solos. Así no era el trato, te dice, o suponés que te dice. Así son todos los tratos, le respondés: voy a darte el resto cuando cumplas con tu parte.

– Cómo puedo estar seguro? -replica en su media lengua.

– Ahora te estoy entregando mucho a cambio de nada -le decís-. Lo que tenés en las manos vale diez mil dólares. Es la prueba de que cono en vos. Lo menos que podes hacer es confiar en mí.

Todas las esperas son más largas que el tiempo real, pero la de aquella tarde te parece interminable. A las siete las calles ya están vacías y se alza un viento de tormenta. De a ratos, acudís a los celulares para seguir a tus personajes. El vicepresidente ha renunciado -te cuenta Enzo-, tal como preveías, y Remis está con él, en la casa donde prepara una última declaración contra los corruptos. Hay una atmósfera de duelo y de derrota: el presidente, como de costumbre, ha titubeado ante la renuncia de su escolta: primero la rechaza, luego le ofrece dádivas, embajadas, el control del servicio de inteligencia, y finalmente se resigna a que lo abandone. Quiero que esa mujer regrese al diario no antes de las nueve, le ordenás a Maestro. Quiero que escriba una crónica detallada de todo lo que ha visto: un relato al que reservarás tres columnas sin firma en la tercera página. Pero antes, en cuanto llegue, Sicardi la llamará para reprocharle el arreglo vicioso que hizo con Fleet Air, preparándola para el despido. ¿No será mejor que esperemos hasta mañana?, te pregunta Enzo. Tal como está el país, echarla es un despilfarro de talento. Siempre vas a ser el mismo, Maestro, le decís. Te vas a pasar la vida protegiendo a los corruptos y a los traidores.

Aunque en la ventana de enfrente sólo hay oscuridad y vacío, vas con frecuencia al telescopio Bushnell y ajustás la mira. Volvés a oír el cuarteto en re mayor de Franck pero de pronto, cuando irrumpe de nuevo el scherzo, tu humor cambia de la melancolía a la tragedia: dejás que re envuelva ahora la Gran Fuga de Beethoven, cuyas variaciones y ritmos matemáticos vas salmodiando tantas veces que ya no sabrías discernir si la música ha nacido de vos o si la has aprendido esa noche en la que todo te pertenece, Camargo. Ni siquiera Dios podría mover de su quicio tantos destinos como los que están ahora en tus manos.

Una última llamada a Maestro te advierte que la mujer ha salido ya del diario, sin duda hacia su departamento. A eso de las diez, mientras aún verificaba algunos detalles de su crónica -«Un trabajo irreprochable, Camargo. Permitime que no despida a Remis todavía: dejame darle una segunda oportunidad,,-, ella ha pedido una cena fría. Después, mientras esperaba la aprobación de Maestro, ha llamado a un servicio de taxis: Dijo que iba a la calle Reconquista. Es ahí donde vive, ¿no es cierto?

La verás llegar de un momento a otro: demolida por las tensiones del largo día y sin embargo impaciente por el encuentro con su amante. Sólo faltan setenta y dos horas, ha de pensar ella. Setenta y dos horas: le torcerás el cuello a ese deseo, le romperás las piernas y los ojos.

Momir y la mujer han tendido hace largo rato los jergones debajo del balcón curvo de la tintorería. Fingen dormir, pero no creés que lo hagan: ellos también han puesto su destino en tus manos. Si el hombre actúa tal como vas a pedirle, mañana a esta hora ya estará volando con la mujer sin dientes rumbo a Belgrado.

Todo sucede tal como lo has previsto. La realidad nunca se te subleva, pero hay en ella intensidades que no debés descuidar. Si asoma alguna rebeldía en Momir, ya sabés cómo remediarla: bajo la manga de tu saco, sujeta por un tirante, llevás a tu alcance una navaja infalible. Más vale que no intente algún ardid porque vas a matarlo sin asco. Nadie lo echará de menos y la canalla que lo acompaña se cuidará de quejarse. Tampoco a la mujer de enfrente le has dejado margen para que se defienda: su destino está sellado y nada lo va a cambiar.

A través del telescopio, la ves moverse como si obedeciera el libreto que has escrito. Se desviste con esa morosidad de geisha que aún enciende tu deseo, se descalza, se quita la falda y ensaya, la muy puta, un desperezo sensual ante el espejo. Da un salto inesperado, abre la puerta de la heladera y bebe un largo sorbo del cartón de jugo que estaba abierto, en el que has vertido casi tres gramos de fenobarbital. Tal vez haya sentido alguna aspereza en el paladar porque la ves examinar con desconfianza la fecha de vencimiento en el borde superior del cartón y arrojarlo a la basura. Al invadir el torrente sanguíneo, la droga le acentúa la sed. Abre el cartón de jugo de manzana, llena un vaso, observa al trasluz la transparencia del líquido y, satisfecha al fin, bebe con avidez. El efecto del fenobarbital es más rápido ahora que la vez anterior. La mujer se tambalea, va hacia la cama, y se deja caer en ella con la blusa puesta. Aún mareada, vacila. Trata de encender la computadora que está a pocos pasos, quizá porque espera un mensaje del amante, pero los músculos se le aletargan y pierden fuerza. Ahora va a dormir un día o dos, sin controlar sus nervios ni sus esfínteres. Cuando todo termine, antes de salir de allí, vas a obligarla a beber un vaso de agua, para que no se deshidrate. Si lo vomita, no será tu culpa.

Aun antes de cruzar la calle, desde el vestíbulo mismo de tu edificio, ves que la compañera de Momir está acechándote, con los incisivos afilados. Njegov passaporto, te dice, imperativa. Querrá ver el documento de su amigo, pero no vas a mostrárselo. Sus uñas son largas, afiladas. Te lo podría arrebatar. Ksnije, le respondés: más tarde. Voy a cumplir mis promesas, le das a entender. Voy a ser implacable si tu amigo no las cumple. Llamaré a la policía, le decís: haré que ustedes dos se pudran en la cárcel. U redu, admite la mujer al fin. «De acuerdo.» Desdeñosa, te vuelve la espalda y despierta a Momir con delicadeza.

No podes darte cuenta de si él está lúcido o bajo el efecto de alguna droga cuando entran al cuarto de la mujer. En el ascensor se ha movido con torpeza, enredado todavía en los telares del sueño. Después, más allá del corto pasillo de acceso, la luz del velador le hiere los ojos y, cuando alza las manos para cubrírselos, ves que tiene las pupilas dilatadas. Le has encarecido una y otra vez que se mantenga ágil y alerta para la misión de esa noche. Le has ordenado que no beba y, si es posible, que tampoco se llene el estómago de la podredumbre que sirven en los refugios de caridad. Le has dicho: «Cuando todo termine, podrás hacer lo que quieras, Momir. Podrás hartarte de alcohol, de cocaína. Vas a ser dueño de tu cuerpo. Pero sólo una sola vez, sólo esta noche, voy a necesitar lo que aún te queda de inteligencia, de fuerza, de salud». Lo que le has pedido es apenas un destello de su estropeada naturaleza: le has pedido un brote de su indecencia, de la vida que él mismo ha echado a perder. Y a cambio le has ofrecido la vuelta a casa. Es algo que no se mide en pasaportes ni en pasajes sino en algo mucho más sutil: en sentimientos perdidos que se dejan caer dentro del ser tal /como fueron alguna vez, tan nítidos como esos dibujos que aparecen en los cuadernos cuando los niños van humedeciendo los contornos con sus dedos. Cualquier otro pagaría por hacer el servicio que estás pidiendo y te enfurece, cada vez que lo piensas, la hostilidad con que la sin techo ha exigido su parte. Njegov pasa, passaporto, qué audacia.

Si no fuera porque en verdad re conviene que la pareja se esfume, la dejarlas plantada. Ya ves qué poco celo ha puesto Momir en obedecer tus órdenes: va de un lado a otro con pesadez, con los sentidos muertos. Los seres como él deberían ser borrados de la Tierra: utilizados para la servidumbre y luego aniquilados. Te vienen a la memoria los últimos versos de un poema de Luis Cernuda que tal vez hayan nacido de una indignación gemela de la tuya: Alguna vez deseó uno / que la humanidad tuviese una sola cabeza, para así cortársela. / Tal vez exageraba: si sólo fuera una cucaracha, y aplastarla.

Nada quisieras tanto como acabar con Momir, pero aún lo necesitas. Aunque le has explicado hasta el cansancio lo que debe hacer, volvés a repetírselo por señas, mientras desvestís a la mujer y la exponés a su lascivia.

No te cuesta el menor trabajo quitarle la blusa y las medias, y colgarlas prolijamente sobre una silla. El corpiño está sujeto con un par de broches que se desprenden con facilidad. Volvés a observar los pechos menudos, inconsistentes, sin que desaten dentro de vos la misma felicidad de otras veces. Se han vuelto ponzoñosos y perversos desde que los dedos del otro hombre los han mancillado, y ya no significan lo mismo. Es extraño cómo algo que amas puede invertir por completo, y de manera súbita, el significado que tu deseo le daba. Al despojarla de los calzones advertís que la mujer se ha depilado ese mismo día: aún se le nota una ligera irritación en las ingles, recortando el vello del pubis. ¿Cómo se las ha arreglado para hacerlo? Le impusiste un ritmo férreo de trabajo, para que tuviera ocupado cada minuto del día, y sin embargo ya ves: ha logrado escabullirse. Tenés que reprocharle a Maestro ese desliz. Si está ocupándose de su aspecto con tanto detalle, es porque el amante la obsesiona. Quién sabe todo lo que hace para seducirlo, a qué clase de ardores se entrega con él después de habértelos negado a vos.

A Momir no se le mueve un pelo ante esa desnudez que tantas veces te ha dejado sin aliento. Sigue allí, de pie, con la mandíbula perdida y la mirada en ninguna parte. Te indigna. Ah, cómo te indigna todo. La imaginas en brazos del imbécil que se hartó de ella en la selva, en Caracas y en Temuco: la bebió, la devoró, entró en su cuerpo como le dio la gana. Ya que la mujer te ha traicionado con ese sexo que ahora está delante de vos, inerme, no vas a permitir que nada en ella quede sin mancillar ni herir, nada de esa sangre sin infectar. ¿Acaso ha tenido compasión de vos al infectarte el alma? ¿Qué estás esperando, entonces? Llevas las manos de Momir hacia los pechos de la mujer y le ordenás que los acaricie. Así, así, despacio, los pezones, le decís. Y fastidiado ya por tantos rodeos inútiles, le indicás por señas que se desvista.

Con una indiferencia que no habías imaginado, Momir se despoja de los harapos. El hedor inunda el cuarto. La mujer, sin duda, no lo excita. Trata de decir algo y sólo le brota un balbuceo triste, impropio de su rudeza: Meni je teiko, Ali znam da je tebi teje. ¿Vas a echarte atrás ahora?, le preguntás. No, te responde, con su castellano rústico: esto es difícil para mí, pero sé que es todavía más difícil para vos.

Querrías que todo hubiera terminado ya. No vas a oír una palabra más, no vas a calmar ninguno de los escrúpulos de ese hombre. Creíste que ibas a vigilar paso por paso todo lo que Momir hiciera, pero ya hasta la curiosidad se ha desprendido de tu ser, o el ser se ha desprendido de la curiosidad. Te encerrás en el armario donde están las ropas de la mujer, Camargo, te dejás caer entre la dulzura de sus lencerías, el perfume acre de sus botas de montar, aspiras sus zapatos, el ceñidor de sus medias, el fresco olor a tarde de sus sábanas, vas apoderándote de todas las huellas de su apariencia ya que ella te ha cerrado las puertas de su cuerpo. ¿Hay un cuerpo ahora? ¿Tuvo esa mujer alguna vez un cuerpo? Oís gritar a Momir y no podés soportarlo. Oís sus rugidos de bestia herida, desesperada, y ni siquiera el súbito silencio te sosiega. Has movido muchos destinos de lugar, Camargo, pero el tuyo es el único que sigue inmóvil.

Ahora, en la calle, la desdentada examina los pasaportes y se declara satisfecha. Momir se ha echado bajo los jergones, macilento, corno un pájaro sin plumas. Tiene algunas manchas de sangre en el cuello de la camisa y la mujer le formula preguntas en un tono imperioso -casi dirías injurioso-, de las que sólo entendés unas pocas palabras. Ella parece decir: ¿Por qué no te cuidaste? ¿No le advertiste que estás enfermo? A lo que Momir responde: Gospodin Cro lo quiso así. Qué importa la enfermedad». La desdentada alza el puño y, por un momento, temés que empiece a golpear a su pareja. Está poseída, tal vez celosa. Como ha arrojado los pasajes y el dinero sobre los jergones, le hacés notar, por señas, que, si se descuida, el viento se los puede arrebatar. Sopla un aire helado y el cielo ha virado al gris, al rojo: tiene tal espesura que en cualquier momento podría desplomarse. Ubvatiti infekcíju, aúlla la desdentada. Antibiotike. Y de pronto caes en la cuenta de que no es su compañero quien la inquieta sino la mujer a la que acaban de abandonar varios pisos más arriba en su cama de suplicio, sobre las sábanas ensangrentadas por las llagas del chancro.

Durante semanas, Momir te ha llamado Gospodin Cro, lo que significa -estás casi seguro-doctor Cro, porque re has identificado así, con ese monosílabo de sapo. Pero la desdentada, que te ha evitado siempre con tenaz recelo, re mira ahora como si no supiera nada de vos, como si le inspiraras espanto, como si se negara a oír tu nombre. Tko ste vi?, re pregunta con saña. Cada una de esas palabras parece un perro que va a saltarte a la garganta. «Quién es usted, por Dios?„

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