Cuatro

Durante más de cincuenta años, Camargo no dejó de pensar ni un solo día en la madre que había perdido. No sabía cómo era ella ni cuál sería ahora su nombre, pero tenía la esperanza de que aún siguiera viva en algún lugar del mundo. Con el tiempo, la imagen de la madre había ido moviéndose de un cuerpo a otro, de una cara a otra, era muchos seres que Camargo no podía fijar en uno solo: aquella errancia de la madre era también la errancia de su ser, las muchas personas que, a pesar suyo, él iba siendo todos los días: una persona nueva casi a cada instante, un extraño con el que le costaba identificarse. Sin embargo, la reconocerla apenas la viera porque, aunque no recordaba su cara ni su cuerpo, sabría que era su madre por este o aquel gesto de ella que persistía en él, tal vez la costumbre de llevar un índice a la ceja e inclinar la cabeza hacia la derecha, como si de ese lado le pesaran los pensamientos; o tal vez la reconocería por la involuntaria frialdad de su voz, tomando siempre distancia de los otros, como les sucede a todos los que han sufrido un primer amor rechazado. ¿Nunca me amaste, mamá, nunca me amaste? ¿Nunca querrás abrazarme? Si el padre no hubiera destruido hasta el último recuerdo que había de ella en la casa, quizás ahora podría imaginarla. Era el blanco absoluto de su imaginación lo que más lo desesperaba.

Una víspera de Navidad, cuando Camargo tenía once o diez años y aún vivía en Tucumán, encontró al padre quemando todas las fotos, las ropas y las cartas que la madre había dejado. Desde hacía ya algunos meses, el padre le había prohibido que la nombrara, la dibujara o escribiera composiciones sobre ella en la escuela. Así, la madre se alejaba a coda velocidad de su memoria y era sólo una vaga sombra con la que Camargo hablaba en silencio, sin esperar respuesta. La había visto tan pocas veces que, al entrar en la adolescencia, no podía discernir si el recuerdo que le quedaba era inventado o real. A veces, cuando se miraba en el espejo, se esforzaba por ver, en la imagen que él mismo reflejaba, la cofia de enfermera, el delantal blanco tableado y los guantes de goma que siempre llevaba puestos. Soy mi madre, decía. Sólo cuando te vea voy a saber ser yo.

La madre trabajaba en un hospital de tuberculosos y, como le habían dado el turno de noche, dormía hasta bien avanzada la tarde. Pasaba el resto del día tomando notas en un cuaderno, sin ocuparse de la cocina ni de la limpieza. Tampoco del niño, que era feliz sentándose a su lado y contemplándola. De vez en cuando, ella reparaba en Camargo y le devolvía la mirada. «Mi gato, mi gatitos, le decía entonces, meneando la cabeza, con una ternura que él extrañaba todavía. No se acordaba de la voz, pero la ternura perdida era como una pierna o un oído que le hubieran quitado y que lo disminuía ante las demás personas.

Antes de que amaneciera, la madre volvía del hospital y lo primero que hacía era entrar en la pieza de Camargo y acariciarle la cabeza. Más de una vez, él había esperado ese momento durante la noche entera, temiendo que la caricia pasara y él no se diera cuenta. La oía abrir la puerta cancel, atravesar el zaguán y la pequeña sala de la entrada, y acercarse a su cama en puntas de pie. Camargo fingía dormir. Había aprendido a fingir con tanta destreza que sus ojos estaban suspendidos e inmóviles en esa eternidad de la caricia y su respiración adquiría una placidez que jamás alcanzaba en los sueños verdaderos. Se estremecía por dentro al oír los susurros del delantal, cada vez más cerca, y oler el perfume a desinfectante que impregnaba el cuerpo de la madre, aun después de bañarse. Luego se preparaba para la extrema suavidad de su tacto: ella lo rozaba con una piel tan inasible, tan aérea, que parecía sólo un suspiro de los dedos.

Una mañana, vencido por la curiosidad, decidió mirar la sutileza de aquellas manos. Con desolación, con horror, advirtió que ella tenía puestos los guantes del hospital. Y supo que los guantes habían estado siempre allí, interponiéndose entre su cabeza y las manos de la madre. ¿También su placenta le habría servido para separarse de él antes de que naciera? ¿Para diferenciarlo de su cuerpo y no para contenerlo y abrigarlo? Y luego, ¿tendría los guantes puestos cuando acercó por primera vez los pezones a su boca? Aquel día deseó con toda su alma que la madre se muriera, llevándose al otro mundo todas sus no caricias. Pero luego empezó a pensar que el ademán de acariciarlo era lo que valla, y concentró su odio en los guantes. La madre jamás se apartaba de ellos. Antes de dormir, se lavaba las manos con alcohol y dejaba los guantes dentro de una máquina de calor, como la que usaban los viejos peluqueros para esterilizar las tijeras y los peines.

A los pocos días, Camargo peleó con dos compañeros de la escuela y se le abrió una herida en el cuero cabelludo que lo cubrió de sangre. Con la ropa destrozada, llorando a mares, corrió a su casa. La madre estaba sentada en un sillón de la sala, hojeando revistas con las manos enguantadas. ¿Puedo abrazarte, mamá? le preguntó Camargo. ¿Te puedo dar un beso? Y se le acercó con los brazos abiertos. La madre lo observó de arriba abajo con una mueca de disgusto y lo apartó con firmeza.»No se te ocurra tocarme, Gatito», le dijo. «¿No sabés que, por mucho que me lave, siempre me queda pegado en el cuerpo el aliento de los enfermos? A mí eso ya no me hace nada, pero los que me tocan se pueden contagiar.»

Camargo empezó a pensar entonces que ella tampoco debía de tocar al padre, aunque ambos compartían el dormitorio y la cama. Cada vez que los había visto dormidos, estaban yaciendo de costado, en extremos opuestos, separados por una colcha enrollada. En aquellos primeros años a Camargo le interesaba poco el padre porque tampoco él pasaba mucho tiempo en la casa. Era técnico de sonidos y tenía un taller en la radio donde fabricaba los efectos especiales que se oían en las novelas. Usaba cocos partidos en dos para imitar el galope de los caballos, y cubiletes llenos de sal gruesa que, al ser agitados, evocaban los pasos de los amantes sobre las hojas secas del otoño. Delante de la madre se pavoneaba diciéndole que ningún sonido era para él imposible de reproducir: el roce de las [alas, el suspiro de la brisa entre los árboles, un desfile militar, un partido de tenis.

A veces Camargo creía estar viviendo entre fantasmas. Ya en quinto grado, la casa estaba siempre sola cuando volvía de la escuela y, como no tenía nada que hacer, repasaba las lecciones una y otra vez. Los maestros le escribían notas de felicitación, pero él no tenía a quién mostrárselas. Lo único que comía eran los guisos de lentejas que cocinaba una vecina y que entregaba en viandas de tres cazuelas, con carbones en el hornillo. El niño los dejaba enfriar y se iba sirviendo de a poco, a cualquier hora.

Esa vida de indiferencia cambió para siempre una madrugada de enero. Camargo se había quedado leyendo hasta muy tarde novelas de Julio Veme y aún tenía el sueño enredado entre los náufragos de la isla misteriosa y la cantante resucitada del castillo de los Cárpatos cuando oyó un sollozo en sordina que venía del dormitorio de los padres. Se levantó descalzo, vestido con el único calzoncillo ya deshilachado que le quedaba, y descubrió al padre sentado en la cama, golpeándose la frente con un pedazo de papel. El cariño que había retenido desde hacía años se le vino encima de pronto como una ola muy alta, y tuvo que hacer un esfuerzo para dejar pasar la ola sin besar ni abrazar al padre, porque éste también creía, como la madre, que los sentimientos son uñas sucias que deben cubrirse con guantes.

– Qué se habrá creído tu madre? -le dijo-. Llevo años aguantándole que se acueste con un kinesiólogo del hospital y ahora, no conforme con eso, se ha ido a vivir con él.

¿Eso quiere decir que no va a volver? -¿No estás oyendo? Nos ha abandonado.

Por lo que veía en el cine y leía en las novelas, Camargo imaginaba que sólo las mujeres sufrían las infidelidades y crueldades de los maridos hasta que éstos terminaban abandonándolas. No se le había ocurrido que los hechos de la vida pudieran suceder al revés. Tampoco a él le había importado, como al padre, que la madre anduviera con otros hombres. ¿Pero por qué se había marchado sin él, sin el hijo? ¿Qué le había hecho Camargo? Jamás se quejaba, era obediente y estudioso, se planchaba él mismo la ropa y trataba de que nadie lo viera cuando lloraba. ¿Por qué lo había dejado, entonces? Mierda, las mujeres.

Lo que más sufrimiento le causaba fue que la madre, al irse, había dejado los guantes del hospital dentro de la máquina de calor. Aquellos guantes sin manos le recordaban las caricias que ya nunca más tendría. Y a la vez pensaba que ahora las manos, ya libres de los guantes, podrían acariciar la cabeza de alguien que no era él.

Pocos meses después, mientras releía Los hijos del capitán Grant de Julio Verne, encontró en el segundo tomo una carta que la madre le había dejado. Se notaba, por la letra, que estaba muy apurada: «Gatito, no aguanto más en esta casa. Perdoname. Sé que vas a estar bien. Adiós». Estuvo a punto de mostrársela al padre, pero tuvo miedo de que se la quitara. La escondió en una costura del pantalón, pero el día que lavaron toda la ropa en agua caliente, la carta se deshizo.

El único lugar donde la madre podía haberse ocultado era Buenos Aires, porque la ciudad era un espejo interminable donde las vidas se confundían y se repetían. Camargo tenía quince años cuando Radio del Pueblo contrató al padre para que hiciera los efectos sonoros de El León de Francia, que copiaba las aventuras del Zorro. Un domingo de invierno, luego de vender los pocos muebles que les quedaban, cruzaron en un tren que se llamaba El Tucumano los desiertos de Santiago del Estero y las salinas de Córdoba, y llegaron a Buenos Aires a medianoche. La radio mandó a la estación de Retiro un coche de plaza con la orden de que los paseara por las calles del centro antes de llevados a la pensión. Los edificios estaban iluminados y debajo de la tierra se oía el rugido de los trenes. La gente cruzaba las calles riendo y comiendo porciones de pizza, y algunas avenidas caían en pendiente hacia las oscuridades del río. Era de noche pero la luz fluía de todas las ventanas con tanta intensidad que a Camargo le pareció que el sol saldría en cualquier momento.

La pieza que la radio alquiló para ellos, cerca de Retiro, había sido la enfermería para las apestadas de un viejo burdel. En el mismo espacio de seis metros por ocho se amontonaban una litera de dos pisos, una tina que servía tanto para bañarse como para lavar los platos y un hornillo Primus que despedía un olor infernal a kerosén. Abajo vivían unas mujeres que iban y venían todas las tardes por los pasillos con batas transparentes y estelas de perfumes ácidos que atraían a las ratas. Daban fiestas casi a diario, con la música a todo volumen, y la única vez que Camargo se atrevió a protestar las mujeres se le rieron en la cara. Una de ellas golpeó esa noche a su puerta para que le cuidara el hijo, y se lo entregó descalzo y en camisón. Al amanecer siguiente se lo llevó dormido, y regresó por la tarde con la bata desprendida, con la intención de pagarle el servicio, pero a Camargo se le quitaron las ganas apenas vio que tenía unos lunares blancuzcos de sarna en el vello de la entrepierna.

En aquellos años no le importaba otra cosa que crecer y avanzar rápido en la escuela para poder vivir lejos del padre. Estudiaba en las bibliotecas yen las plazas, y así tardó cuatro altos en completar los cinco del secundario y otros cuatro en dar los exámenes y escribir la tesis de la licenciatura en Letras.

No se perdía una sola función de los cineclubes y aprendió francés para leer los ensayos arbitrarios de André Bazin en Cahiers du Cinema. En uno de los debates que los socios del club Gente de Cine tenían a medianoche se lució tanto defendiendo el lenguaje austero de Viaje a Italia, la película en la que Roberto Rossellini empezó a desenamorarse de Ingrid Bergman, que le permitieron escribir lo que quisiera en la revista mensual de la institución. Publicó un par de ensayos sobre el efecto letal que Estados Unidos había ejercido en la obra de directores como René Clair, Jean Renoir y Fritz Lang. El artículo que le cambió la vida fue un ditirambo sobre Senso, de Luchino Visconti. Llamó tanto la atención de un editor de El Diario que le ofrecieron un escritorio en la redacción, un seguro de salud y un sueldo de mil seiscientos pesos, casi lo mismo que ganaba el padre en el radioteatro de Nené Cascallar. Ahora parecen inverosímiles esas historias de buena suene, pero en aquellos tiempos el viejo periodismo había sido pervertido por años de censura y los editores andaban a la caza de jóvenes con talento que oxigenaran la sangre de las redacciones.

Desde que llegó a El Diario lo benefició el azar. El critico de teatro se enfermó de hepatitis y esa misma tarde se murió Sacha Guitry. Como la noticia fue recibida a última hora, cuando la redacción estaba vacía, le preguntaron a Camargo si se animaba a escribir la necrología. Esas oportunidades jamás se daban dos veces. Con tenacidad, con aplicación, pasó una hora en el archivo de datos y salió de allí con una elegía de quinientas palabras que describía a Guitry como un dramaturgo tan pasado de moda que todos lo creían muerto hacía ya mucho tiempo. Camargo insinuaba que, tal vez por eso mismo, el difunto era un sosías o un simulador, y en ese ardid se cifraba el único acto inmortal del Guitry verdadero. El artículo le gustó tanto al director del diario que a la semana siguiente le permitió redactar las criticas de las comedias de Marivaux que el Theatre National Populaire había llevado a Buenos Aires. Camargo las adornó con observaciones agudas sobre los laberintos de amor que se tejían en la corte de Luis XV y sostuvo que la historia de la Revolución Francesa debería reescribirse a partir de esas comedias.

Jamás un crítico profesional se había ocupado de algo más que del estreno del día, pero a Camargo le sobraban tiempo y energía para otras hazañas. Llevaba la imagen de la madre clavada en la cabeza. La credencial del diario le abría las puertas de hospitales, hospicios y asilos de viejos, y durante semanas los recorrió uno por uno, buscando a una mujer de cincuenta altos con delantal tableado y guantes de goma. Más de una vez creyó que la había encontrado. En esos casos, pasaba horas averiguando si habían sido enfermeras en un hospital de tuberculosos o habían tenido un hijo al que llamaban Gatito. Muchas de ellas ya se habían olvidado de todo, hasta de lo que se hacía para recordar. Aun así, Camargo no perdía la esperanza de que una de esas mujeres volviera hacia él la cara azorada, tarde o temprano, y le echara los brazos al cuello preguntándole: «Garito, por qué no viniste a buscarme antes?».


(G. M Camargo publicó una serie de cinco reportajes sobre los hospicios de ancianas en El Diario de Buenos Aires. Salieron entre un lunes y un viernes de octubre y revelaron por primera vez la extrema corrupción de los administradores. La alimentación de las ancianas no llegaba a un promedio diario de ochocientas calorías, dormían en colchones sin sábanas ni frazadas, disponían de un solo baño para poblaciones de sesenta personas, los dispensarios carecían de algodones, vendas, desinfectantes, analgésicos, y si una in

terna cala enferma, quedaba abandonada en su camastro y debía levantarse para procurar su propia comida. Ni hablar de las defecaciones y orinas regadas por todas partes. El tercero y el quinto de los reportajes aparecieron en la primera página del diario y fueron luego reunidos en un libro, El abandono, que se convirtió en un clásico y fue usado en las escuelas de periodismo, junto con Operación Masacre y el Manual de español urgente de la agencia EFE.)


Aun después de agotar la búsqueda de indicios en asilos y hospitales, de revisar listas y listas de cadáveres no identificados en la morgue y en los cementerios, y de estudiar los censos de las villas de emergencia y la nómina de ancianas que habían servido en los conventos, Camargo no quiso darse por vencido. Los diarios se armaban todavía en planchas de plomo y faltaban dos décadas para que se difundiera el uso de las computadoras. Había que tener entonces una paciencia de iluminista medieval para adivinar las biografías escondidas detrás de cada nombre y para comparar las fotos de los archivos con los torpes dibujos de la memoria. O inmovilizarse, como Camargo, en la ciénaga de una idea fija. No lo acobardó la infinitud de los desengaños. Llevaba ya una serie larga de fracasos cuando se le dio por imaginar que, después de todo, tal vez la madre se había mantenido fiel a las costumbres burguesas y que debía vivir, casada o viuda, en alguna casa modesta de Palermo. Recorrió todas las calles de una punta a la otra: Gorriti, Guatemala, Fitz Roy, Armenia, Soria. Visitó los mercados de carnes y hortalizas alrededor de un triángulo verde que en esos tiempos se llamaba la esquina de Serrano o de Racedo y que después sería la placita Julio Cortázar, investigó los conventillos de fotógrafos de la calle Gurruchaga y los clubes masones de la calle Uriarte. Pensaba que la vería en cualquier momento tomando el fresco en la vereda y hablando con las vecinas. Más de una vez, cuando la noche se le venía encima, buscaba refugio en un bodegón que se las daba de francés y al que, cuando la hora de la cena languidecía, iban cayendo cantantes de tango a los que se les había marchitado la voz y que entretenían a los clientes rezagados por un guiso de lentejas y un vaso de whisky Criadores. Se sentaba junto a la ventana para ver pasar a la madre. Alguna vez lo alumbraría el relámpago de los guantes y sabría que era ella.

Fue aquel bodegón el primer sitio que se le vino a la cabeza cuando invitó a comer a Reina Remis para seguir discutiendo la necrología de Robert Mitchum. Era un martes y no habría nadie, pero igual ordenó a las secretarias que le reservaran una mesa debajo de la escalera de caracol que estaba en el centro y dieran la dirección a Remis por teléfono.

Sentía una vaga turbación delante de ella, cierto remoto pudor que lo devolvía a la adolescencia, y a la vez, esa noche, una sensación de libertad que le lavaba el alma, tal vez porque Brenda y las mellizas ya se habían despegado de su vida y volaban suspendidas sobre Asunción o los esteros de Mato Grosso, o porque tenía el presentimiento de que la madre estaba cerca, Gatito, ya no estoy tardando canto. Vaya a saber por qué Reina lo turbaba. Su tipo físico era lo contrario de todo lo que a él le gustaba: ninguna opulencia, la boca estrecha, la barbilla excesiva, los tobillos gruesos y unos pechos que parecían pequeños.

Camargo, que andaba siempre encorvado y con el labio inferior saliente, despectivo, como en los retratos de Dante Alighieri, trató de caminar erguido cuando vio a Reina ya sentada bajo la escalera, con un vestido floreado de polleras anchas que le daba un aire campesino e inofensivo. En la mesa había dos pequeñas velas encendidas. La at mósfera era cálida, silenciosa. Al centro del restaurante se abría un claro que a veces ocupaba un dúo de bandoneón y violín, o alguna imitadora de Edith Piaf. Sin preguntar la opinión de Remis, Camargo ordenó una botella de cabernet.

– Voy a pedir también la sopa de cebollas -le dijo al mozo-. No sé qué quiere la señora.

Ella vaciló, como si no entendiera las sutiles insinuaciones del menú, y al final dijo: -Lo mismo. Quiero lo mismo.

Remis parecía incómoda y a la vez halagada, y no sabía dónde esconder la incomodidad. Tomó agua a sorbos rápidos, con la insensatez de un pajarito. Las manos eran anchas y los dedos, demasiado corros. Todo su encanto estaba en la expresión de libertad que, aun atemorizada, seguía teniendo, y en la galaxia de lunares del pecho. Estaba sobre todo en la fragancia del cuerpo que la acompañaba como una luz o una dulzura invisible. Se levantó y preguntó con timidez dónde estaba el baño. Cuando la vio subir la escalera de caracol, Camargo observó sus piernas y distinguió una mancha pálida sobre los tobillos demasiado gruesos, otro lunar excitante debajo de las medias de seda. Remis no era linda, volvió a decirse, sólo altanera. Sin embargo, irradiaba una sexualidad primitiva, un irresistible olor animal.

– Qué lío había esta noche en Política -dijo ella al volver-. No paraban de llamar por teléfono. Los redactores se levantaban, discutían en los pasillos. Nadie quería decir una palabra. Parecían orgullosos de su secreto.

El tono era cándido y a la vez cauteloso. Una zorra explorando la espesura del bosque.

– Ya no es secreto. Supimos que el hijo del presidente depositó varios millones en un banco de San Pablo. Tiene veintiún años, no trabaja, gasta todo lo que le da el padre en autos de carrera. ¿De dónde crees que salió el dinero?

– ¿Del contrabando de armas? -adivinó Reina.

– Es lo que pensamos. Hay pruebas de que el hijo tiene una fortuna en acciones y depósitos, pero todavía no se sabe de dónde la sacó. Cuando lea el título principal de mañana, la gente sumará dos más dos.

ya a publicar todo eso en el diario? Al presidente le va a dar un infarto.

– El presidente ya lo sabe. Se lo advenimos nosotros mismos. Para salir del paso, nos amenazó con un juicio. Le dije que lo haga. Peor para él. Tenemos las pruebas.

– A lo mejor mañana, cuando nos levantemos, ya no hay país. Con esas noticias, nadie va a leer lo que escribí sobre Robert Mitchum.

– Hay lectores para todo, Remis. Ni te imaginás la cantidad de gente que compra el diario sólo por los avisos fúnebres.

– Los fúnebres? No, no se me había ocurrido. Pero es lógico. Acá vivimos de pálida en pálida, muriendo porque no muero, como decía santa Teresa.

El mozo iba y venía llenándoles las copas. Había más gente que de costumbre y debían hablar en voz baja. Camargo atacó de frente:

– ¿Para qué metiste la historia de los mesías gemelos, Remis? ¿Qué tenían que ver con Robert Mitchum? ¿Sabes que una cagada de ésas te puede costar el puesto?

– Fue un malentendido, ya se lo dije. Ya me arrepentí. Ya le pedí disculpas.

– En el periodismo no puede haber malos entendidos. Sólo hay malas y buenas intenciones. ¿Por qué lo hiciste? Tiene que haber una razón más honda que un descuido.

– No estoy segura. Hace dos años fui a México. Viajé sola, en ómnibus, con una mochila al hombro. Una mañana caí en Tonantzintla, a diez minutos de Puebla. Quería verla pirámide de Cholula pero el ómnibus se desvió a ese lugar desierto. No había un alma: nada de farmacias ni cafés ni tiendas de artesanía. El páramo. Entré a una iglesia llena de ornamentos, sin un solo milímetro vacío. Todas las vidas que faltaban afuera estaban dentro, en las tallas de los muros. Había retablos, arcángeles como mascarones de proa y vírgenes. Cada una llevaba en brazos no un Niño Jesús sino dos. Algunas tenían cuatro pechos. Al salir, en el atrio, uno de los gulas me vendió el evangelio de los valenrinianos. Me quedé con ganas de escribir sobre los mesas gemelos. Oí que durante la filmación de La noche del cazador uno de los actores estaba leyendo a los valentinianos y creí de buena fe que debía ser Mitchum. No se me ocurrió que podía ser el director. W sinful thinking. A veces la historia no es como debió haber sido sino como es.

– A lo mejor tenés razón, pero los diarios se escriben en presente. ¿Eso es todo lo que te pasó?

– Si hay algo más, no lo sé. Quizá pensé que usted iba a leer el artículo y quise llamarle la atención.

El mozo les sirvió la comida y Camargo, en silencio, clavó la mirada en Remis. Debajo de la pesada costra de queso y pan, el caldo hervía.

– Me hiciste perder el tiempo, Remis. Que no haya una segunda vez.

La observó mientras tomaba la cuchara con delicadeza, sin derramar ni una gota de sopa.

– Ya aprendí. No habrá.

– ¿Y tus padres? -preguntó Camargo-. Qué hacen tus padres?

– Mi madre lava, cocina, limpia la casa. Es una víctima. Y mi padre, no sé. ¿Qué hace de su vida? Tiene un taller mecánico a veinte kilómetros de acá. Viene poco y nada a Buenos Aires. No le interesa leer, no le interesa el cine, no le intereso yo. Su única pasión son los caballos.

– ¿Tiene caballos? Eso es caro.

– No. Tuvo un caballo cuando era chico. Se le rompieron las patas y hubo que pegarle un balazo. Desde entonces, le ha quedado el deseo. Todos los domingos, ahora, va a un hams en Longchamps, donde los caballos son de otro pero él puede montarlos. Se pasa las horas trotando. A veces lo acompaño. Pero no hablamos. Cada vez que hablamos, me peleo.

– No debés ser una hija fácil.

– ¿Yo? El que no es fácil es mi viejo. Nada de lo que hago le parece suficiente. Siempre parece estar esperando algo más. Quería que le naciera una rosa y le salí una margarita.

Algunos mozos arrastraron una tarima de madera hacia el centro del restaurante y pusieron allí un par de taburetes altos. Camargo divisó a dos hombres de melena engominada junto al mostrador del bar. Llevaban la cara pálida de talco.

– Ya ves -dijo Camargo-. Hay que irse. Aquello es un dúo de tango: bandoneón y cantor. Ponen cara de culo cuando la gente habla.

La tarima y los taburetes se iluminaron. El del bandoneón blandió su instrumento y ensayó algunos acordes. Era una música melancólica, que no se parecía a nada. Expresaba tan pocas cosas como un mundo no creado, y tal vez para eso estaba allí, para que el cantor llenara ese vacío.

– Todo es tan raro -dijo Reina-. Es como si yo adivinara lo que está por venir.

– Acaso algo está por venir?

– Quiero decir la música. La oigo antes de que llegue. No significa nada y sin embargo me da ganas de llorar.

El cantor llevó su taburete hacia la frontera entre la penumbra y el halo de luz y ocultó allí el brazo tieso y los dientes que le faltaban. La redondez de la cabeza dejaba una sombra en la pared. Camargo chasqueó los dedos para que le trajeran la cuenta pero ya era tarde: el del bandoneón despedía un chorro de música. Era una melodía neutra, en sordina, que mezclaba fragmentos de tangos famosos con balidos dodecafónicos.

– Me acuerdo -dijo el cantor-. Me acuerdo de cuando yo era chico y soñaba con países lejanos. Qué lindo.

Camargo se puso de pie.

– Vayámonos, Remis -dijo-. Estos stripteases sentimentales me dan dolor de cabeza.

Reina también se paró. Estaba hechizada por la luz, por las insensateces del bandoneón, por la energía con que el cantor hablaba de su vida.

– París -decía el cantor-. Apenas yo tocaba esa palabra se me encendía el corazón. Primer mandamiento: no amarás a otra ciudad que París. Segundo mandamiento: no invocarás el nombre de París en vano. Qué lindo. París era para mí los miserables de Víctor Hugo, Mimi Pinson, Toulouse Lautrec, el ajenjo de Paul Verlaine, las cocottes del Moulin Rouge. Yo era chico y ya soñaba con el tango en Paris.

El bandoneón deslizó la melodía de Griseut. La cara de Reina estaba bañada en lágrimas.

– Vayámonos de una vez -dijo Camargo. Avanzó hacia el mostrador del bar, abriéndose paso entre las mesas ahora colmadas.

Al crecer la noche, la calle desierta había crecido también y ahora iban y venían por la penumbra los cuerpos felices de travestís que empezaban su ronda, los viejos que manejaban sus automóviles con la cabeza fuera de la ventana, husmeando el sexo en el aire tibio, arrojando redes de sexo hacia los cardúmenes de la noche, y las parejas desesperadas por hacer el amor ahí mismo, nudos de parejas negándose a despegarse, mientras las locomotoras tardías de los maniseros ofrecían con desesperanza las cenizas que les quedaban, sus luces últimas de almendras y castañas. Era el fin del invierno y parecía ya el verano. Era todavía ayer y parecía pasado mañana. En la frágil noche, todo se rompía. ¿También la madre? Ahora que él tenía sesenta años, ella andaría por los noventa y dos. El pasado se le iba cayendo a pedazos. Sólo el aroma de Reina seguía de pie, incorruptible como el sol.

– ¿Vamos a tomar un café? -dijo Camargo-. No tengo sueño. ¿vos sí?

Iban a cruzar la calle y abrazó a Reina por la cintura. La sintió estremecerse primero y tensarse luego. Era un cuerpo difícil, con mareas que se iban antes de llegar.

– Yo estoy muerta. Si no le importa, voy a volver a casa.

– Te llevo.

– No hace falta. Puedo tomar un taxi. Vivo lejos, en San Telmo.

– Ya sé. Me lo dijiste. Te llevo.

Sobre el automóvil de Camargo se había sentado una pandilla de gatos. Estaban limándose las uñas, sabias en los lenguajes de la piel, voraces, uñitas que ningún trabajo de amor saciaba. Putitas de papá, llamaba Camargo a los gatos cuando las veía arrastrarse por el neón de la noche. Entonces y ahora estaban envueltas en terciopelos y estolas de piel falsa, con las bombachas de nylon satinado sobre el sexo alerta. ¿Una lamidita, una chupadita, un mambo de tres?, ofrecían. Se levantaron del auto con lentitud, tal vez con desdén. Camargo subió los vidrios de las ventanas y apagó las tentaciones. Abejas, mariposas, vivirían pocas noches, se dijo. Ayer será otro día para ellas y el dolor será la única parte sana de sus cuerpos. Apenas cruzara la frontera de los gatos entraría en la noche de la decencia y de las certezas, a la que él pertenecía. Reina también, ¿o no? La vio llorar en silencio.

– ¿Te pasa algo? -le preguntó.

– Nada -dijo ella-. Tristeza. Viene y

se va.

– Las mujeres están siempre tristes -dijo él-. A veces con razón, a veces no. Los hombres, en cambio, no tenemos nunca tiempo para la tristeza.

– No saben lo que se pierden.

El auto desembocó en la avenida 9 de Julio. La gente salta de los cines, de la ópera, el día parecía acercarse a su principio y no a su fin. Camargo rodeó el obelisco y se detuvo ante la puerta de un McDonald's. La ciudad era allí tan distinta que no pertenecía a ningún tiempo: era como si el tiempo se perdiera a sí mismo, interminablemente. Debajo de las luces de propaganda se abrían espejos enormes que sólo reflejaban su propio vacío. Camargo dio en la rodilla de Reina una palmadita de cazador curtido y dijo:

– Es mejor que te bajés acá, Remis. Ves? Hay taxis por todos lados.

– Sí -dijo ella-. A esta hora hay muchos.

Y eso fue todo. Los tres autos que venían a la zaga tuvieron que frenar y clavaron, frenéticos, las bocinas. Reina bajó sin volver la cabeza. Ni una palabra mis, ni una queja. En seguida se le acercaron los halcones que revoloteaban en la puerta del McDonald's. Ella los esquivó, subió al primer taxi que pasaba y se alejó por Corrientes hacia el este. Camargo la siguió y la siguió hasta que la luz de un semáforo lo contuvo.

«El Presidente tiene visiones místicas„ era el título de El Heraldo en la edición del día siguiente. Camargo estaba seguro de que el diario rival no publicaría una sola palabra sobre los escandalosos depósitos en el banco de San Pablo. Aunque lo averiguaran, lo ocultarían. En el último par de años el presidente los había colmado de favores, concesiones de ondas radiales y cotos de caza y pesca para turistas de lujo en la Patagonia. Calcul6 ese silencio, pero no el efecto teatral de un título más llamativo. Visiones místicas. En un país que había sido gobernado por magos y adivinos, esa frase era un imán. Debía haber ordenado a los cronistas de Olivos que estuvieran más atentos a la intimidad del presidente. Nadie prestaría atención ahora a los siete millones de dólares que un muchacho tonto de veintiún años había metido en una cuenta fantasma. Dirían que era un error, o que la plata era de otro. Las visiones místicas ocuparían el horizonte.

Según El Heraldo, el presidente había cancelado una cena con empresarios alemanes y, a las diez de la noche, se había retirado a su dormitorio a ver televisión. Puso un documental sobre Carlos Salinas de Gortari grabado en marzo de 1995 y se deprimió. «Dese cuenta de lo que pudieron hacer la inquina y la envidia con un gran hombre», le dijo al mayordomo que le llevó la cena. Se veía a Salinas barbudo y ojeroso tendido sobre una humilde cama de Monterrey, con una bandera mexicana al fondo. A los pocos meses de abandonar el gobierno, su hermano había sido acusado de crímenes y desfalcos sin nombre. Para restaurar el honor de la familia y de su propia presidencia, a Salinas de Gortari no le quedaba otro recurso que la huelga de hambre. Había llamado a la puerta de una mujer leal, Rosa Coronado, y le había pedido asilo. Al rato, el sitio estaba lleno de periodistas. «Voy a matarme de hambre», les dijo a los enviados de Televisa. «Lo que se ha hecho conmigo es una indignidad. Voy a suicidarme.» La huelga de hambre duró menos de veinticuatro horas porque en seguida llegaron a Monterrey emisarios del presidente sucesor para eximir a Salinas de toda culpa en los males que México había padecido bajo su mandato. Al verlo marcharse de Monterrey cabizbajo, aún más ínfimo e íngrimo que de costumbre, con la misma campera de cuero negro que vestía al llegar, el presidente argentino lloró en Olivos. «Sintió que a todos los hombres de bien les cae tarde o temprano sobre los hombros la cruz de la injusticia», decía el ripioso cronista de El Heraldo. ((Sintió que en este mundo de desgracias hay siempre un alma gemela. Se asomó al balcón y creyó distinguir una luz blanca, entre los árboles del parque. Serían las once de la noche. Vio flotar entre las ramas de un limonero la imagen cegadora de Jesucristo. Ah, Dios mío, Dios mío, atinó a decir el presidente. Nuestro Señor levitaba cubierto sólo por un taparrabos, como en las pinturas de la crucifixión, e inclinaba la cabeza en señal de sufrimiento. Cuando, de pronto, abrió los brazos y se elevó en el aire transparente de la medianoche, el presidente reconoció, con toda claridad, los estigmas del calvario: la herida de la lanza en el costado, las desgarraduras sangrantes de la corona de espinas, las manos y los pies atravesados por clavos. Una fuerza celestial lo hizo caer de rodillas mientras la luz se perdía entre las nubes. Rezó un padrenuestro y un avemaría. Luego, aún estremecido por la visión, Llamó al capellán de Olivos y le pidió que lo acompañara al árbol del milagro. Allí encontraron, al pie del limonero, un crucifijo de oro manchado con un finísimo hilo de sangre. Aunque es julio, el árbol estaba lleno de azahares que fueron evaporándose como luciérnagas.»

Esto no puede ser sino hechura de Enzo Maestro, pensó Camargo. Era el mismo lenguaje santurrón de las crónicas que escribía para El Diario. En vez de replicar a la denuncia sobre el depósito bancario en San Pablo, prefería atacar por la retaguardia. ¿Quién iba a poner ahora en ridículo una visión celestial avalada por el capellán de Olivos? Si Cristo en persona se le había aparecido al presidente era porque se aproximaba el fin del mundo o porque reconocía su inocencia. La estrategia de Maestro inmovilizó a Camargo.

A eso de las ocho de la mañana, las radios anunciaron que el presidente se retiraba a meditar a un convento en medio de la pampa. Llevaba consigo el crucifijo milagroso y dejaba las terrenales contrariedades del gobierno en manos de su hermano menor, que era el mandamás del Senado. Los noticieros de televisión querían transmitir imágenes del limonero sagrado, pero la custodia de Olivos no permitió entrar a nadie. Hasta los periodistas más recelosos decían que, después de una experiencia sobrenatural, lo único sensato era lo que el presidente estaba hacienda: rezar y retirarse en soledad.

A eso de las nueve de la mañana, la noticia ya había sido repetida tantas veces que todas las otras luces de la realidad se fueron apagando. Cayeron en el olvido los altares donde se lloraba a Lady Di y a la Madre Teresa de Calcuta, las cartas del Unabomber contra la sociedad de consumo, el juicio de los lamer rojos al agonizante Pot Pot, la caldera racial de Kosovo, y también el depósito de Juan Manuel Facundo en el banco de Singapur. El presidente penitente ocupó las pantallas. La televisión lo siguió hasta la entrada de la capilla benedictina donde el abad y diez monjes estaban aguardándolo. Las imágenes de la llanura aparecían teñidas por una luz pálida, tenue, anterior a todas las luces del mundo. El abad se adelantó a recibirlo con los brazos abiertos, pero el presidente esquivó el saludo fraternal y cayó de rodillas, besándole las manos. Luego, las puertas de la capilla se cerraron, y las cámaras se alzaron hacia la cruz del campanario y hacia el cielo sin nubes. La escena era repetida una y otra vez por los canales adictos al gobierno.

Antes de las diez de la mañana, Camargo ya había diseñado un plan de contraataque en el que reconocía con inquietud un sinfín de eslabones débiles. Sabía lo que no debía hacer pero no lograba ver claro lo que sí debía hacer. Era inoportuno ahora, por ejemplo, publicar las fotos de la bacanal de Juan Manuel Facundo en San Pablo porque dejarían una impresión de frívola venganza en el ánimo de los lectores, contagiado por la fiebre mística. Y aunque El Diario había localizado a tres obispos que desconfiaban de la aparición de Cristo y amonestaban al capellán de Olivos por su apresuramiento en admitir un milagro, no podía dar importancia a esa noticia: la gente estaba ahora inflamada de certezas sobrenaturales y no de dudas. Insistir con el depósito de los siete millones en el banco de Singapur era también inútil: antes de comenzar, el escándalo se había convertido en humo.

Apenas llegó al diario convocó a los editores a un conciliábulo de emergencia. El de Política había ordenado ya los desplazamientos de rutina, enviando un fotógrafo y dos redactores al monasterio benedictino, que se llamaba Santa Maria de Los Toldos. A los religiosos no se les podría sacar una palabra, porque a los votos de castidad, pobreza y obediencia habían sumado el de silencio. Sólo quedaba acechar la visita de algún amigo del presidente. El editor de Información General había investigado ya la historia del convento y las rutinas de los monjes. Exhibió fotos del refectorio, del patio interior, de las celdas y de una virgen negra coronada, que era el objeto central de veneración. Si damos a conocer todo eso le estamos haciendo el juego a la farsa del presidente, dijo Camargo. Lo adornamos con todas las cualidades que no tiene: devoto, asceta, humilde, inocente. Pero tampoco se puede escamotear la información. Ayer llevábamos la iniciativa y ahora estamos tratando de defendernos.

Echó la silla hacia atrás y puso los pies en el escritorio. La voz se le volvió más pausada. En los momentos de meditación se le aflojaba la mandíbula y se demoraba en cada palabra. Quiero una cabeza fresca, dijo, alentado por un inesperado pálpito. Llamen a Reina Remis. Esa chica escribe derecho toda la teología que está torcida.

El aspecto matinal de Reina era tan insignificante que daba pena. Llevaba unas gafas redondas enmarcadas en negro que acentuaban la pequeñez de su boca, un pantalón flojo, de pana, y una blusa comprada en alguna mesa de saldos. A veces era seductora y otras veces tendía a desaparecer, a pasar sobre su cuerpo una goma de borrar. Era preciso fijar la vista para saber que estaba allí. Tomó asiento a un costado del escritorio de Camargo, con la cabeza baja y las manos en las rodillas. La sensación de eclipse se esfumó, sin embargo, apenas empezó a hablar.

– ¿Qué te ha parecido la visión mística? -dijo Camargo-. Estamos discutiendo qué vueltas darle al tema.

– No pudo haber tal visión -contestó ella con soltura-. Se cae de maduro. Si el presidente hubiera dicho que vio a la virgen María o a cualquier santo o a un arcángel, la aparición sería dudosa pero verosímil. Con Jesucristo se pasó de ambicioso, o de ignorante. Cristo sólo puede reaparecer en estado de gloria, y eso si se avecina el fin del mundo. Si no es así, se trata de un impostor, del demonio, o del hermano gemelo del mesías. ¿Alguien tiene una Biblia por acá, un Nuevo Testamento?

Escéptico, Camargo bajó los pies del escritorio y tomó de la biblioteca, a sus espaldas, un ejemplar de la Biblia de Jerusalén. Reina levantó la cabeza y d tiempo dejó de moverse. Mojó con la punta de la lengua el carbón de un lápiz y marcó tres versículos de la Epístola a los Tesalonicenses más un capítulo entero del Evangelio de Mateo.

– Fíjense en Mateo -dijo-. La segunda venida de Cristo, que en griego se llama Pamsía, debe estar precedida por guerras, hambres y terremotos. Hasta ahí el vidente podría tener razón, porque nos ha caído poco o mucho de todo eso. Pero también Mateo advierte, citando a Jesús, que habrá falsos profetas y falsos cristos creando la ilusión de la segunda venida. Sobre ese punto Mateo es muy escrupuloso. Lean con atención el capítulo 24. No hay que creer, dice, a los que anuncian que Cristo ha vuelto a predicar en los desiertos o está yendo y viniendo por las casas. Porque cuando de veras llegue, se abrirá el cielo, se llenará de luz y lo veremos todos. La epístola de san Pablo es todavía más elocuente. Sabremos que Cristo ha vuelto, dice, porque un arcángel hará sonar la trompeta de Dios, y el Señor descenderá en compañía de todos los justos resucitados. No es eso lo que ha pasado en Olivos, ¿no? Lo que el presidente vio en el limonero, si es que vio algo, fue un espejismo. O está mintiendo. O se le apareció el demonio. Cualquier aprendiz de teología puede explicar eso mejor que yo. Me extraña que no hayan protestado más obispos. O que Juan Pablo II no se haya quejado desde Roma.

– No creo que lo hagan hoy ni mañana -dijo el editor de Internacionales-. Es el jefe de un Estado católico el que se ha metido en este baile. No es joda. Van a tratarlo como una cuestión diplomática. Querrán entender primero por qué está pasando lo que pasa.

– No tenemos tanto tiempo -dijo Camargo-. Cuando el Papa hable, si habla, ya el presidente se habrá embolsado dos o tres millones de votos candorosos. Va a ganar la elección que viene. Vamos a seguir nadando en la corrupción.

– Puedo ir yo y forzar un diálogo con el abad de Los Toldos, si les parece -propuso Reina-. Como soy mujer, va a contestar a mis preguntas sin pensar en lo que dice.

– El abad no recibe a nadie -intervino el editor de Política-. Tiene ya setenta pedidos de entrevistas.

– Lo puedo sorprender mañana en la misa del amanecer -dijo Reina.

– Aunque te atienda, será demasiado tarde -porfió Camargo-. Necesito algo para hoy.

– La única oportunidad entonces son los rezos de Vísperas: los salmos, la lectura de una epístola, el canto del Magnificat y del Salve Regina. ¿A qué hora es eso, según el horario?

– Siete de la tarde -informó el editor de Política.

– Tiempo de sobra -dijo Reina-. Si salgo en una hora, puedo estar ahí a las cuatro.

– Primero tenés que convencerme de que nadie es mejor que vos para la misión -dijo Camargo-. Después, habría que ver cómo haces para entrar. Han cerrado los accesos con tropas del ejército.

– Hay algún plano del monasterio, una foto ampliada de la capilla? -preguntó Reina.

– Un plano -dijo el editor de Política. Lo extendió sobre el escritorio. A los dos lados del altar mayor se alzaban los escaños de los monjes. Enfrente se desplegaban cuatro reclinatorios y, detrás, los bancos de los feligreses. Había otros tres altares menores o camarines cerca del atrio, todos identificados con un número.

– Hay alguna referencia sobre los reclinatorios? -dijo Reina.

– «Reservados para la dama protectora y sus familiares»: es todo lo que explica.

– ¿Ven? -siguió Reina-. Hay que averiguar quién es la dama protectora y entrar con ella al oficio de Vísperas. Por mucha custodia que haya, el abad no le va a cerrar la puerta.

– No parece mala idea, si acaso la dama protectora está viva y cerca del convento -dijo Camargo-. Te vamos a facilitar la logística. Lo demás queda librado a tu imaginación.

– A la improvisación, más bien. Soy ordenada. Torpe para improvisar.

Camargo encendió los televisores y ordenó a los editores que se fueran.

– Vos quedate -le dijo a Reina-. A improvisar se aprende. Te voy a dar lecciones. Vamos a entrar juntos en esta historia.

Ordenó a los redactores de la mesa de noticias que identificaran a la dama protectora y consiguieran su número de teléfono. Era improbable

que siguiera viva. Las tierras del convento habían sido donadas a la Orden de San Benito en 1948, casi medio siglo atrás. Reina se puso de espaldas, concentrada en las pantallas. Tenía un cuello largo y elegante, el pelo oscuro y recién lavado le caía sobre uno de los hombros y la suave línea de vello que le quedaba al descubierto parecía la sombra de otras mujeres que hubieran sido ella en el pasado.

Las cámaras del canal oficial observaban desde un helicóptero el desierto de Los Toldos, los caseríos de los indígenas y, a veces, las idas y vueltas de los fotógrafos bajo el sol despiadado. El locutor hablaba en voz baja y el tenue fondo musical era la suite número 3 de Bach.»El presidente se ha recluido en el pueblo más simbólico de la pampa argentina,, decía el locutor. «En la celda que le han asignado hay sólo un catre austero, una mesa de noche, un crucifijo y una jofaina para lavarse. A las diez de la mañana, después de rezar el rosario, le suplicó al abad que le permitiera amasar el pan junto con los monjes. Se admitió a unos pocos fotógrafos para que registraran la escena. Vean ustedes el documento que ya es histórico. El jefe del Estado argentino, con la camisa arremangada, hunde sus manos en la humilde parva de harina y agua salada. Luego ayudará a cocinar las hogazas y a repartirlas entre los habitantes más pobres de esta dulce tierra.»

– Tenían ya todo preparado -dijo Reina, sin volverse-, hasta el libreto meloso que está leyendo el locutor.

– Qué te parece: somos un país moribundo y ahora estamos perdiendo el tiempo con esta comedia.

El helicóptero se desplazó entre campos de alfalfa y remolinos de polvo, sobrevoló una costra de casas chatas y desoladas, y se detuvo primero en la estación de ferrocarril vacía, luego en una plaza cuadrada e insulsa, a cuyos costados pasaban viejas carretas y automóviles desvencijados. «Ésta es una tierra sagrada», dijo el locutor. «Una tierra predestinada a la gloria. Hay más de tres mil indios pampas afincados en las chacras feraces que el general Bartolomé Mitre donó hace ciento cuarenta años. A tres kilómetros de la plaza que estamos viendo ahora, en una estancia llamada La Unión, nació en 1919 una de las figuras cumbres del pasado argentino: Eva Perón, Evita, la abanderada de los humildes. Acá Evita aprendió a caminar, a leer y escribir, acá conoció las injusticias del mundo. En la escuela de tres aulas que ven ustedes a la derecha, Evita cursó los dos primeros grados, antes de que la familia se mudara a Junín. Toda esta historia es simbólica, ¿verdad? Nuestro presidente, iluminado por la visión sobrenatural de Jesucristo, ha venido a rezar por el bienestar del pueblo argentino en el mismo lugar donde Evita Perón inició su vida de gloria y de martirio…»

– Quítele ya el sonido, doctor Camargo -dijo Reina-. Revuelve el estómago. ¿Oyó cuando hablaban de chacras feraces? ¿Usted fue allí alguna vez? ¿Vio lo que es eso? Seis leguas cuadradas de tierra arenosa, cortada por pantanos. Casi no hay ganado. A los treinta años, los indios parecen de setenta.

El helicóptero siguió su marcha hacia el monasterio, que dibujaba un cuadrado perfecto alrededor de un espacio sembrado de flores. El ala superior, donde se alzaba la iglesia, extendía su línea unos veinte metros hacia la izquierda, en una construcción de ventanas altas donde tal vez estaba el refectorio. El ala derecha se prolongaba hacia abajo otros veinte metros, para dar cabida a las celdas de los monjes más nuevos. Reina estudió el conjunto con cuidado. Suponía que, después de los rezos de Vísperas, había una procesión y que la figurilla de la virgen negra desfilaría bajo palio.

Camargo estudió con optimismo la información que le llevaron del archivo. Sí, algo se podría hacer. La dama protectora había muerto, era verdad, pero una de las hijas retenía aún sus privilegios originales y todos los años entregaba a los monjes donaciones generosas. Camargo no tenía idea de la clase de ayuda que iba a pedirle cuando la llamó por teléfono. Ahora vamos a empezar nuestras lecciones de improvisar, le dijo a Reina con una voz lenta y dubitativa que desentonaba con su cara entusiasta.

Tuvo la suerte de que la dama estuviera en Buenos Aires y de que también a ella le pareciera escandaloso el manoseo político de Jesucristo. Conozco al abad, dijo. Es un hombre santo y, por eso mismo, es un inocente. No entiendo cómo pudo haber caído en semejante trampa. Sí, claro, voy a dar toda la ayuda que esté en mis manos, pero de ningún modo puedo trasladarme a Los Toldos. Imagínese, doctor Camargo. Son cinco horas de viaje en medio de esta sequía. No sé si usted conoce el casco de mi estancia en la Azotea de Carranza, a seis kilómetros del convento. Ahora tengo sólo dos sirvientes en esa casa y nunca se abren las ventanas de los cuartos hasta mediados de noviembre. Si a sus enviados no les importan las incomodidades pueden hospedarse ahí, no tengo el menor problema. Tal vez ni siquiera haya agua caliente para bañarse. Ah, pero si es una mujer la que viaja me facilita las cosas. Puedo llamar al abad por teléfono y decirle que se trata de una prima devota de la virgen negra que acaba de llegar de Europa. Y que la ubique en los reclinatorios de la familia, por supuesto. Para que estemos más seguros, voy a escribir una carta, ¿le parece? En una hora, sí, todo va a estar arreglado en menos de una hora.

– Así son las cosas, Reina -dijo Camargo-. A veces los sacrificios de la inteligencia valen menos que un golpe de suerte.

– Voy a vestirme para la ocasión, entonces.

– Vestido negro, faldas debajo de la rodilla, mantilla negra. Tenés la ventaja de que el presidente no te conoce. Tampoco te va a quitar el ojo de encima. Se debe estar aburriendo y vas a ser la única mujer que ve en dos días. Es un tipo voraz, como sabés.

– Si se pone baboso, no lo voy a desalentar. Ojalá suelte la lengua.

Las pantallas mostraron una doble fila de peregrinos que daba vueltas por la gran plaza frente a la basílica de Luján con velas encendidas. En un extremo, junto a los ómnibus de turismo, Camargo reconoció el camión de la obra social que los había llevado. A cada instante el gobierno añadía una nueva pista a su circo místico, una acrobacia inesperada. Algunos de los peregrinos avanzaban de rodillas, otros inclinaban las velas para que el sebo ardiente les quemara las manos. La plaza se había llenado de vendedores ambulantes que ofrecían ramitas falsas del limonero de Olivos mojadas en agua bendita.

– Reina -dijo Camargo, con una dulzura que le pareció ajena-. Tenés que salir ya. Si hay el menor inconveniente, llamó a mi celular. Llamó de todas maneras.

Anotó el número en un papel amarillo. Ella se levantó y los bordes suaves de su cuerpo quedaron subrayados por la luz de las pantallas. Vaya a saber qué hay debajo de esa ropa barata, se dijo Camargo. Vaya a saber qué hay dentro de esa mujer.

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