Cinco

Tanto tiempo ha estado contemplando el cuerpo desnudo de la mujer que la luz ya se ha movido de lugar y la miel transparente de la tarde se ha convertido en oscuridad cerrada. Todos los sonidos se han retirado y sólo queda el vaivén de sus entrañas, el temblor eléctrico de su respiración. A veces, cuando ella se pone de costado, su garganta deja escapar un ronquido animal que desafina con la nobleza de su expresión: tal vez una de esas quejas atávicas que las mujeres pierden en el pasado y que regresan cuando menos se las espera. Ahora que contempla el cuerpo a su gusto, que ella está desnuda y a la intemperie de su mirada, puede examinar sin apuro los huesos de la pelvis y de las costillas, las tibiezas cóncavas que se abren al pie de esos arrecifes, y descender hacia el abdomen resistente, trabajado en los gimnasios, hasta alcanzar los muslos, más delgados de lo que se supondría cuando ella se sienta, y en los que hay senderos húmedos, sumisos al tacto.

La mujer duerme con la boca abierta y, si él le acerca una lámpara, puede admirar su lengua rosada. Le es imposible resistir entonces la tentación de llevar las manos a la otra lengua, la minúscula y tierna lengua o campana que reposa entre los otros labios, se ve a sí mismo tanteando las honduras de la medusa, apartando las matas húmedas, moviéndose a ciegas por ese campo en el que quisiera sembrar su escritura, su sed de tantos días. Le aparta las piernas sin destreza, eso se ve en la imagen, y la acaricia, hunde la nariz y la lengua en aquel cuenco ardiente del que jamás se sacia, acaricia los pezones erectos y desconcertados en los que se dibujan papilas, mínimos cráteres, lunares recién creados por su tacto, y aunque la pantalla delata las desarmonías de su propio cuerpo flácido, no puede contener un suspiro de triunfo. Por fin ahora la mujer le pertenece por completo, la docilidad del cuerpo dormido es otra señal de su poder, podría hacer lo que quisiera con ella, y más de una vez ha sentido la tentación de tatuarla, de herirla, de inscribir en su carne alguna marca indeleble que indique cuántas veces él ha pasado por allí, cuántas veces podría volver si se le diera la gana para contemplarla como lo que es, un objeto.

Hay tanto peso de realidad en la imagen, que sus sentidos parecen haberse desplazado otra vez al cuarto de la calle Reconquista en vez de que darse con él en la sala de videos de la casa de San Isidro, junto a la galería de geranios. Cada vez tiene menos deseos de volver a este lugar. Los salones se suceden interminables, la soledad funeraria del dormitorio le quita el sueño, y si no fuera porque tiene a la mujer atrapada en su cámara, si no pudiera reproducirla cada vez que se le da la gana en el televisor de cuarenta y dos pulgadas, traerla hacia sí o acercarse a los pliegues de ese cuerpo que le pertenece cada vez más, a las axilas, a las suaves lomas y hondonadas de la entrepierna, mientras la oye respirar infinitamente, infinitamente, porque ha logrado que los seis canales de audio sigan emitiendo la respiración de la mujer cuando él congela la imagen o la agranda, si no pudiera internarse en los laberintos del pelo como un guardabosque sin brújula, si su imagen mil veces multiplicada no estuviera siempre a su alcance, entonces se habría marchado ya de la casa.

Ha volado un par de veces a Chicago y a Traverse City para ver a Ángela, que languidece en un altar de transfusiones; a su lado se alzan, como velas de ofrenda, los frascos de medicamentos y las ampollas inyectables de nombres injuriosos que no quisiera recordar y sin embargo recuerda a cada instante: citarabina, vincristina, ciclosfamida, prednisona, mercaptopurina. Se ha quedado sólo unas horas a la cabecera de la cama sintiendo que, cuando él está lejos, la mujer se le escabulle: necesitaría saber ya mismo en qué trajines anda o sentarse ante un televisor y, por lo menos, poseer su imagen. Pero en Chicago y Traverse City no tiene un solo minuto de soledad. Los editores del diario lo llaman diez o doce veces por día, y Brenda, la ex esposa, lo acecha con su mirada de cordero fingiendo que nada ve, nada le importa. ”Me duelen los huesos, papá”, le dice Ángela, y también sus huesos le duelen y se estremecen por la avidez con que quisiera abrazar a la mujer dormida, infundirle su ciego deseo, oler los vapores sutiles que están huyendo de las grietas de su cuerpo, ah, suspira la mujer, ah, se encorva al menor desliz de su tacto, y él recoge con la lengua sedienta el balbuceo con que ella está llamándolo, nueve mil kilómetros al sur de este lago donde la noche cae y su hija se muere.

Ahora la ha puesto de espaldas. Avanza las imágenes a voluntad, despacio, una por una, tratando de adivinar qué hay más allá del cuerpo, qué espacios del alma se abren al otro lado de estos bordes físicos que no puede traspasar, cuáles de sus recuerdos, aflicciones y felicidades se ocultan al escrutinio de la cámara. Se detiene en este lunar de la pierna y en la casi invisible mancha rosada que se extiende al centro de la espalda, junto a la espina dorsal, y luego va más rápido, se abre paso hacia las nalgas, se mueve con tanta ansiedad que los muslos de la mujer, cuando ella se despereza, parece que estuvieran temblando. El efecto de aceleración de la imagen es sin embargo imperfecto, la irrealidad se despierta en él como el aleteo de un pájaro inoportuno y, aunque extiende las manos para tocar a la mujer, sabe que ella no está ahí, que su cuerpo es sólo un dibujo de la luz sin olor ni sabor, y que alguna vez tendrá que contarle todo lo que ha hecho con esas imágenes y todo lo que esas imágenes le han hecho.

Durante más de una semana le ha dado vueltas a la idea de filmarla mientras ella duerme, y luego proyectar los videos a tamaño natural en la pantalla del televisor que hay en su casa. La cámara que va a usar es apenas mayor que un puño y casi no hace ruido, pero él quiere que la operación dure horas, tantas como en Sleep de Andy Warhol, la travesía completa de una noche de sueño pero, a diferencia de Warhol, no debe ser una cámara pasiva sino una fuerza de la naturaleza que atrape cada desplazamiento de la respiración, cada mudanza de los poros, una cámara ávida que absorba y devore lentamente a la mujer. Necesita, para eso, que ella no se despierte. Entrar en su departamento no es ya un problema: tiene copias de las llaves. Lo que quisiera es infundirle un sueño profundo, para que ella ni siquiera se dé cuenta de lo que está sucediéndole.

Le ha dicho a uno de sus médicos que tiene problemas de insomnio y que, para reponerse, desearía dormir un día entero, desde la medianoche de un sábado hasta las cuatro de la tarde del domingo, por ejemplo. El médico le ha recomendado primero un ansiolítico, una droga que le relaje los músculos y ahuyente las tensiones, pero él lo rechaza. Ya otras veces ha hecho el intento, le dice, y ha sido peor: en vez de decrecer, la ansiedad lo ha vuelto loco. Un hipnótico, eso es lo que le hace falta. Fenobarbital entonces, responde el médico, después de dudar un rato. Si no damos con la dosis que te conviene, podrías despertarte con dolores de cabeza y mareos. No quisiera que luego me lo reclames. Un hipnótico, insiste A. Al fin de cuentas, es sólo para una vez. No tengo miedo a una reacción desfavorable de tu hígado y tus riñones, le dice el médico. Me preocupa que pueda afectare el miocardio. En todo caso, no te excedas de dos comprimidos antes de dormir, doscientos miligramos. Tampoco se ce ocurra beber alcohol: ni una gota. El efecto va a ser más firme con el organismo limpio. ¿Y si tomara tres veces eso?, pregunta él. Si quisiera caer desmayado y olvidar todo y echarme al cuerpo seiscientos miligramos, por ejemplo, ¿qué me podría pasar? No te morirlas, dice el médico, pero te costaría levantarte. Sufrirlas de vértigo, tu sueño se parecería al de las anestesias, seguramente vomitarlas. El efecto no sería muy diferente, pero las consecuencias, inútilmente, te harían sufrir. No se te ocurrirá probar eso, ¿no? Para qué, responde él.

Sabe que la mujer nunca sale de su trabajo antes de las once y, si vuelve a la casa porque necesita arreglarse para alguna cena, lo hace entre las ocho y las nueve. Va a tener, entonces, tiempo suficiente para entrar en el departamento y preparar la filmación. Una pareja sin techo duerme desde hace meses a la entrada del edificio contiguo al de la mujer, debajo de un balcón curvo, donde funciona una tintorería que cierra temprano. La pareja tiende con canto desparpajo sus cartones y frazadas ruinosas, marca su espacio con un instinto de propiedad tan férreo, que para llegar a la puerta del departamento hay que saltar sobre ellos. Cuando es invierno, pasa un camión municipal y los lleva a los refugios, pero los sin techo siempre regresan. Quizás ese nicho de la ciudad oscuro y sucio donde duermen es el único que les permite ser ellos mismos, sentir que están vivos.

La noche que él ha elegido para la filmación también está la pareja estorbándole el paso. El hombre tiene menos de cuarenta años y desentona con el desamparo en que vive. Sus brazos son fuertes, la mirada es rebelde y cobradora, y los ojos, siempre hinchados, observan el mundo con un desencanto tan hondo que tal vez sea anterior al mundo. Tanto a él como a su compañera se les han caído los dientes. A ella sólo le quedan tres incisivos de abajo; a él, un canino absurdo, que le desfigura los labios. La vagabunda lleva ya semanas enferma y el hombre pasa despierto la mayor parte de la noche, cuidándola y acariciándola. Ella es mucho mayor que él pero no tanto como para ser su madre. Tampoco se le parece en nada. Su cuerpo está cubierto de escaras: hay una sobre el omóplato, en especial, que se le abre como una segunda boca. Una noche, el sin techo ha salido corriendo en busca de una ambulancia y, como no le han permitido ir con la mujer al hospital, se queda esperando el amanecer de pie, como si al amanecer los hechos pudieran rehacer la realidad tal como era un día antes. Quién sabe dónde esos dos pobres seres han encontrado fuerzas para volver semanas más tarde y yacer otra vez en su cama de ruinas, la noche en que él lleva un gramo de fenobarbital dividido en cuatro sobrecitos y entra en el departamento de la mujer sin que nadie lo vea, como siempre.

De acuerdo con sus cálculos, para infundir un sueño profundo, de anestesia -como ha dicho el médico-, debe disolver seiscientos miligramos de la droga por cada vaso. Aunque ella beba sólo un sorbo, la dosis no debe bajar de seiscientos miligramos. Ya sabe cuál va a ser el líquido: el jugo de naranja que toma antes de acostarse. Ha estudiado con esmero esa rutina. La mujer tiene un cartón de jugo de tres cuartos y lo agita varias veces antes de servirse. Por lo que puede estimar, en el cartón queda ahora menos de un vaso. Le parece improbable que la mujer abra un cartón nuevo. En el cuarto que alquila enfrente ha probado varias veces, con un polvo inocuo, la consistencia y el sabor que tendrá el jugo cuando le abada el medicamento. No se advierte la diferencia. A veces quedan restos del polvo en el fondo pero, aunque ella viera el residuo, jamás pensaría que se trata de una droga.

No necesita encender las luces ahora. Conoce palmo a palmo el departamento. Le basta con el destello que sale de la heladera cuando entorna la puerta. Vierte el fenobarbital en el cartón y agita el líquido con energía. Aunque ha molido los comprimidos hasta volverlos impalpables, unos pocos puntos blancos flotan, rebeldes, en la espuma del jugo. Está preparado para eso: ha traído un colador de trama muy fina, a través del cual vierte el jugo en un recipiente acanalado, y luego de filtrarlo lo devuelve al cartón. Una vez más lo agita. Por un momento piensa en esconderse dentro del vestidor, donde hay espacio de sobra, para observar el efecto de la droga. Al fin de cuentas, ha llevado todo lo que necesita: la cámara ya cargada y dos casetes con películas de repuesto. Aunque ha sentido muchas veces la tentación de esconderse, la desecha: la mujer podría buscar algo imprevisto en el vestidor y descubrirlo. O podría reaccionar a la droga de una manera impensada, desmayándose o gritando, y él no quiere estar en la casa si eso ocurre. Por fin ha mezclado tres bolsitas de fenobarbital con el jugo, doscientos cincuenta miligramos más de lo que hace falta. Los residuos del colador y lo que pueda quedar en el fondo del cartón ajustarán la dosis.

Lava con delicadeza los recipientes que ha usado, los seca con el repasador que lleva consigo y echa un último vistazo al cartón. La espuma está asentándose y la droga se ha disuelto mejor de lo que esperaba. Antes de marcharse, no puede resistir la tentación de encender la linterna y espiar el contenido de los cajones. Hay nuevas notas para el ensayo en el que la mujer lleva semanas trabajando, pero esta vez el lenguaje es más desprolijo y apresurado: «Antes y después de Jesús abundaron en Palestina los profetas y magos que se proclamaban mesas o hijos de Dios. Eran campesinos iletrados en su mayoría. Alentaban la resistencia popular contra Roma y se los consideraba hombres santos o piadosos que, al entrar en contacto con los poderes divinos para curar enfermos o atraer lluvias, ponían en peligro su salud. Jesús era uno de miles, y su doctrina tiene puntos de contacto con la de los esenios, los baptistas y los zelotes. Ni siquiera es demasiado original. Me pregunto qué razón mayúscula determinó que su nombre entrara en la historia por encima de otros iguales. Encuentro sólo una respuesta: Jesús debe su eternidad a la escritura. Los evangelistas escribieron en detalle lo que dijo e hizo, y organizaron un cuerpo de doctrina que permitió a los catecúmenos sentirse partes de un todo superior. También los esenios trataron de perpetuarse a través de la escritura, pero cuando sus rollos fueron descubiertos en Qumrán no les quedaba espacio en la historia, porque Jesús ya los había ocupado todos.

No le disgusta que la mujer piense con audacia, o que sólo lea lo audaz. Le incomoda, sí, que pierda el tiempo. Nadie va a publicar un ensayo con esas ideas a contramano. A la vez le sorprende que, mientras los demás papeles de su escritorio están impresos en los caracteres uniformes de la computadora, Times New Roman cuerpo 12, las notas sobre Jesús hayan sido tomadas con un bolígrafo de tinta verde, como la que usaba Pablo Neruda para escribir sus poemas, y que al final de la página la mujer haya repetido, una vez más a lápiz, la frase que lo desconcertó la primera vez que revisó los cajones: «El extremo mayor de la soberbia es creerse hijo de Dios».

Tiene que haber algo más en algún lugar del departamento, ahora que lo piensa, porque ella se ha comportado de un modo extraño en los últimos días. Sus gestos ante el espejo han sido más morosos, más insinuantes, y a veces camina de un cuarto a otro distraída, como si se hubiera perdido a s(misma. Si hay algo, tiene que estar en el escritorio: fotos, copias de cartas, recortes de revistas, allí guarda todo lo que podría delatarla. Además, no se le cruza por la cabeza la sospecha de que estén espiándola. Se siente a salvo. Fuera de la empleada de la limpieza, nadie más entra en la casa. La mujer ha preservado ese espacio para ella sola y no recibe visitas. Habría que averiguar si el aislamiento es voluntario, si de veras está contenta así o sólo finge.

El artículo de Veja ha desaparecido del segundo cajón, pero entre la resma de papeles, ahora disminuida, él encuentra dos mensajes impresos que le llaman la atención. La mujer los ha copiado de Internet, tal vez porque necesita releerlos. El primero procede de un editor de Bogotá. Y está dirigido a ella, no hay error posible: «Querida, entonces Río, si es lo que quieres. ¿Reservo el Palace de Copacabana, el Caesar de Ipanema? Te beso, te beso». Y el de ella, media hora más tarde:.Amor, te extraño ya. Elijo el Palace. Sin vos, no entiendo el sentido de mis días. Algo as(como no saber exactamente quién soy, dónde estoy, qué hora es.?Quiero recuperar ese sentido? ¿Puedo o es tarde, soy otra desde que soy con vos? ¡Me haces tan feliz! Lamento que la distancia no re permita ver la cara de idiota que llevo, prueba inequívoca del bienestar que da enamorarse. Nos vemos en el aeropuerto de Galeáo, entonces. Me sofoca el dolor del amor. Te besen».

Aunque presentía algo así, lo inundan la indignación y la vergüenza. Ella escribe con más descaro que el editor colombiano, eso está a la vista: lo que para el editor es sólo un desgaire de la vida, el polvo de unas cuantas noches, para la mujer es un asunto de vida o muerte. ¿Soy otra desde que soy con vos? Qué frase tan impúdica. A él le ha bastado silbar, lanzar al aire el nombre de un hotel, para que ella se eche a correr en su busca como una perra hambrienta. Cuanto más lee los mensajes, más se indigna, no contra la mujer sino contra sí mismo. ¿Así le paga ella las noches que ha pasado en vela recorriendo su cuerpo a través de las lentes del telescopio Bushnell, custodiándola de lejos, acechando el menor trastorno de su respiración? Se lo veía venir: tarde o temprano iba a traicionarlo. Le parece intolerable. Si quisiera, podría impedir el viaje a Río. Tiene el poder, los medios. Pensándolo bien, va a dejar que las cosas sigan su curso. Va a permitir que se vaya. Pero no como ella quiere. No como el editor colombiano espera. La va a dejar marcada, malherida. La va a destruir y ya se le está ocurriendo cómo.

Ahora, tiene que completar lo que ha venido a hacer. Antes de cerrar la puerta del departamento, examina con esmero que todo siga tal como la mujer lo dejó. Ella es desordenada, pero cualquier objeto fuera de lugar podría ponerla sobre aviso. Llama el ascensor y observa de reojo si nadie anda por allí. Rara vez se ha cruzado con alguien. El edificio es nuevo y casi no tiene ocupantes. Cuando quiere trasponer la puerta de calle, tropieza con la pareja sin techo, que está desplegando sus posesiones: un almohadón destripado, ropa húmeda, frazadas, tiras de espuma de goma. Trata de esquivarlos, pero sus cuerpos le bloquean la salida y, sin prestarle la menor atención, siguen hablando en una lengua remota, de la que él no entiende una sola palabra. Dajte mi vino, cree que está diciendo la mujer, novae, vino, los sonidos se parecen a los de una película que no puede recordar.

El sin techo vuelve hacia él de pronto los ojos lagañosos, y emite laboriosamente un sonido desfigurado por la falta de dientes: ¿Cigarrilo, gospodine, tiene cigarilo? Desde las profundidades de su nido, la mujer parece reprenderlo. Habla con voz áspera y enferma, que parece nacer no en su garganta sino en el panal de los pulmones: Doditek meni. Quién sabe lo que está pidiendo.

Por un momento duda, siente el impulso de seguir de largo. Querría decir: «Lo siento. No fumo». Busca en cambio un billete de cinco pesos y se lo entrega al hombre: «Compre un paquete de cigarrillos con esto», le dice. Y cruza la vereda.

Después de haber leído la horrenda carta al editor colombiano, nada le gustaría tanto como ver a la mujer de la ventana de enfrente recostada en el nido de la enferma sin techo, emitiendo los mismos sonidos asmáticos, rascándose las mismas costras. Pero ahora debe esperar que ella vuelva del trabajo. Ya no puede tardar mucho. Sentado en la penumbra del cuarto que alquila en la calle Reconquista, ajustando las lentes del telescopio Bushnell, siente cómo lo va ahogando la cólera, la impotencia, qué se habrá creído esa imbécil, esa sombra de la nada, esa cagada de rata, cómo pudo hacerme eso a mí, no tiene idea de a quién está ofendiendo.

Ya no le queda el menor escrúpulo de conciencia por haberle llenado el jugo de fenobarbital. Si hubiera tenido en ese momento la cabeza despejada, le había puesto el gramo entero, dos gramos, que se durmiera para siempre. Pero ni siquiera tiene derecho a una muerte apacible la hija de puta, no se la voy a tolerar. Yo soy el que decide cómo tiene que morir, no va a pasar de un lado a otro de la vida sin que con claridad sienta mi castigo y se arrepienta de lo que me está haciendo. Ahora se ha encendido la luz del pasillo en el edificio de enfrente. ¿Será ella la que llega? Llevo la mira del telescopio, rápido, a la figura que se mueve ahí, pero es demasiado fugaz, se ha desviado a la derecha y no la alcanzo, dobla hacia donde están los ascensores. Tal vez llueva esta noche. Cuando llueve, el aire es más espeso, una niebla de azogue vela su ventana, no la veré como quisiera, no la querré como la veo. La mujer ha encendido, al fin, la luz del cuarto. Se ha quitado el abrigo: lo adivino. Está quitándose también las botas. ¿El suéter? No, espera llegar ante el espejo para sacárselo por la cabeza, mover la cabellera de un lado a otro, contonearse. Está feliz, la infeliz. ¿Y púdica? también eso? Es la primera vez que se ha puesto una bata sobre el corpiño y la bombacha. Se quita luego el maquillaje, extiende el brazo a ciegas hacia la heladera, toma el cartón de jugo de naranja y lo agita, ah, esto era lo que yo quería ver, abre los anaqueles en busca de un vaso pero de pronto, impaciente, bebe directamente del cartón. Ha hecho eso antes un par de veces. Cuando se siente a solas, se desmadra. ¿Eructa, siente el sabor pastoso del fenobarbital? Quién sabe. Aún no ha bebido todo. Echa hacia atrás la cabeza y empina otra vez el cartón. Ya está. Parece acalorada. Se abre la bata, se ventila moviéndola como un abanico, y salta en busca de un disco. Todas las noches es igual. Prefiere las llagas de la música a las llamas del televisor. Se mira al espejo. Se despereza con delicadeza. Y canta, ¿canta? Alza los brazos con un gesto de triunfo y algo flamea en su lengua, la melancolía del amor que la espera lejos, o sólo el vapor del sueño que está entrando en ella, lo estoy notando en sus ojos, ¿se te caen, no?, ¿es el amor o son los ojos lo que se te cae? Ya voy, ya voy, espérame, déjate ir y espérame.

Ahora que ella es de nuevo presa de su mirada, que está indefensa al otro extremo del telescopio, quiere sentir su olor. No necesita sino la llamada de su olor salvaje antes de cruzar la calle, antes de saltar una vez más sobre la pareja sin techo y entrar por segunda vez en el cuarto, ahora para desnudarla y filmarla y descomponer las líneas de su cuerpo en infinitos fragmentos que luego rehará a voluntad en su televisor. La desvestirá y volverá a vestirla, lavará el cartón de jugo y lo tirará en la basura antes de marcharse. Ala tarde siguiente llevará las imágenes a la sala de videos de la casa de San Isidro, junto a la galería de geranios, y se quedará oyendo durante horas el vaivén de sus entrañas, el temblor eléctrico de esa respiración que odia y ama.

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