Último

Sabe, ya desde el sábado, que la mujer irá a cabalgar. La ha visto lustrar las botas y dejar colgados en una percha los breeches, la blusa blanca y el saco de cuello alto con botones dorados que usó la semana anterior. No ha dormido en toda la noche. El amanecer es diáfano, no hay una sola nube en el cielo y, para su extrañeza, oye un inusitado canto de zorzales cuando camina hacia el automóvil. Zorzales en ese extremo desierto y sin árboles de Buenos Aires: ¿quién puede predecir el humor de los pájaros? El taxi ha llegado a buscarla otra vez a las siete, y él lo ha seguido durante más de una hora por la avenida larga que atraviesa las ciudades del sur, desatendiendo todos los semáforos en rojo y sin apartar la mirada de la nuca de la mujer, como si la encuadrara otra vez en el lente del telescopio.

Sólo quiere pedirle explicaciones, entender por qué ella lo rechaza sin considerar quién es Camargo. No cree, por supuesto, que siga atraída por el editor colombiano, porque lo ha despedido tan implacablemente como a él. Y no puede concebir que una insignificante llamada suya a los medios de Buenos Aires, insinuándoles que la proscriban, la haya ofendido como si fuera un insulto. Una vez más, la mujer olvida que el único interés de Camargo es protegerla: ¿acaso alguna vez fue tan plena y tan feliz como en El Diario? Le ha ofrecido casarse con él: ¿eso le parece poco? Si lo aceptara, sería más importante de lo que era antes de esos malditos viajes a Temuco y a Caracas. Ni siquiera necesitaría escribir una Inca más en la vida. En vez de la señorita Remis sería la señora de Camargo: ¿cómo no puede darse cuenta de la diferencia? El se lo explicará. Para eso se está tomando el trabajo de viajar más de cuarenta kilómetros hacia un haras remoto del sur. ¿Cómo puede permitir que la persona destinada a casarse con él se entretenga en oficios ruines? El viernes, sin ir más lejos, Sicardi le ha contado que la mujer va a trabajar en una agencia de resúmenes informativos. El dato lo ha llenado de indignación. La sola idea de que ella recorte y pegue lo que otros escriben en una oficina estrecha y sucia, junto a tres o cuatro aprendices babosos, le parece un ultraje a todo lo que él, Camargo, le ha inculcado: orgullo, confianza en sí misma, capacidad de asombro; sí, orgullo más que nada. De inmediato ha llamado al dueño de la agencia y le ha dicho que, si contrata a Reina Remis, hará lo que esté en sus manos para que no le quede un solo cliente. Ni siquiera ha necesitado dar explicaciones. Debió ser aún más violento con una revista electrónica que se disponía a publicar parte del ensayo sobre los mesías gemelos. El editor era un joven testarudo que ya había montado la página y estaba a punto de distribuirla. No sabe cómo, Sicardi consiguió que unas pocas decenas de suscriptores se retiraran del servicio: ése fue el fin de la aventura.

Quiere a Reina para s1 y no va a compartirla con nadie. Ahora que ha detenido el auto en un bosque de talas y coronillos, desde el que puede contemplarla sin sobresaltos con unos prismáticos, los movimientos voluptuosos de la mujer al bajarse del taxi, avanzar hacia la casa del guardián del haras y tomar una montura inglesa, le confirman que debe retenerla sea corno fuere. Es la compañía que le conviene, y ya no encontrará otra igual. Tiene menos refinamiento que Brenda: el encanto aparente de su ex esposa desaparecía apenas se intentaba conversar seriamente con ella. A Brenda no le interesan las ideas ni el mundo real. Toda su pasión está en la música, o en mucho menos que eso: en los seis o siete tríos que solfa practicar para sus conciertos en las provincias. Reina, en cambio, tiene un talento genuino: algo salvaje, mal cultivado y a veces grosero, pero él sabe que limar esas asperezas es sólo cuestión de tiempo y de roce. Durante todos los meses en que la educó, la mantuvo apartada de sus propias reuniones de negocios: ha llegado el momento de que la exhiba y la arriesgue.

El haras está unas veinte cuadras al oeste de la estación ferroviaria de Longchamps y es mucho más modesto de lo que Camargo ha supuesto. Un vasto patio de tierra se abre frente a los boxes de los caballos, seis en total, y más allá hay un alfalfar, con dos o tres vallas que tal vez se usen para los saltos. No se ve un alma. Casi con certeza, el guardián está todavía durmiendo, y tal vez el padre de Reina llegue de un momento a otro, junto con los demás jinetes. Ve a la mujer colocar la montura con increíble destreza sobre un alazán tostado, ajustar la cincha y acariciarle la cabeza. Pone el pie en el estribo y algo la detiene. Por el gesto

que Camargo ve en su cara, es el rayo de un dolor inesperado, tal vez en el abdomen. La mujer lleva una de sus manas hacia ahí, sin soltar las riendas. Ahora es preciso que él vaya en su ayuda. Baja del automóvil y, dejando atrás el reparo de los coronillos, avanza hacia el patio de tierra donde Reina trata de mitigar el dolor con ejercicios respiratorios. Ese extremo de indefensión lo conmueve. El lugar es solitario y está sólo a un par de kilómetros de un basural donde acampan rateros de paso y reducidores de la peor calaña: Sicardi le ha explicado que los asaltos son comunes en esas desolaciones del sur. También él le recomendó que no se detenga ante ningún semáforo, porque es preferible pagar la multa -si se da el caso- a perderlo todo: el taxista de Reina lo sabía, sin duda, puesto que hizo lo mismo. Por prudencia, Camargo lleva consigo el revólver Taurus calibre.38, con la carga de seis balas en el tambor giratorio. Si ve a cualquier merodeador sospechoso, está seguro de que bastará mostrar el arma para ahuyentarlo.

La mujer se repone más rápido de lo que él ha previsto e insiste en montar el alazán. Cuando la ve recoger la fusta que había dejado caer y alzar la cabeza, airosa, trata de volver a su escondite, en el bosque. Demasiado tarde: ella lo ha descubierto, y quizá sea mejor así. En cualquier momento podría aparecer el padre aunque, pensándolo bien, ¿por qué Reina va a cabalgar tan temprano? Un revuelo de suposiciones le atormenta la imaginación. ¿No estará esperando ella a otro amante, alguien con quien sólo se comunica por teléfono? De lo contrario, ¿qué hace en ese lugar hasta la noche? Pensá, Camargo, pensá. Al mediodía, la mujer deja sin duda el caballo y va a la casa familiar, donde almuerza. De allí regresa con el padre, monta otro animal hasta las seis, y luego de una segunda parada en Adrogué, acaso para jugar con los sobrinos -tiene dos-, vuelve a Buenos Aires. Antes lo hacía en uno de los autos del diario. Ahora le pide al padre que la lleve en la vieja camioneta. Quedan, entonces, cinco horas en blanco: desde las ocho de la mañana hasta la una. ¿Qué otros indicios necesitás, Camargo? Estás seguro de que va a revolcarse con el otro amante en la casa del guardián, si por azar el amante no es el guardián mismo. Ah, cuánta fuerza te da esa revelación para enfrentar el gesto airado y desafiante con el que ella te observa ahora.

– Vos otra vez? ¿Nunca vas a dejarme tranquila?

Es imperioso que no te arrastre su cólera. No, Camargo. Debes respirar muy hondo, no para acallar dolor alguno sino para que el aliento, cuando te llegue a la profundidad de las entrañas, reconozca la justicia de todo lo que has hecho e impregne tu voz de la serenidad que necesitás para decir:

– Sólo quiero entender lo que te pasa, Reina. ¿Tanto te cuesta explicarlo? No podes rechazarme así, como si yo fuera nadie.

– Para mí sos nadie -te interrumpe. Y hace el ademán de volver al caballo. La muy puta.

– Quiero ayudarte. Sé la barbaridad que te ha pasado…

– Sabés, qué? ¿También metes la nariz en mis calzones, pordiosero? Has destrozado mi nombre por todas partes y ahora querés destrozar mi intimidad. ¿Quién te crees que sos?

No: ésta no es la mujer que te pertenecía, Camargo. Te la han cambiado: le han alterado los meridianos de la inteligencia, la belleza, le han podrido el ser. La lengua de letrina que te está azotando ahora no es la de ella. ¿Cómo pudiste no ver su muda después de haberla observado sin tregua por el telescopio? Era una abeja de luz y ahora es una larva maloliente. Vos seguís siendo vos, de todas modos, y no vas a dejarte llevar por su corriente de cizañas.

– Imaginó por un momento que soy nadie -le decís-. Este nadie fue la única persona que te ha llamado por teléfono en tu semana de desgracia. Soy el único que ha ido hasta tu puerta para ofrecerte amor o lo que quieras. A otro nadie le darías una explicación. ¿Por qué me la negás a mí?

La mujer alza la fusta y tiembla. La comisura del labio vuelve a contraérsele.

– Acabemos de una vez -dice-. ¿Qué más querés saber, si va sabes todo?

– Ese hombre, el colombiano, ya no me importa.

– Basta, entonces. Mi vida es mi vida. Se trata de lo que ha pasado entre vos y yo, ¿no es cierto? Supongo que es eso lo que te interesa. Fue una equivocación, Camargo. Un espejismo. Una mañana me desperté, te vi el par de venas que te cruzan la frente, el pelo encanecido, la barbilla de pavo, y me dije: ¿qué estoy haciendo al lado de este hombre? ¿Qué he hecho de mi vida? No tenía intenciones de dejarte, sin embargo. Se me cruzó el amor, el verdadero, y te hice a un lado. Ahora andate. Quiero montar este alazán.

Ah, Reina, ya no sé cuál de tus gemelas sos. ¿Vas a montar el alazán con tu delantal tableado y tus guantes de goma? ¿Vas a acariciar las crines del caballo con tus no manos? Camargo ha esperado años que llegue este momento, años, y no va a permitir que se le escape otra vez.

Tengo un coche allá, entre los árboles -le decís-. Vas a subir ahora conmigo, mansa, sin hablar, y vas a quedarte a mi lado para siempre. Sabés de sobra que a mí no se me abandona.

– Vos estás loco -responde.

Intenta montar el caballo de un salto pero sos más ágil. La tomás de un brazo y la atraés hacia vos con tanta fuerza que, en el envión, suelta las riendas y cae sobre el patio de tierra. El alazán corcovea, desconcertado, y se aleja.

– Yo soy vos. No te podés separar de mí.

La mujer duda entre correr a la casa del guardián o hacerle frente. Tiene la desgracia de que la fusta haya caído cerca de su mano. No puede ser tan osada para golpearte y, sin embargo, lo hace. Parece una mujer mucho más grande de lo que es cuando descarga el latigazo sobre tu cabeza. Parece dos mujeres: tu madre y ella misma, amancebadas en un solo cuerpo.

– ¡Hijo de puta! -grita-. ¡Hijo de puta! Te lanza una mirada de desprecio y corre en busca del alazán.

– Reina -decís. La voz te fluye clara, como recién lavada.

Luego dirás que no te acuerdas de lo que ha sucedido, y tal vez no te acuerdas, porque ¿a qué orden de la memoria pertenece la ráfaga de pasado que se repite en el presente? ¿Cómo explicar que antes hiciste muchas veces, infinitas veces, lo que vas a hacer ahora? Sacás con naturalidad el revólver de la funda que has colgado al cinturón, apuntás a la espalda de la mujer y apretás el gatillo. El tambor del Taurus gira, apenas, y otra bala se coloca en línea con el caño. La ves tropezar y caer, volver la cabeza hacia vos con incredulidad y aferrarse a la fusta, quizá para golpearte de nuevo.

– ¿Cómo, Camargo? -dice.

El pelo se le ha caído hacia uno de los lados de la cara. Los labios se abren y dejan ver, pálidas, las encías. La nuca queda al descubierto y distinguís el lunar que has besado tantas veces, latiendo suavemente. Pero ella ya no es ella: es un error que se ha desprendido de tu cuerpo.

– Reina -repetís.

Y descargás la segunda bala, ahora de cerca, sobre el lunar.

Ves al guardián y a una mujer salir de la casa, aferrándose las ropas y chillando como cerdos. Ves el disco blanco del sol en el cielo liquido y sentís que todo está bien, Camargo. Volvés a sentirte limpio como en el día que naciste, cuando todavía nadie te había abandonado.

Durante horas, vas a dar vueltas y vueltas en el coche por caminos yermos, en los que pacen algunas vacas. Quisieras llamar a Maestro para contarle lo que ha pasado y pedirle que ponga la noticia en la primera página de la edición de mañana. Será un escándalo y El Diario debe esmerarse en contar la historia mejor que nadie. Lo harás más tarde. Ahora te dejás caer en el silencio corno en las sábanas de tu infancia, vas por la corriente de la ternura que no tuviste, perdés el aliento entre las manos de nada que re acarician. El aire no se mueve. El calor del mediodía es tan cruel que ni siquiera zumban los insectos. Sin embargo, alguien canta, ¿m madre canta?: oís a tus espaldas una canción lejana, que llega quién sabe cómo, de dónde, y arde no en tus oídos sino en lo más hondo y perdido de vos, Camargo, en un lugar al que quisieras regresar y no puedes.

Brenda jamás deja nada librado al azar. La casa de San Isidro estará llena de invitados esa noche y lo mejor, ha dicho, es servir platos fríos. El verano ha vuelto a ser atroz en Buenos Aires, y quizá deba poner la mesa fuera, en la galería, pero sería imprudente exponer a Camargo, que no puede moverse de la silla y se niega a que la gente advierta su invalidez.

Ya durante las incomodidades del proceso por un homicidio del que no es culpable, como ahora todos lo admiten, se le presentaron los síntomas de una enfermedad rarísima, que los médicos diagnosticaron con nombres impronunciables: polineuritis idiopática aguda o polirradículoneuritis, a la que también se conoce como síndrome de Guillain Barré.

Camargo cree que tuvo un aviso de la infección durante el entierro del senador Valenti, cuando se le aflojaron de improviso los músculos de las piernas y Enzo Maestro debió sostenerlo para que no cayera, pero eso es imposible. El síndrome empezó como un catarro vulgar y, en medio de la noche, sin que nada lo hiciera presentir, Camargo quedó sin respiración y se le inmovilizó el lado izquierdo de la cara. Fue una suerte que Brenda hubiera regresado a Buenos Aires durante el proceso, convencida de su inocencia, y aceptara reanudar la vida matrimonial. Con su eficacia de siempre, llamó a la ambulancia y exigió que lo atendieran en la sala de terapia intensiva. De lo contrario, Camargo podría haber muerto de asfixia en el caserón vacío.

La enfermedad es imprevisible y algún día se retirará, silenciosa como vino. Cada vez que ataca, lo hace de manera aviesa, avanzando desde arriba hacia abajo del cuerpo, o a la inversa, y a veces quedándose por semanas o meses en algunas de las extremidades. Camargo, que al principio sentía una completa falta de tono muscular en los brazos, un día no pudo incorporarse, porque la debilidad había descendido a las piernas y al área abdominal. Simultáneamente perdió el control de los esfínteres, pero eso no lo inquieta tanto como la desaparición de su potencia sexual. La libido se le ha evaporado y, desde que el mal se le alojó en las piernas, tampoco tiene el menor asomo de una erección. Lo desespera la idea de que la gente se dé cuenta de su parálisis y haga conjeturas ominosas. Con el pretexto de que debe mantener activa la inteligencia, Brenda organiza reuniones frecuentes en la casa. Antes de que lleguen los invitados, lo sienta a la cabecera de la mesa y allí lo deja hasta que todos se retiran, atribuyendo la inmovilidad a un lumbago o a la fractura de un hueso. Sabe que, a espaldas de Camargo, la gente murmura sobre su disfunción sexual, pero a él lo tranquiliza recordándole que el síndrome puede ser pasajero y que un día todo volverá a la normalidad. En el fondo, sin embargo, disfruta llevándolo de un lado a otro y sintiendo su creciente dependencia. Cuando lo ve decaído, va al piano y toca piezas de Alkan y Gabriel Pauré.

Esa noche, Brenda se ha esmerado en la elección de los platos. Uno de los invitados es Enzo Maestro, que siempre la trató con delicadeza, sobre todo en vísperas del juicio por homicidio, cuando Camargo se negaba a recibirla. Ella le ha devuelto la cortesía convenciendo al marido que ceda la dirección de El Diario a su amigo leal. La decisión no podría haber sido más acertada: cuando se le dala gana, Camargo llama por teléfono y da órdenes sobre algún título de tapa, pero no quiere que lo consulten ni aun cuando las noticias son graves. Prefiere mantenerse a distancia del ajetreo cotidiano. Poco después del crimen, llamó a Maestro desde el hospital donde lo habían internado para protestar porque El Heraldo estaba informando sobre el caso con más rigor y más detalles que El Diario. «¿Tengo que estar yo ahí para que sepan lo que deben hacer?», le dijo. «¿Ya no tenés a nadie que cuente bien una historia de amor y de traición?» El incidente parece inverosímil, pero cualquiera que consulte los semanarios de aquella época verificará que es cierto.

Su inteligencia no ha perdido los reflejos geniales del pasado, pero la realidad ya no le interesa: sabe que las noticias de un día serán barridas por las noticias del siguiente, y que casi ninguna se detendrá en la memoria, porque también las tragedias del mundo están condenadas a morir tarde o temprano, como los seres vivos. Ahora prefiere pasar el tiempo en la sala de videos, junto a la galería de geranios, repasando en DVD las películas de Hitchcock, Fellini, Visconti y Buñuel que nunca había podido volver a ver. Una tarde juntó fuerzas y puso en el aparato La noche del cazador, de Charles Laughton, pero aunque desde el comienzo le siguió pareciendo una obra maestra, detuvo la proyección en la escena del sermón de Robert Mitchum sobre el Amor y el Odio, y arrojó el pequeño disco a la basura. A veces prefiere leer: no pasa por alto una sola novela de la joven literatura inglesa, en especial las de Ishiguro y McEwan, y se ha aficionado a los ensayos de un filósofo francés, Gilles Deleuze, suicida y desdichado como Louis Althusser, por cuya historia criminal siente tanta fascinación. A ratos perdidos, corrige las crónicas que piensa agregar a su libro ya clásico, El abandono.

Esa noche, Brenda ha decidido servir vichyssoise, la sopa helada de papas y puerros; un pavo asado con salsa de frambuesas, ensaladas, y la torta de hojaldre con jalea real que venden unos apicultores de San Isidro. Cuando la repostera lleva la torta, a mediodía, entrega también, de regalo, unos fragmentos de panal impregnados de miel espesa y

algo menos transparente que la común. Según ella, es la sustancia de la que se alimentan las reinas de la colmena: rebosa de proteínas, grasas, y unas hormonas imprecisas. «Por qué no prueba la miel con la cera, doctor Camargo?», lo incita la repostera. «Si las reinas toman de allí toda la fuerza que necesitan para volar muy alto, imagínese el efecto que podrían tener en usted, que es un príncipe.» Camargo no responde. Aunque siente repugnancia por esas misteriosas secreciones del abdomen de las abejas obreras, pide por la tarde que le lleven un trozo cualquiera de panal. Con una lupa, observa una por una las prodigiosas celdillas hexagonales, de paredes fragilísimas y sin embargo elásticas. Le gustaría descubrir, por azar, la larva de alguna reina en ciernes, para clavarle de inmediato un alfiler.

Esa noche no será feliz ni infeliz. La vida se le ha convertido ahora en una sucesión de indiferencias. Quizás algún día, si vuelve a caminar, pase un mes o dos junto al mar y empiece a escribir la novela que desde hace tiempo lleva en la cabeza. Quiere contar la historia de un cantante de voz absoluta, capaz de alcanzar todos los registros, al que una madre satánica, asistida por una tribu de gatos callejeros, le cierra todos los caminos para que sea quien es. Ha pensado que el cantante deberla llamarse casi como él, Carmona, y que el título de la novela podría ser La mano del amo, aunque esa idea, que le recuerda una etiqueta de discos para gramófonos, «La voz de su amo», tal vez se le haya ocurrido antes a otro escritor.

Una reflexión de Gilles Deleuze que ha leído en Diálogos lo estimula a tomar apuntes para su proyecto. Deleuze dice allí que la sustancia de toda novela, desde Chrétien de Troyes a Samuel Beckett, es un antihéroe: un ser absurdo, entraño y desorientado, que no cesa de errar de acá para allá, sordo y ciego. La definición le parece demasiado simple, tal vez porque es demasiado horizontal. Para él, una novela es una abeja reina que vuela hacia las alturas, a ciegas, apoderándose de todo lo que encuentra en su ascenso, sin piedad ni remordimiento, porque ha venido a este mundo sólo para ese vuelo. Volar hacia el vacío es su único orgullo, y también es su condena.

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