Al salir íbamos los dos bastante cargados, y me puse al volante, a pesar de las protestas de Dexter.
– No tengo ningún interés en que me estropees la facha antes del sábado. Cuando conduces siempre miras a otra parte, y todas las veces que he ido contigo me he sentido a las puertas de la muerte.
– Pero si no sabes por dónde se va, Lee…
– ¡Qué más da! -repliqué-. Me lo vas indicando.
– Está en un barrio al que no vas nunca, y es complicado.
– Dexter, me aburres. ¿Qué calle es?
– Está bien, vamos al número 300 de Stephen's Street.
– ¿Es hacia allí? -pregunté, señalando vagamente en dirección al sector oeste.
– Si. ¿Lo conoces?
– Conozco toda la ciudad -le aseguré-. Atención al despegue.
El Packard se conducía suave como el terciopelo. A Dex no le gustaba, prefería el Cadillac de sus padres; pero comparado con el Nash era una verdadera joya.
– ¿Vamos al mismo Stephen's Street?
– Al lado -dijo Dex.
A pesar de la cantidad de alcohol que llevaba en la tripa, se aguantaba como un roble. Como si no hubiera bebido nada.
Estábamos llegando al barrio pobre de la ciudad. Stephen's Street empezaba bien, pero a partir del número 200 ya todo eran pisos baratos, que más adelante se transformaban en chabolas de un solo piso, cada vez más ruinosas. Por el 300 la cosa aún se aguantaba un poco. Había algunos coches frente a las casas, casi todos de la época del Ford-T. Aparqué el coche de Dex frente al número que él me había indicado.
– Por aquí, Lee. Tenemos que caminar un poco.
Cerró las puertas y nos pusimos en marcha. Tomamos una calle transversal y anduvimos unos cien metros. Había árboles, y los cercados de los jardines estaban en ruinas. Dex se detuvo frente a un caserón de dos pisos con techo de tablas. Por un milagro, la reja que rodeaba el montón de desperdicios que constituía el jardín estaba más o menos en buen estado. Entró sin llamar. Era casi de noche, y en los rincones se agitaban sombras inquietantes.
– Pasa, Lee -dijo Dex-. Es aquí.
– Te sigo.
Había un rosal frente a la casa, uno solo, pero su olor era más que suficiente para cubrir el tufo desprendido por las basuras que se acumulaban en todas partes. Dex subió los dos escalones de la entrada, situada a un lado de la casa. Tocó el timbre, y vino a abrir una negra gorda. Sin decir palabra, nos volvió la espalda, y Dex la siguió. Yo cerré la puerta detrás de mí.
Al llegar al primer piso, la negra se hizo a un lado para dejarnos pasar. En una habitación de pequeñas dimensiones había un sofá, una botella y dos vasos, y dos chiquillas de once a doce años, una pelirroja gordita y cubierta de pecas y una negra que parecía ser la mayor de las dos. Estaban sentadas, muy modositas, en el sofá, vestidas ambas con una camiseta y una falda demasiado corta.
– Estos señores os traen dólares -dijo la negra-. Portaos bien con ellos.
Se marchó y cerró la puerta. Miré a Dexter.
– Desnúdate, Lee -me dijo-. Hace mucho calor aquí.
Se volvió hacia la pelirroja.
– Ven a ayudarme, Jo.
– Me llamo Polly -dijo la niña-. ¿Me dará usted dólares?
– Claro que sí -repuso Dex.
Se sacó del bolsillo un arrugado billete de diez dólares y se lo dio a la niña.
– Ayúdame a desabrocharme el pantalón.
Yo no me había movido aún. Miraba a la pelirroja, que se levantó. Debía de tener poco más de doce años. Tenía unas nalgas bien redonditas bajo su falda demasiado corta. Sabía que Dex me miraba.
– Me quedo con la pelirroja -dijo.
– Ya sabes que nos pueden meter en chirona por el jueguecito este.
– ¿Es el color de la piel lo que te molesta? -me lanzó de repente.
Así que eso era lo que me tenía reservado. Me seguía mirando, con el mechón tapándole los ojos. Estaba esperando. Creo que no mudé el semblante. Las niñas ya no se movían, un poco asustadas…
– Ven, Polly… -dijo Dex-. ¿Quieres un traguito?
– Prefiero no beber nada -contestó la niña-. Puedo ayudarle sin beber.
En menos de un minuto, Dex se desnudó y sentó a la niña sobre sus rodillas, levantándole la falda. Se le ensombreció la cara y se puso a resoplar.
– No me irá usted a hacer daño,¿verdad?
– Estáte quieta -replicó Dexter-. Si no, no hay dólares.
Le metió la mano entre las piernas y la niña se echó a llorar.
– ¡Cállate! O le digo a Anna que te dé una buena paliza…
Se volvió hacia mí. Yo seguía sin moverme.
– ¿Te molesta el color de la piel? -repitió-. ¿Quieres la mía?
– Está bien así -afirmé.
Miré a la otra chiquilla. Se rascaba la cabeza, absolutamente indiferente a todo lo que ocurría. Estaba ya formada.
– Ven -le dije.
– Puedes emplearte a fondo, Lee -dijo Dex-, están limpias. ¿Vas a callarte de una vez?
Polly dejó de llorar y se sorbió los mocos.
– La tiene muy gorda… -se lamento-. ¡Me hace daño!
– ¡Cállate! -rió Dex-. Te daré cinco dólares más.
Jadeaba como un perro. La cogió por los muslos y empezó a agitarse sobre la silla.
Las lágrimas de Polly se deslizaban ahora sin sollozos. La negrita me miraba.
– Desnúdate -le dije- y échate en el sofá.
Me quité la chaqueta y me desabroché el cinturón. Gritó un poco cuando entré en ella. Y estaba ardiente como el mismísimo infierno.