Volví a mi habitación a las cinco de la madrugada. Jean no se movió cuando la dejé, estaba realmente agotada. A mí me temblaban un poco las rodillas, pero logré saltar de la cama a las diez. Creo que el ron de Dex me ayudó considerablemente. Me metí debajo de la ducha fría y le pedí a Dex que viniera a boxear un poco. Golpeaba a diestro y siniestro y eso me devolvió el aplomo. Me imaginaba el estado en que debía encontrarse Jean. Dex, por su parte, le había pegado demasiado al ron, y el aliento le olía a mil demonios a sólo dos metros. Le aconsejé que se tomara tres litros de leche y que se fuera a dar una vuelta por el golf. Tenía que encontrarse con Jean en el tenis, pero Jean no se había levantado aún. Bajé a desayunar. Lou, sola, estaba sentada a la mesa; llevaba una pequeña falda plisada y una blusa de seda clara debajo de una chaqueta de ante. La deseaba de verdad, a esa chica. Pero aquella mañana me sentía más bien calmado. Le di los buenos días.
– Buenos días.
Su tono era frío. No, más bien triste.
– ¿Estás enfadada conmigo? Te pido disculpas por lo de anoche.
– Supongo que no puedes evitarlo -me dijo-. Naciste así.
– No. Me he vuelto así.
– No me interesan tus cuentos…
– Aún no tienes edad, para que te interesen mis cuentos…
– Haré que lamentes lo que acabas de decir, Lee.
– Me gustaría ver cómo.
– Basta de eso. ¿Quieres jugar un set conmigo?
– Con mucho gusto -le dije-. Necesito relajarme.
No pudo evitar que se le escapara una sonrisa, y, cuando terminamos de desayunar, la seguí hacia las pistas. A aquella chica le duraban poco los enfados.
Jugamos a tenis hasta cerca de las doce. Yo ya no sabía dónde tenía las piernas y empezaba a verlo todo de color gris, y entonces llegaron Jean por un lado y Dex por el otro. Tenían un aspecto tan lamentable como el mío.
– Hola -le dije a Jean-. Estás en plena forma, ¿eh?
– No te has mirado en el espejo -mc contestó.
– Lou tiene la culpa -afirmé.
– ¿Y también tengo yo la culpa de que el pobre Dex esté como para recogerlo con pala? -protestó Lou-. Lo que os pasa es que anoche tomasteis demasiado ron, y nada más. ¡Dex, por Dios, apestas a ron a cinco metros!
– Lee me ha dicho que a dos metros -protestó enérgicamente Dexter.
– ¿Eso he dicho?
– Vamos a jugar un poco, Lou -dijo Dex.
– No estoy de acuerdo -repuso Lou-. Tenías que jugar con Jean.
– ¡Imposible! -afirmó Jean-. Lee, llévame a dar una vuelta antes del almuerzo.
– ¿Pero a qué hora se come, en esta casa? -protestó Dex.
– No hay hora fija -replicó Jean.
Me cogió del brazo y me llevó hacia el garaje.
– Cojamos cl coche de Dex -propuse-. Es el que está primero, será más cómodo.
No contestó. Me apretaba con fuerza el brazo y se acercaba a mí tanto como podía. Yo procuraba hablar de cosas intrascendentes, pero ella seguía sin responder. Me soltó el brazo para subir al coche, pero tan pronto estuve instalado se me echó encima y se pegó a mí lo más que podía sin impedirme conducir. Salí marcha atrás y bajé la rampa a toda velocidad. La verja estaba abierta y giré a la derecha. No sabía adónde iba.
– ¿Cómo se sale de esta ciudad? -le pregunté a Jean.
– Qué más da… -murmuró.
La miré por cl retrovisor. Tenía los ojos cerrados.
– Oye -insistí-, ya has dormido bastante, te estás quedando atontada.
Se incorporó de golpe y me agarró la cabeza con las dos manos para besarme. Yo, prudente, frené, porque la visibilidad se había reducido considerablemente.
– Bésame, Lee…
– Espera por lo menos a que hayamos salido de la ciudad.
– Qué me importa a mí la gente. Me da igual que se entere todo el mundo.
– ¿Y tu reputación?
– No siempre te preocupas por ella. Bésame.
Besar está bien durante cinco minutos, pero no podía estar haciéndolo toda la vida. Acostarme con ella y hacerle dar vueltas a mi antojo, bueno. Pero besarla no. Me solté.
– Pórtate bien.
– Bésame, Lee. Por favor.
Aceleré otra vez, y giré por la primera calle a mi derecha, y luego a la izquierda; intentaba sacudirla lo bastante como para que se soltara y se agarrara a cualquier otra cosa, pero con el Packard no había manera. No se movía. Circunstancia que aprovechó ella para echarme otra vez los brazos al cuello.
– Te aseguro que van a decir maravillas de ti en esta ciudad.
– Ojalá me criticaran aún más. Se sentirán tan avergonzados, después…
– ¿Cuándo? ¿Después de qué?
– Cuando sepan que vamos a casarnos.
¡Vaya con la niña, le habla pegado fuerte! Las hay a las que les produce el mismo efecto que la valeriana a los gatos o un sapo muerto a un foxterrier. No quisieran dedicarse a otra cosa en toda su vida.
– ¿Nos vamos a casar?- pregunté.
Inclinó la cabeza y me besó la mano derecha.
– Claro.
– ¿Cuándo?
– Ahora.
– En domingo no.
– ¿Por qué?
– Porque no. Es una estupidez. Tus padres no querrán.
– Y a mí qué me importa.
– No tengo dinero.
– El suficiente para dos.
– Pero si ni a mí solo me alcanza…
– Mis padres me darán.
– No lo creo. Tus padres no me conocen. Y tú tampoco me conoces, además.
Se sonrojó y escondió la cara en mi hombro.
– Sí que te conozco -murmuró-. Puedo describirte de memoria de pies a cabeza.
Quise ver hasta dónde podía llegar la cosa y le dije:
– Hay muchas mujeres que podrían describirme así.
No reaccionó.
– Me da igual. Ya no podrán hacerlo, a partir de ahora.
– Pero si no sabes nada de mí…
– No sabía nada de ti.
Se puso a tararear la canción de Duke que lleva este titulo.
– Y no es que ahora sepas más -le aseguré.
– Entonces, cuéntame cómo eres -replicó, dejando de cantar.
– Después de todo -le dije-, no veo cómo podría evitar que te casaras conmigo. Si no es yéndome. Y no tengo ganas de irme.
No añadí "sin haber conseguido a Lou", pero eso era lo que quise decir. Jean lo tomó por un cumplido. A esa chica la tenía en el puño. Había que acelerar la maniobra con Lou. Jean apoyó la cabeza en mis rodillas y acomodó el cuerpo por lo que quedaba de asiento.
– Cuéntame cosas de ti, Lee, por favor.
– Está bien -le dije.
La informé de que habla nacido en algún lugar de California, de que mi padre era de origen sueco y de que por eso era yo rubio. Mi infancia había sido difícil, porque mi padre era muy pobre, y cuando tenía nueve años, en plena Depresión, yo tocaba la guitarra por la calle para ganarme la vida, y entonces había tenido la suerte de encontrar a un tipo que se interesó por mí, cuando tenía catorce años, y me llevó a Europa con él, a Inglaterra y a Irlanda, donde estuve unos diez años.
Era todo mentira. Había estado en Europa, pero no en esas condiciones, y todo lo que sabía lo debía únicamente a mí mismo y a la biblioteca del tipo a cuyo servicio estaba. Tampoco le hablé de cómo me trataba ese tipo, que sabía que yo era negro, ni de lo que me hacía cuando no tenía a ninguno de sus amiguitos, ni del modo cómo lo dejé, después de haberle hecho firmar un cheque para pagarme el viaje de regreso, gracias a unas cuantas atenciones especiales.
Inventé un montón de embustes sobre mi hermano Tom, y sobre el chico, y le dije que éste había muerto en un accidente, se creía que habían sido los negros, gente asquerosa, una raza de criados, y la mera idea de acercarse a un negro la ponía enferma. Así que al volver me había encontrado con que mi hermano Tom habla vendido la casa de mis padres y se había largado a Nueva York, y el chico a seis pies bajo tierra, y entonces me puse a buscar trabajo, y había encontrado éste de librero gracias a un amigo de Tom. Esto último era verdad.
Me escuchaba como si yo fuera un predicador, y yo exageraba la nota; le dije que pensaba que sus padres no aceptarían que nos casáramos, porque ella no había cumplido aún los veinte. Acababa de cumplirlos, y podía hacer lo que le viniera en gana. Pero yo ganaba poco dinero. Sin duda ella prefería que yo me ganara honradamente la vida por mí mismo, y seguramente entonces les gustaría a sus padres y me encontrarían un trabajo más interesante en Haití o en alguna de sus plantaciones. Durante todo ese tiempo intentaba orientarme, hasta que por fin salí a la carretera por la que habíamos venido Dex y yo. De momento iba a volver a mi trabajo, y ella podía venir a verme a media semana; nos las arreglaríamos para huir al Sur, a algún lugar donde pudiéramos estar tranquilos unos días, y volveríamos casados, y la cosa ya no tendría remedio.
Le pregunté si se lo diría a Lou; me dijo que sí, pero que no le hablaría de lo que hablamos hecho juntos, y hablando de esto se volvió a excitar. Menos mal que habíamos llegado.