Prefacio

Hacia julio de 1946, Jean d'Halluin conoció a Sullivan, en una especie de reunión franco-americana. Dos días más tarde, Sullivan le entregaba su manuscrito.

En el entretanto, le contó que se consideraba más negro que blanco, pese a haber cruzado la frontera; como se sabe, varios millares de «negros» (considerados como tales por la ley) desaparecen todos los años de las listas de empadronamiento y se pasan al otro bando; su preferencia por los negros le inspiraba a Sullivan una especie de desprecio por los «buenos negros», por aquellos a los que los blancos, en las novelas, daban palmaditas cariñosas en la espalda. Opinaba que era posible imaginar, e incluso encontrar en la vida real, a negros tan «duros» como los blancos. Es lo que, por su parte, había intentado demostrar en la breve novela cuyos derechos exclusivos de publicación adquirió Jean d'Halluin tan pronto como se enteró, por su amigo, de su existencia. Sullivan no tenía el menor inconveniente en dejar su manuscrito en Francia, ya que los contactos que había establecido con diversos editores americanos le acababan de demostrar la futilidad de cualquier intento de publicar en su país.

Aquí, nuestros moralistas de siempre reprocharán a algunas de las páginas de esta obra su… realismo un poco subido de tono. A este respecto, nos parece interesante señalar las diferencias de fondo existentes entre tales páginas y las narraciones de Miller: mientras éste no vacila nunca en echar mano al vocabulario más crudo, la intención de Sullivan parece ser más bien la de sugerir por medio de giros y construcciones que la de recurrir a un lenguaje descarnado; visto así, se acerca a una tradición erótica más latina.

Por otra parte, es fácil advertir en las páginas siguientes la influencia extremadamente clara de Cain (aunque el autor no intente justificar, mediante artificio alguno, manuscrito o de otro tipo, el empleo de la primera persona, cuya necesidad proclama el citado escritor en el curioso prólogo a Three of a kind, colección de tres novelas cortas reunidas recientemente en América en un solo volumen y traducidas aquí por Sabine Berritz), y también la de los más modernos cultivadores de la literatura de horror, como Chase. En este aspecto, hay que reconocer que Sullivan se muestra mucho más sádico que sus ilustres predecesores; no es de extrañar que su obra haya sido rechazada en América: la habrían prohibido, sin ninguna duda, al día siguiente de su publicación. En cuanto al fondo propiamente dicho de la obra, es una manifestación de un afán de venganza en una raza que, digan lo que digan, vive aún escarnecida y aterrorizada; es algo así como un intento de exorcizar el poder de los «verdaderos» blancos -intento comparable al de los hombres del Neolítico que pintaban bisontes heridos por las flechas para atraer a las presas a la trampa-, llevado a cabo con un desprecio más que considerable por la verosimilitud, y no exento de alguna que otra concesión al gusto del público.

Y es que ¡ay!, América, la tierra de Jauja, es también la tierra de elección de los puritanos, de los alcohólicos y del métetelo-bien-en-la-cabeza: y mientras en Francia nos esforzamos por lograr una mayor originalidad, al otro lado del Atlántico nadie siente el menor remordimiento por explotar sin escrúpulos una fórmula que ha dado ya probados resultados. A fe mía, es una manera como otra de dar el pego…


BORIS VIAN [1]

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