Llegó el sábado, y yo no había vuelto a ver a Dexter… Decidí coger el Nash y pasar por su casa. Si seguía teniendo intención de ir, dejaría el Nash en el garaje… Si no, iría yo solo directamente desde allí.
Lo había dejado enfermo como un cerdo, la otra noche. Debía de estar mucho más borracho de lo que yo imaginaba, y se puso a gastar bromitas. A la pequeña Polly le quedaría una marca en el pecho izquierdo, porque a ese bruto se le ocurrió morderla como si estuviera rabioso. Confiaba en que sus dólares la calmarían, pero la negra Anna vino en seguida y le amenazó con no dejarle entrar más en su casa. Seguro que no era la primera vez que Dex iba allí. No quería dejar que se marchara Polly, de quien debía gustarle el olor de pelirroja. Anna le puso una especie de vendaje y le dio un somnífero, pero tuvo que dejarla en manos de Dex, que la lamía por todos los rincones haciendo extraños ruidos guturales.
Me daba perfecta cuenta de lo que debía de estar sintiendo, porque yo, por mi parte, no me decidía a salir de esa chiquilla negra, pero yo iba con cuidado para no hacerle daño, y no se quejó ni una sola vez. Solamente cerraba los ojos.
Por eso me preguntaba si Dex estaría en condiciones de pasar un fin de semana en casa de las Asquith. Yo mismo me había levantado, la víspera, en un curioso estado. Y Ricardo podía certificarlo: a las nueve de la mañana me servía un triple zombie, y no sé de nada mejor para poner en forma a una persona. En realidad, yo bebía muy poco antes de llegar a Buckton, y ahora me daba cuenta de mi error. A condición de tomar lo suficiente, no se conocen casos en que el alcohol no aclare las ideas. Pero esta mañana las cosas iban mejor, y cuando me detuve frente a la casa de Dexter me encontraba en plena forma.
Contrariamente a lo que yo había supuesto, me estaba ya esperando, recién afeitado, vistiendo un traje de gabardina beige y una camisa de dos colores, gris y rosa.
– ¿Has desayunado ya, Lee? Odio tener que pararme por el camino, y tomo mis precauciones.
Ese Dexter era claro, simple y conciso como un niño. Un niño más viejo que los de su edad, sin embargo. Sus ojos.
– Me comería un poco de jamón y mermelada -respondí.
El mayordomo me sirvió una copiosa comida. A mí me horrorizaría tener un tipo que mete las manos en todo lo que uno come, pero a Dexter le parecía muy normal.
Nos marchamos apenas hube terminado. Trasladé mi equipaje del Nash al Packard, y Dex se sento a la derecha.
– Conduce tú, Lee. Es mejor así.
Me miró significativamente. Fue su única alusión a la noche de la antevíspera. Estuvo de un humor encantador durante todo el trayecto y me contó cantidad de cosas sobre los viejos Asquith, dos buenos cerdos que se habían iniciado en la vida con un confortable capital, lo que me parece muy bien, pero que tenían la mala costumbre de explotar a la gente cuyo único delito es tener la piel de diferente color. Tenían plantaciones de caña cerca de Jamaica o de Haití, y, según Dex, en su casa se bebía un ron de fábula.
– Mejor que los zombies de Ricardo, puedes creerme, Lee.
– ¡Entonces, me apunto! -afirmé.
Y le pegué un buen viaje al pedal del acelerador.
Recorrimos los ciento sesenta kilómetros en poco más de una hora, y Dexter me indicó el camino al llegar a Prixville. Era un villorrio mucho menos importante que Buckton, pero las casas parecían más lujosas y los jardines más grandes. A veces se encuentran lugares así, en los que todo el mundo está podrido de dinero.
La verja del jardín de las Asquith estaba abierta, y subí la rampa de acceso al garaje en directa, pero el motor no se calaba. Aparqué el Clipper detrás de otros dos coches.
– Ya van llegando los clientes -dije.
– No -replicó Dexter-. Son los de la casa. Seguro que somos los primeros. Creo que, además de nosotros, viene alguna gente del pueblo. Siempre se invitan los unos a los otros, porque cuando están en casa se aburren demasiado. Claro que no están casi nunca.
– Ya veo -dije yo-. Una lástima de gente.
Se rió y bajó del coche. Cogimos cada uno nuestra maleta y casi nos topamos de bruces con Jean Asquith. Llevaba una raqueta de tenis. Vestía shorts blancos y se había puesto, después del partido, un jersey azul oscuro que resaltaba sus formas de una manera espantosa.
– ¡Míralos! -exclamó.
Parecía encantada de vernos.
– Venid a tomar algo.
Miré a Dex, y él me miró a mí, y los dos asentimos con la cabeza al mismo tiempo.
– ¿Dónde está Lou? -dijo Dex.
– Está arriba -respondió Jean-. Ha ido a cambiarse.
– Ajá -dije yo, desconfiado-. ¿Así que aquí tiene uno que cambiarse para el bridge?
Jean se desternillaba de risa.
– Quiero decir que se está cambiando de shorts. Poneos cómodos y volved. Haré que os lleven a vuestras habitaciones.
– Supongo que tú también irás a cambiarte de shorts -me burlé-. Debe de hacer por lo menos una hora que llevas los mismos.
Recibí un buen golpe de raqueta en los dedos.
– ¡Yo no sudo! -afirmó Jean-. Ya se me ha pasado la edad.
– Y has perdido el partido, claro está.
– Sí…
Se rió de nuevo. Reía que daba gusto, y lo sabía.
– Entonces puedo correr el riesgo de desafiarte a un set -dijo Dex-. No ahora, claro. Mañana por la mañana.
– Acepto con mucho gusto -dijo Jean.
No sé si me equivoco, pero creo que habría preferido que fuera yo el adversario.
– Bueno -dije yo-. Si hay dos pistas, jugaré con Lou, y los dos que pierdan jugarán el uno contra el otro. Arréglatelas para perder, Jean, y podremos jugar juntos.
– O.K. -dijo Jean.
– Bueno concluyó Dexter-, ya que todo el mundo hace trampas, voy a ser yo el que pierda.
Los tres soltamos la carcajada. No tenía nada de divertido; pero el ambiente estaba un poco tenso y habla que arreglar la cosa. Luego, Dex y yo seguimos a Jean hacia la casa, y nos dejó en manos de una sirvienta negra, muy delgada, con una pequeña cofia blanca almidonada.