CAPÍTULO II

Empecé a aburrirme cuando llevaba allí unos quince días. En todo ese tiempo, no me moví de la tienda. Las ventas iban bien. Los libros tenían buena salida; y en cuanto a la publicidad, me lo daban todo hecho. Cada semana la central me mandaba junto con el paquete de libros en depósito, unos cuantos folletos y desplegables, para que los colocara en las estanterías bajo el libro correspondiente o en un lugar bien visible. En la mayoría de los casos, con leer la reseña del libro y abrirlo por cuatro o cinco páginas distintas ya me hacía una idea más que suficiente de su contenido; más que suficiente, en cualquier caso, para poder dar una respuesta satisfactoria al desgraciado que se dejara convencer por los reclamos al uso: la cubierta ilustrada, el folleto y la foto del autor con la breve noticia biográfica. Los libros son muy caros, y todos esos artificios tienen una finalidad muy concreta; demuestran, además, que la gente no siente ningún interés por comprar buena literatura; el libro que quieren leer es el que recomienda su club, el libro del que se habla, y su contenido les importa un bledo.

De algunos títulos recibía un montón de ejemplares, con una nota recomendándome que los colocara en el escaparate, e impresos para distribuir. Dejaba una pila junto a la caja, y metía uno en cada paquete de libros. La gente no rehúsa nunca los impresos en papel couché, y las pocas frases que en ellos figuraban eran precisamente el tipo de cuento que había que contar a la clientela de una ciudad como aquélla. La central utilizaba este sistema para los libros más o menos escandalosos, y la misma tarde ya habían volado todos los ejemplares.

En realidad, no me aburría del todo. Lo que ocurría es que la rutina de la tienda me resultaba demasiado fácil, y me quedaba tiempo para pensar en lo demás. Que era lo que me ponía nervioso. Todo me iba demasiado bien.

Hacía buen tiempo. Estaba terminando el verano. La ciudad olía a polvo. A la orilla del río, se estaba fresquito bajo los árboles. No había salido aún desde mi llegada, y no conocía nada del campo, de las afueras de la ciudad. Necesitaba cambiar un poco de aires. Pero sentía también una necesidad mucho más acuciante, que me atormentaba. Me hacían falta mujeres.

Aquella tarde, a las cinco, al bajar la persiana metálica, no me quedé dentro trabajando como de costumbre a la luz de los fluorescentes. Cogí el sombrero y, con la chaqueta colgada del brazo, me fui directamente al drugstore de enfrente. Yo vivía justamente encima. En el drugstore había tres clientes. Un chico de unos quince años y dos chicas de la misma edad, más o menos. Me miraron con aire ausente y volvieron a sumirse en la contemplación de sus vasos de leche helada. La mera visión de este brebaje estuvo a punto de matarme. Afortunadamente llevaba el antídoto en el bolsillo de mi chaqueta.

Me senté a la barra, a un taburete de distancia de la mayor de las dos chicas. La camarera, una morena bastante fea, alzó ligeramente la cabeza al verme.

– ¿Qué tiene usted sin leche? -le pregunté.

– ¿Limonada? -me propuso-. ¿Grapefruit? ¿Tomate? ¿Coca-Cola?

– Grapefruit -dije yo-. No me llene mucho el vaso.

Busqué en mi chaqueta y destapé mi petaca.

– Alcohol aquí, no -protestó débilmente la camarera.

– No se preocupe. Es mi medicamento -me reí-. No tema por su licencia…

Le di un dólar. Había recibido mi cheque por la mañana. Noventa dólares por semana. Clem tenía amigos que valían la pena. La camarera me devolvió el cambio y le dejé una buena propina.

No es que sea nada del otro jueves el grapefruit con bourbon, pero de todos modos es mejor que el grapefruit solo. Me sentía mejor. Todo iba a salir bien. Los tres chavales me miraban. Para esos mocosos, un tipo de veintiséis años es ya un viejo; sonreí a la muchachita rubia; llevaba un jersey azul celeste con rayas blancas, sin cuello, con las mangas dobladas hasta el codo, y pequeños calcetines blancos metidos en zapatos de suela de crepé. Era simpática. Muy formada para su edad. Al tacto debía de ser tan firme como las ciruelas bien maduras. No llevaba sostén, y los pezones se dibujaban a través de la lana. Me devolvió la sonrisa.

– Hace calor, ¿eh? -tanteé.

– De muerte -contestó, desperezándose.

En los sobacos se le veían dos manchas de humedad. Eso me produjo no sé qué efecto. Me levanté e introduje una moneda de cinco centavos en la ranura de la máquina de discos.

– ¿Le quedan ánimos para bailar? -le pregunté, acercándome a ella.

– ¡Oh! ¡Me va a matar! -dijo ella.

Se pegó tanto a mí que se me cortó el aliento. Olía a bebé limpio. Era delgada, podía llegar a su hombro derecho con mi mano derecha. Alcé el brazo y deslicé los dedos justo debajo de su pecho. Los otros dos nos miraron y decidieron imitarnos. Era un estribillo. Shoo Fly Pie, por Dinah Shore. La chica lo iba tarareando mientras bailaba. La camarera, al vernos bailar, había levantado la nariz de su revista, pero al poco rato volvió a sumergirse en ella.

No llevaba nada debajo del jersey. Se notaba en seguida. Menos mal que el disco terminó, porque dos minutos más y yo habría dejado de estar presentable. Me soltó, volvió a su asiento y me miró.

– No baila usted mal, para ser un adulto… -me dijo.

– Me enseñó mi abuelo -respondí.

– Se nota -se burló-. Pero por cinco centavos no se puede pedir mucho ritmo…

– De jive seguramente puede darme lecciones, pero yo puedo enseñarle otras cosas.

Entornó los ojos.

– ¿Cosas de persona mayor?

– Depende de las dotes que usted tenga.

– Sí, ya le veo venir…

– Qué va a verme venir. ¿Alguien tiene una guitarra?

– ¿Toca usted la guitarra? -preguntó el chico.

Parecía despertarse, de repente.

– Toco un poco la guitarra -dije.

– Y también canta, entonces -dijo la otra chica.

– Un poco…

– Tiene la voz de Cab Calloway -se mofó la primera.

Parecía molesta de ver que los demás me hablaban. Me dispuse a tranquilizarla.

– Lléveme a donde pueda encontrar una guitarra y le enseñaré lo que sé hacer. No es que quiera hacerme pasar por W.-C. Handy, pero puedo tocar un blues.

Sostuvo mi mirada.

– Bueno -dijo-, vayamos a casa de B. J.

– El chico de la guitarra, ¿no?

– No. La chica de la guitarra. Se llama Betty Jane.

– Podía haber sido Baruch Junior -bromeé.

– ¡Claro! Vive aquí. Venga.

– ¿Vamos ahora mismo? -preguntó el chico.

– ¿Por qué no? -repliqué-. La niña necesita que le pongan las peras a cuarto.

– O.K. -dijo el chico-. Me llamo Dick. Y ella Jicky.

Señalaba a la chica con la que yo había bailado.

– Y yo me llamo Judy -dijo la otra.

– Yo Lee Anderson -me presenté-. Trabajo en la librería de enfrente.

– Ya lo sabemos -dijo Jicky-. Hace quince días que lo sabemos.

– ¿Tanto os interesa?

– Claro -dijo Judy-. Hay escasez de hombres en la ciudad.

Salimos los cuatro. Dick a regañadientes. Parecían bastante excitados. Y me quedaba bourbon suficiente para excitarlos algo más cuando hiciera falta.

– Os sigo -les dije, una vez fuera.

El roadster de Dick, un Chrysler modelo antiguo, esperaba a la puerta. Colocó a las dos chicas delante, y yo me las apañé por el asiento trasero.

– ¿A qué os dedicáis en la vida civil, jovencitos? -pregunté.

El coche arrancó bruscamente y Jicky se arrodilló sobre el asiento, volviéndose hacia mí para contestarme.

– Trabajamos…

– ¿Estudios…? -sugerí.

– Y otras cosas…

– Si te pasaras aquí detrás -dije levantando un poco la voz para vencer el ruido del viento-, podríamos hablar más cómodamente.

– Nones -murmuró.

Entornó otra vez los ojos. Debía de haber aprendido el truco en alguna película.

– No tienes ganas de comprometerte, ¿eh?

– Está bien -concedió.

La agarré por los hombros y la hice saltar por encima de la separación.

– ¡Eh! ¡Vosotros! -dijo Judy volviéndose-. Tenéis una manera de hablar un tanto especial.

Yo estaba ocupado haciendo pasar a Jicky a mi izquierda, y me las ingeniaba para cogerla por los lugares apropiados. No me iba del todo mal. Parecía hacerse cargo de la broma. La senté en el asiento de cuero y le pasé el brazo por el cuello.

– Y ahora, quieta -le dije-. O te voy a dar una tunda.

– ¿Qué llevas en esa botella? -preguntó.

Yo tenía la chaqueta encima de las rodillas. Ella deslizó la mano por debajo, y no sé si lo hizo a propósito, pero si fue así, tenía una puntería endiablada.

– No te muevas -le dije retirando su mano-. Ya te sirvo yo.

Desenrosqué el tapón niquelado y le pasé la petaca. Se tomó un buen trago.

– ¡No te lo termines! -protestó Dick.

Nos estaba vigilando por el retrovisor.

– Pásame un poco, Lee, viejo caimán…

– No te preocupes, tengo más.

Sostuvo el volante con una sola mano y agitó la otra en nuestra dirección.

– ¡Déjate de bromas! -reconvino Judy-. No sea que nos estrellemos contra el decorado…

– Tú eres el cerebro de la banda, ¿no? -aventuré-. ¿No pierdes nunca la sangre fría?

– ¡Nunca! -respondió.

Agarró la petaca al vuelo en el momento en que Dick iba a devolvérmela. Cuando me la entregó, estaba vacía.

– ¿Qué tal? -le dije, en tono aprobador-. ¿Estás mejor?

– Psé… no es gran cosa… -comentó Judy.

Sus ojos estaban empañados de lágrimas, pero había encajado el golpe. Su voz sonaba algo estrangulada.

– Con todo ese Cuento -dijo Jicky-, yo me he quedado sin nada.

– Vamos a buscar más -propuse-. Vamos por la guitarra y luego volvemos a donde Ricardo.

– Eres un tipo con suerte -dijo el chico-. A nosotros nadie nos quiere vender.

– ¿Veis lo que os pasa por parecer tan jóvenes? -dije yo, burlándome de ellos.

– No tan jóvenes como eso -gruñó Jicky.

Empezó a agitarse, hasta colocarse de manera tal que yo con sólo cerrar los dedos ya tenía en qué ocuparme. De pronto, el coche se detuvo y dejé colgar mi mano, negligentemente, a lo largo de su brazo.

– Vuelvo en seguida -anunció Dick.

Salió del coche y echó a correr hacia la casa, que parecía obra del mismo constructor que las que la rodeaban. Dick volvió a aparecer en el porche. Llevaba una guitarra en un estuche barnizado. Cerró de golpe la puerta tras él y, en dos brincos, se plantó junto al coche.

– B. J. no está -anunció-. ¿Qué hacemos?

– Ya se la devolveremos -dije-. Sube. Vamos donde Ricardo, a que me llene el depósito.

– Vas a tener buena reputación, como sigas así -observó Judy.

– ¡Oh! -la tranquilicé-. Se darán cuenta en seguida de que habéis sido vosotros los que me habéis arrastrado a vuestras sucias orgías.

Hicimos el mismo trayecto en dirección contraria, pero la guitarra me molestaba. Le dije al chico que se detuviera a cierta distancia del bar y bajé a repostar. Compré otra botella más, y volví con el grupo. Dick y Judy, de rodillas en el asiento delantero, discutían enérgicamente con la rubia.

– ¿Qué te parece, Lee? -dijo el chico-. ¿Vamos a bañarnos?

– De acuerdo -respondí-. Tendréis que prestarme un bañador. No he traído nada…

– No te preocupes. Ya nos arreglaremos.

Puso el motor en marcha y salimos de la ciudad. Al poco rato, tomó un atajo, apenas lo bastante ancho para el Chrysler, y en pésimo estado de conservación. En realidad, de conservación nada.

– Tenemos un lugar fantástico para bañarnos -me aseguró-. No hay nunca nadie. Y un agua…

– ¿Hay truchas en el río?

– Sí. Y gravilla y arena blanca. Y nunca va nadie. Somos los únicos que pasamos por este camino.

– Se nota -dije, agarrándome la mandíbula, a punto de desencajarse a cada sacudida-. En vez de coche tendrías que llevar un bulldozer.

– Es parte del juego -me explicó-. Así la gente no viene a meter sus sucias narices por estos barrios.

Aceleró y yo encomendé mis huesos al Creador. El camino describió un brusco desvío, y terminó ciento cincuenta metros más adelante. No había más que arbustos. El Chrysler se detuvo en seco al pie de un corpulento arce y Dick y Judy saltaron a tierra. Yo bajé antes que Jicky y la agarré al vuelo. Dick había cogido la guitarra e iba el primero. Le seguí, animoso. Había un estrecho paso bajo las ramas y se descubría de golpe el río, fresco y transparente como un vaso de gin. El sol estaba bajo, pero hacía aún un calor intenso. Una parte del agua se estremecía a la sombra; la otra reverberaba débilmente a los rayos oblicuos del sol. Una hierba espesa, seca y polvorienta, descendía hasta el agua.

– No está mal el rincón -concedí-. ¿Lo habéis encontrado solitos?

– No somos tontos del todo -dijo Jicky.

Y me lanzó un gran terrón de tierra seca, que me alcanzó en el cuello.

– O te portas bien -la amenacé-, o se acabó lo que se daba.

Di unos golpecitos al bolsillo de mi chaqueta para acentuar el efecto de mis palabras.

– ¡Oh! No se enfade usted, viejo cantor de blues -se excusó-. Demuéstrenos más bien lo que sabe usted hacer.

– ¿Y mi bañador? -le pregunté a Dick.

– Qué más da -me replicó-. No hay nadie.

Me volví. Judy ya se había sacado el suéter. Evidentemente, no llevaba gran cosa debajo. Su falda se deslizó a lo largo de sus piernas, y, en un abrir y cerrar de ojos, hizo volar por los aires zapatos y calcetines. Se tendió en la hierba completamente desnuda. Debí poner cara de estúpido, porque se rió de mí con tantas ganas que estuve a punto de no poder contenerme. Dick y Jicky, en el mismo atuendo, se dejaron caer a su lado. Para colmo del ridículo, era yo el que parecía turbado. Observé, sin embargo, la delgadez del chico, cuyas costillas Se marcaban bajo su piel bronceada.

– Está bien -dije por fin-, no veo por qué tendría que hacerme el estrecho.

Me tomé mi tiempo con toda la intención. Sé lo que valgo en pelotas, y os aseguro que tuvieron ocasión de darse cuenta mientras me desnudaba. Hice crujir mis costillas desperezándome con fuerza, y me senté junto a ellos. No me había recuperado aún de mis escaramuzas con Jicky, pero no hice nada para disimularlo. Supongo que esperaban que me rajara.

Empuñé la guitarra. Era una excelente Ediphone. Pero no es muy cómodo tocar sentado en el suelo, así que le dije a Dick:

– ¿Te importa que me traiga el asiento del coche?

– Voy contigo -dijo Jicky.

Y se escabulló como una anguila por entre las ramas.

Me hizo un curioso efecto, ver aquel cuerpo de adolescente, bajo aquella cabeza de starlette, rodeado por las sombras de los arbustos. Dejé la guitarra y la seguí. Me llevaba ventaja, y cuando llegué al coche, ella ya volvía cargada con el pesado asiento de cuero.

– ¡Dame eso! -le dije.

– ¡Déjame tranquila, Tarzán! -gritó.

Hice caso omiso de sus protestas, y la agarré por detrás con brutalidad. Soltó el asiento y se dejó hacer. Yo me habría tirado hasta una mona. Debió de darse cuenta, porque empezó a revolverse con todas sus fuerzas. Me eché a reír. Me gustaba. Allí la hierba era alta, y mullida como una colchoneta hinchable. Se deslizó al suelo y yo la seguí. Luchábamos como salvajes. Estaba bronceada hasta la punta de los senos, sin esas marcas de sostén que tanto afean a las mujeres desnudas. Y tersa como un albaricoque, desnuda como una niña, pero cuando conseguí tenerla debajo de mí, me di cuenta de que sabía mucho más que una niña. Hacía meses que no me daban una demostración tal de técnica. Mis dedos sentían su espalda, lisa y luego cóncava, y, más abajo, sus nalgas, firmes como sandías. No duró ni diez minutos. Simuló que se dormía, y en el momento en que yo me disponía a emplearme a fondo, me abandonó como a un fardo y huyó delante de mí, hacia el río. Recogí el asiento y corrí tras ella. Al borde del agua, tomó impulso, y se zambulló sin salpicaduras.

– ¿Ya os estáis bañando?

Era la voz de Judy. Tendida de espaldas, cubriéndose la cara con las manos, mascaba una ramita de sauce. Dick, abandonado a su lado, le acariciaba los muslos. Había una botella tirada por el suelo. Judy advirtió mi mirada.

– Sí…, está vacía… -se rió-. Os hemos dejado la otra.

Jicky chapoteaba, al otro lado del agua. Busqué en mi chaqueta y cogí la otra botella, y luego me zambullí. El agua estaba tibia. Me sentía maravillosamente en forma. Me lancé en un sprint mortal y alcancé a Jicky en el centro del río. Había unos dos metros de fondo y una corriente casi inapreciable.

– ¿Tienes sed? -le pregunté, batiendo el agua con una sola mano para mantenerme a flote.

– ¡Y qué lo digas! -me aseguró-. Me has destrozado, con tus modos de campeón de rodeo.

– Ven -le dije-. Haz el muerto.

Se dejó ir sobre la espalda, y yo me deslicé bajo ella, con un brazo a través de su torso. Le tendí la botella con la otra mano. Cuando fue a cogerla, dejé que mis dedos se deslizaran a lo largo de sus muslos. Separé suavemente sus piernas y la tomé, otra vez, en el agua. Se abandonaba encima de mí. Estábamos casi de pie, y nos movíamos lo justo para no irnos a pique.

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