Nadie me conocía en Buckton. Clem había elegido la ciudad por esta razón; y por otra parte, aunque me hubiera rajado, no me quedaba gasolina para seguir más al norte. Apenas cinco litros. Aparte de mi dólar, todo lo que tenía era la carta de Clem. De mi maleta más vale ni hablar. Por lo que había en ella. Lo olvidaba: en el maletero del coche tenía el pequeño revólver del chico, un miserable 6,35 de ocasión; estaba aún en su bolsillo cuando el sheriff vino a decirnos que nos lleváramos el cadáver a casa para enterrarlo. Debo decir que confiaba más en la carta de Clem que en todo lo demás. Tenía que funcionar, tenía que funcionar a la fuerza. Miraba mis manos sobre el volante, los dedos, las uñas. Realmente, nadie podía tener nada que objetar. Por ese lado, ningún peligro. Quizá llegara a arreglármelas…
Mi hermano Tom había conocido a Clem en la universidad. Clem no se comportaba con él como los demás estudiantes. Le dirigía gustoso la palabra; bebían juntos, salían juntos en el Caddy de Clem. Gracias a Clem, los demás toleraban a Tom. Cuando Clem se marchó para sustituir a su padre en la dirección de la fábrica, Tom tuvo que irse también. Volvió a casa. Había aprendido mucho, y consiguió sin ninguna dificultad un puesto de profesor en la escuela nueva. Y luego la historia del chico lo mandó todo al carajo. Yo era lo bastante hipócrita como para no decir nada, pero el chico no. No veía nada malo en ello. El padre y el hermano de la chica se encargaron de él.
Esto explica la carta de mi hermano a Clem. Yo no podía quedarme en el pueblo, y mi hermano le pedía a Clem que me encontrara algo. No muy lejos, para que pudiéramos vernos de vez en cuando, pero sí lo bastante como para que nadie nos reconociera. Tom pensaba que, con mi aspecto y mi carácter, no corríamos ningún peligro. Quizá llevara razón, pero yo de todos modos me acordaba del chico.
Encargado de una librería en Buckton: éste era mi nuevo trabajo. Tenía que ponerme en contacto con mi predecesor y estar al corriente de todo al cabo de tres días. El antiguo encargado pasaba a ocupar un cargo más importante y no estaba muy dispuesto a volver la vista atrás.
Hacía sol. La calle se llamaba ahora Pearl Harbour Street. Probablemente Clem no lo sabía. El antiguo nombre se leía aún en las placas. Vi la tienda en el 270 y detuve el Nash frente a la puerta. El encargado, sentado detrás de la caja, pasaba unas cifras a un libro de cuentas; era un hombre de mediana edad, duros ojos azules y pálidos cabellos rubios, por lo que pude ver al abrir la puerta. Le di los buenos días.
– Buenos días. ¿Qué desea?
– Tengo esta carta para usted.
– ¡Ah! Es a usted a quien tengo que poner al corriente. Déjeme ver la carta.
La cogió, la leyó, le dio la vuelta y me la devolvió.
– No tiene ninguna complicación -explicó-. Éste es el stock -señaló a su alrededor-. Las cuentas las habré terminado esta noche. En cuanto a las ventas, la publicidad y demás, siga las indicaciones de los inspectores y de los papeles que vaya recibiendo.
– ¿Es una cadena?
– Sí. Sucursales.
– Ajá -asentí-. ¿Qué es lo que más se vende?
– ¡Oh! Novelas. Novelas malas, pero eso no es asunto nuestro. Libros religiosos, bastante, y también libros de texto. Libro infantil, poco, igual que los libros serios. Es un campo al que nunca he prestado atención.
– Así que para usted los libros religiosos no son serios.
Se pasó la lengua por los labios.
– No me haga decir lo que no he dicho.
Me reí de buena gana.
– No se lo tome a mal, yo tampoco soy muy creyente.
– Pues le voy a dar un consejo: no deje que la gente se dé cuenta, y vaya todos los domingos a escuchar al pastor, porque de lo contrario en pocos días se encontrará usted en la calle.
– Bien, qué le vamos a hacer -le dije-: iremos a escuchar el sermón.
– Tenga -me dijo, tendiéndome una hoja de papel-. Verifíquelo. Es la contabilidad del mes pasado. Es muy sencillo. Los libros los traen de la central. Todo lo que usted tiene que hacer es llevar cuenta de las entradas y las salidas, por triplicado. Pasan a recoger el dinero cada quince días. A usted le pagarán con un cheque, con un pequeño porcentaje.
– Déme esto -le dije.
Cogí la hoja y me senté en un mostrador bajo, cubierto de libros que los clientes hablan sacado de las estanterías. Seguramente no habla tenido tiempo de devolverlos a su sitio.
– ¿Qué se puede hacer en una ciudad como ésta? -pregunté, reanudando la conversación.
– Nada -me contestó-. Hay chicas en el drugstore de enfrente, y bourbon en el bar de Ricardo, a dos manzanas de aquí.
No era desagradable, pese a su brusquedad.
– ¿Cuánto tiempo hace que está usted aquí?
– Cinco años -respondió-. Y me quedan cinco más.
– ¿Y después, qué?
– Es usted curioso, ¿eh?
– Culpa suya. ¿Por qué me cuenta que le quedan cinco años? Yo no se lo he preguntado.
Suavizó el rictus de su boca, y se formaron arrugas en torno a sus ojos.
– Tiene usted razón. Pues mire, otros cinco años y me retiro de este trabajo.
– ¿Y a qué se va a dedicar?
– A escribir -me dijo-. A escribir best-sellers. Sólo best-sellers. Novelas históricas, novelas en las que los negros se acuesten con las blancas y no los linchen, novelas en las que jovencitas puras logren crecer inmaculadas en medio de toda la podredumbre de los suburbios.
Soltó una risita irónica.
– ¡Best-sellers, hombre! Y luego novelas increíbles audaces y originales. En este país es fácil ser audaz: no hay más que decir lo que todo el mundo puede ver si se esfuerza un poco.
– Lo conseguirá -le dije.
– Claro que lo conseguiré. Ya tengo seis a punto.
– ¿Y nunca ha intentado colocarlas?
– No soy ni amigo ni amante de ningún editor, y no tengo dinero para invertir.
– ¿Y entonces?
– Entonces, dentro de cinco años tendré dinero suficiente.
– Estoy seguro de que va usted a conseguirlo -concluí.
Durante los dos días siguientes no me faltó trabajo, a pesar de que llevar la tienda era realmente sencillo. Hubo que poner al día las listas de pedidos, y además, Hansen -así se llamaba el encargado- me estuvo proporcionando información sobre los clientes, un cierto número de los cuales pasaba con regularidad a verle para hablar de literatura. Todo lo que sabían se reducía a lo que hubieran podido leer en el Saturday Review o en la página literaria del periódico local, que tenía un tiraje nada despreciable de sesenta mil ejemplares. Por el momento, me contentaba con escuchar sus discusiones con Hansen, e intentaba retener sus nombres y recordar sus caras, ya que, en una librería más que en otro negocio, lo realmente interesante es poder llamar al comprador por su nombre desde el momento en que pone los pies en la tienda.
En cuanto al alojamiento, me puse pronto de acuerdo con Hansen. Me quedaría con las dos habitaciones que él ocupaba en el piso de encima del drugstore, al otro lado de la calle. Mientras, me adelantó unos pocos dólares para que pudiera alojarme tres días en el hotel, y tuvo la atención de invitarme a compartir con él dos de cada tres comidas, evitando así que mi deuda aumentara. Era un tipo simpático. Me fastidiaba su historia esa de los best-sellers; un best-seller no se escribe así como así, aunque se tenga dinero. Quizá tuviera talento. Eso esperaba, por su bien.
Al tercer día me llevó al bar de Ricardo a tomar un trago antes de comer. Eran las doce, él tenía que marcharse por la tarde.
Sería la última vez que íbamos a comer juntos. Luego, me quedaría solo frente a los clientes, frente a la ciudad. Tenía que aguantar. Para empezar, aquel golpe de suerte de encontrar a Hansen. Con mi dólar, habría tenido que dedicarme a vender baratijas para poder sobrevivir durante los tres días, y gracias a él me encontraba ahora a cubierto. Volvía a empezar con buen pie.
El bar de Ricardo era un bar como todos, limpio y feo. Olía a cebolla frita y a buñuelos. Un tipo cualquiera leía el periódico distraídamente detrás de la barra.
– ¿Qué les pongo? -preguntó.
– Dos bourbons -pidió Hansen, interrogándome con la mirada.
Asentí.
El camarero nos los sirvió en vaso largo, con hielo y pajita.
– Lo tomo siempre así -me explicó Hansen-. Pero no se sienta obligado.
– Está bien -le tranquilicé.
– Quien no haya bebido nunca bourbon helado con pajita no puede imaginarse el efecto que hace. Es como un chorro de fuego que llega hasta el paladar. Fuego dulce, terrible.
– ¡Excelente! -aprobé.
Mis ojos tropezaron con mi cara reflejada en un espejo. Parecía completamente ido. Llevaba algún tiempo sin beber. Hansen se echó a reír.
– No se preocupe -me dijo-. Por desgracia, uno se acostumbra en seguida. En fin… -prosiguio-, tendré que poner al corriente de mis manías al camarero del próximo bar al que vaya a abrevarme…
– Siento que se vaya -dije yo.
– Se rió.
– Si me quedara, usted no estaría aquí… No -prosiguió-, es mejor que me vaya. ¡Cinco años y basta, qué caramba!
Apuró el vaso de un solo trago y pidió otro.
– Se acostumbrará usted en seguida. -Me miraba de arriba abajo-. Es usted simpático. Pero hay algo raro en usted. Su voz.
Sonreí sin contestar. Era un tipo infernal.
– Tiene usted una voz demasiado plena. ¿Es usted cantante, por casualidad?
– ¡Oh! A veces canto, para distraerme.
Ahora ya no cantaba. Antes sí, antes de que ocurriera lo del chico. Cantaba y me acompañaba a la guitarra. Pero ya no me apetecía tocar la guitarra. Cantaba los blues de Handy y viejas canciones de Nueva Orleans, y otras que componía yo con la guitarra. Pero ya no me apetecía tocar la guitarra. Necesitaba dinero. Mucho dinero. Para conseguir todo lo demás.
– No habrá mujer que se le resista, con esta voz -dijo Hansen.
Me encogí de hombros.
– ¿No le interesa?
Me dio una palmada en la espalda.
– Dése una vuelta por el drugstore. Las encontrará a todas allí. Tienen un club en esta ciudad. Un club de bobby-soxers. Ya sabe, de esas niñas que llevan calcetines colorados y jerseys a rayas, y que escriben a Frankie Sinatra. Su cuartel general es el drugstore. ¿No ha visto aún a ninguna? No, claro, se ha quedado usted casi todos los días en la tienda.
Yo también pedí otro bourbon. Circulaba a toda marcha por mis brazos, mis piernas, por todo mi cuerpo. En mi pueblo no teníamos bobby-soxers. No las iba a despreciar. Chiquillas de quince o dieciséis años, de pechos bien puntiagudos bajo jerseys ceñidos, lo hacen a propósito, las muy zorras, de sobra lo saben. Y los calcetines. Calcetines de vivo color verde o amarillo, bien estirados dentro de zapatos sin tacón; y faldas anchas, rodillas redondeadas; y siempre sentadas por el suelo, las piernas bien abiertas, sobre sus braguitas blancas. Sí, me apetecían las bobby-soxers.
Hansen me miraba.
– Y a todas les va la marcha -me dijo-. No se arriesga gran cosa. Conocen muchos lugares adonde llevarle a uno.
– No me tome por un cerdo -dije.
– ¡Oh, no! -se explicó-. Quiero decir que le llevan a uno a bailar y a beber.
Sonrió. Sin duda, mi interés era evidente.
– S0n divertidas -prosiguió-. Vendrán a verle a la tienda.
– ¿Qué pueden querer de allí?
– Compran fotos de actores, y, como quien no quiere la cosa, todos los libros de psicoanálisis. Libros de medicina, quiero decir. Todas estudian medicina.
– Bueno -mascullé-. Ya veremos…
Esta vez logré fingir indiferencia, porque Hansen se puso a hablar de otra cosa. Y luego comimos, y se marchó hacia las dos. Yo me quedé solo frente a la tienda.