Me tomé a toda velocidad un plato de sopa con Henry y a continuación engullí un tazón de café para despertar del letargo y tener otra vez los engranajes a punto. Había llegado el momento de hablar con los principales actores del reparto. A las siete me dirigí al sur por la costa, en dirección a Perdido/Olvidado. No sería de noche hasta las ocho, pero el día comenzaba a desteñirse y en el aire flotaba ya la película grisácea del crepúsculo. Las olas de niebla que venían del océano lo ocultaban todo menos los rasgos más sobresalientes del paisaje. A mi izquierda se alzaban montes escarpados y el grisáceo Pacífico azotaba la costa a mi derecha. La luna se hizo visible en la neblinosa espesura del cielo, un cuarto creciente cuyo resplandor apenas se distinguía en la bruma. Paralelas al horizonte, las plataformas petrolíferas se alzaban inmóviles y semejantes a una flota naval aureolada de reflejos. La isla de San Miguel y las otras dos que se denominan Santa Rosa y Santa Cruz se extendían como cuentas de un collar a lo largo de la falla de Cross Islands, ya que todo el zócalo continental estaba surcado al nivel del subsuelo por grietas paralelas. La falla de Santa Inés, la falla de North Channel Slope, Pitas Point, Oak Ridge y las fallas de San Cayetano y de San Jacinto surgían como afluentes de la más importante de todas, la falla de San Andrés, que cruza en sentido oblicuo la cordillera de la costa. Vista desde el aire, la falla de San Andrés es como una cresta siniestra que discurre a lo largo de kilómetros, como el rastro dejado por un topo gigante que hubiera excavado un túnel subterráneo.
Hubo una época, mucho antes de que el plegamiento de la corteza terrestre diera origen a los montes del subcontinente norteamericano, en que el valle de Perdido tenía cientos de kilómetros de longitud y buena parte de California era una llanura inundada por los inmensos mares del Eoceno. El agua del mar llegaba entonces hasta la frontera de Arizona. Los yacimientos de petróleo derivaron en realidad de los organismos marinos, y los sedimentos, en según qué lugares, tenían unos cuatro mil metros de espesor. Hay ocasiones en que se me eriza el vello de los brazos al imaginar un mundo tan brutalmente distinto del nuestro. Imagino los cambios, millones de años que desfilan a toda velocidad como en una película a cámara rápida; la tierra tiembla, cruje, se eleva, se hunde y se sacude con convulsiones monstruosas.
Miré hacia el horizonte. De las treinta y dos plataformas que hay frente a la costa californiana, veinticuatro están en los alrededores de los condados de Santa Teresa y Perdido, y nueve en un tramo de cinco kilómetros de costa. He asistido a disputas sobre si estas antiguas plataformas resistirían un temblor de magnitud siete. Los expertos están divididos. Por un lado están los geólogos y miembros de la Comisión para la Seguridad Sísmica del estado de California, que recuerdan que las más antiguas plataformas petrolíferas se construyeron entre 1958 y 1969, antes de que la industria del petróleo adoptara una serie de normas estandarizadas. Por otro lado están los tranquilizadores portavoces de las compañías petroleras que son propietarias de la infraestructura perforadora. Dios, era algo tan complicado. Traté de imaginarme el efecto: todas las torres hundiéndose y el crudo vertiéndose en el océano en forma de gigantesca ola negra. Pensé en la actual contaminación de las playas, en los alcantarillados que desaguaban en los ríos y los mares, en el agujero de la capa de ozono, en la deforestación mundial, en los vertidos de residuos tóxicos, en la alegre reducción del contingente humano que comportan las sequías y hambrunas, que nos brinda la naturaleza todos los años como si tal cosa. Es difícil saber qué nos afectará primero. A veces creo que deberíamos hacer estallar el planeta entero para acabar con todo de una vez. Lo que me mata es el misterio.
Dejé atrás un tramo de playa y rodeé la punta, adentrándome en Perdido por el norte. Salí por el primer acceso y crucé el centro comercial de la ciudad mientras trataba de orientarme. La ancha avenida principal estaba flanqueada de vehículos estacionados en batería, sobre todo camionetas y turismos. Un descapotable avanzaba despacio detrás de mí con la radio a todo volumen. La mezcla de los instrumentos de metal y del bajo atronador me recordó los desfiles del Cuatro de Julio. Los escaparates de los comercios estaban cubiertos por bonitos toldos de lona, tanto que me pregunté si no procederían de la fábrica del cuñado del alcalde.
La zona donde vivía Dana Jaffe actualmente databa con toda seguridad de los años setenta, cuando Perdido había pasado una breve racha de fiebre edificadora. La casa en cuanto tal, estuco grisáceo con detalles de madera blanca, consistía en una planta baja y una planta superior que abarcaba la mitad de la superficie de la otra. Casi todas las casas del vecindario tenían tres y cuatro vehículos estacionados en el sendero del jardín, lo que sugería una población más densa que el típico núcleo familiar. Entré en el sendero y me detuve detrás de un Honda último modelo.
Caía la noche. A lo largo del sendero había setos de caléndulas y zinnias. A la escasa luz que proporcionaba un aplique de adorno vi que los arbustos habían sido recortados con pulcritud, que la hierba estaba segada y que se había invertido un poco de trabajo en diferenciar la propiedad de las circundantes. En las vallas de separación había enrejados. Las enredaderas que trepaban por éstos creaban por lo menos la ilusión de cierta intimidad, perfumando el aire con una dulzura increíble. Mientras llamaba al timbre, saqué una tarjeta de las profundidades de mi bolso. El porche delantero estaba hasta el techo de cajas de cartón llenas y cerradas. Me pregunté adónde iría la señora Jaffe.
Dana Jaffe abrió al cabo de un rato con el auricular del teléfono sujeto entre el cuello y el hombro. Había cruzado el vestíbulo con el aparato, arrastrando ocho metros de cable. Era la típica mujer que desde siempre me ha dado miedo: pelo de color de miel, pómulos esculpidos con delicadeza, mirada fría e imperturbable. Tenía la nariz recta y estrecha, la barbilla fuerte y los dientes superiores prominentes. Se apreciaba un destello de blancura dental por entre los labios carnosos que no acababan de juntarse por sí mismos. Se puso el auricular contra el pecho para que el interlocutor no oyera lo que decía.
– ¿Sí?
Le di la tarjeta para que viese mi nombre.
– Me gustaría hablar con usted.
Miró la tarjeta con un ligero frunce de intriga y me la devolvió. Con el dedo índice me hizo una seña para que pasara mientras hacía un gesto de disculpa. Crucé la puerta y accedí a la sala de estar delante de ella, tenía los ojos fijos en el cable del teléfono, que llegaba hasta un comedor convertido en despacho. Al parecer se dedicaba a una especie de consultas nupciales. Vi revistas con vestidos de novia amontonadas en todos los rincones. El tablón que estaba colgado detrás del escritorio estaba cubierto de fotos, invitaciones, ilustraciones de ramos de novia y folletos sobre cruceros de luna de miel. En un calendario de pared había señaladas distintas fechas con una serie de nombres de cuyos inminentes esponsales tenía que estar al tanto la asesora.
La moqueta era de pelo blanco, el sofá y los sillones estaban tapizados con lona de color azul metálico y sobre ellos había muchos cojines verdemar y blanco sucio. No había más chucherías que un puñado de fotos de familia enmarcadas en plata de anticuario. La estancia estaba salpicada de macetas con exuberantes plantas de interior, grandes y sanos especímenes que parecían saturar el aire de oxígeno. Era una suerte, ya que todo el aire estaba cargado de humo de tabaco. La decoración interior, en términos generales, era agradable y seguramente procedía de restos de partidas de muebles de diseño comprados a precio de saldo.
Dana Jaffe era delgada como un lápiz, vestía tejanos ajustados y descoloridos y una camiseta blanca sin estampados, y calzaba zapatillas deportivas sin calcetines. Cuando yo me visto así, parece que vaya a cambiar el aceite del coche; a ella le quedaba de un elegante que daba envidia. Se había anudado el pelo en la nuca con un pañuelo. Me di cuenta entonces de que su cualidad rubia estaba entreverada de canas, pero no se trataba de un efecto buscado artísticamente, como si la mujer creyese que el envejecimiento no haría sino añadir interés a una cara dotada ya de perfección suficiente. A causa de los dientes prominentes tenía la boca hinchada en una especie de puchero y pocas personas le habrían adjudicado el calificativo de «hermosa», sea esto lo que fuere. Más bien la incluirían en categorías como: «interesante» o «atractiva», aunque personalmente habría matado por tener una cara así, fuerte y llamativa, con una piel inmaculada. Cogió el cigarrillo que había dejado en el cenicero y le dio una intensa calada mientras reanudaba la conversación telefónica.
– No creo que te siente bien -decía-. Bueno, el estilo no es muy favorecedor que digamos. Me dijiste que la prima de Corey era más bien gordita… Está bien, gorda. Hablamos de lo mismo. Y no irás a ponerle un vestido talar a una gorda… Una maxifalda… Bueno, bueno. Para disimular la gordura de las piernas y las caderas… No, no, no. No se trata de un globo aerostático… Entiendo. Mejor quizá con la cintura un poco baja. También creo que habría que elegir un vestido de cuello cerrado porque alarga la primera impresión visual. ¿No entiendes lo que te digo? Ya, ya… Bueno, ya consultaré el material que tengo en casa y confrontaremos sugerencias. Di a Corey que compre en el supermercado algunas revistas para novias. Ya hablaremos mañana… De acuerdo… Está bien, sí. Te llamaré… De nada, mujer… Tú también.
Colgó el teléfono, dio una sacudida al cable telefónico y tiró de él. Apagó el cigarrillo en un cenicero que había en la mesa y entró en la sala de estar con un hilillo de humo saliéndole todavía de la boca. Tardé un segundo rápido en inspeccionar la estancia. En el pequeño rincón familiar que divisé había una colección heterogénea de artículos infantiles: un parque, una silla alta y una cuna mecedora que garantizaba el sueño del niño si antes no le provocaba una vomitona.
– ¿Diría usted que soy abuela? -dijo con ironía cuando se cruzaron nuestras miradas.
Yo había dejado la tarjeta en la mesita de servicio y advertí que volvía a mirarla con curiosidad. Antes de que me asaetease a preguntas la atajé con otra.
– ¿Se muda de casa? He visto las cajas del porche. Parece como si lo tuviera todo embalado.
– No soy yo quien se muda, sino mi hijo y mi nuera. Acaban de comprar una casita. -Se adelantó y cogió la tarjeta-. Perdone, pero me gustaría que me explicara usted qué es esto. Si se trata de Brian, será mejor que hable con mi abogado. No estoy autorizada a hablar de su situación.
– No se trata de Brian. Se trata de Wendell.
Se le congeló la mirada.
– Tome asiento -dijo señalándome una silla próxima. Se sentó en el sofá y puso un cenicero cerca de ella. Encendió otro cigarrillo con movimientos bruscos y le dio una calada profunda mientras ordenaba el mechero y la cajetilla de Eve 100 en la mesita que tenía ante sí-. ¿Lo conocía usted?
– No -dije. Me acomodé en una silla de director de cine, de cromo y cuero gris, que crujió bajo mis huesos. Sonó como si para gastar una broma hubiera hecho un ruido soez con el trasero.
Expulsó dos chorros de humo por la nariz.
– Porque está muerto, como sin duda sabe. Hace años. Se metió en líos y se suicidó.
– Por eso estoy aquí, señora. La semana pasada, el agente de La Fidelidad de California que tramitó el seguro de vida de Wendell…
– Dick no sé qué… Mills.
– Exacto. El señor Mills estaba de vacaciones en un pueblo turístico de México y vio a Wendell en el bar.
Rompió a reír.
– Claro, claro.
Me agité con nerviosismo.
– Es la verdad.
Su hilaridad se redujo al cincuenta por ciento.
– No diga tonterías. ¿De qué está usted hablando? ¿De una sesión de espiritismo o algo parecido? Wendell está muerto, querida.
– Tengo entendido que Dick Mills frecuentó a su marido durante la tramitación de la póliza. De aquí infiero que conocía a Wendell lo suficiente para poder identificarlo.
En los labios le seguía bailoteando una sonrisa, pero se trataba de una forma sin contenido. Se me quedó mirando con curiosidad.
– ¿Habló directamente con él? Tendrá que perdonar mi incredulidad, pero el asunto se las trae. ¿Habló Mills con mi marido?
Negué con la cabeza.
– Dick iba a coger el autobús del aeropuerto y no quiso que Wendell lo viera. En cuanto llegó, llamó al vicepresidente de LFC, que a su vez me contrató para que fuese al pueblo mexicano. Hasta el momento no hay una identificación por encima de toda duda, pero hay muchas probabilidades. Según las apariencias, no sólo está vivo, sino que además se dirige a esta zona.
– No me lo creo. Tiene que tratarse de una confusión. -Se expresaba con vehemencia, pero en su cara se leía el deseo de que todo fuese una broma, ya que no había abandonado del todo la sonrisa. Me pregunté cuántas veces habría ensayado mentalmente la escena. Con un agente de la policía local o un inspector del FBI sentado en aquella misma salita y comunicándole que Wendell estaba vivo y coleando… o que por fin el cadáver había sido encontrado. Seguramente había olvidado lo que quería oír. Advertí que forcejeaba con una sucesión de actitudes encontradas, casi todas negativas.
Dio una calada nerviosa al cigarrillo, expulsó una bocanada de humo y curvó los labios en una sonrisita artificiosa, dispuesta a ensayar otra actitud de repertorio.
– Permítame aventurar una hipótesis. ¿A que hay dinero de por medio? Una pequeña recompensa, ¿verdad que sí?
– ¿Por qué iba a hacer yo una cosa así? -pregunté.
– ¿Qué quiere entonces? ¿Por qué me cuenta todo esto? No me importa en absoluto.
– Esperaba que me avisase si Wendell trata de ponerse en contacto con usted.
– ¿Cree que Wendell se pondría en contacto conmigo? Es ridículo. No sea absurda.
– No sé qué decirle, señora Jaffe. Entiendo lo que siente…
– Pero ¿de qué habla usted? ¡Wendell está muerto! Era carne de presidio, un estafador vulgar y corriente. Ya he tenido problemas de sobra contendiendo con todas las personas a quienes estafó. No me venga ahora con que todavía está vivo.
– Creemos que preparó su propia muerte, sin duda para evitar que le juzgaran por estafa y robo. -Cogí el bolso-. He traído un retrato robot por si quiere verlo. Lo ha hecho un dibujante de la policía. No es matemáticamente exacto, pero se le parece mucho. Lo he visto personalmente. -Saqué la fotocopia del retrato robot, la desdoblé y se la tendí.
La miró con una atención embarazosa.
– No es Wendell. Ni siquiera se le parece. -Dejó la fotocopia en la mesita de un manotazo-. Pensaba que estas cosas se hacían por ordenador. ¿Qué pasa? ¿No tiene dinero la policía de aquí? -Volvió a hacerse con mi tarjeta y leyó mi nombre. Me di cuenta de que la mano le temblaba-. Escúcheme, Millhone. Tal vez deba decirle algo. Wendell me dejó en la ruina. Desde mi punto de vista, que esté muerto o vivo carece de sustancia para mí. ¿Quiere saber por qué?
Me di cuenta de que se esforzaba por dominar la crispación.
– Tengo entendido -dije- que hizo usted que lo declarasen oficialmente muerto.
– Blanco. Exacto. Muy bien -dijo-. He cobrado el dinero de su póliza, eso ha significado su muerte para mí. Y se trata de un caso terminado y archivado, ¿entiende? Trato de rehacer mi vida. ¿Comprende lo que le digo? No me interesa Wendell ni en un sentido ni en otro. Tengo otros problemas que afrontar ahora y en lo que a mí respecta…
Se puso a sonar el teléfono y volvió la cabeza con irritación.
– El contestador recogerá la llamada.
El aparato se puso en funcionamiento y la voz de Dana recitó el saludo estándar y la frase que pedía el nombre, el teléfono y el mensaje. Sin darnos cuenta, las dos nos habíamos puesto a escuchar. «Hable después de oír la señal», sugirió la grabación del aparato. Esperamos la señal en silencio. Se oyó entonces una voz femenina que hablaba con el tonillo artificial a que incitan las máquinas.
«Hola, Dana, soy Miriam Salazar. Judith Prancer me dijo que es usted asesora de novias. Mi hija Angela se casa en abril del año que viene y quería concertar una cita previa. Le agradecería que la llamara. Gracias y hasta pronto.» -A continuación recitó un número de teléfono.
Dana se alisó el pelo y comprobó la firmeza del pañuelo que tenía anudado en la nuca.
– Es un verano de locura -comentó involuntariamente-. He tenido hasta dos y tres bodas por semana y encima he de asistir a una boda colectiva al final de la temporada.
La miré sin pronunciar palabra. Al igual que muchas personas, parecía propensa a dar información secundaria en medio de una conversación de intensa carga emocional. Ignoraba lo que iba a pasar a continuación. Esperar, supongo, hasta que comprendiese que La Fidelidad de California le reclamaría el dinero de la póliza si se demostraba que Wendell estaba vivo. No tendría que haberlo pensado, porque, nada más pasárseme la idea por la cabeza, pareció leerme el pensamiento.
– Un momento, un momento. Acabo de cobrar medio millón de dólares. Espero que la compañía de seguros no querrá que lo devuelva.
– Eso tendrá que discutirlo con la compañía. No es normal pagar por una defunción si la persona no está realmente muerta. Las compañías de seguros son así de retorcidas.
– Un momento, un momento. Si está vivo, cosa que no creo ni por un instante, pero si resulta que está vivo… yo no tengo la culpa.
– Bueno, la compañía tampoco.
– He esperado ese dinero durante años. Me habría muerto de hambre sin él. No sabe usted la larga lucha que he sostenido. Tenía dos hijos que mantener y nadie me ayudaba.
– Lo más prudente sería consultar con un abogado -dije.
– ¿Un abogado? ¿Para qué? No he hecho nada. Ya he sufrido bastante por culpa de ese miserable de Wendell Jaffe y si cree usted que voy a devolver el dinero, está apañada. Si quiere recuperarlo, pídaselo a él.
– Señora Jaffe, yo no tomo decisiones en nombre de La Fidelidad de California. Lo único que hago es investigar y presentar informes. No tengo ni voz ni voto en lo que la compañía hace y…
– Yo no he estafado a nadie -me interrumpió.
– Nadie la ha acusado de estafa.
Se llevó la mano al oído.
– Todavía. ¿No ha dicho usted «todavía» al final de la frase?
– Lo que usted quiere oír tendrá que discutirlo con la compañía. Yo sólo estoy aquí porque se me ocurrió que debería estar informada de lo que ocurre. Si Wendell se pone en contacto con usted…
– ¡Señor! ¿Le importaría ahorrarme esa monserga? ¿Por qué motivo iba a querer llamarme? Vamos, dígamelo.
– Porque sin duda ha leído en todos los periódicos mexicanos lo de la fuga de Brian.
Aquello le cerró la boca por el momento. Se quedó mirándome con la expresión asustada de quien está en un coche atascado en una vía y ve acercarse un tren de mercancías a toda velocidad.
– Lo siento, pero no puedo seguir hablando. Por lo que a mí respecta, se trata de una solemne insensatez. No tengo más remedio que pedirle que se marche. -Se puso en pie e hice lo propio.
– ¿Mamá?
Dana dio un respingo.
El hijo mayor, Michael, bajaba por la escalera. Al verme se detuvo.
– Oh, perdón. No sabía que estabas acompañada. -Era flaco y desgarbado y llevaba una mata de pelo que necesitaba un corte con urgencia. Era delgado de cara, casi guapo, tenía los ojos grandes y las pestañas largas. Vestía tejanos y una camiseta estampada con un falso escudo universitario, y calzaba zapatillas deportivas de empeine alto.
Dana le sonrió de oreja a oreja para ocultar la agitación que la atribulaba.
– Ya hemos terminado. Dime, cariño. ¿Queréis cenar ahora?
– Iba a salir. Juliet se ha quedado sin tabaco y el niño no puede prescindir de los pañales de usar y tirar. Sólo quería preguntarte si querías algo de la calle.
– Ahora que lo dices, trae una botella de leche. Apenas queda en el frigorífico. Compra una botella de dos litros de semidesnatada y, si te viene bien, un envase de litro de zumo de naranja. Hay dinero en la mesa de la cocina.
– Ya tengo yo -dijo el joven.
– Pues guárdatelo. Voy por él. -Se alejó hacia la cocina.
Michael seguía al pie de la escalera y cogió una cazadora que estaba colgada del barrote último del pasamano. Me saludó con un tímido movimiento de cabeza., confundiéndome tal vez con una de las clientes prenupciales de su madre. Era curioso, pero a pesar de que me había casado dos veces, no sabía lo que era una boda como Dios manda. Mi experiencia más cercana había sido un disfraz de novia de Frankenstein que me había puesto durante la fiesta de Halloween cuando estaba en segundo de bachillerato. Llevaba colmillos, salsa de tomate que pasaba por sangre y mi tía me dibujó en la cara varios y bien marcados puntos de sutura. Llevaba el velo sujeto a la cabeza con horquillas de pelo, muchas de las cuales había perdido ya al caer la noche. El traje de novia era una versión abreviada de un vestido de bailarina, un atuendo más bien propio de El lago de los cisnes con la falda hasta el tobillo. Mi tía le había añadido brillo llenando de pegamento y rociando a continuación con purpurina. Nunca había estado tan radiante. Recuerdo que aquella noche me contemplé en el espejo envuelta en un halo de gasa y pensando extasiada que sin duda era el vestido más hermoso que me pondría en toda la vida. Y no andaba descaminada porque desde entonces no he tenido cosa igual, y no me refiero tanto al vestido como a los sentimientos que experimenté.
Dana volvió a la sala de estar y puso en la mano de Michael un billete de veinte dólares. Ultimaron los detalles del recado. Mientras esperaba, cogí una foto con marco de plata. Parecía Wendell en la época del bachillerato, lo que equivale a decir que tenía pinta de gaznápiro y la cabeza llena de trasquilones.
Michael se fue al supermercado y Dana se acercó a la mesa junto a la cual me encontraba. Me quitó la foto de la mano y la devolvió al mueble.
– ¿Es Wendell durante el bachillerato? -dije.
Asintió distraída.
– En el Instituto Cottonwood, que cerró inmediatamente después. Su curso fue el último que terminó los estudios. Su anillo de bachiller se lo di a Michael. El universitario se lo regalaré a Brian cuando llegue el momento.
– ¿Qué momento?
– Oh, cualquier ocasión especial. Les digo que es algo que su padre y yo comentábamos siempre.
– ¿Y no es exagerar demasiado?
Se encogió de hombros.
– Que Wendell sea un sinvergüenza no significa que ellos también tengan que serlo. Quiero que se sientan orgullosos de su padre, aunque tenga que darles una imagen falsa de él. Necesitan un modelo con quien medirse.
– ¿Y les ha dado usted una versión idealizada?
– Puede que sea una equivocación, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? -dijo ruborizándose.
– Sí, claro. Sobre todo cuando el buen hombre vale tanto.
– Sé que le he atribuido virtudes que no tiene, pero no quiero difamarlo ante sus hijos.
– Entiendo el impulso. Probablemente haría lo mismo si estuviera en su lugar -dije.
Alargó la mano instintivamente y me rozó el brazo.
– Por favor, déjenos en paz. Ignoro lo que ocurre, pero no quiero que les afecte.
– No la molestaré si puedo evitarlo, pero tiene usted la obligación de ponerles al corriente.
– ¿Por qué?
– Porque podría ocurrir que Wendell no le dejara otra salida y es posible que entonces no le gustara a usted la situación.