La cafetería elegida por Harris Brown para nuestra confrontación de corazonadas era un laberinto de espacios intercomunicados con un gigantesco roble en el centro. Dejé el coche en el aparcamiento que había al lado y entré por la puerta T. Había bancos a ambos lados de un pasillo que hacía las veces de sala de espera donde los clientes permanecían sentados hasta que se les llamaba. El negocio declinaba y en el pasillo no había más que macetas de ficus a los lados y una especie de atril al fondo. La fila de ventanas que había a ambos lados del corredor permitía ver a los clientes que comían en los comedores laterales del complejo.
Di mi nombre a la camarera, una negra sesentona cuyo comportamiento sugería que estaba malgastando allí su formación. La oferta de trabajo era escasa en la localidad y seguramente daba gracias por haber conseguido aquel empleo. Al acercarme a su área vi que cogía un menú.
– Soy Kinsey Millhone y he quedado para comer aquí con un hombre llamado Harris Brown, pero antes quisiera ir al lavabo. ¿Sería usted tan amable de asignarle mesa si llegara antes de que volviese yo? Se lo agradecería.
– Desde luego que sí -dijo-. ¿Sabe por dónde se va al lavabo de señoras?
– Encontraré el camino, no se preocupe -contesté sin saber lo que decía, pobre de mí.
Habría tenido que llevar un plano o dejar un reguero de migas de pan tras de mí. Primero desemboqué en un cuarto trastero lleno de fregonas y luego crucé una puerta que conducía a la salida trasera. Deshice lo andado y miré a mi alrededor. Vi un rótulo en forma de flecha que señalaba a la derecha: TELÉFONOS. SERVICIOS. Una pista por fin. Encontré la puerta correspondiente, que por toda indicación ostentaba el perfil de un zapato de tacón alto. Solucioné la necesidad con premura y volví a la entrada. Llegué en el momento en que la camarera regresaba a su puesto de observación. Me señaló el comedor de la izquierda, un ala del establecimiento que discurría en sentido paralelo al pasillo de la entrada.
– Segunda mesa a la derecha.
Casi sin pensar, miré por las dos ventanas contiguas y vi a Harris Brown quitándose la americana. Retrocedí un paso de manera instintiva y medio me oculté detrás de un ficus. Miré a la camarera y señalé al hombre con el pulgar.
– ¿Ése es Harris Brown?
– Ha preguntado por Kinsey Millhone -dijo la camarera.
Protegida por el ficus, asomé la cabeza para mirarle. No, no había ninguna confusión. En particular porque era el único hombre que había en los alrededores. Harris Brown, el teniente de policía jubilado, era el borracho a quien había visto en el balcón del hotel de Viento Negro hacía menos de una semana. ¿Qué pasaba aquí? Sabía que había investigado la aventura fraudulenta de Jaffe, pero hacía varios años. ¿Cómo había dado con la pista de Wendell Jaffe y qué estaba haciendo en México? Y lo que era más conflictivo aún: ¿no tenía motivos acaso para preguntarme a mí lo mismo? Seguramente recordaría mi representación del papel de puta barata y aunque no había sucedido nada de lo que avergonzarse, no se me ocurría nada para explicarle mi repentina aparición en su balcón. Mientras no supiera lo que estaba pasando, no estaría segura de que me conviniera hablar con aquel hombre.
La camarera me observaba con desconcierto.
– Es demasiado mayor, ¿verdad? Habría tenido que advertirla.
– ¿Lo conoce?
– Solía venir por aquí cuando trabajaba en la policía. Todos los domingos, al salir de la iglesia, se presentaba con la mujer y los hijos.
– ¿Cuánto hace que trabaja usted aquí?
– El establecimiento es mío, querida. Samuel y yo lo compramos en 1965; Sam es mi marido. -Noté que me ardía la cara, aunque era imposible que la mujer supiese el motivo. Cuando me sonrió se le formaron sendos hoyuelos en las mejillas-. Ahora caigo -añadió-. Usted pensaba que trabajaba en este lugar porque atravesaba un periodo de vacas flacas.
Me eché a reír, confusa por resultar tan transparente.
– Y no sólo eso, sino que encima supuse que había tenido usted suerte por conseguir el empleo.
– Y no se equivocó, por lo menos hasta cierto punto. Ya me gustaría que viniera más gente. Me queda el consuelo de conservar viejos amigos como el señor Brown, aunque ya no viene tanto como antes. ¿De qué se trata? ¿Un tercero le ha concertado una «cita a ciegas» con él?
Durante un momento no supe qué decir.
– Pero ¿no estaba casado?
– Sí, lo estuvo hasta que se murió su mujer. Mire, lo primero que he pensado es que a ustedes dos les han arreglado este encuentro; y ahora no le gusta a usted el individuo.
– La cosa es un poco más complicada. Veamos… ¿podría usted hacerme un favor? -dije-. Voy a ir al aparcamiento, a la cabina telefónica. Cuando llame y pregunte por él, ¿le importaría decirle que se ponga al habla?
Me miró con recelo.
– No irá a reírse de él, ¿verdad?
– Se lo juro. Mire, esto no tiene nada que ver ni con ligues ni con prostitución, se lo digo en serio.
– Mientras no sea una burla… Yo me lavo las manos.
– Palabra de girl scout -dije, llevándome dos dedos a la sien.
Me entregó un menú de regalo que parecía un calendario de bolsillo.
– El teléfono figura en la parte superior -dijo.
– Gracias.
Anduve hacia la salida con la cara vuelta y me dirigí a la cabina telefónica que había en la esquina del aparcamiento. Dejé el menú en el minimostrador que había debajo del aparato, saqué una moneda y la introduje por la ranura. La camarera respondió al segundo timbrazo.
– ¿Oiga? -dije-. Creo que hay una persona llamada Harris Brown en…
– Voy a avisarle -repuso, interrumpiéndome con voz amable.
Brown se puso al otro lado del hilo al cabo de un momento y con la misma voz malhumorada e impaciente de que había hecho gala al hablar conmigo por primera vez. Sus modales habrían encajado perfectamente en un cobrador de morosos.
– Sí.
– Hola, teniente Brown. Soy Kinsey Millhone.
– Y yo Harris -dijo con brusquedad.
– Tiene usted que perdonarme, Harris. Quise avisarle esta mañana, antes de que saliera, pero no pude localizarle. Ha surgido un imprevisto y no tengo más remedio que darle plantón. Ya le llamaré otro día para ver qué puede hacerse.
Su disposición espiritual pareció normalizarse, lo que no dejaba de ser inquietante si se piensa que le estaba obligando a comer solo sin aviso previo.
– Tranquila -dijo-. Llámeme cuando le venga bien. -Con toda tranquilidad, con amabilidad incluso. En algún rincón de mi cabeza dejó de repiquetear un timbre de alarma, pero seguí adelante con la farsa.
– Gracias, es usted muy comprensivo y le pido perdón por la molestia.
– No se preocupe. Ah, quería decirle que me interesaría tener unas palabras con el antiguo socio de Wendell. Creo que puede saber algo. ¿Ha podido localizarle?
A punto estuve de decírselo, pero me contuve a tiempo. Claro. De eso se trataba. El bueno de Harris estaba con la mano en la pistolera y quería pasar por encima de mí para atrapar él sólito a Wendell. Levanté la voz.
– ¿Oiga? -Dejé transcurrir dos segundos-. Oigaaaa.
– ¿Oiga? -repitió.
– ¿Está usted ahí? ¿Oiga?
– Sí, estoy aquí -gritó.
– ¿Podría hablar más alto? No le oigo. Pero ¿qué le pasará a este cacharro? Esto es terrorismo puro. ¿Oiga? ¿Me oye?
– La oigo perfectamente. ¿Me oye usted a mí?
– ¿Qué?
– Pregunto si sabe usted cómo localizar a Carl Eckert. No consigo averiguar dónde para actualmente.
Cogí el auricular y golpeé con él el minimostrador.
– ¡Oigaaaa! ¡No le oigo! -exclamé-. ¿Oiga? -Y a continuación, como si estuviera furiosa-: ¡Maldita sea! -Y colgué con fuerza.
Volví a descolgar cuando se cortó la comunicación. Me quedé donde estaba, con la cara gacha, fingiendo hablar con abundancia de ademanes, mientras observaba de reojo la puerta del establecimiento. Momentos después le vi salir, recorrer el aparcamiento y subir a un Ford desvencijado. Habría podido seguirle, pero ¿con qué objeto? Tal como estaban las cosas, no creía que fuera a ningún lugar digno de interés. Estaría mucho más localizable en lo sucesivo, dado que iba detrás de un dato que estaba en mi poder.
Al abrir la portezuela de mi Escarabajo vi que la camarera me miraba por la ventana. Durante unos segundos no supe si volver sobre mis pasos para contarle una película de marcianos, cualquier cosa que la impidiera llamar a Brown para contarle la verdad sobre mi faena. Por otro lado, tampoco quería hinchar la historia más de lo que sugerían las apariencias. Lo más seguro es que Brown sólo apareciera por el lugar cada dos o tres meses. ¿Por qué resaltar un episodio que yo prefería que la señora olvidase?
Volví al bufete después de dar infinitas vueltas a la manzana para encontrar un sitio donde dejar el coche. Me da miedo calcular el tiempo que derrocho todos los días en estos menesteres. A veces me cruzo con Alison o con Jim Thicket, el pasante, que van en dirección opuesta y tan deseosos como yo de meterse en el primer hueco visible. Ojalá ganase Lonnie un caso de los buenos y nos instalara un aparcamiento privado para nosotros solos. Al final desistí y me introduje en el garaje que hay junto a la biblioteca municipal. Tendría que estar atenta al reloj para recoger el vehículo antes de que transcurrieran los primeros noventa minutos, que eran gratis. Dios me libre de pagar un solo dólar en aparcamientos si puedo evitarlo.
Ya que estaba allí, entré en el autoservicio y compré algo de comida. La previsión meteorológica que había oído en la radio del coche era jerga pura: ciclones, anticiclones, isóbaras y porcentajes; de donde infería que el hombre del tiempo sabía tanto como yo lo que iba a ocurrir. Me adentré en los jardines del Palacio de Justicia y busqué un sitio vacío y a cubierto. El cielo estaba nublado, el aire más bien fresco, los árboles goteaban todavía a causa de la lluvia que había caído por la noche. Por el momento no llovía y la hierba de aquellos jardines situados por debajo del nivel de la calle olía igual que un cementerio de algas.
Una guía turística de pelo blanco iba en cabeza de un grupo de visitantes que cruzaba en aquellos momentos el gran arco de piedra enlucida que daba a la calle. En estos jardines solía comer con Jonah en la época de nuestro romance. Ahora me resultaba difícil recordar en qué consistía su atractivo. Me comí lo que había comprado, metí los papeles arrugados y la lata de Pepsi vacía en la bolsa de papel y la tiré a la primera papelera que vi. Como si se tratase de una escena preparada, vi que Jonah avanzaba hacia mí por el césped empapado de los jardines. Tenía un aspecto estupendo a pesar de que, desde mi punto de vista, no era un nombre feliz. Alto, bien vestido, con una pincelada gris en el pelo castaño oscuro, a la altura de las sienes. No me había visto aún. Iba con la cabeza gacha y llevaba en la mano una bolsa marrón. Aunque me tentaba la idea de escabullirme, la verdad es que no podía mover los pies y no dejaba de preguntarme cuánto tardaría en advertir mi presencia. Alzó la cabeza y me miró sin reconocerme. Aguardé inmóvil y con un ligero brote de malestar. Se detuvo en seco a tres metros de distancia. Tenía briznas de hierba húmeda pegadas a los zapatos.
– Qué casualidad. ¿Cómo te va la vida?
– Bien -dije-. ¿Y a ti?
Parecía sonreír a la fuerza y con cierta turbación.
– Creo que estas preguntas ya nos las hicimos por teléfono hace unos días.
– Estamos en nuestro derecho -dije-. ¿Qué haces aquí?
Se quedó mirando la bolsa que llevaba en la mano como si estuviera confuso.
– Voy a comer con Camilla.
– Ah, claro. Trabaja aquí. Bueno, la situación os viene bien a los dos, ya que Jefatura está aquí al lado. Os podéis llevar mutuamente al trabajo en coche. -Me conocía lo suficiente para hacer caso del sarcasmo, que me salió de manera automática y sin segundas intenciones.
– No conoces a Camilla, ¿verdad? ¿Y si comiéramos los tres juntos? Camilla vendrá enseguida, en cuanto sea hora de salir.
– Gracias, pero tengo cosas que hacer -dije-. Además, no creo que a ella le interese. En otra ocasión quizá. -Jonah, por el amor de Dios, coge la indirecta, pensé. No me extraña que Camilla estuviera siempre cabreada con él.
¿Qué esposa quiere conocer a la mujer con quien se ha divertido el marido durante sus últimas crisis matrimoniales?
– Bueno, me alegro de haberte visto. Tienes buen aspecto -dijo al alejarse.
– Jonah, quiero hacerte una pregunta. Es sobre algo en lo que a lo mejor puedes ayudarme.
Se detuvo.
– Adelante.
– ¿Qué sabes del teniente Brown?
La pregunta pareció sorprenderle.
– No sé, un poco. ¿Qué te interesa en concreto?
– ¿Recuerdas que te conté que LFC me había contratado para comprobar si efectivamente Wendell Jaffe se encontraba en México?
– Sí.
– Pues Harris Brown estaba allí también. En la habitación contigua la de Jaffe.
Se quedó atónito.
– ¿Estás segura?
– No te miento, Jonah, y últimamente no sufro alucinaciones. Era él. Lo tuve así de cerca -y me puse la mano delante de la cara. Pasé por alto el detalle de que le había besado en el morro. Aún me daba escalofríos recordarlo.
– Bueno, supongo que estaría investigando por su cuenta -dijo-. No creo que haya nada malo en ello. Han pasado varios años, pero siempre tuvo fama de perdiguero.
– Vamos, que es de los que no abandonan -dije.
– Ni aunque lo cuelguen. Ve un pájaro de cuenta a lo lejos y no para hasta que lo tiene entre los dientes.
– ¿Puede utilizar los bancos de datos de la policía si está retirado?
– Oficialmente, creo que no; pero seguro que aún tiene amigos en el departamento que le ayudarían si se lo pidiera. ¿Por qué?
– No me explico cómo pudo dar con Wendell sin acceder a los bancos de datos.
Se encogió de hombros, sin dar mayor importancia al asunto.
– No me consta que tengamos esa información, de lo contrario lo detendríamos. Si el Fulano sigue vivo, hay un montón de preguntas que nos gustaría hacerle.
– Tuvo que sacar la información de alguna parte -dije.
– Vamos, vamos. Brown ha trabajado en la policía durante treinta y cinco o cuarenta años. Sabe cómo obtener información. Tiene recursos propios. Puede que alguien le diera el soplo.
– Pero ¿por qué a él? ¿Por qué no a alguien del departamento?
Se me quedó mirando y advertí que había puesto en marcha las turbinas del cerebro.
– Así, de pronto, no sabría decirte. Personalmente creo que estás hinchando el asunto, pero puedo hacer averiguaciones.
– Con discreción -le avisé.
– Toda la del mundo -dijo.
Empecé a retroceder con lentitud. Al final me di la vuelta y seguí andando. No quería caer otra vez en la órbita de Jonah. Nunca había comprendido la química que se había desatado entre nosotros. Aunque la relación parecía ya muerta, ignoraba qué había encendido la chispa al principio. Por lo que a mí respectaba, la simple proximidad podía ponerlo todo otra vez en movimiento. No me convenía aquel hombre y prefería tenerlo a distancia. Volví la cabeza y vi que me seguía con la mirada.
A las dos y cuarto sonó el teléfono de mi despacho.
– ¿Kinsey? Soy Jonah.
– Pues pareces Jimmy el rápido -dije.
– Es que hay muy poco de que informar. Se rumorea que abandonó el caso porque tenía en el asunto intereses personales que interferían en el desempeño del oficio. Invirtió todo el retiro en CSL y perdió hasta la camisa. Parece que los hijos pusieron el grito en el cielo porque había fundido todos sus ahorros. La mujer lo dejó y al cabo del tiempo cayó enferma. Al final murió de cáncer. Los hijos siguen sin dirigirle la palabra. Un culebrón.
– Pero interesante -dije-. ¿Cabe la posibilidad de que le hayan autorizado a continuar el caso?
– ¿Quién?
– No sé. El jefe superior, la CIA, el FBI…
– No creo. No hay precedentes. Lleva retirado más de un año. Nuestro presupuesto apenas da para comprar grapas. ¿De dónde obtendría los fondos? Créeme, el Departamento de Policía de Santa Teresa no gastaría ni un centavo en la búsqueda de un sujeto que a lo mejor es culpable de un delito cometido hace un lustro. Si apareciera, tendríamos unas palabras con él, pero nadie malgastaría el tiempo en una cosa así. Jaffe no le importa a nadie. Ni siquiera había orden de busca y captura contra él.
– No te enteras -repliqué-. Ahora sí la hay.
– Pues seguro que es eso lo que ha movilizado a Brown por cuenta propia.
– O sea que aún no sabemos dónde está su fuente de información.
– Puede que sea el mismo individuo que lo comunicó a La Fidelidad de California. A lo mejor se conocen.
Aquello tenía más sentido.
– ¿Te refieres a Dick Mills? Pues es verdad. Si sabía que Brown estaba interesado, puede que se lo contara. Veré si puedo enterarme de algo por este conducto. Has tenido una buena idea.
– Cuéntame lo que averigües. Me gustaría saber de qué va todo esto.
En cuanto colgó llamé a La Fidelidad de California y pregunté por Mac Voorhies. Mientras esperaba a que terminara de hablar con otra persona, me puse a meditar sobre mis malas artes. No es que estuviese arrepentida, pero tenía que tener en cuenta todas las consecuencias negativas.
Por ejemplo tendría que contarle a Mac por lo menos un poco de lo sucedido durante mi encuentro con Harris Brown en Viento Negro, pero ¿cómo hacerlo sin confesar mis pecados? Mac me conoce de sobra y no se le escapa que me salto las normas de vez en cuando, pero no le gusta que le suelten en la cara los pormenores. Al igual que a la mayoría de las personas, le gusta la pintoresca variedad del prójimo, pero no que ésta interfiera en su vida.
– Mac Voorhies -dijo.
No había acabado aún de inventar ninguna coartada, lo que significaba que iba a tener que avanzar a trancas y barrancas y contarle parte de la verdad tal como yo la veía. La mejor estrategia en estos casos consiste en apelar a nuestro férreo sentido de la sinceridad y la virtud, aunque no nos respalde ninguna buena obra. Además, he notado que si cuando hablas con otra persona finges hacerle confidencias, el interlocutor tiende a conceder mucha credibilidad a la revelación.
– Hola, Mac. Soy Kinsey. Las cosas han tomado un curso interesante y he pensado que tienes que estar al tanto. Parece que, hace cinco años, cuando se hizo pública la desaparición de Wendell, se encargó del caso un agente del Departamento de Policía de Santa Teresa llamado Harris Brown.
– Me suena el nombre. Creo que he hablado con él un par de veces -apuntó Mac-. ¿Tienes problemas con él?
– Puede que sí -dije-. Lo llamé hace un par de días y se mostró muy servicial. Teníamos que vernos hoy para comer, pero al llegar al lugar de la cita y ver al individuo, me di cuenta de que lo había visto en Viento Negro, en el mismo hotel en que se hospedaba Wendell Jaffe.
– ¿Y qué hacía allí?
– Eso es lo que quiero averiguar -dije-. No soy ninguna entusiasta de las coincidencias. En cuanto me di cuenta de que era el mismo sujeto, salí del establecimiento y cancelé la cita telefónicamente. Inventé un pretexto para no perder el contacto con él. Luego pedí a un policía que conozco que hiciera averiguaciones en el departamento y acaba de decirme que Brown perdió un buen fajo de billetes cuando se vino abajo la operación financiera de Wendell.
– Ya.
– El poli dice que a lo mejor Brown y Dick Mills se conocían de antes. Si Dick sabía que Harris Brown tenía un interés especial en el caso, puede que le comunicara el paradero de Wendell al mismo tiempo que a ti.
– Se lo preguntaré.
– ¿De verdad lo harás? Te lo agradezco mucho -dije-. Yo no lo conozco en persona y seguramente se mostrará más locuaz si le hablas tú.
– Tranquila. Yo me encargo de eso. ¿Y Wendell? ¿Tienes ya alguna pista?
– Estoy cada vez más cerca -dije-. Sé dónde vive Renata y él no puede andar muy lejos.
– Supongo que ya estás enterada de lo del chico.
– ¿Brian? ¿Ha pasado algo?
– Oh, sí. Te gustará. Lo he oído en la radio al volver de comer. Hubo un fallo informático en la cárcel. Dejaron salir a Brian Jaffe esta mañana y desde entonces nadie sabe nada de él.