Dos faroles que imitaban los de los carruajes antiguos arrojaban círculos superpuestos de luz en el porche principal. La puerta estaba flanqueada por dos paneles de vidrio. Pegué la nariz a la ventana de la derecha con las manos en las sienes. Divisé el vestíbulo y un pasillo corto que parecía dar a un salón. Los suelos del interior eran de madera noble; habían sido fregados, blanqueados y frotados con una cera de color gris claro. Las jambas de las puertas habían sido retiradas para facilitar el paso de una silla de ruedas. La fila de puertas de cristales que llenaba la pared del fondo me permitió ver todo lo que había hasta la terraza de madera del fondo.
En el sector iluminado del salón vi que los productos para limpiar el suelo habían dejado salpicaduras en la alfombra oriental. A la derecha había una escalera que giraba en ángulo hacia el primer piso. La vecina había hablado de un ascensor, pero no había ninguno a la vista. Puede que Renata lo hubiera desmontado al morir su marido. ¿Sería el pasaporte de éste el que utilizaba Wendell Jaffe actualmente? Crucé el porche hacia la izquierda. De ventana en ventana, fui viendo el interior de la vivienda, cuyas habitaciones destacaban por su aspecto pulcro y ordenado y sus superficies limpias. En la parte delantera había un estudio y una habitación que parecía de huéspedes, seguramente con cuarto de baño adjunto.
Abandoné el porche y avancé junto a la pared izquierda de la casa. El garaje estaba cerrado y seguramente protegido también por la alarma antirrobo. Inspeccioné la verja del patio trasero; por lo visto carecía de cerradura. Tiré de una anilla que colgaba de una cuerda. Se abrió el pestillo y crucé la puerta sin atreverme a respirar por si ésta estaba conectada a la alarma. Exceptuando el chirrido de los goznes, reinaba un silencio sepulcral. Solté la puerta, que se cerró sola a mis espaldas, y avancé por el estrecho sendero que había entre el garaje y la verja. Vi la rejilla de salida de un extractor de aire y deduje que al otro lado de la pared se encontraba el cuarto de la lavadora.
La terraza estaba rodeada de focos de doscientos vatios que conseguían dar la impresión de que era de día. Avancé pegada a la pared de la parte trasera de la vivienda, mientras espiaba por las puertas de cristales. Más vistas panorámicas del salón y del comedor contiguo, tras el que percibí un fragmento de cocina. Ay de mí. Me di cuenta entonces de que Renata había decorado las paredes con un papel que sólo es atractivo para los interioristas: el fondo era de un amarillo criminal y estaba sembrado de plantas trepadoras y setas. Las cortinas y la tapicería de los muebles repetían el diseño. También cabía la posibilidad de que hubiera entrado un hongo o un virus en la habitación y se hubiera reproducido contaminando hasta el último rincón. Había visto un dibujo parecido en una revista científica, esporas de moho aumentadas mil novecientas veces su tamaño real.
Crucé la terraza y bajé por la rampa hasta el agua negra del ancón. Me volví para mirar la casa. No había escaleras exteriores ni manera visible de llegar a los dormitorios de la planta superior. Retrocedí, volví a cruzar la verja y me cercioré de que no pasaban coches por la calle. Solamente me faltaba que Renata Huff volviera en aquellos instantes y me descubriera con los faros del coche al introducirse en el sendero del garaje.
Al llegar junto al buzón de la acera, mi ángel malo me palmeó el hombro y me sugirió que infringiese las leyes que protegen la intimidad de la correspondencia privada. «¡Largo de aquí, miserable!», exclamé indignada. De modo que alargué la mano, bajé la tapa y saqué el fajo de cartas repartidas aquel día. Había demasiada oscuridad en la calle para seleccionar lo que me interesaba y no tuve más remedio que guardármelas todas en el bolso. Cuánta corrupción hay en el mundo, Dios mío. A veces me meto tan profundamente en la mierda que ni siquiera yo me lo creo. Allí estaba yo, mintiendo a la vecina y robando el correo de Renata. ¿Habrá alguna vileza que no sea capaz de cometer? Por lo visto, no. Me pregunté por encima si el robo de correspondencia se penalizaba en razón del hecho o por unidad robada. Si era por lo segundo, me exponía a una buena temporada en la cárcel.
Antes de volver a casa, di un rodeo y me dirigí al domicilio de Dana Jaffe. Apagué los faros y seguí avanzando hasta detenerme en la acera de enfrente. Dejé las llaves puestas y crucé la calle en silencio. Todas las luces de la planta baja estaban encendidas. El tráfico era escaso o inexistente a aquella hora. No había vecinos a la vista ni dueños paseando a sus perros en la calle. Doblé para internarme en la oscuridad del césped. Los arbustos que crecían junto a las paredes de la casa proporcionaban el cobijo suficiente para permitirme espiar sin interferencias. Me dije que a mis restantes pecados bien podía añadir invasión de la propiedad ajena y merodeo.
Dana miraba la televisión con la cara vuelta hacia el mueble que había entre las dos ventanas de la fachada y bañada por el juego de luces de la pantalla del aparato. Encendió un cigarrillo. Tomó un sorbo de la copa de vino blanco que tenía sobre la mesa. No había ningún indicio de que Wendell anduviera por allí y nada sugería que hubiese alguien más en la casa. Sonreía de vez en cuando, seguramente a modo de reflejo condicionado por la risa pregrabada del programa y cuyas vibraciones percibía a través de la pared. Comprendí entonces que había abrigado la sospecha de que Dana estaba compinchada en secreto con Wendell, de que sabía dónde estaba ahora y dónde había estado durante todos aquellos años. Pero al verla sola, empecé a desechar la idea. Me resultaba imposible creer que Dana hubiera aceptado en secreto que Wendell dejara huérfanos a sus hijos. Los dos muchachos habían sufrido mucho durante los últimos cinco años.
Volví al coche, encendí el motor, di una vuelta prohibida de ciento ochenta grados y encendí los faros. Cuando llegué a Santa Teresa, me detuve ante el McDonald's de Milagro y me compré una hamburguesa súper y una ración de patatas fritas. Durante el resto del viaje, el coche olió a cebolla frita, coliflor en vinagre, carne cubierta de queso fundido y especias. Aparqué el coche, cogí las patatas fritas y crucé la chirriante puerta de la verja.
Las luces de la casa de Henry estaban apagadas. Entré en mi domicilio. Dejé la caja de poliuretano en el mostrador de la cocina. La abrí, utilicé la tapa como contenedor de las patatas e invertí unos minutos en rasgar a mordiscos las bolsitas de salsa de tomate, que estrujé y esparcí sobre las patatas, finas como cordones de zapato. Me encaramé a un taburete de bar y me puse a masticar la materia reciclada mientras revisaba la correspondencia que había aprehendido. Cuesta renunciar al latrocinio crónico cuando los propios delitos proporcionan tan suculenta información. Por pura casualidad instintiva había caído en mis manos el recibo del teléfono de Renata, cuyo número, no consignado en la guía, figuraba en una casilla de la parte superior, encima de una lista de todos los números de teléfonos desde los que había cargado en cuenta las llamadas que había efectuado en los últimos treinta días. La factura de la tarjeta Visa, un extracto bancario, era como un pequeño mapa de carreteras de los lugares donde habían estado Renata y «Dean DeWitt Huff». A pesar de estar muerto, el individuo recién mentado parece que se lo había pasado en grande; había preciosas muestras de su caligrafía en algunos de los recibos de la tarjeta de crédito. Los gastos en Viento Negro no se habían facturado aún, pero pude seguir la pista de la pareja desde La Paz hasta San José del Cabo y un hotel de San Diego. Ciudades portuarias, según advertí, fácilmente abordables desde el barco.
Me fui a la cama a las diez y media y dormí como un tronco; desperté a las seis, medio segundo antes de que sonara el despertador. Aparté las frazadas y cogí la ropa de deporte. Tras hacer a toda velocidad las abluciones matutinas, bajé la escalera de caracol y salí a la calle.
Aunque hacía frío, el aire estaba curiosamente cargado de una humedad sofocante, a causa del estancamiento atmosférico producido por la baja capa de nubes que cubría el cielo. La luz tenía un matiz gris perla. La playa tenía el aspecto frágil y flexible de la gamuza, estriada por los vientos nocturnos, alisada por las olas. El resfriado me estaba desapareciendo a pasos agigantados, pero no me atreví a correr mis cinco kilómetros habituales. Alterné el paso normal con el trote, con la atención puesta en los pulmones y en las punzantes quejas de las piernas. A una hora tan temprana suelo ir preparada para cualquier eventualidad imprevista. De vez en cuando veo durmiendo en la hierba a ciudadanos sin casa, sexo ni nombre o a una anciana con el tradicional carrito de la compra, sola, en cualquiera de las mesas de los merenderos. Presto especial atención a los hombres de aspecto raro que visten traje arrugado y que gesticulan, ríen o charlan con interlocutores invisibles. Estoy harta de que me incorporen a estas raras pantomimas de las que más vale alejarse. ¿Acaso sabemos el papel que representamos en los delirios de los demás?
Me duché, me vestí y devoré un tazón de cereales mientras inspeccionaba el periódico. Cogí el coche para ir al trabajo y pasé veinte desesperantes minutos en busca de un sitio para aparcar gratis. Estuve a punto de renunciar y meterme en un recinto privado, pero en el último instante me salvó una señora cuya furgoneta dejó una plaza vacía al otro lado de la calle.
Recogí y revisé el correo. No había nada de interés, salvo la notificación de que iba a ganar un millón de dólares. Bueno, o yo o las otras dos personas mencionadas. Se me informaba en letra grande de que Minnie y Steve estaban ya recibiendo en entregas de cuarenta mil dólares el millón que les correspondía por cabeza. Me puse manos a la obra, recorté los sellos que se pedían y los pegué. Leí a conciencia aquellos papeles y quedé seriamente preocupada por la posibilidad de que me tocara el tercer premio, consistente en unos esquís. ¿Y para qué rábanos los quería yo? Bueno, se los regalaría a Henry cuando fuera su cumpleaños. A continuación cogí el talonario de cheques y revisé mis cuentas por si las moscas. Mientras eliminaba esos dólares molestos que suelen escapársenos al hacer sumas, cogí el auricular y llamé a Renata Huff, sin resultado.
Había algo en mi cabeza que trataba de llamar mi atención y que no tenía nada que ver con Wendell Jaffe ni con Renata Huff. Era la alusión a la familia de Burton Kinsey de Lompoc que Lena Irwin había hecho el día anterior. A pesar de mis negativas, aquel nombre había despertado un leve rumor en mi memoria, semejante al zumbido casi inaudible de los cables de alta tensión cuando estamos en el campo. El concepto que tenía de mí misma estaba ligado en muchos aspectos a la muerte de mis padres en el accidente de tráfico que habíamos sufrido cuando yo tenía cinco años. Mi padre había perdido el control del vehículo al caer sobre el parabrisas un pedrusco que se había derrumbado por la falda de una colina empinada. Yo iba en el asiento trasero, el impacto me había lanzado hacia el delantero y durante horas había permanecido trabada en el lugar, mientras los bomberos se afanaban por rescatarme. Recuerdo el llanto desesperado de mi madre y el silencio que había reinado a continuación. Recuerdo que adelanté una mano hacia el asiento del conductor y que introduje un dedo entre los de mi padre, sin advertir que estaba muerto. Recuerdo que fui a vivir con la tía materna que me crió desde entonces, la tía Virginia. Yo la llamaba Gin Gin o tía Gin. Me había contado muy poco, por no decir nada, sobre la historia de la familia antes y después del siniestro. Sabía, porque el dato formaba parte del recuerdo, que mis padres se dirigían a Lompoc aquel día, pero hasta entonces no se me había ocurrido pensar en los motivos de aquel viaje. Mi tía no me lo había aclarado ni yo le había hecho ninguna pregunta al respecto. Dada mi curiosidad insaciable y mi natural inclinación a meter la nariz donde no me llaman, resultaba curioso advertir la poca atención que le había prestado a mi propio pasado. Me había limitado a aceptar lo que me habían contado y a construir mi mitología personal sobre datos insustanciales. ¿Por qué no había corrido el velo hasta entonces?
Me puse a pensar en mí misma, en la clase de niña que era cuando tenía cinco o seis años, aislada, solitaria. Al morir mis padres, me había forjado un mundo propio en el interior de una caja de cartón, que había llenado con mantas, almohadas y una lámpara articulable con una bombilla de sesenta vatios. Era muy particular en cuanto a la comida. Me preparaba yo misma los bocadillos, de queso y pepinillos en vinagre, o de queso a la pimienta con aceitunas, de Kraft, bocadillos que cortaba en cuatro secciones longitudinales que ponía en un plato. Todo tenía que hacerlo yo sola y no podía ser de otro modo. Recuerdo vagamente la presencia cercana de mi tía. Yo no era consciente de sus tribulaciones a la sazón, pero en la actualidad, cuando evoco su imagen, sé que tenía que estar muy preocupada por mí. El caso es que cogía la comida y me introducía en mi receptáculo, donde leía tebeos mientras comía, contemplaba el techo de cartón, canturreaba y dormía. Durante cuatro, cinco meses estuve replegada en aquel ecosistema de calor artificial, en aquel capullo de dolor. Aprendí sola a leer. Dibujaba, hacía con las manos sombras chinescas que se proyectaban en las paredes. Aprendí sola a atarme los zapatos. Puede que creyera que volverían a buscarme aquellos padres cuya cara podía proyectar en ese juego de sombras casero, en ese cine de huérfanos, de niña que hasta hacía muy poco había vivido segura y cómoda en el seno de aquella familia reducida. Aún recuerdo que sentía frío cada vez que salía al exterior. Mi tía no me molestaba. Cuando en otoño empecé a ir al colegio, salí como el cachorro sale de la madriguera. La escuela de enseñanza primaria fue un infierno. No me acostumbraba a los demás niños. No me acostumbraba ni al ruido ni a las normas. No me gustaba la profesora, la señora Bowman, cuyos ojos parecían juzgarme y emitir un veredicto que mezclaba la piedad y la reprobación. Era una niña singular. Apocada. Estaba nerviosa siempre. Ninguna de las experiencias que he afrontado hasta el presente podría compararse con los horrores de la enseñanza primaria. Por fin comprendía ahora que el pasado, fuera cual fuese, me había seguido como un fantasma de curso en curso, anexo a mi expediente, adjunto a mi ficha, de profesora en profesora, a través de las entrevistas con la dirección… ¿Qué vamos a hacer con ella? ¿Cómo vencer sus lágrimas y su obstinación? Tan transparente, tan frágil, tan tozuda, introvertida, asocial, hipersensible…
Cuando sonó el teléfono di un respingo y la adrenalina me anegó el organismo como en una inundación de agua helada. Descolgué con el corazón en la garganta.
– Investigaciones Kinsey Millhone.
– Qué hay, Kinsey. Soy Tommy, de la Penitenciaría del Condado de Perdido. El abogado de Brian Jaffe acaba de notificarnos que puedes hablar con el chico cuando quieras. No parecía muy de acuerdo, pero imagino que la señora Jaffe le ha dado instrucciones.
– ¿Tú crees? -dije, incapaz de disimular el asombro.
Se echó a reír.
– Puede que crea que vas a interceder por él y a aclarar todo este malentendido de la fuga y la joven que mataron a tiros.
– Sí, claro -dije-. ¿Cuándo puedo visitarle?
– Cuando quieras.
– ¿Qué trámites he de hacer? ¿He de preguntar por ti?
– Pregunta por el subinspector más antiguo, se llama Roger Tiller. Conoció al joven Jaffe cuando estaba en la Patrulla de Búsqueda de Menores que se escapan de casa. Podría darte mucha información útil.
– Sí, me interesa.
Colgó antes de que le diera las gracias formalmente. Sonreí, cogí el bolso y me dirigí a la puerta. Lo hermoso de los polis, cuando han llegado a la conclusión de que eres persona legal, es que son de una generosidad que derrite el corazón.
El subinspector Tiller y yo avanzábamos por el corredor con pasos desincronizados y tintineo de llaves. La cámara que había en la parte superior de un rincón no nos perdía de vista. Era un hombre mayor de lo que había esperado, próximo a la frontera de los sesenta y corpulento, con un uniforme que le quedaba ajustado a su metro setenta y tantos. Me lo imaginé al final de la jornada, quitándose la indumentaria con alivio, como una mujer cuando se quita la faja. Estaba convencida de que tenía la carne cubierta de las señales que le dejaban las hebillas y demás accesorios. Tenía el pelo amarillo rojizo y con entradas, bigote del mismo color que el pelo, ojos verdes y nariz aplastada y algo respingona, vamos, la típica cara de un chico de veintidós años. El recargado cinturón de cuero le crujía y me di cuenta de que cambiaba de postura y actitud cuando estaba en presencia de un recluso. Había cinco esperando que les abrieran una puerta de tela metálica con ventanilla. Eran veinteañeros de origen hispano, vestidos con el uniforme azul de la cárcel, camiseta blanca y sandalias de goma. De acuerdo con las normas, permanecían en silencio y con las manos atadas a la espalda. La cinta blanca que llevaban en la muñeca indicaba que eran delincuentes comunes encarcelados por delitos de tráfico y contra la propiedad.
– Dice el sargento Ryckman que conoció usted a Brian Jaffe cuando trabajaba buscando menores que faltaban a clase -dije-. ¿Cuánto hace de eso?
– Cinco años. El chico tenía doce entonces y un genio del demonio. Recuerdo que un día tuve que buscarlo y devolverlo al colegio tres veces seguidas. Concertamos un montón de encuentros con el comité de estudiantes. El psicólogo del colegio acabó dándose por vencido. Lo sentí por la madre del muchacho. Todos sabíamos lo que estaba pasando esta señora. El chico es una manzana podrida. Listo, apuesto y con una mueca de desdén que no se le borraba nunca. -Cabeceó.
– ¿Conoció personalmente al padre?
– Sí, conocí a Wendell. -Tendía a hablar sin mirar a la cara al interlocutor y el efecto resultaba curioso.
Puesto que el tema no parecía dar fruto alguno, lo intenté por otro lado.
– Primero estuvo usted en la Patrulla de Búsqueda de Menores y ahora trabaja para la Comisaría del Sheriff. ¿Por qué?
– Solicité que me concediesen categoría administrativa. Para conseguir ascensos hay que estar un año en el cuerpo de prisiones. Es lo peor que hay. El personal me cae bien en términos generales, pero hay que estar todo el santo día con luz artificial. Es como vivir en las cavernas. Y encima el aire filtrado. Preferiría recorrer las calles. Un poco de peligro nunca viene mal. Engrasa los reflejos. -Nos detuvimos delante de un ascensor del tamaño de un vagón de tren.
– Tengo entendido que Brian se fugó de un correccional. ¿Por qué lo habían encerrado?
Tiller apretó un botón y solicitó verbalmente que nos subieran hasta el nivel 2, que era donde estaban los reclusos apartados por razones médicas o administrativas. Los ascensores carecían de mandos internos, lo que impedía que los reclusos pudieran manipularlos.
– Allanamiento de morada, enseñar o empuñar un arma de fuego, resistencia a la autoridad. Estaba encerrado en Connaught, que es un centro de seguridad media. En la actualidad, los correccionales son de seguridad máxima.
– Han cambiado las cosas, ¿no? Pensaba que los correccionales eran para los menores revoltosos.
– Ya no. Antes, cualquier cosa que cometieran los menores de edad se consideraba delito menor. Los padres podían exigir ante los tribunales la asignación de funcionarios especialmente encargados de custodiarlos. Actualmente, los correccionales se han convertido en cárceles para jóvenes. Son delincuentes de lo más cruel. AMH. Asesinato, mutilación, homicidio; es el deporte favorito de muchas bandas.
– ¿Y Jaffe? ¿Cuál es su caso?
– Carece de sentimientos. Usted misma se lo verá en los ojos. No tiene nada por dentro. Cerebro sí, pero no conciencia. Es un sociópata. Por lo que sabemos fue él quien preparó la fuga y quien convenció a los otros porque necesitaba a alguien que hablase español. El plan era separarse cuando cruzaran la frontera. No sé adónde pensaba ir él, pero los otros acabaron en el depósito de cadáveres.
– ¿Los tres? Creí que uno había sobrevivido al tiroteo.
– Murió anoche sin recuperar el conocimiento.
– ¿Y la joven? ¿Quién fue el responsable de su muerte?
– Tendrá usted que preguntárselo a Jaffe, ya que es el único que ha quedado para contarlo. Muy conveniente para él y no dejará de aprovecharse de la circunstancia, se lo digo yo. -Llegamos a la sala de entrevistas del nivel 2. Tiller sacó un manojo de llaves e introdujo una en la cerradura. Abrió la puerta de la habitación vacía donde iba a encontrarme con Brian-. Antes creía que si hacíamos bien el trabajo se podía salvar a estos chicos. Ahora pienso que es pura suerte si conseguimos mantenerlos apartados de las calles. -Cabeceó y sonrió con amargura-. Me estoy volviendo demasiado viejo para este trabajo. Ya es hora de que me trasladen a un departamento más burocrático. Siéntese. El chico llegará enseguida.
La «sala» de entrevistas tenía dos metros por tres y carecía de ventanas. Las paredes, de un color beige ni mate ni brillante, carecían de adorno alguno. Aún podía percibirse el olor de la pintura plástica. Me han contado que hay un equipo que trabaja en exclusiva repintando paredes sin parar. Cuando terminan el nivel 4, tienen que volver al nivel 1 y comenzar de nuevo. Había una pequeña mesa de madera y dos sillas de armazón metálico y asiento de plástico verde. Las baldosas del suelo eran marrones. No había nada más en la habitación, salvo la cámara de vídeo que habían instalado en un rincón, cerca del techo. Ocupé la silla situada de cara a la puerta.
Cuando Brian entró en la habitación, lo primero que me llamó la atención fue su estatura, lo segundo su belleza. Era bajo para tener dieciocho años y se conducía con indecisión. Había visto aquellos mismos ojos con anterioridad, muy claros, muy azules, tan llenos de inocencia que hacía daño mirarlos. Mi ex marido Daniel tenía una característica semejante, un aire cuya dulzura parecía inagotable. Claro que Daniel era drogadicto. También un falso, en plena posesión de sus facultades y con inteligencia suficiente para conocer la diferencia entre el bien y el mal. Aquel muchacho era otra cosa. El subinspector Tiller había dicho que era un sociópata, pero yo aún no parecía creérmelo del todo. Poseía la belleza facial de Michael, pero era rubio mientras que el hermano era moreno. Los dos eran delgados, pero Michael era más alto y parecía con más sustancia.
Brian se dejó caer en la silla y las manos le quedaron colgando entre las piernas. Parecía tímido, pero quizá fuera una pose para halagar la vanidad de los adultos.
– He hablado con mi madre. Me dijo que a lo mejor venías a verme.
– ¿Te dijo qué es lo que busco?
– Algo relacionado con mi padre. Dice que tal vez está vivo. ¿Es verdad?
– Todavía no lo sabemos con certeza. Me han contratado para averiguarlo.
– ¿Conocías a mi padre? Antes de que desapareciese, quiero decir.
Negué con la cabeza.
– No. Me dieron unas fotos y me dijeron dónde lo habían visto. Vi a un individuo que se le parecía mucho, pero le perdí la pista. Espero recuperarla, pero en este momento no sé por dónde buscar. Personalmente, estoy convencida de que era él -dije.
– Es increíble, ¿no? Pensar que puede estar vivo. A mí no acaba de entrarme en la cabeza. Quiero decir que no me hago a la idea. -Tenía la boca carnosa y hoyuelos. Me costaba creer que aquella inocencia fuese fingida.
– Un poco raro sí que tiene que resultar -dije.
– Oye, tú, nada de mentiras, ¿eh? Y menos con lo que tengo encima. No me gustaría que me viera en esta situación.
Me encogí de hombros.
– Si aparece por la ciudad, no va a tardar en tener problemas.
– Sí, eso dice mi madre. No parecía muy contenta. No la culpo, después de todo lo que ha pasado. Porque, tú fíjate, si resulta que ha estado vivo todo este tiempo, lo único que ha hecho ha sido joderla.
– ¿Te acuerdas mucho de él?
– En el fondo no. Michael sí. Michael es mi hermano. ¿Lo conoces?
– Un poco. Lo vi en casa de tu madre.
– ¿Viste a Brendan, mi sobrino? Ése sí que es cojonudo. Me cae fenomenal, el cabeza de garbanzo.
Bueno, ya estaba bien de chismes. Me estaba poniendo nerviosa.
– ¿Te molesta que te pregunte sobre lo que pasó en Mexicali?
Se removió con inquietud. Se pasó la mano por el pelo.
– Diablos, es un mal asunto. Sólo de pensar en ello me pongo enfermo. Yo no tuve nada que ver con las muertes, te lo juro. Las armas las tenían Julio y Ricardo -dijo.
– ¿Y la fuga? ¿Cómo se planteó la posibilidad?
– Ya, bueno, ¿sabes? Creo que mi abogado no quiere que hable de eso.
– Sólo un par de preguntas… estrictamente confidenciales. Trato de saber lo que pasa -dije-. Me digas lo que me digas, soy una tumba.
– Mejor no -dijo.
– ¿Fue idea tuya?
– Noooo, mía no. Seguro que crees que soy imbécil. Fui un idiota por dejarme enredar… ahora me doy cuenta… pero entonces lo único que quería era salir. Estaba desesperado. ¿Has estado alguna vez entre rejas? -Negué con la cabeza-. Has tenido suerte.
– ¿De quién fue la idea? -dije.
Me miró con fijeza con aquellos ojos azules y claros como una piscina.
– Se le ocurrió a Ernesto.
– ¿Erais buenos amigos?
– ¡Qué dices! Yo sólo lo conocía porque estábamos en la misma barraca, allá en Connaught. El otro Fulano, Julio, dijo que me mataría si no le ayudaba. Yo no quería. No quería hacerlo, quiero decir, pero era un tipo fuerte, muy fuerte… y dijo que me las haría pasar canutas.
– Te amenazó.
– Sí, dijo que él y Ricardo me harían de todo.
– Que te darían por culo, vamos.
– Lo peor -dijo.
– ¿Y por qué tú?
– ¿Por qué yo?
– Sí. ¿Por qué eras tan importante para la aventura? ¿Por qué no buscaron a otro hispano si tenían intención de ir a México?
Se encogió de hombros.
– Esa gente es muy retorcida. Nadie sabe lo que tienen en la cabeza.
– ¿Qué pensabas hacer en México si no sabes español?
– Dar un rodeo. Esconderme. Llegar a Texas. Lo que yo quería sobre todo era salir de California. El sistema judicial de aquí no es precisamente de los que te favorecen.
El funcionario de prisiones llamó a la puerta para darme a entender que se había acabado el tiempo.
Había algo en la sonrisa de Brian que me había obligado a distanciarme en cierto momento. Soy embustera por naturaleza; sé que es una cualidad humilde, pero la cultivo. Probablemente sé más sobre el arte de mentir que la mitad de los habitantes del planeta. No creo que de haberme contado la verdad aquel muchacho me hubiera parecido tan sincero.