Dudé un segundo y esbozó una sonrisa que le arrugó toda la cara.
– No tenga miedo, mujer, que no soy un ogro. Mi mujer está en casa, arrancando los hierbajos del jardín. Los dos hacemos faenas domésticas, unas veces una cosa, otras veces otra. Si alguien puede localizar al señor Jaffe, somos nosotros. ¿Cómo ha dicho que se llama? -Retrocedió hasta el vestíbulo y me hizo una seña para que le siguiese. Crucé el umbral.
– Kinsey Millhone. Disculpe. Habría tenido que presentarme al principio. Mi nombre figura al pie de la fotocopia. -Nos dimos la mano.
– Mucho gusto en conocerla. Y no ponga esa cara. Yo soy Jerry Irwin. Mi mujer se llama Lena. Hace un rato que la observa mientras usted va de puerta en puerta. Tengo el estudio al fondo. ¿Le apetece un café?
– No, gracias.
– Mi mujer se va a poner contentísima -dijo-. ¿Lena? ¡¡Lenaa!!
Llegamos al estudio, una habitación pequeña y forrada de paneles de una chapa rayada y perforada para que pareciese de pino nudoso. Casi todo el espacio estaba ocupado por una mesa en forma de L y en las paredes había estanterías metálicas que llegaban hasta el techo.
– ¿Dónde estará esta mujer? Siéntese, por favor -dijo. Salió al pasillo y se dirigió a la puerta trasera.
Me senté en una silla plegable e hice una rápida inspección ocular de cuanto me rodeaba para procurarme una idea general de Irwin. Ordenador, pantalla y teclado. Muchos disquetes, archivados con pulcritud. Cajas abiertas, llenas de no sé qué ilustraciones en color, separadas entre sí por cartones. Un estante metálico a escasa altura, a la derecha de la mesa, sostenía gruesos volúmenes cuyo título no alcanzaba a descifrar. Me acerqué un poco. Heráldica general de Burke, Heráldica general Rietstap, Nuevo diccionario de apellidos estadounidenses, Diccionario de apellidos, Diccionario de heráldica. Le oí moverse por el jardín y al cabo de un rato llegó a mis oídos el murmullo de una conversación que sostenían dos personas que avanzaban hacia el estudio. Volví a tomar asiento y me esforcé por adoptar una actitud ajena a los apremios de la curiosidad. Me puse en pie cuando entraron, pero la señora Irwin me instó a sentarme de nuevo. El marido dejó la fotocopia encima de la mesa y dio un rodeo para tomar asiento. Lena Irwin era pequeñita, demasiado obesa para su estatura e iba ataviada con un pantalón ancho de campesino japonés y un blusón azul con las mangas subidas. Llevaba el cabello grisáceo recogido con pasadores y peinetas de los que se habían soltado algunas mechas húmedas. Las pecas que le salpicaban los anchos pómulos sugerían la posibilidad de que hacía décadas hubiese sido pelirroja. Llevaba las gafas de sol sujetas a la cabeza como una diadema. Puesto que había estado cavando, tenía las uñas sucias de tierra. Nos dimos la mano con un apretón polvoriento y me escrutó la cara con curiosidad.
– Soy Lena. ¿Cómo está usted?
– Muy bien, gracias. Lamento interrumpir su trabajo -dije.
Hizo un ademán para quitar importancia al asunto.
– No es un jardín interesante. Cualquier pretexto para interrumpir la faena es una bendición. Y encima hace un sol de espanto. Jerry me ha comentado por encima lo de los Jaffe.
– Me interesa Wendell Jaffe en concreto. ¿Lo conocía?
– Sabíamos quién era -dijo Lena.
– A ella la conocíamos lo suficiente para saludarla -intervino Jerry-, pero manteníamos una distancia prudencial. Perdido es una población pequeña, pero aun así nos sorprendió enterarnos de que la señora Jaffe se había mudado a este barrio. Antes vivía en una zona más decente. Nada del otro mundo, pero infinitamente mejor que ésta.
– Como es natural, siempre pensamos que era viuda.
– Ella también -dije. Les hice un rápido resumen de la hipotética modificación del estado civil de Dana Jaffe-. ¿Le ha enseñado Jerry el retrato robot?
– Sí, pero no lo he visto bien.
Jerry desplegó la fotocopia encima de la mesa y la puso en línea con el borde inferior del papel secante.
– Nos enteramos de lo de Brian por la prensa. Vaya jaleo que ha organizado ese muchacho. Cada vez que miramos hacia la casa, vemos un coche patrulla en la puerta.
Lena introdujo un cambio en la conversación.
– ¿Le apetecería tomar un café o un refresco? Se lo traigo en un minuto.
– Es igual, gracias, no se preocupe -dije-. Aún me queda mucho camino por recorrer. Estoy distribuyendo estas fotocopias por si apareciese Wendell por el barrio.
– Bueno, estaremos alerta. Como tenemos la autopista al lado, pasan por aquí muchos coches, sobre todo en las horas punta, cuando todo el mundo busca un atajo. La salida sur está a una manzana de distancia. Más abajo hay un centro comercial y también circula mucha gente a pie -dijo Lena mientras se limpiaba la tierra de las uñas-. He instalado una pequeña gestoría en el despacho que hay en la parte exterior de la casa y me paso varias horas al día junto a la ventana. Se me escapan pocas cosas, se lo digo yo. Bueno, ha sido un placer conocerla. Voy a terminar lo del jardín y, ya que lo he mencionado, trabajaré un rato con los libros de contabilidad.
– En tal caso, me marcho, pero de todos modos les agradezco la colaboración prestada.
Me acompañó hasta la puerta con el retrato robot y mi tarjeta en la mano.
– ¿Le importa si le pregunto algo personal? Su nombre de pila no es frecuente. ¿Conoce su procedencia?
– Mi madre se apellidaba Kinsey antes de casarse. Supongo que no quería que se perdiera y me lo puso de nombre.
– Se lo pregunto porque Jerry se dedica a eso desde que se retiró prematuramente. Investiga apellidos y escudos familiares.
– Ya me he dado cuenta. Kinsey es de origen británico, creo.
– ¿Y sus padres? ¿Viven aquí, en Perdido?
– Murieron hace años en un accidente de tráfico. Vivían en Santa Teresa, pero yo tenía cinco años entonces.
Se caló las gafas y se me quedó mirando por encima de los semicírculos bifocales.
– ¿Estaba emparentada su madre con la familia de Burton Kinsey de Lompoc?
– Que yo sepa, no. No recuerdo que mis padres hablaran de nadie llamado así.
Me escrutó la cara.
– Es que se parece usted una barbaridad a una amiga mía que se apellidaba Kinsey de soltera. Tiene una hija que tendrá aproximadamente la edad de usted. ¿Cuántos años tiene, treinta y dos?
– Treinta y cuatro -dije-, pero no tengo familia. El único pariente próximo era una tía de mi madre que murió hace diez años.
– Bueno, seguramente no hay ninguna relación, pero tenía que preguntárselo. Debería decírselo a Jerry para que mire en sus archivos. Tiene más de seis mil apellidos metidos en el ordenador. Averiguaría su escudo de armas y le sacaría una copia.
– La próxima vez que venga. Parece interesante. -Ya veía el escudo de armas de los Kinsey estampado en un estandarte real. Lo pondría junto a la armadura de la antesala del refectorio principal de palacio. Puede que fuera el detallito que me faltaba en las ocasiones donde lo fundamental es impresionar al prójimo.
– Diré a Jerry que se lo mire. -Al parecer estaba totalmente decidida-. No es genealogía… no traza el árbol genealógico de nadie. Lo que hace es informar sobre el origen del apellido.
– No hace falta que se moleste -dije.
– No es molestia. Le gusta. Trabajamos en el mercadillo dominical de Santa Teresa. Debería hacernos una visita. Tenemos un puesto cerca de los muelles.
– Quizá lo haga. Y perdonen por haber abusado de su amabilidad.
– No hay por qué. Estaremos alerta.
– Magnífico. Por favor, no duden en llamarme si ven algo sospechoso.
– Descuide.
Le hice un ademán de despedida con la mano, bajé los peldaños del porche y oí que la puerta se cerraba a mis espaldas.
Cuando terminé de recorrer la manzana, delante de la casa de Dana había aparcado un camión rojo de una empresa local de mudanzas y dos sujetos fornidos bajaban un somier por la escalera. El cancel estaba abierto de par en par y vi que los trabajadores hacían un esfuerzo al girar el mueble. Michael les ayudaba, seguramente para ahorrar tiempo y dinero. Una joven que supuse era Juliet, la mujer de Michael, salía del edificio de vez en cuando con un niño en la cadera, se quedaba en la hierba enfundada en sus blancos pantalones cortos y mecía y hacía carantoñas a la criatura mientras observaba las operaciones de los empleados. Las puertas del garaje estaban abiertas y vi un VW descapotable de color amarillo con el asiento trasero lleno hasta el techo de los cachivaches que nadie confía nunca a los empleados de las compañías de mudanzas. No vi el coche de Dana y deduje que estaba fuera haciendo recados.
Abrí mi vehículo, me senté ante el volante y me moví durante un rato sin hacer nada en realidad. Nadie parecía prestarme atención, ya que todos estaban demasiado ocupados con la mudanza para reparar en mí. Al cabo de una hora, el camión estaba lleno con los muebles que la pareja iba a llevarse consigo. Michael, Juliet y la criatura se instalaron en el VW y el vehículo reculó por el sendero de entrada. Cuando el camión arrancó y se alejó de la acera, Michael fue tras él. Aguardé unos minutos y me uní a la procesión a una distancia prudencial. Michael conocía seguramente un atajo, porque no tardé en perderlo de vista. Por suerte pude localizar el camión en la autopista, a unos metros de distancia. Nos dirigimos al norte por la 101 y dejamos atrás dos accesos. El camión entró en el tercero, giró a la derecha, luego a la izquierda para enfilar por Calistoga Street y se introdujo en un barrio de Perdido que todo el mundo llama los Bulevares. El camión redujo por fin la velocidad y se detuvo junto a la acera en el momento en que el VW aparecía por el otro extremo de la calle, en dirección opuesta.
La casa a la que se trasladaban parecía construida en los años veinte: fachadas enlucidas con un yeso entre beige y rosado, recibidor diminuto y jardín fragmentado. Los marcos de las ventanas estaban pintadas de un rosa más oscuro con una fina franja de color azul. Yo había estado por lo menos en media docena de casas exactamente iguales. El interior no tendría más de ochenta y cinco metros cuadrados: dos dormitorios, cuarto de baño, sala de estar, cocina y un pequeño cuarto para la lavadora y otros útiles en la parte de atrás. A la derecha había un agrietado sendero de entrada que conducía a un garaje biplaza que se alzaba al fondo con lo que parecía un apartamento de soltero en la parte superior.
Los empleados se pusieron a descargar. Si se fijaron en mí, no lo manifestaron. Tomé nota del número de la casa y del nombre de la calle, arranqué y volví a casa de Dana. No tenía motivo justificado alguno para hablar con ella otra vez, pero me hacía falta su colaboración y quería establecer un vínculo con ella, el que fuese. La vi en el momento en que llegaba y giraba por el sendero de entrada. Dejó el coche en el garaje y recogió unos paquetes antes de abrir la portezuela del vehículo. Nada más verme advertí que se le coloreaban las mejillas. Cerró el coche dando un portazo, salió del garaje y avanzó hacia mí por el césped. Llevaba tejanos ajustados, camiseta blanca y zapatillas deportivas, y se sujetaba el pelo con un pañuelo blanquiazul de algodón. Las bolsas de papel que transportaba parecían emitir crujidos generados por la agitación interior de la mujer.
– ¿Qué quiere ahora? Esto es ya una invasión intimidatoria.
– Se equivoca -dije-. Queremos localizar a Wendell y usted es el punto más lógico para empezar a buscar.
– La avisaré si lo veo -dijo en un tono de voz más grave; los ojos le brillaban de cólera y determinación-. Si mientras tanto no se mantiene usted lejos de mi casa, llamaré a mi abogado.
– Dana, no soy su enemiga. Procuro hacer bien mi trabajo. ¿Por qué no me ayuda? Alguna vez tendrá que afrontar los hechos. Cuéntele a Michael lo que pasa. Cuénteselo también a Brian. Si no, tendré que intervenir y hacerlo yo misma. Necesitamos su cooperación.
La nariz se le enrojeció y se le formó un triángulo de furia alrededor de la boca y la barbilla. Los ojos se le humedecieron y apretó los labios con rabia.
– No me diga lo que tengo que hacer. Yo sé lo que me conviene.
– ¿Entramos y lo discutimos tranquilamente?
Miró las casas de la acera de enfrente. Sin decir palabra, se dio la vuelta y avanzó hacia la puerta principal mientras sacaba las llaves del bolso que llevaba colgado del hombro. Fui tras ella, crucé el umbral y cerré a mis espaldas.
– Tengo cosas que hacer. -Dejó el bolso y los paquetes en el último peldaño y subió las escaleras que conducían a los dormitorios del primer piso. Titubeé mientras la veía subir y desaparecía. No me había dicho que no fuera tras ella. Subí los peldaños de dos en dos, al llegar al descansillo miré a la derecha y localicé la habitación vacía que Michael y Juliet aparentemente habían dejado libre. En el pasillo, delante de la puerta, había un voluminoso aspirador de carrito con el cordón bien enrollado y con los accesorios de limpieza todavía puestos. Supuse que Dana lo había dejado allí con la esperanza de que un alma caritativa limpiara la habitación tras vaciarla de muebles. Nadie, por lo visto, había aceptado la oferta. La vi en el centro del dormitorio, inspeccionando las paredes y tratando de adivinar (supongo) por dónde convenía empezar la limpieza. Me detuve en la puerta y me apoyé en la jamba, procurando no romper la frágil tregua que había entre ambas. Cuando me miró, había desaparecido de su cara toda la hostilidad inicial.
– ¿Tiene usted hijos? -Negué con la cabeza-. Así queda todo cuando se van -añadió.
La habitación tenía un aire desolado. Vi sobre la moqueta el rectángulo de color más claro que señalaba el lugar donde había estado la cama de matrimonio. El suelo estaba alfombrado de perchas de la ropa y la papelera rebosaba de objetos desechados en el último instante. El ángulo formado por las paredes y la moqueta estaba cubierto de pelusa y bolas de polvo. Había una escoba apoyada contra la pared, con un recogedor al lado. En el alféizar de la ventana había un cenicero con un montón de colillas, coronado en delicado equilibrio por un estrujado paquete vacío de Marlboro Light. No vi cuadros ni fotos. Supuse que la joven pareja estaba todavía en esa fase del interiorismo en que se adornan las paredes con carteles rockeros y de agencias de viajes. Las marcas que habían dejado en las paredes eran inconfundibles. Faltaban las cortinas y los vidrios de la ventana estaban cubiertos por una fina película del humo del tabaco, por lo que inferí que no habían sido limpiadas desde que los «chicos» se habían instalado en la casa. Ni siquiera de lejos me había parecido Juliet de las que se arrodillan en el suelo para pasar el trapo por los zócalos. Aquello era cosa de mamá. Sospechaba que Dana se pondría a limpiarlo cuando se viera libre de mí.
– ¿Puedo ir al lavabo? -pregunté.
– Haga lo que quiera. -Cogió la escoba y se puso a barrer el polvo de los rincones. Mientras desenterraba los restos evidenciadores de la presencia de Michael, me dirigí al cuarto de baño. Se habían llevado la alfombrilla y las toallas. El botiquín estaba abierto y no había en él más que el pegajoso cerco que había dejado un medicamento contra la tos en el estante de abajo. Los vítreos estantes superiores estaban cubiertos por una capa de polvo. Los ruidos resonaban de manera insólita sin la amortiguadora influencia de la cortina de la ducha. Utilicé el último resto de papel higiénico, me lavé las manos con agua, ya que no había jabón, y me las sequé en los tejanos, pues tampoco había toallas. Se habían llevado hasta la bombilla del aplique de pared.
Volví al dormitorio, mientras calculaba en qué podría ayudar a Dana. No vi por lado alguno ni trapos del polvo ni esponjas ni ningún otro utensilio de limpieza. Dana seguía ensañándose con el polvo, como si se tratase de una terapia.
– ¿Cómo está Brian? ¿Lo ha visto ya?
– Me llamó anoche mientras se formalizaba la nueva acusación. Su abogado fue a verlo, pero no sé de qué hablaron. Sospecho que hubo problemas durante el traslado porque lo tuvieron aislado.
– ¿En serio? -dije. Seguí contemplándola mientras barría; el contacto de la escoba con la moqueta producía un crujido tranquilizador-. ¿Cómo empezó a meterse en líos? ¿Qué le pasó a Brian?
Al principio pensé que no quería responderme. El polvo saltaba de los resquicios en forma de bolas e hilachas. Cuando hubo recorrido todo el perímetro de la habitación, dejó la escoba a un lado y buscó un cigarrillo. Invirtió unos segundos en encenderlo, mientras la pregunta seguía flotando en el aire que mediaba entre nosotras. Sonrió con amargura.
– Todo se remonta al momento en que empezó a faltar a clase. Al morir Wendell… bueno, cuando desapareció y el escándalo saltó a los periódicos, fue Brian quien acusó el impacto. Empezamos a sostener batallas muy reñidas cada vez que tenía que levantarse para ir a clase. Tenía doce años entonces y no quería ir de ninguna de las maneras. Decía que le dolía la cabeza y el estómago. Le daban ataques de furia. Lloraba. Suplicaba que le dejara quedarse en casa. ¿Qué podía hacer yo? Decía: «Mamá, todos los chicos de la escuela saben lo que hizo papá. Todos le detestan y me detestan a mí también». Me esforcé por explicarle que lo que su padre había hecho no tenía nada que ver con él, que eran cosas distintas y que él no era responsable en absoluto, pero no pude convencerle. No lo aceptaba. Por otra parte, tengo la sospecha de que sus compañeros no cesaban de pincharle. No tardó en enzarzarse en peleas violentas, en saltarse clases y en faltar definitivamente a la escuela. Cometió actos de vandalismo y hurtos. Fue una pesadilla. -Sacudió el cigarrillo sobre el ya saturado cenicero y dejó caer un centímetro de ceniza en una grieta abierta entre dos colillas.
– ¿Y Michael?
– Su conducta fue diametralmente opuesta. A veces pienso que Michael utilizó los estudios para borrar la verdad. Allí donde Brian era hipersensible, Michael parecía anestesiado. Hablamos con asesores estudiantiles, con profesores. Ya ni sé con cuántos funcionarios consultamos. Todos tenían teorías, pero por lo visto no funcionaba ninguna. La ayuda que necesitábamos sólo nos la podía proporcionar el dinero, pero yo no tenía. Brian era muy inteligente y parecía tener cualidades. Tenía el corazón destrozado. Wendell era así en muchos aspectos, no se crea. El caso es que yo no quería que los chicos pensaran que se había suicidado. El habría sido incapaz de algo así. Estaba felizmente casado y adoraba a sus hijos. Era muy hogareño y todo lo que deseaba lo había encontrado en su familia. Puede usted preguntar a cualquiera. Estaba convencida de que jamás habría hecho nada adrede que nos perjudicase. Siempre he creído que fue Carl Eckert quien manipuló los libros de contabilidad. Puede que Wendell no supiera afrontar la situación. No niego que tuviera sus debilidades. No era perfecto, pero lo intentaba.
No hice caso de lo que me dijo, ya que no me sentía con ganas de cuestionar su versión de los hechos. Saltaba a la vista que se esforzaba inútilmente por enmendar la historia de la familia. Los muertos son siempre más fáciles de camuflar. Se les puede atribuir cualquier actitud o motivo sin temor de que nos lo desmientan.
– Supongo que la diferencia entre Brian y Michael no se limitará a lo que usted ha apuntado -dije.
– Bueno, Michael es el más estable, en parte porque es el mayor y tiene instintos protectores. Siempre ha sido muy responsable, gracias a Dios. Fue la única persona en quien pude confiar plenamente después de que Wendell… después de lo que le ocurrió a Wendell. En particular estando Brian fuera de control. Si Michael tiene algún defecto, es su excesiva seriedad. Siempre se esfuerza por hacer lo justo, como lo demuestra el caso de Juliet. Nadie le obligó a casarse.
Guardé silencio porque me di cuenta de que Dana acababa de dar en una de las claves de la situación. La buena señora suponía que yo estaba ya al tanto de los hechos. Al parecer, Juliet estaba embarazada cuando Michael se casó con ella. Continuó con aquel diálogo que tenía mucho de monólogo.
– Dios sabe que Juliet no le exigió nada. Quería tener el niño y necesitaba dinero, pero no insistió en legalizar la situación. Fue idea de Michael. No sé si buena o mala, pero hoy por hoy no pueden quejarse.
– ¿Le ha supuesto alguna molestia que se hospedaran aquí?
Se encogió de hombros.
– Al contrario, en términos generales me gustaba. Juliet me saca de quicio de vez en cuando, pero más que nada porque se hace la independiente. Todo lo tiene que hacer a su aire. Es experta en todo. Porque sólo tiene dieciocho años, claro. Sé que se debe a su inseguridad, pero no por ello deja de ser irritante. No soporta que yo la ayude ni tolera las sugerencias. No tiene ni idea de lo que significa ser madre. Bueno, la verdad es que quiere al pequeño con locura, pero lo trata como si fuera un juguete. Tendría que verla cuando lo baña. Le aseguro que no es un espectáculo apto para cardiacos. ¿Sabe que deja al niño sobre el poyo del extremo de la bañera mientras va en busca de pañales limpios? Es un milagro que no se haya desnucado ya.
– ¿Y Brian? ¿También vive aquí?
– Compartía un piso con Michael hasta este último incidente. Cuando Brian fue juzgado y empezó a cumplir condena, Michael no pudo costear solo el piso. No gana mucho dinero y además estaba Juliet. Ella insistió en quedarse aquí desde el momento en que se casaron.
Advertí la habilidad con que trataba de salirse por la tangente. Me hablaba de un embarazo imprevisto, de una boda precipitada y de los problemas económicos resultantes. Ni una sola palabra acerca de la fuga del hijo encarcelado y de la persecución a tiros hasta la frontera; al parecer eran casualidades, incidentes, hechos misteriosos de los que nadie era responsable.
Creo que se dio cuenta de lo que me pasaba por la cabeza porque cambió de conversación inmediatamente. Salió al pasillo, cogió el aspirador y lo arrastró; las ruedas del aparato producían un chirrido agudo. Mi tía decía siempre que donde hubiese un aspirador sencillo, de palo, manguera y bolsa, que se quitaran los de carrito. Me pregunté si no estaría aquí la metáfora axial que gobernaba la vida de Dana. Buscó la toma de corriente más próxima y tiró del cordón para enchufarlo…
– Puede que lo que le pasa a Brian sea culpa mía. Dios sabe que ser madre viuda es lo más duro que me ha tocado en este mundo. Cuando además no se tiene ni un centavo, es imposible salir adelante. Brian debería haber tenido lo mejor. En cambio, no ha tenido ni siquiera quien le aconsejara. Sus problemas han sido fruto de una confabulación de circunstancias y no creo que sea totalmente responsable.
– ¿Podría hablar con sus hijos de mi parte? No quiero inmiscuirme, pero voy a tener que hablar con Brian.
– ¿Por qué? ¿Para qué? Si Wendell aparece, ello nada tiene que ver con él.
– Puede que sí, puede que no. Lo del tiroteo de Mexicali apareció en todos los periódicos. Sé que Wendell leía la prensa en Viento Negro. Es lógico pensar que haya tomado esta dirección.
– Pero usted no tiene pruebas de eso.
– No. Pero supongamos que es así. ¿No cree que Brian debería saber lo que ocurre? No querrá usted que cometa ninguna tontería, ¿verdad?
Pareció meditar aquello. La vi barajar las distintas posibilidades. Quitó del aspirador el accesorio para la tapicería, le puso el de suelos y moquetas, y acopló el manillar.
– Creo que tiene razón. Tal como están las cosas, no es probable que empeoren. Pobre criatura -dijo.
Preferí ocultarle que la imagen que yo tenía de Brian se parecía más bien al cebo de una ratonera.
Sonó el teléfono en el pequeño despacho de la planta baja. Dana se enzarzó en una descripción de las desdichas de Brian, pero yo tenía el oído puesto en el mensaje que le dejaban en el contestador automático y que me llegaba racheado por el hueco de la escalera.
«Hola, Dana. Soy Ruth. ¿Sabes que Bethany tiene un pequeño problema con la encargada de catering que recomendaste? Dos veces le hemos pedido una lista detallada de lo que nos va a costar por cabeza la comida y la bebida de la recepción y hasta ahora no ha respondido. Pensamos que tal vez sería conveniente que tú misma hablases con ella y la convencieses. Estaré aquí toda la mañana, o sea que me localizarás en este número. Gracias. Luego hablaremos. Hasta pronto.»
Me pregunté por encima si Dana explicaría a las jóvenes novias los problemas que tendrían cuando terminara el jaleo de la boda: aburrimiento, celulitis, desinterés, fricciones por el tema sexual, dinero, vacaciones en familia y quién recoge la ropa sucia. Puede que se tratara de mi natural escepticismo que afloraba a la superficie, pero una lista detallada de los costes por persona de la comida y la bebida me parecía una minucia en comparación con los conflictos que generaba el matrimonio.
– … generoso, atento y servicial. Encantador y divertido. Con un coeficiente intelectual muy elevado. -Se refería a Brian, el presunto asesino adolescente. Sólo una madre habría calificado de «encantador y divertido» a un joven que acababa de escaparse del reformatorio dejando tras de sí un reguero de cadáveres. Se me quedó mirando con cara de expectación-. Quiero volver a instalar aquí mi dormitorio y tengo que adecentar la habitación. ¿Tiene más preguntas que hacerme antes de que me ponga a pasar el aspirador?
No se me ocurría ninguna, así de pronto.
– Por ahora no.
Le dio al interruptor y el aspirador se puso en marcha, emitiendo un zumbido ensordecedor que imposibilitaba toda charla. Cuando crucé la puerta de la calle, seguía oyendo el zumbido.