Volví a circular por la carretera. Empezaba ya a creer que las torturas del Infierno se resumían en aquel circuito interminable entre Santa Teresa y Perdido. Al doblar la esquina para entrar en la calle de Dana Jaffe, vi aparcado delante de la casa un vehículo de la Comisaría del Sheriff del Condado. Aparqué en la acera de enfrente, unas casas más allá, y busqué signos de vida en el porche. Llevaría allí diez minutos cuando vi al vecino de Dana, Jerry Irwin, que volvía de su footing vespertino. Corría apoyándose en el pulpejo de los pies, casi de puntillas, con la misma inclinación de la espalda que cuando se movía normalmente. Llevaba pantalón corto a cuadros, camiseta blanca, calcetines negros y calzado deportivo. Tenía la cara rojiza, el pelo gris se le había apelmazado a causa del sudor y llevaba las gafas sujetas con una goma redonda que se le clavaba en la carne. Recorrió en un arranque el trecho que le quedaba con movimientos desgarbados que parecían los saltitos afectados e irregulares que daría una persona que corriese descalza sobre alquitrán caliente. Bajé el cristal de la ventanilla del copiloto.
– Eh, Jerry. ¿Qué tal estamos? Soy Kinsey Millhone.
Se inclinó hacia delante jadeando y apoyó las manos en las huesudas rodillas mientras recuperaba el aliento. Por la ventanilla entró una vaharada de sudor.
– Muy bien. -Uf, aj, uf-. Un minuto. -Así no iba a parecer nunca un atleta. Más bien tenía aspecto de un hombre que está a punto de mirar a los ojos a la muerte. Se puso las manos en la cintura y se echó atrás exclamando: «¡Uaaah!». Aún le faltaba el aliento, pero se las arregló para recuperar la compostura. Se me quedó mirando con la cara contorsionada por el esfuerzo. Las gafas empezaban a empañársele-. Iba a llamarla. Hace un rato me ha parecido ver a Wendell por los alrededores.
– ¿En serio? -dije-. Ande, suba. -Quité el seguro de la portezuela, la abrió y se deslizó en el asiento.
– Bueno, no estoy totalmente seguro, pero se le parecía muchísimo y llamé a la policía. Ha venido un ayudante del sheriff. ¿No lo ha visto?
Volví a mirar el porche de Dana, que seguía desierto.
– Sí, lo veo, lo veo. ¿Se ha enterado de lo de Brian?
– A ese muchacho tiene que protegerle el ángel de la guarda -dijo Jerry-. ¿Cree usted que volverá a su casa?
– Es difícil saberlo. Sería una estupidez… su casa es el primer lugar donde le buscará la policía -dije-. Aunque puede que no tenga otra alternativa.
– No creo que su madre lo acepte.
Nos quedamos mirando la casa de Dana en espera de que ocurriese algo. Armas desenfundadas, jarrones saliendo por la ventana… Pero no sucedía nada en absoluto. Silencio sepulcral, la fachada gris oscuro con aspecto frío y desolado.
– He venido a verla, pero creo que será mejor esperar a que se vaya el ayudante del sheriff. ¿Cuándo vio a Wendell? ¿Hace mucho?
– Una hora o así. En realidad fue Lena quien lo vio. Me llamó en el acto para que echase una ojeada. No acabamos de saber con seguridad si era él, pero me pareció que valía la pena dar parte. No creí que enviasen a alguien.
– Puede que enviaran a un agente al comprobar la ausencia de Brian. No he oído las noticias. ¿Y usted?
Negó con la cabeza y se secó la frente sudorosa con la camiseta. El coche comenzaba a oler a vestuario de gimnasio.
– Puede que Wendell haya vuelto por ese motivo -dijo.
– Eso pensé yo también en su momento.
Se olisqueó la axila y tuvo la honestidad de arrugar la nariz.
– Será mejor que me duche, no quiero que le apeste el coche. Si lo cogen, avíseme.
– Descuide. Seguramente iré a casa de Michael para completar así la ronda. Presumo que la policía le leerá la cartilla en lo concerniente a encubrimientos y complicidades.
– Ojalá sirva para algo.
Cuando Jerry se fue bajé las ventanillas del coche. Pasaron diez minutos y el ayudante del sheriff apareció en la puerta. La mujer salió detrás y los dos se quedaron hablando en el porche. El agente contemplaba la calle. Incluso de lejos se apreciaba su expresión decidida. Dana parecía muy peripuesta; la minifalda de algodón acentuaba la longitud de sus piernas; llevaba además una camiseta de color azul marino y zapatos bajos; se había recogido el pelo con un pañuelo de un rojo encendido. La actitud del agente sugería que la presencia de la mujer no le resultaba indiferente. La conversación parecía encaminarse a un punto muerto, el lenguaje corporal era cauteloso y tenía un ligero matiz de hostilidad. Supongo que sonó el teléfono de la casa porque Dana se volvió para mirar hacia el interior. El hombre asintió y bajó los peldaños mientras Dana cruzaba la puerta con rapidez.
Nada más alejarse el vehículo del agente, bajé del mío y crucé la calle. Dana había dejado abierta la puerta principal, aunque el cancel estaba cerrado. Di unos golpes en el marco de metal, pero Dana, por lo visto, no me oyó. La vi paseándose con la cabeza, inclinada y el auricular sujeto entre el hombro y la mandíbula. Encendió un cigarrillo y aspiró una profunda bocanada de humo.
– Hazle tú las fotos si quieres -decía-, pero quedarían mejor si las hiciera un profesional… -La interrumpió la persona con quien hablaba y advertí que fruncía el entrecejo. Se quitó una mota de tabaco de la lengua. Se puso a sonar la otra línea-. Bueno, sí, eso es verdad y sé que parece mucho dinero. En ese aspecto, sí… -La otra línea siguió sonando-. Comprendo lo que dices, Debbie… Lo entiendo y me hago cargo, pero no es un asunto en el que tenga sentido ahorrar unos dólares. Habla con Bob, a ver qué dice. Me llaman por la otra línea… De acuerdo. Hasta luego. Te llamaré enseguida. -Apretó el botón de la otra línea-. La Casa de la Novia -dijo. A pesar de la tela metálica del cancel, me di cuenta de que cambiaba de actitud-. Ah, hola. -Se puso de espaldas a la puerta y bajó la voz hasta un punto que fui incapaz de distinguir. Dejó el cigarrillo medio consumido en el borde de un cenicero y se miró en el espejo que colgaba de la pared al lado del escritorio. Se pasó la mano por el pelo y se limpió un poco de rímel que se le había corrido-. No lo hagas -dijo-. Te digo que no quiero que lo hagas…
Me volví para inspeccionar la calle, sin saber si debía llamar otra vez a la puerta. Puede que Brian o Wendell acecharan entre los arbustos, pero no vi a ninguno de los dos. Volví a mirar por el cancel en el momento en que Dana terminaba la conversación y devolvía el auricular al aparato, que estaba encima de la mesa. Al verme a través de la tela metálica, dio un respingo y automáticamente se llevó la mano al corazón.
– Dios mío, me ha dado usted un susto de muerte -dijo.
– La he visto hablar por teléfono y no he querido interrumpirla. Me he enterado de lo de Brian. ¿Puedo pasar?
– Un momento -dijo. Se acercó, abrió el cancel y retrocedió para dejarme pasar-. Estoy preocupadísima. No sé adónde habrá ido, pero tiene que entregarse. Le acusarán de haberse evadido si no aparece pronto. Acaba de estar aquí un ayudante del sheriff y me ha tratado como si lo tuviera escondido debajo de la cama. No me lo ha dicho así, pero ya sabe usted cómo es la policía, fanfarronería, sentido del deber y nada más.
– ¿No sabe usted nada de Brian?
Negó con la cabeza.
– Tampoco su abogado, cosa que no me gusta nada -dijo-. Brian necesita estar al tanto de su situación legal. -Pasó a la sala y se sentó en el extremo del sofá que le quedaba más próximo. Me dirigí al otro extremo, me senté en el brazo y le hice una pregunta para ver qué respondía.
– ¿Quién la ha llamado?
– Carl, el antiguo socio de Wendell. Supongo que se ha enterado de la noticia. Cada vez que pasa algo relacionado con Brian, el teléfono no deja de sonar. Me ha llamado incluso gente de la que no sabía nada desde la escuela primaria…
– ¿Está usted en contacto con él?
– Él está en contacto conmigo, aunque en el fondo no nos aguantamos. Siempre he dicho que influyó negativamente en Wendell.
– Ya pagó por ello -dije.
– ¿Y los demás no? -replicó.
– ¿Se sabe ya cómo pudo salir Brian de la cárcel? Cuesta creer que el ordenador cometiese una equivocación de ese calibre.
– Ha sido cosa de Wendell. No me cabe la menor duda -dijo. La vi mirar en derredor, en busca del tabaco. Se acercó a la mesa y apagó el cigarrillo que había dejado encendido en el cenicero. Cogió una cajetilla y un mechero y volvió al sofá. Fue a encender un cigarrillo, pero cambió de idea, ya que las manos le temblaban demasiado.
– ¿Y cómo pudo acceder al ordenador de la Comisaría del Sheriff?
– No lo sé, pero fue usted quien lo dijo: Wendell ha vuelto a California por Brian y Brian se ha escapado de la cárcel. ¿Se le ocurre algún otro motivo?
– Estos ordenadores están bien protegidos, en teoría. ¿Cómo cree que pudo introducir en el sistema, sin autorización, una orden de libertad carcelaria?
– Puede que haya aprendido a abrirse paso en los cinco años que ha estado por ahí -dijo con sarcasmo.
– ¿Ha hablado con Michael? ¿Sabe ya que Brian está fuera?
– Fue lo primero que hice. Michael se fue a trabajar temprano. En realidad he hablado con Juliet y Dios sabe que he hecho lo posible por meterle el miedo en el cuerpo. Está chiflada por Brian y no tiene dos dedos de frente. La he obligado a jurar que me llamaría si sabían algo de él.
– ¿Y Wendell? ¿Cree usted que conocerá el nuevo domicilio de Michael?
– ¿Y por qué no? Sólo tiene que llamar a información. Su teléfono figura en la guía. No es ningún secreto. ¿Por qué lo pregunta? ¿Cree que Brian y Wendell han planeado reunirse en casa de Michael?
– Yo no sé nada. ¿Y usted?
Meditó unos instantes.
– Cabe la posibilidad -dijo. Puso las manos entre las rodillas para que le dejaran de temblar.
– Me voy -dije.
– Yo no pienso apartarme del teléfono. Si se entera de algo, avíseme.
– Descuide.
Salí de la casa y puse rumbo a Perdido Keys. Lo que más me preocupaba por el momento era el paradero de la embarcación de Renata. Si era verdad que Wendell se las había arreglado para sacar a Brian de la cárcel, su siguiente paso sería sacarlo del país.
Aparqué junto a un McDonald's, fui a la cabina telefónica del aparcamiento y llamé a Renata, pero no hubo suerte. Como ya no recordaba cuánto hacía que no me llevaba nada a la boca, aproveché que estaba en aquel lugar para comer un poco: una superhamburguesa con queso y una ración doble de patatas fritas, que me llevé al coche. El olor de la comida rápida borró por lo menos las últimas huellas del sudor de Jerry Irwin.
Al llegar a la casa de Renata vi que la puerta doble del garaje estaba abierta totalmente y que en ninguna parte estaba el Jaguar. Vislumbré el barco en el entrante de mar, dos palos que sobresalían por encima de la valla. En la casa no había luz encendida alguna ni tampoco señales de actividad. Estacioné el VW a tres casas de distancia, devoré la comida y cuando me la hube terminado, recordé que ya había comido aquel día. Miré el reloj. Bah, hacía horas que había hecho la digestión. Dos mejor que una, en cualquier caso.
Me quedé en el coche y esperé. Como la radio no funcionaba y no me había llevado nada para leer, me puse a meditar sobre la inesperada adquisición de vínculos familiares. ¿Qué iba a hacer a propósito de aquellas personas? Abuela, tías, primas de toda índole… la verdad es que a ninguna se le había quitado el sueño por mi culpa. No me gustaba aquella mezcolanza de sentimientos encontrados. Casi todos eran negativos. En ningún momento me había parado a pensar en el hecho de que mi padre fuese cartero. Lo sabía, desde luego, pero saberlo no había tenido consecuencias y en términos generales no había tenido ningún motivo para reflexionar sobre su significado. La de noticias que daría diariamente… buenas y malas, deudas y giros postales, cuentas pendientes y cuentas saldadas, acciones y obligaciones, billetes fuera de circulación, chismorreos sobre niños que nacen y antiguos amigos que fallecen, cartas de ruptura de compromiso… tal era la misión que le habían encomendado en este mundo, una ocupación que mi abuela consideraba demasiado plebeya para tenerse en cuenta. Puede que Burton y Grand creyeran realmente que era responsabilidad suya procurar que mi madre eligiera el marido que, según ellos, le convenía. En mi fuero interno tomaba partido por mi padre, me sentía malhumorada y su defensora.
Gracias a la revelación de Liza, había entrevisto un fragmento de toda la dramaturgia que había tenido lugar sin que yo supiese nada: peleas y ceremonias, el discreto murmullo de las mujeres, las carcajadas sonoras, el intrascendente chismorreo mientras se tomaba el café en la cocina, las comidas de los domingos, niños que nacían, consejos que se daban, la ropa blanca bordada a mano que se transmitía de generación en generación. Era una imagen de la familia propia de las revistas femeninas; abundancia, olor a canela, ramas de abeto con adornos, fútbol en el televisor en color de la sala de estar, tíos amodorrados de tanto comer, niños ojerosos y excitados de no dormir la siesta. Mi mundo, en comparación, parecía un paisaje lunar, y, por una vez, el estilo de vida sobrio y espartano que llevaba con tanta fruición me parecía mísero y lleno de carencias.
Me removí en el asiento, muerta de aburrimiento y entumecida. No había ningún motivo para creer que Renata fuese a aparecer. Vigilar es un aburrimiento. Nadie sabe lo que es permanecer sentada y con la vista fija en la fachada de una vivienda durante cinco o seis horas seguidas. Prestar atención es asquerosamente pesado. Por lo general pienso en ello como si se tratase de un ejercicio de meditación Zen y me imagino que estoy en contacto con mi Potencia Suprema y no con mi vejiga.
Comenzaba a caer la tarde. Vi que el color del cielo pasaba del albaricoque al rojo. La temperatura bajaba de manera casi perceptible. Las noches estivales suelen ser frías y con aquel frente tormentoso acechando en alta mar los días parecían tan cortos como si el otoño se hubiera adelantado. Un banco de niebla se acercaba a la costa, un muro de nubes negras que destacaba sobre la creciente concentración de azul cobalto del cielo crepuscular. Crucé los brazos para no enfriarme y me encogí en el asiento. Transcurrió una hora seguramente.
Recuperé de pronto la noción de las cosas al mismo tiempo que la cabeza me daba una sacudida involuntaria para no caer en el abismo del sueño. Me enderecé e hice un esfuerzo por mantenerme despierta. El esfuerzo duró alrededor de un minuto. Distintos puntos corporales empezaron a dolerme y me acordé del llanto de los niños cuando están cansados. La vigilia es sufrimiento físico cuando el cuerpo necesita reposar. Me removí y me puse ora de un costado, ora del otro. Encogí las piernas, apoyé los pies en el asiento del copiloto y apoyé la espalda en el abultado tirador interior de la portezuela. Me sentía como si estuviera borracha y los ojos se me iban de un lado a otro mientras me concentraba en tenerlos abiertos. Imaginé que los productos químicos de toda la mierda de comida que me metía en el estómago me recorrían el organismo entero, potenciando aquel efecto hipnótico. Pero no iba a permitirlo. Tenía que tomar el aire. Tenía que levantarme y moverme.
Busqué en la guantera la linterna de bolsillo y un juego de ganzúas. Escondí el bolso y cogí una chaqueta del asiento trasero. Bajé del coche, lo cerré con llave y crucé la calle en diagonal, camino del domicilio de Renata y con el reprobable deseo de meter la nariz en asuntos ajenos. En el fondo no era culpa mía. No se me puede acusar de lo que produce el aburrimiento. Para que no me tacharan de grosera, llamé antes al timbre, sabiendo que nadie iba a abrir la puerta. Como es natural, no respondió nadie. ¿Qué podía hacer una pobre chica en mis circunstancias? Me introduje por la puerta lateral y me dirigí a la parte posterior de la propiedad.
Llegué al embarcadero, que parecía oscilar bajo mis pies. La embarcación de Renata, por una ironía de la vida, ostentaba el nombre de El fugitivo y era una goleta de quince metros, pintada de blanco, con un puente de mando entre el centro y la popa y un cuartel a popa. El casco era de fibra de vidrio, la cubierta de teca impermeabilizada, los accesorios de nogal barnizado y los apliques de cromo y bronce. Podían vivir en él cómodamente alrededor de seis personas, ocho en caso de apuro. Había muchas embarcaciones amarradas a ambos lados del entrante de mar y sus luces rielaban en las aguas negras, profundas y prácticamente en calma. ¿Qué mejor solución para las intenciones de Wendell que tener acceso directo a los mares por mediación de aquella red de ancones y caletas? Podía haber embarcado y desembarcado en aquel lugar durante años, siempre en el anonimato más riguroso y sin que nadie advirtiese su presencia.
Emití un titubeante «¡holaaa!» al barco, que no dio resultado alguno. Cosa lógica y natural, por otra parte, ya que estaba totalmente a oscuras y envuelto en fundas de lona.
Subí a bordo, sujetándome a las amarras. Bajé la cremallera de tres fundas que protegían la cubierta y aparté las lonas. El cuartel de popa estaba cerrado, pero me serví de la linterna de bolsillo para escrutar la cocina por las escotillas. El interior era perfecto: preciosas superficies de taracea, tapicería de colores discretos y apagados. Había provisiones a bordo: garrafas de agua y montones de cajas de cartón, llenas de latas de comida que sólo necesitaba ser calentada. Alcé la cabeza y oteé las viviendas de los lados. No se veía un alma. Miré hacia las casas que tenía detrás. Había muchas luces encendidas y de vez en cuando columbraba un perfil humano, pero no vi indicación alguna de que se me vigilara. Repté por cubierta en dirección a proa hasta que llegué a la escotilla que quedaba encima del camarote principal. La cama estaba hecha y había efectos personales: ropa, libros de bolsillo, fotos enmarcadas cuyo contenido no alcancé a distinguir.
Volví al cuartel de popa, me senté en cubierta y me puse a trastear con la cerradura de barrilete que se hundía en la madera. Estas cerraduras suelen tener siete lengüetas y la mejor herramienta para abrirlas es una llave maestra de adquisición comercial como la que llevaba en mi juego de ganzúas. Esta pequeña herramienta tiene más o menos el tamaño de aquellos abrelatas en forma de T que hasta hace poco venían dentro de los envases de las latas de anchoas y de sardinas. La herramienta tiene siete finísimos dientes metálicos que se ajustan para que coincidan con las siete muescas de una llave. Hay que introducirla moviéndola continuamente hacia delante y hacia atrás, sin dejar de hacer un poco de fuerza en sentido giratorio; un manguito de caucho inmoviliza los dientes metálicos en la posición deseada. Cuando se abre la cerradura, la herramienta se puede utilizar después como una llave auténtica.
La cerradura cedió al final, no sin haberme provocado antes una breve antología de palabrotas cuidadosamente elegidas. Me guardé la herramienta en los tejanos, corrí la trampa, me metí por la escotilla y bajé por la escalera que conducía a la cocina. A veces lamento no haber hecho carrera en las Girl Scouts. Me habrían concedido varias medallas al mérito civil, una por lo menos por saber practicar el allanamiento de morada con efracción. Avancé por el interior mientras con ayuda de la linterna registraba todos los cajones, armarios empotrados y recodos que veía. No sé con exactitud qué buscaba. Una ruta de viaje completa habría sido un regalo del destino: pasaportes, visados, planos señalados claramente con flechas y cruces rojas. La confirmación de la presencia de Wendell también habría sido una bendición de los dioses. No había nada de interés. Más o menos cuando se me agotaron los ánimos se me agotó también la suerte.
Apagué la linterna, subí los peldaños que conducían a cubierta y nada más asomar por la escotilla vi a Renata que me apuntaba con un Mágnum 0,357. Era un revólver pero parecía un cañón antiaéreo, la típica arma que un marshal del salvaje Oeste habría llevado en aquellas pistoleras que llegaban hasta la rodilla. Me detuve en seco, consciente del agujero que un armatoste de aquel calibre podía abrir en cualquiera de mis puntos anatómicos vitales. Las manos se me levantaron de manera involuntaria para adoptar la universal postura que significa buena voluntad y espíritu de cooperación. Renata, por lo visto, no se percató del mensaje porque su actitud era hostil y su tono de voz fue poco menos que beligerante.
– ¿Quién es usted?
– Soy investigadora privada. Tengo la documentación en el bolso, el bolso lo tengo en el coche y el coche está aparcado en la calle.
– ¿Se da cuenta de que podría matarla por invadir una propiedad ajena?
– Me doy cuenta. Pero espero que no lo haga.
Se me quedó mirando con fijeza, tal vez tratando de descifrar las intenciones ocultas en mi tono de voz, que a lo mejor no había sido tan respetuoso como ella habría deseado.
– ¿Qué hacía ahí dentro?
Volví ligeramente la cabeza, como si mirando el «ahí dentro» pudiera ayudarme a recordar. Me dije que era mal momento para contar mentiras.
– Busco a Wendell Jaffe. Esta mañana han dejado salir a su hijo de la penitenciaría del condado y pensé que a lo mejor habían planeado verse. -Se me ocurrió que habríamos podido hacer un alto para entablar un diálogo absurdo a base de variaciones sobre el tema «¿Quién es Wendell Jaffe?», pero Renata parecía dispuesta a representar la escena de acuerdo con mis definiciones preliminares. Lo que no le dije fue que también había sospechado la posibilidad de que Wendell, Brian y ella se largaran en aquella misma goleta-. Por cierto, y sólo para satisfacer mi curiosidad, ¿fue Wendell quien apañó lo de la salida de la cárcel?
– Es posible.
– ¿Y cómo lo hizo?
– ¿No nos hemos visto antes usted y yo?
– En Viento Negro. La semana pasada. Les seguí la pista hasta el Hacienda Grande. -A pesar de la oscuridad advertí, que arqueaba las cejas y opté por dejarla con la impresión, de que los había localizado gracias a mis geniales facultades deductivas. ¿Para qué sacar a relucir a Dick Mills, si éste había localizado a Wendell por pura casualidad? Prefería que Renata creyese que yo era la versión femenina de Supermán y que desviaba las balas con las muñequeras-. Mire -añadí-, no es necesario que me encañone. Voy desarmada y no tengo intención de cometer ninguna tontería. -Bajé las manos con lentitud. Esperaba que reaccionase en contra, pero no pareció darse cuenta de mi movimiento. Por lo visto no tenía muy claro qué hacer a continuación. Como es lógico, podía pegarme un tiro, pero deshacerse de un cadáver es engorroso y estas cosas, si no se hacen bien, siempre suscitan un sinfín de preguntas. Lo que menos deseaba Renata era la aparición de un ayudante del sheriff en su puerta.
– ¿Qué quiere de Wendell?
– Trabajo para la compañía con la que tramitó su seguro de vida. Su mujer acaba de cobrar medio millón de dólares y si Wendell no está muerto, la compañía quiere recuperar el dinero. -Vi que las manos le temblaban un poco, no de miedo, sino a causa del peso del arma. Me dije que era el momento de entrar en acción.
Lancé un grito escalofriante y le asesté un golpe en la muñeca, moviendo los brazos como si fueran machetes, tal como hacen los karatekas en las películas de este género. Creo que fue el grito lo que le hizo soltar el arma. Saltó por el aire como una tostada, rebotó en cubierta y fue a aterrizar al puente de mando. Di un empujón a Renata, que trastabilló hacia atrás, y me lancé sobre el revólver. Renata cayó de costado. La encañoné con el arma. Se puso en pie y levantó las manos. Me gustó aquel giro de los acontecimientos, aunque me encontraba en la misma disyuntiva que ella anteriormente, ya que tampoco yo sabía qué hacer. Me pongo violenta cuando me agreden, pero no podía coserla a balazos mientras estaba quietecita y mirándome a la cara. No tenía más remedio que confiar en que no se diera cuenta de mi indecisión. Adopté una actitud agresiva, las piernas abiertas, los brazos estirados al frente y el arma sujeta con ambas manos.
– ¿Dónde está Wendell? Tengo que hablar con él.
Se le escapó un gemido. Alrededor de la nariz se le formó un bulto muy feo y a continuación se le arrugó toda la cara y se echó a llorar.
– No te hagas la loca, Renata, y respóndeme o te meto una bala en el pie derecho cuando acabe de contar hasta cinco. -Le apunté al pie derecho-. Uno. Dos. Tres. Cuatro…
– ¡En casa de Michael!
– Muchas gracias. Has sido muy amable -dije-. Te dejaré el arma en el buzón.
Se estremeció involuntariamente.
– Guárdatela. Detesto las armas.
Me metí el revólver a la altura de los riñones, por debajo de la cintura del pantalón, y gané el embarcadero de un salto. Cuando me volví para mirarla, ya se había sujetado al mástil como si fuera a desmayarse. Le dejé una tarjeta comercial en el buzón y le introduje otra por debajo de la puerta. Me puse al volante y me dirigí a casa de Michael.