El parabrisas se me llenó de gotas cuando llegué a la 101 y cuando aparqué el coche, a media manzana de mi casa, la lluvia caía ya con uniformidad. Cerré el VW, sorteé los charcos en ciernes, crucé la verja y llegué chapoteando hasta la puerta de la vivienda, que da al patio trasero de Henry. Vi luces en su casa. Tenía abierta la puerta de la cocina y percibí el aroma de alguna sustanciosa mezcla de vainilla y chocolate, que se fundía de manera irresistible con el olor de la lluvia y de la hierba mojada. Una ráfaga de viento sacudió la copa de los árboles y provocó una ducha instantánea de hojas y gotas gruesas. Me desvié, con la cabeza agachada, hacia el domicilio de Henry.
Henry empuñaba un cuchillo largo y hacía cortes paralelos en el pastel de chocolate con nueces que había en un molde de veinticinco por veinticinco. Iba descalzo y llevaba un pantalón corto blanco y una camiseta azul celeste. Había visto fotos de cuando era joven (de cuando tenía entre cincuenta y sesenta años), pero me gustaba más la sana delgadez que había adquirido al llegar a los ochenta. Con aquel pelo sedoso y blanco y aquellos ojos azules, no había motivo para pensar que no siguiera ganando con los años. Di unos golpecitos en el marco metálico del cancel. Alzó los ojos y sonrió satisfecho al ver que era yo.
– Caramba, Kinsey, qué rapidez. Acabo de dejarte un recado en el contestador. -Me hizo señas para que pasara.
Entré, froté los zapatos mojados en el felpudo, me los quité y los dejé junto a la puerta.
– He visto la luz encendida y me he acercado para ver cómo iba todo. He estado en Perdido y aún no he pasado por casa. ¿Verdad que es fabulosa la lluvia? ¿De dónde procederá?
– Dicen que son los últimos coletazos del huracán Jackie. Al parecer lloverá de manera intermitente durante un par de días. He preparado té del bueno; si quieres, puedes poner las tazas y los platos.
Hice lo que me indicaba y me detuve ante el frigorífico para coger la leche. Henry lavó y secó el cuchillo y se acercó a la mesa de la cocina, donde los cuadrados de pastel seguían reposando en el molde en que se habían cocido. Al anochecer, la temperatura de Santa Teresa suele bajar hasta situarse alrededor de trece grados centígrados, pero aquella noche, a causa de la tormenta, la atmósfera tenía una cualidad casi tropical. La cocina parecía un invernadero. Henry había sacado su viejo ventilador de aspas negras, que parecía inspeccionar la estancia zumbando sin cesar y generando ráfagas de aire tórrido.
Nos sentamos a la mesa frente a frente y entre los dos el molde que contenía el pastel de chocolate encima de un trapo de cocina. La capa superior era marrón claro y de un aspecto tan frágil como las hojas secas del tabaco. El cuchillo había abierto líneas accidentadas por las que sobresalían migajas del relleno. La textura de lo que había debajo de la superficie era tan oscura y húmeda como la tierra. Contenía nueces gruesas como guijarros y pegotes formados por virutas de chocolate. Cogió una porción con una espátula y me la sirvió. Acabada la exhibición de caballerosidad, comimos directamente del molde.
Serví té para los dos y puse una nube de leche en el mío. Partí una ración de pastel por la mitad y corté en dos una de las mitades. Era mi método para suprimir calorías. La boca se me llenó de chocolate calentito y aunque emití un sonoro suspiro de placer, Henry era demasiado educado para llamarme la atención.
– He descubierto algo increíble -dije-. Puede que tenga familia en la región.
– ¿Qué clase de familia?
Me encogí de hombros.
– Pues gente que tiene el mismo apellido y que dice estar emparentada entre sí y que tiene vínculos de sangre; esas cosas.
Sus ojos azules se posaron en mi cara con curiosidad.
– Esta sí que es buena. ¿Y cómo son?
– Ni idea. No los conozco.
– Ya. Creía que sí. ¿Y cómo sabes que existen?
– Ayer estuve en Perdido haciendo un rastreo puerta a puerta. Una mujer me dijo que mis rasgos le resultaban familiares y me preguntó por mi nombre. Luego me preguntó si estaba emparentada con la familia de Burton Kinsey de Lompoc. Le dije que no, pero fui a consultar el certificado de matrimonio de mis padres. El padre de mi madre era Burton Kinsey. Es como si alguna profunda región de mi cabeza, lo supiera ya, pero hasta el momento no se hubiera atrevido a afrontarlo. Extraño, ¿no crees?
– ¿Qué vas a hacer?
– No lo sé aún. Pensar al respecto. Parece una lata de gusanos.
– La caja de Pandora.
– Eso. Problemas gordos.
– Por otra parte, podría ser lo contrario.
Hice una mueca.
– No me apetece correr el riesgo. Nunca he tenido familia. ¿Qué voy a hacer con ésta?
Henry esbozó una sonrisa.
– Dímelo tú.
– Es que no lo sé. El asunto me da escalofríos. Como tener un grano en el culo. Fíjate en William. Te saca de quicio.
– Pero le quiero. De eso se trata, ¿no?
– ¿Hablas en serio?
– Bueno, es evidente que harás lo que mejor te convenga, pero la familia y los amigos son un tema inagotable.
Guardé silencio durante un rato. Engullí un pedazo de pastel que tenía la forma del estado de Utah.
– Creo que no haré nada al respecto. Si me pongo en comunicación con estas personas, estaré atrapada.
– ¿Sabes algo de ellas?
– Nada en absoluto.
Se echó a reír.
– Por lo menos no ocultas el optimismo con que contemplas las posibilidades.
Sonreí con nerviosismo.
– Lo he sabido hoy. Además, la única persona que puedo asegurar que existe es la madre de mi madre, Cornelia Kinsey. Mi abuelo creo que está muerto.
– ¿Es viuda tu abuela? Qué interesante. ¿Y cómo sabes que no es el ligue de mi vida?
– Intuición -dije con indiferencia.
– Vamos, vamos. ¿Qué te preocupa?
– ¿Quién dice que me preocupe algo? No estoy preocupada.
– ¿Entonces por qué no la llamas?
– ¿Y si es horrible y avarienta?
– ¿Y si es generosa y atractiva?
– Ja -exclamé-. Si fuera tan cojo… tan generosa, ¿por qué durante veintinueve años no ha hecho nada por localizarme?
– A lo mejor ha estado ocupada.
Advertí que la conversación progresaba a rachas. Nos conocíamos demasiado bien para no dar una oportunidad a las matizaciones y cambios de opinión. Pese a todo, tenía la sensación de que mi coeficiente intelectual estaba en aquellos instantes por los suelos.
– Bueno, dime qué hago. Y cómo lo hago.
– Tú la llamas. La saludas. Y te presentas.
Sentía retortijones hasta en el alma.
– Y un rábano -dije-. No voy a hacer nada.
El adjetivo «pertinaz» podría describir muy bien mi tono de voz y no precisamente porque sea una cazurra para estas cosas.
– Pues no hagas nada -dijo con un ligero encogimiento de hombros.
– Exactamente. Así es como pienso actuar. Además, fíjate en el tiempo que ha pasado desde la muerte de mis padres. Parecería raro que llamase ahora.
– Eso ya lo has dicho antes.
– ¡Porque es verdad!
– Entonces no llames. Tienes toda la razón.
– No pienso llamar. No y mil veces no -dije irritada. No soportaba que me siguieran la corriente de aquel modo. Henry habría podido alentarme a hacer lo contrario. Habría podido sugerirme un plan de acción. Pero no. Se limitaba a devolverme lo que yo le decía. Cuando yo abría la boca, todo parecía rebosante de lógica y sentido común. Cuando Henry repetía mis propias palabras, sonaba a porfía y a ganas de discutir. No sabía qué le pasaba; quizá fuera un efecto secundario del azúcar que contenía el pastel de chocolate.
Abandonamos el tema y nos pusimos a hablar de William y Rosie. Nada nuevo que decir. Los deportes y la política no dieron más que para una frase por cabeza. Me fui a mi casa poco después, con una depresión de caballo. Henry parecía normal, pero yo me sentía como si hubiéramos tenido una pelea sonada. Y encima dormí fatal.
A las seis menos un minuto seguía lloviendo y me olvidé del footing. Estaba ya mejor del resfriado, pero ponerme a hacer ejercicio bajo la lluvia me parecía una imprudencia. Me costaba aceptar que hacía sólo una semana que había estado recostada junto a una piscina en México, refregándome la piel con sustancias antinaturales. Me entretuve un rato en la cama mirando la claraboya del techo. Las nubes eran del color de las antiguas cañerías galvanizadas y el día pedía desesperadamente una buena sesión de lectura. Alargué la mano e inspeccioné mi bronceado artificial, reducido ahora a un tono melocotón claro. Levanté una pierna y por primera vez advertí la pelambrera reinante en los alrededores del tobillo. Santo Dios, aquello había que arreglarlo con una buena hoja de afeitar. Ni que me hubiera dado por ponerme calcetines de angora. Aburrida por último de aquella autoinspección, despegué el culo de la cama. Me duché, me afeité las piernas y, puesto que tenía que comer con Harris Brown, me puse unos tejanos y un jersey de algodón limpios. Fui a desayunar fuera y me cargué de grasas e hidratos de carbono, que son los antidepresivos de la naturaleza. Ida Ruth me había dicho que llegaría tarde y me había autorizado a utilizar su aparcamiento. Llegué al bufete a las nueve en punto.
Alison hablaba por teléfono cuando entré. Levantó la mano como un agente de tráfico para darme a entender que tenía algo que decirme. Me detuve en espera de que hiciera un alto en la conversación.
– De acuerdo, ningún problema. Tómese el tiempo que quiera -dijo. Tapó con la mano el auricular, mientras su interlocutor se ocupaba al parecer de otra cosa-. Tienes visita, la he hecho pasar a tu despacho. No te importa, ¿verdad? Si te llaman, recogeré el recado.
– ¿Para qué…?
Volvió a concentrarse en el teléfono y deduje que la otra persona había regresado al otro extremo del hilo. Me encogí de hombros y eché a andar por el pasillo que conducía al despacho, cuya puerta estaba abierta. Había una mujer asomada a la ventana, de espaldas a mí.
Me acerqué a la mesa y descargué el bolso en la silla.
– Buenas. Usted dirá qué se le ofrece.
Se giró en redondo y me miró con esa curiosidad que reservamos para cuando tenemos cerca a una celebridad.
Sin saber por qué me la quedé mirando del mismo modo. Éramos tan parecidas que habríamos podido pasar por hermanas. Su cara tenía la familiaridad que poseen las caras en los sueños; la reconocía, pero contemplada de cerca se desvanecía la impresión. Nuestros rasgos no eran idénticos en absoluto. No se parecía exactamente a mí, sino a la imagen que me formaba cuando pensaba que me parecía a otras personas. Al observarla de cerca, la semejanza se diluía. No tardé en advertir que éramos más diferentes que parecidas. Yo mido uno sesenta y siete y ella mediría diez centímetros menos; además, estaba más llenita, en el sentido de que comía con ganas y no hacía ejercicio. Venía haciendo footing desde hacía años y a veces era consciente de que los kilómetros que me había comido habían modificado mi constitución básica. Era pechugona y más ancha de caderas. Por otro lado, iba más arreglada. Imaginé por un momento el aspecto que tendría si pagara por un buen corte de pelo, conociera los rudimentos de la cosmética y me vistiera con gusto. Llevaba un conjunto de seda artificial de color crema: falda larga con fruncidos y una chaquetilla estilo rebeca, a juego con la falda, encima de una camiseta de tirantes, también de seda, del color del coral. La magia de la moda disimulaba parte de su gordura, ya que el ojo se perdía entre tanta línea flotante y vaporosa.
Sonrió y me tendió la mano.
– Qué tal, Kinsey. Me alegro de conocerte. Soy tu prima Liza.
– ¿Y cómo te has enterado? -pregunté-. Ayer mismo me enteré de que podía tener familia en la región.
– Yo también lo supe ayer. Bueno, no es del todo exacto. Lena Irwin llamó anoche a mi hermana Pam y celebramos una reunión en el acto. Lena estaba convencida de que eras de la familia. Mis dos hermanas querían coger el coche y venir a conocerte, pero al final pensamos que podía resultarte desconcertante. Además, Tasha tenía que volver a San Francisco y Pamela tiene tal barriga con eso del embarazo que está a punto de reventar.
Tres primas en un abrir y cerrar de ojos. Era demasiado. Cambié de conversación.
– ¿De qué conoces a Lena?
Hizo con la mano un ademán de despreocupación, idéntico al que yo había hecho cientos de veces.
– Tiene a la familia en Lompoc. En cuanto dijo que te había conocido, decidimos que había que venir a verte. Grand no sabe nada aún, pero seguro que querrá conocerte.
– ¿Grand?
– Ah, sí. Es la abuela Cornelia. Su apellido de soltera era LaGrand, pero siempre lo abreviamos. Todo el mundo la llama Grand. Es su apodo desde que éramos pequeñas.
– ¿Qué sabe de mí?
– Poca cosa en el fondo. Conocíamos tu nombre, naturalmente, pero ignorábamos dónde te encontrabas. Y todo por una pelea familiar que fue el colmo del absurdo. En su momento no, desde luego. Dios mío, por lo que me han contado, las hermanas se dividieron en dos bandos. A propósito, ¿he interrumpido tu trabajo? Habría tenido que preguntártelo antes.
– No, qué va -dije, mirando el reloj de soslayo. Faltaban tres horas para la cita con Brown-. Alison me ha dicho que atenderá mis llamadas, pero no creo que surja nada más importante que esto. Cuéntame lo de las hermanas.
– Eran cinco en total. Creo que también había un hermano, pero murió de pequeño. Pues bien, Grand y la tía Rita se pelearon y la familia se dividió. ¿De verdad que no te lo han contado?
– Ni una palabra -dije-. Aún me pregunto si no te habrás confundido de persona.
– No digas eso -dijo-. Tu madre se apellidaba Kinsey. Rita Cynthia, ¿verdad? Tenía una hermana que se llamaba Virginia. La llamábamos tía Gin y a veces Gin Gin.
– Yo también -dije con desánimo. Desde siempre había creído que era un nombre inventado por mí.
– A ella la conocía menos -prosiguió Liza- por culpa del extrañamiento entre ellas dos y Grand, que este año cumplirá ochenta y ocho y que tiene un genio que para qué. Bueno, está prácticamente ciega y no goza de buena salud, pero para su edad está muy bien. Creo que ninguna de las dos volvió a dirigirle la palabra a Grand, pero la tía Gin acabó por romper el hielo y las hermanas se reconciliaron. Todo el mundo temblaba de miedo ante la posibilidad de que Grand se enterase, pero creo que no sucedió. Por cierto, mi madre se llama Susanna. Era la pequeña de la familia. ¿Puedo sentarme?
– Perdona. Sí, por favor. ¿Te apetece un café?
– No, gracias, está bien así. Siento mucho haber entrado de sopetón para atosigarte con todas estas cosas. ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí. Tu madre era la mayor y la mía la menor. Sólo quedan dos con vida, mi madre, que tiene cincuenta y ocho años, y la que nació inmediatamente antes que ella, Maura, que tiene sesenta y uno. Sarah murió hace cinco años. No paro de contarte desgracias; perdóname, chica. Pensábamos que ya lo sabías.
– ¿Y Burton… el abuelo Kinsey?
– También está muerto. Falleció hace sólo un año, aunque, claro, estaba enfermo desde hacía mucho. -Lo dijo como si yo hubiera tenido que estar al tanto de la naturaleza de su enfermedad. No presté atención. No quería concentrarme en los pormenores cuando aún tenía que adaptarme a la imagen general.
– ¿Cuántos primos somos?
– Bueno, estamos nosotras tres; Maura tiene dos hijas, Delia y Eleanor; Sarah cuatro, mujeres también.
– ¿Y todas vivís en Lompoc?
– Todas no -dijo-. Tres hijas de las hijas de Sarah viven en la costa atlántica. Una está casada, dos en la universidad y de la cuarta no sabría decirte. Creo que es la oveja negra de la familia. Las de Maura viven en Lompoc. De hecho, Maura y mi madre vivían a cinco calles de distancia. Era parte del plan general de Grand. -Se echó a reír y vi que tenía la dentadura idéntica a la mía, blanquísima y completa-. Pero será mejor que proceda poco a poco o te morirás de la impresión.
– Te aseguro que estoy a punto.
Se echó a reír otra vez. Había algo en la primita que me ponía nerviosa. Al parecer le hacía muchísima gracia precisamente lo que a mí no me hacía ninguna. Yo me esforzaba por asimilar la información que me daba, por captar su significado, por ser educada y emitir todas las exclamaciones e interjecciones de rigor. Pero, si he de ser franca, me sentía aturdida y su actitud desenfadada y llena de sobrentendidos no mejoraba las cosas. Me removí en la silla y levanté la mano como una alumna en clase.
– ¿Sería pedirte mucho que te detuvieras y volvieses al principio?
– Perdona. Tienes que estar muy confusa, pobrecilla. Mejor habría sido confiar la misión a Tasha. Tendría que haber pospuesto el vuelo. Sabía que iba a meter la pata, pero no hubo más remedio. Bueno, lo de la fuga de tu madre lo tienes que saber; te lo tuvieron que contar. -Lo daba por sentado, como se da por sentado que todo el mundo sabe que la Tierra es redonda.
Volví a negar con la cabeza; empezaba a sentirme ya como esos muñecos de cabeza bamboleante que vemos en la ventanilla trasera de los coches.
– Tenía cinco años cuando murieron mis padres en el accidente. Tía Gin se ocupó de mí, pero no me contó ningún episodio relacionado con la historia de la familia, ninguno en absoluto. Prosigue, por favor, pero sobre la base de que soy más ignorante que una calabaza.
– Angela María. Ojalá me acuerde de todo. Mira, yo empiezo a contarte y si hay algo que no entiendes, interrúmpeme con entera libertad. Pues verás, el abuelo Kinsey era un ricachón. Su familia explotaba yacimientos de diatomita y transformaba ésta con fines industriales. La diatomita es, básicamente, lo que se emplea para fabricar tierra de diatomeas. ¿Sabes lo que es?
– Un medio de filtración, ¿no?
– Exacto. Los yacimientos de diatomita de Lompoc se cuentan entre los más grandes y puros del mundo. Hace años que los Kinsey son propietarios de la empresa explotadora. Parece que también la abuela procede de familia acaudalada, pero no habla mucho al respecto y por lo tanto no podría darte detalles. De soltera se apellidaba LaGrand. Que yo recuerde, siempre se la ha llamado Grand. Pero esto ya te lo he contado. El caso es que Grand y el abuelo tuvieron seis hijos, el niño que murió y luego las cinco hermanas. La primera que nació fue Rita Cynthia. Era la preferida de Grand, probablemente porque se parecían mucho. Supongo que fue una niña mimada… por lo menos eso dice la tradición, una revoltosa de tomo y lomo. Frustró por completo todas las expectativas de Grand. En consecuencia, pasó a ser como si dijéramos la leyenda de la familia. La santa patrona de la liberación. Los demás, sobrinos y sobrinas, la tomamos como un símbolo de independencia y genialidad, el elemento contestatario, la mujer emancipada que nuestras madres habrían querido ser. Rita Cynthia hizo un desplante a Grand, que en aquella época era de armas tomar. Inflexible, clasista, criticona y dominante. Educó a sus hijas para que fueran autómatas de la elegancia. No me malinterpretes. Podía ser muy generosa, pero sin soltar casi nunca las riendas. Te costeaba los estudios, pero tenías que ir al centro más cercano o donde ella dijera. Con las casas ocurría lo mismo. Te regalaba la entrada e incluso avalaba el préstamo, pero a condición de que el lugar estuviese a menos de seis calles de distancia. Se le partió el corazón cuando tía Rita se fue.
– ¿Qué ocurrió?
– Ahí es adónde voy. Lo primero sucedió cuando Rita fue presentada en sociedad en 1935, el 5 de julio…
– ¿Mi madre fue presentada en sociedad? ¿De veras fue presentada y te acuerdas de la fecha? Chica, tú tienes memoria de elefante.
– No, no, no. Todo forma parte de la historia. La familia entera lo sabe. Es como el cuento de Blancanieves o el de Pulgarcito. Lo que pasó fue que Grand tenía doce servilleteros de plata que llevaban grabado el nombre de Rita Cynthia y la fecha de su presentación en sociedad. Quería que tu madre inaugurase una tradición que continuarían las restantes hermanas; pero no resultó. Organizó una fiesta por todo lo alto y lo dispuso todo para que Rita conociera a un pelotón de solteros de oro. La flor y nata, oye.
– ¿En Lompoc?
– No, por Dios, no. Acudieron de todas partes. De Marin County, de Walnut Creek, de San Francisco, de Atherton, de Los Angeles, de todas partes. Grand había cifrado sus esperanzas en «casar bien» a Rita, como solía decirse entonces. Pero Rita se enamoró de tu padre, que también estuvo en la fiesta, pero sirviendo canapés y bebidas.
– ¿De camarero?
– Como lo oyes. Un amigo suyo trabajaba en la empresa proveedora y le dijo que le echara una mano. Tía Rita y Randy Millhone empezaron a verse en secreto. Era en plena Depresión y el verdadero trabajo de tu padre era en la central de Correos de Santa Teresa. Es decir, que en realidad no era camarero.
– Uf, gracias a Dios -dije, pero no captó la ironía-. ¿Qué hacía en Correos?
– Pues repartir cartas; era cartero, «un sirviente incivil», como solía decir Grand con la nariz muy alta. Desde su punto de vista, era un blanco de mala muerte… demasiado mayor para Rita y de clase baja. Averiguó que se veían y le dio un soponcio, pero ya no podía hacer nada. Rita tenía dieciocho años y era más terca que una mula. Cuanto más se quejaba Grand, más seguía la otra en sus trece. En noviembre ya se había ido. Se fugó de casa y se casó con Randy sin decírselo a nadie.
– A Virginia sí.
– ¿Estás segura?
– Y tanto. Tía Gin fue uno de los testigos de la ceremonia.
– Pues no lo sabía, oye. Pero tiene su lógica. El caso es que cuando Grand lo supo, la desheredó. No pensaba darle ni los servilleteros de plata.
– Un destino peor que la muerte.
– Sí, algo así tenía que parecer en la época -dijo-. No sé lo que la abuela haría con los demás, pero había uno por el que todas nos peleábamos en las reuniones de familia. Grand tenía una colección entera de servilleteros heterogéneos, de diferentes estilos y con monogramas variados, y todos de plata de ley -añadió-. Antes de las comidas, si según ella habías sido desobediente, maleducada o lo que fuera, te obligaba a utilizar el servilletero de Rita Cynthia. Para la abuela era desprestigiante, su forma de poner en evidencia a quien se desmandara, de poner en ridículo a todas las chicas, pero acabábamos peleándonos por conquistar el privilegio. Para nosotras era una distinción utilizarlo. Rita Cynthia era la única de la familia que se había ido dando un portazo y para nosotras era una heroína. Nos reuníamos en secreto y nos peleábamos para tener el derecho de ser Rita Cynthia. Quien ganaba se las arreglaba para hacer alguna trastada. No fallaba nunca. Grand aparecía hecha una furia y la obligaba a utilizar el servilletero. La madre de todas las desgracias, pero para nosotras era divertidísimo.
– ¿Y no había alguien que se opusiera a todo ese tejemaneje vuestro?
– Qué va, la abuela no lo sabía. Por entonces ya veía muy poco y, además, teníamos mucho cuidado. Esto era lo mejor del juego. Creo que ni siquiera nuestras madres se daban cuenta. Y si se daban cuenta, seguramente se reían en privado. Rita era su preferida; Virginia le seguía de cerca. Fue lo más antipático que trajo la deserción de Rita. No sólo la perdimos a ella, sino que, en un noventa por ciento, perdimos también a Gin.
– Vaya -dije, aunque sin oír apenas mi propia voz. Me sentía como paralizada. Liza no podía ni imaginar hasta qué punto me afectaba aquella historia. Mi madre nunca había sido para ellas una persona de carne y hueso. Era un ritual, un símbolo, un objeto por el que competir, el hueso que se disputa una jauría de perros rabiosos. Carraspeé-. ¿Por qué se dirigían a Lompoc? -Esta vez fue Liza la que quedó desconcertada. Lo leí en sus ojos-. Mis padres murieron camino de Lompoc -dije pausadamente, como si tradujera la frase a un extranjero-. Si habían roto con la familia, ¿por qué iban allí?
– No lo sé, chica. Igual tenía que ver con el reencuentro que preparaba tía Gin. -Tuve que mirarla de un modo muy particular porque las mejillas se le encendieron de súbito-. Tal vez sea mejor esperar a que vuelva Tasha. Nos visita cada quince días. Podrá informarte mucho mejor que yo.
– ¿Y los años transcurridos entre un acontecimiento y otro? ¿Por qué nadie dio el primer paso reconciliador?
– Bueno, estoy segura de que lo intentaron. Por lo menos sé que lo querían dar. Hablaban mucho por teléfono con tía Gin, por eso sabíamos que estabais aquí. Además, a lo hecho pecho. A mi madre, a Maura y a tío Walter les alegrará saber que nos hemos visto. Oye, tienes que venir a Lompoc.
Me di cuenta de que a mi cara le sucedía algo raro.
– ¿No se os ocurrió ningún motivo para venir a Santa Teresa cuando murió tía Gin?
– Vaya por Dios, estás resentida. Chica, me siento fatal. ¿Qué te ocurre?
– Nada, es que acabo de recordar que tengo una cita -dije. Sólo eran las nueve y veinticinco. La crónica familiar que me había contado Liza había durado menos de media hora-. Me temo que tendremos que terminar la charla en otro momento.
Se puso a trastear en el acto con el bolso y el mapa.
– Entonces será mejor que me ponga en camino. Habría tenido que llamarte por anticipado, pero, no sé, prefería darte una sorpresa. No te habrá ofendido, ¿verdad?
– Tranquila, mujer.
– Llámanos, por favor. O te llamo yo y volvemos a vernos. Tasha es mayor que yo. Conoce mejor la historia y tal vez pueda darte todos los detalles. Todos queríamos mucho a Rita Cynthia. De verdad.
Cuando me di cuenta ya se había ido. Cerré la puerta y corrí a la ventana. Una tapia blanca seguía el ondulado perímetro de las fincas de la parte trasera y de su cima caían las buganvillas como una cascada purpúrea. En teoría, había ganado una familia al completo, una suerte bárbara si hay que creer en las revistas femeninas. En el crudo plano de la realidad me sentía como si me hubieran robado algo muy querido, un motivo argumental que aparece en muchas novelas policíacas.