Cuando llegué al barrio costero de las afueras de Perdido, donde se encuentran todos los moteles, el océano parecía filtrado por una niebla verdigris de aspecto irreal. Por un extraño efecto de refracción la agonizante luz solar creaba un espejismo, una isla que parecía flotar encima de la superficie, inalcanzable y alfombrada de musgo. Había algo ultramundano en su lobreguez. He visto algo parecido en los pasillos interminables que se forman entre dos espejos enfrentados, espacios sombríos que giran en direcciones inabordables por la mirada. Pasó el fenómeno y la imagen se desvaneció. El aire estaba inmóvil, caliente, insólitamente húmedo para la costa californiana. Los vecinos de la zona registrarían aquella noche los garajes en busca de los ventiladores eléctricos del verano anterior, y se pondrían a quitarles el polvo acumulado en las aspas. El sueño sería una inquietante combinación de sudor y sábanas pegajosas, sin ninguna perspectiva de refrescamiento.
Aparqué el coche en una travesía de la artería principal. Todos los rótulos de los moteles estaban encendidos y producían un resplandor que no desmerecía la luz diurna: tubos de neón verdes y azules que parpadeaban compitiendo por formular la invitación más tentadora para el viajero de paso. En las aceras había todo un ejército de individuos, todos en pantalón corto y camiseta, en busca de cualquier cosa que aliviase el calor. Las máquinas de helados iban a hacer un dineral. Los coches iban y venían en busca de espacio para aparcar. No había ni un solo grano de arena en las calles, pero daba la sensación de que el aire estaba cargado de polvo, de suciedad, de olores a corrosión salina y redes de pesca. Los escasos tugurios que había estaban llenos de universitarios y por sus puertas salía una música ensordecedora de ritmo machacón.
Un detalle que no me convenía olvidar: Brian Jaffe se había educado en aquella zona. Se había publicado su foto en los periódicos locales y su libertad para moverse por las calles se había reducido de manera radical, ya que lo reconocerían en el acto. Añadí la televisión por cable a mi lista mental de distracciones moteleras. Era evidente que el padre no había escondido al hijo en un antro de placeres turbios. Cuanto más espartanas fueran las condiciones de su refugio, más probabilidades había de que el chico fuese a buscar esparcimiento en el exterior.
Empecé por los moteles de la calle principal y proseguí trazando círculos y adentrándome en los alrededores. No sé dónde se formarán los constructores de moteles, pero todos parecen tener la manía de bautizarlos del mismo modo. En cada sector me encontraba con el mismo repertorio onomástico, Las Mareas, Sol y Playa, El Rompeolas, El Arrecife, La Albufera, El Barco de Vela, Las Arenas, La Playa Azul, La Playa Blanca, Las Gaviotas, La Casa del Mar. Enseñaba la fotocopia de mi carnet de detective. Enseñaba la periodística y blanquinegra foto de Brian Jaffe. Me parecía inverosímil que se hubiese inscrito con su propio nombre y en consecuencia comprobaba las variantes: Brian Jefferson, Jeff O'Brian, Brian Huff, Dean Huff, así como el favorito de Wendell, Stanley Lord. Sabía la fecha en que por error se había puesto en libertad al joven y suponía que se había inscrito el mismo día. Iba solo y seguramente había tenido que pagar la habitación por anticipado. Sospechaba que rehuía las compañías y que se había limitado a salir para lo imprescindible. Esperaba que alguien lo identificara basándose en la foto y en mis descripciones. Los gerentes y empleados negaban con la cabeza. A todos les regalaba mi tarjeta a cambio de la firme promesa de avisarme si se inscribía alguien parecido a Brian Jaffe. Ay, qué risa. Seguro que la tarjeta tocaba el fondo del cubo de la basura antes de que yo saliera del establecimiento correspondiente. En El Faro (teléfono directo, televisión por cable en color, precios especiales por meses y semanas, piscina de agua caliente, café matutino incluido), vale decir en la duodécima intentona, obtuve una afirmación y no una negación. El Faro era una estructura de piedra artificial, de dos pisos y planta baja, con piscina en el centro. El exterior estaba pintado de azul celeste y en la fachada había una imagen estilizada de un faro que mediría alrededor de diez metros. El empleado era un setentón de aire despierto y vital. Estaba calvo como una bola de billar, pero al parecer conservaba íntegra la dentadura. Tamborileó sobre el recorte de prensa con un índice doblado por la artritis.
– Sí, sí, está aquí. Michael Brendan. Habitación 110. Ya decía yo que me sonaba su cara. Fue un señor entrado en años quien firmó en el libro de registros; pagó una semana por anticipado. La verdad es que la relación que tenían no la vi muy clara.
– Padre e hijo.
– Sí, eso dijeron -replicó el empleado, sin acabar de creérselo. Leyó los detalles de la fuga del correccional y del posterior asesinato de la automovilista a quien habían robado el coche-. Recuerdo haberlo leído en su día. Por lo visto el muchachito se metió en algún lío y aún no ha salido de la habitación. ¿Quiere que avise a la policía?
– Llame a la Comisaría del Sheriff del Condado y permítame estar antes con él diez minutos. Dígales que utilicen el cerebro y actúen con moderación. No quiero que esto se convierta en un baño de sangre. El chico tiene dieciocho años. Nada se ganaría agujereándole el pijama a balazos.
Salí de recepción y avancé por un pasillo que desembocaba en el patio trasero. Ya era totalmente de noche y la piscina iluminada tenía una tonalidad verdosa. El resplandor del agua se reflejaba en el edificio con manchas temblorosas de cambiantes formas blancuzcas. La habitación de Brian estaba en la planta baja y tenía una vítrea puerta de corredera que daba a una terraza pequeña que daba a su vez a la piscina. Las terrazas estaban separadas entre sí por arbustos de escasa altura. Todas estaban numeradas y no me fue difícil encontrar la habitación que buscaba. Lo vi por entre las cortinas de red que había corrido a medias. La puerta de corredera estaba cerrada, por lo que supuse que habría puesto al máximo el aire acondicionado.
Llevaba pantalón corto de deporte, de color gris, y camiseta de tirantes. Estaba bronceado y en forma, recostado en un sillón tapizado en cuero, con los pies apoyados en la cama y la mirada puesta en el televisor. Fui hasta el final del edificio, entré en un corredor y pasé ante una puerta que decía: SOLO EMPLEADOS. Movida por un impulso, tanteé el pomo y comprobé que giraba sin poner resistencia. Me asomé. Parecía un ropero grande y tenía tres paredes recubiertas de estanterías con ropa blanca. Sábanas, toallas y colchas de algodón estaban amontonadas con orden. Había también fregonas, aspiradoras, planchas, tablas de planchar y diversos accesorios de limpieza. Cogí un puñado de toallas limpias y volví al pasillo.
Llamé a la puerta de Brian y me situé en un ángulo inaccesible para la mirilla. Descendió el volumen del televisor. Miré a ambos lados del pasillo y esperé. Lo lógico era que pegase el ojo a la mirilla.
– ¿Sí? -en voz baja y apagada.
– Servicio de limpieza -dije. Lo había aprendido durante la primera semana del cursillo de español, ya que muchas alumnas tenían un notable interés por comunicarse directamente con sus criadas de origen mexicano. De otro modo, las criadas hacían lo que se les antojaba y las señoras de la casa se veían obligadas a seguirlas por toda la mansión, tratando inútilmente de explicarles de manera práctica las técnicas de limpieza que las otras fingían no «captar».
Tampoco captó Brian. Abrió la puerta hasta donde daba de sí la cadena de seguridad y miró por la rendija.
– ¿Cómo?
Alcé el montón de toallas para ocultar la cara.
– Tauletas -canturreé en spanglish.
– Ah, ya. -Cerró la puerta para quitar la cadena. Retrocedió mientras abría. Entré en la habitación. No me miró a la cara. Me señaló el cuarto de baño, que estaba a la izquierda, con la atención puesta otra vez en la pantalla. Al parecer daban una película antigua en blanco y negro: hombres de pómulos altos y rizos engominados, mujeres con cejas más depiladas que el bigote de Errol Flynn. Todos tenían expresión dramática. Se acercó al aparato y subió el volumen. Entré en el cuarto de baño y, ya que estaba allí, registré todo lo que pude. Ni ametralladoras ni sierras mecánicas ni sopletes de tubo recortado. Mucha crema protectora, lociones para el cabello, un cepillo, un secador y una afeitadora manual de plástico. ¿Para cortar qué?, porque el chico sólo tenía cuatro pelos en la cara. Puede que estuviera haciendo prácticas, como las doceañeras con el sostén de sus madres.
Dejé las toallas en el estante, salí del cuarto de baño y me senté en la cama. Al principio no pareció percatarse de mi presencia. La música de enfermedad terminal era ya una explosión apoteósica y la parejita protagonista llenaba la pantalla con las mejillas juntas. Él era más guapo que ella. Cuando Brian me vio, tuvo la suficiente sangre fría para reprimir cualquier señal de sorpresa. Cogió el mando a distancia y volvió a bajar el volumen. La escena continuó en silencio con un expresivo diálogo para sordomudos. Con frecuencia me he preguntado si aprendería a leer en los labios de aquel modo. «Él» y «ella» se hablaban con la nariz separada apenas por lo que mide un paquete de tabaco y no tuve más remedio que pensar en la halitosis. La boca de la mujer se movió, pero lo que oí fue la voz de Brian.
– ¿Cómo me has encontrado? -Me toqué la sien con el índice, haciendo un esfuerzo por apartar la mirada del aparato-. ¿Dónde está mi padre?
– Aún no lo sé. Quizá recorriendo la costa en tu busca.
– Ojalá consiga escapar. -Se retrepó en el sillón, levantó los brazos y cruzó los dedos mientras apoyaba las manos en lo alto de la cabeza. El ademán le hinchó los bíceps. Apoyó el pie en el borde de la cama, empujó y corrió el sillón un par de centímetros. De pronto encontré sexualmente excitantes los matorrales que tenía en las axilas. Me pregunté si no estaría entrando en una etapa en que todos los jóvenes musculosos me estimulaban la fantasía erótica. También me pregunté si no estaría en la etapa en cuestión desde la más tierna infancia. Estiró la mano y se hizo con unos calcetines limpios y enrollados en forma de bola. Tiró la bola calcetinesca contra la pared y la recogió al rebote.
– ¿No has tenido noticias suyas?
– No. -Volvió a tirar y recoger los calcetines.
– Dijiste que lo habías visto anteayer. ¿Te dijo algo susceptible de sugerir que pensaba marcharse? -pregunté.
– No. -Soltó la bola en el aire y estiró el brazo de súbito para golpearla con la parte superior del antebrazo. La recogió con la mano y repitió la operación. Tenía que estar muy atento para que no se le cayera al suelo. Rebote. Captura. Rebote. Captura.
– ¿Qué te dijo? -pregunté.
Se le escapó la bola y me fulminó con la mirada, molesto por la distracción.
– No lo sé, hostia. Me estuvo sermoneando y repitiendo que en este país la justicia es un cachondeo. Luego va y me dice que nos entreguemos. Digo: «Que te crees tú eso. Haz tú lo que te dé la gana, pero conmigo no cuentes. Ni hablar».
– ¿Y él qué dijo?
– No dijo nada. -Volvió a tirar la bola de los calcetines contra la pared y la recogió en el aire.
– ¿Crees que se ha ido sin ti?
– ¿Por qué iba a hacerlo si pensaba entregarse?
– A lo mejor le ha dado miedo.
– ¿E iba a dejarme metido en la mierda hasta el cogote? -Tenía la incredulidad pintada en la cara.
– Brian, no me gusta lo que voy a decirte, pero tu padre no se ha hecho célebre precisamente por su capacidad para aguantar al pie del cañón. Cuando se pone nervioso, coge la puerta.
– No me dejaría en la estacada -dijo de mal humor. Tiró los calcetines hacia arriba, adelantó el tórax y cogió la bola entre la espalda y el sillón. Ya veía el título del nuevo best-seller: Los calcetines de la risa: 101 maneras de jugar con la ropa blanca.
– Creo que deberías entregarte.
– Lo haré cuando vuelva.
– ¿Y por qué no te creo? Brian, no quiero ponerme solemne, pero me juego aquí el respeto del mundo. Te busca la policía. Si no te entrego, me acusarán de complicidad. Me quitarían la licencia, compréndelo.
Se puso en pie a la velocidad del rayo y medio me levantó de la cama sujetándome por la camisa, con el puño en alto, listo para hacerme saltar los dientes. Su cara quedó a pocos centímetros de la mía. Como la pareja de la película. Cualquier atractivo que hubiera encontrado anteriormente en aquel joven se había esfumado ya. Era otro quien me miraba, un ser enfundado en otro ser. ¿Quién habría dicho que aquel «otro» perverso estaba oculto en la californiana y ojiazulada perfección de Brian? Ni siquiera era suya la voz, aquel susurro grave y gutural:
– Óyeme bien, puta asquerosa. Te voy a enseñar lo que es complicidad. ¿Quieres entregarme? Anda, inténtalo. Antes de que des un solo paso estarás muerta. ¿Entendido?
Me quedé inmóvil, sin atreverme siquiera a respirar. Me volví invisible, me proyecté en el hiperespacio. Brian tenía la cara contraída de furia y supe que me daría un mazazo mortal si le presionaba. Su pecho subía y bajaba, bombeando adrenalina y distribuyéndola por todo el sistema nervioso. Era él quien había matado a la automovilista tras fugarse del correccional. Habría apostado hasta la última caja de compresas. Dad un arma a un joven así, ponedle una víctima delante, murmuradle cualquier pretexto que le abra las compuertas de la furia y en menos de un segundo habrá un cadáver a sus pies.
– Está bien, está bien -dije-. No me pegues, no me pegues.
Creía que el arrebato emocional le habría puesto todos los sentidos en alerta roja. Sin embargo, parecía aletargado, con las sensaciones embotadas. Retrocedió un poco. Sus ojos se concentraron en mi cara y arrugó el entrecejo.
– ¿Qué? -Parecía aturdido, como si se hubiera quedado sordo.
Mi mensaje acabó por abrirse paso hasta su cerebro tras recorrer algún inverosímil laberinto de neuronas sobrecargadas.
– Sólo quiero que estés a salvo cuando vuelva tu padre.
– A salvo. -Hasta la idea se le antojaba extraña. Se estremeció a causa de la tensión que le agarrotaba. Me soltó, se apartó de mí y se dejó caer en el sillón jadeando-. Dios mío, ¿qué me pasa? ¡Qué me pasa!
– ¿Quieres que te acompañe? -En el lugar de la camisa por donde me había cogido, se me había formado un fruncido perpetuo. Negó con la cabeza-. ¿Llamo a tu madre?
Agachó la cabeza y se pasó la mano por el pelo.
– Quiero a mi padre, no a mi madre -dijo. Ahora sí era la voz del Brian Jaffe que yo conocía. Se limpió la cara con el dorso de la mano. Creí que iba a romper a llorar, pero tenía los ojos secos…, vacíos… de un azul tan frío como un frasco de gel. Aguardé con la esperanza de que dijera algo más. Recuperó el ritmo respiratorio normal poco a poco y también su personalidad anterior.
– El tribunal valoraría positivamente una entrega voluntaria -me arriesgué a decir.
– ¿Por qué tendría que entregarme? Me han dejado salir de la cárcel de manera legal. -Hablaba en tono malhumorado. El otro Brian había desaparecido, retrocedido hasta los oscuros recovecos de su mundo subacuático, igual que una anguila. El Brian que tenía ante mí no era más que un chiquillo empeñado en que todo fuera como él quería. En el patio de la escuela era el típico niño que exclamaría: «¡Has hecho trampa!», cada vez que perdiera en un juego, aunque en el fondo siempre era él el tramposo.
– Vamos, Brian. Sabes muy bien que no fue así. Ignoro quién metió la mano en el ordenador, pero en teoría no deberías estar en libertad. Tienes sobre tu cabeza varias acusaciones de homicidio.
– ¡Yo no he matado a nadie! -dijo con indignación. Con aquello quería decir, seguramente, que no había tenido intención de matar a la mujer cuando la tenía encañonada. ¿Y por qué iba a sentirse culpable después, si no había sido culpa suya? La muy imbécil. Habría tenido que tener la boca cerrada cuando se le ordenó que entregara las llaves del coche. Pero tuvo que replicar y discutir con él. ¡Mujeres!, siempre discutiendo.
– Mejor para ti -dije-. El sheriff está en camino, viene a detenerte.
No podía creer que se le hubiera traicionado y me lanzó una mirada ofendida.
– ¿Has avisado a la policía? Pero ¿por qué?
– Porque estaba claro que no ibas a entregarte.
– ¿Por qué tengo que entregarme?
– ¿Eres capaz de entender lo que te digo? Por lo que parece, crees que estás por encima de las leyes que gobiernan a los demás. Pero ¿sabes una cosa?
– Métetela en el culo. No quiero nada que venga de ti.
Se levantó del sillón y al pasar cogió la billetera, que estaba encima del televisor. Llegó a la puerta y la abrió. Un ayudante del sheriff, de raza blanca, estaba en el pasillo, con la mano levantada para llamar. Brian giró sobre sus talones y se dirigió a toda velocidad hacia la puerta de corredera. Otro ayudante del sheriff, de color, apareció en la tenaza. Contrariado, Brian tiró la billetera al suelo con tanta fuerza que rebotó como un balón de fútbol. El primer ayudante lo cogió y Brian se desasió con violencia.
– ¡No me toques!
– Vamos, chico, vamos -dijo el ayudante-. No quiero hacerte daño.
Brian jadeaba otra vez y retrocedió mientras cortaba con la mirada el aire que había entre una cara y otra. Se había encorvado ligeramente y había adelantado las manos como para repeler el ataque de los animales hostiles. Los dos ayudantes del sheriff eran hombres de cuerpo macizo y espíritu curtido por la experiencia, el primero casi cincuentón, el otro de unos treinta y cinco años. Yo no habría bailado agarrada a ninguno de los dos.
El segundo ayudante tenía la mano en la culata del revólver, aunque no había desenfundado. Últimamente, los enfrentamientos con las fuerzas del orden acaban con el asfalto sembrado de cadáveres, es así de sencillo. Los dos agentes cambiaron una mirada y el corazón empezó a latirme con fuerza ante la perspectiva de que sucediese lo peor. Los tres defensores de la ley estábamos inmóviles, a ver qué pasaba.
– No pasa nada -dijo el primer ayudante en voz baja-, todo está bajo control. Conservemos la calma y no habrá nada que lamentar.
En los ojos de Brian chisporroteaba la incertidumbre. La respiración se le fue normalizando y recuperó el dominio de sí. Se enderezó. Yo no creía que todo hubiera pasado, pero la tensión desapareció. Brian esbozó una sonrisa despectiva y dejó que le esposaran sin oponer resistencia. Evitaba mirarme a la cara; más valía así. Verle derrotado de aquel modo me daba no sé qué.
– Valiente puñado de cabrones -murmuró, pero los ayudantes no le hicieron caso. Todo el mundo tiene derecho a salvar la dignidad. No hay ningún mal en ello.
Dana se presentó en la cárcel mientras se formalizaba el ingreso de Brian. Iba vestida de lo más elegante, con un imponente vestido gris de rayón y lino; era la primera vez que la veía sin los sempiternos tejanos. Eran las once de la noche y me encontraba en el vestíbulo con otra taza de café intragable cuando oí en el pasillo el repiqueteo de sus afilados tacones. Nada más verla me di cuenta de que estaba furiosa, no con Brian o los policías, sino conmigo. Yo había ido a la cárcel detrás del vehículo de los agentes del sheriff y me había quedado aparcando mientras introducían al detenido por la puerta lateral. Incluso me había molestado en llamar a Dana Jaffe, pensando que debía estar al tanto de la detención de su hijo menor. No estaba de humor para aguantar sus impertinencias, pero saltaba a la vista que la señora quería guerra.
– Ha causado usted problemas desde el momento en que la vi -dijo a modo de saludo. Llevaba el pelo recogido elegantemente en un holgado moño occipital en el que ni una sola mecha estaba fuera de sitio. Blusa blanca como la nieve, pendientes de plata, los ojos perfilados de negro.
– ¿Quiere conocer los detalles?
– No, no quiero conocer los detalles. Es usted quien me va a escuchar a mí. Han bloqueado mi cuenta bancaria por orden judicial. En este momento no puedo tocar ni un centavo. No tengo dinero. ¿Lo entiende? ¡Nada en absoluto! Mi hijo está en un aprieto y ni siquiera puedo comunicarme con su abogado.
Su vestido de lino era de cuento de hadas, inmaculado, sin una maldita arruga; el lino refuerza, según me han contado, incluso mezclado con otros tejidos. Bajé los ojos y miré el contenido de la taza. El café se había enfriado ya y en la superficie flotaban coágulos de leche en polvo. Me habría gustado tirárselo a la cara. Me observé la mano con atención para ver si se movía sola.
Dana, mientras tanto, seguía atormentándome y me soltaba una pulla tras otra por Dios sabe qué ofensas. Bajé el volumen del aparato con mi mando a distancia mental. Fue como ver una película muda. Escuchaba con un oído, pero rechazaba el sonido antes de que llegara al tímpano. Advertí que se me estaban cargando las baterías de la mano de tirar cafés a la cara. En la escuela de párvulos me daba por morder, pero el impulso era el mismo. Cuando trabajaba en la policía, tuve que detener en cierta ocasión a una mujer por tirar a la cara de otra un vaso de licor, acto que la ley califica de agresión intencionada. Código Penal de California, 242, canturreé para mí: «Se llama agresión intencionada al uso ilegítimo y voluntario de la fuerza o la violencia sobre otra persona… La fuerza o violencia que caracteriza la agresión intencionada no tiene por qué ser grande ni ha de causar necesariamente dolor o daño físico ni por qué dejar huellas». Salvo en el vestido de Dana; que era una marranaaaa.
Oí pasos en el corredor que había a mis espaldas. Al volverme vi al subinspector Tiller con un expediente en la mano. Me saludó con un ademán de la cabeza y desapareció por la puerta.
– ¿Tiller? ¿Me hace el favor?
Asomó la cabeza por el hueco de la puerta.
– ¿Me llamaba?
Miré a Dana.
– Siento interrumpirla, pero tengo que hablar con él -dije y me colé en el despacho del subinspector. La cara de contrariedad que puso Dana indicaba claramente que aún no había descargado sobre mí toda la bilis que me tenía reservada.