LIBRO II

EN TIERRA SANTA

PRIMERA PARTE

«Murallas de oro y puertas de jaspe

Del viaje de los campesinos de Dalecarlia cabe contar que primero fueron en tren hasta Gotemburgo, y desde allí en un vapor sueco hasta Amberes, donde se embarcaron en un gran vapor alemán, el Augusta Viktoria, que les llevó a Palestina. Tuvieron un buen viaje y llegaron a Jafa todos sanos y salvos y bien de salud.

Tan pronto el barco fondeó en la rada de Jafa, los emigrantes suecos se apresuraron a subir a la cubierta para echar un primer vistazo a Tierra Santa. Pero el Augusta Viktoria había anclado lejos de la costa; además, el sol matinal les cegaba y no fue mucho lo que vislumbraron. Lo que sí vieron destacarse claramente junto a la playa, frente a ellos, fue una elevada colina densamente cubierta de edificios ocres de tejado plano y jardines de vegetación oscura.

Al poco tiempo descubrieron que a ambos lados de la colina se extendía una costa con médanos, más allá de la cual se abría una planicie, y que en el fondo, sobre la línea del horizonte, despuntaba una cadena de montañas larga pero no excesivamente elevada.

Aquella tierra no tenía nada de llamativo ni extraordinario, y tras el vistazo inicial seguramente todos aquellos labriegos se dijeron en silencio: «¡Quién iba a pensar que sería así! Yo me imaginaba algo completamente distinto. Esto es como si lo hubiese visto montones de veces.»

Ya en Gotemburgo se habían encontrado con Hellgum, que venido directamente de Jerusalén, donde él y sus seguidores vivían desde hacía unos meses, les esperaba para ayudarles con el traslado y el viaje. Hellgum estaba, por lo tanto, muy familiarizado con Palestina, y al notar que los campesinos tenían los ojos puestos en tierra se les acercó para explicarles lo que veían.

– Sobre esa roca está Jafa con sus quinientos naranjales -les informó-. Detrás, la planicie que veis es el llano de Sarón, lleno de lirios, y las siluetas a lo lejos son los montes de Judea.

En el mismo instante en que pronunciaba esos nombres los suecos notaron algo que hasta entonces se les había escapado. Vieron que el sol proyectaba una luz más intensa sobre aquel cielo que allá en su tierra, y que el llano, las montañas y aquella ciudad despedían un halo de luz rosada, plateada y azulada que no habían visto en ningún otro lugar.

– ¡Aleluya! -exclamaron pletóricos de alegría-. ¡Y pensar que hemos llegado tan lejos!

Les parecía increíble que realmente hubieran superado todos los obstáculos, que hubieran logrado, pobres campesinos de Dalecarlia como eran, contemplar el llano de Sarón y las montañas de Judea.

– Fue aquí, en Jafa, adonde el rey Hiram le envió por mar a Salomón la madera de cedros y cipreses del Líbano que necesitaba para la construcción del templo -dijo Hellgum-, y aquí fue donde el profeta Jonás se embarcó cuando quería eludir el cumplimiento de las órdenes de Dios. [31]

Los labriegos le escuchaban sin aliento. Les parecía que estaban a las mismísimas puertas de un gran templo que atesoraba todo cuanto de sagrado había en el mundo; aunque no pudieron evitar una sonrisa cuando les habló de Jonás, a quien habían visto representado en muchas antiguas imágenes en el momento en que sale disparado de las descomunales fauces de la ballena.

Entre los peregrinos que iban a Jerusalén había un herrero de nombre Birger Larsson a quien el viaje, desde un principio, había colmado de alegría. A nadie le resultó tan fácil como a él separarse de su hogar, y nadie se complacía como él ante la idea de ver al natural las maravillas de Jerusalén.

– Tanto Jerusalén como Belén se encuentran en lo alto de los montes de Judea -explicó Hellgum-. Jerusalén está casi a la altura de Jafa, mientras que Belén se halla un poco más al sur.

Birger dirigió su mirada hacia donde debía estar Jerusalén y desde ese momento fue como si no pudiese apartarla de allí.

En un momento anterior del viaje, Hellgum ya les había explicado que el puerto de Jafa era tan poco profundo que únicamente los pesqueros y las pequeñas embarcaciones de vela podían entrar. Grandes vapores como el Augusta Viktoria tenían que fondear en una rada fuera del puerto y sus pasajeros y las mercancías ser llevados a tierra en pequeños botes. También sabían que el desembarco podía ser muy peligroso en caso de temporal, ya que durante un buen trecho había que remar en mar abierto sin ningún resguardo contra el viento y las olas.

Pero en aquellos momentos el tiempo estaba calmado y apacible y Hellgum, quien en su primer viaje había tenido un desembarco muy dificultoso, se alegraba sobremanera. Les señaló dos rocas negras que despuntaban en medio de la entrada del puerto, a tan sólo un par de brazadas de distancia entre sí, y les explicó que todos los botes que iban a Jafa se veían obligados a pasar entre ellas; y que más de una vez se había dado el caso de que, durante una fuerte borrasca, los pequeños botes se habían estrellado contra esas rocas rompiéndose en mil pedazos.

Al poco tiempo de fondear el Augusta Viktoria en la rada, una multitud de botes de remos salieron presurosos del puerto. Se deslizaban por las aguas tan velozmente como si volaran. Los campesinos no podían hacer otra cosa que admirar a los remeros, quienes a veces se incorporaban y remaban de pie para forzar la marcha. Al comienzo lo hacían con precaución pero tras sobrepasar las dos rocas fatales iniciaron una carrera. Hasta el vapor llegaban sus risas y las voces que se daban para animarse unos a otros.

– ¿Veis lo que hacen? -dijo Hellgum-. Están todos tan ansiosos por llegar primero que a menudo ponen en peligro la vida de sus pasajeros debido a esa tremenda prisa que tienen. ¡Ya los veréis cuando suban a bordo! No hay ni uno que no tenga la cara llena de cicatrices y rasguños. Son la gente de mar más fiera del Mediterráneo. Con tal de impedir que un compañero les adelante aguantan lo que sea, desde cuchilladas a un golpe de remo.

Mientras Hellgum hablaba subieron a bordo dos marineros de Jafa. Eran altos y fornidos, y los dalecarlianos se sorprendieron. No esperaban que hubiera gente tan fuerte y robusta en aquel país tan desolado.

– ¡Miradlos! -exclamó Hellgum-. ¡Mirad cómo avanzan por la cubierta como dos ráfagas de viento! Démosle las gracias al Señor de que nos haya concedido este tiempo tan espléndido que nos permitirá bajar a tierra sin peligro.

A continuación, Birger Larsson avanzó y dijo unas palabras que aquellos campesinos de Dalecarlia nunca olvidarían.

– No sé yo lo que el resto pensará sobre el asunto, pero por mi parte, habría deseado que nos hubiésemos encontrado con una buena borrasca aquí en el puerto, y que esas rocas negras que Hellgum tanto teme levantasen una cortina de espuma. Habría preferido que fueran los remeros más temerarios los que nos llevasen a tierra y en los peores botes; así demostraríamos que nuestra fe en la divina providencia es tan firme que nada ni nadie podría impedirnos desembarcar en esta costa.

– ¡Amén, amén! -dijeron los campesinos uno tras otro. Y sus corazones se llenaron de una confianza tan ciega que se sentían capaces de caminar sobre las aguas.


Sucedió, sin embargo, que tan pronto los campesinos suecos tocaron tierra en Jafa, Birger Larsson enfermó. No era precisamente un aire saludable lo que soplaba mientras caminaban por las calles de Jafa rumbo a la estación del ferrocarril, y Birger no tardó en sentir escalofríos de fiebre recorriéndole el cuerpo. Pero no quiso admitir que se sintiera mal sino que, cuando los campesinos hubieron dejado su equipaje en la estación y salieron para ver la ciudad, él los acompañó.

Coincidió que el grupo de Dalecarlia llegó a Palestina en agosto, el mes más caluroso en aquel país. El sol se elevaba tan alto en el cielo que sus rayos incidían verticalmente sobre sus cabezas; además, no se veía ni una nube y todo parecía tan reseco que no dudaron de que Hellgum decía la verdad cuando afirmaba que no llovía desde abril.

Y añadió que en Jafa no hacía tanto calor como en otros lugares del país debido a que era una ciudad marítima; en cambio, para los campesinos de Dalecarlia, también allí el calor era excesivo. De camino a la estación vieron grandes arbustos de ricino que se marchitaban al sol, y los geranios, que ellos solían cultivar en macetas en las ventanas de sus casas en Dalecarlia, crecían aquí silvestres y se los veía estropeados por el calor. Pero cuando realmente comprendieron cuán elevada era la temperatura, fue al ver que los niños que cruzaban la playa para bañarse en el mar corrían dando saltos porque la arena les quemaba los pies.

Hellgum llevó a los campesinos suecos a las grandes fábricas de jabón, una de las atracciones de Jafa, y a las lamentables ruinas que se suponen de la casa donde vivió el apóstol Pedro. En ambos lugares el hedor y el calor eran insufribles y Birger Larsson no hizo más que empeorar. Sin embargo, siguió sin mencionar su estado; al contrario, estaba de un humor excelente y se mostraba satisfecho con todo. Resulta que en Jafa, al igual que en la mayoría de las ciudades de Oriente Medio, al pasear por las calles no se ve otra cosa que muros ciegos; de modo que el paseo no fue demasiado gratificante para los recién llegados. En cambio, Birger se contentaba con lo poco que había por ver: la belleza de los niños, los asnos de pelaje gris cargados con grandes alforjas rebosantes de hortalizas, y hasta le conmovió la fealdad de los enclenques perros callejeros.

Lo que más le satisfizo, sin embargo, fue la visita a la colonia alemana situada extramuros. Unos campesinos alemanes, que por ser sectarios sufrían persecuciones en su patria, la habían fundado hacía treinta años. Al principio, los alemanes tuvieron que soportar muchas dificultades, pero ahora estaban completamente adaptados a las condiciones de Tierra Santa y habían alcanzado un elevado estado de bienestar e independencia. La colonia se componía de numerosas casas bien construidas y rodeadas de extensos jardines y campos de cultivo. Al entrar en su territorio uno diría que de pronto había ido a parar a una hermosa ciudad de provincias sueca. Cuando Birger Larsson vio todas aquellas villas tan bien cuidadas dijo que le parecía improbable que les fuera a ir peor a ellos que a los alemanes.

– Nosotros no tardaremos mucho en construirnos un precioso pueblecito como éste en las afueras de Jerusalén -comentó.

Al mediodía el calor no les permitió permanecer al aire libre y tuvieron que regresar a la estación para ponerse a cubierto del sol. Allí estuvieron un par de horas esperando la salida del tren de la tarde. Birger iba empeorando pero se mantuvo en pie, fingiendo que no pasaba nada. Se hallaba sentado junto a una ventana cuando de repente vio una larga procesión de gente. Tenían todo el aspecto de ser campesinos como ellos. Llevaban el cabello cortado a tazón y espesas barbas, abrigos largos de tela gris y pantalones bombachos remetidos en botas altas. Todos marchaban con un palo al hombro del cual colgaba un hatillo. A Birger se le informó que eran rusos en peregrinación por Palestina. Habían llegado allí en un vapor pero, tras el desembarco en Jafa, el resto del viaje lo hacían a pie, porque querían recorrer el país del mismo modo que lo hiciera Jesús.

Birger se quedó pensativo al oírlo. En su cara se veía que de buena gana habría seguido su ejemplo.

– Otro día nosotros haremos lo mismo -dijo asintiendo con la cabeza hacia sus compañeros de viaje-. Qué entrañable será viajar tras las huellas de nuestro Señor Jesucristo.

Cuando el tren finalmente se puso en marcha y Birger hubo tomado asiento en el sofocante vagón, empezó a sentir que la cabeza iba a estallarle y entonces ya no pudo evitar que los otros se dieran cuenta de que estaba enfermo. Le preguntaron si se encontraba mal y él respondió que sólo un poco de dolor de cabeza debido al calor.

– ¡Tú, que eres herrero, deberías aguantar mejor este bochorno! -se burlaron sus compañeros, porque a nadie se le ocurrió que su estado pudiera ser grave.

El ferrocarril atravesó las huertas de Jafa y después se adentró en la llanura de Sarón, que en esa época del año aparecía tan yerma como un desierto. Sin duda, los pueblos y aldeas esparcidos por el llano debían estar habitados; pero hasta que se ponía el sol sus habitantes apenas asomaban la nariz de sus casas para no achicharrarse. Y en todo caso, nunca salían de los pueblos donde los muros de las casas y algún que otro árbol solitario pudiera proporcionarles un poco de sombra. Igual de imposible como parecía descubrir una figura humana en aquella llanura, era divisar una brizna de hierba. Las magníficas anémonas encarnadas y las amapolas, todas las margaritas y los claveles que en primavera tapizaban el suelo con una espesa alfombra de flores blancas y rojas, se habían extinguido. También extintas estaban las cosechas de trigo, centeno y panizo que crecían en las zonas cultivables del llano; asimismo, los segadores con sus asnos y bueyes, sus cantos y danzas, se habían retirado ya a sus aldeas. El único rastro que quedaba del esplendor pasado eran unos tallos secos que se elevaban perpendiculares al suelo requemado y que en su día habían sostenido con orgullo los célebres lirios de Sarón.

Hellgum no cesaba de indicar a los viajeros los lugares sagrados o de interés por los que pasaban; sin embargo, a esas alturas Birger se hallaba en tan mal estado que no comprendía demasiado lo que oía. Escuchó hablar de Sansón y los filisteos y se le antojó que Sansón no sólo había prendido fuego a las mieses de los filisteos, sino que también había provocado el incendio que ardía en su cabeza. [32]

Al dejar atrás la llanura y adentrarse en la cordillera de Judea, Birger desvariaba. No se trataba de una zona montañosa y agreste, sino más bien de un desorden de verdes colinas, entre las cuales el tren zigzagueaba con arduo traqueteo. Birger Larsson tenía la sensación de que entre él y la ciudad a la que se dirigían se alzaba un sinfín de terraplenes; y, aunque él cavaba un túnel tras otro, no cesaban de aparecer nuevos obstáculos ante él. Aquellos esfuerzos le acaloraban tanto que el sudor manaba a chorro de su rostro, y al mismo tiempo se sentía tan exhausto y desfallecido que no entendía cómo iba a llegar a tiempo. Cuando, por fin, quedaron atrás las colinas y alguien dijo que habían llegado a Jerusalén, Birger estaba tan enfermo que Tims Halvor y Ljung Björn tuvieron que sostenerlo por las axilas y bajarlo en volandas al andén.

Hellgum había mandado un telegrama desde Jafa comunicando a los colonos la hora de llegada de los suecos. Varios de ellos habían ido a la estación para darles la bienvenida. Estaban allí la esposa de Hellgum y las dos hijas de Ingmar Ingmarsson que emigraron a América tras la muerte de su padre, y muchos más que se habían reunido con Hellgum en América, y que ahora le habían seguido a Palestina. Todos eran viejos conocidos de Birger Larsson y, sin embargo, él no reconoció a ninguno. De todos modos, sí comprendió que había llegado a Jerusalén y lo único que le preocupaba era tenerse en pie lo suficiente para ver con sus propios ojos la Ciudad Santa.

Desde la estación, muy apartada, Birger no pudo ver nada de la ciudad; durante toda la espera permaneció inmóvil con los ojos cerrados. Finalmente, todos estuvieron acomodados en otro tren. Descendieron por el valle de Hinnom y en la cima de la colina que se alzaba sobre sus cabezas apareció Jerusalén.

Birger levantó sus pesados párpados y vio una ciudad rodeada de una alta muralla rematada con torreones y almenas. Unas altas construcciones abovedadas despuntaban tras la muralla y un par de palmeras se cimbreaban al viento.

Pero anochecía ya y el sol tocaba el horizonte de las colinas occidentales. Era un sol muy grande y rojo y proyectaba en el cielo un potente resplandor. También la tierra centelleaba y resplandecía bajo aquellos haces dorados y rojos. Pero para Birger el fulgor que iluminaba la tierra no provenía del sol sino de la ciudad suspendida allá en lo alto; emanaba de sus murallas, relucientes como oro blanco, y de sus torreones, recubiertos de láminas de jaspe pulimentado. [33]

Birger Larsson sonrió ante la idea de que estaba viendo dos soles: uno en el cielo y otro en la tierra, que aquélla era la ciudad de Dios, Jerusalén. Por un momento Birger se sintió sanado por un júbilo revitalizador. Sin embargo, la fiebre no tardó en cebarse en él de nuevo y durante todo el trayecto hasta la colonia, situada en el extremo opuesto de la ciudad, estuvo inconsciente.

No supo nada de la bienvenida de que fueron objeto en la colonia gordonista. Y tampoco tuvo ocasión de regocijarse ante la visión del hermoso caserón, o de la blanca escalinata de mármol, o de la preciosa galería que recorre el patio. Birger no pudo ver el bello e inteligente rostro de la señora Gordon cuando salió a la escalinata a recibirles, ni los ojos de búho de la anciana señorita Hoggs, ni a ningún otro de sus nuevos hermanos y hermanas. Ni siquiera se percató de que lo metieron en una sala grande y luminosa, que en adelante sería su hogar y el de su familia, y en la que se le preparó un lecho a toda prisa.

Al día siguiente continuaba igual de enfermo pero recuperó el conocimiento un par de veces. Le invadió entonces un gran dolor al pensar que iba a morir sin haber entrado en Jerusalén ni presenciado sus maravillas de cerca.

«¡Pensar que he llegado hasta aquí -se lamentaba-, y ahora moriré sin haber visto el palacio de Jerusalén, ni sus calles revestidas de oro donde se pasean los santos con largas túnicas blancas y palmas en las manos.»

Durante dos días estuvo quejándose de esa guisa. La fiebre aumentó, pero incluso delirante siguió angustiándose por lo mismo: el no poder contemplar una vez más la resplandeciente muralla de oro y las deslumbrantes atalayas que vigilaban la ciudad de Dios.

Su angustia y desesperación eran tan grandes que Ljung Björn y Tims Halvor se compadecieron de él y decidieron procurarle sosiego. Creyeron que mejoraría si le permitían aplacar sus deseos, así que construyeron una camilla y un atardecer, cuando el aire comenzaba a refrescar, lo llevaron a visitar Jerusalén.

Tomaron el camino más corto a la ciudad antigua. Birger, tumbado en la camilla y completamente consciente, contemplaba el suelo pedregoso y las áridas colinas. Cuando llegaron a un punto desde el cual se divisaba la Puerta de Damasco, en la cara norte, y la muralla de la ciudad, dejaron la camilla en tierra para que el enfermo pudiera disfrutar de la anhelada visión.

Birger, sin pronunciar palabra, se hizo visera con la mano y forzó la vista.

Lo único que vio fue una muralla de un sucio gris, construida de piedra y mortero como cualquier otra muralla. La magnífica puerta le horrorizó, tan baja y rematada sólo por puntiagudas almenas. [34]

Tumbado allí, débil y desfallecido, Birger Larsson se figuró que no le habían llevado a la auténtica Jerusalén, pues sólo unas noches atrás había visto una tan deslumbrante como el sol.

«¡Que viejos convecinos y compatriotas míos se porten tan mal conmigo -se lamentó el pobre hombre-, y no me concedan el favor de contemplar la verdadera Jerusalén!»

Los campesinos lo llevaron cuesta abajo por la escarpada pendiente que moría frente a la puerta de Damasco. Birger tuvo la impresión de que lo conducían a las entrañas de la tierra.

Cuando hubieron atravesado el arco de la puerta, Birger se incorporó ligeramente. Quería comprobar que de verdad le hubieran llevado a la ciudad dorada. Quedó muy sorprendido de ver, por todas partes, únicamente las deslucidas paredes grises de las casas, y aún más turbado al ver los lisiados que pedían limosna junto a la puerta, y los flacos perros sarnosos que dormían en grupos de cuatro o cinco sobre grandes montones de desperdicios.

Nunca antes había percibido un hedor tan raro y acerbo como el que allí le inundaba el olfato, ni un calor tan sofocante. Dudó de que existiera un viento con la potencia necesaria como para hacer circular aquel aire de plomo.

Al bajar la vista a los adoquines, Birger descubrió la capa incrustada de mugre que los cubría y quedó atónito ante la cantidad de basuras y hojas de col y cáscaras de frutas que se veían esparcidas por la calle.

«Me gustaría saber por qué Halvor se molesta en mostrarme este triste y miserable lugar», pensó.

Los antiguos labriegos se adentraron a toda prisa en la ciudad. Ya la habían visitado en repetidas ocasiones y podían informar al enfermo sobre los lugares por los que pasaban.

– Ésa de ahí es la casa del hombre rico -le dijo Halvor señalando un edificio que a Birger le pareció ruinoso.

Luego doblaron por una esquina tan oscura que daba la impresión de que allí nunca hubiera penetrado un rayo de sol. Birger yacía observando los arcos tendidos entre las casas a uno y otro lado de la calle. «Deben ser necesarios -pensó-; si estas casuchas no estuviesen tan reforzadas no tardarían en derrumbarse.»

– Ahora estamos en el vía crucis -le anunció Halvor a Birger-, por aquí pasó Jesucristo con la cruz.

Birger yacía mudo y pálido. La sangre no fluía por sus venas como antes, hasta se diría que no circulaba. Estaba frío como el hielo.

Allá donde fueran, sólo veía desconchados muros grises y algún que otro portal. En contadas ocasiones vio alguna que otra ventana, todas con los cristales rotos y los huecos taponados con trapos mugrientos.

Halvor detuvo la camilla.

– Aquí se erigía el palacio de Poncio Pilato -anunció-, y aquí fue donde sacaron a Jesús y dijeron de él: Ecce homo [35]

Birger Larsson le indicó a Halvor que se acercara y tomó su mano solemnemente.

– Ahora, como parientes que somos, quiero que me respondas con franqueza -dijo-. ¿Estás seguro de que ésta es la verdadera Jerusalén?

– Pues claro que es la verdadera Jerusalén.

– Estoy enfermo y puede que mañana me muera -insistió Birger-. Comprenderás que no está bien que me mientas.

– Y ¿por qué habría de mentirte? -se extrañó Halvor.

Birger había albergado la esperanza de persuadir a Halvor de que le confesara la verdad. Los ojos se le inundaron de lágrimas al pensar que Halvor y los otros eran capaces de obstinarse tanto en portarse mal con él.

Sin embargo, de pronto le vino una idea luminosa. «Hacen esto para que mi dicha sea el doble cuando, a través de las altísimas puertas, me lleven al interior de la ciudad de oro puro, transparente como cristal -se dijo-. Les dejaré hacer. Seguro que su intención es buena. Nosotros los hellgumianos hemos prometido comportarnos como hermanos los unos con los otros.»

Sus compañeros continuaron llevándolo a cuestas por callejuelas oscuras. Sobre algunas de ellas colgaban unos grandes toldos de lado a lado, llenos de rajas y rotos. En las calles cubiertas por esas telas la oscuridad, el hedor y el calor sofocante se volvían insufribles.

La siguiente vez que se detuvieron fue en el atrio de un gran edificio gris. Estaba atestado de mendigos y de míseros buhoneros que ofrecían rosarios de cristal, bastones, estampas y otra quincalla por el estilo.

– Aquí puedes ver la iglesia levantada sobre el sepulcro de Jesucristo y el Gólgota -dijo Halvor.

Birger Larsson levantó sus débiles ojos hacia el edificio. No se podía negar que tuviera un elevado portal o amplios ventanales, y en cuanto a su altura, era aceptable. Pero Birger nunca había visto una iglesia tan hacinada entre otros edificios. No vio ni el campanario, ni el coro ni el pórtico. Desde luego no iba a dejarse engañar con que aquella birria era la casa de Dios. Y tampoco podía creer que hubiese tantos buhoneros y vendedores en el atrio si aquello fuera el sepulcro de Cristo. Como si él no supiera quién había expulsado a los mercaderes del templo y volcado las jaulas de los vendedores de palomas. [36]

– Ya veo, ya -dijo Birger asintiendo con la cabeza y mirando a Halvor. Pero en su fuero interno pensaba: «A ver qué nuevos disparates se inventarán ahora.»

– Tal vez por hoy ya tengas suficiente, me da miedo que te canses demasiado -dijo Halvor.

– Yo aguanto si vosotros aguantáis -aseguró el enfermo.

Sus dos amigos levantaron la camilla y prosiguieron la marcha. Llegaron a los barrios del sur de la ciudad.

El tipo de calles era el mismo, la diferencia estribaba en que aquí estaban abarrotadas de gente. Halvor detuvo la camilla en una calle transversal y le señaló a Birger unos beduinos de piel oscura que llevaban escopeta al hombro y daga al cinto. También le señaló unos hombres semidesnudos que transportaban agua en unas botas hechas con piel de cerdo. Luego Halvor le pidió que se fijara en unos sacerdotes rusos que llevaban el cabello recogido en un moño en la nuca como las señoras, y en las mujeres musulmanas, las cuales parecían fantasmas por el modo en que iban cubiertas de blanco de los pies a la cabeza mientras un trapo negro ocultaba su rostro.

Birger se convencía cada vez más de que sus amigos le estaban gastando una broma extraña, pues aquellas gentes no recordaban en nada a los portadores de palmas que habían de discurrir felizmente por las calles de la verdadera Jerusalén.

Al mezclarse con el gentío la fiebre subió de nuevo. Halvor y los otros que cargaban la camilla se dieron cuenta de que Birger empeoraba. Las manos temblorosas toqueteaban inquietas la manta que le cubría y el sudor caía a gotas de su frente. A pesar de ello, a la mínima mención de dar la vuelta, Birger se sentaba de golpe y decía que lo matarían si no lo llevaban hasta la Ciudad Santa.

De este modo no dejó de presionarlos hasta que alcanzaron la cima del monte Sión. [37] Al ver la puerta de Sión, Birger pidió a gritos que lo dejasen cruzarla. Entonces se incorporó con la esperanza de ver tras la muralla la maravillosa ciudad de Dios que tanto anhelaba conocer.

Pero al otro lado de la puerta no había más que un pedregoso solar requemado y estéril donde se amontonaban escombros y desperdicios.

Acurrucados junto a la puerta se hallaban cuatro o cinco pordioseros que se acercaron lentamente para pedir limosna, alargando hacia Birger unas manos llagadas. Pedían con voces semejantes al gruñido de los perros y sus rostros estaban parcialmente carcomidos, a uno le faltaba la nariz, y a las mejillas de otro, la piel y la carne.

Birger chilló horrorizado y, medio desfallecido, rompió a llorar por que le hubiesen llevado a la boca del infierno.

– Sólo son leprosos -dijo Halvor-. Ya sabes que hay leprosos en este país, Birger.

Los antiguos labriegos se adentraron en el monte rápidamente para evitarle la visión de aquellos pobres desgraciados que pululaban alrededor de la puerta.

Luego depositaron la camilla en tierra. Halvor se acercó al enfermo y, levantándole la cabeza de la almohada, le dijo:

– Intenta incorporarte un poco, Birger. Desde aquí se ve el mar Muerto y las montañas de Moab.

Birger abrió sus cansados ojos. Su mirada descendió por los agrestes y esteparios montes que se extienden al este de Jerusalén. A una distancia muy lejana centelleaban reflejos de agua, y más allá destacaban unas montañas de luminosidad azul y aureola dorada. La visión era tan radiante, etérea, cristalina y luminosa que costaba creer que perteneciera a este mundo.

Birger, entusiasmado, se levantó de la camilla y apremió a los otros a que lo llevaran hacia aquella visión lejana. Dio unos pasos vacilantes y cayó al suelo desvanecido.

En un primer momento sus compañeros pensaron que Birger había muerto, pero volvió en sí y siguió con vida durante dos días. Hasta el instante de su muerte no hizo más que delirar acerca de la verdadera Jerusalén. Gemía lamentándose de que cuanto más hacía él por alcanzarla, más lejos se desplazaba la ciudad, de forma que ni él ni nadie entraría en ella jamás.

El hombre de la cruz

Durante todos los años de existencia de la colonia gordonista en Jerusalén, a diario se pudo ver en las calles de la ciudad a un hombre que arrastraba una tosca cruz de madera. No hablaba con nadie y nadie le hablaba. Nadie sabía si se trataba de un enajenado que se creía Jesucristo o sólo de un humilde peregrino que cumplía una penitencia.

Aquel pobre hombre de la cruz pasaba las noches en una cueva alejada en lo alto del monte de los Olivos. Cada mañana, al salir el sol, oteaba desde la cima y observaba Jerusalén, situada en el monte de Sión, que tenía enfrente. Solía escudriñar la ciudad como si buscara algo, trasladando la mirada de casa en casa y de cúpula en cúpula, escrutando afanosamente como si esperara descubrir algún cambio sustancial ocurrido durante la noche. Finalmente, cuando se convencía de que todo estaba como antes, dejaba escapar un suspiro de alivio. Luego entraba en su cueva, se cargaba la gran cruz al hombro y se ceñía a la frente una corona hecha de espinos retorcidos.

A continuación iniciaba el descenso de la montaña, arrastrando su pesada carga entre viñas y campos de olivos, hasta que llegaba a la alta muralla que rodeaba el huerto de Getsemaní. [38] Ahí solía detenerse frente a un portal bajo, dejaba la cruz en el suelo y se apoyaba contra la puerta como disponiéndose a esperar. Se agachaba repetidas veces y miraba por el ojo de la cerradura para ver el pequeño huerto. Si entonces, entre los centenarios olivos y los setos de mirto, veía a alguno de los monjes franciscanos que cuidaban de Getsemaní, su expresión se tensaba y esbozaba una pequeña sonrisa esperanzada. Pero a los pocos segundos sacudía la cabeza, como si cayera en la cuenta de que aquel a quien buscaba no vendría. Volvía entonces a levantar su cruz y continuaba su camino.

Luego tenía por costumbre pasar por las terrazas más bajas de la montaña hasta el valle de Josafat, [39] donde se halla el gran cementerio judío. El largo palo de la cruz que llevaba a rastras iba chocando contra las numerosas lápidas, derribando los guijarros amontonados sobre ellas. Cada vez que los guijarros caían al suelo, él se detenía y se daba la vuelta creyendo que alguien iba tras él. Y cada vez que comprendía que se equivocaba, soltaba otro de sus hondos suspiros y continuaba su camino.

Al llegar al fondo del valle estos suspiros se transformaban en profundos lamentos ante la inminente escalada, siempre con la pesada cruz a cuestas, del monte en cuya cima se halla Jerusalén. En esta ladera se encuentran las tumbas de la población musulmana y era frecuente que el hombre, entre las estelas funerarias con forma de féretro, encontrara a alguna mujer vestida de blanco que lloraba la pérdida de un ser querido. El hombre de la cruz se tambaleaba entonces en dirección a ella, hasta que la mujer, sobresaltada por los ruidos que hacía la cruz al ser arrastrada entre los sepulcros, se giraba hacia él mostrándole su rostro cubierto por un velo negro que inducía a creer que detrás no había otra cosa que un tenebroso vacío. Con un estremecimiento, el hombre daba media vuelta y seguía su camino.

Mediante indecibles esfuerzos, subía hasta la cima donde se alza la muralla de la ciudad. A continuación, solía tomar un sendero estrecho por la parte exterior de la muralla hasta el monte Sión, en la cara sur del altiplano, [40] y llegaba a la pequeña iglesia armenia denominada casa de Caifás. [41]

Aquí volvía a dejar la cruz en el suelo y miraba por el ojo de la cerradura. Pero no se contentaba con eso, sino que tiraba del cordón de la campana. Cuando a los pocos minutos escuchaba el rumor de zapatillas en el suelo enlosado, el hombre sonreía llevándose ya las manos a la corona de espinas, dispuesto a sacársela.

Pero tan pronto el servidor de la iglesia que abría el portal lo miraba, el hombre de la cruz sacudía negativamente la cabeza.

El penitente se asomaba y miraba por la puerta entornada. Con la mirada recorría el reducido patio, donde según la leyenda Pedro negó al Salvador tres veces, a fin de comprobar que estuviera desierto. Entonces sus facciones se contraían por la amargura y, cerrando la puerta con gesto de impaciencia, seguía su camino.

La pesada cruz traqueteaba contra el suelo cubierto de piedras y restos de ruinas de Sión. Ahora la cruz era arrastrada con más vehemencia, como si unas grandes expectativas le hubiesen suministrado renovadas fuerzas a su portador. El hombre de la cruz avanzaba por la ciudad sin descargarla una sola vez hasta que llegaba a las puertas del compacto edificio de sillares grises que es venerado como la tumba del rey David, pero que también se supone contiene la sala donde Jesús instituyó el sacramento de la eucaristía.

El viejo penitente solía dejar la cruz fuera mientras entraba en el patio. Cuando el portero musulmán, que solía echar miradas airadas a todos los cristianos, lo veía llegar, se inclinaba ante aquel cuya razón se había reunido con Dios y le besaba la mano. Cada vez que el hombre recibía este gesto de respeto miraba expectante el rostro del portero. Pero un segundo más tarde retiraba la mano, se la restregaba contra su tosco sayal, se daba la vuelta y salía al aire libre para volver a cargarse la cruz al hombro.

Después, con suma lentitud, solía atravesar la ciudad hasta su extremo más septentrional, por donde discurre el lúgubre camino del calvario de Jesucristo. En las zonas muy concurridas cruzaba su mirada con la de todos los viandantes, parándose, escrutando y apartando la cara con su habitual gesto de desilusión. Benévolos portadores de agua, que se fijaban en cómo sudaba durante su penosa marcha, le ofrecían cazos de agua fresca, y los verduleros solían arrojarle un puñado de habichuelas o pistachos. En un primer momento recibía estos obsequios con amabilidad, pero luego se volvía descontento, como si hubiese esperado algo mejor.

Cuando se introducía en las estrechas callejuelas que conforman la Vía Dolorosa, su rostro aparecía más esperanzado que en la primera parte del recorrido. Sus gemidos bajo el peso de la cruz eran menos profundos, estiraba la espalda y miraba alrededor como un prisionero que tiene la certeza de que va a ser liberado.

Partía de la primera de las catorce estaciones de la pasión de Cristo, las cuales vienen señaladas por pequeñas inscripciones en piedra a lo largo de toda la calle; pero no se detenía hasta que llegaba al convento de las hermanas de Sión, en las proximidades del arco del Ecce Homo, donde Pilatos mostró a Jesús a las masas. Aquí tiraba la cruz al suelo, como si se tratara de una carga que nunca más tendría que llevar, y llamaba a las puertas del convento con tres fuertes golpes de aldaba. Antes de que nadie tuviera tiempo de abrir, ya se había arrancado la corona de espinas de la frente, y en ocasiones era tal su certeza que hasta se la arrojaba a los perros que merodeaban por allí.

En el convento su forma de llamar era bien conocida. Alguna de las piadosas hermanas solía abrir la mirilla y le tendía un panecillo redondo.

Esto solía desatar en el penitente un furibundo arranque de cólera y, en vez de tomar el panecillo, lo dejaba caer al suelo, pataleando y profiriendo alaridos de desesperación. Durante un buen rato permanecía a las puertas del convento. Cuando al final recuperaba su actitud de paciente sufrimiento, recogía el panecillo y se lo comía con voracidad. Luego buscaba su corona de espinas y volvía a cargar con la cruz.

A los pocos segundos se hallaba feliz y expectante a las puertas del santuario denominado Casa de Santa Verónica; pero no tardaba en irse de allí visiblemente decepcionado. Recorría toda la calle de estación en estación, con idéntico convencimiento, aguardaba el momento de su liberación junto al santuario que marca el sitio de la Puerta de la Justicia, a través de la cual Jesús abandonó la ciudad, y más adelante, también, en el lugar donde el Salvador habló a las mujeres de Jerusalén.

Tras completar de este modo el calvario de Cristo, a veces sucedía que el viejo penitente se metía en el angosto atrio de la iglesia del Santo Sepulcro. Sin embargo, aquí el pobre hombre no descargaba su cruz, ni se despojaba de su corona de espinas. Tan pronto divisaba la tétrica y cenicienta fachada de la iglesia, daba media vuelta y huía. El viejo penitente parecía convencido de que éste era el único lugar de la ciudad donde, de ningún modo, encontraría al que tanto buscaba.


Nos encontramos en la noche del día en que enterraron a Birger Larsson. Todos los miembros de la colonia, tanto los veteranos gordonistas que vivían en Jerusalén desde hacía catorce años como los sueco-americanos que habían seguido a Hellgum y los recién llegados campesinos de Dalecarlia, se habían reunido para oficiar una misa vespertina, pero debido al calor decidieron celebrarla fuera y sacaron sillas a la terraza del tejado a la que daba la sala de asambleas, donde habían orado y entonado cánticos al aire libre.

Al finalizar la misa, casi todos regresaron a sus quehaceres, menos los campesinos de Dalecarlia, que se habían quedado donde estaban porque no les parecía correcto ocuparse en algo el mismo día de las exequias. Permanecieron sentados rígidos y solemnes, sin intercambiar apenas frases entre ellos. Birger había dejado mujer y ocho hijos, quienes gimoteaban en sus asientos. Más de uno les dirigió algunas palabras para recordarles que no debían preocuparse por su futuro. «No correréis la misma suerte que las viudas y huérfanos de fuera -les decían-. Estaréis igual de bien que antes. Ahora tenéis a más de cien hermanos y hermanas que cuidarán de vosotros.»

Mientras estaban allí, el sol fue bajando, y después cayó la noche y aparecieron la luna y las estrellas. Pero ninguna brisa refrescante sopló de las montañas, y el bochornoso calor persistió. Durante el día el calor había sido insoportable y varios campesinos nórdicos sentían ya los escalofríos de la fiebre. Empezaron a temer que correrían la misma suerte que Birger Larsson, y sentados allí a oscuras y en silencio, se preguntaban cuál era la intención de Dios al enviarles a aquella tierra, si no iban a poder vivir en ella.

Sin embargo, todo lo otro superaba con creces sus expectativas. Habían imaginado que sólo encontrarían privaciones y penurias; pero, en cambio, tenían la impresión de que aquélla era una colonia próspera y acomodada. Aparte del gran caserón que la colonia poseía extramuros junto a la Puerta de Damasco, donde estaban la sala de asambleas y el comedor, la cocina y la lavandería, y donde además se alojaban los labriegos más notables con sus esposas e hijos, a quienes se les había otorgado una sala grande y luminosa por familia, los colonos alquilaban tres inmuebles dentro de la ciudad. Dos de ellos se utilizaban para viviendas, pero el tercero estaba destinado a escuela. No fue poca la alegría de los campesinos de Dalecarlia al descubrir que la colonia disponía de una magnífica escuela donde sus hijos recibirían mejor educación que la que habrían recibido quedándose en casa.

Apenas desempaquetadas sus cosas y guardadas en sus cuartos, los varones del grupo recién llegado, observando que hacían falta enseres y muebles, decidieron construir mesas de carpintero para confeccionar las piezas necesarias: mesas, sillas, camas, encimeras y alacenas para la cocina, entre otras. También habían oído a las mujeres comentar que era difícil hacer buen pan en el horno de estilo oriental que había en la casa y se discutía la posibilidad de remodelarlo. Asimismo, las mujeres ya habían empezado a estudiar la manera en que podrían ser útiles a la comunidad. Por descontado, a ellas tampoco les faltaría trabajo.

Los gordonistas veteranos se ocupaban, principalmente, de llevar la escuela y de visitar a enfermos y ayudar a los pobres, actividades que continuaron bajo su responsabilidad. Durante la época en que estuvieron solos, contrataban a gente de fuera para los servicios domésticos; pero desde que se les unieran los sueco-americanos, éstos se habían hecho cargo de esos quehaceres. Y trabajo no faltaba puesto que tenían que alimentar a ciento veinte personas diariamente; era como si se hubiesen olvidado de hacer todo lo que no fuera lavar y cocinar. Ahora las campesinas de Dalecarlia querían encargarse de abastecer a la colonia con las telas y la ropa que precisaba. Tenían la intención de montar sus telares cuanto antes y confeccionar trajes y vestidos, alfombras, toallas y mantelería fina, porque ¿adónde irían a parar si se veían obligados a comprar todo aquello siendo un grupo tan numeroso?

Más reconfortante que pensar en todo esto era revivir el inmenso cariño y la alegría con que los habían recibido en la colonia. Los recién llegados todavía no estaban en condiciones de entablar una conversación con los primeros gordonistas, pero aun así se daban cuenta de que éstos hacían cuanto estaba en sus manos para que se sintiesen cómodos y felices. Y los sueco-americanos dieron fe de que nunca antes habían conocido a gente más bondadosa y honrada. Siempre dispuestos a ayudar, siempre con una palabra amable en los labios, y nunca daban muestras de creerse superiores a los campesinos con que se habían juntado. Nadie quería acaparar nada para sí mismo, sino que lo que uno poseía pertenecía a todos. ¡Y era tanta la alegría que transmitían! Los adultos jugaban como niños y sus hijos eran como ellos: valientes, desenfadados y muy inclinados al juego.

No obstante, a los ojos de los campesinos de Dalecarlia, lo mejor era encontrarse en Jerusalén, la ciudad de Dios. Antes de su llegada no podían imaginarse que sería tan delicioso vivir y moverse por los lugares que había conocido Jesús. Sin embargo, era como tenerlo a la vista constantemente, todo les recordaba a él. Se sentían bienaventurados como debió sentirse la muchedumbre que acompañaba al Salvador en su paso por la tierra, gente que lo abandonó todo para vivir de sus palabras.

Todo habría salido bien de no ser porque parecían incapaces de sobrevivir en Tierra Santa. Les parecía que cada bocanada de aire que respiraban contenía un mortífero veneno. ¿Cuál era la intención de Dios? ¿Les había conducido hasta el alba de una nueva y maravillosa existencia con el único fin de dejarles perecer?

Mientras los labriegos se debatían con tales ideas y cuestiones, súbitamente Gertrud, la hija del maestro, se puso en pie.

– ¿Le veis? -exclamó mirando hacia el sur, en dirección a Jerusalén. Conmocionada, tuvo que sujetarse al respaldo de la silla para no caer.

La ciudad en sí no era visible desde la colonia porque unas colinas obstaculizaban la perspectiva. Son muchos los que creen que una de esas colinas es el auténtico Gólgota [42] y que es un error considerar que estuvo en el lugar en que, hoy en día, se alza la iglesia del Santo Sepulcro.

En aquellos momentos, Gertrud veía una figura en lo alto de una de esas colinas. La veía delinearse nítidamente contra el cielo iluminado por el claro de luna. Era un hombre que vestía un largo sayal, que llevaba una corona de espinas y que aguantaba en posición vertical una gran cruz de madera.

Todos sus compatriotas siguieron su mirada y vieron la misma imagen. La mayoría se levantó y fue corriendo hasta la balaustrada para ver mejor, pero algunos se quedaron paralizados y como abrumados por la visión. Lo que veían no se disolvía como ocurre en los sueños. El hombre coronado de espinas y la cruz eran perfectamente distinguibles en la cima de la colina que se considera el lugar exacto de la crucifixión. El resplandor de la luna aumentaba su figura de un modo sobrenatural y no hubo un solo labriego de Dalecarlia que creyera que lo que estaban viendo no fuese algo palpable y real.

Pero Hellgum, también entre ellos, se apresuró a informarles de quién era la figura de la colina.

– Es un pobre loco -les contó-. Aunque no llevo mucho aquí, le he visto con frecuencia en Jerusalén. Cree que lleva la cruz de Cristo y que tiene que cargar con ella hasta que encuentre a alguien dispuesto a llevarla en su lugar.

Fue como si nadie oyese o quisiese oír lo que Hellgum decía. Todas las miradas continuaban aferradas a la imagen del hombre de la colina. El modo en que se había presentado ante sus ojos les hacía reticentes a abandonar la idea de que había algo milagroso en su aparición.

El ruido de sus pasos corriendo a la balaustrada debió propagarse hasta donde estaba él, porque el hombre de la cruz volvió su rostro hacia ellos y los observó. A continuación agarró su cruz, se la cargó al hombro e inició el descenso de la escarpada pendiente. Oyeron cómo gemía bajo el peso de su enorme carga y el sonido del palo rascando el suelo pedregoso.

Hellgum siguió hablándoles de aquel loco que recorría a diario las calles de Jerusalén y de cómo se abalanzaba sobre los transeúntes en su incesante búsqueda de la persona que un día habría de relevarle. Pero los labriegos no apartaban sus ojos del hombre de la cruz.

De pronto desapareció entre las laderas, pero al cabo de muy poco volvió a aparecer abajo, en el camino que conducía a su colonia.

– ¡Viene hacia aquí, viene hacia aquí! -dijeron algunos, y la emoción embargaba sus voces, como si aún no acabaran de creerse que no era Jesucristo el que arrastraba la cruz.

– Sí, suele hacerlo -dijo Hellgum-. Cuando detecta a alguien, viene corriendo; pero apenas comprueba que no es quien espera, da media vuelta y se va.

– Me pregunto cómo sabe él a qué persona espera -dijo Gertrud.

– Eso nadie lo sabe -respondió Hellgum-, y supongo que él tampoco.

El hombre de la cruz se aproximaba y ellos apreciaron claramente el gran tamaño de la cruz y los ingentes esfuerzos que le exigía arrastrarla.

– ¡Ay, pobre hombre! -gimieron las mujeres, compadeciéndolo. Alargaban sus brazos hacia él y en sus caras se leía que ansiaban bajar corriendo para ayudarle con su carga.

Pero llegado el hombre al pie mismo del edificio donde estaban, las mujeres se quedaron sin habla porque, tal como lo vieron, era la viva imagen de lo más sagrado de este mundo y la emoción las paralizó. No cabía otra cosa que aguardar su reacción. Y el hombre de la cruz se quedó inmóvil mirándoles durante, al menos, un par de minutos. La terraza del tejado no estaba a demasiada altura del camino, el plenilunio iluminaba nítidamente las facciones de los campesinos nórdicos, y seguramente el penitente distinguía bastante bien sus rostros graves y sinceros.

Por fin, el hombre se puso en marcha de nuevo.

– Ya nos ha visto -dijo Hellgum-. Ahora veréis la prisa que tiene por seguir su camino.

Pero el hombre no siguió su camino, al contrario, se acercó aún más a la casa. Luego descargó la cruz del hombro y la apoyó contra la pared, se despojó de la corona de espinas y la colgó de un extremo del travesaño. Un minuto más tarde, los dalecarlianos lo vieron alejarse por el camino, con la espalda recta y el paso ligero, felizmente liberado de su carga.

Cuando comprendieron que había dejado la cruz junto a la puerta de su casa no dijeron ni una palabra. A algunos les dio por apretar con fuerza las manos de los que tenían al lado, y a un par se les inundaron los ojos de lágrimas. Casi todos los rostros quedaron como iluminados con una claridad que les confería algo parecido a la belleza. Habían obtenido respuesta a sus preguntas. No era para morir ni para vivir la vida por lo que habían viajado hasta allí, sino única y exclusivamente para llevar la cruz de Cristo. Más no necesitaban saber.

Los gordonistas

A comienzos de la década de 1880, más o menos por la época en que se hundió el gran vapor L'Univers, y unos años antes de que el maestro Storm iniciara la construcción de su templo en la parroquia regida por los Ingmarsson, en Jafa se instaló un joven de nombre Eliahu. Era pobre pero había recibido una excelente educación en una escuela de misioneros y dominaba siete lenguas. Eliahu pensó que la mejor manera de aprovechar los frutos de esa educación sería hacerse intérprete y guía de los forasteros que visitaban Tierra Santa, y como además era un hombre resuelto e ingenioso que cuidaba muy bien de los viajeros a su cargo, sus servicios eran muy solicitados.

Por aquel entonces la situación en Palestina era indescriptiblemente desastrosa, y lo más lamentable era que nadie tenía fe en que pudiera mejorar. Al contrario, la opinión general era que Palestina siempre sería un país sin carreteras, sin puentes y sin sistemas de riego, y por consiguiente sin una agricultura productiva. Resultaba imposible imaginar que los campesinos fueran a aprender a utilizar otros arados que los que hacían ellos mismos con una rama torcida de olivo, o que fueran a vivir en otras viviendas que en sus casuchas de muros ciegos de adobe, donde animales y personas compartían un mismo espacio. También era improbable esperar que cambiara el hecho de que tres cuartas partes del país fuera tierra sin cultivar destinada al pasturaje, como tampoco cabía esperar que el transporte de mercancías se hiciese por ferrocarril en lugar de a lomos de camello, o que se construyeran puertos a lo largo de la costa; o conseguir que alguien, aparte de los perros callejeros, se encargara de la limpieza de las calles.

La mayoría de los nativos no parecía percatarse de lo atrasado que estaba el país, pero Eliahu, que continuamente oía a los viajeros europeos y norteamericanos comentar los increíbles avances que tenían lugar en sus países, no podía evitar darse cuenta de aquella decadencia. Él, como muchos otros, creía que la situación no tenía remedio, pero a menudo, mientras guiaba a los turistas a lomos del caballo por todo el país, se sumía en hondas cavilaciones intentando esclarecer las causas de que Palestina, otrora un poderoso reino, fuera ahora una nación tan empobrecida e infeliz.

Se preguntaba si podría deberse a su situación geográfica, pero tenía entendido que dar al Mediterráneo era una gran ventaja para una nación, y Palestina poseía varios cientos de millas de costa mediterránea. Y aunque esa costa fuera llana y sin golfos ni islas que le proporcionasen buenos puertos naturales, sabía que los extranjeros estaban convencidos de que sería factible construir un puerto artificial en Jafa o Haifa, o en algún otro lugar del litoral. Era como si le entrara vértigo cuando se imaginaba un puerto así. ¡Qué avalancha de viajeros implicaría, qué afluencia de mercancías, qué comercio, qué actividad! Toda Arabia, Persia y Mesopotamia traerían sus lujosas alfombras y caballos de raza, sus encajes, perfumes y magníficas armas para exportarlos a Occidente.

Pero si la pobreza de Palestina no dependía de su situación geográfica, tal vez la causa fuera la mala calidad de la tierra. Eliahu, que había recorrido el país de punta a punta varias veces, no lo creía así. Ciertamente era un país pequeño que comprendía una extensa franja costera cuya longitud equivalía a la del país, y cuya anchura aproximada era de dos a treinta leguas; una zona montañosa en el centro de esa planicie, también de la misma amplitud y longitud; y más allá el profundo valle del Jordán, que también abarcaba toda la nación, desde el lago Tiberíades en el extremo norte hasta el mar Muerto en el extremo sur; y sin embargo, en ninguno de esos lugares había él notado que la tierra fuera infértil.

Por lo que al llano del litoral se refiere, le constaba que era extraordinariamente fértil. Había observado que en las zonas cultivadas se obtenían abundantes cosechas año tras año, sin necesidad de tomarse otras molestias que girar el tepe con un simple arado de madera. El alma le dolía al imaginar que aquella tierra, ahora únicamente cubierta de flores silvestres, podría ser un inacabable mar de ondulantes trigos y maizales.

Y si pensaba en la faja montañosa, presentía que podría ser aún más rica que el litoral, al menos debería ser una zona más apreciada por la población, ya que el aire era más fresco y el clima más templado. Muy probablemente habría también allí áreas agrestes e inhóspitas, pero la mayor parte consistía en bajas colinas que eran cultivables hasta la cima. Y a él le encantaba imaginarse esas colinas cubiertas de jardines y huertas, como en la próspera región alrededor de Belén. Pensaba tan intensamente en estas cosas que el terreno pedregoso en que pacían, entre cardos y hierba seca, los rebaños de cabras se esfumaba de su vista y era reemplazado por arboledas de almendros y albaricoqueros, por granados e higueras, y donde los olivos y naranjos extendían su belleza de loma en loma.

Sus ensoñaciones más maravillosas las vivía entre los humildes arbustos de sauce que cubren el fondo del canal del Jordán. En ese profundo valle, una tierra de regadío muy bien resguardada entre altas laderas, maduraban las plantas más raras y delicadas. Allí el pobre Eliahu veía formarse en su mente un nuevo Edén, lleno de cimbreantes palmeras, plantas aromáticas, todas las hierbas y flores secretas utilizadas para perfumes, pigmentos y medicinas.

Pero todo esto no eran más que sueños irrealizables. Si Eliahu los comentaba con algún habitante de Palestina, éste se conformaba con encoger los hombros y señalar hacia el noroeste allende el mar. Con eso estaba todo dicho.

Eliahu sabía que era el gobierno turco allá en Constantinopla el causante de toda aquella desgracia. [43] Era ese gobierno el que había permitido que los antiguos conductos de agua se deterioraran, el que no mantenía las carreteras en buen estado, el que se oponía a la construcción del ferrocarril, el que impedía a extranjeros emprendedores crear instalaciones portuarias, el que prohibía la importación de libros de Occidente y la impresión de periódicos. El mismo gobierno que obligaba a cualquiera que tuviera un trabajo útil y productivo a pagar unos impuestos, tan abusivos que la gente prefería malgastar sus días dormitando sin hacer nada. El que no defendía la justicia sino que toleraba que sus jueces aceptasen sobornos, el que permitía a los ladrones campar impunemente a sus anchas, el que había conducido a todo un pueblo al embrutecimiento y el abandono, hasta tal grado que era incapaz de pensar ya en levantarse.

Eliahu enrojecía de cólera al enumerar la lista de los agravios perpetrados por los turcos. No concebía que los turcos tuviesen las manos libres para gobernar Palestina como quisieran. ¿Acaso no era Palestina la nación amada por todos los cristianos del mundo? Y tampoco es que fuera una tierra extraña para ellos, ya que cristianos había en todas partes y de todos los colores, los había en conventos, en escuelas e instituciones misioneras: rusos y griegos ortodoxos, católicos romanos y protestantes luteranos, cristianos armenios, coptos y jacobitas. Y cuando uno se paraba a pensar en lo poderosas que eran algunas de estas instituciones, ¿no era increíble que permitiesen a los turcos continuar con sus abusos? ¿Por qué todos esos que profesaban el cristianismo no se encargaban de que la tierra de Cristo fuese gobernada con justicia? ¿Por qué no se preocupaban de que los otros pueblos dijeran: «Mira, ¿ves? La nación en que nació Jesucristo es como un delicioso jardín a los ojos del Señor. Aquí florecen el amor y la concordia, nadie hace daño a su prójimo sino que todo el país se regocija y prospera. En otras partes del mundo no se ha conseguido instaurar la doctrina de Jesús, pero en cambio Palestina se rige por ella de la forma más maravillosa.» ¿Por qué no querían los cristianos que las cosas fuesen así? De habérselo propuesto con todas sus fuerzas, los turcos no habrían podido impedírselo.

Eliahu había formulado estas preguntas a muchos cristianos en Palestina, personas instruidas y caritativas, pero siempre recibía la misma respuesta: «¿No comprendes que los cristianos somos impotentes aquí porque no estamos de acuerdo? ¿No ves que vivimos en una amarga y continua lucha los unos contra los otros? ¿Cómo podríamos instaurar el reino de Dios? Aquí, donde vivió Jesús, la fe es más fuerte que en ningún otro lugar de la tierra; pero, precisamente por eso, también el odio entre las distintas confesiones es más intenso aquí que en otros lugares. En cualquier parte del mundo se llevarán mejor los cristianos entre sí que en Tierra Santa.»

Eliahu reconoció que era verdad. Comprendió que la desgracia reinaría en su patria hasta que los cristianos aprendiesen a estar unidos. Y si consideraba el intransigente fervor y el siniestro fanatismo que había observado en los cristianos de Jerusalén, Eliahu se temía que ese día nunca llegaría.

Cuando Eliahu llevaba algo más de un año guiando a extranjeros por Palestina, llegó un grupo de turistas americanos. Procedían de Chicago y ya se conocían al iniciar el viaje, eran buenos amigos unidos por una estrecha alianza. Tampoco se trataba de unos ricos ociosos que viajaban en pos de meras distracciones, sino de burgueses sencillos, ansiosos de conocer el país en que había vivido su Salvador. Los más notables eran un tal Edward Gordon, abogado, y su esposa. También había un médico joven y su hermana, un par de familias de maestros; en total, quince personas. Querían recorrer a caballo toda Palestina y visitar todos los lugares sagrados antes de regresar a su país.

Le tocó en suerte a Eliahu ser el guía de estos americanos. Se encargó de conseguirles todo lo que necesitaban: caballos, sillas de montar, tiendas de campaña, sirvientes, provisiones y demás pertrechos. Durante el viaje se cuidó de que sus comidas estuviesen siempre a punto cuando llegaban a los lugares de descanso, elegía las mejores rutas y realizó su trabajo tan satisfactoriamente que pudieron ir desde Hebrón al lago Tiberíades sin sufrir ningún percance. Nunca antes se había esforzado tanto en complacer a los miembros de una caravana de turistas, pero su esmero no se debía a que anhelara una recompensa de los americanos sino porque acabó queriéndoles.

Eliahu había tenido la oportunidad de conocer a muchas clases de personas, pero ninguna como ésas. Se comportaban con sencillez y naturalidad, y aunque Eliahu no creyera que en su país fueran gente reputada ni altos cargos, sentía por ellos el máximo respeto. Los veía investidos con la prestancia y la autoridad que les corresponde a quienes han nacido para gobernar a otras personas. Seguramente, esto se debía a que todos demostraban un gran dominio de sí mismos. Nunca dirigían una palabra desagradable a sus compañeros, ni siquiera al más bajo de los sirvientes sirios. Nunca se mostraban descontentos, jamás se les agriaba el humor, soportaban la lluvia o el calor con la misma ecuanimidad. El ambiente que se respiraba entre ellos era tan alegre y vivaz que Eliahu a menudo se decía: «¡Qué lástima que no todos los viajeros sean como éstos! Entonces mi trabajo sería maravilloso.» En su compañía y a medida que fueron pasando los días, Eliahu se transformó en una nueva persona y empezó a pensar con angustia en el día en que tuviera que acompañarles a Jafa para verles partir.

Primeramente, Eliahu los llevó de gira por el país, después se quedó con ellos en Jerusalén, donde les enseñó todas las venerables iglesias, todas las piedras o cuevas sobre las cuales pudiera decirse algo digno de algún interés. Pero por mucho que intentara prolongar la visita, llegó un día en que hubo de reconocer que ya no le quedaba nada por enseñar, y en que los americanos empezaron a pensar en marcharse.

La víspera del día en que los viajeros abandonaban Jerusalén, mandaron recado a Eliahu de que viniera al comedor de la posada donde se hospedaban. Se presentó allí abatido y taciturno y no les costó ver lo afectado que estaba. Los americanos le pidieron que se sentara a la mesa con ellos y durante la comida hicieron varios intentos de animarle, pero todos sin éxito.

– Eliahu -le dijo entonces súbitamente el señor Gordon-, hemos acordado que antes de marcharnos queremos explicarle quiénes somos. Usted se ha convertido en un amigo muy querido y realmente no quisiéramos tener que separarnos de usted.

Le explicó entonces que su esposa había estado a punto de perecer en un naufragio y que mientras se debatía entre las olas había recibido un mensaje de Dios. Añadió que todos aquellos que Eliahu había guiado de un lado a otro del país, así como unos cuantos más que se habían quedado en Chicago, habían fundado una comunidad con el propósito de vivir en concordia entre ellos y de trabajar por la concordia en el mundo. Y para acabar, le preguntó a Eliahu si desearía ser miembro de su comunidad y marcharse con ellos a América. Al fin y al cabo, era un hombre sin familia que podía establecerse en cualquier lugar que le apeteciera, y trabajo no le iba a faltar, teniendo en cuenta sus conocimientos. Durante el viaje habían tenido la oportunidad de ver tantas facetas de él que no dudaban que encajaría entre ellos. Y por su parte, él había visto la manera de ser de cada uno de ellos y del grupo y podía decidir por sí mismo si quería unirse a ellos.

Eliahu permaneció callado largo rato tras escuchar a Gordon. Algo extraordinario tenía lugar en su interior. Mientras Gordon le contaba que él y sus compañeros habían fundado una comunidad con el propósito de trabajar por la concordia en el mundo, todos sus sueños cobraron nueva vida. Las ideas volaban en su cabeza. A sus ojos aquellas personas eran tan brillantes e irresistibles que si se lo proponían podrían implantar la concordia hasta entre los cristianos de Jerusalén. De lograrlo, la batalla estaría ganada. Podía ver ya las ondulantes cosechas de trigo en el llano de Sarón y los almendros florecidos en las afueras de Jerusalén y las palmeras cimbreándose en torno a Jericó.

– ¿Qué piensa de nuestra propuesta, Eliahu? -tuvo que preguntarle finalmente el señor Gordon, al ver que el guía no daba muestras de responder.

– Digo que no soy yo quien debe seguirles a ustedes -habló por fin Eliahu con una voz que la emoción hacía sonar espesa-, sino ustedes los que deben quedarse aquí.

– ¿Qué dice, Eliahu? -exclamó Gordon.

– Señor Gordon -respondió Eliahu-, en ninguna otra parte del mundo existe entre cristianos un odio tan intenso como aquí en Jerusalén. Sé que la intención de Dios es que usted y sus amigos se queden aquí, para enseñarles a las distintas comunidades lo que es la unidad.

Al pronunciar estas palabras Eliahu estaba muy pálido y tan turbado que temblaba como una vara. Era como si no hablara por su propia voluntad, como si un poder exterior fuese el que hacía salir las palabras por su boca. Eso impresionó a los americanos. Durante su largo periplo por Palestina, Eliahu les había contado sus sueños y anhelos, de modo que enseguida comprendieron a qué se refería. Sin embargo, eso no significaba que tuvieran la menor intención de hacerle caso.

Era verdad que había crecido en ellos un gran amor por la milenaria nación en que nacieran todos esos hombres y mujeres sobre cuya santidad habían leído desde la infancia. Y mientras viajaban por el país, más de una vez habían comentado que no era justo que Palestina se viera abandonada a la desidia y la decadencia. Todas las maravillosas enseñanzas que aquella tierra había legado merecerían un poco de gratitud. Sin embargo, jamás pensaron que fueran ellos los que pusieran manos a la obra. Ellos tenían ocupaciones en Chicago, todos sus intereses y sus propiedades estaban allí, cualquier alternativa al regreso era impensable.

Gordon le comunicó todo esto a Eliahu. Le habló larga y amablemente, intentando calmarlo, pero Eliahu no hacía más que repetir: «Sé que es la voluntad de Dios, sé que es la voluntad de Dios. Él les demostrará que es su voluntad.» Y cuando finalmente comprendió que sus palabras no surtían efecto en los americanos, se marchó con los ojos anegados en lágrimas.

Al día siguiente los americanos partieron rumbo a Jafa. Eliahu les acompañaba pero en ningún momento mencionó su propuesta de la noche anterior. Más bien parecía avergonzado por su ocurrencia.

Los viajeros sabían que ese día se esperaba un gran vapor francés; pero al llegar a Jafa, la rada estaba desierta. Todo el día siguiente estuvieron oteando vanamente el horizonte con la esperanza de ver aparecer algún vapor, y lo cierto es que vieron varios barcos navegando a lo lejos, pero ninguno se acercó a la costa de Palestina.

No tardaron en conocer el motivo. El gobierno había declarado que existía una epidemia de cólera en Palestina, por lo que ningún vapor hacía la ruta hasta Jafa, evitando así la obligatoria cuarentena en el siguiente puerto. En Tierra Santa se desconocía que hubiera cólera en el país; en realidad era un completo error, pero de todos modos pasó una semana antes de que el sultán anulara la declaración.

Por fin, llegó un vapor y los americanos se prepararon para embarcar. Pero entonces se desató una tormenta con olas que se estrellaban contra las rocas negras y levantaban elevadas nubes de espuma que impedían a los botes de remos aproximarse al vapor; el cual estuvo medio día aguardando a los pasajeros en la rada. Pero el temporal no amainaba y el transatlántico se vio obligado a proseguir la marcha sin que ningún pasajero hubiera subido a bordo.

Los americanos se hospedaban en un pequeño y abarrotado hotel de la colonia alemana, donde sufrían incomodidades y penurias. Pese a ello, su decisión de volver a su país, que les había dominado al principio, perdía fuerza día a día. No comentaron lo curioso que resultaba el hecho de que todas las salidas de Palestina parecieran cerrárseles; pero, en cambio, se fue posando sobre sus espíritus una solemne quietud, semejante a la que experimentan las personas que sienten que es la divina providencia la que dirige sus pasos y no su propia voluntad.

Como es natural, no llegaban vapores europeos a Jafa a diario, pero al cabo de unos días uno de ellos fondeó en la rada. Hacía un tiempo espléndido y la mar estaba lisa como un espejo. Sin embargo, la señorita Young, la hermana del joven médico, amaneció gravemente enferma y no podía embarcar. Tanto la enferma como su hermano insistieron en que el resto del grupo partiera y los dejaran allí, pero nadie lo hizo.

Eliahu acudió al hotel para saber si pensaban embarcar y para ofrecerse a llevar su equipaje a bordo, pero se encontró con que nadie había hecho las maletas. Entonces, el señor Gordon le comunicó sin alterar la voz:

– Hemos llegado a la conclusión de que es verdad lo que usted nos dijo, Eliahu. Nos quedamos en Palestina. Por voluntad de Dios.


Por la época en que los gordonistas decidieron establecerse en Tierra Santa, en Jerusalén vivía una anciana inglesa, la señorita Hoggs. Vivía sola y gozaba de una completa independencia, y en sus viajes había dado la vuelta al mundo más de una vez; ahora, su intención era permanecer en Jerusalén lo que le quedara de vida, no por motivos religiosos sino porque, según sus observaciones, no había otro lugar en el mundo donde ocurrieran tantas cosas raras e indignantes.

La señorita Hoggs había alquilado una magnífica casa situada en el extremo norte de la ciudad, casi tocando la muralla. Estaba construida al estilo de Jerusalén, lo cual inducía a creer que el arquitecto primero hubiera hecho una serie de casitas con todos los lados iguales, como dados, y luego una pequeña cúpula encima de cada una a guisa de techumbre, acabando finalmente por distribuir los dados sin ton ni son en torno a un patio interior y un par de terrazas. Las habitaciones no se comunicaban mediante puertas, sino que había que salir fuera para ir de una a otra, y a algunas, que salían de la pared suspendidas en el aire como palomares, sólo se accedía por unas estrechas y peligrosas escaleras. Pero la casa era grande y espaciosa y, lo más valioso, no se encontraba en una callejuela angosta y oscura de la ciudad antigua, sino que tenía luz abundante y aire. Además, estaba amueblada al estilo occidental con sillas, mesas y camas, en lugar de alfombras y divanes únicamente.

A ella la casa le venía demasiado grande, pero cuando la alquiló dejó claro que la quería para ella sola. «La gente nunca se pone de acuerdo conmigo y yo jamás con ella -afirmó-. No necesito a nadie, me valgo por mí misma. ¿Por qué habría de meter a alguien en mi casa?»

Un día que había salido a comprar antigüedades se cruzó con la señora Gordon, seguida de Eliahu, en la calle David. Ambos habían recorrido Jerusalén de punta a punta en busca de una vivienda adecuada para su pequeña comunidad. Gordon y otros adeptos habían viajado a América para liquidar sus asuntos allí mientras el resto se encargaba de organizar su nuevo hogar en Jerusalén. Se habían dividido en pequeños grupos e iban rastreando casas libres de calle en calle, pero de momento no habían encontrado nada que se ajustase a sus deseos.

Eliahu se había lamentado repetidas veces de que la anciana se les hubiese adelantado en alquilar la grandiosa casa junto a la muralla. El inquilino anterior era un occidental como ellos, un misionero suizo, con lo que quedaba asegurado que la vivienda fuera de su gusto. «La señorita Hoggs no debería acaparar toda una casa para ella sola, sabiendo lo difícil que es conseguir vivienda en Jerusalén», se quejaba.

Cuando la anciana vio a la señora Gordon por la calle se apresuró hacia ella.

– ¿Qué tal está? -la saludó-. Se acordará usted de mí, espero, y de la última vez que nos vimos. ¿Recuerda que le dije que yo nunca tenía miedo? Ya ve que no tenía motivos para tenerlo. A nosotras nos ha ido bien.

A continuación le preguntó cuándo había llegado a Jerusalén y cuánto tiempo pensaba quedarse.

La señora Gordon contestó que estaba ocupándose de la mudanza y que en ese momento buscaba algún sitio donde vivir.

– No lo tendrá usted fácil -dijo la señorita Hoggs; pero como tenía miedo de que la otra pretendiese alquilarle una parte de su casa, se apresuró a cambiar de tema-: ¿Por qué quiere usted instalarse aquí? -dijo-. ¿Piensa su marido establecerse aquí a causa de alguna investigación científica?

La señora Gordon no ocultó los motivos para su traslado a Jerusalén. Ella y su marido se habían unido a un grupo de amigos que intentaban llevar una vida justa. Su meta era enseñar a la humanidad a vivir en concordia, y era en Jerusalén donde tenían la intención de dar el primer paso.

Los ojos atónitos que la anciana fijó en la señora Gordon se hicieron todavía más redondos de lo que ya eran.

– ¡Concordia! -repitió-. ¡Aquí, en Jerusalén! ¡Que se trasladan aquí para enseñarle a la humanidad a vivir en concordia! Perdone, pero parece que el naufragio la ha dejado trastornada.

La señora Gordon quiso explicarle que creía haber oído a Dios exhortándola en ese sentido, pero la señorita Hoggs no la escuchaba. Tomó a la joven por la muñeca, la colocó contra el muro de una casa y se dispuso a disuadirla.

– Escúcheme bien -dijo-. Usted es la joven América que quiere probar suerte en toda clase de aventuras y yo soy la veterana Inglaterra que conoce el mundo y sabe qué es posible y qué no. Créame cuando le digo que en esta ciudad sólo conseguirá desperdiciar sus energías sin serle útil a nadie.

– Precisamente, nosotros no entendemos por qué la gente se empeña en vivir enemistada justamente en esta ciudad -repuso la otra.

– No, claro que no lo entiende usted -replicó la señorita Hoggs-, ¡pero piense un poco! ¿Qué clase de gente es la que vive aquí? O bien musulmanes, o judíos o cristianos. Suponga por un momento que usted fuera musulmana; en ese caso esta ciudad sería un lugar sagrado para usted porque, según sus creencias, su profeta ascendió a los cielos desde ese antiguo templo de ahí, y se sentiría usted obligada a odiar tanto a judíos como a cristianos porque sabría que el máximo deseo de ambos es echar a los musulmanes de Jerusalén. Y si usted fuese judía, señora Gordon, tendría que odiar a los musulmanes porque actualmente son los amos de la tierra de los descendientes del rey David; pero tampoco preferiría a los cristianos, porque sabría que ellos nunca consentirán que el pueblo judío se haga con el poder en esta ciudad. O bien es usted cristiana, lo cual significaría que para usted Jerusalén es la ciudad sagrada por excelencia, y en ese caso tiene que odiar a los musulmanes, que son los amos, y a los judíos, que quieren serlo y que pretenden que esta ciudad y esta tierra es suya y que nadie más que ellos tiene derecho a ninguna de las dos. Pero resulta, además, que si es usted cristiana, tiene que odiar a todos los cristianos que no profesen la misma confesión que usted porque sabe que, en el momento en que alguno de ellos alcance el poder, usted y los suyos serán expulsados de aquí sin piedad. Bien, así están las cosas, y ahora espero que usted, jovencita americana, se haya convencido de que no vale la pena predicar la unidad en Jerusalén.

– No queremos predicar -afirmó la señora Gordon-. Es mediante el ejemplo que queremos enseñar a la gente lo felices que podemos ser viviendo unidos.

– Ya me imagino que todos ustedes son ángeles -dijo la anciana-. Pero es porque no han respirado el aire de Jerusalén lo suficiente. Espere un poco y ya verá cómo empiezan a odiarse los unos a los otros.

– Pues se equivoca, señorita Hoggs -dijo la señora con firmeza-. Hemos convivido en paz y concordia durante todo un año y todavía no ha habido un solo conflicto entre nosotros.

– ¿Y qué demuestra su concordia? Estoy segura de que todos ustedes se conocían antes de unirse y que sabían de antemano que eran gente pacífica y honrada con la cual sería fácil armonizar. Si entre ustedes hubiese habido una vieja malhumorada e intransigente como yo, que siempre está provocando a los demás, y a pesar de eso hubiesen conseguido mantener la concordia, entonces sí se merecerían ustedes mi confianza.

– ¿No quiere usted unirse a nosotros, señorita Hoggs, y lo probamos? -repuso la otra con una sonrisa.

La anciana también sonrió.

– ¿Cómo? -exclamó-. ¿Ustedes se atreverían? Recuerde, señora Gordon, que soy la señorita Hoggs y que siempre hago lo que me viene en gana, y que nadie me ha soportado nunca. No le temo a nada, no cambio de parecer y no hay nada que se merezca mi respeto.

– ¿Realmente le gustaría unirse a nosotros, señorita Hoggs? Para nosotros supondría una gran alegría.

La anciana levantó la vista y la mantuvo largo rato suspendida en una alfombra raída que colgaba de una ventana como protección contra el sol y la lluvia. Tal vez, en ese instante, sintió una súbita angustia porque no tenía absolutamente a nadie en el mundo y se estaba haciendo mayor. Tal vez pensara que la vida se vuelve muy pobre a los ojos de quien no tiene más ocupación que viajar de un sitio a otro para distraerse. Tal vez opinara que aquellos americanos se habían impuesto una bella e importante tarea y que quizá valiera la pena intentar ayudarles ahora que ya estaba cansada de todo lo demás. Sin embargo, se abstuvo de comentar nada de todo esto, sino que se dirigió a la señora Gordon en el mismo tono frívolo de antes:

– ¡Óigame usted! Vivo de alquiler en una casa muy grande junto a la muralla, tiene muchas habitaciones, y si usted y sus compañeros se atreven, les dejaré vivir conmigo una semana. Entonces conocerán a la verdadera señorita Hoggs, y si no la soportan, tendrá que prometerme que renunciarán a esa locura de querer implantar la unidad en Jerusalén. Comprenderá que si no pueden con una sola persona como yo, no vale la pena que se esfuercen con el resto. Y bien, ¿qué le parece?

– Se lo agradecemos mucho, señorita Hoggs, y aceptamos encantados su ofrecimiento.

Al día siguiente, los americanos se mudaron a la casa junto a la muralla y conocieron a la verdadera señorita Hoggs. Era una anciana sensata, franca y honesta, y ni por un momento les pasó por la cabeza discutir con ella. Los primeros días daba la impresión de que a la anciana le causara una gran decepción no poder enemistarse con sus invitados, pero antes de finalizar la semana ella misma les propuso entrar a formar parte de su comunidad. Porque, según dijo, les sería útil. Eran todos tan bondadosos que nadie reconocería mérito alguno en su ingreso. En cambio, si aguantaban tener entre ellos a una vieja inflexible y belicosa como ella, sería indudable que realmente existían razones para alabar su concordia.


Cuando los gordonistas llevaban ya unos años viviendo en Jerusalén sucedió que se introdujo en su seno incertidumbre y angustia. Vivían felices y contentos dedicando su tiempo a los pobres y los enfermos de Jerusalén, pero era menester reconocer que la concordia entre los cristianos no había aumentado un ápice. Más bien parecía todo lo contrario, como si la difamación, el acoso y la rivalidad no hubieran hecho más que incrementarse, y además, gran parte de ello iba dirigido contra su propia comunidad. Amigos sí tenían, y donde menos lo esperaban: entre la población judía y musulmana; lo cual también era problemático porque los otros cristianos veían esas amistades con malos ojos. Al final, no podían evitar preguntarse: «¿Hicimos bien en venir aquí? Tal vez malinterpretamos las señales de Dios.»

Mientras los gordonistas se debatían con sus dudas, recibieron la visita de dos marinos franceses. Uno de ellos era tan mayor que había decidido retirarse y el otro era un muchacho que aún no había cumplido los veinte. Su barco estaba anclado en Jafa cargando naranjas y ambos habían obtenido dos días de permiso para visitar Jerusalén.

Los dos se habían hecho muy amigos después de sobrevivir al hundimiento del vapor L'Univers. Nunca olvidarían lo que vieron aquella noche. Su actitud hacia la vida se había hecho más adusta desde entonces, y ya no se sentían cómodos en compañía de otros marinos.

El viejo no padecía efectos notables de aquella desgracia, pero al muchacho sí le habían quedado importantes secuelas. El terror sufrido había sido tan abrumador que cada noche lo revivía en sus sueños. Nada más dormirse soñaba que los dos buques chocaban y que el velero, visto como un pájaro gigantesco que batía las alas, caía en picado sobre el vapor. Luego él exhortaba a la tripulación del velero a salvarse saltando a bordo de L'Univers mientras ellos, a su vez, le gritaban a él que era el vapor el que se hundía, e intentaban pescarlo con un bichero y arrastrarlo hasta su nave. Finalmente, cuando tras ser liberadas las embarcaciones, comprendía que el vapor estaba a punto de irse a pique, caía presa del pánico, y la desesperación por no haberse salvado con el velero era tan intensa que se despertaba. Entonces, temblando de horror y angustia, sollozaba y sufría lo indecible antes de recuperar el conocimiento y ser capaz de decirse que sólo se trataba de un sueño.

Quizás esto no fuera en realidad un gran tormento, pero como se repetía noche tras noche, el sufrimiento que le producía amenazaba con destrozar la vida del joven. Muchas noches no se iba a dormir, sino que se mantenía despierto para eludir la pesadilla, en ocasiones pasaba varias noches seguidas en vela, pero tarde o temprano tenía que dormir y entonces aparecía el sueño. El chico iba de país en país y cada vez que arribaba a un nuevo puerto nacía en él la esperanza de haber llegado a un sitio donde tal vez aquel sueño no diera con él; sin embargo, hasta la fecha no había hallado un refugio donde estar a salvo.

Los dos marinos llevaban apenas unos minutos en Jerusalén cuando, en una calle, se toparon con la señorita Hoggs, ella los reconoció y se los llevó a la colonia. Allí, como es fácil imaginar, los recibieron con los brazos abiertos. Después, Eliahu les acompañó a ver todos los lugares de interés de la ciudad, y los colonos les ofrecieron comida y cama, ya que creyeron que los humildes marinos lo necesitaban.

Sin embargo, los marinos no se alegraron tanto como pudieran esperar los gordonistas. Y es que los franceses habían oído hablar de ellos ya en Jafa, y siempre con desaprobación; la gente comentaba que aquellos americanos que se habían instalado en Jerusalén como un modelo a seguir para otros cristianos sólo frecuentaban el trato de judíos y musulmanes. Los rumores parecían insinuar que los colonos habían renegado del cristianismo y que vivían como paganos.

Sin embargo, los marinos no se atrevieron a rechazar la hospitalidad de los americanos. Les pareció que no podían negarse a pasar una noche en la colonia; a cambio, se prometieron abandonarla a primera hora de la mañana.

Pero al despertarse por la mañana, el joven se incorporó en la cama con un grito de euforia. Acababa de pasar una noche entera sin ser asaltado por su terrorífica pesadilla, y era la primera vez que ocurría desde la noche del naufragio.

El hecho les hizo recapacitar a ambos y dijeron: «Es imposible que estas personas sean unos depravados, hay tanta paz en esta casa que el sueño maldito no ha osado penetrar aquí.» Así que se quedaron todo el día en la colonia para observar el modo de vida de los gordonistas e interrogarles acerca de sus creencias.

Luego pernoctaron una segunda noche en la colonia y tampoco esta vez volvió la pesadilla.

Entonces, ambos marinos creyeron haber recibido una señal de Dios, en el sentido de que debían unirse a los gordonistas y contribuir a su causa. Al despedirse de ellos, les dijeron que volverían para unirse a su comunidad tan pronto pudieran liberarse de sus compromisos.

Y así fue, y para los gordonistas supuso un enorme motivo de alegría. Lo interpretaron como una nueva prueba de que no habían entendido mal la voluntad de Dios, al contrario, era su deber seguir el camino que habían emprendido.


Los gordonistas llevaban doce años en Jerusalén y la concordia entre los cristianos de la ciudad brillaba por su ausencia; pero aun así los habitantes de la casa junto a la muralla tenían cada vez menos dudas de que Dios estaba con ellos, ya que durante esos doce años se habían producido muchos cambios en Palestina. Se construían carreteras en varios puntos del país, también una línea de ferrocarril entre Jerusalén y Jafa, y aparecían colonias de cultivadores en muchas zonas distintas. Nuevas e impresionantes instituciones misioneras con escuelas y hospitales surgían por doquier, y al oeste de Jerusalén, no lejos de la muralla, se había creado todo un barrio nuevo. Ahora en la Ciudad Santa había tiendas europeas y bancos, telégrafos y grandes hoteles, lo cual facilitaba la vida allí. Era evidente que la Tierra Santa estaba a punto de resurgir, aunque todavía quedara muchísimo por hacer. Se sentían orgullosos de todo lo que se había conseguido tras su llegada, y creían firmemente que Dios, a pesar de que su empeño no hubiera dado el fruto que esperaban, compensaba de este modo su buena voluntad. En otras palabras, creían haber establecido una especie de pacto con él y no les cabía duda de que, gracias a que ellos le habían obedecido quedándose en Jerusalén, ahora él sacaba al país de su degradación.

El desprecio con que los trataban los otros cristianos aumentaba de año en año, y nadie se oponía a ellos más férreamente que sus propios compatriotas y el cónsul de Estados Unidos, un predicador metodista. Pero esto no hacía más que confirmarles que Dios estaba a su lado, ya que veían cómo todo lo malo que se les atribuía se volvía en su favor.

Por esta época sucedió que a un grupo de americanos muy ricos se les ocurrió fletar un gran vapor para realizar un crucero por la vieja Europa. Eran unas cien personas y su viaje no los llevó únicamente a Inglaterra, Alemania y Francia, sino que también visitaron los países mediterráneos. Una mañana fondearon en Jafa y desde allí se fueron de excursión a Jerusalén.

Entre los pasajeros se contaba una joven, la señora Hammond, que iba en L'Univers aquella espantosa noche. Desde entonces vivía en la amargura y el arrepentimiento, y nadie jamás la veía contenta o despreocupada. Ella y su marido habían iniciado su luna de miel a bordo del trágico barco y ella se reprochaba ahora el haber abandonado a su marido durante el trance, en vez de morir a su lado, tal como él deseaba.

Actualmente vivía con su madre, una mujer rica que poseía una gran mansión en Nueva York. Impulsada por la madre, la joven se veía obligada a participar en toda clase de eventos y diversiones; aun así, lamentaba sin cesar la pérdida de su esposo y se arrepentía de no haber escuchado su ruego. Había sido su madre quien, casi a la fuerza, la había hecho hacer aquel crucero de placer con la esperanza de que el viaje la distrajera de su dolor.

Como a los acompañantes de la joven viuda les sobraba el tiempo, decidieron quedarse en Jerusalén una semana. En esta ciudad la joven se mostró menos apática e indiferente que en anteriores etapas del viaje. Al divisar Jerusalén al fondo de una zona montañosa, encaramada a lo alto de una roca oscura y escarpada, rodeada primero por sombríos valles que formaban a su alrededor como un foso natural, y después, tras ese foso, por una enorme muralla de altivas cumbres, a la señora Hammond le pareció entender que la ciudad existía allí como algo recóndito y secreto, destinado desde la noche de los tiempos a ser el escenario del suceso más decisivo de la historia. Sintió una extraña compasión por aquella ciudad aplastada por el peso de su terrible gravedad, que guardaba luto y mantenía caliente el recuerdo de algo que nunca podría remediarse ni olvidarse. Tal vez la ciudad pudiera volver a ser próspera y poderosa; pero nunca alegre, nunca despreocupada y feliz como otras ciudades.

La joven viuda sabía que la señora Gordon, quien también había estado a bordo de L'Univers, vivía en Jerusalén. Así pues, un día le preguntó al cónsul americano si la conocía. El cónsul, poniendo cara de considerar un insulto que alguien le preguntara por los gordonistas, contestó que la señora Gordon y sus secuaces eran una pandilla de aventureros que se habían instalado en Jerusalén con el único propósito de vivir fuera de la ley y el orden. Como ningún cristiano quería saber nada de ellos, sólo frecuentaban el trato de musulmanes.

La señora Hammond no había tenido intención de visitar a la señora Gordon, pero esta respuesta la impulsó a hacerlo. Le pareció impensable que unos compatriotas suyos pudieran establecerse en Jerusalén con fines tan poco edificantes. ¿Había alguien capaz de instalarse allí solo por gusto y placer? Deseosa de saber la verdad, fue a la colonia a entrevistarse con la señora Gordon.

Desde el momento en que entró en la colonia, podría decirse que prácticamente no salió de allí hasta que llegó el día de proseguir el crucero con sus compañeros de viaje. Se presentaba allí a primera hora de la mañana y no se iba hasta muy tarde. Pasaba las mañanas junto al médico, el doctor Young, mientras éste recibía a sus pacientes en la consulta; acompañaba luego a la señora Gordon a los hogares de familias musulmanas, donde ésta ayudaba a las pobres mujeres que vivían tan peculiarmente aisladas de la sociedad; e iba a la escuela de la colonia, donde se impartía enseñanza gratuita para niños orientales de origen humilde.

Durante aquellos días, a menudo pensó que si pudiera vivir como aquellos colonos, si ella, como hacían ellos, pudiera dedicar el resto de su vida a ayudar a los necesitados, el arrepentimiento y la angustia por no haber seguido a su marido hasta la muerte no la consumirían del mismo modo. Entonces sentiría que tenía derecho a conservar una vida que era útil para muchas personas, algo totalmente opuesto a su situación actual, en la que vivía la ociosa vida de una millonaria. No había tenido derecho de abandonar a su marido para vivir así.

Empezó a plantearse la posibilidad de unirse a la colonia y para cuando se fue de Jerusalén estaba firmemente decidida a dar ese paso. Sabía que si lo hacía recuperaría las ganas y la energía de vivir; pero no quería unirse a los gordonistas sin antes despedirse de su madre.

Cuando regresó a Nueva York y expuso sus intenciones, su madre, consternada, puso un desesperado grito en el cielo. Luego ofreció la más enérgica resistencia a que su hija se uniera a una pandilla de idealistas, y como su voluntad era más fuerte que la de su hija, ésta consintió en quedarse en el hogar materno. Pero al hacerlo, cortaba su último vínculo con la vida.

Murió unos meses después del regreso a Nueva York, habiendo legado testamentariamente todos sus bienes a la colonia gordonista. La razón era que quería ayudarles a seguir el camino que ella, de buena gana, habría emprendido en su compañía.


El año en que los campesinos de Dalecarlia se instalaron en Palestina ocurrió un notable fenómeno: las lluvias llegaron ya en agosto. Normalmente no llovía hasta entrado octubre o noviembre. Llovió con tanta abundancia que los campos se volvieron a vestir de verde y hubo agua fresca y potable durante todo el otoño. Los calores no volvieron, sino que se disfrutó de un clima templado y suave hasta las proximidades de Navidad.

Los gordonistas no paraban de bendecir la bondad de Dios por haber mandado lluvias tan tempranas ese año. Comprendieron que habían cometido una grave irresponsabilidad permitiendo que los campesinos suecos viajasen a Palestina en el período más caluroso del año. Si las lluvias no hubiesen refrescado el ambiente poco después de su llegada, probablemente todos habrían caído enfermos.

Como el tiempo era tan espléndido, la señora Gordon sugirió a los recién llegados que aprovecharan esa circunstancia para ir de peregrinaje por el país. Según ella, no debían participar del trabajo en la colonia hasta que pasaran unas semanas, primero debían conocer todos aquellos lugares sobre los cuales habían leído tantas cosas en la Biblia.

Con el tiempo, esas semanas de peregrinaje se convertirían en el recuerdo más preciado de los emigrantes suecos. Eliahu asumió de nuevo su papel de guía para extranjeros y los condujo por las montañas a través de Samaría hasta Nazaret, y de allí hacia el este hasta el lago Tiberíades, también llamado Genesaret o mar de Galilea, para después bajar hacia el sur por el valle del Jordán hasta el mar Muerto y de nuevo subir por zona montañosa hasta Hebrón, Belén y Jerusalén.

Todos marchaban a pie, el equipo y las provisiones eran de lo más sencillo que quepa imaginar y lo cargaban alegremente, entre cánticos y conversaciones piadosas. Sus pensamientos retrocedían sin cesar a tiempos pasados. Por lo general, el país estaba desierto pero de vez en cuando se topaban con un pueblo o aldea cuyo nombre aparece en la Biblia, o se encontraban con gente cuyo aspecto, con sus mantos a rayas marrones y cintas de pelo de camello ceñidas a la frente, recordaba a Moisés o Abraham. También les gustó ver los grandes rebaños de cabras y ovejas, y comprendieron por qué las referencias a los pastores y al pastoreo eran tan recurrentes en las Sagradas Escrituras. Y al ver las largas caravanas de camellos avanzando por los caminos pensaron en los Reyes Magos viajando hasta la cuna del niño Jesús. Vieron mujeres que iban a buscar agua en un pozo que casi siempre estaba lejos de la aldea, cargando un cántaro sobre la cabeza como la samaritana con que había hablado Jesús; vieron a un tinajero dándole forma a una tinaja a las puertas de su casa, al aire libre, y a los pescadores en el mar de Galilea meterse en el agua arremangados hasta las rodillas para tirar las redes igual que en tiempos de Jesús.

Aquel verano, Eliahu había aprendido sueco con los sueco-americanos y durante la peregrinación les contó a los recién llegados acerca de las luchas y los triunfos de los gordonistas. Así que por los caminos y senderos de Tierra Santa volvieron a escucharse milagrosas promesas de que Dios cuidaría de su tierra gracias a los justos que la habitaban y que la liberaría de sus tiranos. [44]

Cuando los suecos oyeron contar la historia del naufragio de L'Univers y todo lo relativo a él, no pudieron evitar inquietarse un poco. No les parecía que ellos tuvieran algo que ver con eso. Les habría encantado poder compartir la feliz convicción de los gordonistas de que Dios, gracias a la labor que ellos realizaban, haría florecer de nuevo aquella tierra; pero no sabían si atreverse a esperar otra cosa que dolores y penurias.

Un atardecer, sentados alrededor del fuego en un campamento, hablaron de nuevo sobre estas cosas. Entonces Hellgum tomó la palabra y habló del marinero que había rezado el Padre Nuestro y entonado un himno en honor de los ahogados.

– ¿Cómo sabe usted eso, Hellgum? -preguntó Gertrud-. ¿Conoció a ese marinero?

– Lo sé porque ese marinero era un hombre errabundo que pecaba de diversas maneras -dijo Hellgum-. Pero a partir de ese día pensó que sólo una cosa importaba: llevar una vida que le permitiera estar dispuesto a morir en cualquier instante. Lo sé porque ese marinero era el mismo que ahora está aquí y os habla.

Al oír esto, los suecos se emocionaron porque había sido Hellgum quien los había conducido por el camino que los trajo a Jerusalén. Sentados bajo las estrellas, se maravillaban de cómo Dios había ido engarzando un eslabón con otro en la larga cadena de acontecimientos. Y ahora caían en la cuenta de que también ellos formaban parte de ese grupo de gente que Dios había convocado en su tierra a fin de redimirla. Sintieron entonces que les correspondía su parte de esperanza y consuelo, y empezaron a creer que no sólo era sufrimiento lo que les aguardaba, sino también la alegría de trabajar en la viña del Señor. [45]

La ciudad de Dios, Jerusalén

La verdad es que no todo el mundo tiene la fuerza necesaria para sobrevivir a una estancia prolongada en Jerusalén. Aunque soporten bien el clima y consigan eludir el contagio de enfermedades, ocurre que la gente perece. La Ciudad Santa induce a la melancolía o la locura, incluso a la muerte. Es imposible permanecer en la ciudad un par de semanas sin que, alguna vez, oigamos comentar sobre alguna persona fallecida repentinamente: «Es Jerusalén la que le ha matado.»

Quien oye esto se extraña mucho, como es natural. «¿Cómo es posible? -nos preguntamos-. ¿Cómo puede matarte una ciudad? Éstos no saben lo que dicen.» Pero mientras te paseas de un lado a otro de la ciudad es inevitable pensar: «Me gustaría saber a qué se refieren cuando dicen que Jerusalén mata. Me gustaría saber dónde está esa Jerusalén tan terrible que hace que la gente muera.»

Sucede, por ejemplo, que decides emprender una caminata por Jerusalén. Sales entonces por la Puerta de Jafa, doblas a la izquierda pasada la imponente torre cuadrada de la ciudadela de David y tomas el estrecho sendero que resigue la muralla hasta la Puerta de Sión. Tocando la muralla hay un cuartel turco donde suenan marchas militares y ruido de armas. Luego pasas delante del convento armenio, que también recuerda a una fortaleza con sus muros reforzados y sus puertas atrancadas. Un poco más allá, te encuentras con una plomiza construcción gris llamada Tumba de David, y al verla, de pronto caes en la cuenta de que estás caminando por el sagrado monte Sión, el monte de los reyes.

Entonces hay que recordar que el monte que tienes bajo tus pies es una inmensa bóveda en la que se halla enterrado David, sentado en su trono de fuego, con manto dorado y un cetro que, aún hoy, sostiene en lo alto sobre Jerusalén y Palestina. Recuerdas que los fragmentos de ruinas que cubren el suelo son restos de magnas fortificaciones, que el monte que tienes enfrente es el monte del escándalo donde pecó Salomón, [46] que el barranco que se divisa desde allí, el profundo valle de Hinnom, estuvo lleno hasta los bordes de cadáveres tras la destrucción de Jerusalén por los romanos. [47]

Es muy extraño caminar por allí, te da la impresión de que oyes el fragor de la batalla, ves grandes ejércitos atacando las murallas, a reyes que avanzan en sus carros de combate. «Ésta es la Jerusalén de la violencia y el poder, la Jerusalén de la guerra», piensas llena de espanto por todas las matanzas y los horrores que surgen en tu memoria. Y por un instante te preguntas si puede ser ésta la Jerusalén que mata a las personas. Pero enseguida encoges los hombros y dices: «Es imposible, hace demasiado tiempo que se oyó el silbido cortante de la espada y hubo derramamiento de sangre.»

Y entonces sigues caminando.

Tan pronto doblas la esquina de la muralla y alcanzas la parte oriental, te espera algo completamente distinto. Allí se encuentra la zona sagrada. Entonces sólo te vienen a la mente sumos sacerdotes y sirvientes del templo. En el interior de la muralla está el lugar donde los judíos se lamentan, donde los rabinos con sus caftanes de terciopelo rojo o azul se pegan contra el frío muro de piedra y lloran por el palacio, que fue destruido, por el muro, que fue derribado, por el poder, que se ha perdido, por los prohombres, que están muertos, por los sacerdotes, que se han descarriado, por los monarcas, que han renegado del Todopoderoso. Ahí se eleva el monte Moria, donde se construyó el fabuloso Templo de Salomón. Extramuros, el terreno desciende hasta el valle de Josafat, repleto de tumbas, y al otro lado del valle se divisa el huerto de Getsemaní, en el monte de los Olivos, desde donde Jesucristo ascendió a los cielos. Y aquí está el pilar de la muralla sobre el que se situará Jesucristo el día del Juicio Final, sosteniendo en su mano un hilo largo y fino como un cabello, mientras Mahoma, desde el monte de los Olivos, sostendrá la otra punta del hilo. Los muertos tendrán que caminar por el hilo tendido sobre el valle de Josafat; pero sólo los justos lograrán llegar al otro lado del valle; los injustos se precipitarán en el fuego de la Gehenna. [48]

Al caminar por aquí piensas: «Ésta es la Jerusalén de la muerte y la resurrección, aquí se abren el cielo y el infierno.» Pero al poco rato dices: «Tampoco es ésta la Jerusalén que mata. Todavía falta demasiado para que suenen las trompetas del Apocalipsis y el fuego de la Gehenna se ha extinguido.»

Continúas caminando a los pies de la muralla y llegas a la zona septentrional de la ciudad. Atraviesas áridos solares, un paisaje monótono y desértico. Aquí se encuentra el monte pelado que dicen es el auténtico Calvario, aquí está la cueva donde Jeremías compuso sus lamentos. En la parte interior del muro está el estanque de Betesda, por aquí discurre la Vía Dolorosa bajo unas arcadas siniestras. Aquí se encuentra la Jerusalén del desconsuelo, la del dolor y el sufrimiento, la de la reconciliación.

Te detienes un momento y cavilas mientras contemplas la lúgubre severidad de lo que ves. «Tampoco es ésta la Jerusalén que mata a la gente», piensas, y sigues caminando.

Pero si continúas avanzando hacia poniente y el noroeste, ¡qué súbito cambio te espera! Aquí han levantado el nuevo barrio de extramuros, también las magníficas mansiones de los misioneros y los grandes hoteles. Aquí está el extenso conjunto arquitectónico de los rusos, con iglesia, hospital y enormes casas de huéspedes que pueden recibir hasta veinte mil peregrinos. Aquí cónsules y clérigos se construyen hermosas villas, por aquí entran y salen los peregrinos de las muchas tiendas de quincalla sagrada.

De este lado se extienden las magníficas colonias agrícolas de alemanes y judíos, los grandes conventos, las múltiples instituciones benéficas. Por aquí pululan frailes y monjas, enfermeras y diaconisas, popes y misioneros. Aquí viven los investigadores que estudian el pasado de Jerusalén, y viejas damas inglesas que no saben vivir en otro sitio.

Aquí se hallan las magníficas escuelas de los misioneros, que ofrecen enseñanza gratuita a sus alumnos, además de comida, ropa y cama, a cambio del libre acceso a sus almas; aquí están los hospitales de los misioneros, donde se les pide a los pacientes que se dejen atender a fin de poder convertirlos. Aquí se celebran misas y oficios donde se disputan almas.

Aquí es donde el católico despotrica contra el protestante, el metodista contra el cuáquero, el luterano contra el reformista, el ruso contra el armenio. Por aquí acecha la envidia, aquí desconfía el idealista del ensalmador, aquí litigan los ortodoxos con los herejes, aquí no se practica la clemencia, aquí se odia a todo el mundo para mayor gloria de Dios.

Y es aquí donde encuentras lo que estabas buscando. Aquí está la Jerusalén de la caza de almas, aquí está la Jerusalén de las malas lenguas, aquí está la Jerusalén de la mentira, la difamación y la calumnia. Aquí se acosa sin tregua, aquí se mata sin armas. Ésta es la Jerusalén que quita la vida a las personas.


Desde la llegada de los emigrantes suecos a la ciudad de Dios, todos los integrantes de la colonia gordonista percibieron un notable cambio en el comportamiento de la gente respecto a ellos.

Al principio sólo se trataba de nimiedades, cosas sin importancia como que el sacerdote metodista inglés evitaba saludarles, o que las piadosas hermanas de Sión del convento situado junto al arco del Ecce Homo cambiaban de acera si se cruzaban con ellos, rehusando acercárseles demasiado, no fuera que les contagiasen algún mal.

A ninguno de la colonia se le ocurrió apenarse por esto, y tampoco pusieron el grito en el cielo cuando unos americanos de paso, que habían visitado la colonia y disfrutado de una larga velada en agradable tertulia con sus paisanos, no volvieron al día siguiente como habían prometido; ni cuando, otro día, parecieron no reconocer a la señora Gordon ni a la señorita Young al cruzarse con ellas por la calle.

Más grave se consideró el hecho de que cuando las jóvenes de la colonia entraron en las grandes tiendas recién inauguradas en torno a la Puerta de Jafa, los tenderos griegos se permitieran espetarles unas palabras que ellas no entendieron, pero que fueron pronunciadas con una expresión y en un tono que las obligó a ruborizarse.

Los colonos prefirieron creer que se trataba de algo casual. «Seguramente corre alguna nueva calumnia sobre nosotros en el barrio cristiano -decían-, pero ya pasará.» Los primeros gordonistas les recordaron que habían corrido infames rumores acerca de ellos en ocasiones anteriores. Se había dicho de ellos que no les daban a sus hijos ninguna educación, que vivían a expensas de una viuda rica a la que exprimían hasta el último céntimo, que arriesgaban la vida de sus hijos enfermos negándoles atención médica, alegando que no querían interferir en la divina providencia, que su propósito era convertirse al islamismo, que, bajo la apariencia de obrar por la introducción del verdadero cristianismo, llevaban una vida de opulencia y lujuria.

«Será que han difundido nuevas cosas por el estilo -decían-. Pero las injurias se desmentirán solas, como lo hicieron antes, porque no tienen ni una pizca de verdad de la que alimentarse.»

Hasta que un día, la verdulera de Belén, que solía traerles a diario hortalizas y frutas, dejó de venir. Fueron a Belén para convencerla de que reanudase el comercio con ellos, pero la mujer se negó tajantemente a venderles sus alubias y colinabos nunca más.

Fue una advertencia clara. Comprendieron que lo que se contaba de ellos era muy grave, que ese algo les afectaba a todos, y que se había extendido a todas las clases sociales.

No tardó en producirse un suceso que vino a corroborarlo. Algunos suecos se encontraban un día en la iglesia del Santo Sepulcro cuando entró un grupo de peregrinos rusos. El apacible grupo les sonrió agitando la cabeza en señal de reconocimiento, pues veían que los suecos eran campesinos igual que ellos. Entonces un sacerdote griego pasó por su lado y les dijo unas palabras a los peregrinos. Al instante, éstos hicieron la señal de la cruz y alzaron el puño contra los suecos. Dio la impresión de que los rusos hubieran querido expulsarlos de la iglesia.

Muy cerca de Jerusalén existía una colonia de campesinos alemanes que se habían trasladado allí desde una colonia mayor con sede en Jafa. Estos campesinos habían sufrido persecuciones tanto en su país como en Palestina. Incluso se habían hecho intentos de erradicarlos totalmente. A pesar de ello, habían prosperado tanto que, en la actualidad, eran propietarios de extensas y productivas colonias en varios puntos de Palestina.

Uno de estos alemanes visitó un día a la señora Gordon y le habló con franqueza de la maledicencia que afectaba a la colonia.

– Los que les difaman son los misioneros de allá -dijo señalando hacia la zona oeste de la ciudad-. De no ser porque yo, en mi propia piel, he vivido lo que son falsas acusaciones, tampoco vendería ni carne ni harina a su comunidad. Imagino que no soportan que hayan conseguido ustedes tantos adeptos últimamente.

La señora Gordon quiso saber de qué se les culpaba.

– Dicen que viven ustedes en pecado aquí en la colonia, que no permiten que la gente se una en matrimonio tal como Dios manda; por eso ha empezado a correr la voz de que las cosas no andan como debieran por aquí.

Al principio, los colonos no quisieron creerle. Sin embargo, no tardaron en comprobar que el alemán había dicho la verdad y que la ciudad entera creía que llevaban una vida licenciosa. No había un cristiano en toda Jerusalén que les dirigiese la palabra. En los hoteles les advirtieron de que su presencia no era grata. A pesar de todo, algunos misioneros de paso se arriesgaban a hacerles una visita; pero sólo para salir de la colonia sacudiendo la cabeza significativamente, dando a entender que, a pesar de que no hubieran podido observar nada indecente, y de que los delitos no saltaran a la vista, estaba claro que era un antro de perdición.

Los americanos, empezando por el cónsul y acabando con la más humilde auxiliar de enfermera, eran los que llevaban la voz cantante en la campaña contra ellos. «Es una vergüenza para todos los americanos -decían- que esa gente no sea expulsada de Jerusalén.»


Siendo personas muy sensatas, es natural que los colonos se dijeran que no estaba en su mano hacer nada, que tenían que dejar que la gente hablara, que con el tiempo sus detractores llegarían a percatarse de su error. «No podemos ir de casa en casa declarando que somos inocentes», decían. Se consolaban con la idea de que se tenían los unos a los otros, de que vivían en concordia y eran felices. «Los pobres y los enfermos de Jerusalén todavía no nos rechazan -decían-. Tenemos que dejar que amaine; esto es una prueba a la que Dios nos somete.»

Al principio, todos los suecos llevaron aquella calumnia con total serenidad. «Si piensan que unos humildes campesinos como nosotros -decían- hemos venido a la ciudad donde murió nuestro Salvador para vivir en pecado, es que están muy confundidos y entonces su opinión no vale gran cosa; por tanto, da igual lo que digan.»

Y mientras la gente continuaba manifestándoles su desprecio, ellos encontraban un gran motivo de alegría en la idea de que Dios les consideraba dignos de padecer el acoso y la calumnia en la misma ciudad en que Jesucristo fue escarnecido y crucificado. [49]

Pero pasado el invierno y llegado el mes de mayo, Gunhild, la hija del concejal, recibió una carta. Era de su padre. Le escribía para contarle que la madre de Gunhild había muerto. No había dureza en la carta, como cabría esperar. El padre no la acusaba de nada, sólo hablaba acerca de la enfermedad y el entierro. Era obvio que el anciano concejal había pensado: «Voy a escribir con muchos miramientos, será un golpe muy duro para ella de todas formas.»

La carta continuaba con el mismo talante amable hasta que llegaba a la firma. Ahí, la ira contenida debió sobrevenirle de repente; probablemente, fue con un gesto brusco con el que hundió la pluma hasta el fondo del tintero para escribir lo siguiente, con letras grandes y toscas, en una esquina de la carta: «Seguramente tu madre se habría recobrado del dolor de tu partida, pero murió, y lo hizo porque leyó en el periódico de la Misión que llevabais una vida de pecado ahí en Jerusalén. Nadie se esperaba algo así de ti, ni de los que se fueron contigo.»

Gunhild se guardó la carta en el bolsillo y la llevó encima todo el día sin hablar de ella con nadie. No le cupo la menor duda de que su padre decía la verdad respecto a la causa de la muerte de su madre. Sus padres siempre habían sido muy celosos de su honor y buen nombre. Y ella era igual: ningún otro miembro de la colonia había sufrido tanto al saberse víctima de aquellas calumnias como Gunhild. A ella no le ayudaba saberse inocente, se sentía deshonrada y por ello incapaz de salir a la calle. Aquel deshonor había amargado sus días, los infaustos rumores la mortificaban como si fueran heridas abiertas y ahora aquella deshonra le había arrebatado la vida a su madre.

Gertrud y Gunhild compartían una misma habitación. Siempre habían sido amigas íntimas; pero ni siquiera a Gertrud le contó Gunhild una palabra de lo que su padre había escrito en la carta. Le pareció una lástima estropear la felicidad de Gertrud, quien se sentía pletórica de dicha ahí en Jerusalén, donde todo le recordaba a su Salvador.

Sacaba, eso sí, la carta del bolsillo sin cesar y se la quedaba mirando. No se atrevía a leerla; con sólo verla su corazón se encogía e inundaba de dolor. «¡Ojalá me muera! -pensaba-. Nunca podré sentirme alegre de nuevo; ¡ojalá me muera!» Miraba la carta. Sopesaba el efecto del mortífero contenido y su único deseo era que la reacción fuese rápida para que todo acabase pronto.

Al día siguiente, Gunhild salió por la abovedada Puerta de Damasco; había estado en la ciudad e iba de regreso a la colonia.

Era un día extremadamente caluroso, como a menudo suelen serlo los días a finales de mayo. Cuando Gunhild salió del sombrío casco antiguo, donde las arcadas y los edificios la resguardaban del sol, la deslumbrante luz la hirió a bocajarro y tuvo el impulso de volver corriendo a guarecerse en la sombra de la puerta abovedada. Le parecía que tomar el camino descubierto a pleno sol era muy temerario, como atravesar un campo de tiro mientras las tropas disparan al blanco.

Sin embargo, Gunhild no quería echarse atrás por un poco de sol. Había oído hablar de que podía ser peligroso, pero no se lo creía demasiado. Hizo lo que se suele hacer cuando cae un chaparrón: hundió la cabeza entre los hombros, se alzó el pañuelo que llevaba anudado al cuello tapándose al máximo la nuca y echó a andar a toda prisa.

Mientras caminaba, tenía la impresión de que el sol tensaba un arco relampagueante para disparar un rayo tras otro, y que todos los rayos iban destinados a ella. La única ocupación del astro parecía consistir en apuntar flechas ardientes contra su persona. Era una ráfaga continua lo que le caía encima, y no sólo del cielo. De todas partes salían brillos y destellos que le zaherían los ojos. Los brillantes fragmentos de mica que había por el suelo proyectaban afilados dardos de luz. Los cristales verdes de las ventanas de un convento próximo relumbraron con una intensidad que la obligó a apartar la vista. Una llave de acero metida en una cerradura despidió un rayo maligno, y lo mismo hicieron las relucientes hojas de un arbusto de ricino que parecía haber brotado en un solo día para contribuir a mortificarla.

Allá donde mirase, tanto el cielo como la tierra despedían resplandores y destellos. Su tormento no lo constituía el calor, a pesar de que fuera muy intenso, sino la cegadora luz blanca que penetraba sus ojos y le quemaba el cerebro.

Gunhild sintió contra aquel sol la rabia y el odio que un pobre animal acosado debe sentir contra el cazador que le persigue. También le sobrevino un extraño deseo de detenerse y mirarle la cara a su perseguidor. Resistió la tentación unos momentos, pero luego se volvió de repente y clavó la vista en el cielo. Sí, ahí arriba estaba el sol, una llama inmensa de un blanco azulado. Mientras Gunhild miraba a lo alto, el cielo se oscureció por completo y el sol se redujo a un punto acerado de brillo letal, y le pareció que el punto se desprendía de la mancha negra del cielo, silbando como un proyectil que buscara su nuca para matarla.

Profirió un alarido. Levantando un brazo se protegió la nuca con la mano mientras echaba a correr.

Cuando entre asfixiantes nubes de polvo calcáreo había recorrido un corto trecho del camino, divisó unas ruinas. Eran los restos de un edificio derruido. Gunhild se apresuró hacia allí y se alegró de encontrar la entrada a un sótano. Descendió a una cámara fresca, deliciosamente oscura. Ahí dentro fue incapaz de ver dos pasos más allá.

Se puso de espaldas a la entrada y dejó que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad. No había ningún destello, ni un solo resplandor. Comprendía ahora lo que un pobre zorro debía sentir al alcanzar la salvación de su guarida. El calor y el bochorno, los rayos solares, la cegadora luz estaban ahora a las puertas de su refugio como cazadores burlados. Todos la esperaban fuera apuntando con sus relumbrantes lanzas; sin embargo, ahí dentro ella estaba segura y a salvo.

Sus ojos empezaron a adaptarse a la oscuridad. Vislumbró una piedra y se sentó en ella dispuesta a dejar pasar el tiempo. Sin duda tardaría horas en reunir el valor necesario para abandonar su refugio. Antes el sol tenía que descender hacia el oeste hasta perder su hegemonía en el cielo.

Pero Gunhild no llevaba más que un rato en esa oscuridad cuando miles de soles deslumbraron de nuevo sus ojos, empezando a girar como norias en su recalentado cerebro. Un vértigo súbito e intenso impulsaba las paredes de aquel sótano en un infinito movimiento circular. Se sentía tan mareada que tuvo que apoyarse contra la pared para no caer al suelo.

– ¡Oh, Dios, también aquí dentro me persigue! -exclamó Gunhild-. Habré hecho algo terrible para que el sol no soporte mi vista.

Al instante se acordó de la carta, de la muerte de su madre, de su terrible dolor y de sus deseos de morir. Mientras estuvo en peligro de muerte no había pensado en nada de eso, sino en salvarse.

Gunhild sacó la carta del bolsillo de un tirón y la desdobló mientras iba hacia la claridad que se colaba por la entrada. Comprobó entonces que lo que ella recordaba estaba ahí escrito al pie de la letra, y empezó a gemir.

Al poco rato tuvo una idea que le proporcionó cierto alivio y consuelo: «¿No comprendes que la divina providencia te brinda la oportunidad de abandonar esta vida?»

Le pareció una idea muy bella y una inconmensurable gracia que Dios le otorgaba. Pero no acababa de verle la lógica porque no las tenía todas consigo. Nuevamente, el vértigo movía las paredes del sótano y con el rabillo del ojo veía el chisporroteo loco de una llama de fuego.

Se aferró a la idea de que Dios le brindaba la ocasión de abandonar la vida, de subir al cielo con su madre y escapar al dolor.

Se levantó protegiéndose la nuca con ambas manos; pero enseguida deshizo el gesto y salió al sol muy despacio, como si caminara por el pasillo central de una iglesia. La sombra subterránea había enfriado ligeramente su cuerpo y, al principio, no percibió ni cazadores, ni lanzas, ni flechas ardiendo.

Pero tras dar unos pasos todo le cayó encima una vez más, como los proyectiles de una emboscada. La tierra y el cielo despedían brillos y destellos, y el sol, zumbando como una bala en llamas, se precipitó sobre ella y le dio en la nuca. Aún pudo dar unos pasos más. Luego cayó de bruces como fulminada por un rayo.

Fueron colonos los que la encontraron un par de horas más tarde. Yacía con una mano contra el corazón y el otro brazo estirado, con el puño estrujando la carta, como si quisiera indicar que eso la había matado.

En alas de la aurora

Mientras Gunhild sufría una insolación, Gertrud se paseaba por una de las anchas calles del suburbio oeste de la ciudad. Iba de compras en busca de cintas y botones que necesitaba para sus labores; pero al no estar muy familiarizada con la zona tuvo que andar un buen trecho antes de encontrar lo que quería. Por otro lado, no se daba prisa porque se encontraba muy a gusto deambulando al aire libre.

Como siempre que salía a la calle, a Gertrud le brotó en los labios una sonrisa de felicidad. Claro que notaba el tremendo calor y el sol que le picaba la piel, pero eso no la molestaba tanto como a los demás, porque a cada paso se decía que tal vez Jesús había pisado el mismo suelo por el que ella andaba. Sabía que los ojos de él habían reposado la vista en las colinas que se veían al final de la calle, y que el polvo y el calor le mortificaron del mismo modo que la mortificaban a ella. Cuando pensaba en todo esto, se sentía tan próxima a él que no podía más que dejarse arrastrar por una maravillosa alegría.

Era, justamente, esa nueva intimidad con Jesús la que había hecho a Gertrud tan feliz tras su llegada a Palestina. Nunca pensaba que habían transcurrido dos mil años desde que él vagara por aquellas tierras junto a sus discípulos; alimentaba la dulce ilusión de que sólo habían transcurrido unos años desde que él viviera allí. En el polvo de los caminos creía distinguir la huella de sus pies y oía la reverberación de su voz en las calles de Jerusalén.

Justo cuando descendía por la escarpada pendiente que conduce a la puerta de Jafa, unos doscientos peregrinos rusos iniciaban su ascenso. Tras varias horas de caminata a pleno sol para visitar los lugares sagrados de los alrededores de Jerusalén, tal era el agotamiento de los peregrinos que parecía dudoso que lograran subir hasta las posadas rusas situadas en lo alto de la cuesta.

Gertrud se detuvo y los observó a medida que iban desfilando delante de ella. Era gente del campo y, viéndolos con sus abrigos de sayal y sus chaquetas de punto, le maravilló su semejanza con los lugareños de su propio terruño. «Apuesto a que viven en un mismo pueblo y han hecho el viaje a Palestina todos a la vez -pensó mientras los miraba-. Ese de los quevedos es el maestro de la escuela, y el del bastón grueso tiene una finca importante y es el que manda en la parroquia. Ese que camina tan tieso es un viejo militar, y esa figura de hombros estrechos y manos largas es el sastre del pueblo.»

Estaba ahí embobada, de muy buen humor, y como era habitual en ella empezó a componer pequeñas historias con los elementos que tenía a la vista. «La abuelita del pañuelo de seda en la cabeza es muy rica -pensó-, pero ha tenido que esperar a hacerse vieja para ir de peregrinación porque primero tuvo que casar a los hijos y después criar a los nietos. Y la viejita que camina junto a ella con un hatillo en la mano es muy pobre. Es de los que han tenido que luchar y ahorrar toda su vida para pagarse el viaje a Jerusalén.»

Bastaba con verles subir por aquella cuesta para sentir aprecio por ellos. A pesar de ir cubiertos de polvo y sudor se les veía alegres y satisfechos; ni un solo rostro mostraba signos de descontento. «¡Qué devotos y pacientes deben de ser! ¡Y cómo deben de amar a Jesús, ya que se les ve tan felices de seguir sus huellas, sin que las penalidades les afecten!»

Los últimos de la procesión estaban extenuados y avanzaban prácticamente a rastras. Era conmovedor ver cómo sus parientes y amigos se daban la vuelta y les tendían las manos para ayudarles a subir la pendiente. Pero los que ofrecían el aspecto más lamentable iban solos, parecían en tan malas condiciones que nadie se veía con fuerzas de asistirles.

La última era una chica de unos diecisiete años. Se trataba probablemente de la única persona joven del grupo, el resto era gente mayor o de mediana edad. Al verla, Gertrud imaginó que la muchacha había sufrido alguna desgracia tan funesta que la vida en su hogar se le había hecho insoportable. Acaso también a ella se le había aparecido Jesús en el bosque para decirle que emprendiera la marcha hacia Palestina.

Daba la impresión de estar muy enferma y sufrir mucho. Era de constitución delicada y la ropa gruesa y pesada que vestía, sobre todo las toscas botas que calzaba al igual que el resto de las mujeres, le eran sin duda sumamente molestas. Cada pocos pasos vacilantes tenía que detenerse para recobrar el aliento. Pero quedándose quieta de aquel modo en medio de la calle corría el peligro de ser arrollada por un camello, o de que un carro se la llevara por delante.

Gertrud sintió un irresistible deseo de ayudarla. Sin pensárselo dos veces se acercó a la enferma, rodeó su cintura con el brazo y le indicó que se colgara de sus hombros para sostenerse. La chica levantó la vista con la mirada ida; aceptó la ayuda medio inconsciente y dejó que Gertrud la arrastrara unos cuantos pasos.

Una de las mujeres más mayores se giró. A Gertrud le dirigió una dura mirada y a la enferma le gritó un par de palabras en un tono muy severo. La enferma, aparentemente horrorizada, se enderezó, apartó a Gertrud de un empujón e intentó seguir adelante por sus propios medios; aunque tuvo que desistir muy pronto.

Gertrud no entendía por qué la muchacha rechazaba la ayuda que ella le brindaba. Creyó que tal vez la modestia de los rusos no les permitía aceptar ayuda de una desconocida. Corrió nuevamente hasta la muchacha y volvió a rodearle la cintura. Entonces el rostro de la desconocida se transfiguró en una mueca de horror y asco. No sólo se desasió de Gertrud, sino que intentó pegarle y luego echó a correr para escapar de ella.

Esta vez, Gertrud comprendió que el pavor de la chica no podía deberse a otra cosa que a la vil calumnia que circulaba sobre los gordonistas. Se sintió a la vez furiosa y desolada. Lo único que podía hacer por aquella pobre muchacha era dejarla en paz para no espantarla aún más. Mientras la seguía con la mirada, vio que corría en línea recta hacia un carro que se aproximaba a toda prisa en dirección contraria. Gertrud pensó que la colisión era inminente.

Quiso cerrar los ojos para ahorrarse la visión del infausto accidente, pero había perdido el control de sí misma y ni siquiera fue capaz de bajar los párpados. Así que con los ojos de par en par vio cómo los caballos derribaban de un topetazo a la muchacha. Sin embargo, en el acto los nobles e inteligentes animales frenaron su propia carrera impulsándose hacia atrás, afianzaron los cascos en el suelo para contener el empuje del carro, y luego se echaron ágilmente a un lado y continuaron la marcha sin que los cascos ni las ruedas del carro tocaran a la chica tendida en el suelo.

Gertrud creyó que el peligro había pasado. La rusa seguía tendida en el suelo sin moverse, pero ella imaginó que se había desmayado del susto.

La gente se apresuró para atender a la herida. Gertrud llegó a su lado antes que nadie. Se agachó para incorporarla y entonces vio sangre en la grava junto a su cabeza y que su rostro, boca arriba, se contraía de un modo extraño. «Está muerta -pensó Gertrud-, ¡y yo he provocado su muerte!»

En ese momento, un hombre la apartó a un lado. Le chilló unas palabras que ella interpretó como que una perdida como ella no era digna de tocar a aquella joven y piadosa peregrina, o algo por el estilo. Al instante, las mismas palabras fueron repetidas por todos los que la rodeaban. Se alzaron puños amenazadores, la rodearon y empujaron hasta que consiguieron expulsarla del compacto círculo de gente reunida en torno a la accidentada.

Por un momento, su manera de tratarla la enfureció hasta tal punto que apretó los puños. Quería defenderse, quería volver a aproximarse a la muchacha rusa, tenía que saber si realmente estaba muerta.

– ¡No soy yo la indigna de acercarse a ella, sino vosotros! -les gritó en sueco-. Sois vosotros quienes la habéis matado. Vuestras infames calumnias la han precipitado a la muerte.

Nadie entendió una palabra y de pronto la ira de Gertrud se mudó en un insondable terror. ¿Y si alguien había presenciado los hechos y se lo contaba a los peregrinos? Entonces toda esa gente se abalanzaría sobre ella y la matarían a golpes.

Se alejó rápidamente del lugar, corriendo sin pausa aunque nadie la perseguía. No se detuvo hasta que llegó a los áridos solares del norte de Jerusalén. Entonces se enjugó el sudor y apretó sus manos fuertemente enlazadas contra la frente.

– ¡Dios mío! ¡Dios mío! -gemía-. ¿Acaso soy una asesina? ¿Soy culpable de la muerte de una persona? -Se giró encarándose a la ciudad cuya siniestra muralla se elevaba inmensa junto a ella-. ¡No he sido yo sino tú! -chilló-. ¡Tú, tú!

Estremecida, le dio la espalda a la ciudad y puso rumbo a la colonia, cuyo tejado destacaba a lo lejos. Pero se detenía una y otra vez intentando ordenar sus pensamientos.

La cuestión es que cuando Gertrud llegó a Palestina había pensado: «Ésta es la tierra de mi amo y rey, él me tiene bajo su especial protección, aquí no puede pasarme nada malo.» Así alimentaba la creencia de que Cristo la había instado a viajar a Tierra Santa porque conocía su tremendo dolor y había decidido que ella, a partir de ese momento, no tendría que padecer más, sino vivir el resto de su vida segura y en paz.

Pero ahora Gertrud se sentía como debe sentirse aquel que habita un bastión y de pronto ve cómo torres y murallas fortificadas se derrumban a su alrededor. Estaba indefensa, no había ningún escudo entre ella y el mal que la rodeaba. Al contrario, parecía que la desgracia podía acertar el tiro allí más que en cualquier otro lugar.

Apartó valerosamente la idea de que fuera ella la causante de la muerte de la joven rusa, no quería sentir remordimientos por ello. Pero sintió un oscuro temor por el daño que aquel incidente podría haberle ocasionado. «Acaso siempre veré ante mis ojos cómo se le acercaban los caballos -se lamentó para sus adentros-. Nunca más sabré lo que es un día feliz.»

En su mente surgió una pregunta que intentó reprimir pero que resurgía una y otra vez. Empezó a cuestionarse la razón de que Jesucristo la enviara a aquel país. Cometía un grave pecado al plantear esa pregunta pero no podía evitarlo. ¿Cuál había sido la intención de Cristo al enviarla allí?

– ¡Dios mío -exclamó desesperada-, creía que me amabas y que cuidarías de mí! ¡Oh, Dios, era tan feliz cuando pensaba que tú me protegías!

De vuelta a la colonia, la recibieron un silencio y una solemnidad extrañas. El chiquillo que le abrió el portón rezumaba una gravedad inusual, y al entrar en el patio notó el sigilo con que todos andaban y el hecho de que nadie hablara en voz alta. «Por aquí ha pasado la muerte», pensó antes de que nadie le contara nada.

Pronto le informaron de que habían encontrado a Gunhild muerta en la calle. Ya la habían traído a casa y yacía en una camilla en la lavandería del sótano. Gertrud no ignoraba que en Oriente los muertos debían ser inhumados sin tardanza; pero aun así se horrorizó al saber que los preparativos para el entierro ya estaban en marcha. Tims Halvor y Ljung Björn trabajaban en la carpintería construyendo el féretro y un par de ancianas amortajaban el cuerpo en ese mismo momento.

La señora Gordon iba ya rumbo a una de las misiones americanas para solicitar al director permiso para enterrar a Gunhild en el cementerio americano. Y Hellgum y Gabriel esperaban el regreso de la señora Gordon en el patio, con sendas palas en la mano, dispuestos a cavar la tumba.

Gertrud bajó a la lavandería. Estuvo contemplando a Gunhild largo rato y al final rompió a llorar. Siempre había sentido mucho cariño por la que ahora yacía ahí muerta; pero mientras la miraba comprendió que nunca nadie, tampoco ella, le había dado todo el cariño que se merecía. Sin duda, Gunhild estaba considerada una persona honesta, bondadosa y amante de la verdad; pero se amargaba la vida a sí misma y a los demás dándole excesiva importancia a nimiedades, lo cual despertaba el rechazo de la gente. Cada vez que pensaba en esto, Gertrud se compadecía infinitamente de Gunhild y entonces las lágrimas volvían a correr por sus mejillas.

De pronto dejó de llorar y miró a Gunhild, inquieta y asustada. Descubrió que Gunhild, muerta, tenía la misma expresión que había tenido en vida, cuando se devanaba los sesos acerca de algún problema complicado o de difícil solución. Era sumamente extraño verla ahí tendida cavilando, con una profunda arruga entre las cejas y poniendo morritos.

Muy despacio, se fue apartando de la difunta. La expresión inquisitiva de Gunhild la transportó a sus propias preocupaciones. Pensó que acaso Gunhild también se preguntaba por qué Jesús la había enviado a aquel país. «¿Por qué vine aquí, si sólo era para morir?», parecía inquirir su rostro.

Nada más salir al patio, Hellgum corrió hacia ella y le pidió que fuera a hablar con Hök Gabriel Mattson. Gertrud lo miró estupefacta, absorta en sus pensamientos y sin entender nada.

– Fue Gabriel quien encontró a Gunhild en la calle -le explicó Hellgum, paciente. Gertrud no le escuchaba, lo único que ocupaba su mente era la cuestión de por qué Gunhild tenía aquella expresión en el rostro-. Ha sido terrible para Gabriel encontrársela así, muerta en la calle, cuando menos se lo esperaba -añadió Hellgum-. Supongo que ya sabes, Gertrud, que él la quería.

Gertrud miró en derredor como si acabara de despertar. Sí, claro, hacía mucho que sabía que Gabriel y Gunhild se querían. Hasta se habrían casado de no ser porque el viaje a Jerusalén se interpuso. Los dos estuvieron de acuerdo en emigrar a Palestina aunque sabían que los gordonistas no permitían que sus adeptos se casaran. ¡Y ahora Gabriel se había encontrado a Gunhild muerta en la calle!

Fueron a reunirse con Gabriel, quien, de pie junto al portón, no hizo ademán de ir a su encuentro. Con los labios apretados y la mirada fija, iba clavando la punta de la pala entre dos piedras. Cuando Gertrud llegó hasta él, Gabriel empezó a mover los labios pero no articuló ningún sonido audible.

– Sería bueno que consiguiese llorar -le susurró Hellgum a Gertrud.

En silencio, Gertrud le tendió la mano, como se hace con los parientes más cercanos en un funeral. Notó la mano de Gabriel fría y fláccida en la suya.

– Hellgum dice que tú la encontraste -dijo Gertrud, pero Gabriel siguió sin moverse-. Tiene que haber sido muy duro para ti -añadió ella mientras él seguía tieso como una estatua. Gertrud, que ya se había puesto en su lugar, imaginaba lo terrible que debía haber sido para él-. Pero, ¿sabes?, estoy segura de que a Gunhild le ha gustado que fueras tú quien la encontrase -dijo.

Gabriel, con un respingo, la miró sorprendido.

– ¿Tú crees que le ha gustado?

– Sí -respondió Gertrud-. Entiendo que debió ser terrible para ti, pero creo que ella habría querido que fueras tú quien la encontrara.

– No me aparté de ella ni un segundo -empezó Gabriel despacio-, hasta que vino gente para ayudarme, y después la llevé en mis brazos con cariño y delicadeza.

– No me cabe la menor duda -dijo Gertrud.

Un temblor sacudió los labios de Gabriel y luego, de golpe, los ojos se le inundaron de lágrimas. Hellgum y Gertrud se quedaron silenciosos a su lado y le dejaron llorar. Gabriel apoyó la cara contra la jamba de la puerta. Su llanto era incontenible. Al poco se tranquilizó, se acercó a Gertrud y le cogió la mano.

– Gracias por hacerme llorar -le dijo. Ahora su voz era dulce y suave, hasta se diría que era el viejo Hök Matts, su padre, quien hablaba-. Quiero enseñarte algo que no pensaba enseñarle a nadie -continuó-. Cuando encontré a Gunhild tenía una carta en la mano. Era de su padre y me la quedé; tengo cierto derecho a leerla. Ahora pienso que tus padres están en Suecia y que son mayores, y voy a dejar que la leas porque has conseguido hacerme llorar.

Gertrud cogió la carta y la leyó. Después levantó la vista y miró a Gabriel.

– Así que ha muerto por eso -dijo.

Gabriel asintió con la cabeza y dijo:

– Yo creo que sí.

Gertrud exclamó de pronto:

– ¡Jerusalén, Jerusalén, nos estás quitando la vida a todos! ¡Creo que Dios nos ha abandonado!

En ese momento, la señora Gordon entró por el portón y mandó a Hellgum y Gabriel a cavar la fosa.

Gertrud fue al pequeño cuarto que había compartido con Gunhild y allí se quedó toda la tarde, sintiendo un terror agudo e irreprimible. Se figuraba que aquel día aún incubaba otra desgracia, y su temor era inmediato y casi palpable, como si esa desgracia estuviese emboscada en un rincón del cuarto. Al mismo tiempo, las dudas no cesaban de mortificarla. «No sé para qué nos ha enviado aquí Jesucristo -pensaba-. ¡Si sólo traemos desdichas, a los demás y a nosotros mismos!»

A ratos conseguía apartar las dudas; pero enseguida se sorprendía enumerando a todos aquellos que habían sufrido una desgracia por culpa de su éxodo. Que ellos habían emigrado a Palestina por voluntad de Dios, les había parecido una verdad incuestionable; pero entonces ¿cómo es posible que el viaje solamente conllevase desdichas?

Había conseguido pluma y papel para escribir a sus padres; pero no fue capaz de hacerlo. «¿Qué podría escribirles para que me creyesen? Si me tumbo al sol para morirme como hizo Gunhild, tal vez me crean cuando les digo que somos inocentes.»

El día agonizó con lentitud y por fin llegó la noche. Gertrud se sentía tan desgraciada que era incapaz de conciliar el sueño. El rostro de Gunhild se le aparecía y no podía dejar de preguntarse por el contenido de sus cavilaciones. Al final, la idea de que la pregunta que Gunhild tenía en los labios al morir era la misma con que ella se debatía, se convirtió en una certeza.

Antes del alba, se levantó y se vistió para salir.

Durante la última jornada se había alejado tanto de Cristo que le resultaba casi imposible imaginar cómo encontraría el camino de vuelta a su redil. Sin embargo, se despertó con el anhelo de ir a algún lugar donde hubiera estado él con toda seguridad, y ese lugar era el monte de los Olivos. Pensó que si subía allí volvería a sentirse íntimamente ligada a él y amparada por su amor, y que también comprendería sus planes para ella.

Su primera reacción al salir a la oscuridad nocturna fue angustia por partida doble. Una y otra vez, su mente giraba en torno al cúmulo de desgracias e injusticias que habían coincidido en un mismo día.

Pero a medida que ascendía por la montaña, tuvo la sensación de que la luz iba ganando terreno en su interior. La carga que la oprimía le estaba siendo levantada de sus hombros y empezó a vislumbrar un sentido. «Sí, no cabe otra explicación -pensó-. Cuando se permiten injusticias así, es que el mundo se aproxima a su final. De otro modo no se entiende que la bondad se vuelva pecado, ni que Dios no tenga poder para impedir el mal, ni que se persiga a los justos, ni que a la mentira nadie oponga la verdad.» Se detuvo y meditó. Sí, sin duda era eso, la llegada del Señor era inminente y dentro de poco ella le vería descender de los cielos.

De ser así, entendería por qué les habían convocado en Jerusalén: Dios, en su benevolencia, había enviado a Jerusalén, a ella y todos sus hermanos, para ir al encuentro de Jesús. Gertrud juntó las manos con entusiasmo, maravillada de lo inconmensurable de la idea.

Escaló con paso ligero el monte hasta que alcanzó la cima desde la cual Jesús ascendió a los cielos. Una valla le impedía entrar al sitio exacto pero, desde afuera, se quedó mirando el firmamento, donde ya clareaban las primeras luces. «Quizá llegue hoy mismo», pensó. Juntó las manos y levantó la vista hacia el cielo cubierto de unas nubes leves como plumas. No tardaron en teñirse de rojo y su resplandor pareció incendiar el rostro de Gertrud.

– Ya llega -dijo-, ya llega, seguro.

Tenía los ojos clavados en la aurora, como si la viera por primera vez. Le parecía que su vista alcanzaba muy lejos. Hacia el este divisó un arco profundo con un ancho y elevado portal; ahora sólo cabía esperar que las hojas se abrieran para ver aparecer a Cristo con su séquito de ángeles.

Al cabo de un rato el este abrió realmente sus puertas y el sol avanzó por el firmamento. Gertrud quedó como suspendida mientras el sol proyectaba sus rayos sobre el oeste de Jerusalén, donde un mar de colinas se extendía ondulante. Aguardó sin moverse hasta que el sol ascendió tan alto que sus rayos centellearon en la cruz de la cúpula del Santo Sepulcro.

Gertrud creía haber oído que Cristo vendría en el amanecer, sobre las alas de la aurora. Tuvo que aceptar que esa mañana no podía seguir esperándole, pero eso no la abatió ni desasosegó su espíritu.

– Vendrá mañana y no hoy -dijo con la mayor convicción.

Descendió el monte y volvió a la colonia con el rostro radiante de felicidad. Sin embargo, no le confió a nadie la jubilosa, inconmensurable certeza que la embriagaba. Durante todo el día estuvo sentada trabajando como de costumbre y hablando de cosas cotidianas.

A la madrugada siguiente se encontraba de nuevo en el monte de los Olivos esperando la aurora.

Y allí volvía, alba tras alba, porque quería ser la primera persona del mundo en ver aparecer la estrella radiante de la mañana que era Cristo.

Sus escapadas al monte no tardaron en llamar la atención de toda la colonia y se le pidió que se quedara en casa. Sus correligionarios le hicieron comprender que sería perjudicial para ellos si la gente la veía cada mañana en el monte de los Olivos aguardando de rodillas la aparición de Jesucristo. Si persistía, a la calumnia se añadiría el tildarlos de locos.

Gertrud intentó obedecer y quedarse en casa. Pero se despertaba con el alba iluminada por la idea de que, justamente, ése era el día que vendría Jesús. Entonces nada ni nadie habría podido impedirle que se levantara y acudiese corriendo para recibir a su rey y salvador.

Esta continua espera llegó a fundirse con su persona. No podía resistirse a ella y tampoco librarse. En todos los otros aspectos era la misma de siempre. No había ningún desorden en su cerebro, el único cambio consistía en que se había vuelto más dulce y risueña que antes.

Con el tiempo se acostumbraron tanto a sus paseos matutinos que la dejaron ir y venir sin que a nadie le importara. Eso sí, al salir de madrugada ella notaba una sombra que la esperaba junto al portón. A medida que subía la montaña se hacía más audible el sonido de suelas con tacones de metal. Ella nunca hablaba con la sombra, pero aquel sonido a sus espaldas le daba seguridad.

En ocasiones, cuando bajaba del monte se topaba con Gabriel, que la esperaba apoyado contra un muro. Entonces bajaban juntos a la colonia; a Gertrud no se le escapaba que él la esperaba para hablar de Gunhild. A ella la alegraba poder darle esa satisfacción. Cuanto más hablaba con Gabriel, más se daba cuenta de lo amable y bondadoso que era. Gertrud no tardó en contarle sus sueños y esperanzas. Gabriel no se mostró de acuerdo con ella, al contrario, intentó hacerla entrar en razón; pero había en sus modos tanta indulgencia que no la asustó.

El pachá Baram

Los gordonistas se alegraron sobremanera cuando se les presentó la oportunidad de alquilar una gran casa-mansión en las afueras de la Puerta de Damasco. Era una vivienda muy agradable con terrazas en los tejados y galerías abiertas que brindaban un oasis de frescura en medio del tórrido calor. Era casi inevitable interpretar la suerte de encontrar una casa así como una especial gentileza por parte de Dios. A menudo comentaban que no sabían qué habrían hecho para conseguir el bienestar y la cohesión de la comunidad si no hubieran logrado alquilar una vivienda tan grande, donde no faltaban ni una gran sala para sus asambleas, ni refectorio, ni talleres.

Resulta que la casa era propiedad del pachá Baram, por entonces gobernador de Jerusalén. Hacía unos tres años, le había regalado aquella enorme mansión a su esposa, a quien amaba más que a nada. Consciente de que nada podría hacerla más feliz, mandó edificar una vivienda donde pudiera albergar a su gran familia, es decir, a todos sus hijos y nueras, a todas sus hijas y yernos, y a todos los nietos y criados de que disponían.

Sin embargo, una vez acabada la mansión, al poco tiempo de que el pachá Baram se hubiese mudado allí con los suyos, sucedió una terrible desgracia. Durante la primera semana que habitó en la casa perdió a una de sus hijas, durante la segunda a otra, y durante la tercera murió su amada esposa. El pachá, profundamente afligido, abandonó su nuevo palacio, lo cerró a cal y canto y juró no volver a pisarlo.

Desde entonces el palacio había estado deshabitado, hasta que aquella primavera los gordonistas le pidieron al gobernador Baram que se lo arrendara. A todos sorprendió que diera su consentimiento, ya que cualquiera habría dado por supuesto que el pachá no iba a permitir que nadie traspasara sus puertas.

Pero cuando empezó a circular la grave calumnia acerca de los gordonistas, varios misioneros americanos deliberaron entre sí respecto al mejor modo de obligar a sus compatriotas a marcharse de Jerusalén. Y acordaron solicitar una audiencia con Baram y hablarle acerca de sus inquilinos. Le contaron todas las supuestas vilezas de que eran culpables y luego le preguntaron cómo podía consentir que gente tan despreciable habitara aquel palacio inicialmente construido para su esposa.


Sucedió hacia las ocho de la mañana de un hermoso día de mayo.

La pesada oscuridad de la noche, que había mantenido inmovilizada a la ciudad con sus tinieblas, ya se había disuelto y Jerusalén recuperaba su aspecto de cada día. Los mendigos de la Puerta de Damasco hacía rato que habían ocupado sus respectivos puestos, y los perros callejeros, muy activos durante la noche, se disponían a descansar en sus guaridas y estercoleros de costumbre. Una reducida caravana había montado su campamento junto a la puerta la noche anterior y ahora se disponía a levantarlo y proseguir la marcha; los camelleros ataban paquetes de mercancías a los animales echados, los cuales mugían al sentir la presión de la carga en sus lomos. Extramuros, por la carretera, venían campesinos con sus canastas repletas de hortalizas. De los montes bajaban pastores que cruzaban solemnemente la bóveda del portal, seguidos de grandes rebaños de corderos que iban al matadero, y de cabras que había que ordeñar.

Justo cuando el tránsito en el portal era más intenso, llegó un anciano montado en un hermoso asno blanco. Iba magníficamente vestido con camisa de una seda rayada y caftán talar de brocado azul celeste con ribetes de piel. Tanto el turbante como la faja estaban ricamente adornados con hilos de seda dorada. Sin duda otrora su rostro había sido bello y venerable. Ahora la vejez había hecho en él estragos, dejando los ojos lacrimosos, la boca hundida y la abundante barba blanca enmarañada y con las puntas amarillentas.

La concurrencia que se apretujaba frente al portal, muy sorprendida, se decía: «¿Por qué sale el pachá Baram por la Puerta de Damasco y toma el camino que no ha querido ni ver en tres años?» Otros preguntaban: «¿Acaso el pachá Baram tiene la intención de visitar su palacio, el cual juró no volver a pisar?»

Mientras Baram, montado en su asno, atravesaba la multitud agolpada en torno al portal, le dijo a su sirviente Mahmud que le acompañaba:

– ¿Oyes cómo todos estos que nos encontramos se extrañan de verme y se preguntan qué sucede y si el pachá Baram se dirige al palacio que no ha visitado en tres años?

Y su sirviente le respondió que sí oía cómo se extrañaba la gente.

Entonces, Baram respondió resentido:

– ¿Creen de verdad que estoy tan chocho que pueden hacer conmigo lo que quieran? ¿Creen que toleraré que unos extranjeros lleven una vida licenciosa en la casa que construí para mi esposa, una mujer tan bondadosa y honesta?

El sirviente intentó aplacar su ira recordándole:

– Señor, olvidáis que no es la primera vez que los cristianos se difaman entre sí.

El pachá alzó los brazos furioso y gritó:

– ¡Las estancias donde murieron mi mujer y mis hijas se han convertido en un nido de bailarinas y juerguistas! Este día no llegará a su fin sin que esos rufianes sean expulsados de mi casa.

Tras proferir esta amenaza, el anciano se cruzó con una fila de niños que venían por el camino de dos en dos y a paso ligero. Al mirarlos le parecieron distintos de los otros niños que pululaban por las calles de Jerusalén, ya que éstos llevaban ropa limpia sin rotos, iban bien calzados y su cabello perfectamente peinado era rubio.

Baram retuvo su asno y le dijo a su sirviente:

– ¡Ve y pregúntales quiénes son!

– No necesito preguntar quiénes son -contestó el sirviente-, ya que los veo cada día. Son los hijos de los gordonistas camino de la escuela que esa gente ha establecido en la ciudad, en una casa junto a la muralla donde vivían antes de alquilar la mansión de su excelencia.

Mientras el pachá aún miraba cómo se alejaban los niños, llegaron dos hombres de la colonia gordonista arrastrando una carreta cargada de pequeñuelos que no tenían edad para ir andando a la ciudad. Y el pachá vio que los chiquitines batían palmas de contento ahí subidos a la carreta, y que quienes la arrastraban se reían con ellos y corrían más deprisa para hacerles felices.

Entonces el sirviente del pachá cobró valor y le preguntó a su amo:

– ¿No os parece, mi señor, que estos niños han de tener buenos padres?

Sin embargo, el pachá era un hombre mayor y tozudo, como suelen serlo los viejos.

– He oído lo que su propia gente me ha contado y te digo que antes de que caiga la noche esa gente será expulsada de mi casa.

Después de cabalgar un trecho más, Baram se cruzó con un grupo de mujeres vestidas al estilo europeo que iban a pie hacia la ciudad. Caminaban con modestia y discreción, y en las manos llevaban pesados cestos llenos hasta los bordes.

El pachá se dirigió a su sirviente y le ordenó:

– ¡Ve y pregúntales quiénes son!

Y el sirviente respondió:

– No es menester preguntar, señor, ya que me cruzo con ellas todos los días. Son las mujeres gordonistas, que van andando a Jerusalén con comida y medicamentos para aliviar a los enfermos que están demasiado débiles para llegarse hasta la colonia en busca de ayuda.

A lo que el pachá repuso:

– Aunque disimulen su maldad con alas de ángel, esta noche saldrán de mi casa.

El pachá siguió cabalgando hasta la gran mansión y mientras se aproximaba oyó el rumor de múltiples voces y algún que otro chillido. Se dirigió a su sirviente y le dijo:

– ¿Oyes cómo tocan y bailan en mi casa?

Pero cuando dobló la esquina se encontró con numerosos enfermos y heridos que aguardaban en cuclillas frente a la entrada de la casa. Los enfermos comentaban sus dolencias entre sí y un par de ellos proferían gritos lastimeros.

Y Mahmud, el sirviente, cobró valor y dijo:

– Aquí están los que tocan y bailan en vuestra casa. Vienen aquí cada día a la consulta del médico de los gordonistas y a que sus enfermeras les cambien las vendas.

Baram contestó:

– Veo que estos gordonistas te han engatusado, pero yo, en cambio, soy demasiado viejo para dejarme engañar por sus tretas. Te digo que si tuviera el poder necesario, los colgaría a todos de las vigas de mi casa.

Y al desmontar de su asno y subir las escaleras, seguía lleno de cólera.

Mientras el anciano cruzaba la explanada del patio, una mujer alta y digna vino a su encuentro para saludarle. Sus cabellos eran completamente blancos, a pesar de que no aparentaba más de cuarenta años su semblante irradiaba sensatez y autoridad, y aunque su vestido negro era sencillo, se notaba que estaba acostumbrada a mandar.

El pachá se volvió hacia Mahmud y le preguntó:

– Esta mujer aparenta ser tan buena y juiciosa como la esposa del profeta, Kadidscha. ¿Qué se le habrá perdido en esta casa?

Y Mahmud respondió:

– Es la señora Gordon, que dirige la colonia desde que su esposo falleció hace un año.

Entonces el anciano se exasperó de nuevo y repuso con aspereza:

– Dile que he venido para echarla a ella y a toda su gente de mi casa.

Y el sirviente replicó:

– ¿Vos, un hombre probo, vais a expulsar a estos cristianos sólo por las maledicencias que difunden otros cristianos? ¿Acaso no sería mejor, mi señor, que le dijerais a esta mujer: «He venido para ver mi casa.» Y si descubrierais que aquí se vive tal como los misioneros os han contado, ordenadle: «Márchate de aquí ya que en el sitio donde murieron mis seres queridos no toleraré que se instale el pecado.»

A lo que el pachá replicó:

– ¡Dile que quiero ver mi casa!

Mahmud se lo comunicó a la señora Gordon y ella contestó:

– Nos alegra poder mostrarle al pachá Baram lo bien que nos hemos acomodado en su palacio.

A continuación mandó en busca de la señorita Young, quien, tras mudarse a Jerusalén, había estudiado lenguas orientales y dominaba el árabe como un nativo. La señora Gordon le pidió que hiciera de guía al ilustre visitante.

El pachá Baram tomó el brazo que le ofrecía su sirviente Mahmud e inició la visita. Y como quería ver toda la casa, la señorita Young le condujo primero al sótano donde habían instalado la lavandería. Con no poco orgullo le mostró las ingentes cantidades de ropa recién lavada, las enormes tinas y barreños, además de las laboriosas y circunspectas mujeres que estaban muy atareadas lavando y planchando.

Puerta con puerta, estaba la panadería. Y la señorita Young le explicó al pachá:

– Mire qué horno tan formidable han construido nuestros hermanos y fíjese qué aspecto tan sabroso tiene el pan que hacemos.

De la panadería los condujo a la carpintería, donde se encontraban trabajando un par de hombres ya mayores. Y la señorita Young le mostró un par de toscas mesas y sillas construidas en la colonia.

– Ay, Mahmud, qué ladina es esta gente -dijo el anciano pachá en turco, suponiendo que miss Young no lo entendería-. Han intuido el peligro y han previsto mi llegada. Y yo que creía que los sorprendería bebiendo vino y jugando a los dados, me los encuentro a todos trabajando.

El pachá fue conducido a la cocina y a la sala de costura, y de ahí a otra sala cuya puerta le fue abierta con cierta solemnidad. Era la sala de tejer donde se escuchaba el golpear de los telares y donde también las ruecas y cardas estaban a pleno funcionamiento.

Entonces el sirviente del pachá cobró valor y le solicitó a su amo que observase la basta y robusta tela que se confeccionaba allí.

– Mi señor -le dijo-, éstas no son gasas para bailarinas, ni para los velos transparentes de las mujeres frívolas.

Sin embargo, Baram calló y siguió adelante.

Allá donde fue conducido vio personas rectas y sensatas. Todos callados y serios, concentrados en el trabajo. Cuando él entraba en una de las salas, le miraban irradiando buena voluntad.

– Les he explicado -aclaró la señorita Young- que vuecencia es el amable gobernador que nos ha permitido arrendar este palacio y, por tanto, me piden que os dé las gracias por vuestra bondad para con nosotros.

Pero el pachá Baram, con imperturbable severidad y dureza en el rostro, no se dignó responder, lo que a ella le inquietó y la hizo pensar: «¿Por qué no me habla? ¿Acaso tiene algo en contra de nosotros?»

Luego condujo al pachá por las estrechas y alargadas alas del refectorio donde en aquellos instantes se estaban quitando los manteles de la mesa y se fregaban los platos del desayuno. Tampoco allí encontró el pachá otra cosa que un orden estricto y una sencillez espartana.

Una vez más Mahmud, el sirviente, cobró valentía y dijo:

– Señor, ¿cómo es posible que esta gente que de madrugada hace su propio pan, y de día teje la tela con que se cose su propia ropa, pueda pasarse las noches bailando y tocando la flauta?

El pachá no supo qué responderle. Tenaz en su obstinación, siguió recorriendo las dependencias de su casa. Llegó al gran dormitorio de los hombres solteros donde se alineaban camas sencillas perfectamente arregladas. Entró en las distintas salas destinadas a familias enteras, donde padres e hijos vivían juntos. En todas estas salas vio suelos fregados, colgaduras inmaculadas, hermosos muebles de madera clara, estoras tejidas artesanalmente y colchas de algodón a cuadros.

Baram pareció enfurecerse aún más y le dijo a Mahmud:

– Estos cristianos son demasiado astutos. Saben muy bien cómo ocultar su pecaminosa vida. Esperaba encontrar cáscaras de fruta tirada por el suelo y ceniza de cigarros; creía que me encontraría a las mujeres recostadas cotilleando mientras fumaban o se pintaban las uñas.

Finalmente, subió por la deslumbrante escalinata de mármol blanco que conducía a la sala de asambleas. Ésta había sido la sala de audiencias del pachá, y ahora la halló decorada al estilo americano con grupos de confortables sillones en torno a unas mesas con libros y revistas, con un piano y un órgano, además de fotografías que colgaban de las luminosas paredes.

Aquí volvió a recibirles la señora Gordon y el pachá le ordenó a su sirviente:

– Dile que antes del anochecer, ella y sus secuaces tienen que haberse marchado de esta casa.

Sin embargo, Mahmud le contestó:

– Señor, una de estas mujeres habla nuestro idioma. ¡Dejadla que escuche vuestra voluntad directamente de vuestra boca!

Entonces, Baram alzó la vista y miró a la señorita Young, quien sostuvo su mirada con una leve sonrisa. Y Baram volvió la cara y le dijo a su sirviente:

– Nunca he visto un rostro al cual el Todopoderoso haya otorgado mayor hermosura y pureza. No me atrevo a decirle que he oído que su gente vive entregada al pecado y la lascivia.

Y el pachá se derrumbó en una butaca y ocultó el rostro entre las manos mientras intentaba esclarecer dónde se encontraba la verdad, si en lo que había oído o en lo que veía.

Entonces la puerta se abrió muy despacio y un vagabundo viejo y pobre entró en la sala. Llevaba una raída túnica gris y unos trapos le envolvían las piernas; en la cabeza un sucio turbante verde revelaba que era descendiente de Mahoma. Sin reparar en la presencia del pachá, tomó asiento en un sillón apartado del resto. Le dejaron hacer sin que nadie le preguntara qué deseaba.

– ¿Quién es este hombre y qué desea? -inquirió el pachá a la señorita Young.

– No lo conocemos -contestó ella-, nunca ha estado aquí antes. No debéis molestaros por su presencia, nuestra casa está abierta a todo aquel que busque refugio.

– Mahmud -ordenó el pachá-, ¡ve a preguntarle a ese vagabundo descendiente del profeta qué quiere de estos cristianos!

Mahmud lo hizo y luego regresó junto al pachá.

– Dice que no solicita nada, pero que no quería pasar sin entrar porque está escrito: «¡No dejes que tus pies te hagan pecar pasando de largo la morada de un justo!»

Baram se quedó callado un buen rato.

– Seguro que has oído mal -dijo por fin-. ¡Pregúntale de nuevo qué se le ha perdido en esta casa!

Mahmud fue y volvió. Repitió textualmente la misma respuesta.

– ¡En ese caso, Mahmud, amigo mío, démosle gracias a Dios! -dijo el pachá Baram con sencillez-. Él nos ha enviado a este hombre para iluminarnos, le ha hecho entrar aquí para que mis ojos se abrieran a la verdad. Ahora nos vamos, Mahmud, amigo, y yo no voy a echar a estos cristianos de su casa.

Poco después, el pachá se marchó de la colonia; pero al cabo de una hora Mahmud regresó conduciendo el hermoso asno blanco del gobernador. Lo entregó a los colonos con un saludo y dijo que el pachá Baram deseaba que el asno llevara a los niños más pequeños a la escuela por las mañanas.

La Gehena

Fuera de los muros de Jerusalén, en la ladera sur del monte Sión, una de las misiones americanas poseía un camposanto y los colonos gordonistas obtuvieron permiso para sepultar a sus muertos allí. Un buen número de los suyos descansaban ya ahí, desde el joven Jacques Garnier, ex grumete de L'Univers y primer gordonista en fallecer, hasta Edward Gordon en persona, muerto de fiebres el año anterior, tras su regreso de América.

Como cementerio era el más sencillo y humilde que quepa imaginar. Consistía únicamente en un pequeño solar cuadrado, rodeado de un muro cuya altura y grosor lo hacían más propio de una fortaleza. No había allí árboles ni céspedes; aparte de limpiarlo y quitar escombros, no se le había dispensado ningún tratamiento, pero al menos el terreno estaba limpio y parejo. Cubrían los túmulos funerarios unas lápidas planas de piedra caliza, de las que abundan tanto en Jerusalén, y junto a algunas tumbas se observaban sofás y sillas verdes.

En la esquina inferior oriental, desde donde podría haberse divisado una preciosa vista sobre el mar Muerto y las montañas de reflejos dorados de Moab si no fuera por el muro que se alzaba en medio, se hallaban las sepulturas de los ciudadanos suecos. Yacían allí ya tantos de ellos que se diría que Nuestro Señor no les exigía otro sacrificio que abandonar su tierra y sus hogares para abrirles las puertas de su reino. Allí yacía Birger Larsson, el herrero, y el hijo pequeño de Ljung Björn, Eric, y la hija del concejal, Gunhild, y Brita Ingmarsdotter, muerta de viruela poco después de Gunhild. También reposaban los restos de Per Gunnarsson y Märta Eskilsdotter, pertenecientes a la comunidad que Hellgum fundó en América. La muerte había segado tantas vidas entre los suyos que los colonos se azaraban al pensar que habían acaparado una porción tan grande del angosto cementerio.

Tims Halvor Halvorsson también tenía a alguien de su sangre en aquel camposanto. Era su hija menor, una niñita que sólo había alcanzado la edad de tres años y de la que estaba enormemente prendado; además, de sus hijos era la que más se parecía a él. No creía haber sentido un cariño semejante por nadie en el mundo como por aquella hija. Y no podía olvidarla. Hiciera lo que hiciese, siempre estaba con ella en el pensamiento.

Si hubiera muerto en Dalecarlia y hubiese sido enterrada en el cementerio parroquial, seguramente habría logrado apartarla de su mente, pero aquí le parecía que su niña debía sentirse muy sola y abandonada en ese horrible cementerio. Por las noches la imaginaba sentadita sobre su lápida, llorando y tiritando de frío mientras gemía porque le daba miedo la oscuridad y el extraño mundo que la rodeaba.

Una tarde, Halvor bajó al valle de Josafat y recogió amapolas rojas, las más lozanas y hermosas que pudo encontrar, para llevarlas a la sepultura. Mientras caminaba por el terreno reverdeciente del fondo del valle se dijo: «¡Ay, si mi niña pudiese estar aquí a campo abierto, bajo un puñado de hierba, para que al menos no la rodease ese muro horrendo!» Siempre había odiado el alto muro que circunscribía el camposanto. Cada vez que pensaba en su pobre hijita muerta tenía la sensación de haberla abandonado en una casa oscura y helada, encerrada allí sin las atenciones de nadie. «Tengo frío y sufro -le parecía oír a la niña-. Tengo frío y sufro.»

Halvor salió del valle y enfiló el estrecho sendero extramuros hasta que salió al monte Sión. El cementerio caía un poco a la izquierda de la Puerta de Sión, debajo del gran jardín de los armenios.

Halvor no dejaba de pensar en su hija. Avanzaba por el conocido camino sin levantar los ojos del suelo. Pero enseguida se percató de que había algo distinto. Levantó la vista y descubrió a unos hombres más allá, ocupados derribando un muro. Halvor se paró y los observó. ¿Qué muro podía ser ese que estaban derribando? ¿Había sido un edificio o una cerca? El cementerio debía estar justamente a esa altura, ¿o acaso se había equivocado de camino?

Tardó unos minutos en situarse pero finalmente comprendió lo que había sucedido. Lo que los trabajadores habían echado abajo era el muro del cementerio.

Halvor intentó convencerse de que lo habían derribado para ampliar el recinto o para sustituir el muro por una valla de hierro. Pensó que sin el muro habría menos humedad y frío allí dentro. Pero apuró el paso lleno de malos presagios. «¡Mientras no me toquen a la niña! -pensó-. Ella está junto al muro, ¡que no me la toquen!»

Entró en el cementerio sin resuello, trepando por el montón de escombros. Finalmente, pudo apreciar la situación que reinaba en el interior. En el acto sintió que el corazón le fallaba; de pronto se le paró, luego dio un par de fuertes latidos, luego volvió a pararse. Era como un reloj cuando se estropea. Halvor tuvo que tomar asiento en una piedra mientras pasaba lo peor. Al cabo de un rato el corazón empezó a latir a su ritmo habitual, aunque pesadamente y con esfuerzo. «Ya está -se dijo despacio-. No me moriré de ésta.»

Se armó de valor y echó una nueva ojeada al cementerio. Todas las tumbas estaban abiertas y no había ni rastro de los féretros. En el suelo vio un par de vértebras y calaveras probablemente caídas de algún ataúd podrido. Las lápidas habían sido amontonadas en un rincón.

– ¡Oh, Dios mío, ¿qué han hecho con nuestros muertos? -gritó Halvor. Se acercó a los obreros-. ¿Qué habéis hecho de mi Greta? -les increpó en sueco.

Estaba fuera de sí y no sabía exactamente lo que decía. De pronto se dio cuenta de que hablaba en su lengua materna y, pasándose la mano por la frente, sintió vergüenza. Se recordó quién era. No era ningún mocoso asustadizo sino un hombre maduro y sensato, un labriego importante que en su día había gozado de la admiración de todo un pueblo. Era indigno de un hombre así perder los estribos.

Así pues, adoptó una actitud comedida y severa y les preguntó en inglés si sabían por qué habían removido el cementerio.

Los obreros eran nativos pero uno de ellos sabía algo de inglés.

Le explicó a Halvor que los americanos habían vendido el camposanto a los alemanes, quienes tenían la intención de construir un hospital en aquel sitio. Ésa era la razón por la que habían tenido que exhumar a los muertos.

Halvor calló unos instantes considerando la respuesta. Así que iban a construir un hospital allí, justamente allí. ¿Cómo no habían encontrado un sitio en cualquiera de las colinas peladas que abundaban por la zona? ¿Por qué habían tenido que meterse justamente ahí? ¿Y qué pasaba si los desenterrados venían a llamar a la puerta del hospital una noche oscura pidiendo que les dejaran entrar? «Nosotros también queremos una cama aquí», podrían exigir. La cola que formarían los muertos sería larga: entre otros Birger Larsson, el pequeño Eric, Gunhild y su hijita, que vendría la última.

Halvor se aguantó las lágrimas mientras por fuera intentó aparentar desapego, como si la cosa no fuera con él. Adoptó una expresión indiferente, trasladó todo su peso sobre una pierna y empezó a hacer oscilar el ramo de amapolas rojas.

– ¿Pero qué habéis hecho con los muertos? -preguntó.

– Los americanos han venido a llevarse sus féretros -contestó el peón-. Todos los que tenían familiares aquí han recibido un aviso de que vinieran a buscarles. -En este punto el peón se interrumpió y observó a Halvor-. ¿No será usted de la casa grande que está frente a la puerta de Damasco? Los que viven allí no han sacado a ninguno de sus muertos.

– A nosotros no nos han avisado -dijo Halvor mientras seguía con aquel vaivén del brazo que hacía oscilar las amapolas. Su rostro, de tanto ocultar su tormento, se había vuelto de piedra.

– Los que nadie ha venido a buscar están allí -repuso el obrero señalando un lugar colina abajo-. Le voy a enseñar dónde están para que puedan enterrarlos.

El hombre se adelantó y Halvor echó a andar tras él. Al bajar por el muro derribado se agachó y cogió una piedra. El peón caminaba tranquilamente, con desenvoltura, mientras Halvor venía detrás con la piedra en la mano.

– Qué raro que no me tenga miedo -dijo Halvor en sueco-, que se atreva a caminar tan cerca de mí. Y eso que él es uno de los que han profanado la sepultura, que ha arrojado a mi niña a un vertedero.

»Greta, pequeña mía -gimió-, tan bonita que se merecía un arca de mármol. Y ni siquiera la han dejado descansar en paz en esa maldita tumba.

»Tal vez fue este mismo hombre quien desenterró el féretro -murmuró sopesando la piedra-. Nunca he tenido tantas ganas de machacar una cosa como ese cráneo afeitado que tienes debajo de la gorra. Para que lo sepas, mi pequeña era la Greta de Ingmarsgården -dijo envalentonándose-, y por derecho le correspondía yacer junto a don Ingmar, su abuelo. Por nacimiento ella, mi niña, tenía derecho a una tumba propia en la que dormir hasta el día del Juicio. Aquí no pudimos celebrar un funeral como Dios manda, y tampoco la llevamos al cementerio al son de las campanas, ni era un pastor de verdad quien leyó la misa. Pero eso no te daba permiso para desenterrarla. Puede que yo no haya demostrado ser un buen padre para ella; pero por mal padre que sea, no permitiré que la saques impunemente de su sepultura.

Halvor levantó la piedra y sin duda se la habría arrojado de no ser porque el hombre se detuvo en ese preciso instante y se dio la vuelta.

– Aquí los tiene -dijo.

Entre montañas de basura y pilones de escombros se abría un hoyo profundo en el cual habían arrojado los sencillos ataúdes negros de los colonos. Los habían volcado allí sin ningún miramiento y los más antiguos se habían rajado, de modo que los cuerpos que contenían eran perfectamente visibles. Algunos ataúdes habían caído boca abajo y entre las tapas podridas asomaban manos largas y desecadas que parecían querer colocar la caja como era debido.

Mientras Halvor tenía la vista clavada en el hoyo, los ojos del peón repararon en los dedos emblanquecidos con que aferraba la piedra. De ahí, los ojos se trasladaron al rostro de Halvor, y lo que el hombre leyó debió de ser terrible puesto que profirió una exclamación y echó a correr.

Pero Halvor había dejado de pensar en él. Lo que sus ojos veían le había aniquilado. Lo peor era que el acre olor a muerto se había elevado y anunciaba a los cuatro vientos lo sucedido. Un par de buitres surcaban ya el cielo azul y sólo esperaban la llegada de otros camaradas para descender. De la distancia llegaba el zumbido de enjambres de bichos negros y amarillentos que sobrevolaban los ataúdes. Dos perros callejeros llegaron al trote y, con las lenguas a un palmo del suelo, se echaron en el borde de la fosa mirando hacia abajo.

Con un escalofrío, Halvor recordó que se encontraba en una ladera del valle de Hinnom, muy cerca del lugar donde antiguamente ardía el fuego perenne de la Gehena. «¡Qué duda cabe, esto es la Gehena, la morada del horror!», [50] gritó. Sin embargo, no se quedó más tiempo paralizado contemplando aquello. Bajó corriendo a la fosa, empezó a apartar a un lado los pesados ataúdes y a arrastrarse y escarbar entre los muertos. Buscó y buscó hasta que dio con la caja de su Greta. Y cuando la halló se la cargó a los hombros y salió de la fosa.

– ¡Al menos no podrá decir que su padre la dejó pasar una noche en este sitio! -exclamó-. ¡Querida hija! -dijo con voz seria y solemne, como si quisiera justificarse ante la niña muerta-. Queridísima Greta, no sabíamos nada de todo esto. Nadie sabía que abrirían tu sepultura y te sacarían. A los demás sí les advirtieron, pero a nosotros no. No nos tienen por personas, por eso no se molestaron en avisarnos.

Cuando salió de la fosa con la caja al hombro sintió que el corazón le fallaba de nuevo. Tuvo que sentarse hasta que el dolor más agudo cedió un poco.

– No tengas miedo, hijita -dijo-. Esto se me pasará enseguida. Descuida, cariño, te sacaré de aquí.

Al cabo de un rato recuperó las fuerzas y con la caja al hombro enfiló la cuesta de Jerusalén.

Mientras caminaba por el angosto sendero extramuros le pareció que todo se veía diferente. La muralla y las ruinas le asustaban. Todo se había transformado en algo amenazante y maligno. Aquel país que no era el suyo y aquella ciudad que no era la suya se regocijaban con su sufrimiento.

– No me tengas a mal, bonita mía, que tu padre te haya traído a un país tan despiadado -le explicaba-. Si esto hubiera pasado en nuestra tierra, los bosques llorarían y las montañas gemirían de dolor; pero aquí no existe la piedad.

Ralentizó la marcha para no forzar su corazón, al que le costaba impulsar la sangre por sus venas. Se sentía desesperado e indefenso, sí; pero, ante todo, angustiado por encontrarse tan lejos, en una tierra ajena donde nadie tenía por qué compadecerse de él.

Luego dobló en una esquina y avanzó a lo largo del muro oriental. El valle de Josafat, repleto de tumbas, se extendió ante él.

«Y nada menos que aquí se celebrará el Juicio Final y los muertos resucitarán -pensó-. Y ese día ¿qué dirá Dios de mí, que he conducido a los míos a esta ciudad de la muerte, Jerusalén? Y también a mis vecinos y allegados les he persuadido de venir a esta ciudad del horror. Me acusarán ante Dios por ello.» Le pareció oír que sus paisanos tomaban la palabra contra él. «Confiábamos en él y nos condujo a una tierra donde se nos despreciaba más que a los perros, y a una ciudad cuya crueldad nos mataba.»

Intentó apartar esas ideas, pero le resultó imposible. De repente vio ante sí todas las penurias y peligros que les aguardaban a sus compañeros. Pensó en la dura pobreza que pronto sería la suya, ya que nadie les remuneraba por su trabajo. Pensó en el clima al que no estaban acostumbrados y en las enfermedades que acabarían con ellos. Pensó en los estrictos mandamientos que se habían impuesto y que con el tiempo les llevarían a las divisiones y al hundimiento. Se sintió agotado.

– ¡Del mismo modo que no podemos cultivar esta tierra ni beber de su agua, tampoco podemos seguir viviendo aquí! -exclamó.

Arrastraba los pies cada vez más lentamente. Estaba exhausto, al límite de sus fuerzas.

Los miembros de la colonia se hallaban alrededor de la mesa cenando cuando se oyó el débil sonido de la campana de la entrada.

Cuando Ljung Björn abrió, se encontró con Tims Halvor sentado en el suelo, prácticamente moribundo. El féretro de su hija estaba junto a él. Halvor iba arrancando las corolas de un gran ramo de amapolas marchitas y las esparcía sobre la caja. A Ljung Björn le pareció que decía algo y se agachó para oír mejor.

Halvor hizo varios intentos antes de poder formular sonidos audibles.

– Han desenterrado a nuestros muertos -dijo-; están tirados a la intemperie en la Gehena. Hay que ir a buscarlos esta noche mismo.

– ¿Qué dices? -repuso Björn sin entender nada.

El moribundo se incorporó en un último esfuerzo.

– Han desenterrado a nuestros muertos, Björn. Esta noche tenéis que ir todos a la Gehena y traerlos aquí. -Y volvió a tenderse en el suelo gimiendo-. Me duele mucho, Björn. Creo que es el corazón -dijo entre resoplidos-. Tenía miedo de morir antes de poder contároslo. He traído a Greta a casa, pero con los otros no pude.

Björn se arrodilló junto a él.

– ¿No quieres entrar, Halvor?

Pero Halvor no le escuchaba.

– ¡Björn, júrame que mi Greta será enterrada como Dios manda! No quiero que piense que tiene un mal padre.

– Sí, claro -respondió Björn-. Pero ¿por qué no entras, Halvor?

Halvor hundió aún más la cabeza contra el pecho.

– ¡Encárgate de que repose bajo un poco de hierba! -susurró-. ¡Y a mí también ponedme bajo la hierba! -añadió.

Björn se dio cuenta de que estaba gravemente enfermo y corrió a buscar ayuda para entrarlo. Cuando volvió, Halvor había muerto.

El pozo del Edén

El verano fue terriblemente duro ese año en Jerusalén, con escasez de agua y muchas enfermedades. Había llovido poco durante el invierno y la Ciudad Santa, que prácticamente no dispone de otras fuentes de agua que la lluvia recogida en las cisternas subterráneas que cada finca posee, no tardó en quedarse sin agua. A medida que la gente se resignaba a beber el agua estancada y podrida del fondo de las cisternas, las enfermedades se propagaron a un ritmo vertiginoso. Pronto no quedó apenas una casa donde no hubiera algún enfermo con viruelas, disentería o fiebre amarilla.

Los colonos gordonistas tuvieron mucho trabajo: prácticamente la mayoría de ellos se vio obligada a cuidar de enfermos. Los que habían vivido muchos años en Jerusalén parecían inmunes al contagio, iban de lecho en lecho sin que apenas les afectara. Los sueco-americanos, que habían vivido varios veranos calurosos en Chicago y estaban acostumbrados al aire de las ciudades, también resistieron bien las enfermedades y el excesivo trabajo. Los pobres campesinos de Dalecarlia, en cambio, enfermaron casi todos.

Al principio no parecía peligroso. En general, no guardaban cama aunque no pudieran trabajar. Pese a que languidecían y la fiebre era constante, nadie creyó que fuera más serio que un malestar pasajero. Sin embargo, al cabo de una semana murió la viuda de Birger Persson y al poco tiempo uno de sus hijos. Entretanto, no paraban de brotar casos nuevos; daba la impresión de que los labriegos de Dalecarlia morirían todos de golpe.

Los enfermos sólo tenían un mismo y ardiente anhelo: un sorbo de agua, un sólo trago de agua limpia y fresca. Era como si fuera lo único que necesitasen para sanar. Sin embargo, cuando les ofrecían agua de la cisterna apartaban la cara y no querían ni mirarla. Pese a que era agua filtrada y helada, les parecía que olía mal y que su sabor era repugnante. Un par de pacientes que intentaron bebería sufrieron grandes dolores y se lamentaban de haber sido envenenados.

Una mañana en que la epidemia estaba en su apogeo, algunos campesinos se hallaban charlando en una estrecha franja de sombra frente a la casa. Todos tenían fiebre, lo decían sus rostros consumidos y sus ojos apagados e inyectados en sangre. Ninguno tenía algo entre las manos, ni siquiera daban caladas a sus pequeñas pipas de yeso. Su verdadera ocupación consistía en otear el cielo azul. Montaban una estricta vigilancia y no había nube que apareciera por el horizonte que se les escapara. Todos sabían de sobras que no cabía esperar lluvia hasta un par de meses más tarde, pero tan pronto una de las inmaculadas nubes de verano se elevaba sobre el horizonte, se figuraban que ocurriría un milagro y que rompería a llover. «A lo mejor Dios se decide a tendernos una mano», decían.

Mientras seguían el proceso de crecimiento de una nube en su viaje hacia lo alto, intercambiaban opiniones sobre cómo sería oír el sonido de unos goterones de lluvia repicando contra paredes y ventanas, o ver chorrear el agua por el canalón del tejado y verterse luego en el camino arrastrando gravilla y arena. Todos coincidieron en que no se meterían dentro si caía un chaparrón; se quedarían sentados dejándose mojar. Necesitaban empaparse de agua, ellos tanto como la tierra reseca.

Pero cuando la nube se hubo desplazado un trecho cielo arriba, notaron que empezaba a disminuir y que finalmente se disolvía. Primero se consumieron los suaves bordes que parecían plumón; a continuación, la desintegración se propagó desde el centro haciendo que la nube se rasgara en finos jirones y estrías; y al cabo de unos instantes se había desvanecido completamente.

Los labriegos se desesperaron. Aquellos hombres maduros estaban tan debilitados por la enfermedad que tuvieron que taparse los ojos con las manos para ocultar el llanto.

Ljung Björn Olofsson, sintiéndose responsable de los suecos desde que Tims Halvor muriera, intentó animar a los otros. Empezó a hablarles del torrente del Cedrón que en la antigüedad recorría el valle de Josafat, lo que significaba que por entonces Jerusalén era una ciudad donde abundaba el agua. Ljung Björn llevaba siempre la Biblia en el bolsillo, y ahora la abrió y empezó a leerles todas las páginas donde salía nombrado el Cedrón. Les describió lo largo y caudaloso que había sido el Cedrón en su día; varios molinos funcionaban gracias a él y en invierno se desbordaba inundando el paisaje.

Para Ljung Björn Olofsson era un verdadero alivio hablar de aquel gran torrente que una vez recorriera Jerusalén, y se le notaba. Siempre tenía aquel río en la cabeza. Su pasaje favorito era el que cuenta cómo David vadeó el torrente Cedrón cuando escapaba de su hijo Absalón. [51] Ljung Björn les describió cómo sería andar con los pies descalzos por una corriente de agua fría. «Eso me complacería más que bebérmela», dijo.

A Ljung Björn todavía le quedaba mucho por contar sobre el torrente Cedrón cuando su cuñado Kolås Gunnar le interrumpió. Gunnar afirmó que el Cedrón, extinguido y seco como estaba, le daba igual; pero que, en cambio, desde el inicio de aquellos difíciles tiempos no dejaba de darle vueltas a una profecía de Ezequiel, capítulo cuarenta y siete, versículos uno y siguientes. Trataba de un torrente que brotaba debajo del umbral del templo y que fluía a través de la estepa hasta desembocar en el mar Muerto. Mientras hablaba, Kolås Gunnar se apartaba el mechón de cabello oscuro de la frente, los ojos le brillaban y sus explicaciones convocaban, ante los ojos de los labriegos, el gran canal que bajaba hasta Jerusalén. El agua discurría lenta por una acequia de piedra; desde ahí se bifurcaba en varios regueros que se deslizaban entre céspedes verdes. Álamos y sauces crecían a lo largo de los cursos de agua; plantas acuáticas de grandes y gruesas hojas pendían sobre la superficie. En el fondo de las acequias los guijarros blancos hacían centellear y borbotar el agua que discurría sobre ellos.

– ¡Y esto es algo que necesariamente va a ocurrir -exclamó Kolås Gunnar-, porque es una profecía divina y aún no se ha cumplido! Y yo me pregunto por qué no puede cumplirse hoy o cualquier día de éstos.

Sin embargo, cuando Hellgum, también presente, oyó esto, se acaloró, pidió prestada la Biblia de Ljung Björn y leyó algunos versículos de las Crónicas.

– ¡Fijaos en esto! -dijo-. Es lo más extraordinario que he oído nunca.

Y les leyó cómo en tiempos del rey Ezequías se supo que Senaquerib se disponía a asediar Jerusalén. Ezequías se había reunido con sus jefes y oficiales más valerosos y todos le habían dicho: «¿Por qué han de encontrar los asirios, cuando lleguen, agua en abundancia?» Así que Ezequías salió con un gran ejército y cegó las fuentes de los extramuros de Jerusalén, y el gran río que corría por en medio del territorio.

Cuando Hellgum hubo finalizado la lectura escrutó la tierra yerma que rodeaba la colonia.

– Le he dado muchas vueltas a este relato -dijo-, y les he hecho preguntas a los americanos acerca de él. Y ahora os voy a contar lo que me han dicho.

»Bien, me han dicho que en época del rey Ezequías esta meseta estaba cubierta de incontables árboles y arbustos. No crecían cereales en este terreno tan pedregoso; pero había muchos huertos llenos de granados y albaricoques, de azafrán, cálamo y canela, de arbustos de henna y fragantes plantas de nardos, de todo tipo de árboles aromáticos y toda clase de frutos exquisitos. Todos estos árboles estaban bien regados; cada uno de estos edenes desviaba agua de torrentes y arroyos, y cada dueño de un huerto o jardín tenía derecho a regar su propiedad durante unas horas al día.

»Pero una mañana el rey Ezequías salió con sus tropas, una mañana en que todos estos árboles lucían sus mejores galas. Mientras Ezequías se alejaba los albaricoques y los almendros desparramaron sus pétalos sobre él. Cuando Ezequías se fue por la mañana el aire estaba cargado de esencias balsámicas, y cuando al final del día regresó a casa con sus tropas, los árboles le recibieron con las mismas deliciosas fragancias.

»Sin embargo, ese día el rey Ezequías había cegado todas las fuentes de Jerusalén y el gran canal que dividía el territorio en dos. Y al día siguiente ya no fluyó agua en las acequias que conducían el agua hasta las raíces de los árboles. Al cabo de unos días, cuando los árboles debían empezar a dar fruto, estaban desfallecidos y dieron muy poco, y cuando brotaron las hojas éstas eran pequeñas y deformes.

«Después vinieron malos tiempos para Jerusalén, con guerras y grandes catástrofes. Nadie tenía tiempo de reabrir las fuentes ni de reconducir el gran canal a su cauce. Y los árboles frutales de la meseta que rodeaban la ciudad se secaron, algunos durante la primera sequía de verano; otros durante la segunda; y otros durante la tercera. Y alrededor de Jerusalén la tierra se volvió yerma, y así continúa siéndolo hasta el día de hoy.

Se interrumpió para coger un cascajo del suelo y escarbar la tierra.

– Pero ahora resulta -continuó- que al regresar los judíos de Babilonia no supieron encontrar el sitio por donde habían cegado el canal, y tampoco la situación de las fuentes cuyas aguas se habían desviado. Y hasta hoy nadie las ha encontrado. Pero nosotros, que estamos aquí sentados ansiando un trago de agua, ¿por qué no salimos en busca de las fuentes del rey Ezequías? ¿Por qué no localizamos el gran canal y las numerosas fuentes? Si los encontráramos los árboles volverían a crecer en las mesetas y este país sería rico y fértil. Ese descubrimiento valdría más que un yacimiento de oro.

Cuando Hellgum acabó su discurso los otros sopesaron sus palabras. Todos admitieron que debía ser como él lo había explicado y que no parecía imposible dar con el gran canal. Pero ninguno se levantó para poner manos a la obra y comenzar la búsqueda; ni siquiera Hellgum. Se notaba que sus palabras no eran otra cosa que un capricho con el cual intentaba aplacar su sed.

Entonces habló Hök Gabriel Mattsson, que hasta el momento sólo había escuchado a los otros sin abrir la boca.

– Yo no pienso en aguas tan sagradas y extraordinarias como vosotros -dijo despacio-, pero me paso el día pensando en un río de aguas claras que discurre fresco y cristalino.

Los otros le observaron con mirada expectante.

– Pienso en un río que recoge las aguas de muchos arroyos y riachuelos y que baja ancho y caudaloso de los oscuros bosques, y cuya agua es tan clara que deja ver los guijarros que centellean en el fondo. Y ese río no está seco como el Cedrón, ni es una quimera como el río de Ezequiel, ni es imposible de encontrar como el de Ezequías, sino que fluye a raudales en el día de hoy. El río en que pienso es el Dal.

Los tres hombres se quedaron sentados sin rechistar, cabizbajos. Desde el momento en que se hizo mención del río Dal nadie fue capaz de hablar de los ríos y fuentes de Palestina.


Ese mismo día hacia el mediodía tuvo lugar otra defunción. Murió uno de los hijos pequeños de Kolås Gunnar, un chiquitín muy alegre al que todos querían.

Sin embargo, parecía que nadie llevase duelo por aquel niño porque todos cayeron presa de un pánico que apenas podían dominar. El niñito muerto se les antojaba una señal de reproche, les hacía ver lo imposible que era para todos sobrevivir a aquel mal.

Los funerales se prepararon con la precipitación de rigor; pero los que confeccionaban el ataúd se preguntaban quién haría ese trabajo cuando les tocara a ellos; y las que amortajaban el cadáver explicaban cuáles eran sus deseos para cuando estuviesen muertas.

– ¡Acuérdate, si es que vives más que yo -le decía una a la otra-, que quiero que me amortajen con mi propia ropa!

– Acuérdate -decía su compañera- que quiero un crespón negro alrededor del féretro y que me entierren con la alianza de matrimonio.

En medio de todo esto se difundieron por la colonia unos extraños rumores. Nadie sabía quién había sido el primero en pronunciar las palabras; pero una vez pronunciadas, todo el mundo prestó oídos y meditó sobre ellas. Como suele ocurrir, al principio los colonos suecos pensaban que se les proponía algo disparatado y absurdo, pero poco después la propuesta pasaba a resultarles sensata y hasta la única opción viable.

Pronto no se habló de otra cosa en la colonia: sanos como enfermos, suecos como americanos, todos decían: «Quizá lo mejor es que los labriegos vuelvan a Dalecarlia.»

Ninguno de los americanos era capaz de ocultar su convicción de que todos los campesinos suecos perecerían en Jerusalén. Por muy triste que fuera el hecho de que tanta gente buena y honrada abandonase la colonia, no parecía haber alternativa. Mejor que volvieran a su país y obraran por la causa de Dios lo mejor que pudieran en su tierra, que morir allí, en la Ciudad Santa.

Al comienzo, los suecos pensaban que les resultaría imposible marcharse de aquella tierra tan llena de lugares y monumentos sagrados, y se estremecían ante la posibilidad de ser devueltos a las luchas y los temores del mundo después de haberse acostumbrado a la amable y segura vida comunitaria de la colonia. Varios de ellos incluso preferían morir antes que volver a casa. Pero luego la idea les parecía tentadora: «Tal vez no tengamos más remedio que marcharnos», decían persuadidos.

De pronto sonó la campana que solía llamar a los colonos a las misas y reuniones en la sala de asambleas. Todos se sobresaltaron. Imaginaron que la señora Gordon deseaba reunirlos para plantear el regreso a Suecia. Ellos mismos todavía no sabían lo que querían; aunque sí era cierto que la mera idea de eludir la enfermedad y la muerte les suponía un alivio. Esto se notó sobre todo en el hecho de que varios enfermos graves se levantaron y se vistieron para asistir a la reunión.

Arriba en la sala, y a diferencia de una reunión normal, no había ni orden ni concierto. En vez de tomar asiento, los colonos discutían en grupos dispersos. Los ánimos estaban encendidos y el orador más acalorado era Hellgum. Se notaba que la abrumadora responsabilidad de llevar a los labriegos de regreso a Dalecarlia le atormentaba. Iba de uno a otro postulando el regreso.

La señora Gordon, lívida, daba la impresión de estar muy fatigada y afligida. Por lo visto, su indecisión era tal que temía dar comienzo al debate. Nadie la había visto tan irresoluta jamás.

En general, los de Dalecarlia callaban. Se les veía demasiado enfermos y apáticos para tomar una decisión por sí mismos; más bien parecían esperar que los demás la tomaran por ellos.

A unas cuantas jóvenes americanas la compasión las había alterado, y entre sollozos suplicaban que enviaran a esa pobre gente enferma a sus casas, que no las dejaran morir en una tierra extranjera.

En medio de la discusión sobre los pros y los contras, la puerta se abrió casi imperceptiblemente, dando paso a Karin Ingmarsdotter. Ésta, más derrengada y encorvada que nunca, había envejecido de un modo terrible, su rostro se había contraído y su cabello se había vuelto enteramente gris.

Desde que Halvor Halvorsson muriera, Karin rara vez salía de su dormitorio. Se quedaba allí sola, sentada en una butaca grande que Halvor había hecho para ella en la carpintería. De vez en cuando hacía un esfuerzo y cosía y arreglaba la ropa de los dos hijos que le quedaban con vida; pero, por lo demás, se pasaba las horas de brazos cruzados con la mirada perdida.

Nadie tenía el don de entrar en una habitación de un modo más discreto que Karin; pero por algún motivo, en ese momento se hizo un silencio total y todos se volvieron para seguirla con los ojos. Karin avanzó lenta y humildemente. No cruzó la sala por el centro sino arrimándose a la pared, hasta llegar a donde se encontraba la señora Gordon. Ésta dio unos pasos hacia ella y le tendió la mano.

– Nos hemos reunido aquí para hablar de vuestra partida -le dijo-. ¿Qué opina usted, Karin, sobre el tema?

Karin se derrumbó, igual que si hubiera recibido un mazazo. En sus ojos apagados prendió la añoranza más profunda. Sin duda veía ante sí el viejo predio familiar e imaginó que podría volver a sentarse junto al fuego en la sala grande, o mirar desde la verja cómo salía el hato de vacas hacia la dehesa una mañana de primavera. Pero sólo le duró unos segundos. A continuación enderezó la espalda y su rostro recuperó su expresión terca y recalcitrante.

– Quería preguntar una cosa -dijo en inglés y muy alto para que todos la oyeran-. La voz de Dios nos ordenó venir a Jerusalén. ¿Es que ahora alguien ha oído la voz de Dios diciéndole que nos vayamos?

La pregunta provocó un profundo silencio. Nadie se atrevió a rechistar.

Sin embargo, Karin, como todos los demás, tenía fiebre y, nada más hablar, se la vio tambalearse y perder el equilibrio. La señora Gordon la sostuvo por la cintura y la condujo fuera de la sala. Al pasar Karin por delante de sus antiguos vecinos, un par de ellos la miraron y asintieron con la cabeza:

– ¡Gracias, Karin! -dijeron.

Tan pronto Karin se hubo retirado, los americanos volvieron a hablar del viaje de vuelta, como si nada hubiese cambiado. Los granjeros de Dalecarlia no abrieron la boca; pero uno a uno se fueron levantando para abandonar discretamente la sala.

– ¿Por qué os vais? -preguntó uno de los americanos-. La reunión va a empezar tan pronto vuelva la señora Gordon.

– ¿No os dais cuenta de que ya está decidido? -replicó Ljung Björn-. No hace falta que celebréis una reunión por nuestra causa. Estábamos a punto de olvidarlo pero ahora volvemos a saber que únicamente Dios puede decidir nuestro regreso.

Y los americanos vieron con sorpresa que Ljung Björn y sus antiguos convecinos erguían la cabeza y parecían menos desmoralizados y derrotados que un rato antes. Al perfilarse claramente su camino una vez más, desdeñando la idea de que podían eludir el peligro, habían recuperado su energía y su tenacidad.


Gertrud guardaba cama en la pequeña alcoba que había compartido con Gunhild. Era una habitación luminosa y bonita. Gabriel había hecho todos los muebles. Estaban mejor confeccionados y ornamentados que los de cualquier otro cuarto. Gertrud había tejido la tela y bordado los calados y encajes para las cortinas y las colgaduras blancas de la cama.

Tras la muerte de Gunhild era Betsy Nelson, una de las chicas sueco-americanas, quien compartía con ella la habitación. Se había hecho buena amiga de Gertrud y ahora que ésta estaba enferma, Betsy la cuidaba con mucho cariño.

Estamos en la tarde del día en que se decidió en la asamblea general que los campesinos de Dalecarlia se quedarían en Jerusalén. Gertrud tenía fiebre alta y hablaba sin descanso. Betsy velaba a su lado sentada en el borde de la cama y de vez en cuando le decía algo tranquilizador.

De pronto, Betsy vio que la puerta se abría lentamente y entraba Gabriel, quien procurando no hacer el menor ruido se apoyó contra el quicio y ahí se quedó. Gertrud apenas se dio cuenta de que había venido, pero Betsy se dirigió bruscamente hacia él para echarlo de la habitación de la enferma.

Sin embargo, al ver el rostro de Gabriel le dio un vuelco el corazón y se compadeció de él. «¡Oh, Dios mío, el pobre cree que Gertrud va a morir! -pensó-. Seguramente supone que ya no habrá salvación para ella, ahora que se ha decidido que los campesinos de Dalecarlia se quedan en Jerusalén.»

Betsy comprendió lo mucho que Gertrud había significado para Gabriel desde que éste perdiera a Gunhild, y se dijo: «Mejor será que lo deje quedarse en el cuarto. No tengo corazón para negarle que la vea el mayor tiempo posible. Es la persona más allegada que le queda.»

Así que Gabriel pudo quedarse en el umbral y escuchar cada una de las palabras que pronunciaba Gertrud, quien no tenía tanta fiebre como para delirar, pero aun así no paraba de mencionar pozos y arroyos, al igual que los otros afectados. También se quejaba sin cesar de una sed terrible y abrasadora.

En un momento dado, Betsy echó agua en un vaso y se lo ofreció a la enferma:

– Bébete este vaso de agua, Gertrud -le dijo-. No es peligrosa.

Gertrud se incorporó un poco, agarró el vaso y se lo acercó a los labios. Pero antes de probarla siquiera echó la cabeza atrás.

– ¿Acaso no te das cuenta de lo mal que huele? -le recriminó Gertrud-. Está visto que quieres acabar conmigo completamente.

– Esta agua no tiene sabor ni olor -dijo Betsy, paciente-. La han purificado muy especialmente para que los enfermos puedan bebería sin peligro.

Betsy insistió en que bebiera, pero Gertrud apartó el vaso con tanta brusquedad que el agua se derramó sobre la colcha.

– Me parece que deberías darte cuenta de que mi estado es de por sí muy grave sin necesidad de que vengas tú a envenenarme -le espetó.

– Te pondrías mejor si bebieses agua -insistió Betsy.

Gertrud no contestó pero al cabo de un rato empezó a llorar y sollozar.

– Ay, cielos, ¿por qué lloras? -le preguntó Betsy.

– Es tan cruel que nadie me traiga agua potable -se lamentó Gertrud-, que tenga que morirme de sed en esta cama sin que nadie se compadezca de mí.

– Sabes muy bien que te ayudaríamos si pudiéramos -respondió Betsy acariciándole la mano.

– Entonces, ¿por qué no me dais agua buena? -sollozó Gertrud-. El único mal que padezco es sed. En el mismo momento en que me dieseis agua buena, me recuperaría.

– Ésta es la mejor agua que se puede conseguir en Jerusalén -dijo Betsy apenada.

Gertrud no le hizo caso.

– No me dolería tanto si no supiese que hay agua buena -gimió-. ¡Y pensar que he de morirme de sed cuando en Jerusalén hay un pozo lleno de agua limpia y fresca!

Gabriel dio un respingo al oír aquello y miró interrogante a Betsy. La muchacha alzó los hombros y sacudió la cabeza. «¡Bah, sólo son cosas que se inventa!», pareció decirle.

Pero como Gabriel seguía con su gesto inquisitivo, Betsy intentó sonsacarle a Gertrud el significado de sus palabras.

– Pues no creo yo que haya agua buena de verdad en Jerusalén -dijo.

– Me extraña que tengas tan mala memoria -dijo Gertrud-, ¿o acaso no viniste el día que visitamos el lugar donde se erigía el antiguo templo de los judíos?

– Claro que fui.

– No fue en la mezquita de Omar -dijo Gertrud rememorando-, no, no fue en esa preciosa mezquita situada en medio de la explanada; sino en esa muy vieja y cochambrosa que hay en una esquina. [52] ¿Acaso no recuerdas que allí dentro había un pozo?

– Claro que lo recuerdo -dijo Betsy-, pero no entiendo cómo puedes creer que allí el agua es mejor que en cualquier otro lugar de la ciudad.

– Me cuesta tanto hablar con esta sed que me quema por dentro… -se quejó Gertrud-. Podrías haber prestado atención cuando la señorita Young nos habló del pozo, ¿no?

Era realmente muy angustioso para Gertrud hablar con los labios resecos y la garganta ardiendo; pero aun así, antes de que Betsy pudiese replicar, ya se había embarcado en el relato de lo que sabía de aquel pozo.

– Ese pozo es el único en toda Jerusalén que siempre tiene agua potable -dijo-. Y eso se debe a que la fuente de la que mana está en el paraíso.

– Me pregunto cómo tú o cualquier otra persona puede saber eso -repuso Betsy sonriendo con tristeza.

– Pues lo sé -afirmó Gertrud muy seria- porque la señorita Young nos contó que un humilde aguador fue una vez en plena sequía de verano a la antigua mezquita para buscar agua. Enganchó su cubeta a la cuerda que colgaba sobre el pozo y la descolgó. Pero cuando la cubeta tocó la superficie del agua se desenganchó y cayó al fondo del pozo. Como comprenderás, el pobre hombre no quería perder su cubeta.

– Sí, lo comprendo -dijo Betsy.

– Así que se apresuró a buscar un par de aguadores más y con su ayuda se descolgó por el pozo oscuro. -Gertrud se incorporó sobre un codo y miró a Betsy con ojos febriles-. Se descolgó hasta muy abajo, ¿entiendes?, y cuanto más descendía, más perplejo le dejaba la suave luz que le llegaba desde el fondo del pozo. Y cuando finalmente tocó tierra firme con los pies, el agua se había retirado y en su lugar descubrió un delicioso jardín. No había ni luna ni sol allí dentro, pero sí un delicado resplandor que le permitía ver el jardín con toda claridad. Lo más extraordinario era que todo parecía dormir; las flores tenían las corolas cerradas, las hojas colgaban plegadas de los árboles, y la hierba se inclinaba plana en el suelo. Los árboles más maravillosos dormitaban apoyados unos contra otros, con las copas sembradas de pájaros inmóviles. Y allí abajo nada era rojo ni verde, sino gris como la ceniza; aunque ya te imaginas que era muy hermoso de todos modos.

Gertrud era prolija en su relato, como si estuviese ansiosa de que Betsy la creyera.

– ¿Y qué pasó luego con ese hombre? -preguntó Betsy.

– Bien, primero se quedó un rato preguntándose dónde estaba; luego temió que los hombres que lo habían descolgado por el pozo perdieran la paciencia si tardaba demasiado. Pero antes de hacerse subir a la superficie se acercó al árbol más grande y delicioso del paraíso y arrancó una ramita que se llevó arriba.

– Opino que no debería haber salido tan rápidamente del jardín del Edén -dijo Betsy sonriendo, pero Gertrud no se dejó interrumpir.

– Cuando estuvo con sus amigos arriba de nuevo -continuó-, les explicó lo que había visto y les mostró la ramita. Y ¿sabes que en el mismo momento en que le dio la luz del sol la ramita empezó a vivir? Las hojas se abrieron y su color ceniciento se transformó en un verde luminoso. Y cuando el aguador y sus amigos vieron eso comprendieron que había estado en el jardín del paraíso, el cual aguarda adormecido bajo los cimientos de Jerusalén, el momento de ascender a la superficie con renovada vida y esplendor el día del Juicio Final.

Gertrud suspiró pesadamente y se hundió en la almohada.

– Cielos, te cansas demasiado al hablar tanto -dijo Betsy.

– No tengo más remedio que hablar para que entiendas por qué hay agua buena en ese pozo -suspiró Gertrud-. Además, ya no queda mucho que contar. Tienes que entender que nadie habría creído que el aguador había estado en el paraíso de no ser por esa ramita que trajo como prueba. Pero como la rama pertenecía a un tipo de árbol desconocido para aquel hombre, sus amigos quisieron bajar al pozo enseguida para también contemplar el Edén. Pero el agua ya lo había inundado de nuevo y por muy hondo que bajaron no pudieron tocar el fondo.

– ¿Así que nadie más que él pudo ver el paraíso? -dijo Betsy.

– No, nadie más, y desde ese día el agua nunca se ha vuelto a retirar, y a pesar de que incontables personas han intentado llegar al fondo del pozo nadie lo ha conseguido.

Gertrud dio un hondo suspiro. Y prosiguió:

– Lo que pasa es que la providencia no debe querer que conozcamos el paraíso en esta vida.

– No, supongo que no -concedió Betsy.

– Pero lo importante para nosotros es saber que dormita ahí abajo, aguardándonos.

– Sí, así es.

– Y ahora, Betsy, ya debes entender por qué el agua de ese pozo cuya fuente mana del paraíso siempre está limpia y fresca.

– ¡Ay cielos, si pudiera conseguirte un poco de esa agua que tanto anhelas! -dijo Betsy sonriendo con pesar.

Justo cuando Betsy decía esto, una de sus hermanitas pequeñas abrió la puerta y le hizo una señal.

– Betsy, madre ha caído enferma -dijo la niña-, está en cama y te llama.

Betsy se desconcertó, no sabía si podía dejar sola a Gertrud. Pero al instante tomó una decisión y se volvió hacia Gabriel, quien todavía estaba apoyado junto al quicio de la puerta.

– ¿Podrías quedarte aquí con Gertrud y cuidarla mientas yo estoy fuera? -le preguntó.

– Sí -dijo Gabriel-, la cuidaré lo mejor que pueda.

– Intenta hacerla beber, a ver si deja de pensar que va a morirse de sed -le susurró Betsy al marcharse.

Gabriel ocupó el lugar de Betsy junto a la cama. A Gertrud parecía darle igual que fuera él o Betsy quien estaba ahí sentado. Seguía hablando del pozo del Edén, contándose a sí misma lo refrescante, clara y limpia que tenía que ser aquella agua.

– ¿Ves, Gabriel? No consigo convencer a Betsy de que el agua de ese pozo es mejor que cualquier otra -se quejó-. Es por eso que no hace nada para conseguírmela.

Gabriel, caviloso, consideraba el asunto.

– Le estoy dando vueltas a la idea de ir a buscarte agua de ese pozo -dijo.

Gertrud se horrorizó y le agarró por la manga para retenerle.

– No, ni lo pienses, sólo me quejo de Betsy porque me muero de sed. Pero sé perfectamente que ella no puede ir a buscar agua del pozo del Edén. La señorita Young nos explicó que los musulmanes tienen ese pozo por algo tan sagrado que no permiten que ningún cristiano saque agua de allí.

Gabriel se quedó callado un rato pero siguió dándole vueltas a la misma idea.

– Podría disfrazarme de musulmán -sugirió.

– Ni se te ocurra algo semejante -dijo Gertrud-, es una locura por tu parte.

Sin embargo, Gabriel no quería abandonar la idea.

– Si hablo con el viejo zapatero que remienda nuestros zapatos aquí en la colonia creo que me prestará su ropa -dijo.

Gertrud reflexionaba.

– ¿Está aquí hoy el zapatero? -quiso saber.

– Sí, es tan… -dijo Gabriel.

– Bien, de todos modos no podrá ser -suspiró Gertrud.

– Creo que lo mejor es que salga ahora por la tarde cuando no hay peligro de que coja una insolación -dijo Gabriel.

– ¿Pero no tienes miedo? Tienes que saber que te matarán si se dan cuenta de que eres cristiano.

– Bah, no hay por qué tener miedo si voy bien disfrazado con fez rojo y un turbante blanco, ya sabes, y me dejan unas pantuflas viejas de piel ocre y me arremango la camisa como suelen hacerlo los aguadores.

– Pero ¿dónde llevarás el agua?

– Cogeré un par de nuestras cubetas de cobre y las colgaré de un yugo sobre el hombro -respondió Gabriel.

A éste le parecía que Gertrud, pese a poner muchas objeciones, revivía ante la expectativa de que él fuera a buscar el agua. Sin embargo, casi al mismo tiempo se dio cuenta de lo imposible de su proyecto.

«¡Cómo voy a ir a buscar agua en un lugar que para los musulmanes es tan sagrado que un cristiano apenas puede pisarlo! -pensó-. Los hermanos de la colonia no me permitirían hacer algo semejante por mucho que quisiera. Por otro lado, ¿de qué serviría? El agua de ese pozo del paraíso debe de ser tan mala como la de todas partes.»

Mientras pensaba en ello, Gertrud le sorprendió diciendo:

– No habrá mucha gente por los caminos a esa hora del día.

«Por lo visto espera que vaya -pensó Gabriel-. ¡Ahora sí que la he hecho buena! Y Gertrud se ha animado tanto que no me atrevo a decirle que toda la idea es imposible.»

– Sí, es verdad -dijo, alargando las sílabas-, tendré el camino despejado hasta la Puerta de Damasco, a menos que me tope con algún colono.

– ¿Crees que te prohibirían ir? -preguntó Gertrud inquietándose.

Gabriel había decidido justamente decirle algo por el estilo para descartar todo el disparatado proyecto; pero al ver su inquietud no tuvo el valor de hacerlo.

– Cómo van a prohibírmelo -dijo animosamente-, si ni siquiera me reconocerán vestido de aguador con las cubas de cobre colgando entre las piernas.

Gertrud se tranquilizó. Pero enseguida se le metió otra idea entre ceja y ceja.

– ¿Tan grandes son esas cubetas? -preguntó.

– Ni que lo jures, no podrás acabarte el agua que te traiga en muchos días.

Gertrud se quedó callada y miró a Gabriel con ojos suplicantes que le pedían que siguiera, y él no pudo resistírsele.

– Una vez atravesada la Puerta de Damasco, lo tendré peor -dijo-, no sé cómo podré sortear todo el gentío.

– Pero los otros aguadores lo consiguen -dijo Gertrud ansiosa.

– Sí, pero no sólo hay gente, también hay camellos -repuso Gabriel inventándose toda suerte de obstáculos.

– ¿Crees que te retendrán mucho? -le preguntó la enferma, inquieta, y a Gabriel le pasó lo mismo que antes, no tuvo valor de decirle a Gertrud que el plan era irrealizable.

– Si llevara agua en las cubetas tendría que esperar, pero como las llevaré vacías podré sortear los camellos.

Aquí Gabriel volvió a callar. Gertrud alargó su enflaquecido brazo y acarició la mano de él un par de veces.

– Qué bueno eres buscándome agua -dijo dulcemente.

«¿Qué será de mí si le doy falsas esperanzas de esta manera?», pensó él. Pero como la mano de Gertrud seguía acariciando la suya, él siguió describiendo el camino que recorrería.

– Luego iré todo recto hasta que llegue a la Vía Dolorosa -dijo.

– Sí, ahí nunca suele haber mucha gente -terció Gertrud ansiosa.

– No, ahí seguramente me cruce con un par de monjas y nada más -coincidió Gabriel-. Puedo seguir adelante sin obstáculos hasta el serrallo y las mazmorras.

Aquí Gabriel volvió a callar, pero Gertrud seguía acariciando su mano muy despacio. Era como una silenciosa oración donde le rogaba que siguiera adelante. «Creo que el mero hecho de que yo hable de ir en busca de agua le alivia la sed -pensó-. Debo contárselo paso a paso.»

– Ahí abajo, junto a las mazmorras, volveré a verme metido en tumultos y aglomeraciones -dijo-, porque seguro que la policía aparece con un ladrón para encarcelarlo, y en esos casos siempre se forma un corro de curiosos y vocingleros a las puertas de la prisión.

– Pero tú pasarás de largo lo más deprisa que puedas, imagino -dijo Gertrud ansiosa.

– No, no pasaré de largo, porque entonces cualquiera vería que no soy un nativo; no, me quedaré a escuchar como si supiera de qué va la cosa.

– Qué listo eres, Gabriel -se admiró Gertrud.

– Cuando todos tengan claro que no volverán a verle el pelo a ese bandido, el grupo se disolverá y yo seguiré mi camino. Ahora sólo me queda atravesar una arcada oscura y ya estoy en la plaza del templo. Pero seguro que cuando esté a punto de pasar por encima de un niño dormido en medio de la calle, otro niño me hará la zancadilla y tropezaré y me pondré a blasfemar en sueco. Entonces me asustaré mucho, claro, y miraré de reojo a los chiquillos para ver si me han descubierto. Pero ellos seguirán en el suelo felices y perezosos, revolcándose en el polvo como antes.

La mano de Gertrud seguía en la de Gabriel, y esto a él le emocionaba de forma extraña. «A Gunhild le habría gustado que la ayudara», pensó. Tuvo la sensación de que le estaba contando un cuento a una niña y empezó a pasárselo bien adornando su fábula con muchas aventuras. «Tendré que sacarle el mayor partido a este paseo, ya que parece que la divierte -pensó-; después ya veré el modo de escurrir el bulto.»

– Bueno, al final salgo al sol que toca de lleno en la amplia explanada del templo -prosiguió-, y he de confesarte que en un primer momento me olvido de ti, del pozo y del agua que he venido a buscar.

– Pero ¿por qué? -le preguntó Gertrud sonriéndole débilmente.

– Por nada -dijo Gabriel muy seguro-, sólo que ahí hay tanta luz, paz y belleza en comparación con los barrios sombríos de la ciudad de donde he venido, que sólo me apetece quedarme quieto y mirar. Además, también está la hermosa mezquita de Omar, que se eleva sobre un promontorio en medio de la explanada, y muchos pabellones y arcadas y escalinatas y pozos cubiertos que mirar. Por no hablar de la historia; cuando pienso que estoy en el atrio del antiguo templo de los judíos, desearía que las grandes losas del pavimento pudieran hablar y contarme todo lo que han visto.

– Pero puede ser peligroso que te quedes ahí parado, mirando todo como si fueras un forastero -se preocupó la enferma.

«Lo que desea, claro, es que vuelva enseguida con el agua -pensó Gabriel-. Es curioso lo ansiosa que está, es como si realmente creyera que voy a ir al pozo del paraíso.» Pero, de hecho, a él le pasaba lo mismo: estaba tan involucrado en su relato que veía ante sí la explanada del templo y narraba sus aventuras como si realmente hubieran ocurrido.

– Bueno, tampoco es que me quede mucho rato parado -repuso-, al contrario; paso de largo la mezquita de Omar y también los altos y oscuros cipreses de la cara sur, y también dejo atrás el gran estanque que dicen es la tina de cobre del templo de Salomón. Y allá donde voy hay gente tumbada sobre el pavimento de piedra tostándose al sol. Ahí juegan niños pequeños y ahí dormitan los haraganes, y un jeque derviche está sentado en medio de un corro de discípulos. Les habla al compás del vaivén de su cuerpo, y cuando lo miro no puedo dejar de pensar: así debió de estar sentado Jesús con sus apóstoles en este mismo lugar. Justo cuando pienso eso, el jeque derviche levanta la vista y me observa. Puedes estar segura de que me asusto: tiene unos ojos grandes y negros que te atraviesan.

– ¡Ojalá no detecte que no eres un verdadero aguador! -dijo Gertrud.

– Qué va, no parece en absoluto sorprendido de verme; pero un rato más tarde tengo que pasar por delante de unos auténticos aguadores que están sacando agua de un pozo. Me llaman para que me acerque y yo me giro y les indico con señas que voy a entrar en la mezquita. Y entonces se hace un silencio total a mis espaldas.

– ¡Imagina que hayan descubierto que no eres musulmán!

– Me giro nuevamente y los busco con la vista. Están de espaldas a mí, hablando.

– Tal vez hayan echado el ojo a algo más interesante que tú.

– Es probable. No obstante, al final llego a la ruinosa mezquita de Al-Aqsa, donde se encuentra el pozo del paraíso, y paso por el lado de las dos columnas del portal, que están tan juntas y de las que, como ya sabes, se dice que sólo los hombres rectos pueden pasar por en medio. Bueno, me digo, no seré yo quien intente pasar entre esas columnas en un día como hoy, en el que he venido para robar agua.

– ¡Cómo puedes pensar eso! -exclamó Gertrud-. Es lo mejor que has hecho en toda tu vida. -Ahora escuchaba con feliz expectación. Su fiebre era tan alta que no podía distinguir lo real de lo imaginario y estaba convencida de que Gabriel iría por el agua del pozo del paraíso.

– Así que me descalzo y entro en la mezquita de Al-Aqsa -continuó él. Que inventarse ese relato le resultara tan fácil le parecía una maravilla; pero era su profunda compasión por Gertrud lo que le inspiraba. Era esa compasión lo que hacía brotar las palabras de sus labios. Sólo le preocupaba que tarde o temprano tuviera que decirle a Gertrud que en realidad no podría ir a buscarle el agua-. Y una vez dentro, enseguida veo, a mano izquierda, el pozo en medio de un bosque de columnas. Hay una polea con gancho y cuerdas sobre el pozo, así que no va a ser difícil descolgar las cubetas y llenarlas. Y te diré que el agua que saco del pozo deslumbra, tan limpia está. «Si Gertrud prueba esta agua me consta que se curará», me digo mientras lleno los cubos.

– ¡Sí, pero falta que puedas volver a casa enseguida con el agua! -le recordó Gertrud.

– Tengo que confesarte que ya no estoy tan tranquilo como cuando llegué. Ahora que tengo el agua tengo miedo de perderla. Y cuando camino hacia la salida todavía me inquieto más, porque me parece oír gritos y llamadas.

– Ay, Dios, ¿qué se interpone ahora? -preguntó Gertrud, y Gabriel vio que palidecía de temor. Pero se dijo que era el momento de rematar el asunto y exclamó:

– ¿Que qué se interpone? Yo te lo diré: toda Jerusalén se me echa encima. -Suspiró hondo para expresar su pasmo y su terror-. Sí, todos los que estaban ahí fuera tumbados están ahora a las puertas de Al-Aqsa chillando. Y los gritos convocan a gente de todas partes. De la mezquita de Omar viene corriendo, con enorme turbante y piel de zorro, el máximo encargado del templo; y por todas las puertas entran niños; y de todas las esquinas de la plaza del templo llegan los pordioseros que antes dormitaban al sol. Y yo no veo otra cosa que puños y bocas vociferantes y brazos en alto. Y ante mi vista gira un torbellino de túnicas rayadas, telas ondeantes, cintos rojos y pantuflas que aporrean el suelo.

Gabriel miró a Gertrud por el rabillo del ojo. Ella no le interrumpió con preguntas, pero le escuchaba muy atenta y hasta se había incorporado ligeramente debido a la tensión.

– No entiendo ni una palabra de lo que me gritan -continuó-, pero lo que sí entiendo es que están furiosos porque un cristiano ha sacado agua del pozo del Edén.

Lívida, Gertrud se hundió nuevamente en la almohada.

– Sí, ya veo que no podrás volver aquí con el agua -dijo con un hilo de voz.

Gabriel tenía pensado describir a continuación cómo abandonaba los cubos mientras él se ponía a salvo; pero de nuevo pensó en lo brutal y cruel que había sido la vida con un ser tan delicado y sensible como Gertrud, y sintió que, por lo menos él, debía ser bueno con ella. «Creo que tendré que hacer que esa agua del paraíso le llegue a Gertrud sea como sea», pensó.

– ¿Entonces te quitan el agua? -preguntó Gertrud.

– No, al principio sólo gritan. Supongo que no saben lo que quieren. -Hizo una pausa porque él mismo no sabía cómo salir del atolladero. Entonces ella acudió en su ayuda.

– Tenía la esperanza de que aquel que hablaba con sus discípulos te salvaría -dijo.

Gabriel suspiró hondo.

– Es increíble, ¿cómo lo has adivinado? -exclamó-. De pronto me doy cuenta de que el encargado de la mezquita, el que llevaba aquella hermosa piel de zorro, empieza a dar órdenes a la gente. Después, unos cuantos desenfundan sus dagas y vienen por mí. Su intención es acabar conmigo inmediatamente; pero por extraño que parezca, no tengo miedo de perder la vida sino de que derramen el agua. Así pues, dejo los cubos en el suelo, me pongo delante y cruzo los brazos. Y cuando me alcanzan, con un movimiento rápido los tumbo de espaldas de un violento empujón. Tendrías que ver la cara de asombrados que ponen mientras ruedan por el suelo. Como es la primera vez que pelean contra un campesino de Dalecarlia… Pero enseguida se levantan y aparecen más. Y ahora son tantos que no dudo que van a someterme.

– Pero seguro que entonces sale en tu ayuda el jeque derviche -terció Gertrud.

Gabriel aprovechó la idea.

– Sí, se acerca despacio muy dignamente y le dice unas palabras a la muchedumbre, que enseguida deja de atacarme y proferir amenazas.

– Sé perfectamente lo que hace después -dijo Gertrud-. ¡Vaya si lo sé!

– Me dirige una mirada clara y serena… -continuó Gabriel, pero de pronto se quedó en blanco.

– Bueno, ¿y qué más? -le urgió ella.

Gabriel intentó decir algo pero no se le ocurrió nada.

– Eso ya lo has adivinado tú sola -dijo para incitarla a hablar.

Gertrud veía la escena completa ante sus ojos y no vaciló:

– Entonces él te aparta a un lado y mira dentro de los cubos.

– Claro, eso es exactamente lo que hace -dijo Gabriel.

– Mira el agua del pozo del paraíso -precisó Gertrud significativamente.

Pero antes de que pudiese añadir más, Gabriel, que sin saberlo le había leído el pensamiento, supo en el acto cómo se imaginaba ella el final de la aventura y empezó a narrarlo entusiasmado.

– Como ya sabes, Gertrud, no había nada más que agua en los cubos cuando los saqué de Al-Aqsa, nada más que agua clara.

– ¿Y ahora qué había?

– Bien, cuando ese hombre se inclina sobre los cubos ve un par de ramitas flotando en el agua.

– Sí, por supuesto, es lo que me imaginaba.

– Y en las ramitas las hojas son grisáceas y están plegadas, ¿no lo ves?

– Sí que lo veo. Debe de ser algún tipo de hacedor de milagros, ese derviche.

– Seguramente -asintió Gabriel-, y también es bueno y misericordioso.

– Cuando luego se agacha y recoge las ramitas y las eleva en el aire -dijo Gertrud siguiendo el hilo-, las hojas se despliegan y adquieren un maravilloso color verde.

– Y entonces el gentío rompe a clamar admirado -añade Gabriel-, y con las reverdecidas ramas en la mano, el derviche se dirige al encargado de la mezquita; señala las ramitas y me señala mí. Es fácil entender lo que dice: «Este cristiano ha sacado hojas y ramas del paraíso. ¿No comprendéis que está bajo la protección de Dios? ¡Cómo se os ocurre matarlo!» Después se acerca a mí, todavía con las radiantes hojas en la mano. Yo veo cómo a la luz del sol se vuelven luminosas y tornasoladas: ora son rojizas como el cobre, ora azules como el acero. Luego me ayuda a colocarme el yugo y me hace señas de que me vaya. Y yo me voy a toda prisa, pero me giro varias veces. Y cada vez que lo hago, veo al derviche con las hojas tornasoladas en la mano mientras la muchedumbre lo rodea inmóvil, mirándolo. Y ahí se queda él, dándome tiempo a que salga de la explanada del templo.

– ¡Oh, que Dios le bendiga! -dijo Gertrud, que miraba a Gabriel con una débil sonrisa en los labios-. Ahora nada te impedirá llegar a casa con el agua del paraíso.

– No, ahora no hay más obstáculos, nada me impedirá llegar felizmente a casa.

Entonces Gertrud, muy ilusionada, levantó la cabeza y le sonrió de nuevo. «¡Que Dios me ampare, por lo visto cree que tengo el agua aquí! -pensó Gabriel-. He hecho muy mal engañándola. Es capaz de morirse si le digo que el agua que ansia no existe.»

Desesperado, Gabriel tomó el vaso de agua que había en la mesita, la misma que Betsy le había ofrecido anteriormente a Gertrud, y se lo tendió.

– ¿Quieres probar el agua del paraíso, Gertrud? -le preguntó con la voz trémula por la angustia. Casi con espanto, vio que ella se incorporaba y tomaba el vaso con ambas manos.

Gertrud bebió medio vaso de golpe con mucha avidez.

– ¡Dios te bendiga! -dijo-. Creo que ahora sobreviviré.

– Dentro de un rato te daré más -repuso Gabriel.

– Quiero que les des de esta agua a los otros enfermos para que ellos también se curen -dijo Gertrud.

– No -dijo Gabriel-, el agua del paraíso es sólo para ti, nadie más que tú beberá de ella.

– Pero tú por lo menos puedes probar lo bien que sabe, ¿no?

– Eso sí -dijo Gabriel y tomó el vaso que Gertrud le ofrecía, lo giró de modo que sus labios tocaran el mismo sitio en que ella había puesto los suyos, y lo vació.

Antes de que él tuviera tiempo de dejar el vaso en la mesita, Gertrud se había recostado en la almohada y dormía como un angelito. Gabriel se quedó de pie mirando ora el vaso del cual acababa de beber, ora a Gertrud.

¿Qué le ocurría? ¿Por qué le hacía tan arrebatadoramente feliz que Gertrud durmiera, y qué poder le había concedido la capacidad de contar una historia como aquélla? Y ante todo, ¿por qué, sin pensar, había girado el vaso de modo que sus labios tocaran el mismo sitio que los de Gertrud?

Ingmar Ingmarsson

Un domingo por la tarde, cuando los campesinos de Dalecarlia llevaban ya un año y medio en Jerusalén, todos los colonos se encontraban reunidos celebrando una misa. La Navidad se aproximaba y el invierno ya estaba en curso; pero el día era muy cálido y apacible, de modo que las ventanas de la gran sala de asambleas estaban abiertas de par en par.

Justo mientras entonaban uno de los himnos de Sankey, [53] se escuchó la campana del portal, fue un toque muy débil, una campanada humilde y solitaria; de no ser porque las ventanas estaban abiertas, nadie la habría oído. Uno de los hombres jóvenes, que ocupaba un asiento junto a la puerta, bajó a abrir y luego nadie pensó más en aquella llamada.

Un rato más tarde se escucharon unos pasos pesados y lentos que subían con parsimonia la escalinata de mármol. Alcanzado el último escalón, el visitante hizo una pausa larga. Se diría que recapacitaba antes de cruzar, aún con mayor vacilación, el suelo de mármol del gran vestíbulo que antecedía a la sala de asambleas. Por fin, puso su mano sobre el picaporte y lo accionó. La puerta se abrió la cuarta parte de una pulgada y eso parecía ser todo lo lejos que el visitante estaba dispuesto a llegar.

Al oír los pasos, los labriegos de Dalecarlia habían bajado las voces espontáneamente para oírlos mejor; ahora todos tenían los ojos puestos en la entrada. Esa forma tan delicada de abrir una puerta les era demasiado familiar. Se olvidaron por completo de dónde se hallaban, les parecía que estaban de vuelta en su terruño sentados cada uno junto a la chimenea de su casa. Un segundo más tarde, sin embargo, ya se habían recobrado y volvían a tener la vista puesta en sus cancioneros.

La hoja de la puerta se deslizó lenta y sigilosamente, y sin que el que estaba fuera se dejara ver todavía. En el caso de Karin Ingmarsdotter y un par más, el rubor, como una nube roja, veló sus rostros mientras procuraban concentrar sus ideas y seguir la letra del himno. Los hombres, en cambio, empezaron a cantar con más ahínco, dándole al bajo más potencia que antes y sin ningún miedo a desafinar.

Finalmente, cuando la puerta se hubo abierto más o menos un pie, apareció un hombre larguirucho y feo estrujando su tórax por el estrecho resquicio. Había mucha modestia en su forma de entrar, y tan ansioso estaba por no estorbar la celebración de la misa que se quedó junto al umbral, cabizbajo y con las manos entrelazadas.

Llevaba un traje negro de buena tela que formaba bolsas y pliegues por todas partes. Las manos, naciendo de los puños arrugados de su camisa, destacaban grandes y callosas, y las venas sobresalían bajo la piel. El rostro era ancho y pecoso, y las cejas completamente blancas; el prominente labio inferior confería severidad a la boca. En el mismo instante en que el recién llegado entraba por la puerta, Ljung Björn se levantó y siguió cantando de pie. Enseguida, el resto de los campesinos de Dalecarlia, ya fueran jóvenes o viejos, lo imitaron. Cantaban con los rostros pegados al cancionero y sin una sonrisa que les iluminara. Sólo de vez en cuando, una mirada furtiva se escapaba en dirección al recién llegado que aguardaba en el umbral.

Pero su canto cobró fuerza, como un fuego atizado por una ráfaga de viento. Las cuatro hermanas Ingmarsdotter, todas con muy buena voz, se pusieron a la cabeza del coro y a partir de ese momento el himno sonó con una energía y un júbilo inusitados.

Entretanto, los americanos miraban atónitos a los campesinos de Dalecarlia, ya que, probablemente sin que los suecos mismos lo supieran, de pronto se habían puesto a cantar en su lengua materna.

SEGUNDA PARTE

Barbro Svensdotter

En los primeros tiempos de su matrimonio, Ingmar Ingmarsson no le concedió casi ninguna importancia al hecho de tener una esposa. Al renunciar a Gertrud a cambio de hacerse con la finca, en su mente sólo había sitio para campos y enseres, dependencias y ganado, todo lo que casándose pasaba a ser de su propiedad; pero era como si no hubiese contado con que en la transacción entraba también una esposa. Tras la boda y la mudanza a la casa en que iban a vivir juntos, seguía sin comprender que esa esposa tuviera algo que ver con él. Nunca le preocupaba saber cómo se encontraba, ni si estaba a gusto o si sentía añoranza. Tampoco se fijaba en cómo realizaba las tareas domésticas, si la casa iba bien o mal. Pensaba tanto en Gertrud que, simplemente, no se acordaba de la existencia de su esposa. Ella era como uno de los tantos bienes inmuebles sin valor que formaban parte de la finca. Que se espabilara como pudiera, él no tenía ninguna intención de acarrearse molestias por su causa.

Pero había, además, un detalle en particular que le impedía a Ingmar sentir estima por su esposa: la despreciaba porque lo había aceptado a pesar de saber que él quería a otra. «Ha de ser tarada de un modo u otro -pensaba-, de lo contrario su padre no habría tenido que comprarle un marido.»

Si Ingmar alguna vez se fijaba en su esposa era para compararla con la mujer a la que había renunciado. No se le escapaba que su esposa era agraciada; pero ni de lejos tan guapa como la que había perdido. Ni caminaba con la misma soltura, ni movía las manos con la misma elegancia, ni tenía tantas cosas bonitas y divertidas que decir. Realizaba sus quehaceres en silencio y con paciencia, eso era todo y para eso estaba.

De todos modos, si hemos de ser justos con Ingmar, habrá que reconocerle que, al menos, no mencionaba ante la esposa aquello que casi siempre ocupaba su mente. No le confiaba que a todas horas pensaba en que la mujer que más amaba había emigrado a una tierra lejana. Por descontado que no. Y tampoco le parecía que podía hablar con ella del castigo divino que creía merecer por haber roto su palabra, ni que temía pensar en su padre, que en paz descansara, ni que se figuraba que todo el mundo le reprochaba su conducta. Nadie le faltaba al respeto, desde luego; pero en el profundo estado de melancolía en que se encontraba, sospechaba que todos se burlaban de él a sus espaldas y murmuraban que no era digno del nombre que llevaba, o cualquier cosa similar.

Lo que sigue es el relato de cómo Ingmar reparó por primera vez en que tenía una esposa.

Sucedió que, cuando Ingmar y Barbro llevaban un par de meses casados, les invitaron a la boda de unos parientes afincados en la antigua parroquia de ella. El viaje era largo y tuvieron que pararse en una fonda durante una hora para apacentar al caballo. Hacía mal tiempo y la esposa subió al piso superior a esperar en una habitación. Ingmar le dio agua y avena al caballo y luego también subió a la habitación. No se lo comentó a su mujer, pero sólo pensaba en lo difícil que iba a resultarle el trato con toda esa gente de la boda, y se preguntaba si los anfitriones e invitados llegarían a insinuarle la mala opinión que él debía merecerles. Mientras estaba ahí sentado torturándose con estas cuestiones, le cruzó la idea de que todo aquello era, de hecho, culpa de su esposa. «Si ella hubiese rehusado casarse conmigo -pensó-, todavía sería un hombre irreprochable. Nadie habría tenido el poder de tentarme y ahora no me avergonzaría de mirar a los ojos de la gente honrada.»

Nunca hasta ese momento se le había ocurrido que podría llegar a odiar a su mujer; pero en ese instante lo sintió así. Sin embargo, pronto sus quebraderos de cabeza fueron otros. Un grupo de hombres acababa de entrar en la sala contigua al cuarto donde ellos descansaban. Debían de haber visto a Ingmar y su mujer cuando llegaron con en el coche, porque empezaron a hablar de ellos. Los tabiques de la posada eran tan finos que pudieron oír hasta la última sílaba.

– Me gustaría saber qué tal les va -dijo uno de los hombres.

– Nunca pensé que Barbro Svensdotter encontraría marido -terció otro.

– Yo recuerdo lo enamorada que estaba de Stig Börjesson, que fue mozo en la finca de Berger un verano de hace unos tres o cuatro años.

Cuando la esposa oyó que hablaban de ella se apresuró a decir:

– ¿No va siendo hora de que sigamos el viaje?

Pero a Ingmar le molestaba que esos desconocidos supieran que ella y él estaban ahí escuchando y prefirió quedarse hasta que se hubieran marchado.

Los hombres siguieron hablando de Barbro.

– Ese Stig Börjesson era un pobre diablo y Berger Sven Persson lo echó a patadas de su casa a la primera noticia que tuvo de que su hija lo quería -dijo uno que parecía muy familiarizado con la historia-. Pero entonces Barbro se puso enferma de pena y el viejo tuvo que ceder y llevar a Stig ante el párroco para que éste leyera las amonestaciones. Lo más curioso es que tras las primeras amonestaciones Stig cambió de opinión y dijo que no le apetecía casarse. Y esta vez fue Sven Persson quien, por su hija, tuvo que rogar y suplicarle a Stig que no dejara a la muchacha en la estacada. Pero Stig fue implacable. Dijo que el odio que sentía por Barbro era tan grande que no quería ni verla. Hizo correr la voz de que él nunca la había querido, sino que era ella la que había ido tras él.

Los hombres siguieron hablando de esta guisa e Ingmar, sumamente avergonzado, no se atrevía a mirar a su mujer. Por otro lado, le parecía que tras oír todo aquello era imposible que cruzaran la sala.

– Stig se portó muy mal -dijo uno de los hombres-, pero no le han faltado razones para arrepentirse.

– Y que lo digas -asintió uno que aún no había intervenido-. Se fue a casar con la primera que pilló sólo para demostrarle a Barbro, según dicen, que nunca se casaría con ella. La mujer le salió rana y en su casa sólo hay llanto y miseria, y ahora él se da a la bebida. Si no fuera por Barbro que los ayuda, él y su familia estarían todos en el hospicio. Por lo visto, es Barbro quien le mantiene a él y a su mujer con ropa y comida.

Tras esto no hablaron más de Barbro y al cabo de un rato se fueron. Ingmar bajó a enganchar el caballo y cuando su esposa llegó al patio para montar en el coche él la tomó en brazos y la depositó en el pescante. Ella creyó que lo había hecho para evitar que se ensuciara el bordillo del vestido con la rueda; pero, en realidad, lo que Ingmar quería demostrar con ese gesto era que la compadecía. Barbro no le importaba tanto como para sentirse apenado por lo que había oído; simplemente le tenía lástima. Y tras enfilar la carretera, de vez en cuando se giraba hacia ella y la miraba. Conque había en ella tanta ternura que era capaz de mantener y ayudar a quien la había abandonado.

Tampoco dejaba de ser curioso que la traición que había sufrido no fuera menor que la que había sufrido Gertrud.

Cuando llevaban recorrido un trecho, Ingmar percibió que su esposa lloraba.

– No llores por eso -le dijo entonces-, qué tiene de extraño que quieras a alguien, a mí también me pasa. -Después Ingmar se enfureció consigo mismo por no haber sabido decirle una palabra amable.

Sería fácil creer que, tras aquel incidente, Ingmar a veces se preguntara si su esposa todavía amaba a ese Stig. Pero la idea ni le asomó a la cabeza, Ingmar no la veía lo suficiente como para intentar averiguar a quién quería o a quién dejaba de querer. Vivía inmerso en su propia tristeza y casi volvió a olvidarse de su existencia. Tampoco le daba vueltas al hecho de que ella siempre estuviera callada y tranquila, y nunca se dirigiese a él con aspereza, a pesar de que él nunca se comportaba con ella como era debido.

La invariable calma que ella insistía en demostrar hizo creer a Ingmar que no sabía nada de lo que él arrastraba. Entonces, una desapacible noche de otoño, cuando llevaban casados aproximadamente medio año, cayó una espantosa borrasca. Ingmar había salido al anochecer y volvió tarde a casa. La sala grande, donde dormían los empleados de la finca, estaba a oscuras; pero en la alcoba ardía un buen fuego. Su esposa estaba despierta y le esperaba con una cena algo más completa que de costumbre. Cuando Ingmar entró ella le dijo:

– Quítate la chaqueta, está empapada. -Y tiró de las mangas para ayudarle a quitársela y la colgó frente a la chimenea-. ¡Dios mío, qué mojada está! No sé cómo voy a tenerla seca para mañana.

Y al cabo de un rato dijo:

– Me gustaría saber adónde has ido con este tiempo. -Era la primera vez que hacía un comentario así.

Ingmar guardó silencio preguntándose adónde quería ir a parar.

– La gente dice que cada tarde remas hasta la escuela y te sientas en una roca de la orilla y no te mueves de ahí en varias horas.

– La gente dice muchas cosas -repuso él con calma, aunque le molestara aquel interrogatorio.

– Sí, pero no son cosas agradables de oír para una esposa.

– Pues quien se ve obligada a comprarse un marido no debería esperar mucho más.

Ella intentaba volver una manga de la chaqueta. La guata era muy compacta y rígida, de modo que no le resultaba fácil. Ingmar levantó la vista para comprobar cómo se tomaba lo que acababa de decir.

Descubrió que tenía una pequeña sonrisa en los labios. Cuando finalmente Barbro pudo con la manga, dijo:

– A mí tampoco me hacía ninguna ilusión casarme contigo, no te creas, fue mi padre quien lo arregló todo.

Ingmar volvió a mirarla y cuando su mirada se encontró con la de ella pensó: «Tiene todo el aspecto de saber lo que quiere.»

– No creo que seas de la clase de personas a las que se pueda obligar a nada -dijo.

– Obligar no -respondió la esposa-, pero mi padre es un hueso duro de roer. Al zorro que no atrapa con los perros le tiende una trampa.

Ingmar no respondió; ya había vuelto a pensar en sus cosas y apenas le prestaba atención. Por su parte, ella debió de pensar que, ya que había empezado a hablar, debía llegar hasta el final.

– Te diré una cosa -continuó-: mi padre siempre le ha tenido mucho cariño a esta finca porque aquí pasó su niñez. Siempre se jactaba de su relación con la finca y con los Ingmarsson. No hay otro lugar del mundo del que yo haya oído hablar tanto como de éste, y tengo la impresión de que sé más cosas de todos los que han vivido aquí que tú.

Llegados a este punto, Ingmar se levantó de la mesa donde había estado cenando y fue a sentarse en la laja del hogar, de espaldas al fuego para ver el rostro a su mujer.

– Después me pasó lo que ya sabes -añadió ella.

– No hace falta que me lo expliques -dijo Ingmar tajante. Le avergonzaba pensar en cómo había consentido la dolorosa humillación de Barbro aquel día en la posada.

– Bueno, pero debes saber que después de que Stig me abandonara, mi padre se angustiaba tanto pensando que nadie me querría que ofreció mi mano a todo el mundo. Pronto me cansé: tampoco era yo tan mala como para tener que suplicarle a nadie que se casara conmigo.

Al decir esto, Ingmar vio que ella se estiraba un poco. Barbro lanzó la chaqueta sobre una silla y le miró fijamente a los ojos.

– No sabía cómo ponerle final a esa situación -continuó-, hasta que un día se me ocurrió decirle a mi padre que sólo me casaría con Ingmar Ingmarsson. Al decir esto, yo, como todo el mundo, sabía que Tims Halvor era el propietario de Ingmarsgården y que tú ibas a casarte con la hija del maestro, con Gertrud. Dije eso justamente porque era algo imposible y yo quería que me dejara en paz. Al principio, padre también se espantó. «Entonces no te casarás nunca», dijo.

«En ese caso, al mal tiempo buena cara», dije yo. Pero luego me di cuenta de que a padre le gustaba la idea. «¿Me das tu palabra?», dijo al cabo de un rato. «Sí, padre», dije yo. Como comprenderás, nunca creí que fuera capaz de arreglar esa boda. Parecía tan improbable como que yo me casara con el rey.

»Después de eso, al menos me libré de toda propuesta matrimonial durante un par de años y yo, con tal que me dejaran tranquila, no pedía más. Estaba todo lo bien que podía estar, administraba la casa de mi padre y, mientras siguió viudo, tuve las manos libres para llevarla a mi modo. Pero en el mes de mayo mi padre llegó tarde a casa una noche y me mandó llamar. "Ingmar Ingmarsson, con finca y todo, puede ser tuyo", me dijo. Llevaba dos años sin mencionar el asunto. "Ahora espero que sepas atenerte a tu palabra", añadió. "He comprado la finca por cuarenta mil coronas." "Pero si Ingmar ya tiene una prometida", repuse yo. "Pues no debe importarle mucho, ya que ahora pide tu mano."

Aquello llenó a Ingmar de amargura. «¡Qué curioso es todo esto! -pensó-. Suena como un juego. ¡Imagínate que he tenido que renunciar a Gertrud sólo porque un día Barbro le hizo una broma a su padre a mi costa!»

– No sabía qué hacer -continuó la esposa-; entre otras cosas, me conmovió que mi padre hubiera ofrecido tanto dinero por mí, me pareció que no podía negarme de buenas a primeras. Y tampoco sabía qué sentías tú, si tal vez esta finca fuera más importante para ti que todo lo demás. Luego padre juró que si yo no accedía vendería la finca a la compañía maderera. Además, por aquella época yo no me encontraba tan bien en casa como antes. Padre se había casado por tercera vez y a mí no me gustaba estar supeditada a mi madrastra en una casa que antes había gobernado yo sola. Así que como no tuve claro desde un principio si iba a decir sí o no, las cosas acabaron como mi padre quiso. La cuestión es que no me lo tomé con la suficiente seriedad.

– No -dijo Ingmar-, ya veo que para ti todo ha sido un juego.

– No comprendí lo que había hecho hasta que supe que Gertrud había huido de casa de sus padres para ir a Jerusalén. Pero desde entonces no he tenido ni un minuto de sosiego. De ninguna manera era mi intención causarle a nadie tanta desgracia. Ahora también veo cómo sufres tú -continuó Barbro-, y siempre pienso que todo es por culpa mía.

– De eso nada -repuso Ingmar-, la culpa es mía, no estoy peor de lo que me merezco.

– No sé cómo voy a soportar la idea de que yo he provocado todo este sufrimiento, cada noche me imagino que no vuelves. «Se ha quedado para siempre en el río», pienso. Y hasta me parece que oigo voces en el patio y me figuro que es gente que te trae en brazos. Y luego pienso en cómo será mi vida después. ¡Si algún día podré olvidar que he sido la causante de tu muerte!

Mientras ella hablaba y aireaba sus inquietudes, las ideas de Ingmar iban por curiosos derroteros. «Ahora quiere que la ampare y la consuele», pensó. Que ella se angustiara por él sólo le fastidiaba. La prefería cuando se mostraba inalterable, ocupándose de sus cosas, así él no tenía que acordarse de su existencia. «Para problemas tengo suficiente con los míos», se dijo. Pero supo que tenía que responder algo.

– ¡No sufras por mí! -dijo-. No añadiré un nuevo delito a la lista de los que ya he cometido. -Y tan sólo con esas palabras consiguió que todo el rostro de ella se iluminara.

Por más que su esposa le trajera sin cuidado, tras conocer que ella se angustiaba tanto, Ingmar se quedó en casa un par de noches. Ella fingió no entender que lo hacía por ella, y siguió callada y sumisa como siempre. Por otra parte, Barbro había sido muy bondadosa con todos los viejos sirvientes de la casa y ellos estaban muy encariñados con ella. Al quedarse Ingmar junto al calor del hogar en la sala grande, en compañía de los demás, la tía Lisa y Bengt el Cuervo disfrutaban de lo lindo. Así que se habló y se contaron historias animosamente toda la velada, y a Ingmar le pareció que el tiempo iba más deprisa de lo esperado.

Dos noches seguidas consiguió quedarse en casa sin salir; pero a la tercera, que era domingo, a la esposa se le ocurrió sacar la guitarra y empezar a cantar para matar el tiempo. La cosa fue bien un rato, pero luego ella eligió una balada que a Gertrud le había gustado mucho tararear. La situación se hizo insoportable para Ingmar, así que se puso la gorra y se marchó.

Fuera era noche cerrada y caía una fría llovizna. A él ese tiempo, precisamente, le gustaba. Se subió a la barca y remó hasta la escuela, tomó asiento en una piedra de la ribera y se puso a pensar en Gertrud y en la época en la que aún no había roto sus promesas, sino que era un hombre recto y de palabra. No regresó a casa hasta pasadas las once de la noche. Entonces se encontró con que su mujer le esperaba en la orilla.

Ingmar se disgustó pero no le comentó nada hasta que estuvieron en la alcoba.

– Soy libre de ir y venir cuando me plazca -dijo entonces, y ella oyó en su tono que estaba disgustado; pero no contestó sino que se dio prisa en rascar una cerilla y encender una bujía.

El marido vio entonces que estaba empapada, tenía la ropa pegada al cuerpo. Ella fue a buscarle la cena, encendió un fuego y preparó la cama, y en todo momento el roce de la tela mojada acompañó sus movimientos. Sin embargo, su actitud no dejaba traslucir el menor rastro de enfado o de tristeza. «Quizás es tan buena que nada es capaz de alterarla», pensó Ingmar.

De pronto él se giró hacia ella y le preguntó:

– Si yo te hubiera hecho lo mismo que a Gertrud, ¿me perdonarías?

Ella lo miró fijamente un momento.

– No -dijo por toda respuesta, y sus ojos destellaron.

Él se quedó callado. «¿Por qué no me perdonaría a mí cuando ha perdonado a ese Stig? -pensó-. Seguramente piensa que mi comportamiento con Gertrud fue peor porque lo hice por codicia.»

Un par de días más tarde, a Ingmar se le había perdido un destornillador. Se puso a buscarlo por todas partes y de ese modo llegó hasta el lavadero junto al río, donde yacía enferma la tía Lisa mientras Barbro, sentada a su lado, leía la Biblia en voz alta. Era una Biblia desmesuradamente grande con herrajes de bronce y gruesas tapas de cuero. Ingmar se quedó parado mirando el libro. «Tal vez provenga de la casa de Barbro», pensó, y se alejó de allí. Sin embargo, al cabo de un momento regresó, arrebató la Biblia a su esposa y la abrió por la primera página. Tal como sospechaba, era una de las antiguas Biblias que habían formado parte del inventario de Ingmarsgården y que Karin había puesto a la venta en la subasta.

– ¿De dónde ha salido? -preguntó.

La esposa no respondió, pero en cambio la tía Lisa sí:

– ¿Acaso Barbro no te ha contado que ella la recuperó?

– ¿En serio? ¿Barbro la recuperó? -dijo Ingmar.

– Ha hecho más que eso -repuso la vieja criada con entusiasmo-, yo de ti miraría dentro de la alacena de la sala grande.

Ingmar salió rápidamente del lavadero y subió hasta la casa. Al abrir la alacena vio sobre la balda dos de las antiguas jarras de la familia. Las sacó y las giró para comprobar que las marcas en el fondo eran las auténticas. Barbro entró mientras él todavía estaba allí. Tenía todo el aspecto de haber sido cogida en falta.

– Como tenía un poco de dinero ahorrado… -dijo con voz animosa.

Ingmar estaba más alegre de lo que había estado en mucho tiempo. Se le acercó y le tendió la mano.

– Esto te lo agradezco de verdad -dijo.

Pero a los pocos minutos recuperó la compostura y se marchó. Tenía la sensación de que ser amable con su esposa no era correcto; se lo debía a Gertrud; con la que había usurpado su lugar no podía, de ningún modo, mostrarse afectuoso ni benevolente.

Más o menos una semana después de esto, Ingmar salía del granero en dirección a la casa cuando vio a un desconocido abrir la verja de la entrada y entrar en el patio. Cuando se encontraron, el desconocido saludó y preguntó si Barbro Svensdotter estaba en casa.

– Soy un antiguo conocido -aclaró.

Ingmar enseguida supo quién era el forastero.

– Eres Stig Börjesson -le dijo.

– No creía que nadie me conociera por estos pagos -respondió el otro-. Enseguida me iré, sólo quiero decirle una cosa a Barbro. ¡Pero no le digas a Ingmar Ingmarsson que he estado! A lo mejor no le gusta que venga por aquí.

– Pues yo creo que a Ingmar le gustaría conocerte -contestó Ingmar-, seguro que se ha preguntado muchas veces qué cara tiene un canalla como tú. -A Ingmar le había puesto furioso que aquel miserable fuese por ahí diciendo que Barbro Svensdotter le quería.

– Que yo sepa, nunca nadie me ha llamado canalla -replicó Stig.

– Pues siempre hay una primera vez -replicó Ingmar y sin más le abofeteó.

El forastero se echó atrás, lívido y crispado por la ira.

– ¡Te lo dejo pasar -dijo- porque no sabes lo que haces! Quería pedirle dinero prestado a Barbro, sólo venía por eso.

Ingmar se avergonzó de su agresividad, no entendía por qué había reaccionado de ese modo. Pero tampoco quería mostrarse arrepentido ante aquel miserable, así que repuso en tono airado:

– No es que me dé miedo que Barbro te quiera, es que te merecías ese bofetón por traicionarla.

Stig Börjesson avanzó dos pasos hacia él.

– Ahora verás, me has abofeteado y a cambio yo te contaré una cosa -masculló con voz afilada y sorda-. Me parece que lo que vas a oír te dolerá más que cualquier latigazo que pudiera darte, porque te veo muy enamorado de Barbro, así que escucha esto: ella es de la gente del Despeñadero.

Y se quedó esperando la reacción de Ingmar, pero éste sólo puso cara de ligera sorpresa.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó.

– ¿Así que no lo sabes? -respondió Stig, igual de furioso-. Pues ahora lo sabrás. Había una vez un tipo que se dedicaba a la compraventa de caballos -continuó-. Viajaba continuamente de mercado en mercado y trataba fatal a sus animales. El hombre era además un pícaro muy tramposo. A veces les pintaba manchas blancas a caballos que se sabía padecían la enfermedad de Borna para que no fuera posible reconocerlos; y a veces, a un pobre penco viejo que estaba para el arrastre lo engordaba de modo que le brillaba el pelaje el tiempo justo para canjearlo. Pero cuando más mal se portaba con sus caballos era cuando tenía que probarlos. Entonces se volvía loco de veras y los fustigaba hasta desollarles el lomo con el látigo, cada latigazo les abría marcas en carne viva.

»Una vez el hombre se pasó todo un día en un mercado sin sacar ningún provecho, lo cual se debía, por una parte, a que había engañado a tanta gente que nadie quería hacer tratos con él, y por la otra, a que el caballo que quería canjear ese día estaba tan viejo y cascado que a nadie le interesaba. Hizo correr al pobre penco a galope tendido arriba y abajo delante de la muchedumbre, azotándolo hasta que los varales del carro chorreaban sangre; pero cuanto más hostigaba al animal, menos ganas tenía la gente de hacer negocios con él.

»Al atardecer comprendió que no iba a cerrar ningún trato ese día. Antes de irse a casa lo intentó por última vez y condujo al caballo a una velocidad tan espeluznante por el campo donde se celebraba el mercado que la gente creyó que se estrellaría. En plena carrera, sus ojos descubrieron a un hombre que iba en un precioso potro negro a la misma velocidad que él, sin que pareciera costarle al potro el menor esfuerzo. Nada más detenerse, se le acercó el hombre que conducía el potro. Era un tipo pequeño y enérgico, de rostro alargado y barba de chivo. Iba completamente vestido de negro y el tratante, ni por la tela ni por el corte, pudo adivinar de qué comarca procedía. Lo que sí descubrió enseguida fue que el dueño de aquel potro era tonto. Le explicaba que en su casa tenía un caballo pardo y que le gustaría cambiar el negro que traía por otro marrón para tener dos del mismo color. "Ese caballo que conducías me iría bien por el color", le dijo, "me gustaría quedármelo, siempre y cuando esté en buenas condiciones. Por favor, ten la decencia de no endosarme un mal caballo porque la verdad es que si hay una cosa de la que no entiendo nada, es de comprar caballos".

»Naturalmente, la cosa acabó con que el tratante le dejó su penco inútil a cambio del potro joven. Nunca en su vida le había puesto los arreos a un ejemplar tan magnífico. "Este día empezó como el peor de mi vida y ha acabado como el mejor", dijo al montar en el carro para volver a su casa. El trayecto hasta su casa no era largo. Cuando llegó, el sol aún no se había puesto del todo. Al cruzar el portal vio que un grupo de sus viejos amigos, tratantes de caballos de varios pueblos, le esperaban delante de la puerta. Se les veía de muy buen humor, y cuando apareció él sentado al pescante del carro empezaron a aclamarlo a viva voz, alternando carcajadas y gritos de hurra. "¿Qué demonios os divierte tanto?", preguntó el tratante mientras refrenaba su nuevo caballo. "Es que", dijeron, "te hemos estado esperando para ver si aquel tipo te endosaba su potro ciego. Nos topamos con él cuando iba al mercado y entonces apostó con nosotros a que te engañaría". El tratante bajó del carro de un salto, se puso delante del caballo y con el mango del látigo le soltó un golpe terrible entre los ojos. El animal no hizo el mínimo ademán de esquivarlo. Sus colegas tenían razón, el potro estaba completamente ciego.

»La rabia furiosa que le vino le hizo perder la razón. Mientras sus colegas seguían riéndose y burlándose de él, desenganchó el caballo del carro, tiró de las riendas y lo obligó a subir una cuesta muy escarpada que había tras la cabaña. A base de chasquidos y latigazos consiguió que el animal avanzara a paso ligero, pero cuando llegaron a la cima, el potro se paró en seco y no quiso seguir. Allá arriba el terreno daba a una sima profunda y ancha donde la comarca entera había ido extrayendo arena durante muchos años. Por fuerza, el caballo tuvo que notar el precipicio, porque se negaba a seguir. El tratante lo arreaba y lo azotaba como un poseso, y el caballo se asustó y terminó por encabritarse, pero aun así no se movió. Al final, sin ver otra salida, el potro dio un salto largo con la esperanza de alcanzar el otro lado, como si creyera que lo que tenía que saltar sólo era una zanja. Pero no había tal otro lado que alcanzar, y al no encontrar sus cascos un punto de apoyo, relinchó de un modo atroz y espeluznante, y un segundo más tarde yacía con la crisma partida en el fondo del despeñadero. El tratante ni se dignó echarle una mirada, sino que volvió directamente a donde estaban sus amigos. "Qué, ¿ya no os reís?", dijo. "¡Marchaos y contadle al tipo con que hicisteis la apuesta cómo le ha ido a su potro!"

»Pero la historia no se acaba aquí -continuó Stig-. Poco después, la mujer del tratante tuvo un hijo y el niño salió débil mental y encima ciego. Como si no bastara, todos los hijos varones que parió la mujer después de ése salieron ciegos e idiotas. En cambio, las hembras eran hermosas y listas y pudieron casarlas bien.

Ingmar, que había estado escuchando como hechizado, hizo ademán de marcharse; pero Stig continuó con su relato y él siguió allí.

– Pero eso no es todo, pues resulta que cuando las hijas casadas parían varones, éstos salían ciegos e idiotas, mientras que las niñas eran hermosas y sanas y muy bien dotadas. Y así ha sucedido hasta el día de hoy -añadió Stig-, todos los que se han casado con hijas de esa familia han tenido hijos varones idiotas. De ahí que la cabaña de donde procede la familia de tu mujer se conozca por el Despeñadero, y sin duda ese nombre le quedará para siempre.

Ingmar creyó recordar que de niño había escuchado esa historia sobre la familia del Despeñadero, pero sólo como un cuento, nunca pensó que hubiera nada de verdad en ella. Se echó a reír.

– Por lo visto no te lo crees, ¿eh? -dijo Stig acercándose aún más a Ingmar-. Pues tienes que saber que la segunda esposa de Sven Persson era de esa familia, ¿entiendes? Todos los del Despeñadero se han mudado a otras comarcas y por eso aquí la gente ha olvidado cómo son; pero mi madre estaba al corriente de todo. Se calló y no le contó a nadie quién era la esposa de Sven Persson, hasta que surgió la cuestión de si yo me casaría con su hija. Yo, al enterarme de la historia, no pude tomarla por esposa; pero me callé por mi honor, ¿entiendes? Si yo hubiese sido un canalla habría hablado. Pero no lo hice, he cargado con toda la vergüenza de este asunto con la boca cerrada, hasta que has venido tú y me has abofeteado. Al parecer, ni el mismo Sven Persson ha sabido nunca quién era la mujer que lo pescó; porque ella murió después de darle su única hija. Y las hijas del Despeñadero son buenas y cariñosas, ¿entiendes?, sólo los varones salen ciegos e idiotas. Así que ahora ya lo sabes, el que siembra recoge. Si supieras lo que me he reído de ti al pensar cómo traicionaste a tu prometida, y al imaginarme a ese futuro Ingmar Ingmarsson que llevará la finca después de ti y será idiota. A partir de hoy, espero que disfrutes de muchos días felices en compañía de tu esposa.

Pero mientras Stig, arrimado a Ingmar, le espetaba todo esto a la cara, Ingmar había subido la vista hasta la casa y avistado el borde de una falda tras la puerta del zaguán. Imaginó que Barbro había salido al ver que él y Stig se cruzaban en el patio y ahora estaba ahí escuchándolo todo. Al principio se inquietó y pensó: «Es una desgracia que Barbro haya oído esto. ¿Acaso acaba de suceder lo que tanto he temido? ¿Es éste el castigo de Dios que he estado esperando?»

Al mismo tiempo ocurrió que, por primera vez, sintió de veras que tenía una esposa y que a él le correspondía cuidarla. Por eso se obligó a reír una vez más y fingió indiferencia.

– Gracias por contarme todo esto, así ya no tendré que guardarte rencor.

– Vaya -dijo Stig-, ¿así te lo tomas?

– Sí, no pensarás que soy tan tonto como tú para desperdiciar mi felicidad por culpa de una vieja superstición.

– Bueno, por esta vez no diré nada más -repuso Stig-. Ya veremos si estás igual de confiado dentro de un año.

– ¿Por qué no entras y hablas con Barbro? -dijo Ingmar al ver que el otro se disponía a marchar.

– No, déjalo -rehusó Stig.

Tan pronto Stig se hubo ido, Ingmar entró en la casa para hablar con su mujer. Ella estaba en la sala grande esperándolo, y antes de que él tuviera tiempo de decir una palabra ella le dijo muy serena:

– Ingmar, no vamos a creer en esos cuentos de niños, ¿verdad? ¿Cómo voy a tener yo algo que ver con cosas que pasaron hace más de cien años, si es que alguna vez pasaron?

– ¿Así que lo has oído? -dijo Ingmar, sin mencionar que la había visto espiando.

– He oído esa vieja historia antes, como todo el mundo. Pero es la primera vez que oigo que tiene algo que ver conmigo.

– Es una lástima que la oyeras -dijo el marido-, pero no tiene ninguna importancia, siempre y cuando tú misma no te la creas.

La esposa sonrió.

– Yo no siento que pese sobre mí ninguna maldición -dijo.

Ingmar pensó que apenas recordaba haber visto a alguien que tuviera mejor aspecto que ella.

– Yo diría que pareces estar sana de cuerpo y alma -dijo.

Hacia la primavera, la esposa dio a luz un niño. Fue valiente durante todo el embarazo y nunca mostró signos de inquietud. Ingmar creyó muchas veces que ella había olvidado la historia que contó Stig Börjesson. Por lo que a él respecta, tras aquella conversación nunca osó entregarse a su pena del mismo modo. Se esforzaba por mostrarse de un talante que le diera a entender que él no creía en la maldición que supuestamente pesaba sobre ella. En casa intentaba adoptar un aire satisfecho en vez de poner cara de quien espera un castigo divino. Empezó a esmerarse en el manejo de su propiedad y ayudaba a los lugareños al igual que lo hiciera su padre. «Ahora ya no puedo ir por ahí con la cara larga -pensaba-, porque entonces Barbro pensará que creo en la maldición y que mi pena proviene de ahí.»

Su esposa se sentía increíblemente feliz a causa del hijo. Era un niño bien formado y hermoso, con la frente alta y recta y los ojos grandes y claros. Barbro llamaba a Ingmar sin cesar para que fuese a contemplar al niño.

– Es completamente normal, no veo yo que tenga ningún defecto -decía ella.

Ingmar se quedaba azarado, con las manos a la espalda y sin atreverse a tocarlo.

– Completamente normal, sí -repetía él.

– Ahora te demostraré que ve bien -dijo ella en una ocasión y encendió una vela que movió de un lado a otro ante los ojos del bebé-. ¿Ves cómo la sigue? -dijo.

– Sí -respondió Ingmar, convencido de que la esposa veía moverse los ojos del niño; aunque él no lo viera.

Unos días más tarde, Barbro se había levantado y su padre y su madrastra fueron de visita para conocer a su nieto. La madrastra sacó al niño de la cuna y lo sopesó entre sus brazos.

– Qué niño más grande -dijo complacida. Pero acto seguido comenzó a observar la cabeza del bebé-. ¿No tiene la cabeza demasiado grande? -dijo.

– Nuestra familia da niños con la cabeza grande -dijo Ingmar.

– ¿Está bien de salud este niño? -le preguntó la madrastra al cabo de un rato devolviéndolo a la cuna.

– Sí -dijo Barbro-, no hace más que crecer.

– ¿Estás segura de que ve? -dijo la madrastra al cabo de un momento-, siempre gira los ojos hacia arriba.

Barbro empezó a temblar en la silla.

– Si queréis encender una vela -dijo Ingmar-, comprobaréis que ve perfectamente.

Su esposa, ansiosa, encendió una bujía y la sostuvo ante los ojos del bebé.

– Claro que ve -dijo procurando sonar alegre y confiada. El bebé yacía quieto en la cuna mostrando el blanco del ojo-. ¿Veis cómo sigue la luz con los ojos? -exclamó Barbro. Ninguno de los presentes dijo nada-. ¿No ves cómo mueve los ojos? -le dijo a la madrastra, quien no abrió la boca-. Tiene sueño -explicó entonces-. Los ojitos se le cierran.

– ¿Cómo se llamará? -preguntó la madrastra al cabo de un rato.

– Es costumbre de esta casa ponerle Ingmar al primogénito si es varón -dijo Ingmar, pero su esposa terció:

– Había pensado pedirte que le pusiéramos Sven por mi padre.

Se hizo un silencio tenso que duró varios minutos. Ingmar se dio cuenta de que su esposa lo observaba aunque fingía mirar al suelo.

– No -respondió-, tu padre, Sven Persson, es un hombre intachable pero el mayor tiene que llamarse Ingmar.

Pero una noche, cuando el bebé tenía ocho días, sufrió unas súbitas convulsiones y hacia la madrugada murió. De este modo los padres nunca supieron con certeza el verdadero estado de su hijo. Intentaban convencerse de que había sido un bebé sano y normal, pero no estaban seguros.

Desde su encuentro con Stig, Ingmar siempre había sido bueno con Barbro, e incluso había llegado a comportarse con ella como suelen hacerlo los recién casados. Sin embargo, seguía convencido de que su corazón pertenecía a Gertrud, y solía decirse: «No es que quiera a Barbro, pero tengo que ser bueno con ella porque su destino es muy duro de sobrellevar. Es preciso que sienta que no está sola en el mundo, sino que tiene un marido con deseos de cuidarla.»

Barbro no lloró mucho al bebé muerto. Parecía más bien complacida de que ya no viviera. Transcurrido un par de semanas le sobrevino la calma. Nadie era capaz de discernir si se sentía desgraciada o si de nuevo había apartado de su mente los oscuros pensamientos.

A principios de verano Barbro condujo el hato de vacas a las pasturas de los bosques e Ingmar se quedó solo en la casa.

Sin embargo, le pasó algo muy curioso. Cuando entraba en la sala grande buscaba a Barbro. A veces, mientras realizaba alguna labor, levantaba la cabeza escuchando por si oía su voz. Tenía la sensación de que todo el bienestar se había esfumado de la finca. Parecía un sitio completamente distinto.

Al atardecer del sábado subió a los bosques para ver a Barbro. La encontró sentada sobre el escalón de entrada de la cabaña. Tenía las manos inertes sobre el regazo y aunque vio venir a Ingmar de lejos, no fue a su encuentro. Él se sentó a su lado.

– Me ha pasado una cosa muy curiosa, ¿sabes? -le dijo él.

– ¿Ah sí? -repuso ella sin demasiado interés.

– Resulta que he empezado a quererte.

Ella lo miró y él se dio cuenta de que estaba tan cansada que a duras penas tenía fuerzas de levantar los párpados.

– Es demasiado tarde -contestó.

A Ingmar le entró miedo al comprender el estado en que se encontraba.

– No te conviene estar sola aquí arriba en el bosque -dijo.

– Aquí estoy bien, yo me quedaría toda la vida.

Ingmar intentó explicarle que ahora la amaba, que sólo pensaba en ella. Que no había comprendido sus propios sentimientos hasta que ella se hubo ido de la casa. Barbro seguía taciturna.

– Eso tendrías que habérmelo dicho el otoño pasado -respondió.

– ¿El otoño pasado me querías? -preguntó él.

– Entonces le rogaba a Dios todas las noches para que llegara un día en que me quisieras -dijo Barbro-. Habría mordido el polvo por una palabra amable tuya.

– En cambio, yo no me portaba contigo de un modo que mereciera tus sentimientos -dijo Ingmar extrañado.

– Pero es como si estuviese decidido de antemano -respondió Barbro-. Había oído a padre hablar tanto de Ingmarsgården que al principio me agotaba y sólo quería encontrarle defectos a la finca y a ti; pero tan pronto puse los pies en el interior de la vieja casona sentí que era mi hogar y que en el fondo era el sitio donde siempre había anhelado vivir.

– Me parece muy raro -dijo Ingmar.

– Seguramente es a causa de mi padre. Después de pasar la primera semana en la finca y ver cómo era la vida allí, comprendí que todo lo mejor que hay en mi padre provenía de tu familia, y que cada uno de los anticuados usos y costumbres que seguíamos en mi casa los había aprendido él en la tuya. Creo que mi padre se ha pasado la vida esforzándose en ser como un Ingmarsson y a mí me ha educado para que yo fuera como una Ingmarsdotter.

– Es verdad, Sven Persson te educó solo -dijo Ingmar.

– Sí, mi madre murió cuando yo era muy pequeña.

– ¿No te das cuenta de que es imposible que no acabaras gustándome? -dijo Ingmar. Pero Barbro lo puso a prueba:

– El otoño pasado pensaba que todo lo que había podido sentir hasta entonces había sido una mera obcecación. No me cabía en la cabeza que pudiera haber estado enamorada de alguien que no fuera como tú. Y pensé que tú, probablemente, te habrías dado cuenta de que había algo que me unía a ti y a lo tuyo de un modo muy especial, de no ser porque Gertrud se interponía entre nosotros.

Ingmar calló para ganar tiempo, pero al cabo de un rato levantó la vista y sonrió.

– Me has juzgado mejor de lo que soy.

– ¿Qué quieres decir?

– Pensarías que soy un hombre cabal que nunca muda de sentimientos. Yo he llegado a verme como un veleta deplorable; pero luego caí en la cuenta de que no puede haber ningún mal en que quiera a mi propia esposa. Al fin y al cabo, es contigo con quien he de vivir y no con Gertrud.

– Sí, es verdad, es verdad -asintió Barbro-, pero aun así es como si hicieras algo malo.

– Gertrud me ha escrito y me ha pedido que no piense en ella -dijo Ingmar-. Es más feliz ahora de lo que nunca hubiera sido casándose conmigo. Halvor y Karin también me escriben que Gertrud es la más satisfecha de todos.

– ¿De verdad? ¿Realmente crees que es cierto? -exclamó Barbro levantando la cabeza como liberada del peso de una losa.

– Tampoco cabía esperar que Gertrud sufriese por mí toda la vida -dijo Ingmar.

– Si estuviese segura de que Gertrud es feliz, entonces yo también me atrevería a serlo -dijo Barbro y al instante la cara se le iluminó.

Cuando Ingmar regresó al pueblo le esperaba una carta de Jerusalén. No abundaban las buenas noticias ni el regocijo, como en las cartas que había recibido de los emigrantes durante el invierno y la primavera. De golpe supo que Halvor y Gunhild habían muerto y que Gertrud se comportaba de un modo excéntrico. Era Hök Gabriel Mattson quien le escribía, prometiéndole que cuidaría de Gertrud lo mejor que pudiera; pero sus temores de que fuera a perder el juicio se traslucían claramente.

– Está visto que no me corresponde ser feliz -dijo Ingmar tras leer la carta-. Aún no he cumplido suficiente penitencia. Nuestro Señor no se contentará hasta que haya puesto remedio a todo el mal que he hecho.

Un día de agosto, volvió a subir a la cabaña de pastores para ver a Barbro.

– Ha ocurrido una gran desgracia que nos afecta mucho -dijo al encontrarse con ella.

– ¿Qué pasa? -preguntó Barbro.

– Tu padre ha muerto.

– Tienes razón, nos afecta mucho -dijo ella.

Barbro se sentó sobre una roca al pie del sendero y le pidió que se sentara a su lado.

– Ahora somos libres de hacer lo que queramos -dijo ella-, y lo que vamos a hacer es separarnos. -Él quiso interrumpirla pero ella no le dio oportunidad-. Mientras padre vivía era imposible, pero ahora tenemos que solicitar el divorcio de inmediato. Lo entiendes, ¿no?

– No -dijo Ingmar-. No entenderé nada de lo que me digas en ese sentido.

– ¿Pero no viste qué clase de hijo te di?

– Era un bebé precioso -dijo él.

– Era ciego y retrasado -corrigió ella.

– No me importa. Yo te quiero de todos modos.

Ella juntó las manos e Ingmar vio que movía los labios.

– ¿Le estás agradeciendo a Dios lo que ha pasado? -quiso saber él.

– Durante todo el verano he estado rogándole que me liberase -contestó ella.

– Dios santo, ¿tengo que perder mi felicidad por culpa de una vieja superstición? -se lamentó él.

– No es ninguna superstición -replicó Barbro-, el niño era ciego.

– Eso no lo sabe nadie -dijo él-. Si no hubiese muerto te habrías dado cuenta de que su vista era normal.

– No importa, si tuviera otro hijo saldría ciego e idiota -dijo ella-, porque ahora sí creo en la maldición.

Ingmar continuó discutiendo con ella.

– No es sólo por el bebé que quiero el divorcio -dijo Barbro. Él le preguntó si había algo más que se interpusiera entre ellos-. Quiero que vayas a Jerusalén a buscar a Gertrud.

– Eso no lo haré nunca -dijo él.

– Lo harás por mí -insistió ella-, para que recupere la paz de mi espíritu.

Él se resistió alegando que le pedía algo absurdo.

– Tienes que hacerlo igualmente porque es lo justo. ¿Acaso no te das cuenta de que si seguimos conviviendo como marido y mujer, Dios nunca dejará de castigarnos?

Ella sabía, desde el primer momento, que los remordimientos acabarían obligándolo a ceder.

– Alégrate de tener la oportunidad de remediar todo el mal que hiciste el año pasado -dijo ella-, de lo contrario te amargará la vida para siempre.

Y finalmente, como él seguía resistiéndose:

– No te preocupes por la finca, cuando vuelvas podrás comprármela. Pero mientras estés en Jerusalén, yo me ocuparé de cuidártela.

Juntos bajaron de regreso a Ingmarsgården dispuestos a tramitar el divorcio. Para Ingmar comenzó la peor época de su vida. Veía a Barbro radiante y feliz de librarse de él. Su mayor alegría era especular en cómo sería el futuro de él y de Gertrud a la vuelta. Lo que más ilusión le hacía era describir lo contenta que se pondría Gertrud cuando él fuera a buscarla a Jerusalén. En una ocasión, cuando Barbro llevaba parloteando así largo rato, Ingmar dedujo que Barbro no debía de quererle, de lo contrario no se pasaría los días hablando de su unión con Gertrud. Entonces se levantó y pegó un puñetazo en la mesa.

– ¡Iré -gritó-, pero que no se hable más del asunto!

– En ese caso todo se arreglará -repuso ella con gesto alegre-. Pero recuerda una cosa, Ingmar: ¡nunca tendré paz hasta que te hayas reconciliado con Gertrud!

Luego afrontaron todos los trámites necesarios: el párroco celebró la primera audiencia de conciliación, el concejo eclesiástico celebró la segunda audiencia de conciliación, y en el otoño el tribunal decretó la separación conyugal durante un año, luego de la cual se decretaría el divorcio definitivo.

El mismo día en que el tribunal hizo público el fallo, Ingmar partió para Jerusalén.

La carta de Ingmar

Al día siguiente de la llegada de Ingmar a Jerusalén, Karin Ingmarsdotter se encontraba sola en su cuarto, como de costumbre. La noche anterior, llevada por la alegría de ver de nuevo a su hermano, había permanecido en la sala de asambleas durante toda la velada participando vivamente en la conversación. Pero ahora, hierática y rígida en la butaca de Halvor, volvía a estar como petrificada, con la vista fija al frente y las manos desocupadas y ociosas.

Entonces la puerta se abrió y entró Ingmar. Karin no notó su presencia hasta que él estuvo a su lado. Ella, avergonzándose de que el hermano la hubiese pillado sin hacer nada, enrojeció mientras se apresuraba a coger las agujas.

Ingmar tomó asiento en una silla y se quedó ahí callado, sin mirarla. Entonces, ella cayó en la cuenta de que la noche anterior sólo habían hablado de la situación de los colonos en Jerusalén y que nadie había pedido saber nada de él, de Ingmar, ni de por qué había venido a verles. «Seguramente ha venido a contarme eso», pensó Karin.

Ingmar movió los labios un par de veces como si fuera a iniciar una conversación; pero de su boca no salió ningún sonido. Karin, entretanto, lo observaba. «Asusta ver lo que ha envejecido este muchacho -pensó-. Ni siquiera nuestro padre, con lo mayor que era, tenía surcos tan profundos en la frente. O bien Ingmar ha estado enfermo o bien ha tenido que pasar por algo muy duro desde la última vez que nos vimos.»

Karin empezó a preguntarse qué podía haberle ocurrido a Ingmar. Tenía el borroso recuerdo de una carta que sus hermanas le leyeron en una ocasión y en la que se mencionaba algo referente a él; pero había estado tan inmersa en su propio dolor que los sucesos del mundo exterior pasaban por su lado como si no fueran con ella.

Con la parsimonia que le era habitual, Karin quería ahora que Ingmar le contara cómo estaba y por qué había hecho aquel viaje a Jerusalén.

– Me alegro de que hayas venido a mi cuarto, así podrás ponerme al corriente de cómo van las cosas en casa -dijo.

– Sí -contestó Ingmar-, creo que hay muchas cosas que deberías saber.

– Con la gente de nuestro pueblo siempre ha pasado lo mismo -dijo Karin lentamente, como quien intenta meterse en una situación que ha olvidado hace tiempo-, necesitan a alguien a quien seguir: un tiempo lo fue padre, otro Halvor, y durante muchos años el maestro de la escuela. Me gustaría saber a quién siguen ahora.

Ingmar bajó los ojos y se quedó callado sin inmutarse.

– ¿Tal vez sea el párroco quien dirige el pueblo ahora? -tanteó ella. Ingmar siguió tieso y recto sin contestar-. Le he estado dando vueltas y supongo que el más notable del municipio ha de ser el hermano de Ljung Björn, Per -insistió, pero también esta vez se quedó sin respuesta-. Claro que sé muy bien que la gente acostumbraba a regirse según los designios del amo de Ingmarsgården, pero tampoco se puede exigir que se dejen gobernar por alguien tan joven como tú.

Aquí Karin hizo una pausa e Ingmar respondió por fin.

– Sabes muy bien que soy demasiado joven para formar parte de corporaciones y concejos.

– Se puede dirigir un pueblo sin ostentar ningún cargo -repuso Karin.

– Cierto, se puede.

Al expresarse Ingmar en estos términos, Karin se estremeció de júbilo. «¡Pero si estas cosas ya no me incumben!», pensó sin poder reprimir la alegría de que el antiguo poder y buena reputación de la familia hubiesen pasado a Ingmar. Karin se estiró y empezó a hablar en un tono más firme.

– Ya me imaginaba que la gente sería sensata y comprendería que hiciste bien al adueñarte de la finca -dijo ella y le dirigió una larga mirada.

Él entendió muy bien lo que traslucían sus palabras, Karin había temido que Ingmar hubiese pagado con el desprecio de los lugareños el haber abandonado a Gertrud.

– Dios me ha castigado de otro modo -replicó él.

«Si no es esto debe de ser alguna otra cosa grave», pensó Karin y tuvo que quedarse sentada un buen rato meditando; le suponía un gran esfuerzo meterse en la forma de pensar y sentir con que había vivido en su tierra natal.

– Me gustaría saber si alguien del pueblo sigue profesando nuestra doctrina -dijo al cabo.

– Puede que uno o dos, a lo sumo.

– Siempre pensé que Dios llamaría a unos cuantos más que se unirían a nosotros más tarde -comentó Karin escrutándolo.

– No -respondió él-, que yo sepa nadie más ha sido llamado.

– Ayer, al verte, pensé que habrías recibido la gracia de Dios.

– No, yo no he venido por eso.

Karin hizo una pausa antes de continuar con sus preguntas; pero esta vez su tanteo fue más precavido, como si temiera las respuestas que podría obtener.

– Bueno, ya no debe de quedar nadie allá en el pueblo que se acuerde de los que nos fuimos.

A esto Ingmar, una vez más, respondió con cierta turbación.

– Vuestro recuerdo no es tan doloroso como al principio.

– ¿Doloroso? -dijo Karin-. Me figuraba que sólo sentiríais alivio de libraros de nosotros.

– Qué va, se os recuerda con pena y añoranza -contestó Ingmar más vivamente-; tuvo que pasar mucho tiempo antes de que los que habían sido vuestros vecinos se acostumbraran a la gente que ocupó vuestros lugares. Sé de buena fuente que Börs Berit Persdotter, que era vecina de los Ljung Björn, el invierno pasado salía cada anochecer y daba una vuelta alrededor de la casa donde ellos habían vivido.

Su siguiente pregunta la planteó Karin con mucho cuidado.

– ¿Entonces Börs Berit es la que más nos ha extrañado?

– Desde luego que no -dijo Ingmar con la voz cascada-, había uno que el otoño pasado aprovechaba cada noche sin luna para remar con su barca hasta la casa del maestro, y luego se sentaba en una roca de la orilla en la cual Gertrud solía sentarse a contemplar las puestas de sol.

Karin creyó saber entonces por qué Ingmar había envejecido y cambió rápidamente de tema.

– ¿Tu esposa se ocupa de la finca mientras tú estás fuera? -le preguntó.

– Sí -contestó Ingmar.

– ¿Es una buena ama de casa?

– Sí -repitió Ingmar.

Karin se alisó el delantal con la mano antes de decir nada más. Le pareció recordar que sus hermanas le habían contado que las cosas no andaban bien entre Ingmar y su mujer.

– ¿Tenéis hijos? -preguntó por fin.

– No -dijo Ingmar-, no tenemos hijos.

Karin, perpleja, se alisaba el delantal con la mano una y otra vez. No quería preguntarle directamente por qué había venido; esa manera de proceder no se estilaba en la familia. Pero el propio Ingmar acudió en su ayuda.

– Babro y yo vamos a divorciarnos -dijo con frialdad.

Karin dio un respingo. De repente volvía a ser la dueña de Ingmarsgården. En su cabeza sólo había sitio para sus antiguas opiniones y creencias.

– Que Dios te ampare por lo que has dicho -exclamó-, ¡en nuestra familia nadie se ha divorciado jamás!

– Ya está hecho -dijo Ingmar-, el juzgado ya ha decretado la separación conyugal por un año. Al cabo de ese año solicitaremos el divorcio definitivo.

– ¿Qué tienes contra ella? -le espetó Karin-. Nunca podrás casarte con otra de igual reputación y fortuna.

– Yo no tengo nada contra ella -respondió Ingmar elusivo.

– ¿Es ella la que quiere el divorcio?

– Sí -dijo Ingmar-, es ella la que quiere el divorcio.

– Si te hubieras portado como un buen marido, ella no habría querido el divorcio -le reprochó Karin. Se aferraba a los brazos de la butaca, muy agitada, lo cual se notó porque empezó a mencionar a Halvor-. Menos mal que padre y Halvor han muerto y se ahorrarán este espectáculo.

– Sí, suerte tienen todos los que están muertos -dijo Ingmar.

– ¡Y te has atrevido a venir aquí a por Gertrud! -exclamó Karin.

Él se limitó a agachar la cabeza.

– No me extraña que te avergüences -espetó la hermana.

– Más me avergoncé el día de la subasta.

– ¿Qué crees que dirá la gente de que corras a pedirle la mano a otra, antes de estar legalmente divorciado de tu esposa?

– No había tiempo que perder -dijo Ingmar sereno-, tenía que venir aquí a ocuparme de Gertrud, nos llegó una carta diciendo que se estaba volviendo loca.

– Pues no hacía falta que te molestaras -repuso Karin con brusquedad-, aquí hay quien se ocupa de ella mejor que tú.

Durante un rato ninguno de los dos dijo nada, luego Ingmar se puso en pie.

– Esperaba otros resultados de esta conversación -dijo con tanta dignidad en su gesto y actitud que Karin sintió un respeto por su hermano muy similar al que había sentido por su padre-. Me he portado muy incorrectamente con Gertrud y los Storm, que han sido como padres para mí. Creía que querrías ayudarme a remediar el mal que he hecho.

– Tú lo que quieres es empeorar las cosas abandonando a tu legítima mujer -dijo Karin violentándose una vez más. Intentaba alimentar su ira con acusaciones puesto que había empezado a temer que Ingmar la persuadiera de ver las cosas desde su punto de vista.

Él no replicó a la mención de la esposa, sino que simplemente dijo:

– Pensé que te gustaría que intentase seguir los caminos de Dios.

– ¿Y me pides que crea que estás siguiendo los caminos de Dios al abandonar tu hogar y tu mujer para correr detrás de tu amor?

Ingmar fue lentamente hacia la puerta. Daba la impresión de sentir fatiga y pena pero no dejó entrever ningún signo de ira. Su actitud era bastante distinta a la de alguien impulsado por un gran e indomable amor.

– Si Halvor viviese sé que te aconsejaría que volvieses a casa y te reconciliases con tu mujer -dijo Karin.

– He dejado de guiarme por los consejos de la gente.

Karin también se levantó; estaba resentida de nuevo por la insinuación de su hermano de que actuaba según el mandato de Dios.

– No creo que Gertrud piense en ti como antes -saltó.

– Ya sé que aquí en la colonia nadie piensa en casamientos, pero lo intentaré de todos modos.

– Y yo sé -le interrumpió su hermana- que a ti la promesa que los miembros de la comunidad nos hemos hecho mutuamente te trae sin cuidado; tal vez te importe más saber que Gertrud ha puesto su corazón en otra parte.

Ingmar había llegado junto a la puerta. Al oír esto se quedó quieto, buscando a tientas la salida, como si no pudiese ver el picaporte. No se giró hacia Karin. Ella, en menos de un segundo, rectificó:

– Que Dios me libre de afirmar que alguno de nosotros podría querer a alguien con un amor carnal, pero creo que, hoy en día, Gertrud ama al más humilde de los hermanos de esta colonia más que a ti, que no perteneces a ella.

Ingmar dejó escapar un hondo suspiro. Rápidamente abrió la puerta y se fue.

Karin Ingmarsdotter se quedó sentada, cavilando a fondo. Luego se levantó, se alisó el cabello, se anudó el pañuelo a la cabeza y salió para hablar con la señora Gordon.

Karin le comunicó abiertamente la razón de la llegada de Ingmar y le aconsejó que no le permitiera quedarse en la colonia, a menos que deseara perder a una de las hermanas. Sin embargo, mientras Karin hablaba, la señora Gordon contemplaba el patio, donde Ingmar, apoyado contra un muro, ofrecía un aspecto más torpe e indefenso que nunca. La señora Gordon esbozó una pequeña sonrisa y respondió que no era de su agrado expulsar a nadie de la colonia, y menos a alguien venido de tan lejos y que, además, tenía tantos parientes cercanos entre los colonos. Si Dios había decidido poner a Gertrud a prueba, dijo, deberían guardarse mucho de impedir que ella la afrontara.

Karin se sorprendió de aquella respuesta. En su afán, se acercó más a la señora Gordon, adelantándose tanto que pudo ver a quién iban dirigidas sus sonrisas. Karin sólo vio lo parecido que Ingmar se había vuelto al padre, y por muy dolida que estuviera con él, le irritaba que la señora Gordon no comprendiera que alguien con una fisonomía así era un hombre sobresaliente, cuyo juicio y capacidad superaba a la del resto de la gente.

– Bueno -dijo Karin-, puede usted dejarle que se quede, porque igualmente se las arreglará para que las cosas salgan como él quiere.


Al atardecer de ese día, la mayoría de los colonos se encontraba reunida en el salón. Estaban pasando una velada de lo más agradable y entretenida. Algunos disfrutaban mirando jugar a los niños, otros charlaban sobre los acontecimientos del día, otros se retiraban a un rincón y leían periódicos americanos en voz alta. Cuando Ingmar Ingmarsson vio la espaciosa e iluminada sala y las muchas caras alegres y dichosas, no pudo dejar de pensar: «Sin duda nuestros granjeros son felices aquí y no añoran su antiguo hogar. Estos americanos sí saben hacerse la vida agradable, tanto a los demás como a sí mismos. Debe de ser esta felicidad hogareña la que les da ánimos para sobrellevar sus penas y privaciones. Es verdad que los que antes eran dueños de toda una finca se tienen que contentar con una habitación, pero a cambio reciben mucha más alegría y diversión que antes. Y además, han tenido la oportunidad de ver y aprender una increíble cantidad de cosas. De los adultos mejor no hablar; pero tengo la impresión de que hasta el niñito más pequeño de esta sala sabe mucho más que yo.»

Varios campesinos se acercaron a Ingmar y le preguntaron si no le parecía que vivían bien.

– Sí -dijo Ingmar, ya que no podía decir otra cosa.

– Tal vez creías que vivíamos en chozas de barro -dijo Ljung Björn.

– De eso nada, sabía muy bien que tan mal no estabais -contestó Ingmar.

– Pues nos han dicho que se rumoreaban cosas así en el pueblo.

Esa noche lo interrogaron exhaustivamente acerca de cómo andaba todo en su antigua parroquia. Uno tras otro se le acercaban, se sentaban a su lado y le interrogaban en relación con sus parientes más allegados. Casi todos le preguntaron por la anciana Eva Gunnarsdotter.

– Está bien y espabilada como siempre -respondió él-, y nunca desaprovecha la oportunidad de echar pestes de los hellgumianos.

Ingmar se dio cuenta de que había dos personas que durante toda la velada evitaron aproximarse a él, y esos dos eran Gabriel y Gertrud. Lo que más le extrañaba es que Gabriel no se acercara para preguntar por su padre; en cuanto a Gertrud, entendía de sobras que se mantuviese a distancia. Tampoco vio que entre ellos se hablaran, pero le pareció notar que él la seguía con los ojos en todo momento. Ingmar se sorprendió de lo apuesto que se había vuelto Gabriel. Siempre había sido un muchacho guapo; pero ahora se le veía más alto y fornido, de modo que se había convertido en un hombre de aspecto impresionante. Además, sus rasgos eran ahora vivos y avispados como no lo habían sido nunca antes. «Si Gabriel volviera a casa creo que se le tendría por un hombre mucho más notable que yo», pensó.

Ingmar se acercó a Ljung Björn y le pidió que le consiguiera papel y pluma. Björn se extrañó. Ingmar se secó el sudor de la frente y dijo que tenía una carta urgente que escribir. Lo había olvidado ya durante el día, pero si la escribía aquella noche la podría enviar con el primer tren de la mañana.

Ljung Björn le consiguió lo que solicitaba y para que pudiera escribir en paz lo condujo al taller de carpintería. Una vez allí, encendió un quinqué y arrimó una silla al banco.

– Aquí puedes escribir tranquilo toda la noche -dijo al marcharse.

Tan pronto Ingmar se quedó solo, levantó los brazos apretando los puños, tal como hacen los que sienten una gran añoranza, y su garganta profirió un gemido.

– Oh, no podré soportarlo -murmuró con desesperación-. Me resulta insoportable cumplir mi compromiso. Noche y día no hago más que pensar en la mujer que he abandonado. Y lo peor es que no creo que pueda serle útil a Gertrud.

Se quedó un rato cavilando. Luego se rió un poco de sí mismo. «Cualquiera diría que a mí debería resultarme más fácil hacer lo correcto por ser el hijo de don Ingmar. Pero ser su hijo no ayuda. No soy más que un pobre diablo.»

La carta que se disponía a escribir la había pensado cada día desde el momento en que se marchó de casa. Durante todo el viaje tuvo la sensación de que nunca se había sincerado realmente con su esposa y por eso quería transmitirle sus sentimientos. Escribir no era para él una tarea fácil, pero pensaba que por carta podría superar la timidez que normalmente le impedía hablar de sí mismo.

Así pues, le escribió a Barbro contándole todas las oscilaciones de su alma desde el momento en que se casaron, le recordó los sucesos más importantes de su matrimonio, le explicó sus sentimientos y cómo, con el tiempo, había llegado a quererla. Estuvo escribiendo varias horas y llenó un par de cuartillas. En su conjunto, la carta no era más que una extensa plegaria en la que Ingmar le suplicaba a Barbro que renunciara a exigirle su unión con Gertrud y le permitiera regresar a su lado.

Al fin y al cabo, debería entender que le resultaba imposible reanudar algo que estaba muerto y acabado. El presentarse ahora ante Gertrud declarando un falso amor sería traicionarla por segunda vez.

Al redactar estas líneas Ingmar recordó lo que su esposa le había dicho mientras discutían el divorcio: «Tienes que hacerlo por mí, para que recupere mi paz de espíritu.» Le pareció que de nuevo estaba sentado en el bosque, oyendo hablar a Barbro. «Alégrate de poder remediar todo el mal que hiciste el año pasado.» Oía esas palabras y muchas otras que ella había dicho.

Su corazón se expandió, lleno de amor y admiración por ella. «¿Qué es lo que Barbro me pide que haga comparado con la desgracia que pesa sobre ella?», pensó.

De repente, le pareció que lo último que quería es que esa carta fuese a parar a sus manos. No, no iba a dejarle saber que no podía seguir adelante. ¿Iba a obligarla a oír sus deplorables ruegos, suplicándole que le eximiera de su penitencia y castigo?

En cambio ella, desde el momento en que se sintió libre de ejercer su voluntad, no vaciló ni un segundo. Ella había tenido que marcarle el camino. ¡Y ahora él pensaba obligarla a oír, una vez más, que no se veía con fuerzas de desempeñar su cometido!

Ingmar reunió las cuartillas escritas y se las guardó en el bolsillo. «Por lo visto no será menester que termine esta carta», pensó.

Apagó el quinqué y salió del taller. Su expresión seguía abatida y triste pero estaba decidido a obedecer la voluntad de su esposa. Vio entreabierta una puerta trasera. El sol ya estaba alto y radiante. Se detuvo en el umbral y aspiró el aire fresco de la mañana. «Ya no es hora de acostarse», se dijo.

El sol iluminaba las colinas, las cuales se tiñeron de un resplandor cobrizo, mientras el resto del paisaje que abarcaban sus ojos mudaba de color cada minuto.

Bajando por las laderas del monte de los Olivos vio venir a Gertrud. Los rayos solares la seguían, envolviéndola también a ella. Caminaba ligera, como si estuviese feliz y contenta, y a Ingmar le pareció que era ella quien proyectaba el resplandor que despedía su silueta.

Y tras Gertrud, Ingmar vio a un hombre fornido que la seguía a distancia. De vez en cuando se detenía y miraba hacia otra parte, pero no cabía duda de que la estaba vigilando. No tardó en reconocer a aquel hombre, y al hacerlo bajó la mirada al suelo y recapacitó.

Entonces creyó comprender cómo cuadraban algunas cosas que había observado el día anterior, y una inmensa alegría embargó su corazón.

«Estoy empezando a creer que Dios me tiende una mano», dijo.

El derviche

Una tarde poco antes del anochecer, Gertrud se paseaba por las calles del centro de Jerusalén. Vino a fijarse entonces en un hombre alto y delgado, vestido con un traje talar negro, que caminaba delante de ella. A Gertrud le pareció que rezumaba un algo fuera de lo común, pero no supo precisar qué. Desde luego no era el turbante verde que llevaba para señalar su condición de descendiente del Profeta: hombres con tocados como ése se encontraban en cada esquina. Quizá se debía a que no se había afeitado la cabeza ni llevaba el pelo recogido bajo el turbante como era habitual entre los orientales; su melena caía suelta sobre los hombros en rizos grandes y regulares.

Lo siguió con los ojos, y de pronto deseó que se girara para poder verle el rostro. Entonces un joven se acercó a él, hizo una profunda reverencia, besó su mano y siguió su camino. El hombre de negro se detuvo un segundo y siguió con la vista al joven que lo había saludado con tanta humildad, y gracias a eso vio Gertrud realizado su deseo.

El asombro más feliz le cortó el aliento. Se paró en seco llevándose la mano al corazón. «¡Pero si es Cristo! -se dijo-. ¡Es Jesucristo, con quien me crucé en el arroyo del bosque!»

El hombre prosiguió su camino. Gertrud intentó seguirle pero él se metió por una calle muy concurrida donde le perdió el rastro por completo. Entonces tomó el camino de vuelta a la colonia. Caminaba muy despacio, parándose con frecuencia para apoyarse contra un muro y cerrar los ojos.

– ¡Ojalá pueda retenerlo en mi memoria! -murmuraba-. ¡Ojalá pueda seguir viendo su rostro para siempre!

Intentó grabar en su retina lo que acababa de ver. «Tenía un poco de barba con algunas canas -se repetía a sí misma-, era bastante corta y partida en dos puntas. Su rostro era ovalado, la nariz larga y la frente ancha pero no muy alta. Y era el vivo retrato de Cristo tal como lo he visto en los cuadros, el vivo retrato de cuando vino hacia mí por el sendero del bosque, sólo que esta vez su belleza y majestad eran aún mayores. Sus ojos desprendían luz y una gran autoridad, y alrededor de ellos había sombras y también numerosas arrugas. Eso es, en torno a sus ojos se concentraba todo, sabiduría y amor, pena y misericordia, y aún algo más, como si esos ojos a veces fueran tan penetrantes que traspasaran los cielos y pudiesen contemplar el lugar donde está Dios y todos sus ángeles.»

Durante la caminata de regreso, Gertrud se encontró en un estado de éxtasis supremo. No experimentaba una dicha tan plena desde el día en que se había cruzado con Jesús en el sendero del bosque. Avanzaba con las manos juntas y los ojos en blanco, con todo el aspecto de andar flotando.

Encontrar a Cristo en Jerusalén era de una trascendencia aún mayor que cuando se le apareció en medio de aquel bosque allá en Dalecarlia. Allí había pasado por su lado como una visión, mientras que su aparición en Jerusalén significaba que Cristo había regresado a la tierra para vivir entre los hombres. Sí, era tan inmenso saber que Cristo había regresado a la tierra que su mente no daba abasto a todas las implicaciones de ese hecho; pero lo primero que comportaba era paz y alegría y una dicha infinita.

Una vez cruzada la muralla, ya muy cerca de la colonia, Gertrud se topó con Ingmar Ingmarsson. Seguía llevando aquel traje negro que le sentaba tan mal a sus manos callosas y poco refinadas facciones, y tenía un aire cansado y abatido.

La inmediata reacción de Gertrud al encontrarse de nuevo con Ingmar, allí en Jerusalén, fue sorprenderse de haber estado tan encariñada con él en el pasado. También se extrañó de que a Ingmar, allá en su tierra, se le considerase un hombre importante. Por muy pobre que hubiera sido él, tanto ella misma como los demás pensaban que nunca encontraría mejor partido. En cambio, allí en Jerusalén, Ingmar sólo ofrecía un aspecto desvalido y descuidado. Gertrud no entendía qué le veían de extraordinario allá en el pueblo.

Pero tampoco era aversión lo que sentía hacia él y de buen grado se habría mostrado amable. Sin embargo, alguien le había contado que Ingmar estaba separado de su mujer y que el motivo de su viaje a Jerusalén era conquistarla a ella. Al saberlo, había pensado con horror: «No me atrevo ni a hablar con él; tengo que demostrarle que él no me importa. No le daré pie a que crea que puedo volver a ser suya. Si ha venido hasta aquí es porque cree que me ha ofendido gravemente; pero cuando vea que no siento nada por él, espero que recupere el juicio y regrese a su casa.»

Pero al toparse con Ingmar a las puertas de la colonia, sólo pensó en que, gracias a Dios, había encontrado una persona en quien confiar su enorme y maravilloso descubrimiento. Así que se abalanzó sobre él y gritó:

– ¡He visto a Jesús!

Probablemente, una exclamación tan entusiasta como aquélla no había vuelto a oírse en los áridos campos y lomas de los alrededores de Jerusalén desde el día en que las devotas volvieron del sepulcro vacío y anunciaron a los apóstoles: «¡Hemos visto al Señor!»

Ingmar se paró y bajó la vista, como solía hacer cuando quería ocultar lo que pensaba.

– ¡Vaya! -le dijo a Gertrud-. ¿Has visto a Jesús?

Gertrud se impacientó, exactamente igual que antaño, cuando Ingmar no era capaz de captar con la suficiente rapidez el significado de sus ideas y ensoñaciones. Deseó haberse topado con Gabriel porque él la comprendía mucho mejor. No obstante, empezó a relatarle lo que había visto.

Ingmar no articuló un solo sonido que dejara traslucir que no la creía, pero aun así Gertrud tuvo la sensación de que su historia, al ponerla en palabras, se iba reduciendo a nada. En la calle había visto a un hombre que se parecía a Cristo, eso era todo. Aquello se parecía ahora a un sueño. Al vivirlo le había parecido de lo más extraordinario, pero al intentar contarlo se desintegraba.

De todos modos, daba la impresión de que Ingmar se alegrara mucho de que ella se hubiera dirigido a él. Se esforzó en averiguar exactamente la hora y el lugar en que ella había visto al hombre y tomó nota detallada de su aspecto y su indumentaria.

Ya en el interior de la colonia, Gertrud se dio prisa en alejarse de Ingmar. «Sé que no vale la pena que le cuente esto a la gente -pensó-. ¡Ay, con lo feliz que me sentía con mi descubrimiento a solas!» Así pues, decidió no contárselo a nadie más. También le pediría a Ingmar que guardara el secreto. «Es verdad, es la pura verdad -se repetía-, he vuelto a encontrar a aquel que vi en el sendero del bosque; pero sería pedir demasiado que alguien me creyera.»

Un par de noches más tarde recibió una sorpresa. Ingmar se le acercó después de la cena y le explicó que también él había visto al hombre de la túnica negra.

– Desde el momento en que me hablaste de él, no he dejado de pasearme por esa calle esperando a ver si venía -dijo.

– ¡Dios bendito, entonces me creíste! -exclamó Gertrud pictórica de alegría. La llama de su fe volvió a arder inquebrantable.

– No soy de los que creen de buenas a primeras -respondió Ingmar.

– ¿Alguna vez has visto un rostro igual?

– No, nunca he visto un rostro igual.

– ¿Y no es verdad que ves ese rostro vayas donde vayas?

– Sí, es verdad.

– ¿No crees que sea Jesucristo?

Ingmar eludió contestar a la pregunta.

– Deberá ser él quien nos demuestre quién es.

– ¡Ojalá pudiese verlo una vez más! -suspiró Gertrud.

Ingmar vacilaba.

– Yo sé dónde estará esta noche -dijo al cabo, con parsimonia. Gertrud se entusiasmó.

– Pero ¿cómo? ¿Sabes dónde está? Entonces llévame para que pueda verle.

– Pero es noche cerrada -protestó Ingmar-. No creo que sea aconsejable ir a la ciudad a esta hora.

– Bah, no hay ningún peligro -dijo Gertrud-, he ido a visitar enfermos a horas mucho más tardías. -Pero le costó lo suyo convencer a Ingmar-. ¿No quieres acompañarme hasta él porque crees que estoy loca? -dijo, y sus ojos, de pronto más oscuros, parecían peligrosos.

– Ha sido una estupidez por mi parte decirte que le he encontrado -dijo Ingmar-, pero ahora que está hecho, creo que lo mejor será que te acompañe.

A Gertrud la alegría le inundó los ojos de lágrimas.

– Pero debes procurar que no nos vean salir -dijo ella-. No quiero decírselo a nadie de la colonia hasta que le haya visto de nuevo.

Gertrud logró encontrar una linterna y finalmente salieron a la calle. Fuera les esperaba lluvia y tormenta pero ella ni siquiera reparó en ello.

– ¿Estás seguro de que podré verlo esta noche? -insistía una y otra vez-. ¿Estás completamente seguro?

Gertrud hablaba sin cesar. Era como si nada se hubiese interpuesto entre ella e Ingmar: como antaño, depositó en él toda su confianza. Le habló de las madrugadas en que había subido al monte de los Olivos a esperar. También le contó cómo la torturaban las miradas de los curiosos que se acercaban mientras ella aguardaba de rodillas contemplando el cielo.

– Ya puedes imaginar lo que ha supuesto para mí que toda esa gente me mirara tan raro, como si yo fuera una loca. Pero estando tan segura de que Jesucristo vendría, ¿qué otra cosa podía hacer que subir a esperarle? Claro que hubiera preferido verle aparecer con pompa y majestad entre las nubes de la aurora -añadió-, pero ¿qué más da si se presenta en medio de una noche oscura de invierno? Mientras venga, ¿qué importa lo demás? Apenas se muestre se hará la luz y nacerá un nuevo día. ¡Y pensar que tú, Ingmar, habías de venir justo cuando él regresa y empieza a obrar entre nosotros! ¡Qué suerte tienes, no has tenido que esperar! Llegas en tiempos de plenitud.

Gertrud se detuvo súbitamente y levantó la linterna para alumbrar la cara de Ingmar, cuya expresión sombría denotaba fatiga.

– Has envejecido mucho en este año, Ingmar. Imagino que has sentido muchos remordimientos por mi causa. Pero tienes que quitarte de la cabeza que me has hecho daño. Era la voluntad de Dios que las cosas fueran así. Dios nos ha concedido una sublime gracia a ti y a mí. Él quería conducirnos aquí a Palestina en el momento justo, en esta época de esplendor. Ahora padre y madre también quedarán tranquilos, cuando comprendan el sentido de la divina providencia -continuó-. Ellos nunca han sido duros conmigo en sus cartas por haberme escapado de casa, debieron de entender que era inaguantable para mí quedarme allí; pero sé que se han sentido muy resentidos contigo. Ahora podrán reconciliarse con los dos niños que crecieron en su cocina. Si quieres saber una cosa, creo que han sentido más tu pérdida que la mía.

Ingmar caminaba en silencio bajo el temporal. Esta última afirmación también se quedó sin respuesta, igual que todo lo que había ido diciendo Gertrud. «Seguramente no cree que he encontrado a Cristo -pensó ella-, pero ¡qué importa si de todos modos me conduce hasta él! Un poco más de paciencia y podré contemplar a todos los pueblos y reyes de la tierra arrodillados ante él, nuestro Salvador.»

Ingmar la condujo al barrio musulmán y tuvieron que recorrer varias callejuelas sinuosas y oscuras. Por fin, Ingmar se detuvo ante una puerta baja situada en un elevado muro ciego y la abrió. Atravesaron un largo pasillo y llegaron a un patio iluminado.

Algunos criados estaban atareados en un rincón, y un par de hombres viejos aguardaban en un banco de piedra situado junto a una pared; pero nadie reparó en Ingmar y Gertrud. Ellos se sentaron en otro banco y ella observó el entorno. Era un patio parecido a muchos otros que había visto en Jerusalén. Una galería rodeaba los cuatro lados del patio, sobre el cual se extendía un toldo amplio y mugriento que colgaba en jirones.

El sitio tenía todo el aspecto de haber sido suntuoso e importante en su día; aunque ahora fuera cochambroso. Los pilares parecían provenir de una iglesia. Sin duda había habido bellos ornamentos en lo alto de las columnas, pero sólo quedaban fragmentos estropeados. El enlucido de las paredes estaba en muy mal estado y en los distintos huecos y orificios despuntaban trapos sucios. Contra una pared se apilaba un montón de cajas viejas y jaulas de gallina.

Gertrud le susurró a Ingmar al oído:

– ¿Estás seguro de que le veré aquí?

Ingmar asintió con la cabeza y señaló las veinte pequeñas alfombras de piel de cordero extendidas en círculo en el centro del atrio.

– Ahí en medio lo vi ayer con sus discípulos -dijo.

Gertrud parecía algo descontenta pero no tardó en sonreír de nuevo.

– Es curioso que siempre se le espere con gran fausto y pompa, y en cambio él nunca quiera saber nada de eso, sino que surge en medio de la pobreza y la humildad. Pero no creas que soy como los judíos, quienes no quisieron reconocerle porque no se mostró como el amo y rey del mundo.

Al cabo de un rato llegaron unos cuantos hombres. Avanzaron hasta el centro del patio y se sentaron sobre las alfombras de piel de cordero. Todos los que iban llegando vestían ropas de estilo oriental; pero, aparte de eso, eran muy distintos entre sí. Algunos eran jóvenes, otros viejos, unos llegaban arropados con exquisitas sedas y pieles, otros vestían como humildes porteadores de agua y campesinos. Desde que comenzaron a entrar, Gertrud fue enseñándoselos a Ingmar.

– ¿Ves ése?, es Nicodemo, el que se presentó ante Jesús de noche -dijo de un hombre importante de avanzada edad-. Y el de la barba grande es Pedro, y en aquel rincón está José de Arimatea. ¡La verdad es que nunca antes he comprendido tan bien como ahora el modo en que los apóstoles rodeaban a Jesús! Ése de ahí, el que baja los ojos, es Juan y el pelirrojo de la gorra de fieltro es Judas. En cambio, esos dos que esperan en el banco y no hacen más que chupar la pipa de agua, sin preocuparse de lo que van a oír, son dos escribas. No creen en él, sólo han venido por curiosidad o para contradecirle.

Mientras ella explicaba esto, el círculo se completó. Poco después llegó el hombre a quien ella esperaba, y se colocó en el centro. Gertrud no reparó de qué lado vino y al descubrirle súbitamente allí en medio, casi soltó un chillido.

– ¡Ahí está! -exclamó juntando sus manos. Observó fijamente al hombre, que se mantenía quieto con la vista baja, como orando. Y cuanto más lo observaba, más se reforzaba su fe-. ¿No te das cuenta de que no es un mero mortal, Ingmar? -le susurró, y él le correspondió con otro susurro:

– Ayer, cuando lo vi por primera vez, también pensé que no era un mero mortal.

– Sólo de verle me siento bienaventurada -comentó Gertrud-. No sé qué podría pedirme que yo no estuviera dispuesta a hacer por él.

– Supongo que mucho se debe a que nos hemos acostumbrado a imaginar al Salvador con ese aspecto -dijo Ingmar.

El hombre que Gertrud creía Jesucristo se hallaba de pie en el centro del círculo de sus adeptos, irradiando una digna autoridad. A un mínimo gesto de su mano todos los que le rodeaban sentados en el suelo entonaron al unísono un «Alá, Alá». Y empezaron a dar bandazos con la cabeza a derecha e izquierda, a derecha e izquierda. Todos seguían el mismo ritmo y a cada cambio de dirección exclamaban: «¡Alá, Alá!» El que estaba en el centro apenas se movía; sin embargo, llevaba el ritmo mediante leves inclinaciones de cabeza.

– ¿Qué hacen? -dijo Gertrud-. ¿Qué hacen?

– Tú que llevas mucho más tiempo que yo en Jerusalén, deberías saber lo que hacen.

– He oído hablar de los denominados derviches girantes -dijo Gertrud-; al parecer, ésta es su forma de celebrar una misa. -Y se quedó reflexionando; al cabo dijo-: Tal vez sea la costumbre del país, así como nosotros siempre comenzamos con un himno. Cuando acaben con esto seguro que él empezará a predicar su evangelio. ¡Ay, que feliz me hará oír su voz!

Los hombres sentados en el centro del patio seguían exclamando sus «¡Alá, Alá!» mientras ladeaban la cabeza sin cesar. Lo hacían a un ritmo cada vez más acelerado, las frentes se perlaban ya de sudor y los gritos de Alá sonaban como estertores. Continuaron así ininterrumpidamente varios minutos hasta que, a un breve gesto de la mano de su guía, se detuvieron al instante.

Gertrud había mantenido los ojos cerrados para evitar ver cómo se infligían aquel tormento. Cuando se hizo el silencio abrió los ojos y le dijo a Ingmar:

– Ahora empezará a hablar. ¡Dichoso aquel que pudiera entender su sermón! Pero con oír su voz me conformo.

Reinó un momento de silencio pero el director no tardó en hacerles una señal y los adeptos empezaron a clamar de nuevo «¡Alá, Alá!». Esta vez se les indicó que movieran todo el tronco y no sólo la cabeza. Pronto estuvo todo el círculo girando nuevamente. El hombre del rostro magnífico y los hermosos ojos de Cristo no pretendía otra cosa que incitar a sus acólitos a movimientos cada vez más violentos. Les dejó así minuto tras minuto. Y ellos resistían, como por una fuerza sobrenatural, mucho más de lo que parecía humanamente posible. Era un espectáculo terrible ver a todos esos hombres medio muertos por el esfuerzo y oír los gimientes gritos de sus gargantas faltas de aire.

Al cabo de un rato hicieron una pausa, pero después volvieron a girar para, más tarde, hacer una nueva pausa.

– Seguro que estos hombres han practicado mucho tiempo -dijo Ingmar-, para acostumbrarse a este ritmo desenfrenado.

Gertrud lo miró con una expresión desvalida y algo angustiada. Sus labios temblaban ligeramente.

– ¿Crees que van a parar? -preguntó. Echó una ojeada a la magnífica figura que, imperiosa y seductora, dominaba el centro del grupo, y una renovada esperanza la animó-. Pronto llegarán los enfermos y los necesitados buscando su auxilio -dijo con fervor-. Presenciaré cómo cura las llagas de los leprosos y cómo los ciegos recobran la visión.

Sin embargo, el derviche continuó como al principio. Con un gesto ordenó que todos se levantaran y entonces los movimientos se hicieron más violentos. Todos seguían en sus mismos puestos pero ahora sus pobres cuerpos se agitaban y balanceaban frenéticamente. Con los ojos inyectados en sangre y la mirada fija, algunos parecían no ser conscientes de dónde se encontraban, sus cuerpos oscilaban adelante y atrás, arriba y abajo, como si fueran autómatas y cada vez a mayor velocidad.

Finalmente, cuando llevaban allí sentados como mínimo un par de horas, Gertrud se aferró al brazo de Ingmar presa de una gran angustia.

– ¿Es que no tiene nada más que enseñarles? -le susurró. Empezaba a comprender que el hombre que ella había tomado por Jesucristo no tenía otra cosa que revelar que esos ejercicios salvajes. Su única pretensión era excitar y hostigar a un grupo de locos. Cuando alguno de ellos se agitaba con más intensidad o perseverancia que los otros, lo hacía sobresalir del círculo y dejaba que sus bandazos y gemidos sirvieran de modelo para los demás. Él también se iba excitando. Comenzó a entregarse a sus propios giros y bamboleos como si fuera incapaz de reprimirlos. Gertrud pugnaba por refrenar el llanto y la desesperación. Todos sus sueños y esperanzas se hicieron añicos-. ¿No tiene nada, absolutamente nada más que enseñarles? -repitió.

Como si fuera una respuesta, el derviche hizo una seña a unos criados que no habían participado en los ejercicios. Éstos tomaron unos instrumentos que colgaban de una columna, un par de tambores y tamborines. Al son de la música los gritos se hicieron más agudos y penetrantes, y los hombres se retorcían con intensidad creciente. Varios se despojaron de sus feces y turbantes y se desataron el cabello, que era casi una vara de largo. Su aspecto era francamente terrible, girando ahí de modo que las largas cabelleras ora cubrían sus rostros, ora les volaban a la espalda. Las miradas se volvían cada vez más absortas, los rostros eran como los de los muertos, las oscilaciones pasaron a ser espasmos y de las bocas salía espuma blanca.

Gertrud se levantó. Su jubiloso entusiasmo se había desvanecido. La última esperanza había muerto también. Todo reemplazado por una profunda repulsión. Se dirigió hacia la salida sin siquiera dedicarle una mirada al que hasta un momento antes había tomado por el reencarnado Salvador.

– Qué lástima de país -dijo Ingmar cuando estuvieron en la calle-. Con los maestros que llegó a tener en otros tiempos y ahora ese hombre no tiene otra cosa que enseñar que a girar y retorcerse como locos.

Gertrud no dijo nada, caminaba deprisa rumbo a casa. Cuando estuvieron a las puertas de la colonia alzó la linterna.

– ¿Fue así como lo viste ayer? -le preguntó a Ingmar mirándole con ojos fulgurantes de ira.

– Sí -respondió él sin titubear.

– ¿Tanto te dolía mi felicidad que has tenido que mostrarme a ese hombre? Nunca te lo perdonaré -añadió al cabo de un momento.

– Lo comprendo -dijo Ingmar-, pero, igualmente, yo tenía que hacer lo que debía.

Entraron de puntillas por la puerta trasera. Gertrud se despidió de Ingmar con una sonrisa amarga.

– Ahora ya puedes dormir tranquilo -dijo-. Lo has hecho muy bien; ya no creo que ese hombre sea Jesucristo. Ya no estoy loca, lo has hecho muy bien.

Ingmar caminó sigilosamente hacia la escalera que conducía al dormitorio de los hombres. Gertrud le siguió para insistir:

– Pero recuerda una cosa: ¡esto no te lo perdonaré nunca!

A continuación, Gertrud fue a su cuarto, se acostó y lloró hasta quedarse dormida. Por la mañana despertó temprano y se quedó en la cama, confundida. «¿Qué pasa, por qué no me levanto? ¿A qué se debe que ya no ansíe subir al monte de los Olivos?» Y entonces se tapó los ojos con las manos y lloró de nuevo. «Ya no le espero. Ya no tengo esperanzas. Me dolió demasiado descubrir ayer que me había engañado a mí misma. No me atrevo a esperarle. No creo que vaya a venir.»

Al atardecer, cuando los colonos estaban reunidos en el salón como de costumbre, Ingmar vio que Gertrud se sentaba al lado de Gabriel y hablaba largo rato con él muy agitada. Luego Gabriel se levantó y se acercó a Ingmar.

– Gertrud me ha contado lo que intentaste hacer por ella la noche pasada -dijo.

– ¿Ah sí? -repuso Ingmar sin saber adónde quería llegar.

– No creas que no lo sé, lo que pretendes es que recupere el juicio.

– No hay para tanto.

– Te equivocas -dijo Gabriel-; para quien ha arrastrado esta aflicción durante casi un año sí lo hay.

Y se volvió para irse, pero Ingmar le tendió la mano.

– Tú y yo siempre hemos sido buenos amigos en el pasado -le recordó.

Gabriel palideció ligeramente pero le estrechó la mano con firmeza.

Flores de Palestina

Estamos a finales de febrero, las lluvias invernales cayeron y pasaron, la primavera ha llegado; aunque todavía no está muy avanzada. Los brotes de las higueras no han empezado a hincharse, las hojas y sarmientos aún no despuntan de los troncos pardos de la vid y los grandes racimos blancos de los naranjos aún no se han abierto. Las que sí se han atrevido a salir en esta temprana época del año son las flores del campo. Allá donde mires, crecen flores. Grandes anémonas rojas cubren las pedregosas vertientes; en cada franja rocosa florecen ciclámenes violáceos y en todos los prados crecen claveles silvestres y margaritas; cada brote de maleza húmeda está sembrado de azafranes y pulsatillas.

Y del mismo modo que en otros países se sale a recolectar frutas y bayas, en Palestina la gente se dedica a cosechar flores. De todos los conventos, de cada una de las misiones, surgen partidas para recoger flores. Humildes judíos, turistas de viaje y trabajadores asirios convergen en los agrestes valles rocosos con cestos de flores en las manos. Y al anochecer esta especie de vendimiadores vuelven a sus casas cargados de anémonas y jacintos, violetas y tulipanes, orquídeas y narcisos.

En los claustros de los numerosos conventos y posadas de la ciudad santa hay cubas de piedra en las que estas primaverales flores son puestas en remojo; y en todas las celdas y cuartos unas hábiles manos se dedican a esparcir las flores sobre extensas láminas de papel secante para luego prensarlas.

Una vez que estos jacintos y clavelinas de los prados han sido bien prensados y desecados, se los reúne en ramos grandes y pequeños, en composiciones florales de mejor o peor gusto, para acabar pegados en postales o en diminutos álbumes con las tapas de madera de olivo cuyas inscripciones rezan: «Flores de Palestina.» Y pronto todas estas flores procedentes de Sión, de Hebrón, del monte de los Olivos y de Jericó, son diseminadas por el mundo.

Se venden en tiendas, se envían en cartas, se regalan como recuerdo o se convierten en ofrendas sagradas. Mucho más lejos que las perlas de la India o la seda de Brusa [54] llegan estas humildes flores de los prados, única riqueza de la paupérrima tierra santa.


Era una hermosa mañana de primavera. En la colonia gordonista reinaba la prisa porque la comunidad entera se preparaba para salir a recoger flores. Los niños, que no irían a la escuela en todo el día, correteaban locos de contento pidiendo cestos donde meter su cosecha. Las mujeres se habían levantado a las cuatro de la madrugada para preparar la merienda y todavía estaban atareadas en la cocina entre tortas de harina y botes de confitura. Algunos hombres llenaban los morrales con botellas de leche y paquetes de bocadillos, pan y carne fría. Otros llevaban en la mano botellas de agua o canastas con los panecillos y las tazas para el té. Finalmente se abrió el portal. El tropel de niños salió primero, luego empezaron a desfilar los demás, divididos en grupos irregulares. Nadie quiso quedarse en casa y en pocos minutos los colonos dejaron desierta la enorme vivienda.

Hök Gabriel Mattson se sentía muy feliz ese día. Se las había arreglado para ir junto a Gertrud y en las cuestas la ayudaba a llevar su parte de la carga. Gertrud caminaba con el pañuelo echado hacia delante, de modo que él sólo veía su barbilla y la suave blancura del pómulo. Con una sonrisa burlona en los labios, se mofaba de sí mismo por la gran satisfacción que sentía al caminar junto a Gertrud, aunque no le viera el rostro ni hablara con ella.

Los primeros tiempos tras la llegada de Ingmar a la colonia fueron de gran angustia y desasosiego para Gabriel, ya que temía que Ingmar hubiera venido con la intención de llevarse a Gertrud de vuelta a Suecia. Gertrud era amiga y confidente de Gabriel; para él perderla habría significado un vacío tremendo. En ocasiones su inquietud era tan intensa que temía haber transferido a Gertrud su gran amor por Gunhild. Sin embargo, Ingmar había pasado ya tres meses en Jerusalén sin intimar en absoluto con Gertrud y eso le había devuelto la paz de espíritu a Gabriel. «No es amor lo que siento por Gertrud -pensaba-. Es simplemente que no tengo a nadie con quien sincerarme y se me hace insoportable la idea de que ella se vaya de aquí. Para sentirme completamente tranquilo me basta con saber que no la perderé, y ahora que caminamos juntos mis sentimientos por ella son simplemente los que tendría por una hermana muy querida.»

Que no fuera amor lo que había entre Gertrud y él le hacía dichoso porque los gordonistas no permitían que los jóvenes de la colonia contrajeran matrimonio. Consideraban que para mantener la unidad era necesario amar a todos por igual. No era posible ligarse a alguien en concreto. Así que si su cariño por Gertrud se debiera a un auténtico amor, para él supondría sumirse en la desgracia.

Tampoco Gertrud estaba enamorada de él, de eso estaba seguro. A partir de que dejó de aguardar la inminente llegada del Salvador se había vuelto sombría y solitaria. Toleraba a Gabriel levemente más que a los otros, pero eso era todo. Resultaba improbable que Gertrud fuera capaz de volver a sentir un amor profano.

Karin Ingmarsdotter y sus hermanas caminaban tras Gabriel y Gertrud. Entonaron un himno que solían cantar con su madre allá en su tierra natal, sentadas a la rueca a primera hora de la mañana.

Delante de Gabriel marchaba el anciano cabo Fält. Todos los niños revoloteaban a su alrededor como venía siendo costumbre de unos años a esta parte. Se colgaban de su bastón y le tiraban de la chaqueta. Gabriel recordó cómo era el viejo antes, cuando nada más verle los niños huían a toda prisa, y se dijo: «Nunca le he visto tan bravo y altanero como ahora. Está tan orgulloso de que los niños se le acerquen que el bigote se le empina como un cepillo y su nariz aguileña se ve más afilada que nunca.»

Entre los caminantes divisó a Hellgum, quien tenía a su mujer cogida de una mano y a su hermosa hijita de la otra. «Es curioso -pensó Gabriel- cuán desplazado ha quedado Hellgum desde que nos unimos a los americanos, como no podía ser de otra manera ya que son gente notable y con mucho talento para exponer la palabra de Dios. Me gustaría saber qué piensa él de que nadie se congregue a su alrededor en un día como hoy. En cambio, la que sí está muy contenta de tenerle para ella sola es la esposa. Se le nota en el porte y la actitud. En su vida ha sido tan feliz.»

A la cabeza del desfile iba la guapísima señorita Young. A su lado caminaba un joven inglés que se había unido a la colonia hacía varios años. Gabriel sabía, al igual que los demás, que el joven amaba a la señorita Young y que había ingresado en la comunidad con la esperanza de casarse con ella. La muchacha, sin duda, también le quería; pero los gordonistas no querían modificar sus estrictas normas por su causa, de modo que la joven pareja había vivido año tras año en un estado de espera continua e inútil. Este día caminaban juntos, hablando entre sí, sin ojos para nadie más que sí mismos. Y con su marcha ágil y ligera a la cabeza de la procesión, era como si quisieran alejarse deprisa, dejar al grupo atrás y huir del mundo para poder vivir su propia vida.

Luego, a la cola, Gabriel divisó a Ingmar Ingmarsson, que iba hablando con Eliahu. Últimamente pasaba mucho tiempo con él y Gabriel sabía que Ingmar había decidido aprender inglés con Eliahu, lo cual significaba que no tenía intención de abandonar la colonia en un futuro inmediato. Sin embargo, Gabriel estaba casi seguro de que no se llevaría a Gertrud de allí aunque se quedara el resto del año.

Para empezar, la procesión enfiló el camino hacia el este en dirección a una región montañosa y agreste. Allí no había flores todavía, la lluvia se había llevado el mantillo de las escarpadas laderas y el terreno era roca desnuda de un gris amarillento.

«Qué curioso -pensó Gabriel-, nunca antes he visto un cielo tan azul como el que hay sobre estas doradas colinas. Y las montañas me gustan a pesar de ser tan yermas. Esa forma redondeada que tienen es muy bella, me recuerda a las grandes cúpulas que cubren las iglesias y templos de este país.»

Cuando los caminantes hubieron andado aproximadamente una hora, divisaron el primer valle rocoso cuyo suelo estaba alfombrado de anémonas rojas. Cundió la prisa y la alegría en el grupo, que, con algarabía de risas y gritos, se lanzó colina abajo para empezar a recogerlas. Y lo hicieron con gran frenesí hasta que al cabo de un rato hallaron otro valle rebosante de violetas, y más tarde un tercero donde crecía toda clase de flores silvestres mezcladas.

Al principio, los suecos recogían las flores precipitadamente, las arrancaban deprisa y corriendo sin ton ni son. Entonces los americanos les enseñaron cómo debían hacerlo. Tenían que elegir las flores con cuidado, arrancar sólo las que se prestaban a ser prensadas; se trataba de un trabajo meticuloso.

Gabriel iba buscando flores al lado de Gertrud. En una ocasión, se enderezó para estirar la espalda y descubrió junto a ellos a un par de los granjeros más importantes, hombres que no debían de haberse detenido ante una flor en muchos años y que ahora cogían flores tan entusiasmados como el que más. Gabriel no pudo aguantarse la risa. Se volvió hacia Gertrud y le dijo:

– Estaba pensando en el sentido de las palabras de Jesucristo cuando dijo aquello de: «¡En verdad os digo, si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos!» [55]

Gertrud levantó la cabeza y lo miró.

– Es una frase muy curiosa -respondió ella.

– Sí -dijo él con aire pensativo-, me he fijado en que los niños se portan mejor que nunca cuando juegan a ser mayores. Pocas veces se acuerdan menos de ti que cuando van labrando un campo que han dibujado en medio del camino, cuando chascan la lengua para arrear al caballo y hacen restallar un cordel de hilo como si fuera un látigo mientras abren zanjas en el polvo del camino con una rama de pino. Te partes de risa al oírles discutir si acabarán con la siembra antes que sus vecinos, o cuando se quejan de que nunca han visto un campo tan duro de labrar.

Gertrud, con la cabeza gacha, seguía recogiendo flores sin contestar porque no entendía adónde quería llegar con aquello.

– Recuerdo lo bien que me lo pasaba con mi granja hecha de tacos de madera y vacas que eran piñas -continuó Gabriel-. Nunca olvidaba darles paja fresca cada mañana y cada noche, y a veces jugaba a que era primavera y que llevaba a apacentar mis vacas a las pasturas de montaña. Cuando hacía sonar una cuerna hecha de corteza de abedul llamando a las vacas Estrella y Margarita, la llamada se oía por toda la granja. Y hasta solía comentarle a mi madre la cantidad de leche que daban mis vacas y cuánto esperaba sacar por la mantequilla de la central lechera. También tenía mucho cuidado en encerrar al toro, y a todos los que pasaban les gritaba que fueran con precaución, porque la gente lo enfurecía.

Gertrud empezó a trabajar con menos ahínco. Escuchaba a Gabriel con atención, maravillándose de que él pudiera tener las mismas fantasías e ideas con que ella solía ocupar su propia cabeza cuando era niña.

– Aunque cuando me lo pasaba mejor era cuando los chicos jugábamos a que éramos hombres adultos y celebrábamos una junta -continuó él-. Recuerdo que yo, mis hermanos y un par de chicos más solíamos sentarnos en un montón de tablas que teníamos en casa desde hacía años. El presidente de la junta golpeaba los tablones con un cucharón de madera y el resto, gravemente sentados a su alrededor, decidíamos quién de nosotros era pobre de solemnidad y merecía el subsidio y cuántos impuestos le tocaba pagar a fulano o mengano. Estábamos ahí sentados con los pulgares metidos en las sisas del chaleco y hablábamos con la voz gruesa, como si tuviéramos una patata caliente en la boca, mientras nos dirigíamos los unos a los otros siempre titulándonos como concejal, mayordomo, sacristán y juez del distrito.

Gabriel hizo una pausa y se restregó la frente como si finalmente hubiese llegado a donde pretendía. Gertrud había dejado de coger flores. Estaba sentada en el suelo, el pañuelo echado atrás, y miraba a Gabriel como esperando escuchar algo nuevo y extraordinario.

– Puede que -dijo él-, del mismo modo que es conveniente que los niños jueguen a ser adultos, sea bueno que a veces los adultos se transformen en niños. Cuando veo estos viejos, que en esta época del año están acostumbrados a trajinar en el bosque talando y acarreando leña, paseándose por aquí con una ocupación tan infantil como la de recoger flores, pienso que estamos obedeciendo a Jesús y nos estamos volviendo niños.

Gabriel notó que los ojos de Gertrud brillaban. Ahora sí entendía adónde quería llegar y la idea la hizo muy feliz.

– Quieres decir que todos nos hemos vuelto como niños desde que estamos aquí -dijo ella.

– Sí, por lo menos se nos puede considerar niños en el sentido de que hemos tenido que recibir una educación completa. Hemos tenido que aprender a sostener el tenedor y la cuchara y a que nos gustara una comida que nunca antes habíamos probado. Y no me digas que no era infantil el que al principio necesitáramos un guía cuando salíamos para no perdernos, y que se nos advirtiese contra gente peligrosa y de los lugares que estaba prohibido visitar.

– Es verdad, los que venimos de Suecia hemos sido como auténticas criaturas porque primeramente tuvimos que aprender a hablar -dijo Gertrud-. Tuvimos que aprender cómo se llamaban las sillas y las mesas, los armarios y la cama.

Ambos se entusiasmaron esforzándose en encontrar más puntos de similitud. Gabriel se sentía eufórico por haber hallado algo que le interesara tanto a Gertrud, que la hacía salir de su apatía habitual y hablar animadamente con la alegría de antes.

– Yo he tenido que aprender a reconocer árboles y plantas tal como me enseñó mi madre cuando era pequeño -dijo Gabriel-. He aprendido a distinguir entre melocotones y albaricoques, y entre la nudosa higuera y el retorcido olivo. He aprendido a reconocer al turco por su chaquetilla corta y al beduino por su manto rayado, y al derviche por su gorra de fieltro y al judío por los tirabuzones cortos que le cuelgan sobre la oreja.

– Sí, es igual que cuando éramos pequeños y nos enseñaban a distinguir un campesino de Floda de otro de Gagnef por el abrigo y el sombrero.

– Lo más infantil de todo es que dejamos que otros decidan nuestra vida -dijo él-, y que no disponemos de dinero propio sino que tenemos que pedir cada real a los demás. Cada vez que un verdulero me ofrece una naranja o un racimo de uvas recuerdo cuando era pequeño y tenía que pasar de largo el puesto de golosinas del mercado porque no llevaba ni un céntimo.

– Yo diría que estamos totalmente transformados -repuso Gertrud-. Si volviéramos a Suecia la gente no nos reconocería.

– Es difícil no sentirse como un crío cuando el campo de patatas que cavamos no llega al tamaño de un granero -dijo Gabriel con énfasis-, y cuando lo labramos con un arado hecho con una rama de árbol, y cuando arreamos un asno de esos pequeños en vez de un caballo, y cuando no tenemos un verdadero trabajo del que ocuparnos sino sólo minucias domésticas para matar el tiempo.

– Supongo que a lo que Jesucristo se refería con esas palabras era a una disposición de ánimo.

– También nuestro ánimo ha cambiado, Gertrud, ya lo creo que sí. ¿No te has fijado en que si tenemos preocupaciones graves ya no nos pesan durante días o meses como antes, sino que al cabo de un par de horas ya las hemos olvidado?

Justo cuando Gabriel decía esto les llamaron para almorzar. Gabriel se puso de muy mal humor; junto a Gertrud, podría haber andado todo el día sin comer. De todos modos, la paz y el contento que sentía ese día le hicieron pensar: «Cuánta razón tienen los colonos: lo único que precisan las personas para ser felices es vivir en paz y concordia, como hacemos nosotros. Me gusta mucho cómo es todo aquí, no cambiaría nada. Aunque quiera mucho a Gertrud, ya no necesito darle un hogar ni que sea mi esposa. Ya no me atormentan las ansias de amar, como le pasa a la persona que vive fuera, en la sociedad. Con tal de verla un poco cada día y de poder servirla y protegerla me siento plenamente satisfecho.» Le habría gustado decirle que se sentía como un niño también en ese sentido; pero era demasiado tímido, no habría sabido encontrar las palabras adecuadas!

Gabriel hizo todo el camino de regreso pensando en eso. Le parecía necesario explicarle a Gertrud, con unas pocas palabras, lo cambiado que estaba, para que siempre se sintiera segura en su compañía y confiase en él como en un hermano.

Llegaron a casa cuando el sol se ponía. Gabriel se sentó a los pies de un viejo sicomoro situado junto al portal de la mansión. Quería quedarse al aire libre el mayor tiempo posible. Después de que todos estuvieran dentro, Gertrud se le acercó para saber si no pensaba entrar.

– Sigo dándole vueltas a lo que hablamos antes -dijo él-. Pensaba en qué pasaría si Cristo apareciese andando por ese camino, como seguramente debió de hacer cientos de veces en la vida real, y se sentara bajo este árbol y me dijera: «Si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.» -En su tono había un deje de ensoñación, como si pensara en voz alta.

Gertrud, inmóvil, le escuchaba y pensaba en cómo le solía gustar a la gente oír hablar al padre de Gabriel, y entonces se dio cuenta de que Gabriel había heredado de él el don de decir cosas que no parecían inventadas por él sino dictadas al oído.

– Entonces yo le diría -prosiguió Gabriel-: «Señor, nosotros nos ayudamos y asistimos los unos a los otros sin solicitar un sueldo a cambio, exactamente igual que hacen los niños; y si nos enfadamos con alguien no lo odiamos para siempre sino que, antes de que acabe el día, ya volvemos a ser amigos. ¿No te das cuenta, Señor, de que verdaderamente somos como niños?»

– ¿Y qué te contestaría él? -preguntó Gertrud dulcemente.

– Nada. Se queda ahí sentado y repite: «Si no os volviereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.» Y yo le digo más o menos lo de antes: «Señor, nosotros queremos a todo el mundo, igual que los niños. No hacemos distinciones entre judíos y armenios, beduinos y turcos, blancos y negros. Amamos a los analfabetos tanto como a los cultos, a los humildes tanto como a los ricos, y compartimos nuestra casa tanto con musulmanes como con cristianos. Por tanto, ¿no es cierto que somos como niños y podremos entrar en tu reino?»

– ¿Y Jesucristo qué contesta?

– Nada. Sigue inmóvil bajo el árbol y dice muy despacio: «Si no os volviereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.» Y entonces comprendo lo que quiere decir y le digo: «Señor, también en eso me he convertido en un niño, ya no siento la clase de amor que sentía antes, sino que mi amada es como una compañera de juegos y una hermana querida con la cual salgo a coger flores al campo. Señor, ¿no es eso ser como…»

Se interrumpió bruscamente porque en el mismo momento en que pronunciaba esas palabras sintió que mentía. Era como si Jesucristo realmente hubiese tomado asiento bajo el árbol y, sentado frente a él, pudiese vislumbrar hasta el último rincón de su alma. Y Gabriel tuvo la sensación de que Jesús veía cómo el amor se erguía en su interior, desgarrándole con sus zarpas como una bestia salvaje, porque él intentaba negarlo ante sí mismo y ante la persona amada. Conmocionado, Gabriel escondió el rostro entre sus manos y, entre sollozos, pronunció las siguientes palabras:

– No, Señor, no soy como un niño y no puedo entrar en tu reino. Tal vez los otros sí puedan, pero yo no puedo apagar el fuego que arde en mi alma, ni la vida que late en mi corazón. Amo y me abraso con un ardor que ningún niño puede sentir. Pero si ésa es tu voluntad, dejaré que este fuego me devore hasta el final de mis días, sin intentar nunca aplacar mi sed.

Abrumado por ese nuevo e inmenso amor que había irrumpido de su guarida secreta, permaneció sentado llorando largamente. Cuando levantó la vista, vio que Gertrud le había dejado solo. Se había ido con tanto sigilo que no la había oído marcharse.

Días de pobreza

Un par de meses después, un día de finales de abril, Ingmar Ingmarsson vino a detenerse frente a la Puerta de Jafa. El tiempo era excepcionalmente bueno, la calle estaba abarrotada de gente e Ingmar disfrutaba del espectáculo del abigarrado gentío que entraba y salía por el portal.

Pero no llevaba allí muchos minutos cuando se olvidó por completo de dónde estaba y se ensimismó de nuevo en la cuestión que le absorbía noche y día. «Si supiera cómo conseguir que Gertrud abandone la colonia -pensó-; pero me parece que es completamente imposible.»

Ingmar había acabado por tener claro que no iba a consentir que Gertrud permaneciera en Jerusalén; para que él recuperara su paz de espíritu debía llevarla de vuelta a casa. «¡Ojalá la tuviera ya a resguardo en la querida escuela! -pensó-. ¡Ojalá la hubiera sacado ya de este terrible país, donde hay tantas personas crueles, tantas enfermedades peligrosas y tantas ideas y fanatismos extraños! Lo único que me importa es llevarla a Dalecarlia; no voy a detenerme a pensar en si la quiero, o en si ella me quiere; sólo voy a procurar devolvérsela a sus ancianos padres.

»La verdad es que la situación en la colonia ha empeorado mucho desde que llegué. Los tiempos son muy duros y eso ya es excusa suficiente para llevármela a casa. No entiendo por qué los colonos se han vuelto tan pobres de repente, da la impresión de que están sin un céntimo. No se atreven a pedir dinero para un abrigo nuevo o un vestido, nadie osa comprar una naranja en el mercado y no me sorprendería que para ahorrar no comieran lo suficiente.»

Últimamente, Ingmar tenía la impresión de que Gertrud empezaba a enamorarse de Gabriel e imaginaba que bastaría con que estuvieran en Suecia para que ella se casara con él. Ingmar no podía concebir una dicha mayor. «Sé perfectamente que nunca podré volver con Barbro -pensaba-, pero me contentaría con no tener que casarme con otra mujer y poder vivir solo el resto de mi vida.» Pero apartaba con brusquedad esos pensamientos, increpándose severamente. «¡No tienes que pensar ni en esto, ni en aquello, ni en lo de más allá, y sobre todo no te hagas ilusiones, tú sólo dedícate a pensar un plan para llevar a Gertrud a casa!»

Mientras Ingmar se encontraba sumido en sus cavilaciones, vio que uno de los colonos gordonistas salía del consulado americano en compañía del propio cónsul. Ingmar se extrañó. Estaba suficientemente informado sobre los asuntos de la colonia para saber que el cónsul no cejaba nunca en su empeño de infligir a la colonia el mayor daño posible. Entre él y los miembros de la colonia existía una profunda enemistad.

El hombre que había ido a visitar al cónsul era un ruso llamado Godokin que, antes de unirse a los gordonistas, había vivido varios años en Estados Unidos. Cuando salieron a la calle el cónsul se despidió:

– ¿Así que vas a intentar resolver el asunto mañana? -preguntó el cónsul.

– Sí -respondió el ruso-, tengo que zanjar el asunto mientras la señora Gordon está fuera.

– No te desanimes -dijo el cónsul-. Pase lo que pase yo te cubriré las espaldas.

Justo en ese instante, el cónsul vio a Ingmar.

– ¿Ése de ahí no es uno de ellos? -preguntó en voz baja.

Godokin se giró espantado pero se tranquilizó al reconocer a Ingmar.

– Es ese que todo el día está en Babia -dijo sin preocuparse en hablar con más discreción-. No lleva mucho tiempo en la colonia; no creo que entienda inglés.

Con lo cual, el cónsul también se tranquilizó; y al despedirse de Godokin, dijo:

– Si llevas tu cometido a buen puerto espero que, finalmente, podamos deshacernos de toda esa chusma.

– Sí -dijo Godokin, aunque ahora parecía menos seguro.

El ruso se quedó un momento observando cómo el cónsul se alejaba y a Ingmar le dio la impresión de que su rostro tenía el color de la ceniza y de que todo él temblaba. Finalmente también él se fue. Ingmar se sintió muy inquieto por lo que acababa de escuchar.

«Tiene razón en que no entiendo el inglés demasiado bien -pensó-, pero lo que está claro es que ese tipo tiene la intención de montar algún escándalo en la colonia hoy mismo, aprovechando que la señora Gordon está en Jafa. Me gustaría saber qué trama. El cónsul ponía tal cara de contento que era como si los colonos ya hubieran caído en desgracia. Quizás el ruso lleve meses descontento con el funcionamiento de la colonia. He oído decir que era uno de los más entusiastas cuando llegó; pero que últimamente se ha enfriado. Quién sabe si tal vez ama a alguien y no puede llevársela de aquí de otro modo que disolviendo la colonia, y entonces, claro, se le ha ocurrido que la colonia no podrá sobrevivir a la pobreza que se ha instalado en ella, y que cuanto antes se desintegre mejor. Sí, bien mirado, yo diría que es la pobreza la que ha enfriado sus ánimos. Hace tiempo que, por lo bajo, se dedica a fomentar el descontento entre los colonos. Un día oí que se quejaba de que la señorita Young iba mejor vestida que las otras jóvenes; y en otra ocasión le oí afirmar que en la mesa de la señora Gordon se servía mejor comida que en el resto. ¿Qué debo hacer? -se preguntó Ingmar y dio un paso al frente-. Ese tipo es peligroso. Debería darme prisa y advertirles de lo que he oído.»

Pero, al minuto siguiente, volvía a ocupar el lugar de antes junto a la puerta de Jafa. «Tú, Ingmar, deberías ser el último en ir a contarles una cosa así a los gordonistas -pensó-. Si dejas que el ruso se salga con la suya lo tendrás muy fácil. ¿No te devanabas los sesos hace un rato para conseguir que Gertrud abandone la colonia? Ahora esto se producirá por sí solo. Es evidente que tanto el cónsul como Godokin se referían a que pronto no quedarían gordonistas en Jerusalén. ¡Ojalá se disuelva la colonia! De ser así, Gertrud se alegrará de volver a Suecia.»

En el mismo instante en que Ingmar pensó en volver a casa, le invadió la nostalgia. «La verdad es que, cuando pienso que ahora en abril debería estar labrando mis campos, comienzo a sentir tirones en los brazos y los dedos me duelen de las ganas que tienen de agarrar unas riendas. No concibo que los suecos que hay aquí hayan podido resistir sin trabajar la tierra y el bosque durante tanto tiempo. Además, creo que si un hombre como Tims Halvor hubiera tenido una carbonera que vigilar, o un campo que labrar, hoy estaría vivo.»

La impaciencia y el anhelo le impidieron permanecer parado por más tiempo. Cruzó la puerta y siguió adelante por el camino que recorre el valle de Hinnom. Sin cesar, y con mayor determinación cada vez, se repetía que si estuvieran en Suecia Gertrud se casaría con Gabriel y él, Ingmar, podría seguir su vida solo. «Tal vez, Karin querría volver y convertirse de nuevo en ama de Ingmarsgården -pensó-. Sería lo más apropiado y entonces hasta podría darse el caso de que su hijo heredara la finca. Si Barbro se trasladara al pueblo de su padre, como no está demasiado lejos, podría verla de vez en cuando -se dijo, y prosiguió fraguando planes-: Me llegaría hasta su iglesia cada domingo, y a veces nos encontraríamos en alguna boda o funeral, y entonces podría sentarme a su lado durante el banquete y hablar con ella. Aunque hayamos tenido que divorciarnos, no somos enemigos.»

En un momento dado, Ingmar llegó a plantearse si sería ilícito, por su parte, alegrarse de la desintegración de la colonia. Pero se defendió con pasión ante sí mismo. «Es imposible vivir tanto tiempo entre los colonos sin darse cuenta de que son excelentes personas -pensó-, pero aun así nadie puede querer que esto continúe. ¡Recuerda cuántos de ellos han muerto ya, y todas las persecuciones que han tenido que soportar y la pobreza extrema en la que viven ahora! Sí, a mi entender, y muy especialmente desde que son tan pobres, es deseable que la colonia se disuelva cuanto antes.»

Entretanto, Ingmar había rebasado el valle de Hinnom y continuado subiendo por el camino del monte de la Condena, en la cima del cual se extendían multitud de nuevos edificios palaciegos mezclados con las ruinas más antiguas. Ingmar había avanzado entre los edificios sin pensar dónde estaba; ora se detenía, ora seguía adelante, tal como se suele hacer bajo el influjo de una intensa actividad mental.

Finalmente se quedó de pie bajo un árbol. Permaneció allí un buen rato antes de fijarse en él. Era bastante alto y distinto del resto de árboles, puesto que sólo tenía ramas en un lado del tronco. Ninguna rama se elevaba hacia arriba sino que formaban una masa compacta y nudosa que señalaba recto hacia el oriente.

Cuando Ingmar finalmente reconoció el árbol no pudo evitar un sobresalto, como si se hubiese asustado. «Es el árbol de Judas -pensó-, aquí fue donde el traidor se colgó. Qué raro que haya andado hasta aquí.»

No siguió adelante sino que se quedó donde estaba, mirando la copa del árbol. «Me gustaría saber si Dios me ha conducido hasta aquí porque piensa que estoy traicionando a la gente de la colonia. ¿Y si la divina providencia ha decidido que esa colonia exista y perdure?» Las ideas de Ingmar avanzaban ahora plomizas y lentas; y los pensamientos que conseguían llegar a su destino eran amargos y dolorosos. «Digas lo que digas en tu defensa, sigue estando mal que no adviertas a los colonos de que se están urdiendo planes contra ellos.

»Por lo visto, crees que Dios no sabía lo que hacía cuando condujo a tus familiares más cercanos a este país. Pero aunque seas incapaz de adivinar sus intenciones, deberías comprender que esto ha de durar más que un par de años solamente.

»Tal vez Dios bajó la vista hacia Jerusalén y vio todas las luchas internas que asolaban la ciudad, y entonces pensó: "También aquí quiero crear un refugio para la unidad, así que estableceré una morada donde convivan la paz y la concordia."»

Ingmar seguía sin moverse; dejó que esas ideas opuestas se enfrentaran, luchando como encarnizados contrincantes. La esperanza a la que se había aferrado, aquella de poder marcharse a casa pronto, seguía ahí. Aguantó largo rato intentando que no se le escapara entre las manos. El sol se puso y rápidamente llegó la noche; y aun así, Ingmar continuó su combate en la oscuridad.

Cada vez fue teniendo más claro que Dios preparaba una gran obra allí en Oriente. «Llegará un día en que estos países se liberarán de sus opresores -pensaba-, y es para que ese día sea una bendición, no una desgracia, que Nuestro Señor ha reunido en Jerusalén y diseminado por el país grupúsculos de gente capacitada que educará y enseñará a los demás, hasta que se inicie el proceso de redención.» Finalmente, juntó sus manos y rogó a Dios: «Ahora, Dios mío, te pido que no permitas que me desvíe de tu camino. De ningún modo quiero oponerme a ti, si es que necesitas a la gente de mi aldea en esta tierra.»

Tan pronto hubo formulado estas ideas, le invadió una extraña paz. Pero al mismo tiempo sintió que su voluntad se escurría de su ser, e Ingmar empezó a actuar según una voluntad ajena a él. La sensación era tan palpable como si alguien le hubiese tomado de la mano y le guiara. «Dios me lleva», pensó.

Bajó del monte de la Condena, recorrió el valle de Hinnom y dejó a un lado Jerusalén. Durante todo el trayecto su intención era dirigirse a la colonia para explicarles a los dirigentes su descubrimiento. Sin embargo, cuando llegó a la bifurcación de la cual arrancaba el camino a Jafa, oyó cascos de caballos a sus espaldas. Se dio la vuelta y divisó a un dragomán de la legación, el cual había visitado la colonia en repetidas ocasiones, que venía al galope con dos caballos; uno lo montaba, al otro lo guiaba cogido por las bridas.

– ¿Adónde vas? -preguntó Ingmar, deteniéndolo.

– A Jafa -respondió el hombre.

– Yo también quisiera ir a Jafa. -De repente, se le había ocurrido que debería aprovechar la ocasión para dirigirse directamente a la señora Gordon, sin entretenerse volviendo primero a la colonia.

No tardaron en acordar que Ingmar montaría el caballo libre hasta Jafa. Era un buen caballo e Ingmar se felicitó de su ocurrencia. «Las doce leguas que hay hasta Jafa debería poder recorrerlas esta noche -pensó-. De ese modo la señora Gordon podrá estar de vuelta mañana por la tarde.» Pero cuando llevaba cabalgando una hora notó que su caballo cojeaba. Desmontó y constató que había perdido una herradura.

– ¿Qué hacemos ahora? -le preguntó al dragomán.

– La única solución es que yo vuelva a Jerusalén para que le pongan otra.

En principio, Ingmar, en medio de la carretera y solo, no supo a qué atenerse. De pronto decidió continuar el viaje hasta Jafa a pie. No sabía si era lo más sensato que podía hacer, pero aquella voluntad a la que estaba supeditado le empujaba hacia delante. Una suerte de impaciencia le impedía volver.

Así que, andando a grandes zancadas, avanzó a buena marcha. Sin embargo, al cabo de un rato se inquietó. «¿Cómo averiguaré dónde se hospeda la señora Gordon en Jafa? Cuando me acompañaba el intérprete era otra cosa; ahora tendré que ir de casa en casa preguntando por ella.» Pero a pesar de lo justificada que le pudiera parecer su inquietud, siguió la marcha.

La carretera era ancha y estaba en buen estado. No le hubiera costado andar por ella aunque la noche hubiera sido oscura. Pero hacia las ocho salió la luna. Las colinas iluminadas, a través de las cuales serpenteaba la carretera, se extendían ampliamente a su alrededor. El camino subía y bajaba por esas colinas. Tan pronto Ingmar ganaba una cima, le esperaba la siguiente. A intervalos le sobrevenía un gran cansancio, pero aquella fuerza imperiosa le empujaba hacia delante. No se permitió hacer una pausa para descansar ni siquiera un minuto.

Anduvo a ese ritmo hora tras hora. No sabía cuánto tiempo llevaba caminando pero seguía entre las colinas. Tan pronto llegaba a la cima de una cuesta pensaba que esa vez sí podría divisar la llanura de Sarón y, tras ella, la franja del mar. Pero lo único que veía eran hileras y más hileras de colinas alineadas ante él.

Sacó el reloj y el claro de luna le permitió distinguir fácilmente los números y las manecillas. Rayaban las once. «¡Qué tarde es! -pensó-. ¡Y todavía estoy en las montañas de Judea!» Una creciente inquietud le invadió. No podía caminar, tenía que correr.

Jadeaba, la sangre le martillaba las sienes y el corazón le latía desbocado. «Me voy a destrozar, no aguantaré este ritmo», se dijo, pero siguió corriendo. El camino se extendía liso y parejo a la luz de la luna, y no pensó que hubiera peligro. Sin embargo, al llegar al fondo del valle entró en una zona oscura. Ahí el camino no se distinguía tan claramente, pero aun así no se detuvo. Hasta que tropezó con una piedra y cayó al suelo.

En el acto se puso en pie, pero se había golpeado la rodilla y le costaba andar. Fue a sentarse a la cuneta. «Se me pasará enseguida si descanso un poco.» Sin embargo, le resultó casi imposible estarse quieto. Apenas si esperó a recobrar el aliento. «Obra en mí una voluntad ajena -se dijo-. Es como si alguien tirara de mí y empujara hacia Jafa.»

Se levantó de nuevo. Sintió fuertes dolores en la rodilla pero no hizo caso y siguió caminando. Al cabo de un rato la pierna se negó a seguir y él quedó tumbado en la carretera. «Esto es el fin -pensó al caer, dirigiéndose a esa fuerza que le empujaba-. Ahora se te tiene que ocurrir algo para ayudarme.» Al instante, oyó a lo lejos el sonido de un carro. Se aproximaba a una rapidez increíble. Casi de inmediato, tuvo el coche prácticamente encima. Por el ruido, dedujo que el caballo bajaba la cuesta a galope tendido. También oyó un látigo que chasqueaba sin cesar, y los gritos con que el cochero arreaba al caballo.

Ingmar se apresuró a levantarse para apartarse de la calzada. Se metió en la cuneta para evitar el atropello. Por fin, el coche bajó la larga pendiente por la que había descendido Ingmar hacía muy poco. Veía claramente lo que se acercaba. El vehículo era una simple carreta pintada de verde, del tipo que se usa en el oeste de Dalecarlia. «Vaya -pensó enseguida-, aquí falla algo. No creo que haya carretas de éstas en Palestina.» El cochero le pareció aún más extraño. También procedía de Dalecarlia, y su aspecto era clavado a un auténtico campesino de aquellos pagos, con sombrero negro de ala estrecha y el pelo cortado a tazón. Para completarlo, el hombre se había sacado la chaqueta y conducía enfundado en un chaleco verde de manga corta roja. Esa indumentaria era de Dalecarlia, no había duda. Asimismo, el caballo resultaba muy curioso. Era un bellísimo ejemplar, grande y fuerte. El pelaje era de un rutilante negro, de tan bien cuidado que estaba, y de su cuerpo emanaba un resplandor. El cochero no iba sentado sino de pie, inclinándose sobre el caballo mientras lo fustigaba chasqueando el látigo sobre su cabeza. Sin embargo, el animal no parecía sentir los latigazos, y tampoco la tremenda velocidad parecía extenuarlo; sino que seguía adelante sin esfuerzo, como si se tratara de un juego.

Cuando el cochero llegó a la altura de Ingmar detuvo el carro en seco.

– Monta, si quieres te llevo -dijo.

Por muchas ansias que tuviera Ingmar de llegar a Jafa, el ofrecimiento no le hizo ninguna gracia. No sólo comprendía que todo aquello era una abominable fantasmagoría infernal, sino que el rostro del cochero resultaba repulsivo, plagado de cicatrices como si fuese un pendenciero incorregible. Sobre uno de los ojos lucía un navajazo fresco.

– Seguro que no estás acostumbrado a estas velocidades -añadió el hombre-, pero creía que tenías prisa.

– ¿Tu caballo es seguro?

– Es ciego, pero muy seguro.

Ingmar sintió un escalofrío en todo el cuerpo. El tipo se inclinó hacia él y lo miró fijamente a los ojos.

– Sube con toda confianza -dijo-, ya debes de saber quién me envía, ¿no?

Al oír aquello Ingmar recobró la compostura. Montó en el coche y, a una velocidad salvaje, se precipitaron rumbo al llano de Sarón.


La señora Gordon había viajado a Jafa para cuidar a una amiga que había caído enferma. Era la esposa de un misionero que siempre había sido muy benevolente con los colonos gordonistas y les había procurado ayuda en numerosas ocasiones.

La noche en que Ingmar Ingmarsson iba de camino a Jafa, la señora Gordon había estado velando a la enferma hasta pasada la medianoche, hora en que había llegado su relevo. Al salir del cuarto de la enferma, vio que la noche era luminosa y clara, la luna bañaba el paisaje con una bella luz plateada que sólo es apreciable junto al mar. Subió a la azotea y se puso a contemplar los extensos naranjales, la antigua ciudad apilada sobre una escarpada roca, y los cabrilleos de la luna sobre la infinita superficie del mar. No se encontraba en la misma Jafa sino en la colonia alemana, situada en una pequeña loma en las afueras de la ciudad. Justo debajo de la azotea donde se hallaba, discurría la ancha carretera que atraviesa la colonia. A la luz blanquecina podía ver un buen trecho de carretera entre casas y jardines.

De pronto advirtió que un hombre avanzaba por el camino lentamente y vacilando. Era un hombre alto y el claro de luna le hacía más alto de lo que en realidad era, de modo que tuvo la impresión de que se trataba de un auténtico gigante. Cada vez que pasaba delante de una casa se detenía y la observaba a conciencia. Por alguna razón, la señora Gordon pensó que había algo fantasmagórico y horrible en aquella figura, como si se tratara de un espectro que buscara una casa para dar un susto de muerte a sus pobres moradores.

Finalmente, el hombre llegó a la casa donde estaba apostada ella, casa que estudió más detenidamente que las anteriores. Luego la fue rodeando y ella oyó los golpecitos que daba en los cristales de las ventanas y cómo intentaba abrir la puerta. La señora Gordon se asomó para observar qué intentaba, y entonces el hombre la vio.

– Señora Gordon -dijo en voz baja-, quisiera decirle unas palabras.

El hombre echó la cabeza atrás para verla mejor y en ese momento ella reconoció a Ingmar Ingmarsson.

– Señora Gordon, ante todo quiero decirle que he venido por cuenta propia hasta aquí, sin que ninguno de los hermanos lo sepa.

– ¿Ocurre algo malo en casa?

– No, nada malo, pero sería conveniente que usted regresara.

– Iré mañana -dijo la mujer.

Ingmar consideró la respuesta y luego dijo con la mayor parsimonia:

– Sería preferible que viajara usted esta noche.

La señora Gordon, algo irritada, pensó en lo molesto que sería despertar a toda la casa, y además aquel labriego desde luego no era quién para venir a darle órdenes. «Si al menos me dijera qué pasa», pensó, y empezó a preguntar si alguien había caído enfermo o si se habían quedado sin dinero. Pero en vez de contestar, Ingmar comenzó a andar en dirección a la carretera.

– ¿Se va usted ya? -preguntó ella.

– Le he traído el recado, ahora haga usted lo que quiera -respondió Ingmar sin girarse.

La mujer entendió que algo grave ocurría y decidió no demorarse más.

– Si me espera un momento podrá viajar conmigo -le gritó a Ingmar, que ya se alejaba.

– No, gracias, mi medio de transporte es mejor que el que usted pueda ofrecerme.

El anfitrión de la señora Gordon le prestó unos caballos excelentes. Pudo cruzar rápidamente la llanura de Sarón y luego se adentró en el ondulante territorio que precedía a los montes de Judea. Hacia el alba, su coche subió las prolongadas cuestas que rodean la antigua guarida de ladrones de Abu Gosch. Se sentía muy molesta por haberse dejado inducir tan fácilmente a regresar a la colonia. Aquel labriego, que no estaba al corriente de nada, no era quién para obligarla a seguir sus dictados. Una y otra vez pensó que no debía continuar el viaje sino regresar a Jafa.

Cuando había ya recorrido numerosas pendientes y descendía por una depresión, divisó a un hombre sentado en la cuneta. Tenía la cabeza apoyada en su mano y parecía dormir. Al pasar el coche, el hombre alzó la vista y la señora Gordon reconoció a Ingmar Ingmarsson. «¿Cómo es posible que ya haya llegado tan lejos?», pensó. Luego detuvo el coche y llamó a Ingmar. Al oír su voz, él se alegró sobremanera. Se puso en pie de un salto.

– ¿Vuelve usted a la colonia, señora Gordon?

– Así es.

– Menos mal -dijo Ingmar-. ¿Sabe usted? Yo iba de camino a buscarla pero me caí y me lastimé la rodilla, así que me he pasado la noche aquí sentado.

La mujer lo miró atónita.

– ¿No ha estado usted en Jafa esta noche, Ingmar Ingmarsson?

– Pues no; sólo en sueños. Apenas daba una cabezada tenía la impresión de recorrer calle arriba y calle abajo, buscándola a usted por toda Jafa.

Ella se quedó perpleja y no se le ocurrió nada que decir. Ingmar sonrió tímidamente al persistir ella en su silencio.

– ¿Sería tan amable de llevarme con usted, señora Gordon? -pidió él-. No me valgo por mí mismo.

Al instante, la mujer se apeó del coche y le ayudó a subir. De pronto, se quedó inmóvil.

– Esto es incomprensible -dijo muy despacio.

Ingmar tuvo que sacarla de su estupefacción.

– No se lo tome a mal, pero sería muy conveniente que volviera usted a la colonia cuanto antes.

La señora Gordon subió al coche y de nuevo se quedó callada cavilando. Ingmar tuvo que sacarla nuevamente de ese estado.

– Disculpe, pero hay algo que debo contarle. ¿No le habrá llegado algún mensaje de ese Godokin, por casualidad?

– No.

– Es que ayer oí cómo hablaba con el cónsul americano. Planea armar un escándalo hoy, mientras usted esté ausente.

– ¿Qué dice usted? -exclamó ella.

– Tiene la intención de destruir la colonia.

La señora Gordon consiguió centrarse por fin. Se volvió hacia Ingmar y procedió a interrogarle minuciosamente acerca de lo que había oído.

A continuación, volvió a sumirse en sus meditaciones. Luego, de repente, dijo:

– Me alegra que usted, Ingmar Ingmarsson, se preocupe tanto por la colonia.

Él se ruborizó de oreja a oreja y preguntó cómo estaba tan segura.

– Lo sé porque esta noche ha ido usted a Jafa a comunicarme que debía regresar urgentemente -respondió ella.

Ahora le tocó a ella explicarle cómo lo había visto y lo que él le había dicho. Al acabar, Ingmar dijo que eso era lo más extraordinario que le había sucedido jamás.

– Si no me equivoco, antes de que caiga la noche habremos visto cosas más extraordinarias aún -dijo ella-, puesto que ahora tengo la certeza de que Dios nos ayuda.

La señora Gordon estaba ahora tranquila y de buen humor, y charlaba con Ingmar como si no existiera ninguna amenaza.

– Entretanto, ¿por qué no me explica usted, Ingmar Ingmarsson, si ha ocurrido algo en casa mientras he estado fuera?

Él recapacitó. Luego empezó a excusarse en que no sabía el idioma.

– No se preocupe, le entiendo muy bien -dijo ella-. Habla usted inglés casi igual de bien que el resto de sus compatriotas.

– En general, las cosas han ido tirando como siempre -admitió Ingmar finalmente.

– Pero seguro que algo habrá para contar.

– No sé si usted ha oído hablar del molino del pachá Baram.

– Pues no. ¿Qué ocurre con él? -preguntó la señora Gordon-. Ni siquiera sabía que el pachá Baram tuviese un molino.

– Pues sí. Recién nombrado gobernador de Jerusalén, el pachá pensó, por lo visto, que el pueblo necesitaba algo más que molinos manuales con los que moler el grano. Así que emprendió la tarea de construir un molino de vapor en uno de los grandes valles de los alrededores. De todos modos, no es extraño que usted no haya oído hablar de ese molino porque casi nunca ha funcionado. El pachá no ha dispuesto de la gente adecuada para llevarlo, y por lo general ha estado estropeado. Pues bien, hace un par de días nos llegó un recado de parte del pachá en que se nos preguntaba si algún gordonista podía ponerle en marcha el molino. Así que unos cuantos de nosotros fuimos allí y lo arreglamos.

– Eso es una buena noticia, me alegro de que hayamos podido hacerle un favor al pachá Baram.

– Quedó tan satisfecho que propuso que los gordonistas llevaran el molino permanentemente. Les ofreció el molino sin necesidad de pagar arriendo. «Mientras se encarguen de que el molino funcione -dijo-, pueden ustedes quedarse con todos los beneficios.»

Ella se giró para mirarlo.

– ¿Y bien? -dijo-, ¿qué contestaron a eso?

– No se lo pensaron dos veces, dijeron que de buena gana se encargarían de hacerlo funcionar, y que no cobrarían nada por su trabajo; ¿qué otra cosa podían decir?

– Dijeron lo correcto -respondió la señora Gordon.

– Pues no sé yo si era tan correcto, porque ahora el pachá no quiere dejarles el molino. No les entregará el molino si rehúsan cobrar por su trabajo. Dice que no se puede acostumbrar a la gente a obtener las cosas gratis. Dice que todos los que vendan harina o posean un molino, protestarían contra él ante el sultán.

La señora Gordon guardó silencio.

– Así que el asunto del molino quedó en nada -prosiguió Ingmar-. La colonia, por lo menos, habría ganado pan para su uso doméstico, y para el pueblo habría sido una bendición tener un molino que funcionase. Pero qué se le va a hacer.

La señora Gordon tampoco contestó a esto.

– ¿Ha ocurrido algo más? -dijo como invitando a Ingmar a cambiar de tema.

– Ah, sí, también tenemos el asunto de la señorita Young y la escuela. ¿No ha oído usted hablar de eso?

– No.

– Pues bien, el efendi Achmed, [56] que es el director de todas las escuelas musulmanas de Jerusalén, vino a vernos hace un par de días y dijo: «Hay una escuela musulmana para niñas aquí en Jerusalén, donde centenares de criaturas se reúnen diariamente sólo para chillar y pelearse. Cuando uno pasa por delante de esa escuela, el alboroto y la algarabía que se oyen superan el estruendo del Mediterráneo en el puerto de Jafa. Ignoro si las maestras saben leer y escribir; pero lo que sí sé es que no les enseñan nada a sus alumnas. Yo no puedo ir allí en persona y tampoco puedo enviar a un maestro que ponga orden porque nuestra religión nos prohíbe entrar en una escuela femenina. En estos momentos, sólo se me ocurre una solución para ayudar a la escuela», dijo el efendi Achmed, «y es que la señorita Young se encargue de todo. Sé que es una mujer instruida y que sabe árabe. Le concederé el sueldo que me pida, con tal que se haga cargo de esa escuela».

– ¿Y bien? -preguntó la señora Gordon-, ¿cómo acabó?

– Pues lo mismo que con el molino. La señorita Young dijo que estaba dispuesta a hacerse cargo de la escuela pero que no cobraría por su trabajo. El efendi le contestó: «Es mi costumbre remunerar a quienes trabajan para mí. Nunca he sido dado a aceptar dádivas de nadie.» Pero ella se mostró inflexible y el efendi se fue con las manos vacías. Estaba enojado y responsabilizó a la señorita Young de que tantas niñas pobres crecieran sin cuidados ni educación.

La señora Gordon guardó silencio un momento y luego dijo:

– Me doy cuenta de que usted, Ingmar Ingmarsson, está convencido de que hemos actuado mal en estos dos casos. Como siempre conviene escuchar la opinión de un hombre sensato, le pido tenga la amabilidad de contarme en qué otros temas discrepa usted de nuestro modo de vida.

Ingmar reflexionó largo rato. La señora Gordon era una persona de tanta dignidad que no resultaba fácil presentar objeciones.

– Bien -dijo al cabo-, pienso que no deberían ustedes vivir con tanta pobreza.

– ¿Cómo cree usted que podríamos evitarlo? -repuso ella esbozando una sonrisa.

Esta vez, Ingmar tardó aún más en contestar.

– Si permitiera que su gente aceptase trabajos remunerados no estarían ustedes en una situación tan precaria.

La señora Gordon contestó con brusquedad:

– Pienso que si he logrado dirigir esta colonia de manera que hemos vivido en amor y concordia durante dieciséis años, no puede venir un intruso como usted a proponer cambios.

– Ahora se enfada conmigo, cuando ha sido usted quien me ha preguntado mi opinión.

– Sé muy bien que su intención es buena -repuso ella-. Por otro lado, le diré que todavía tenemos mucho dinero, aunque últimamente alguien ha estado enviando informes falsos sobre nosotros a nuestros banqueros en América; ésa es la razón de que no nos hayan mandado dinero. De todas formas, ahora sé que nos llegará un día de éstos.

– Me alegro -dijo Ingmar-. Pero en mi patria decimos que es mejor fiarse del trabajo que haces que de tus ahorros.

Ella no dijo nada, e Ingmar comprendió que lo mejor era no seguir hablando del tema. Al cabo de un rato, la señora Gordon volvió a iniciar la conversación.

– Seguro que no era ésa la única objeción que tiene usted, Ingmar -dijo-. Habrá otras cosas que le disgusten.

Esta vez él se hizo de rogar mucho y ella tuvo que implorarle repetidamente antes de que se aviniera a decir lo que pensaba.

– Opino que no debería permitir que la gente hablara tan mal de ustedes -dijo al fin.

– ¿Y cómo cree usted que podríamos impedirlo? -repuso ella.

– ¿No cree que lo malo que se cuenta de la colonia se debe a que se las dan ustedes de santos? Si quisieran ser como los demás y dejar que la gente joven se casara, ya vería qué pronto acabarían las maledicencias.

Para asombro de Ingmar, la mujer se molestó menos por esta observación que por su propuesta de buscar trabajos remunerados.

– No es usted el primero que me lo dice. Pero si les pregunta a los colonos le dirán que quieren vivir una vida pura y sin tacha.

– Sí, es cierto -dijo Ingmar.

– Dios nos enviará una señal, si considera que hemos de cambiar algo al respecto -respondió la señora Gordon, y a partir de ahí la conversación murió.

Llegaron a la colonia temprano por la mañana, no más de las nueve. La última media hora, ella se había puesto nerviosa anticipando lo que se encontraría al llegar. Al ver la gran mansión nuevamente y notar que todo estaba en calma, dejó escapar un suspiro de alivio. Era como si hubiese temido que un espíritu forzudo, tan populares en los cuentos orientales, se hubiera cargado la colonia a la espalda y hubiera echado a volar. Al aproximarse a la casa oyeron himnos.

– Aquí todo parece en orden -comentó la señora Gordon cuando el coche se detuvo ante el portal-. Por lo que oigo, están celebrando las oraciones de la mañana.

Ella tenía su propia llave de una de las entradas y, para no interrumpir el oficio, abrió el portal. A Ingmar le costaba caminar, la rodilla se le había agarrotado. La señora Gordon le rodeó la cintura con un brazo y le ayudó a entrar en el patio. Él se sentó en un banco en cuanto pudo.

– Vaya a comprobar cómo anda todo en la colonia, señora Gordon -dijo.

– Antes voy a vendarle la rodilla -repuso ella-. Hay tiempo. Como oye, están con las oraciones de la mañana.

– No -replicó Ingmar-, esta vez tiene que hacerme caso. Vaya inmediatamente a comprobar si ha pasado algo.

Ingmar se quedó sentado viendo cómo la señora Gordon subía la escalinata hasta el vestíbulo abierto que precedía la sala de asambleas. Al abrir ella la puerta, Ingmar oyó que alguien hablaba en voz alta en el interior; pero el discurso se cortó en seco. Luego la puerta se cerró y se hizo el silencio.

Ingmar no llevaba ni cinco minutos esperando cuando la puerta de la sala de asambleas se abrió con brusquedad. A continuación aparecieron cuatro hombres que llevaban en brazos a un quinto. Bajaron las escaleras y atravesaron el atrio en silencio, pasando junto a Ingmar. Él se inclinó y pudo ver la cara del hombre que llevaban en brazos. Era Godokin.

– ¿Adónde le lleváis? -preguntó.

Los hombres se detuvieron.

– Lo vamos a bajar a nuestro depósito de cadáveres. Está muerto.

Ingmar se levantó horrorizado.

– ¿Cómo ha ocurrido?

– Nadie le ha puesto la mano encima -dijo Ljung Björn.

– ¿Cómo ha muerto? -insistió Ingmar.

– Cuando acabamos de rezar las oraciones, este Godokin se levantó y pidió la palabra. Dijo que quería comunicarnos algo que nos alegraría. Más no pudo decir, porque la puerta se abrió y entró la señora Gordon. Nada más verla, Godokin dejó de hablar y su rostro se volvió de un gris ceniciento. Primero se quedó quieto pero la señora Gordon empezó a avanzar por la sala y, a medida que se acercaba, él retrocedía con el brazo en alto como para protegerse la cara. Su reacción nos pareció tan extraña que nos pusimos en pie de golpe, y entonces Godokin pareció recobrar la razón. Apretó los puños y tomó una bocanada de aire, como alguien que se enfrenta a un indecible terror, y echó a andar hacia la señora Gordon. «¿Cómo ha llegado usted hasta aquí?», le preguntó. Entonces ella, muy seria pero serena, le miró y dijo: «Dios me ha ayudado.» «Ya lo veo», replicó él con los ojos desorbitados por el pánico. «Ya veo quién la guía.» «Yo también veo quién te guía a ti», repuso ella, «es Satanás». Entonces fue como si no soportara la visión de la señora Gordon por más tiempo, porque volvió a retroceder, de espaldas y protegiéndose el rostro con un brazo. Y ella caminaba hacia él, señalándole con un dedo extendido pero sin llegar a rozarle siquiera. «Veo que Satanás está tras de ti», repitió, y esta vez sus palabras tronaron de un modo terrible. A todos los que estábamos allí, nos pareció ver a Satanás de pie tras él y extendimos los brazos señalando al que veíamos mientras clamábamos: «¡Satanás! ¡Satanás!» Pero Godokin se escabullía entre las filas y aunque ninguno se movió, él gemía escandalosamente, como si le estuviésemos disparando o asestando golpes. Agazapado, se escurrió hasta la puerta. Pero cuando quiso abrirla todos volvimos a gritar: «¡Satanás! ¡Satanás!» Y entonces vimos cómo cayó de bruces y allí se quedó tendido. Y cuando nos aproximamos y lo tocamos ya había muerto.

– Era un traidor -dijo Ingmar-, merecía su castigo.

– Sí -dijeron los otros-, se lo merecía.

– ¿Pero qué tenía pensado hacer contra nosotros? -preguntó uno.

– Eso no lo sabe nadie -dijo otro.

– Quería destruirnos.

– Sí, pero ¿cómo?

– Nadie lo sabe.

– No; supongo que nadie lo sabrá nunca.

– Es una suerte que haya muerto -dijo Ingmar.

– Sí, es una suerte que haya muerto.

Todo ese día los colonos estuvieron muy agitados. Nadie sabía cuáles habían sido las intenciones de Godokin contra ellos, ni si con su muerte habían conseguido eludir el peligro. Pasaron las horas cantando y rezando en la sala de asambleas. Era como si la sensación de que Dios había terciado en su favor los transportase fuera de este mundo.

Varias veces durante aquel día creyeron notar que grupos de gente, mayoritariamente peregrinos rusos, merodeaban por los descampados alrededor de la colonia y se dedicaban a observar la casa. Creyeron entonces que Godokin había planeado un ataque y que esa masa incontrolada se proponía expulsarlos de su casa. Sin embargo, los rusos desaparecieron y el día transcurrió sin incidentes.

Al anochecer, la señora Gordon fue a ver a Ingmar, que yacía en la cama con la rodilla vendada. Le agradeció efusivamente su ayuda y se mostró muy amable con él. Ingmar le preguntó si sabía ya en qué consistían las malévolas maquinaciones del cónsul y Godokin contra la colonia.

– Hemos empezado a esclarecer lo que urdían. Querían secuestrar a la señorita Hunt, mi mejor amiga, que ha formado parte de la colonia desde sus inicios. Ella tiene un hermano que nunca ha querido aceptar el hecho de que su hermana se haya unido a nosotros. Acaba de llegar para un último intento de persuadirla de que nos abandone. Él estuvo aquí y habló con ella, pero al no obtener más que negativas, planeó llevársela mediante una artimaña. Primero pidió ayuda a nuestro cónsul y luego sobornó a Godokin para que éste consiguiese atraerla fuera de la colonia, a algún lugar donde pudieran secuestrarla. Probablemente, si alguien se extrañaba de que la mantuvieran encerrada, tenían pensado argüir que estaba loca o algo por el estilo. Además, su hermano estaba convencido de que, con tal de lograr separarla de mí, ella no tardaría en escuchar sus ruegos y le seguiría voluntariamente.

Ingmar contestó que sonaba creíble pero que no entendía lo que el cónsul había insinuado al decir que esperaba verse libre de todos los colonos, si únicamente era cuestión de uno solo.

– Sabía lo que se decía, sin duda -contestó la señora Gordon-. La señorita Hunt es la única de nosotros que posee una gran fortuna. Últimamente, el hermano ha retenido su dinero y el resto de nosotros hemos tenido que echar mano de lo poco que nos queda. Hemos estado ahorrando el máximo posible, pero sabemos que pronto nos quedaremos sin medios. Hace pocos días, el banquero de la señorita Hunt, que ya no podía seguir reteniendo lo que era suyo por más tiempo, había transferido finalmente su dinero y creíamos que el peligro había pasado. Entonces fue cuando intentaron llevársela por la fuerza, a fin de dejarnos sin recursos. Con el tiempo, las cosas habrían seguido el camino que ellos deseaban, habríamos tenido que disolver la colonia, Ingmar.

– Ese Godokin era un auténtico traidor -masculló él.

– Hemos corrido un gran peligro -dijo ella muy seria-. Su plan consistía en que, de no poder llevarse a la señorita Hunt por las buenas, Godokin habría espoleado a sus compatriotas, los peregrinos rusos, contra nosotros diciéndoles que reteníamos a una mujer contra su voluntad, para que asaltasen la colonia y la liberasen. Algunos amigos de Godokin han venido preguntando por él y les hemos explicado cómo ha muerto. Y ellos han comprendido que Godokin ha recibido el castigo que merecía por querer traicionar a sus amigos. No nos harán ningún daño.

Ingmar felicitó a la señora Gordon.

– Tengo la firme impresión de que Dios quiere que esta colonia permanezca en Jerusalén -dijo.

– Ingmar Ingmarsson, sólo quería decirle que me haría muy feliz devolverle el favor que nos ha hecho. ¿No quiere decirme qué espera conseguir de su viaje a Jerusalén, a fin de que yo pueda ayudarle?

Ella sabía, efectivamente, lo que había traído a Ingmar a Jerusalén, y ningún otro día habría estado dispuesta a ayudarle a realizar semejantes deseos; pero en aquellos momentos no había nada más importante para ella que ayudar a aquel que les había salvado.

Tras oír el ofrecimiento, Ingmar bajó la vista y se tomó su tiempo.

– Primero tiene que prometerme que no se ofenderá por lo que le pida -dijo. Ella repuso que se mostraría razonable-. Bien, el asunto que me ha traído aquí va a llevar mucho tiempo y me resulta muy tedioso no tener un trabajo de la clase a la que estoy acostumbrado. -La señora Gordon lo comprendía-. Así pues, si usted quisiera hacerme un favor, sería magnífico que pudiera arreglar que yo me hiciera cargo del molino del pachá Baram. Ya sabe que yo no he renunciado a ganar dinero como el resto de ustedes, y ese trabajo me gustaría mucho.

La señora Gordon lo miró fijamente, pero los ojos de él estaban casi cerrados y su rostro carecía de toda expresión. Ella estaba sorprendida de que no hubiera pedido otra cosa; pero al mismo tiempo, se alegraba de ello.

– No sé por qué no habría de ayudarle con eso -dijo-. No hay nada incorrecto en ello. Además, a nosotros también nos conviene complacer los deseos del pachá Baram.

– Sí, ya sabía yo que me ayudaría -dijo Ingmar, y le dio las gracias.

Al despedirse, ambos se sentían muy satisfechos.

El combate de Ingmar

Ingmar se ha hecho cargo del molino del pachá Baram. Trabaja allí de molinero y ora un colono ora otro vienen a ayudarle con sus tareas.

Pero de toda la vida es sabido que los molinos son sitios muy llenos de duendes y otros embrujos, y los colonos no tardan en notar que nadie puede pasar una jornada dentro del molino del pachá Baram, oyendo el crujido de las piedras, sin quedar como hechizado.

Todos y cada uno de los que se sientan ahí y escuchan el rodar de las muelas acaban comprendiendo que lo que cantan es lo siguiente: «Molemos harina, ganamos dinero, somos útiles, pero ¿y tú?, ¿qué haces tú?, ¿qué haces tú?» Y quien lo oye siente despertar un incontenible deseo de ganarse el pan con el sudor de su frente. [57] Es una auténtica fiebre lo que le sobreviene mientras permanece allí sentado, escuchando las muelas del molino. Empieza a preguntarse para qué sirve él, de qué es capaz, si no podría hacer algo para apoyar económicamente a la colonia.

Los que han trabajado en el molino un par de días no hacen otra cosa que hablar de los valles cultivables que yacen estériles en el país, hablan de las montañas en que deberían plantarse extensos bosques, y de las viñas abandonadas que piden a gritos la presencia de vendimiadores.

Y cuando las piedras de molino llevan emitiendo su canto un par de semanas, llega un día en que los labriegos suecos arriendan una parcela de tierra en el llano de Sarón y empiezan a labrarla y sembrarla.

Poco después adquieren un par de extensas viñas en el monte de los Olivos.

Y al cabo de un poco más de tiempo, toman a su cargo la construcción de un canal de riego en uno de los valles.

Una vez que los suecos han comenzado, se les suman los americanos y los sirios de la colonia. Empiezan a trabajar en escuelas, consiguen una cámara y viajan por todo el país sacando fotografías que luego venden a los turistas; en un rincón de la colonia establecen un pequeño taller de orfebrería.

La señorita Young no tarda mucho en convertirse en la directora de la escuela del efendi Achmed, en la cual también consiguen trabajo jóvenes suecas que dan clases de costura y labores de punto a las niñas musulmanas.

A finales del verano, la colonia es un hervidero; los colonos son más laboriosos que las hormigas.

Y si uno se para a pensar, descubre que no ha ocurrido ninguna desgracia en todo el verano, nadie ha muerto desde que Ingmar se hizo cargo del molino.

Tampoco hay nadie a quien la maldad de Jerusalén haya vuelto loco de dolor. Todos están radiantes de satisfacción, aman su colonia más que nunca, hacen planes, planifican nuevas empresas. Sólo les faltaba esto para ser felices de verdad. Y ahora todos opinan que fue la divina providencia quien quiso que empezaran a ganarse el pan mediante su trabajo.

En septiembre, Ingmar le traspasa el molino a Ljung Björn y ya no sale a trabajar fuera de la colonia. Él y Gabriel van a construir una especie de cobertizo en los yermos descampados de los alrededores. Pero nadie sabe para qué servirá, a nadie se le permite ver cómo lo equipan, es un secreto. Cuando el cobertizo finalmente está listo, Ingmar y Gabriel viajan a Jafa y negocian trabajosamente con los colonos alemanes de la ciudad. Al cabo de dos días están de vuelta a lomos de dos magníficos caballos pardos.

Éstos son ahora propiedad de la colonia y cabe aquí decir que, si un sultán o un emperador hubiese llamado a la puerta declarando que quería unirse a su comunidad, no habría sido mejor recibido.

¡Ay Señor, cómo se cuelgan y descuelgan los niños de esos caballos, y qué orgulloso está el labriego que puede labrar la tierra con esos animales! Están mejor almohazados que ningún otro caballo de Oriente Medio y no pasa una noche sin que un campesino se acerque a la cuadra para asegurarse de que el pesebre está lleno.

Por la mañana, el que coloca los arreos a los caballos no puede evitar pensar: «No es tan duro vivir en este país; ahora siento que me va a gustar. ¡Qué lástima que Tims Halvor no pudiese participar de todo esto! Si hubiese podido trabajar con caballos así, no se habría muerto de pena.»


Érase una mañana de septiembre. Muy temprano, antes del alba, Ingmar y Gabriel salieron de la colonia. Iban rumbo al monte de los Olivos a trabajar en una de las viñas que los colonos habían arrendado.

Cabe decir que ambos casi nunca se avenían. No es que se hubiera declarado abiertamente una enemistad entre ellos, sencillamente nunca estaban de acuerdo en nada. Y ahora que iban a subir al monte de los Olivos empezaron a discutir sobre la ruta a seguir. Gabriel quería dar un largo rodeo por las colinas pues afirmaba que ese camino era más fácil en la oscuridad. Ingmar quería tomar un atajo por un camino más difícil que bajaba por el valle de Josafat y luego ascendía al monte en línea recta.

Después de discutirlo un rato, Ingmar propuso que fueran cada uno por su lado y así se vería quién llegaba primero. Gabriel aceptó y enfiló el camino que había propuesto, mientras Ingmar se iba por el otro.

Tan pronto Gabriel se hubo ido, a Ingmar le sobrevino la profunda nostalgia que siempre le embargaba en cuanto se encontraba solo. «¿No se apiadará de mí Nuestro Señor y me dejará regresar a casa? -se dijo-. ¿No me ayudará a llevarme a Gertrud de Jerusalén?»

– Es curioso que el motivo de mi viaje hasta aquí sea justamente en lo que menos avanzo -dijo a media voz mientras caminaba a oscuras cavilando-. No he podido acercarme ni un paso más a ella. En cambio, con todo lo otro me ha ido mejor de lo que cabía esperar. Francamente, creo que esta gente nunca se hubiera puesto a trabajar de no ser por mí.

«Ha sido bonito observar cómo las ansias de trabajar se han ido adueñando de ellos poco a poco -continuó pensando-. Sí, ha habido muchas cosas buenas e instructivas que ver aquí; pero es inevitable que añore mi tierra. Esta ciudad me da miedo, no puedo quitármelo de la cabeza, y hasta que pueda marcharme no dormiré tranquilo. A veces, incluso llego a pensar que moriré aquí y nunca volveré a ver a Barbro ni a Ingmarsgården.»

Pensando estas cosas, Ingmar había llegado al fondo del valle sin darse cuenta. Muy por encima de él, perfilándose contra el cielo nocturno, se cernía la muralla rematada de almenas de la ciudad, mientras que unas elevadas cúspides le aprisionaban por los cuatro costados.

«Después de todo, es un sitio horrible para atravesarlo de noche», pensó. Y entonces se percató de que debía pasar por delante de los cementerios musulmán y judío. Y al mismo tiempo recordó un suceso que acababa de tener lugar en Jerusalén. Cuando se lo contaron el día anterior no le había afectado más que otras cosas que se decían respecto a la Ciudad Santa; pero ahora, en la oscuridad nocturna, se le antojó espantoso y atroz.

La cuestión era que en el barrio judío había un pequeño hospital conocido en toda la ciudad porque siempre andaba falto de pacientes. Ingmar había pasado por delante muchas veces, había mirado por las ventanas y siempre había visto las camas vacías. Sin embargo, esto tenía una explicación natural, como no podía ser de otro modo. Resulta que el hospital lo había fundado una pareja de misioneros ingleses que sólo admitían a pacientes judíos con la finalidad de aprovechar la oportunidad de convertirlos. Pero los judíos, temerosos de que fueran obligados a comer alimentos prohibidos, no estaban dispuestos a ingresar allí.

Unos días atrás, había llegado una paciente a ese hospital. Se trataba de una anciana judía sin recursos que se había caído y roto la pierna justo frente al hospital. La entraron y la atendieron pero, no obstante, a los dos días falleció. Antes de morir, la mujer les había hecho prometer solemnemente, tanto a las enfermeras como al médico, que se asegurarían de que fuera enterrada en el cementerio judío del valle de Josafat. [58] Les explicó que ella había viajado a Jerusalén en su vejez solamente para disfrutar de este privilegio. Si no eran capaces de darle su palabra, más les habría valido dejarla morir en la calle. Tras la defunción de la anciana, los ingleses mandaron recado al responsable de la comunidad judía y le pidieron que enviase a recoger el cadáver para ser enterrado. Sin embargo, la respuesta de los judíos fue tajante: la anciana, muerta en un hospital cristiano, no podía ser enterrada en el cementerio judío. Los misioneros intentaron persuadir a los judíos para que cedieran. Incluso habían solicitado hablar con la máxima jerarquía rabínica, pero todo fue en vano. La única opción que les quedaba era inhumar ellos mismos a la difunta. Sin embargo, no querían que la mujer se viese privada de aquello que tanto anhelaba. Así pues, sin preocuparse de las prohibiciones hebreas, cavaron una tumba en el cementerio del valle de Josafat y allí dieron sepultura a la anciana judía. Los judíos no hicieron nada para impedirlo, pero al día siguiente fueron al valle, excavaron la sepultura y sacaron el féretro. Y los ingleses, empeñados en mantener su palabra, apenas supieron que la anciana había sido desalojada de su tumba volvieron a darle sepultura en el mismo lugar. A la noche siguiente, sin embargo, fue desenterrada de nuevo.

Ingmar se detuvo súbitamente y aguzó el oído. «¿Quién sabe? -pensó-. Quizá los profanadores de tumbas hayan salido esta noche también.» Al principio no oyó nada, pero luego percibió un tintineo, como una herramienta de hierro tocando piedra. Rápidamente, dio unos pasos en dirección al ruido, se detuvo y prestó atención. Ahora distinguió claramente que cavaban la tierra con palas y arrojaban pedruscos y grava. Volvió a avanzar y de nuevo oyó una frenética actividad. «Por lo menos cinco o seis palas en acción. Qué horrible pensar que hay personas capaces de ensañarse con un muerto de esta manera.»

Al son de aquellas palas, Ingmar empezó a notar que una furia terrible crecía en su interior. «Esto no es asunto tuyo -se decía para calmarse-, tú no tienes nada que ver.» Sin embargo, la sangre se le subía a la cabeza y tenía la impresión de que se le agolpaba en la garganta impidiéndole respirar. «Es tan pérfido y atroz estar aquí escuchando estos ruidos, nunca he oído algo más atroz.» Finalmente se detuvo. Y blandió un puño. «Ahora veréis, truhanes -dijo para sus adentros-. Llevo demasiado rato escuchándoos. Si creéis que me quedaré cruzado de brazos mientras profanáis una tumba, estáis muy equivocados.»

Corrió con pasos rápidos y sigilosos. De pronto se sintió aliviado y casi alegre. «Seguramente es una locura, pero me gustaría saber qué habría dicho padre si el último día de su vida alguien que le viera adentrarse en el río para salvar a aquellos niños le hubiese gritado que tuviese cuidado y se quedara en la orilla. Ahora me toca a mí hacerme valer, al igual que lo hizo él. Porque ante mí fluye un río de maldad y sus aguas oscuras y furiosas se llevan a vivos y muertos por delante; y ya no puedo quedarme quieto en la orilla por más tiempo. Ha llegado la hora de mojarme y luchar contra la corriente.»

Finalmente llegó al borde de un hoyo en el cual unos hombres trabajaban frenéticamente. No llevaban ni velas ni faroles sino que excavaban, como podían, a oscuras. Ingmar no veía cuántos eran y tampoco lo preguntó al saltar al hoyo. A uno de ellos le arrebató la pala y empezó a repartir golpes a diestra y siniestra. Les había pillado tan por sorpresa que los hombres se quedaron paralizados de pavor. Y al punto salieron corriendo sin ofrecer resistencia. Al cabo de unos instantes Ingmar se encontró solo.

Su primera tarea fue echar la tierra excavada al hoyo nuevamente; después empezó a pensar en lo que debía hacer a continuación. No le pareció aconsejable abandonar el lugar antes del amanecer porque probablemente los profanadores volverían. Por tanto, se quedó junto a la sepultura esperando. Aguzó el oído tensándose ante el mínimo ruido; pero en un principio sólo había silencio. «Me cuesta creer que un hombre solo les haya hecho huir muy lejos», pensó. Entonces percibió un suave crujido procedente de la grava que cubría las tumbas circundantes. Le pareció distinguir unas siluetas negras que se deslizaban y agazapaban entre las lápidas del suelo. «Ahora la cosa va en serio», pensó levantando la pala para defenderse. De pronto una lluvia de guijarros grandes y pequeños cayó a su alrededor, ensordeciéndole por completo al tiempo que unos tipos se abalanzaban sobre él e intentaban derribarlo.

La lucha fue dura. Ingmar era un hombre muy fuerte y empezó a tirar a uno tras otro al suelo. Sin embargo, sus adversarios luchaban con valentía y no parecían dispuestos a cejar. Al final, uno de ellos cayó a los pies de Ingmar y éste tropezó con su cuerpo. Cayó pesadamente al suelo sintiendo un dolor terrible en un ojo. El dolor le paralizó por completo. Notó que se abalanzaban y lo ataban, pero fue incapaz de resistirse. El dolor era tan agudo e intenso que absorbía toda su fuerza y en un primer momento creyó que iba a morir.

Entretanto, Gabriel no había dejado de pensar en Ingmar desde el momento en que se separaron. Al principio andaba deprisa, ya que quería llegar a la cima antes que él, pero al cabo de un rato aminoró el paso. Se rió de sí mismo. «Lo que es seguro es que da igual cuánta prisa me dé, nunca seré tan rápido como Ingmar. No conozco a nadie que tenga tanto éxito en todo lo que se propone, ni que posea semejante capacidad de imponer su voluntad. Tengo que resignarme a que acabará llevándose a Gertrud de vuelta a Dalecarlia, ¿cómo no iba a ser así? Después de todo, en la colonia hace seis meses que todo se rige por su voluntad.»

Pero cuando Gabriel llegó al punto de encuentro en el monte de los Olivos, no halló a Ingmar allí, como había esperado, lo cual le complació sobremanera. Empezó a trabajar y continuó haciéndolo un buen rato. «Por una vez, habrá tenido ocasión de admitir que se ha equivocado de camino», pensó Gabriel.

Al clarear, como tampoco entonces apareciera Ingmar, empezó a temer que le hubiera ocurrido algo. «Curiosamente, aunque no tenga muchos motivos para que me guste Ingmar, creo que me sentiría desolado si le pasara algo malo.»

Amanecía rápidamente y al bajar por el valle de Josafat, Gabriel no tardó en encontrar a Ingmar tendido entre dos lápidas funerarias. Estaba maniatado y yacía inmóvil, pero al oír los pasos levantó la cabeza.

– ¿Eres tú, Gabriel? -preguntó.

– Sí, ¿cómo estás? -Al punto vio el rostro de Ingmar. Tenía ambos ojos cerrados, uno de ellos muy hinchado y la comisura del párpado sangraba-. ¿Qué te has hecho, hombre de Dios? -exclamó sorprendido.

– Me he peleado con los profanadores de tumbas, y caí sobre uno de ellos. El tipo empuñaba un cuchillo que se me clavó de lleno en el ojo.

Gabriel se arrodilló y empezó a desatar las cuerdas que le ligaban las muñecas.

– Pero ¿cómo te peleaste con los profanadores de tumbas?

– Cuando pasaba por el valle los oí cavar.

– Y tú, al ver que desenterraban a la pobre judía también esta noche, no pudiste permanecer impasible.

– Sí -dijo Ingmar-, no podía.

– Muy noble de tu parte -dijo Gabriel.

– De eso nada, fue una estupidez; pero no pude evitarlo.

– Nos haces sombra a todos, Ingmar -repuso Gabriel, que se emocionaba fácilmente y apenas podía contener las lágrimas-. Por mucho que uno se resista, acaba queriéndote.

En el monte de los Olivos

Ingmar fue atendido por un oftalmólogo de la gran clínica inglesa donde se trataban las patologías oculares, el cual acudía diariamente a la colonia para cambiarle las vendas. El ojo herido cicatrizaba rápidamente y bien, e Ingmar pronto se sintió suficientemente recuperado como para levantarse de la cama.

Sin embargo, una mañana el médico constató que el ojo sano mostraba signos de enrojecimiento e hinchazón. Preocupado, prescribió un tratamiento de choque y a continuación le dijo a Ingmar que lo mejor que podía hacer era marcharse de Palestina cuanto antes.

– Me temo que le han contagiado el peligroso tracoma típico de Oriente. Haré cuanto esté en mi mano por usted, pero el ojo al final sucumbirá a la infección, puesto que el microbio se encuentra en al aire. Si no se marcha, en el plazo de dos semanas se quedará ciego -le advirtió sin rodeos.

La colonia quedó consternada por la noticia, no sólo los parientes de Ingmar sino también el resto de los colonos. Todos se decían que Ingmar había hecho una de las mejores acciones que quepa imaginar al inducirles a ganarse el pan con el sudor de su frente como la mayoría de las personas del mundo, y que un hombre así nunca debería abandonar la colonia. No obstante, todos eran de la opinión de que Ingmar debía partir. La señora Gordon decidió que uno de los hermanos le acompañara, ya que no estaba en condiciones de viajar solo.

Ingmar estuvo mucho tiempo escuchando los comentarios acerca de su supuesta partida y al final dijo:

– No es completamente seguro que me quede ciego si no me voy.

La señora Gordon le preguntó qué pretendía.

– Todavía no he terminado el asunto que me trajo aquí -repuso él.

– ¿Está diciendo que no quiere irse?

– Así es; sería muy duro para mí tener que volver solo a casa.

Entonces, el gran aprecio que la señora Gordon le tenía se demostró a las claras, ya que fue directamente a hablar con Gertrud para explicarle que Ingmar se negaba a partir, a pesar de que corría el riesgo de perder la visión si se quedaba.

– Supongo que sabes qué le impide partir -añadió.

– Sí, lo sé -contestó Gertrud.

Gertrud la miró dubitativa, pero la señora Gordon no dijo nada más. No podía exhortarla abiertamente a quebrantar las leyes vigentes en la colonia, pero Gertrud comprendió que cualquier cosa que hiciese por Ingmar le sería perdonada.

Durante todo el día no dejó de acercársele gente a Gertrud para hablarle de Ingmar. Nadie se atrevió a decirle directamente que debía acompañarle de vuelta a casa; sin embargo, los campesinos suecos se sentaban con ella y le explicaban la hazaña de aquel héroe que había luchado por la dignidad de la anciana judía en el valle de Josafat, y dijeron que ahora Ingmar había demostrado ser un noble vástago del venerable árbol familiar. «Sería una verdadera lástima que un hombre así quedara ciego», decían.

– Vi a Ingmar el día que se celebró la subasta en Ingmarsgården -le dijo Ljung Björn en una ocasión-, y te aseguro que si le hubieras visto ese día, nunca habrías podido enfadarte con él.

A su vez, Gertrud, tenía la impresión de que se debatía en uno de esos sueños en que uno quiere correr y sin embargo no da ni un paso. Quería ayudar a Ingmar pero no sabía cómo reunir las fuerzas para hacerlo. «¿Cómo voy a hacer eso por él si ya no lo quiero? -se debatía en su dilema-. ¿Y cómo voy a dejar de hacerlo sabiendo que si no lo hago se quedará ciego?»

Al anochecer, bajo el gran sicomoro que crecía a las puertas de la colonia, Gertrud seguía pensando en que debía seguir a Ingmar, pero que le faltaban fuerzas para tomar una decisión. Entonces Gabriel fue a reunirse con ella.

– Ocurre que una desgracia puede alegrarnos y un golpe de suerte llenarnos de tristeza -le dijo.

Gertrud se volvió hacia él y lo miró con ojos espantados. No dijo nada pero él comprendió lo que pensaba: «¿También tú andas tras de mí para acosarme?» Se mordió el labio y su cara se contrajo en un rictus de indecisión, pero al instante se sobrepuso y dijo lo que había venido a decir:

– Cuando existe una persona a la que amas más que a nada, siempre tienes miedo de perderla. Y el peor modo de perderla es descubriendo que su corazón es demasiado duro para conceder y perdonar.

Gabriel pronunció estas duras palabras muy dulcemente y Gertrud, en vez de enojarse, se echó a llorar. Recordó el sueño en que le pinchaba los ojos a Ingmar. «Ahora resulta que aquel sueño se ha cumplido y que mi corazón es tan duro y vengativo como lo era en la pesadilla -pensó-. Seguramente, Ingmar perderá la vista por mi culpa.» Una profunda tristeza la invadió, pero aun así el sentimiento de impotencia que la dominaba no cedió un ápice. Cuando llegó la noche y se fue a acostar, todavía no había tomado una decisión.

Por la mañana se levantó muy temprano y salió rumbo al monte de los Olivos. No había vuelto a subir allí desde el día en que vio al derviche; pero pensó que necesitaba ir para poder pensar a solas sobre la decisión que debía tomar. Durante todo el camino luchó contra la indecisión que la atenazaba. Sabía lo que debía hacer; pero su voluntad estaba anulada y era incapaz de sobreponerse. Recordó la ocasión en que había visto una golondrina caída que golpeaba el suelo con las alas, sin conseguir el impulso suficiente para levantar el vuelo. Así se sentía ella, no hacía más que agitar sus alas sin moverse.

Cuando hubo alcanzado la cima del monte y llegó al lugar habitual en que solía esperar la salida del sol, descubrió que el derviche que tanto se parecía a Jesús estaba allí. Se hallaba sentado con las piernas cruzadas y sus grandes ojos observaban Jerusalén desde la altura. Ni por un segundo olvidó Gertrud que el hombre sólo era un pobre derviche cuyo único mérito consistía en que exigía de sus adeptos que danzaran con más frenesí que él. Sin embargo, al ver su rostro con oscuras ojeras y las huellas del dolor en las comisuras de la boca, un escalofrío le recorrió la espalda. Se quedó quieta observándole, con las manos entrelazadas.

No se hallaba en un sueño, no se había dejado transportar por una alucinación, sólo era ese gran parecido el que la incitaba a atribuir poderes divinos a aquella persona. De nuevo volvió a creer que bastaría con que él quisiera aparecer en público para demostrar que había llegado más allá de todas las ciencias. Creía que las olas y las tempestades obedecían su voz, creía que había vaciado el cáliz del sufrimiento hasta la última gota, creía que todos sus pensamientos iban dirigidos a algo desconocido que nadie más que él era capaz de indagar.

Comprendió que de haber estado enferma, el mero hecho de estar allí observándole la habría sanado. «No puede ser una persona corriente -pensó-. Siento que una dicha celestial desciende sobre mí tan sólo con verle.»

Llevaba largo rato junto al derviche sin que él diese señales de advertir su presencia, cuando súbitamente se giró hacia ella. Gertrud retrocedió ante aquellos ojos, como si no soportara su mirada. Él la observó con calma y en silencio durante todo un minuto, luego extendió su mano para que se la besara como solían hacer sus discípulos. Y Gertrud besó aquella mano con toda humildad. A continuación, él, amable pero serio, le hizo señas de que siguiera su camino y dejara de importunarle.

Gertrud, obediente, se alejó y descendió sin prisas la montaña. Se le antojaba que aquella manera de despedirse de ella estaba cargada de significado. Era como si le hubiese dicho: «Durante un tiempo tu corazón ha sido mío y me has servido, pero ahora te dejo libre. ¡Vive ahora en el mundo para tus prójimos!» Sin embargo, a medida que se acercaba a la colonia el dulce embrujo desaparecía. «Sé muy bien que no es Jesucristo. No creo en absoluto que sea Jesucristo», se decía. Pero la visión de aquel hombre había obrado una gran transformación en ella. Por el mero hecho de evocar ante sus ojos la imagen de Cristo, le parecía que cada piedra del paisaje repetía las sagradas enseñanzas que éste había impartido en aquella tierra, y que las flores proclamaban la delicia de andar por los caminos que había pisado él.

Cuando Gertrud llegó a la colonia fue derecha a ver a Ingmar.

– Ingmar, ahora sí me iré a casa contigo -le dijo.

El pecho de él se elevó un par de veces en profundas inhalaciones de gran alivio. Tomó las manos de Gertrud entre las suyas y las apretó.

– Dios acaba de mostrarse muy bondadoso conmigo -dijo.

«Volveremos a encontrarnos»

La colonia vivía un extraordinario ajetreo. Los labriegos de Dalecarlia tenían demasiado que hacer cada uno en su cuarto y no les quedaba tiempo para ocuparse de las tareas del campo y las viñas; por su parte, los niños suecos tenían permiso de la escuela para quedarse a trabajar en casa.

Se había decidido que Ingmar y Gertrud partirían al cabo de dos días y por tanto había que afanarse en preparar todo lo que se quisiera enviar con los que regresaban a casa. Ahora, quien quisiera, tenía la ocasión de enviar un pequeño recuerdo a sus ex compañeros de clase, o a viejos amigos que se habían mantenido fieles toda la vida. Era hora de sacar a la luz el cariño que todavía pudiera uno albergar por ese o aquel de quien se había distanciado, y a quien incluso le había negado el saludo durante los primeros y rígidos tiempos de la comunidad, y por los juiciosos mayores cuyos consejos fueron mal recibidos antes del éxodo. También era la ocasión para darles una pequeña alegría a los padres o a la novia que habían quedado atrás, así como al párroco de la vieja iglesia y al maestro de la escuela, que los había educado a todos.

Ljung Björn y Kolås Gunnar se pasaban el día con la pluma en sus rudos puños, escribiendo cartas a parientes y amigos, mientras Gabriel tallaba tacitas de madera de olivo y Karin Ingmarsdotter preparaba, en muchos paquetes distintos, fotografías del jardín de Getsemaní y la iglesia del Santo Sepulcro, de la espléndida mansión donde residían y la magnífica sala de asambleas.

Los niños, con gran esmero, hacían dibujos a la tinta sobre finas láminas de madera de olivo, tal como habían aprendido en la escuela americana, y montaban con cola marcos para fotografías que luego adornaban con toda suerte de semillas, granos y pepitas de Oriente.

Märta Ingmarsdotter recortó su tela de lino y se puso a bordar iniciales en toallas y servilletas destinadas a su cuñado y su cuñada. Y se sonreía pensando en que ahora los de casa verían que, a pesar de haber emigrado a Jerusalén, no había olvidado cómo tejer una buena tela.

Las dos hijas de Ingmar Ingmarsson que habían estado en América liaban redondeles de lino sobre tapas de botes de confitura de melocotón y albaricoque, en cuyo fondo escribían nombres de seres queridos que no podían recordar sin que los ojos se les humedeciesen.

La esposa de Israel Tomasson amasaba con el rodillo una pasta para galletas de jengibre mientras vigilaba un pastel que tenía en el horno. El pastel se lo comerían Ingmar y Gertrud durante el viaje, pero las galletas, que se conservaban muchísimo tiempo, eran para la vieja de la choza de Myckelsmyra, aquella que, sobria y arreglada, les había hecho los honores a la vera del camino el día de su partida, y para Eva Gunnarsdotter, que en su día perteneció a la comunidad.

A medida que los pequeños paquetes iban quedando listos, los llevaban al cuarto de Gertrud, quien los metía en un gran baúl. De no ser porque había nacido en la parroquia, Gertrud no habría podido encargarse de buscar el destinatario correcto de todo ese montón de cosas, ya que en algunos paquetes las direcciones eran de lo más raras. Tuvo que darle muchas vueltas antes de deducir dónde podría encontrar a «Frans que vivía en la encrucijada», o a «Lisa, hermana de Per Larsson», o «Eric, que hace dos años servía en casa del juez del distrito».

Gunnar, el hijo de Ljung Björn, fue quien preparó el paquete más grande, para «Karin, la que se sentaba a mi lado en la escuela y vivía en el bosque de abetos». Gunnar había olvidado por completo el patronímico de Karin; sin embargo, le había confeccionado un par de zapatos de charol con tacones altos y torneados. No le cabía duda de que era el mejor par de zapatos que jamás se hiciera en la colonia.

– ¡Y dile de mi parte que venga aquí conmigo, tal como acordamos cuando me fui! -dijo al confiarle el paquete a Gertrud.

En cambio, los más notables entre los labriegos, fueron a ver a Ingmar y le entregaron cartas y le confiaron importantes cometidos.

– Ve a ver al párroco y al asesor del juez y al maestro -le dijeron para acabar-, y cuéntales cómo tú, con tus propios ojos, has visto que vivimos bien, en una casa de verdad y no en chozas de barro; y que tenemos trabajo y no nos falta comida, y que llevamos una vida decente.

Desde el momento en que Gabriel encontró a Ingmar en el valle de Josafat, su antigua amistad cobró nueva vida. Tan pronto Gabriel disponía de un momento libre se iba a ver a Ingmar, que debido a su estado dormía solo en una habitación para huéspedes. En cambio, el día en que Gertrud bajó del monte de los Olivos y prometió seguir a Ingmar a Dalecarlia, Gabriel no se presentó en el cuarto del enfermo. Ingmar preguntó varias veces por su amigo pero nadie supo dar con él.

A medida que el día avanzaba, Ingmar se fue inquietando más y más. En un primer instante, cuando Gertrud le anunció que le seguiría, le había embargado un sentimiento de paz y felicidad. Sólo sentía gratitud por poder llevarse a Gertrud de aquel peligroso país donde ella había ido a parar por culpa suya. Pero, aunque ciertamente seguía alegrándose por ello, la añoranza por su mujer aumentaba minuto a minuto. Lo que se había propuesto se le antojaba irrealizable. A veces le embargaba un enorme deseo de contarle toda su historia a Gertrud; pero tras reconsiderarlo a fondo, no se atrevía. En primer lugar, apenas supiera ella que él no la quería se negaría a regresar con él a Suecia. Luego, él no sabía a quién quería Gertrud, si a él o a otro. En ocasiones había creído que se trataba de Gabriel, pero últimamente se veía obligado a reconocer que durante todo el tiempo que Gertrud había vivido en la colonia sólo había amado a aquel a quien había estado esperando en el monte de los Olivos. Y ahora que Gertrud volvía al mundo, tal vez su antiguo amor por Ingmar renaciera en ella. Y si esto ocurría, lo mejor sería que él la desposara y procurase hacerla feliz en lugar de pasarse la vida anhelando a la mujer que nunca más podría ser suya.

Sin embargo, aunque procuraba conformarse de este modo, aquel doloroso sentimiento se hacía más intenso por momentos. Sentado allí con los ojos vendados veía continuamente el rostro de su mujer. «Sin duda algo muy fuerte nos une -pensaba-. Nadie más que ella ejerce poder sobre mí. Sé lo que me impulsó a acometer esta empresa. Fue para ser como mi padre; del mismo modo que él trajo a mi madre a casa a la salida de la cárcel, había pensado yo traer a Gertrud tras llevármela de Jerusalén. Pero ahora me doy cuenta de que no puede irme igual a mí que a padre. Tengo todas las de perder porque mi corazón no es tan fiel como el suyo.»

Al caer el día vino Gabriel, por fin, a visitarlo. Se quedó junto a la puerta como si tuviera la intención de marcharse enseguida.

– Dicen que has preguntado por mí -dijo.

– Sí -respondió Ingmar-. Es que me marcho.

– Sí, ya sé que está todo arreglado.

La venda cubría los ojos de Ingmar. Giró la cabeza en la dirección en que se hallaba Gabriel, como si pudiera verle.

– Parece que tienes prisa -dijo.

– Tengo bastante que hacer -repuso Gabriel, dispuesto a marcharse.

– Hay algo que quería preguntarte.

Gabriel se detuvo.

– He pensado que tal vez no te importaría hacer un viaje a Suecia de un mes o dos -continuó Ingmar-. Creo que tu padre se alegraría mucho de verte.

– No sé cómo se te ha podido ocurrir semejante idea.

– Si te apeteciera acompañarnos yo costearía los gastos del viaje.

– ¿De verdad? -dijo Gabriel.

– Sí. He pensado que me gustaría darle al bueno de Hök Matts la alegría de verte de nuevo antes de que muera.

– Por lo visto, pretendes llevarte toda la colonia -comentó Gabriel con ironía.

Ingmar se quedó sin habla. Convencer a Gabriel de que los acompañara a Suecia había sido su última esperanza. «Creo que Gertrud acabaría queriéndole si él viniese con nosotros -había pensado-. Comparten una misma fe y se han acostumbrado a estar juntos aquí en la colonia. Además, el hecho de que él la ame debería contribuir lo suyo.» Al cabo de unos instantes, sin embargo, volvió a renovar sus esperanzas. «Tal vez la culpa sea mía, se lo he pedido mal», pensó.

– Bueno -dijo-, para serte franco te diré que te lo pido sobre todo por mí.

Gabriel no respondió. Así que Ingmar continuó:

– No logro hacerme a la idea de cómo nos irá a Gertrud y a mí en este viaje tan penoso. Si tengo que hacerlo en mi actual estado, con los ojos vendados, me resultará muy difícil arreglármelas con los pequeños botes de remos que le llevan a uno a los vapores. Y tampoco me será fácil trepar por escalas y cosas por el estilo. Nos resulta casi imprescindible un acompañante.

– En eso seguramente tienes razón -dijo Gabriel.

– Gertrud tampoco sabrá comprar los pasajes.

– Estoy de acuerdo en que deberías llevar a alguien contigo -asintió Gabriel.

– Me alegra que lo comprendas.

– Deberías proponérselo a Hellgum. Él es el que está más acostumbrado a viajar de todos nosotros.

Ingmar volvió a callar. Cuando habló de nuevo, se sentía muy abatido.

– Había esperado convencerte de que vinieras.

– No, de mí no lo esperes -dijo Gabriel-. Yo soy muy feliz aquí en la colonia. Puedes conseguir que cualquiera de los otros colonos te acompañen.

– No es lo mismo llevarse a uno que a otro. Te conozco mucho más a ti que a los demás.

– Sí, pero yo no puedo ir -dijo Gabriel.

Ingmar se inquietaba cada vez más.

– Me decepcionas. Pensaba que lo que dijiste acerca de que querías ser mi amigo significaba algo.

– Te agradezco el ofrecimiento pero no me harás cambiar de opinión -replicó Gabriel-. Y ahora debo ir a ocuparme de mis asuntos.

Y se apresuró a marcharse sin darle a Ingmar tiempo para añadir ni una palabra.

Nadie hubiera dicho que Gabriel tuviera tanta prisa como afirmaba, pues salió por el portón con parsimonia y se sentó bajo el gran sicomoro. Ya había anochecido y no quedaba ni rastro de claridad diurna; pero las estrellas y una pequeña y penetrante luna nueva daban a la noche una bella luminosidad.

No llevaba allí ni cinco minutos cuando el portón se abrió lentamente y apareció Gertrud. Se quedó escrutando alrededor unos instantes hasta que descubrió a Gabriel.

– ¿Eres tú, Gabriel? -dijo, y fue a sentarse a su lado-. Ya me imaginaba que te encontraría aquí fuera.

– Sí, aquí hemos estado sentados muchas tardes -dijo él.

– Es verdad, pero supongo que ésta será la última.

– Supongo que sí.

Gabriel estaba muy tieso y estirado, y su voz sonaba fría y dura, de modo que cualquiera creería que el tema de conversación le resultaba indiferente.

– Ingmar me ha contado que tenía intención de pedirte que nos acompañaras durante el viaje.

– Sí, me lo ha pedido -dijo él-, pero yo he respondido que no.

– Ya me imaginaba que no querrías venir.

Luego guardaron silencio largo rato, como si no tuvieran nada que decirse; sin embargo, Gertrud no hacía más que volverse hacia Gabriel y observarlo. Él, por su parte, tenía la cabeza levemente inclinada hacia arriba y los ojos en el firmamento.

Cuando el silencio duraba ya mucho, Gabriel, sin bajar la mirada de las estrellas o hacer el menor gesto, dijo:

– ¿No te enfriarás sentada aquí fuera tanto rato?

– ¿Quieres que me vaya?

Él negó con la cabeza y dijo:

– Me gusta que estés aquí.

– He venido aquí esta noche -dijo ella- porque no sabía si podríamos volver a vernos a solas antes de mi marcha. Quería aprovechar para darte las gracias por todas las madrugadas que me has acompañado al monte de los Olivos.

– Eso sólo lo hice por mi propio deleite -repuso Gabriel.

– También quería agradecerte aquella vez que fuiste por el agua del pozo del Paraíso -continuó Gertrud con una leve sonrisa.

Pareció que Gabriel iba a contestar pero, en lugar de palabras, su garganta sólo emitió algo semejante a un sollozo. Esa noche había algo en él que conmovía infinitamente a Gertrud, que lo compadeció. «¡Si supiera qué decir para consolarle! ¡Si pudiera decirle algo que lo hiciera feliz en el futuro, cuando por las noches esté solo aquí bajo este árbol!» Pero al pensar esto le pareció que su propio corazón se encogía de pena y que todo su cuerpo iba sufriendo un extraño entumecimiento. «La verdad es que yo también lo echaré de menos. Hemos tenido mucho de qué hablar últimamente. Me he acostumbrado a verle radiante y alegre cada vez que nos encontramos, y me ha hecho bien tener a mi lado a alguien que siempre se ha sentido satisfecho conmigo con independencia de lo que yo hiciera.» Se quedó callada un rato, sintiendo cómo la añoranza crecía en ella como una enfermedad contraída de golpe. «¿Qué me sucede, qué es lo que me sucede? -pensó-. No puede ser que separarme de Gabriel me cause una pena tan amarga.»

De pronto, Gabriel empezó a hablar.

– Hay una cosa en la que pienso mucho -dijo.

– ¡Cuéntame qué es! -pidió Gertrud ansiosa. Le pareció que se sentiría menos triste si le oía hablar.

– Bueno, Ingmar me habló una vez del aserradero que tiene junto a su finca. Creo que su intención era que yo le acompañara a casa y lo arrendase.

– Se nota que Ingmar te ha tomado mucho aprecio -dijo ella-; no hay nada que él tenga en mayor estima que el aserradero.

– Llevo escuchando sus sonidos en mis oídos toda la tarde. Los bramidos del rabión, los chirridos del disco y los maderos que flotan en el río entrechocándose. No te imaginas cuán hermoso suena todo eso. Y también pienso en cómo sería trabajar para uno mismo, tener algo propio en lugar de compartirlo todo como aquí en la colonia.

– Vaya, así que era eso lo que estabas pensando -dijo Gertrud con frialdad, ya que de algún modo aquello la había decepcionado-. No hace falta que suspires más por esas cosas, sólo tienes que acompañar a Ingmar a Suecia y serán tuyas.

– No es sólo eso. Ingmar me ha contado que tiene un montón de troncos reservados para construir una cabaña junto al aserradero. Me dijo que ha marcado una parcela en una pendiente que da al rabión, donde hay dos grandes abedules. Y es esa cabaña lo que he estado viendo toda la tarde. La veo por dentro y por fuera. Veo las hojas frescas de abeto en el suelo delante de la entrada para limpiarse de barro los pies y veo arder el fuego en la cocina. Y cuando regreso a casa veo a alguien que me está esperando en el quicio de la puerta.

– Está refrescando, Gabriel -lo cortó Gertrud-. ¿No te parece que ya va siendo hora de entrar?

– Vaya, ahora quieres entrar.

Sin embargo, ninguno de los dos se movió, al contrario, se quedaron uno junto al otro, compartiendo un prolongado silencio que solamente muy de vez en cuando rompían.

– Creía que tú, Gabriel, amabas esta colonia más que a cualquier otra cosa y que no querrías separarte de ella por nada del mundo.

– Pues ya lo creo que hay algo por lo que la sacrificaría.

Gertrud se quedó pensativa un rato, y luego preguntó:

– ¿No vas a decirme qué es?

Gabriel no contestó enseguida, sino tras una larga consideración y con la voz medio ahogada.

– Claro que voy a decírtelo: que la mujer que amo me dijera que me quiere.

Gertrud se quedó tan quieta que apenas osaba respirar. No obstante, fue como si Gabriel hubiera oído decir a Gertrud que le amaba o algo semejante, ya que continuó con voz suave:

– Ya verás, Gertrud, cómo el amor por Ingmar volverá a renacer en ti. Has estado enojada con él un tiempo porque te traicionó, pero ahora le has perdonado y le querrás como antes. -Hizo una pausa para esperar una respuesta, pero Gertrud callaba-. Sería terrible si no le quisieras -prosiguió Gabriel-. ¡Piensa en todo lo que ha hecho para recuperarte! ¡Si hasta prefería quedarse ciego a volver a Suecia sin ti!

– Sí, sería terrible que no le quisiera -admitió Gertrud con un hilo de voz casi inaudible. Hasta esa misma noche había creído que sólo podría tener sentimientos por Ingmar-. Sin embargo, esta noche no logro aclararme, Gabriel. No sé qué me pasa, pero no me hables ahora de Ingmar.

Y luego ora uno ora la otra mencionaban que ya era hora de entrar, pero siguieron sin moverse, hasta que Karin Ingmarsdotter salió y los llamó.

– Ingmar quiere que vayáis a verle -dijo.

Coincidió que mientras Gertrud y Gabriel hablaban, Karin había ido al cuarto de Ingmar para pedirle que diese saludos y recuerdos de ella a varias personas. Karin estiró la conversación cuanto pudo. Era obvio que tenía algo que comunicarle que le costaba soltar. Finalmente, dijo en un tono parsimonioso e indiferente que, para quien la conociera, significaba que ahora diría lo que la había llevado allí:

– A Ljung Björn le ha llegado una carta de su hermano Per.

Ingmar la miró.

– Y debo reconocer que me porté mal cuando hablamos en mi cuarto el día que llegaste -añadió ella.

– No, mujer, tú sólo dijiste lo que considerabas correcto.

– No, ahora sé que tenías motivos para divorciarte de Barbro. Ljung Per dice en su carta que no es una mujer decente.

– Yo jamás he dicho nada malo de Barbro -protestó Ingmar.

– Se rumorea que hay un bebé en la finca.

– ¿Cuánto tiempo tiene ese bebé?

– Al parecer nació este agosto.

– Eso es mentira -dijo Ingmar y dio un puñetazo contra la mesa. Por poco le da a la mano de Karin, que se apoyaba en el tablero.

– ¿Quieres pegarme?

– Perdón. No me he fijado en que tu mano estaba de por medio.

Karin siguió hablando de lo mismo, e Ingmar se calmó.

– Como comprenderás, no me gusta oír estas cosas -dijo al cabo-. Dile a Ljung Björn de mi parte que no me gustaría que esto trascendiera mientras no sepamos si es cierto.

– Ya me encargaré de que no abra la boca -dijo Karin.

– Y dile a Gabriel y Gertrud que suban a verme -añadió Ingmar.

Cuando Gertrud y Gabriel entraron en la habitación Ingmar se hallaba acurrucado entre las sombras de un rincón. Al principio apenas le vieron.

– ¿Qué pasa, Ingmar? -preguntó Gabriel.

– Pasa que me he comprometido en un asunto que es más fuerte que yo -respondió Ingmar, meciendo el tronco adelante y atrás.

– Ingmar -dijo Gertrud acercándosele-, ¡sé sincero y dime qué te preocupa! Desde niños nunca hemos tenido secretos el uno para el otro. -Se le veía muy angustiado. Ella se arrimó y colocó una mano en la cabeza de él-. Creo que puedo adivinar lo que te ocurre -añadió.

De pronto, Ingmar se enderezó.

– No, Gertrud, tú no puedes adivinar nada -dijo al tiempo que sacaba su cartera del bolsillo y se la entregaba-. Ahí hay una carta muy larga dirigida a Barbro. ¿La ves?

– Sí, aquí está.

– Pues ahora te pido que la leas. Tú y Gabriel, los dos tenéis que leerla. La escribí al principio de mi estancia aquí, pero en aquella época todavía tenía fuerzas para no enviarla.

Gabriel y Gertrud se sentaron a la mesa y se pusieron a leer. Ingmar se quedó en su rincón; observándoles. «Ahora están leyendo esto -pensaba, imaginándose los distintos párrafos de la carta-, y ahora aquello. Ahora están en el punto en que Barbro me cuenta cómo Berger Sven Persson nos indujo a convertirnos en marido y mujer. Ahora leen cómo ella recuperó las jarras de plata, y ahora han llegado a la narración de lo que Stig Börjesson me contó. Y ahora Gertrud sabrá que ya no la quiero, ahora se dará cuenta exacta del pobre miserable que soy.»

En la habitación el silencio era absoluto. Gertrud y Gabriel no hacían un solo gesto, aparte de ir pasando las hojas. Era como si apenas osaran respirar. «¿Cómo podrá entender Gertrud que no haya podido contenerme por más tiempo y le haya dicho justamente hoy, el día que finalmente ella ha cedido, que quiero a Barbro? -pensó Ingmar-. Y yo mismo ¿cómo voy a entender que fuese al oír la calumnia acerca de Barbro cuando la idea de atarme a otra mujer se me hizo insufrible? No sé qué me pasa, creo que ya no estoy en mis cabales.» La espera se le hacía interminable, esperaba con ansiedad que los otros dijeran algo; pero lo único que le llegaba era el crujido de las hojas. Finalmente, ya no pudo soportarlo más y, despacio, se levantó la venda del ojo con que aún veía.

Entonces miró hacia donde estaban Gabriel y Gertrud. Seguían leyendo, las dos cabezas tan juntas que las mejillas prácticamente se tocaban, y el brazo de Gabriel rodeaba la cintura de Gertrud. Y a medida que leían se iban arrimando más. Ambos tenían las mejillas encendidas por el rubor y de vez en cuando apartaban la vista de la carta para mirarse a los ojos; y los ojos parecían más penetrantes que de costumbre y más radiantes. Cuando por fin acabaron la lectura de la última cuartilla, Ingmar vio cómo Gertrud se apretujaba contra Gabriel; y ambos se quedaron así abrazados, muy conmovidos y solemnes. Tal vez apenas comprendían nada de lo que habían leído, aparte de que ya nada se interponía en su amor. Ingmar entrelazó sus grandes manos, las cuales tenían todo el aspecto de ser las manos de un viejo maltratado por la vida, y le dio gracias a Dios. Transcurrió un largo rato antes de que ninguno de los tres se moviera.


Por la mañana, los colonos se reunieron en la sala de asambleas para rezar sus oraciones matinales. Era la última práctica de sus devociones a la cual asistiría Ingmar. Él y Gertrud y Gabriel tomarían el camino de Jafa al cabo de un par de horas.

El día anterior, Gabriel le había explicado a la señora Gordon y a un par de notables de la colonia que tenía intención de acompañar a Ingmar de vuelta a Dalecarlia y quedarse allí. Al mismo tiempo, tuvo que contar toda la historia de Ingmar. La señora Gordon reflexionó sobre lo que acababa de oír y a continuación dijo:

– Me parece que nadie puede cargar con la responsabilidad de hacer a Ingmar más desgraciado de lo que ya es, por eso no impediré que le acompañes a casa. Pero por otro lado, también tengo la impresión de que con esto Dios nos envía señales de que su voluntad es que se permita a los jóvenes de la colonia contraer matrimonio. Y si lo permitimos, estoy segura de que tú y Gertrud volveréis con nosotros algún día. Me consta que nunca os sentiréis completamente en paz en ningún otro sitio.

Sin embargo, para que Ingmar y los otros pudieran abandonar la colonia en un clima de paz y concordia, se decidió que la versión que la gran mayoría de los colonos conocería de la historia sería aquella según la cual Gabriel acompañaba a Ingmar y Gertrud para ayudarles durante el arduo viaje.

Justo cuando las oraciones matinales estaban a punto de empezar, guiaron a Ingmar al interior de la sala de asambleas. La señora Gordon se levantó y fue a su encuentro. Le tomó de la mano y lo condujo hasta el lugar contiguo al suyo. Había preparado una butaca muy cómoda para él y se ocupó de ayudarle a tomar asiento.

A continuación, la señorita Young, que estaba sentada al órgano, empezó a cantar un himno y las oraciones matinales siguieron su curso acostumbrado.

Pero acabado el breve comentario bíblico que solía hacer la señora Gordon cada mañana, la anciana señorita Hoggs se puso en pie y rogó a Dios que le concediera a Ingmar un buen viaje y un feliz retorno a casa. Luego se fueron poniendo en pie uno tras otro el resto de hermanas y hermanos americanos mientras rogaban a Dios que le concediera a Ingmar la gracia de contemplar la luz de la verdad. Algunos se expresaron en términos muy bonitos. Prometieron rezar a diario por Ingmar, su hermano más querido, y esperaban su total recuperación. Y todos deseaban que volviera a Jerusalén algún día.

Mientras hablaban los extranjeros, los suecos guardaban silencio. Desde sus asientos, justo enfrente de Ingmar, lo observaban. E invariablemente les venía a la mente todo aquello que había de seguro y probo y bien organizado en su tierra natal. Tenían la impresión de que algo de todo aquello les había sido devuelto durante el tiempo que él había permanecido en la colonia. Pero ahora que se marchaba, una angustiosa impotencia se adueñaba de ellos. Se sentían como perdidos en una tierra sin ley entre todos aquellos cazadores de almas que, sin compasión ni piedad, luchaban entre sí en su nueva patria. Luego sus pensamientos, presas de una gran nostalgia, volaron de vuelta a sus antiguos hogares. La bella comarca se extendía con sus granjas y campos. Y las personas viajaban en paz y silencio por los caminos; todo era seguro, día tras día transcurría del mismo modo; y un año era tan igual al anterior que no había manera de distinguirlos.

Pero al recordar la inmensa quietud de su tierra natal, también cayeron en la cuenta de lo maravilloso y embriagador que era haber salido al gran torrente de la vida; haber encontrado una meta que daba sentido a su existencia y dejado atrás la brumosa monotonía de los días. Y uno de ellos, alzando la voz, empezó a rezar en sueco y dijo:

– Te agradezco, Señor, el haberme concedido la gracia de venir a Jerusalén.

A continuación, uno tras otro se levantaron y agradecieron a Dios que les hubiera conducido a Jerusalén.

Agradecieron la existencia de su querida colonia, que era una fuente de alegría. Agradecieron que sus hijos aprendiesen desde niños a convivir en armonía con otras personas; esperaban, por ello, que los jóvenes alcanzarían una mayor perfección que sus padres. Agradecieron los acosos y las persecuciones, agradecieron la hermosa doctrina que habían sido llamados a poner en práctica, y volvieron a agradecer haber ido a aquel país que, aunque sumido en la ruina, florecía día a día ante sus ojos.

Nadie volvió a tomar asiento sin antes dar testimonio de la inmensa felicidad que le embargaba. E Ingmar comprendió que todo eso lo decían en su beneficio y que eso era lo que querían que él contara cuando volviera a casa: que todos eran felices. Enderezó un poco la espalda mientras los escuchaba. Irguió la cabeza y el rasgo de severidad en torno a la boca se hizo más patente.

Finalmente, cuando la afluencia de testimonios fue menguando, la señorita Young entonó un himno y luego todos, creyendo que la celebración había concluido, se levantaron dispuestos a marcharse. Pero entonces la señora Gordon dijo:

– Hoy también cantaremos un himno en sueco.

Entonces los suecos entonaron la misma canción que cantaran al abandonar su tierra: «Volveremos a encontrarnos, volveremos a encontrarnos una vez más, una vez más en el Edén.» Y mientras sonaba la canción todos se emocionaron profundamente y la mayoría de los ojos se llenó de lágrimas. De nuevo pensaban en todas aquellas personas que echaban de menos y que no volverían a ver más que en el cielo.

Sin embargo, en el mismo instante en que finalizó el canto, Ingmar se puso en pie e intentó expresar un par de ideas. Quería confortar a los que se encontraban allí, lejos de su tierra, con palabras que parecieran pronunciadas por el país al que ahora él volvía.

– Pienso que vosotros, desde aquí tan lejos, nos llenáis de honra a los que nos quedamos en casa -dijo-. Pienso que todos se alegrarán de volver a veros algún día, ya sea en el cielo o en la tierra. Pienso que no hay nada más hermoso que lo que vosotros hacéis: a costa de enormes sacrificios, vivir una vida recta y justa.

El niño

Cabe contar ahora lo que le ocurrió a Barbro Svendotter después de que Ingmar se hubiera marchado a Jerusalén.

Cuando Ingmar llevaba fuera más de un mes, Gammel Lisa, anciana sirvienta en la finca de los Ingmarsson, empezó a notar que Barbro era poseída por constantes ataques de angustia e inquietud. «Hay que ver lo extraviada que tiene la mirada -pensaba la vieja-. No me extrañaría si cualquier día de estos perdiera la razón.»

Un atardecer se decidió a interrogar a Barbro.

– Me gustaría saber qué te falta -le dijo-. Cuando yo era una chiquilla vi a la dueña de esta finca pasearse todo un invierno con la misma mirada que tienes tú ahora.

– ¿Era la que mató al niño? -repuso Barbro muy rauda.

– Sí, y ahora empiezo a creer que tú tienes la misma idea en la cabeza.

Barbro no dio ninguna respuesta concreta.

– Cuando me cuentan esa historia -dijo-, sólo una cosa me extraña. -Gammel Lisa quiso saber qué cosa era-. Pues que no acabara consigo misma también.

La anciana, que estaba hilando, puso la mano en la rueca para detenerla y clavó los ojos en Barbro.

– Milagro será que no te hagas mala sangre si nace gente menuda en esta casa después de que tu marido te ha dejado -dijo despacio-. ¿Supongo que él no sabía nada cuando se fue?

– No sabíamos nada, ni él ni yo -repuso Barbro en voz baja, como si la pena la ahogara impidiéndole hablar.

– Pero ahora le escribirás pidiéndole que vuelva, ¿no?

– Eso nunca. Que él no esté aquí es mi único consuelo.

La vieja dejó caer las manos con aspaviento.

– ¿Tu consuelo? -exclamó.

Barbro, de pie junto a la ventana, tenía la mirada perdida al frente.

– ¿Acaso no sabes que una maldición pesa sobre mí? -dijo procurando que su voz sonara serena y firme.

– Pues claro, no va a estar una entrando y saliendo de la cocina sin enterarse de nada -respondió la vieja-. Ya he oído, ya, que eres de la triste cepa del Despeñadero.

Durante un rato no se dijeron nada más. Gammel Lisa hilaba en su rueca. De vez en cuando le echaba un vistazo a Barbro, que seguía junto a la ventana presa de estremecimientos. Cuando hubieron pasado aproximadamente cinco minutos, la vieja interrumpió su trabajo y se dirigió a la puerta.

– ¿Adónde vas? -preguntó Barbro.

– Pues con mucho gusto te lo diré: voy a buscar a alguien que sepa escribirle una carta a Ingmar.

Barbro no tardó un segundo en interceptarle el paso.

– Mejor olvídate de eso -dijo-. Antes de que termines esa carta yo estaré en el fondo del río.

Las dos mujeres se encontraban frente a frente observándose. Barbro era alta y fuerte y la vieja Lisa creyó que pensaba retenerla por la fuerza. Sin embargo, de pronto, Barbro soltó una carcajada y se echó a un lado.

– Escribe lo que quieras -dijo-, me da igual. Lo único que cambiará será que acabaré con todo antes de lo previsto.

– Ni lo sueñes -dijo la vieja, sabiendo que tenía que ir con tiento puesto que la desesperación de Barbro era extrema-. No voy a escribir nada. No quiero empujarte a que hagas algo precipitado.

– ¡Sí, venga, escribe! A mí no me afecta. Como comprenderás, tengo que acabar con mi vida de todos modos. Me niego a que esta desgracia se perpetúe por los siglos de los siglos.

La anciana volvió a su rueca y se puso a trabajar.

– ¿No piensas ir a encargar la carta? -dijo Barbro yendo tras ella.

– Me gustaría saber si se te puede dar un buen consejo -respondió Gammel Lisa.

– Pues sí -dijo Barbro-, claro que puedes.

– Pensaba lo siguiente: yo te guardo el secreto a condición de que tú no te hagas ningún mal, ni a ti misma ni a la criatura, hasta que estemos seguras de que sale como tú crees.

Barbro recapacitó.

– ¿Y me prometes que luego me darás carta blanca?

– Sí -dijo la vieja-, luego podrás hacer lo que quieras, te lo prometo.

– Ay, pienso que lo mejor es acabar cuanto antes -repuso Barbro mostrándose indiferente.

– Pensaba que lo que más querías era que Ingmar remediase el mal que ha hecho -dijo la vieja-, pero si le dan estas noticias supongo que de eso no habrá nada.

Barbro dio un respingo y se llevó la mano al corazón.

– Que sea como tú dices -cedió-, pero es una promesa muy dura de sobrellevar. Sobre todo ten cuidado de no traicionarme.

El pacto se cumplió. Gammel Lisa no delató a Barbro y a partir de entonces ésta tuvo tanto cuidado que nadie advirtió el estado en que se encontraba. La suerte la acompañó en el sentido de que la primavera llegó temprano. En abril la nieve ya se fundía en los bosques. Apenas despuntó la primera brizna de hierba que pudiera alimentar al ganado, Barbro hizo llevar parte de las reses a la cabaña de pastoreo que los Ingmarsson tenían en una zona de los bosques apartada y desierta. Ella y Gammel Lisa acompañaron al ganado allá arriba para pastorearlo durante todo el verano.

Y a finales de mayo se produjo el parto. Nació un varón y su aspecto era bastante peor que el niño que Barbro había dado a luz la primavera anterior. Era escuálido y débil y lloraba sin cesar. Al mostrarle Gammel Lisa el bebé, Barbro sonrió con amargura.

– Esta criatura no merecía tus esfuerzos para obligarme a vivir -dijo.

– Tan pequeñín es imposible saber cómo va a salir.

– Recuerda que me prometiste carta blanca -repuso Barbro con aspereza.

– Descuida, pero primero he de asegurarme de que es ciego.

– Finge, si quieres, que no sabes qué clase de niño es.

También Barbro se encontraba más débil que la vez anterior. Toda la primera semana le faltaron fuerzas para levantarse de la cama. El bebé no estaba con ella en la cabaña sino que la anciana sirvienta lo tenía escondido en uno de los pequeños graneros de la dehesa. La vieja lo cuidaba día y noche, le daba leche de cabra y se tomaba muchos trabajos para mantenerlo con vida. Un par de veces al día lo llevaba a la cabaña, y entonces Barbro se giraba de cara a la pared para no verlo.

Un día, Gammel Lisa se encontraba mirando por el ventanuco de la cabaña. En un brazo sostenía al niño, que tenía uno de sus berrinches de costumbre, y la anciana pensaba en lo enteco y flacucho que era.

– Vaya, vaya -dijo de repente inclinándose hacia delante para ver mejor-, ¡tenemos invitados en casa! -No tardó un segundo en plantarse con el niño en el rincón donde yacía Barbro-. Tómalo un rato, voy a salir para decirles a esos caminantes que estás enferma y que en la cabaña no pueden entrar. -Colocó al niño en la cama, pero Barbro no se arrimó ni lo tocó. El niño chillaba a pleno pulmón. Gammel Lisa volvió al cabo de unos instantes-. Esos lloros se oyen por todo el bosque -dijo-. Si no lo haces callar todo el mundo se va a enterar de su existencia. -Y volvió a salir.

Barbro no tuvo más remedio que darle el pecho a su hijo.

La anciana se quedó fuera un buen rato. Cuando regresó, el niño dormía y Barbro estaba echada observándolo.

– No te preocupes -dijo la vieja-. No han oído nada, tomaron otro camino.

Barbro le dirigió una mirada cansada.

– Estarás muy satisfecha de ti misma -dijo-. ¿Crees que no sé que no había nadie ahí fuera, sino que me asustaste para obligarme a tomar al niño?

– Si quieres vuelvo a llevármelo -respondió la vieja.

– Será mejor que se quede hasta que despierte.

Al anochecer la vieja quiso llevarse al niño, que, bueno y calladito, estaba tumbado boca arriba abriendo y cerrando sus manos diminutas.

– ¿Qué haces con él por las noches? -preguntó Barbro.

– Lo meto entre la paja del granero.

– ¿Lo dejas tirado en la paja como si fuera un gato?

– Creía que no tenía importancia cómo lo cuidáramos. Pero si quieres que se quede aquí dentro, por mí adelante.

Al sexto día de vida del niño, Barbro observaba desde la cama cómo la vieja lo envolvía en su mantilla.

– Lo sujetas muy mal -dijo-, no me extraña que llore tanto.

– No es el primer niño que cuido -repuso la anciana-. Creo que de niños sé tanto como tú.

Barbro se quedó callada, pensando que nunca había visto a nadie tratar tan mal a un bebé.

– Le estás dejando morado liándolo de ese modo -dijo sin poder contenerse.

– Así que ahora hay que tratar a este bicho como si fuera un príncipe -replicó la vieja-. Pues si lo hago tan mal prueba tú. -Y le entregó el bebé a la madre y se marchó.

Barbro lo tomó en sus brazos. Volvió a ponerle la mantilla y no tardó en tenerlo contento y callado.

– ¿Ves como ahora no llora? -le dijo a Gammel Lisa, muy orgullosa, cuando ésta volvió.

– Siempre me han dicho que tenía buena mano para los niños -insistió la vieja sin ceder en su mal humor.

A partir de entonces, sin embargo, siempre era Barbro quien se cuidaba del bebé. Un día, cuando todavía guardaba cama, le pidió a la anciana sirvienta que le diera un pañal limpio. La vieja le respondió que no le quedaba ninguno. Los pocos que había se estaban lavando. Barbro se sonrojó y los ojos se le llenaron de lágrimas.

– Si fuera el hijo de una pordiosera este pobre niño no viviría peor -soltó sin pensar.

– ¿Por qué no te ocupas tú un poco de estas cosas? -protestó la vieja-. Me gustaría saber cómo te las habrías arreglado si yo no llego a traer lo que buenamente logré reunir de ropa de niño.

Entonces Barbro recordó su cuita. La negra melancolía con que había vivido todo el invierno la embargó, endureciéndola de nuevo.

– Ojalá no hubiésemos cuidado nunca a este pobre niño -dijo.

Al día siguiente, Barbro se levantó de la cama. Sacó hilo y aguja y se puso a cortar una sábana para confeccionarle ropa a su hijo. Cuando llevaba un rato cosiendo, oscuros pensamientos la invadieron otra vez: «¿De qué sirve que le prepare estas cosas? Mejor sería que me metiese en el pantano con él, pues tarde o temprano acabaremos allí.»

Salió en busca de Gammel Lisa, que se hallaba ocupada en ordeñar las vacas antes de que salieran a pacer al bosque.

– Tía Lisa, ¿sabes cuánto tiempo pasará antes de que sepamos seguro que el niño es ciego?

– Para estar del todo seguras, ocho días por lo menos, y hasta un par de semanas.

Barbro volvió a la cabaña y retomó la costura. Los cortes con las tijeras le salían desiguales; la mano se le iba y temblaba. El temblor no tardó en propagarse por todo el cuerpo y por unos instantes tuvo que interrumpir su tarea. «Dios mío, ¿qué me pasa? ¿Es posible que la alegría de saber que puedo quedármelo otro par de semanas me haga temblar como una vara?»

La vieja sirvienta trajinaba penosamente arriba en los bosques. Se veía obligada tanto a apacentar las vacas como a ordeñarlas, puesto que Barbro ahora sólo pensaba en ocuparse del niño y nunca se le ocurría ayudarla en nada.

– Barbro, mujer, ¿no podrías hacer alguna cosa aparte de comerte al niño con los ojos? -le reprochó un día que se sentía exhausta.

Barbro se levantó y salió de la cabaña, pero en el umbral se volvió.

– Ya te ayudaré cuando llegue el verano -dijo-. Estos días que quedan no quiero dejarle.

A medida que Barbro se iba encariñando con su hijo, se decía que el gesto más compasivo que podría tener con él sería llevar a cabo su propósito inicial. No dejaba de ser un niño enclenque y enfermizo; apenas aumentaba de tamaño, era casi igual de canijo que como cuando vino al mundo. Pero lo que más la preocupaba era que sus párpados siempre estuvieran hinchados y enrojecidos en los bordes, y que ni siquiera intentara levantarlos.

Un día, Gammel Lisa mencionó el tiempo que tenía ya la criatura.

– Barbro, ya tiene tres semanas -dijo.

– No es verdad -repuso la madre con vehemencia-, no las cumple hasta mañana.

– ¿Ah sí? Bueno, pues me habré equivocado; aunque si mal no recuerdo nació en miércoles.

– Bien podrías concederme un día más con él -dijo Barbro.

A la mañana siguiente, mientras se vestía, la anciana le dijo:

– No quedan pastos verdes por aquí cerca, me llevaré las vacas un trecho más lejos. No volveremos hasta que anochezca.

Barbro se giró bruscamente hacia ella con la intención de decir algo, pero se mordió los labios y calló.

– ¿Decías algo? -le preguntó la vieja, creyendo que le pediría que se quedara en la cabaña. Pero no fue así.

Al anochecer, la vieja guiaba al rebaño de vuelta sin darse prisa. Iba llamando a las vacas, que no paraban de descarriarse a uno y otro lado y de detenerse en cada terrón verde. La vieja se impacientó y empezó a regañar a las testarudas bestias. «Pero bueno, qué más da -se resignó al final-. No vale la pena que te afanes tanto, Lisa. Para lo que te espera en casa, no hace falta que corras.»

Cuando abrió la puerta de la cabaña Barbro estaba sentada con el bebé en el regazo cantándole.

– ¡Dios santo, Lisa, ya era hora! -exclamó la joven-. No sé qué hacer. ¡Mira, ahora le ha salido un sarpullido!

Y se le acercó para mostrarle un par de manchas rojas en el cuello del bebé. La abuela, todavía en el quicio, juntó las manos en gesto de sorpresa y se echó a reír. Barbro la miró consternada.

– Eso no es nada -dijo la vieja-. Mañana se le habrá pasado. -Y volvió a reír.

Barbro se extrañó, hasta que cayó en la cuenta de lo angustiada que debía de haberse sentido la pobre Lisa todo aquel día.

– Habría sido mejor para todos si lo hubiera hecho -dijo-. Supongo que por eso te marchaste.

– Esta noche pasada le estuve dando muchas vueltas sin saber qué hacer -repuso la vieja-, hasta que algo me dijo que ese crío sabría apañárselas mejor si lo dejaba solo contigo.

Una vez concluidas las tareas vespertinas, cuando se disponían a acostarse, la anciana le dijo:

– ¿Es seguro que dejarás vivir al niño?

– Sí, si Dios le da salud y me permite conservarlo.

– ¿Y si te sale idiota o ciego otra vez?

– Eso ya sé que lo es -repuso Barbro-, pero aun así no puedo hacerle daño. Sea como sea, sólo pido que se me permita cuidarlo.

La abuela se sentó en el borde del lecho y caviló.

– Ya que las cosas han ido de este modo -dijo-, tendrías que escribirle a Ingmar.

Barbro se horrorizó.

– Me figuro que tú también quieres que este niño viva -dijo-, pero si mandas venir a Ingmar no respondo de mis actos.

– ¿Puedo preguntar qué vas a hacer si no? Cualquiera que se entere de que has tenido un hijo puede escribirle contándoselo.

– Había pensado mantener todo esto en secreto hasta que Ingmar se haya casado con Gertrud.

Gammel Lisa volvió a guardar silencio un buen rato, reflexionando sobre aquellas palabras. Veía con claridad que Barbro seguía muy propensa a consumar una desgracia y no se atrevió a contradecirla.

– Has sido muy buena con los viejos de Ingmarsgården -dijo entonces-. Es natural que intente conservarte como ama.

– Si he sido buena contigo alguna vez, me lo pagarás con creces obedeciéndome en esto.

Barbro logró imponer su voluntad y durante todo el verano nadie supo de la existencia del niño. Cuando subía gente a la cabaña lo escondían en el granero. La gran preocupación de Barbro era cómo seguir ocultando al niño cuando llegara el otoño y se vieran obligadas a bajar a la aldea de nuevo. No pasaba un día sin que cavilase sobre ello.

Sin embargo, hora tras hora aumentaba el cariño por su hijo y de ese modo recuperó parte de su antiguo sosiego. El niño fue haciéndose progresivamente más fuerte, aunque seguía retardado en cuanto a crecimiento y desarrollo. Durante todo el verano costó calmar su llantina y los párpados no dejaron de estar enrojecidos e hinchados, de manera que apenas podía abrirlos. Barbro no tenía la menor duda de que había nacido idiota y aunque ya no albergaba otra idea que la de dejarle vivir, pasó muchos ratos amargos por su causa. Éstos le sobrevenían a menudo de noche y entonces solía levantarse y observar al niño. Era muy feo, de piel amarillenta y pelo ralo y rojizo. La nariz era demasiado corta y el labio inferior sobresalía en exceso, y al dormir arrugaba el ceño haciendo que unos profundos surcos le cruzasen la frente. Cuando Barbro lo miraba, su cara le parecía verdaderamente la de un retrasado, y se pasaba la noche llorando por el infeliz futuro que le esperaba a su hijo. Sin embargo, de madrugada el niño se despertaba, yacía descansado y de buen humor en la canasta que le servía de cuna, y estiraba los brazos hacia su madre cuando ésta le hablaba. Entonces Barbro se calmaba y volvía a armarse de paciencia.

– Creo que las que tienen hijos sanos no sienten tanto cariño por ellos como yo por este niño enfermo -le dijo a la anciana Lisa.

Pasó el tiempo y el final del verano se aproximaba. Barbro todavía no había discurrido un modo de mantener oculto al niño tras el regreso a casa.

En ocasiones la asaltaba la idea de que su única salida era marcharse al extranjero.

Una tarde borrascosa de principios de septiembre, el cielo se ennegreció y soplaba un viento lluvioso. Barbro y Lisa habían encendido un fuego y estaban arrimadas al hogar calentándose. Barbro tenía al niño en sus rodillas y, como de costumbre, se entretenía pensando en cómo lograr que Ingmar no supiera nada. «De lo contrario volvería a mi lado -pensó-. No sé cómo hacerle comprender que esta cruz quiero llevarla sola.» Justo mientras pensaba esto, se abrió inopinadamente la puerta de la cabaña dando paso a un caminante.

– ¡A la paz de Dios! -saludó el hombre-. Qué suerte he tenido de toparme con ustedes. El bosque está como boca de lobo y no encontraba el camino a la aldea; pero entonces me he acordado que la cabaña de pastoreo de los Ingmarsson tenía que estar por aquí cerca.

Era un pobre diablo que antaño recorría los caminos como viajante. En la actualidad no tenía mercancías que ofrecer sino que se dedicaba a mendigar. Por lo visto, su situación no era tan precaria como para depender de la caridad de sus semejantes; pero se había aferrado a la costumbre de ir de granja en granja recopilando noticias.

Naturalmente, lo primero que detectó en la cabaña fue al niño. Los ojos se le abrieron como platos.

– ¿De quién es? -preguntó.

Ambas mujeres callaron unos instantes, y luego Gammel Lisa, firme y contundente, dijo:

– De Ingmar Ingmarsson.

El hombre quedó aún más atónito. Se sentía incómodo por haberse metido de pleno en una situación que probablemente no hubiera debido conocer. En su desconcierto, se inclinó sobre el niño.

– ¿Y cuánto tiempo tiene un chiquitín como éste? -preguntó.

Esta vez fue Barbro la que se apresuró a contestar:

– Tiene un mes.

El hombre era soltero y no sabía nada de niños, así que no podía saber que Barbro le engañaba. Miró asombrado a la mujer que estaba sentada frente a él tan tranquila.

– Vaya, sólo un mes -dijo.

– Sí -confirmó Barbro con su seriedad característica.

El hombre se sonrojó desconcertado a pesar de ser ya un hombre maduro; en cambio, Barbro daba la impresión de que aquello no fuera con ella.

Por supuesto, él se dio cuenta de las señas de advertencia que la tía Lisa le dirigía a Barbro, pero ésta seguía altivamente sentada y sin hacerle caso. «A la vieja no le importa mentir -pensó el hombre-; en cambio, se nota que esta Barbro es demasiado orgullosa para hacer algo así.»

A la mañana siguiente, el hombre le dijo a Barbro significativamente:

– No comentaré nada a nadie.

– Cuento con ello -respondió ella.

– No te entiendo -dijo la anciana tan pronto el vagabundo se hubo ido-. ¿Por qué cuentas calumnias de ti misma?

– No tenía otra cosa que hacer.

– ¿Y tú crees que Johannes el quincallero no va a irse de la boca?

– Lo que quiero, precisamente, es que se vaya de la boca.

– ¿Quieres que la gente crea que este niño no es de Ingmar?

– Sí -dijo Barbro-, ahora ya no podemos seguir ocultando que existe. No hay más remedio que dejarles que crean eso.

– ¿Y piensas que yo estaré conforme? -replicó la vieja.

– Si no lo estás, tendrás que aceptar que un idiota sea el heredero de Ingmarsgården.

Hacia mediados de septiembre, los que habían pasado el verano de pastoreo en las cabañas del monte, solían bajar de vuelta a sus casas. También Barbro y Lisa volvieron a Ingmarsgården. De inmediato se hizo evidente que los rumores acerca de Barbro se habían extendido por toda la comarca. Tampoco ella se esforzaba ya en mantener el secreto acerca del hijo; pero, en cambio, sentía un gran temor de que lo vieran. Siempre lo escondía en la alcoba del fondo del lavadero, donde habitaba Gammel Lisa. Parecía no soportar la idea de que descubrieran su enfermedad y el hecho de que nunca sería una persona normal.

Como es natural, ese otoño Barbro sufrió el desprecio y la condena generales. Los lugareños no se molestaban en ocultar la opinión que les merecía Barbro y ella no tardó en sentirse tan cohibida ante la gente que acabó por no salir de casa. Incluso los empleados de la finca cambiaron de actitud hacia ella. Los mozos y sirvientas se permitían maliciosas indirectas para que Barbro las oyera, y ella tenía dificultades en hacer cumplir sus órdenes.

No obstante, esta situación acabó muy pronto y de golpe. Durante la ausencia de Ingmar, el viejo aparcero se había instalado en la finca para gobernarla en calidad de amo. Un día, Stark Ingmar oyó a uno de los mozos responder descortésmente a Barbro y entonces le propinó un sopapo en la oreja que lo dejó tambaleándose.

– Recibirás más como me entere de que vuelves a comportarte así -gruñó el viejo.

Barbro lo miró sorprendida.

– Te lo agradezco mucho -dijo.

Él se giró hacia ella y la expresión con que la miró no tenía nada de dulce.

– No me lo agradezcas -dijo-. Mientras seas la ama de esta finca, me encargaré de que la gente te guarde respeto y te obedezca, eso es todo.

Un poco más entrado el otoño, llegaron noticias de Jerusalén de que Ingmar y Gertrud habían abandonado la colonia. «Cuando leáis estas líneas tal vez ya estén en casa», ponía en la carta. Al oírlo, Barbro sintió un gran alivio. Ahora estaba segura de que Ingmar llevaría a término el divorcio y, una vez libre, ella no tendría que soportar por más tiempo la pesada cruz del menosprecio que llevaba a cuestas.

Sin embargo, más tarde, mientras se ocupaba de las labores de la casa, las lágrimas no dejaban de aflorar a sus ojos. Que todo hubiera acabado entre ella e Ingmar le rompía el corazón. Si ellos ya no estaban juntos, qué vacío tan inmenso.

La vuelta de los peregrinos

Barbro Svensdotter tuvo un hermoso sueño una mañana poco antes de levantarse. Soñó que era una niña pequeña que vivía en la granja de sus padres y que andaba por la nieve empujando un pesado trineo. Era pleno invierno, había un cielo gris y plomizo, la nieve se acumulaba ante ella mientras subía jadeando y gimiendo por un escarpado declive que le exigía todas sus fuerzas para impulsar el trineo. Finalmente, llegó a la cima y giró el trineo para deslizarse por la pendiente. Entonces vio que todo se había transformado. En un mero segundo había irrumpido la primavera. El sol resplandecía entre pequeñas nubes blancas, la nieve amontonada se derretía y a ella le entró prisa por sentarse en el trineo e impulsarse, temerosa de que la nieve se fundiese antes de que descendiera. Nunca había disfrutado de un descenso tan delicioso. Bajó por la pendiente a una jubilosa velocidad. A los pies de la cuesta la nieve ya estaba derretida; sin embargo, el trineo saltó por encima de charcos y terrones a la misma velocidad. Cuando al final se detuvo y Barbro desmontó y miró la pendiente, la primavera avanzaba a marchas forzadas. No quedaba ni un solo montón de nieve; en su lugar había destellantes arroyos y regueros que corrían cuesta abajo mientras la tierra reverdecía y brotaban las flores. Sin embargo, lo más extraordinario era la desbordante alegría que se había adueñado de su ser y que acabó despertándola. Y una vez despierta, la alegría se quedó con ella, que permaneció acostada con la cabeza llena del estallido primaveral y sintiendo sus efluvios alrededor. Su corazón palpitaba tan ligero y feliz como no lo hiciera desde antes de casada. La sensación de no sentirse agobiada por la tristeza era tan maravillosa que no osaba moverse por miedo a que se desvaneciera. Sin duda, creyó que el sueño encerraba parte de una premonición o vaticinio. «Con tal que consiga llegar a la cima de la cuesta, mi vida se hará luminosa y etérea como un día de primavera», pensó.

Tras levantarse, recordó que era domingo y, como se sentía tan animada por el sueño, cobró valor para asistir a misa. Pensó que no era del todo correcto, pero hacía tiempo que deseaba ir a la iglesia y ahora decidió hacerlo. Sintió que ella, en su inmensa desesperación, necesitaba la iglesia más que cualquier otra persona. Se puso la ropa de los domingos y salió sigilosamente de la casa sin decirle a nadie adónde se dirigía, salvo a la vieja Lisa.

Cuando subía por la cuesta de la iglesia le pareció que la gente la seguía con miradas de extrañeza. Entró directamente en la iglesia y tomó asiento sin hablar con nadie. Hizo que el pañuelo le cubriera la frente y agachó la cabeza. Aunque no osara mirar a los ojos a los feligreses, se alegraba de haberse atrevido a salir de casa.

Mientras ella esperaba sentada a que diera comienzo la misa, Ingmar Ingmarsson viajaba hacia allí en un coche de punto procedente de la estación de ferrocarril. Iba sentado en el pescante de un birlocho junto al campesino que lo conducía, y en la testera de atrás iban Gabriel y Gertrud. Justo cuando cruzaban el puente se oyeron las campanas de la iglesia.

– Las personas que más anhelamos ver no estarán en casa a esta hora -dijo Ingmar volviéndose hacia Gabriel y Gertrud-. Así que ¿por qué no vamos a misa?

Los otros estuvieron de acuerdo e Ingmar pidió al cochero que se detuviera en la cuesta de la iglesia.

Cuando entraron en la iglesia, los asistentes ya habían empezado a cantar y tenían las cabezas inclinadas sobre el libro de himnos. Gertrud entró la primera y avanzó rápidamente por el pasillo central, adentrándose un buen trecho antes de que nadie reparara en ella. Por fin, una de sus condiscípulas alzó la vista y la reconoció. La antigua compañera le dio un codazo a su vecina y luego una especie de murmullo se propagó por los bancos: «Es Gertrud, la del maestro.» Barbro también oyó el susurro y levantó los ojos. Una muchacha joven pasaba en ese momento por el pasillo central, era guapa y esbelta, de cutis níveo, ojos claros y paso grácil y vivaz. Había algo dulce y encantador en su persona y tenía todo el aspecto de estar contenta y feliz. Hasta parecía que le costaba contener una sonrisa pese a encontrarse en una iglesia.

A Barbro le dio un vuelco el corazón. ¡Así que ésa era Gertrud! Claro, no podía ser de otra manera. Habría podido afirmar que ésa era Gertrud aun sin oír los murmullos. Qué extraño se le antojó todo.

Durante dos años había estado anhelando esto, que Ingmar consiguiera casarse con Gertrud a fin de que ella, Barbro, pudiera sentirse libre de remordimientos por haberse interpuesto entre ellos. Y de hecho se sentía agradecida porque ahora esa carga había sido levantada de sus hombros, pero al mismo tiempo, inevitablemente, le pesaba saber que Ingmar iba a desposar a otra. Por otro lado, ahora ya no tendría que guardar en secreto la identidad del padre de su hijo y también eso suponía un gran alivio. «Sí, hoy se me ha concedido una enorme alegría, tal como el sueño me anunciaba», se dijo, pero sin sentir toda la alegría que habría cabido esperar.

Barbro se fijó en que Gertrud entraba por un extremo del banco donde estaba sentada la mujer del maestro. Todo transcurrió silenciosamente. La gente se apartaba para que Gertrud pudiera llegar hasta donde se encontraba su madre. Ésta tenía la cabeza inclinada sobre el libro y no se dio cuenta de quién tomaba asiento a su lado. En esa postura, la señora Stina parecía una anciana; tenía la espalda encorvada y sus manos, que sostenían el libro de himnos, se veían muy viejas y arrugadas. Entonces una mano suave y rosada se posó sobre la suya. «Esta mano se parece a la de Gertrud -pensó la señora Stina-. Nunca he visto unas manos más bonitas que las de mi Gertrud.» Sin embargo, no levantó la vista porque se había vuelto una mujer floja y abúlica a la que ya no le importaba nada. La hermosa mano tomó el libro y lo desplazó un poco hacia su lado.

– ¿Puedo leer con usted, madre? -susurró Gertrud.

La señora Stina reconoció la voz y, de no ser porque Gertrud lo sostenía, se le habría caído el libro al suelo. De inmediato miró a la cara a su hija, que parecía radiante de alegría, como suele ocurrirle a aquellos que regresan de un largo viaje. La muchacha, pese a estar en la iglesia, a duras penas podía contener la risa; parecía haber recuperado el buen humor del que gozaba de niña.

– Ahora vamos a cantar, madre, como hacíamos antes -le susurró, y empezó a entonar el himno.

La señora Stina intentó cantar igualmente. No le quedaba voz pero lo hizo de todos modos, y hasta le pareció que la recuperaba, que su voz se fortalecía con cada nota. La esposa del maestro no quería comportarse mal en la iglesia, así que intentó pensar únicamente en las sagradas palabras que estaba pronunciando. Pero no podía evitarlo. Una y otra vez giraba la cabeza para mirar a su Gertrud. ¡Qué radiante se la veía! No cabía duda de que estaba en su sano juicio. Y feliz y contenta, además, y más guapa que nunca.

– Madre, tiene usted que cantar y no sólo mirarme -dijo Gertrud inclinándose hacia delante para disimular cuánto la divertía la reacción de su madre.

Barbro y el resto de los que ocupaban los asientos posteriores al de la señora Stina notaron que, a cada mirada que ésta le echaba a la hija, su espalda se enderezaba un poco. Hacia el final de la misa, tenía la espalda casi tan recta como un palo.

Barbro no intentó siquiera seguir el himno. Porque si Gertrud había venido a la iglesia, cabía esperar que también Ingmar apareciera. Así que acechaba el sonido de sus contundentes pasos por el pasillo central.

En la zona reservada a los hombres, Hök Matts Eriksson ocupaba el extremo de un banco. Su aspecto era el habitual en él, amable y bondadoso, y no había envejecido notablemente. Toda la iglesia se había regocijado cuando Gertrud fue a sentarse junto a su madre; en cambio, Hök Matts, que normalmente se alegraba con la dicha de sus prójimos, se ensombreció y hasta casi le volvió la espalda a ambas mujeres. Y es que para Hök Matts verlas fue como si un sable le atravesara el alma. «Los Storm sí que son felices -pensó-. Ellos han recuperado a la hija perdida, pero para mí no ha vuelto nadie.» Al punto levantó la voz y se puso a cantar de un modo espantoso. Desafinaba horriblemente y nunca cantaba en la iglesia, pero algo tenía que hacer para no sucumbir a su pena.

No pasó mucho tiempo antes de que Barbro oyera nuevos pasos. Eran pasos ligeros, imposible que fueran de Ingmar. Giró la cabeza y vio a un hombre joven aproximándose por el pasillo con la misma sonrisa que Gertrud había exhibido. El muchacho se detuvo junto al asiento que ocupaba Hök Matts y puso la mano sobre su hombro para que le permitiera entrar en el banco. «Es Hök Gabriel», susurró una que ocupaba el asiento contiguo al de Barbro, que ya lo había adivinado pese a que el joven era un hombre alto de rostro muy bello. Lo había reconocido por los ojos, igual de amables que los de su padre.

Lo primero que Gabriel había escuchado al abrir el portón de la iglesia fue la voz de Hök Matts chirriando en falsete una melodía que no tenía nada que ver con la que cantaban los otros. «¿Qué le ha picado a padre para que se haya puesto a cantar? -pensó-. Storm y el párroco estarán furiosos porque desafina como un gato maullando.» Casi incapaz de aguantarse la risa, a punto estuvo de no entrar en la iglesia. Una vez dentro, todas las cabezas se volvieron hacia él, excepto la de su padre, que permanecía impasible de espaldas al pasillo y no hacía más que berrear. Tampoco cuando Gabriel le tocó el hombro se hizo a un lado para dejarle paso, y ni siquiera le miró. Entonces Gabriel se sentó en el banco de atrás, encontró un libro de cánticos muy viejo que abrió y se sumó al coro. La voz de Gabriel era clara y fuerte, por algo había sido uno de los mejores cantantes de la parroquia. El viejo Hök Matts persistió en cantar a su modo, lo cual tuvo el efecto de una competición a dos voces, pero pronto las chirriantes notas desafinadas se fueron debilitando hasta apagarse por completo. ¡Y aun así Hök Matts se mantuvo clavado en su sitio sin girarse durante todo el tiempo que duró el himno! «Es Gabriel el que está sentado detrás de mí cantando», pensaba, pero el miedo a equivocarse era tan intenso que no osaba volver la cabeza. Cuando el himno llegó a su fin se inclinó sobre un feligrés que ocupaba el asiento contiguo.

– ¿Quién era ese que cantaba detrás de mí? -le preguntó.

– Pues es Gabriel.

Entonces el padre, finalmente, se dio la vuelta y miró a su hijo. Y en su mirada había tanta ansia, ternura y miedo de la propia felicidad que Gabriel no pudo comprender cómo había tenido corazón para marcharse de su lado.

Entretanto, Ingmar se había visto brevemente retenido por el cochero, de modo que entró en la iglesia después que los otros. Cuando abrió el portón, el himno ya había terminado y el párroco se había situado ante el altar. Ingmar, para no molestar, prefirió no avanzar por el pasillo y quedarse de pie en el fondo de la iglesia. Pronto corrió la voz de que estaba ahí y uno tras otro se fueron girando para mirarle. Uno de los ojos de Ingmar estaba cerrado; pero con el otro observaba su entorno con menos reserva de lo que era corriente en su familia. «Parece contento -pensó Barbro sin atreverse a dirigirle más que esa única mirada, ya que las lágrimas amenazaban con brotar y el corazón le aporreaba el pecho de tal forma que tenía la sensación de que las mujeres de su alrededor podían oírlo-. ¡Y esto es lo que tanto anhelaba y lo que creía que me haría feliz!», pensó sintiéndose indeciblemente sola y desgraciada.

Cuando la liturgia frente al altar tocó a su fin, Barbro oyó discretos pasos acercándose por el pasillo. Era Ingmar, que venía buscando un sitio mejor. Prestó toda su atención a los pasos. «Irá a sentarse en el banco justo enfrente de Gertrud», pensó. Pero los pasos se detuvieron frente a su propio banco. Entonces no pudo evitar girar la cabeza de nuevo. Ingmar ocupaba un asiento en el banco justo frente al suyo. «Claro, es lo correcto -pensó-. Es en este banco donde se sientan los Ingmarsson.» Aun así, se alegró de que hubiera escogido justamente aquel banco.

Acabado el sermón, algunos que tenían prisa por volver a sus casas se pusieron en pie para marcharse y entonces Barbro aprovechó para levantarse también y abandonar la iglesia. No alzó los ojos cuando salió del banco, pero notó que Ingmar la miraba. De pronto se le ocurrió que él pensaría que ella se avergonzaba de mirarle a los ojos, así que levantó la vista y lo miró. Pero la expresión con que se topó fue totalmente distinta de la que esperaba. También él daba la impresión de sentirse tan colmado de dicha que le costaba aguantarse la risa. Ella apretó el paso y, una vez fuera, en la cuesta de la iglesia no se detuvo ni un segundo sino que fue derecha a casa. ¿Era posible que Ingmar estuviera allí plantado divirtiéndose a costa de ella y sus preocupaciones? De acuerdo que él fuera feliz ahora, pero aun así debería ponerse en su lugar y comprender lo penoso que resultaba todo aquello para ella. Caminando deprisa para llegar pronto a casa, era incapaz de quitarse la imagen de Ingmar de la cabeza. En realidad, no era ninguna clase de burla lo que había creído detectar. Él la había mirado como quien ha ido en pos de una pieza durante mucho tiempo y ahora se alegra de capturarla. «Esa cara la ponía mi padre cuando un zorro había caído en la trampa y sabía que el pobre no podría escapársele.»

Durante el trayecto a casa volvía la cabeza una y otra vez. «Soy una tonta si me hago ilusiones de que vendrá corriendo detrás de mí. Seguro que acompañará a Gertrud a casa del maestro.»

Ingmar salió de la iglesia un par de minutos después que Barbro. Pensaba darle alcance por el camino; sin embargo, de pronto se vio rodeado de gente que quería saber de sus parientes en Jerusalén y le pareció que era su obligación quedarse y atenderlos. Habían corrido muchos rumores acerca de cómo iban las cosas en Tierra Santa y también las preocupaciones y las preguntas habían sido muchas. La gente no se había atrevido a creer lo que relataban las cartas enviadas por los emigrantes. Ya se sabe que a los que abandonan su terruño no les gusta reconocer que lo pasan mal. En cambio, cuando ahora Ingmar, que no pertenecía a su misma confesión, les explicaba cómo vivían, podían fiarse de que no les decía otra cosa que la pura verdad.

Justo en medio de una frase, Ingmar vio que el maestro Storm y la señora Stina venían hacia él. Ingmar sabía que nunca habían demostrado ninguna ira contra Gertrud por haberse fugado a Jerusalén, pero Ingmar no había ido a visitarlos, así que no habían cruzado una palabra con él desde ese día. Ahora, sin embargo, ambos se le acercaron con la mano extendida. Ingmar estrechó primero la de la señora Stina y después la del maestro Storm. Nadie hizo mención del pasado. No querían tener una riña en presencia de tanta gente.

– Mi Stina dice si te apetece venir a casa a tomar un bocado -dijo Storm.

– Si la señora Stina quiere recibir a un forastero así sin avisar, iré con mucho gusto -respondió Ingmar, alegrándose tanto de su reconciliación con la familia del maestro que por un momento casi se olvidó de Barbro.

– No recibiría a cualquiera -dijo la señora Stina-, pero tú eres como de la familia y te conformarás con lo poco que tengo.

Así pues, Ingmar se fue con el maestro Storm y su familia rumbo a la escuela, donde, como es fácil suponer, el regocijo fue inmenso. La gente se acercaba continuamente para dar la bienvenida a los recién llegados. Y se habló de todo lo que había sucedido, y, en medio de tanta euforia, también hubo alguna lágrima por los que habían muerto. Gertrud se apresuró a sacar del baúl todos los regalos que traían consigo. Los puso en hilera sobre dos mesas del aula y los fue entregando a sus destinatarios junto con todos los recuerdos y saludos que le habían encargado. No fue fácil para Ingmar marcharse de allí, especialmente cuando los Storm parecían casi igual de felices por haberle recuperado a él como a su Gertrud.

– ¿No te irás ya? -dijo la señora Stina cuando él se puso en pie.

– Tendría que ir a ver cómo anda todo por casa.

– Allí ya llegarás a su debida hora.

Entonces le llegó el recado de que fuera corriendo a Ingmarsgården porque Stark Ingmar había caído enfermo y estaba agonizante. De ese modo pudo marcharse.


Tocando al camino, a un trecho de la finca de los Ingmarsson, había una mísera [59] cabaña. Cuando Ingmar se acercaba, vio a un hombre y una mujer saliendo por la puerta. El hombre ofrecía un aspecto desharrapado y sórdido y a Ingmar le pareció observar que la mujer le entregaba algo. A continuación, la mujer se apresuró a dirigirse a paso ligero hacia la finca, llevando un fardo en la mano.

Cuando Ingmar pasó por delante de la cabaña el hombre todavía estaba en la puerta, examinando un par de monedas de plata que tenía en la mano. Ahora Ingmar le reconoció: era Stig Börjesson. Éste no levantó la vista hasta que Ingmar hubo pasado de largo.

– ¡Espera un momento, Ingmar, espera! -le gritó corriendo tras él por el camino-. No creas nada de lo que Barbro te diga. Se injuria a sí misma.

– Eso lo sabré yo sin necesidad de que tú me lo digas -le espetó Ingmar sin detenerse.

Al cabo de unos instantes, Ingmar le pisaba los talones a la mujer que acababa de despedirse de Stig Börjesson. Al parecer tenía mucha prisa e iba lo más veloz posible. Al oír que alguien la seguía, pensó que se trataba de Stig y dijo sin girarse:

– Tienes que conformarte con lo que te he dado. Ahora no me queda dinero. Otro día te daré más. -Ingmar no dijo nada pero apretó el paso-. Otro día te daré más con tal que no le digas nada a Ingmar -insistió ella.

En ese instante, Ingmar la alcanzó y le tocó el hombro. Ella se desasió y se giró hacia él con una expresión furiosa, sin detenerse. Pero cuando vio que se trataba de Ingmar y no de Stig, su ira se esfumó dando paso a una alegría conmovedora. Y entonces notó en el rostro de Ingmar la misma expresión que había visto antes: «Ya te tengo, ahora no te me escaparás», decían sus ojos.

«¿Por qué me mira así? -se preguntó apartándose de él-. Si ha vuelto con Gertrud y va a casarse con ella.»

La primera pregunta de Ingmar se refería a Stark Ingmar.

– Vino a mi encuentro tan pronto volví de la iglesia -dijo Barbro-, y me contó que la noche pasada le anunciaron que hoy moriría.

– ¿Está enfermo? -preguntó Ingmar.

– Lleva todo lo que va de año aquejado de reuma, y no ha dejado de lamentarse de que nunca volvieras para que pudiera morir en paz. Decía que no podía irse de este mundo hasta que volvieses de la peregrinación.

– ¿Quieres decir que hoy no tiene nada de particular?

– No, no está peor que de costumbre, pero lo que sí es verdad es que él cree que va a morir, así que se ha acostado en la alcoba. Se le ha metido en la cabeza que quiere que todo sea igual que cuando murió tu padre, y hemos tenido que mandar a buscar al párroco y el médico, ya que ellos también asistieron a don Ingmar. También ha pedido el magnífico tapiz que cubría a don Ingmar, pero ya no está en la finca porque fue vendido en la subasta.

– Sí, se vendieron muchas cosas en aquella subasta -dijo Ingmar.

– Una criada creyó saber que Stig Börjesson se quedó con ese tapiz y he pensado que debía intentar recuperarlo para que Stark Ingmar lo tuviera todo a su gusto. He tenido suerte y lo he comprado. Aquí está -dijo mostrando el fardo que llevaba.

– Siempre has sido buena con los viejos de la casa -dijo Ingmar con voz algo quebrada, al tiempo que se situaba al costado de Barbro, que en ningún momento había dejado de andar. Su respiración era pesada y a ella se le ocurrió que sólo con que ella se hubiese detenido un instante, él la habría estrechado entre sus brazos.

Y sin duda era lo que Ingmar habría querido hacer; pero el recuerdo de Stark Ingmar le contuvo. «No es momento para hablar de esas cosas», pensó.

– No me has dado la bienvenida a casa -dijo.

– No -respondió ella, procurando dar a su voz un tono más alegre-, pero como comprenderás, estoy contenta de que hayas vuelto y de que traigas a Gertrud contigo.

– La tarea que me encomendaste no ha sido nada fácil.

– No, ya lo imagino. Sin embargo, me pareció que Gertrud estaba muy contenta de estar de vuelta en casa.

– Creo que está satisfecha con la nueva situación -dijo Ingmar escuetamente, y mientras se arrimaba a Barbro volvió a dibujársele una pequeña sonrisa en los labios.

«¿Pero qué hace? -pensó ella-. No lo entiendo.» Mas se dejó invadir por una alegría desbordante e incontrolable. Era exactamente igual que en el sueño, cuando se deslizaba cuesta abajo en el trineo mientras la primavera estallaba a su alrededor. Súbitamente, Barbro creyó comprender el comportamiento de Ingmar. La explicación era simple: se sentía tan feliz que le resultaba imposible ocultarlo. Al mirarla a ella, él se mofaba de sí mismo por haber llegado a creer, alguna vez, que la amaba. Ahora su corazón volvía a pertenecer a Gertrud, enteramente a ella, tal como lo había hecho durante la primera época de casados.

Barbro miró con ojos anhelantes el final del camino. «Ay, Dios, cuánto trecho queda aún -pensó-. Todavía falta media hora para llegar a casa y todo este rato tendré que pasarlo a su lado mientras él sólo piensa en la otra.» Volvió a mirar a Ingmar con el rabillo del ojo. Él lo advirtió y le hizo un gesto con la cabeza mientras la miraba con aquella expresión a la que, a pesar de todo, Barbro no acababa de encontrarle un sentido. «Tal vez se sienta agradecido porque le aparté de mi lado -se dijo-. Creerá que en el fondo fui yo la causante de que ahora sea tan feliz.»

– Quería darte las gracias por enviarme a Jerusalén -dijo él.

– En eso pensaba justamente -contestó Barbro-. Seguro que te alegras de haber ido allí.

– Sí, es un sitio muy peculiar.

– Te quedaste tanto tiempo que me figuraba que no volverías.

– ¿Quedarme yo? Qué va, nunca pensé en hacerlo; sólo tenía que aprender un par de cosas antes de estar en condiciones de volver.

– Me gustaría saber qué cosas eran ésas -repuso ella, no por curiosidad sino porque creía conveniente mantener viva la conversación.

– Bien, fue muy curioso descubrir que de todas las maravillas que habíamos leído en las Escrituras allí no queda nada. No hay ninguna fortaleza real en Sión ni ningún templo en Moria, sólo una roca que muchos idolatran. [60] Y tampoco hay reyes, ni señores de la guerra, ni soldados, ni sumos sacerdotes, ni sirvientes del templo, ni el Arca de la Alianza con querubines y serafines. Yo me figuraba que sería así, pero de todos modos me costó entender por qué todo aquello, y muchas otras cosas que habían sido hermosas y magníficas, habían acabado destruidas. Pensé que si eso y todas las demás grandezas que los hombres han creado en la tierra hubieran subsistido, el mundo rebosaría de maravillas. Porque en Palestina, a cada paso se percibe el esplendor indescriptible de lo que fue. Entonces se me ocurrió que si todo aquello no hubiese sido destruido, nuestro trabajo ya no sería necesario. Y nada supone una mayor felicidad para la persona que crear ella misma lo que necesita y así demostrar de lo que es capaz; por eso lo viejo tiene que perecer. Fue así cómo caí en la cuenta de por qué el Señor permite que los reinos sucumban, las ciudades sean devastadas y las obras humanas barridas de la faz de la tierra como hojas al viento. Eso tiene que ser así para que los hombres siempre tengan algo nuevo que construir y con lo cual demostrar su valía. Dios no quiere que heredemos fincas y campos fértiles, sino que conquistemos de raíz todo aquello que debe ser nuestro.

– Así que esto es lo que has sacado en claro -dijo Barbro con extrañeza.

– No sé si esto puede servirnos de consuelo a todos -prosiguió Ingmar-, pero pienso que si yo hubiese heredado la finca de Ingmarsgården intacta, tal como estaba a la muerte de mi padre, y encima su buen nombre, no habría sido bueno para mí. No se me ocurre qué habría podido hacer con mi vida. Seguramente habría pasado los días tumbado sin hacer nada. En mi corazón me he rebelado muchas veces contra Dios, pero ahora le agradezco que haya destrozado mi felicidad porque, de ese modo, he podido contribuir a reconstruirla.

– Sí, eso está muy bien para el que lo consigue.

– También hay otra cosa con la que tuve que armarme de paciencia.

– ¿Ah sí?

– Me costó mucho aceptar que fueran los mejores de entre nosotros los que se fueran de la parroquia y emigraran a una tierra dura donde no les esperaba nada más que calamidades.

– ¿Y también a eso le encontraste explicación?

– No, no lo tengo claro del todo, pero de lo que sí me di cuenta es de que algo se avecina en Tierra Santa. Nuestro Señor ha congregado allí a gentes de todos los países. Es como si hubiese enviado una avanzadilla, algunos son destinados a las ciudades, otros a las zonas rurales. Ojalá pueda vivir lo suficiente para ver el día en que todos ellos se levanten y despierten a ese país dormido.

Barbro soltó un suspiro. Ingmar pensaba en cosas muy alejadas de su realidad. Ya no le preocupaban asuntos que la concernieran a ella.

– Me gustaría saber si yo allí también encontraría tanto consuelo como tú -dijo.

– Seguro que también aprenderías algo.

– Si estuviera segura me iría mañana mismo.

– Opino que te convendría ver los distintos pueblos que pululan por las calles de Jerusalén. -Barbro quiso saber qué utilidad le reportaría eso a ella-. Pues porque ahí conviven árabes y turcos y judíos y rusos, en fin, gentes de todo el mundo, a pesar de lo cual siguen siendo ellos mismos.

– Ahora no sé a qué te refieres.

– Me refiero a que allí nunca ves que alguien se duerma una noche como árabe y se despierte como griego.

– No, pero…

– Tampoco creo que eso pase aquí en nuestra tierra -añadió Ingmar con extrema dulzura-. Quien un día es una rosa no será un cardo al siguiente.

– Ahí te equivocas, hay rosales tan mal cuidados que lo único que dan son pinchos y espinas.

En ese momento llegaban a Ingmarsgården e Ingmar abrió el portón para que ella pasara. El portón de la entrada estaba cubierto por una superestructura y flanqueado por dos fachadas laterales, ahí nadie les vería. Entonces Ingmar, incapaz de controlarse por más tiempo, rodeó a Barbro con sus brazos y la estrechó con fuerza.

– No, no… Pero ¿qué significa esto? -exclamó ella procurando soltarse.

– Significa… significa que no voy a casarme con Gertrud. Ella no me quiere. Quiere a Gabriel.

– ¡Ay, no puede ser! -Una renovada felicidad corrió por las venas de Barbro. Sin embargo, de un tirón deshizo el abrazo porque, por más que le pesara, sintió que sería injusto permitir que Ingmar uniera su vida a la de ella-. Hay otras cosas que se interponen entre nosotros.

– Lo otro no me importa. ¿Crees que voy a renunciar a ti por culpa de unos cotilleos de viejas?

Barbro se puso lívida. Comprendió que sólo quedaba un modo de desalentarlo.

– ¿Tampoco me preguntas nada sobre el niño que he tenido mientras tú estabas fuera?

– Las cosas no son tal como las has pintado a la gente.

– ¿Crees que no?

– Te lo has inventado para apartarme de ti, pero yo te conozco. Si ese niño no fuera mío, tú ahora estarías en el fondo del río.

– Pues para que lo sepas, no ha faltado mucho.

– ¡No te calumnies a ti misma, Barbro! -La inquietud hizo que su voz sonase temblorosa-. ¡No me mientas!

– No te miento -repuso ella con aspereza. Y apartó el brazo de él, que ya no ofreció ninguna resistencia, y entró en la casa.

Stark Ingmar yacía en el lecho de la alcoba. No tenía dolores pero el corazón le latía muy débilmente, y su respiración se iba dificultando por momentos. «Qué duda cabe que moriré en este día de hoy», pensó.

Mientras había estado solo, el violín permaneció a su lado. El moribundo hería débilmente las cuerdas, sacando notas sueltas a partir de las cuales él escuchaba melodías y baladas enteras. Cuando llegaron el médico y el párroco, apartó el violín y empezó a hablar de cosas extraordinarias que le habían ocurrido en su vida. Hacían referencia, principalmente, a don Ingmar y a los diminutos seres del bosque que durante mucho tiempo habían sido benévolos con él. Pero desde aquel aciago día en que Hellgum taló el rosal que crecía a las puertas de su cabaña, la vida se había vuelto amarga para él. Gnomos y elfos habían dejado de serle favorables y de cuidarle, y a partir de entonces empezaron los achaques y un sinfín de dolencias. «Ya puede el señor párroco creer -dijo- que me he alegrado mucho esta noche cuando ha venido don Ingmar a decirme que ya no tendría que vigilar su finca por más tiempo, sino que pronto podría descansar.»

Su actitud era muy solemne y resultaba obvio que creía a pies juntillas que iba a morir. El párroco quiso decir algo respecto a que no daba la impresión de estar muy enfermo; pero el doctor, sin embargo, que le había examinado y auscultado el corazón, dijo muy serio: «No crea, no crea, Stark Ingmar sabe lo que se dice. No está aquí postrado aguardando la muerte en vano, no.»

Cuando Barbro entró para desplegar el magnífico tapiz sobre él, el viejo palideció ligeramente.

– El final se aproxima -dijo, y acarició la mano de Barbro-. Quiero darte las gracias por esto y por todo lo que has hecho. Y perdóname que haya sido duro contigo últimamente.

Ella sollozó. Había tanta aflicción acumulada en su interior que le costó muy poco romper a llorar. El viejo volvió a acariciarle la mano y sonrió al verla llorar.

– Pronto tendremos a Ingmar aquí -dijo.

– Ya ha llegado -dijo Barbro-. Yo sólo he venido primero a decírtelo.

Cuando Ingmar entró, el viejo se incorporó trabajosamente en el lecho y le tendió la mano.

– Bienvenido seas -dijo.

Ingmar no era el mismo que había sido unas horas antes. Parecía cansado y abatido.

– No imaginaba que fueras a darme el disgusto de morirte el día de mi llegada -dijo.

– No me culpes por eso -contestó el viejo como excusándose-. Seguro que recordarás que don Ingmar me prometió que iría con él tan pronto volvieses de la peregrinación.

Ingmar se sentó en el borde de la cama. El anciano se puso a acariciarle la mano y guardó silencio. Era perceptible que la muerte se aproximaba. Stark Ingmar palidecía por momentos y en el pecho la respiración le silbaba pesadamente.

Barbro salió de la habitación y entonces el abuelo aprovechó para interrogar a Ingmar.

– ¿Regresas satisfecho? -le preguntó escudriñándolo severamente.

– Sí -dijo Ingmar muy tranquilo, y le dio unos golpecitos en la mano-. El viaje ha merecido la pena.

– Por aquí han corrido rumores de que traerías a Gertrud contigo.

– Sí, ha venido conmigo y se va a casar con Gabriel, el hijo de Hök Matts.

– Y tú, Ingmar, ¿estás conforme?

– Plenamente conforme -respondió con decisión.

El abuelo lo miró interrogante. Sacudió la cabeza. Daba la impresión de que mucho de todo aquello se le escapaba.

– ¿Qué le pasa a tu ojo? -dijo.

– Lo perdí en Jerusalén.

– ¿Y con eso también estás conforme? -preguntó el viejo.

– Ay, abuelo, ya sabes que a aquel que obtiene una gran dicha nuestro Señor siempre le pide algo a cambio.

– ¿Y te ha concedido una gran dicha?

– Sí -respondió Ingmar-, he podido reparar el mal que he hecho.

El moribundo empezó a removerse en la cama.

– ¿Tienes dolores? -le preguntó Ingmar.

– No, pero estoy preocupado.

– Dime qué es.

– Ingmar, ¿no me estarás mintiendo para que pueda morir en paz? -dijo el viejo con mucha ternura. Ingmar, pillado por sorpresa, perdió la serenidad desmoronándose entre sollozos-. ¡Cuéntame la verdad! -pidió Stark Ingmar.

Al punto Ingmar se calmó y dejó de sollozar.

– Creo que tengo derecho a llorar cuando estoy a punto de perder a un amigo como tú.

La respuesta desasosegó todavía más al viejo, cuya frente se perló de sudor frío.

– Acabas de volver a casa, Ingmar -dijo-, y no sé yo si te iban llegando noticias de la finca.

– Sí, de eso que estás pensando me enteré en Jerusalén.

– Tendría que haber vigilado mejor lo que era tuyo -dijo Stark Ingmar.

– Te diré una cosa, abuelo: te equivocas si piensas algo malo de Barbro.

– ¿Que me equivoco, dices? -repuso el viejo.

– Sí -contestó Ingmar subiendo la voz-. Menos mal que he vuelto a casa, así al menos tendrá a alguien que la defienda.

El viejo quiso contestar pero Barbro, que había salido al comedor para preparar la bandeja con el café para los visitantes, había escuchado toda la conversación por la puerta entornada. Ahora entró rápidamente en la alcoba y se dirigió hacia Ingmar para decirle algo. Pero en el último momento pareció cambiar de opinión y se inclinó sobre el abuelo, preguntándole cómo se encontraba.

– Desde que he podido hablar con Ingmar me encuentro mejor -respondió él.

– Sí, sienta bien hablar con él -dijo Barbro, y fue a sentarse junto a la ventana.

Poco después quedó de manifiesto que Stark Ingmar se disponía para el tránsito. Yacía con los ojos cerrados y las manos entrelazadas. Los presentes guardaban silencio para no molestarle.

Sin embargo, en su mente, Stark Ingmar no hacía más que retroceder al día en que muriera don Ingmar. Veía la alcoba tal como estaba cuando él entró para despedirse. Recordó a los pequeños rescatados por su amo, que estaban sentados en la cama junto a él cuando murió. Al rememorar este detalle se ablandó sobremanera. «¿Ve usted, don Ingmar, como es mucho más importante que yo? -musitó, convencido de que su amigo de juventud se encontraba muy cerca de él-. El párroco y el doctor están aquí, y su tapiz está extendido sobre mi pobre cuerpo pero me falta un niñito que juegue a los pies de la cama.» Apenas pronunciadas esas palabras, oyó que alguien le respondía: «Pues en la finca hay un niño por el que podrías realizar una buena acción desde tu lecho de muerte.»

Al oír aquello, Stark Ingmar sonrió. Creyó comprender lo que debía hacer. Con una voz ya muy debilitada pero todavía nítida, empezó a lamentarse de que el párroco y el médico tuvieran que esperar tanto rato a que muriera.

– Pero ya que el señor párroco se encuentra aquí -dijo-, aprovecho para decirle que en la casa hay un niño sin bautizar. Y me preguntaba si usted, señor párroco, no tendría la bondad de bautizarlo mientras espera.

La habitación estaba ya antes sumida en el silencio, pero tras aquellas palabras el silencio aún se hizo más profundo. No obstante, el párroco dijo:

– Qué buena idea por tu parte, Stark Ingmar. Hace tiempo que deberíamos haber pensado en ello.

Barbro se levantó de un brinco, consternada.

– No, ¿no querrá hacer eso ahora? -dijo. Había vivido en la creencia que el bautizo significaría anunciar quién era el padre del niño y por esa razón lo había pospuesto. «Tan pronto Ingmar y yo estemos definitivamente divorciados lo bautizaré», había pensado. Ahora no cabía en sí de espanto. Tampoco sabía de qué modo proceder ahora que Ingmar ya no iba a desposar a Gertrud.

– Podrías darme la satisfacción de realizar una buena acción en mi lecho de muerte -dijo Stark Ingmar, utilizando las mismas palabras que le había parecido escuchar hacía un momento.

– No puede ser -dijo Barbro.

Entonces intervino el médico a fin de que triunfara la voluntad del viejo.

– Estoy seguro de que Stark Ingmar respirará mejor si se le da la oportunidad de pensar en otra cosa que en la inminencia de su muerte.

Barbro se sentía como maniatada por aquello que le pedían en una habitación donde un hombre estaba a punto de exhalar su último suspiro. Débilmente, se quejó:

– ¿Acaso no pueden entender que es imposible?

El párroco se acercó a ella y le dijo con gravedad:

– Barbro, es necesario que tu hijo sea bautizado, entiéndelo.

– Sí, claro, pero hacerlo ahora no me parece apropiado -murmuró ella-. Mañana iré a la parroquia con el niño. No sería decoroso hacerlo hoy que Stark Ingmar está en las últimas.

– Ya ves que a Stark Ingmar le darías una gran alegría -se obstinó el párroco.

Hasta ese momento, Ingmar había permanecido callado e inmóvil. Pero ver a Barbro tan humillada e infeliz le sublevó profundamente. «Esto que le piden es muy difícil para alguien tan orgulloso como ella», pensó, incapaz de soportar que la persona que había amado y honrado más que a nadie se viese expuesta a la vergüenza y la deshonra.

– Olvida tu sugerencia -le dijo a Stark Ingmar-, es pedirle demasiado a Barbro.

– Se lo pondremos muy fácil, sólo tiene que traer al niño -terció el párroco.

– No, no, es completamente imposible -dijo Barbro mientras se devanaba los sesos buscando algo con que aplazar aquel bautizo.

Stark Ingmar se incorporó en el lecho y dijo poniendo énfasis en cada palabra:

– Ingmar, si no haces que mi último deseo se cumpla, te pesará mientras vivas.

Entonces Ingmar se levantó de golpe y se acercó a Barbro e, inclinándose sobre ella, le susurró:

– Ya sabes que una mujer casada no necesita poner ningún otro nombre en la partida de bautismo que el de su marido. -A continuación, dijo en voz alta-: Voy a avisar que traigan al niño. -Miró a Barbro, quien se estremeció en su asiento. «Parece a punto de perder la compostura», pensó.

Sin embargo, lo que horrorizaba a Barbro era el cambio sufrido por Ingmar. Parecía tan extenuado como si no le quedaran fuerzas para vivir. «Creo que le estoy matando del disgusto», pensó.

Ingmar salió y los breves preparativos no tardaron en llevarse a cabo. De la pequeña bolsa de mano que el sacerdote siempre llevaba consigo fueron sacados la sotana y el misal, y trajeron un cuenco con agua. A continuación entró la tía Lisa con el niño.

El párroco iba abotonándose la sotana.

– Ante todo debo saber qué nombre recibirá el niño -dijo.

– Barbro lo decidirá -propuso el médico.

Todos se volvieron hacia Barbro, cuyos labios se abrieron un par de veces pero no dejaron escapar ni un solo sonido. La espera se prometía interminable. Ingmar pensó: «Ahora recuerda el nombre que su hijo debería llevar si todo fuera como debería ser. Es la vergüenza lo que le impide hablar.» Se compadeció tanto de ella que su ira se desvaneció y el gran amor que albergaba por su esposa se apoderó de él. «¿Qué más da? De todos modos vamos a divorciarnos. Lo mejor sería que dejáramos que la gente creyese que el niño es mío, así ella salvaría su reputación y su buen nombre.»

Pero como no quería decir esto claramente, optó por sugerir:

– Como es Stark Ingmar quien ha propuesto este bautizo, opino que el niño debería llevar su nombre. -Y miró a su esposa mientras lo decía, para ver si ella captaba sus intenciones.

Pero en el momento en que él acabó la frase, Barbro se levantó y, avanzando despacio por la habitación, sé colocó frente al párroco. Acto seguido dijo con voz firme:

– Ingmar ha sido tan bueno conmigo que ya no soporto hacerle sufrir más, por eso voy a reconocer que el niño es suyo. Pero no puede llamarse Ingmar porque está ciego y es idiota.

Dicho esto, sintió una gran amargura por haber dejado que le arrebataran su secreto. «Creo que es mejor para Ingmar que lo sepa porque así no tendrá una mala opinión de mí; pero ahora tengo que matarme porque no puedo volver a ser su esposa», pensó. Se echó a llorar amargamente e, incapaz de dominar el llanto, salió corriendo de la habitación para no molestar al moribundo.

En la sala grande se echó sobre la enorme mesa, deshecha en llanto.

Al cabo de un rato levantó la cabeza y prestó atención a lo que ocurría en la alcoba, donde alguien estaba hablando en voz baja. Era la vieja Lisa narrando sus peripecias arriba en la cabaña del bosque.

De nuevo le sobrevino la amargura por haber revelado su secreto, y una vez más lloró convulsivamente. ¿Qué poder la había obligado a hablar justo cuando Ingmar lo había arreglado todo para que ella pudiera callar un par de semanas más hasta que el divorcio le fuese concedido? «Ahora no tengo más remedio que matarme. Esto es el fin.»

Entonces volvió a prestar atención. El párroco estaba leyendo el sacramento. Hablaba con tanta claridad que pudo entender todas las palabras. Finalmente, llegó el momento de darle el nombre. El nombre lo pronunció más fuerte que el resto: «Ingmar.» Al oírlo, volvió a llorar de pura impotencia.

Al cabo de un instante la puerta se abrió y salió Ingmar. Ella fue hacia él obligándose a cortar el llanto.

– Entre nosotros todo tiene que quedar tal como acordamos antes de que te fueras. Lo entiendes, ¿verdad? -dijo.

Ingmar le pasó lentamente la mano por el pelo.

– No quiero obligarte a nada. Después de lo que acabas de hacer sé perfectamente que me amas más que a tu propia vida.

Ella tomó una de sus manos y la apretó con fuerza.

– ¿Me prometes que podré cuidar del niño sola?

– Sí -dijo Ingmar-, si eso es lo que quieres. Gammel Lisa nos ha contado lo que has luchado por ese niño. Nadie podría tener corazón para arrebatártelo.

Barbro le miró maravillada. No concebía que todos sus temores se hubieran esfumado de repente.

– Creía que serías inflexible si llegabas a saber la verdad -le dijo-. Te lo agradezco mucho más de lo que soy capaz de expresar. Me alegra que nos separemos como amigos, para que podamos hablar tranquilamente cuando nos veamos.

Una sonrisa cruzó el rostro de Ingmar.

– No paro de pensar en si no te gustaría retirar la petición de divorcio -dijo.

Al ver aquella sonrisita en sus labios ella centró su atención. Nunca le había visto así. Todo su rostro se había transformado, se diría que una luz interior iluminaba sus toscas facciones, haciendo que fuese realmente bello a la vista.

– ¿Qué pasa Ingmar? -preguntó-. ¿Qué tienes en mente? Oí que le ponías Ingmar al niño. ¿Qué has pretendido con eso?

– Ahora vas a oír algo muy interesante, Barbro -repuso él tomando sus manos-. Después de que Gammel Lisa nos hubiera explicado cómo lo habíais pasado arriba en el bosque, pedí al médico que examinara al niño. Y el médico no le encuentra ningún defecto. Dice que es pequeño para su edad pero que está completamente sano y que posee la misma capacidad mental de cualquier niño.

– ¿Al doctor no le parece que es feo y raro? -replicó ella con la respiración entrecortada.

– Mucho me temo que los niños de mi familia no salen más guapos -dijo Ingmar.

– ¿Y tampoco cree que sea ciego?

– El doctor se va a reír de ti mientras viva, Barbro, por imaginarte algo así. Dice que te va a mandar un colirio para que le enjuagues los ojos. Y dentro de una semana tendrá los ojitos tan claros como cualquiera.

Barbro se precipitó hacia la alcoba. Ingmar le pidió que volviera.

– No te lleves al niño ahora -le dijo-. Stark Ingmar ha pedido que lo pongamos en la cama con él. Y dice que ahora está igual de bien que mi padre. Seguramente no querrá separarse del niño hasta que muera.

– No voy a quitarle el niño. Pero quiero hablar con el doctor personalmente.

Al regresar, pasó por delante de Ingmar y fue a detenerse frente a la ventana.

– Se lo he preguntado al doctor y ahora sé que es verdad. -Barbro alzó los brazos al cielo. Era como cuando un ave enjaulada recupera la libertad y extiende las alas-. Tú, Ingmar, no sabes qué es la desdicha -dijo-. Nadie lo sabe.

– Barbro -dijo Ingmar-, ¿puedo hablarte de nuestro futuro ahora?

Ella no le escuchaba. Había juntado las manos y empezaba a darle las gracias a Dios. Hablaba en voz baja y excitada, pero Ingmar la oía sin dificultad. Todo el dolor que había sentido por su hijo mermado se lo confiaba a Dios y luego le dio las gracias porque el niño fuera a ser como los demás; porque ella lo vería jugar y correr; porque iría a la escuela y aprendería el abecedario; porque con el tiempo sería un joven fuerte que manejaría el hacha y el arado; porque un día tomaría esposa y se convertiría en el amo de aquella antigua finca.

Cuando hubo dado las gracias a Dios por todo ello, se aproximó a Ingmar y le dijo con la cara radiante:

– Ahora sé por qué mi padre decía que los Ingmarsson son la mejor gente de la parroquia.

– Es porque Dios es más compasivo con nosotros que con el resto -contestó Ingmar-. Pero ahora, Barbro, quiero hablarte de…

Ella le interrumpió.

– No, es porque no os rendís hasta que conseguís reconciliaros con nuestro Señor -repuso-. ¿Qué habría sido de mi hijo si no te hubiera tenido a ti de padre?

– Es muy poco lo que he podido hacer por él -dijo Ingmar.

– Gracias a ti, la maldición le ha sido levantada -dijo Barbro con sentimiento-. Gracias a la peregrinación que hiciste todo ha salido bien. Fue lo único que me mantuvo en pie durante el invierno, en ocasiones se encendía la esperanza de que Dios sería misericordioso conmigo y con el niño, tan sólo por tu viaje a Jerusalén.

Ingmar agachó la cabeza.

– Que yo sepa, Barbro, en toda mi vida no he sido otra cosa que un pobre miserable -dijo con el ánimo igual de melancólico que hacía un momento.

Estaban sentados uno junto al otro en el banco empotrado. La esposa se arrimó a Ingmar; sin embargo, el brazo de él colgaba flojo hacia el suelo y su expresión se tornaba cada vez más lúgubre.

– Creo que estás enfadado conmigo -dijo ella-. Te estás acordando de lo dura y cruel que he sido contigo ahí fuera, en el camino. Pero tienes que saber que ha sido el momento más amargo de mi vida.

– Cómo quieres que esté contento -dijo Ingmar-, si todavía no sé cómo estamos tú y yo. Me dices cosas muy bonitas pero no contestas a mi pregunta de si te atreves a quedarte aquí conmigo como mi mujer.

– ¿No te lo he dicho? -se extrañó ella, sonriente. Y al punto la acometió un ramalazo del antiguo temor y se estremeció. Pero entonces paseó la vista alrededor, abarcó con los ojos toda la antigua sala, la ventana baja y alargada, los bancos pegados a la pared y el hogar donde generación tras generación se había ocupado de sus tareas a la lumbre de los leños de pino resinoso. Todo esto la llenó de confianza. Sintió que aquel lugar la protegería y cuidaría de ella-. No quiero vivir en ningún otro sitio que no sea bajo tu techo y en tu casa -dijo.

Al poco tiempo, el párroco abrió la puerta de la alcoba e indicó que entraran.

– Stark Ingmar ya ve los cielos abiertos -les dijo mientras ellos pasaban delante de él.

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