Escribir como un niño

Cuando pienso en ti y en Heidenstam me doy cuenta de que soy un desastre, vosotros escribís como personas cultas, mientras que mi lenguaje es como el de un niño.


Le dice en una carta Selma a Sophie con una falsa modestia. Porque lejos de ser una limitación, el lenguaje de Selma Lagerlöf es deliberadamente simple, ese «como el de un niño» obedece a una voluntad programática: desde el principio quiso desmontar la densa fraseología prescrita por la norma masculina de su tiempo y este empeño la acompañó hasta el final. Tanto es así que en 1932, a los setenta y tres años, publica su supuesto diario de adolescencia, aparentemente redactado por una niña pero, en realidad, una creación literaria del género autobiográfico que acababa de salir del tintero. Muchos cayeron en la trampa, hasta hubo algún crítico que consideró que la Selma adolescente escribía mejor que la Selma monumento nacional, cosa que, dicen, divirtió sobremanera a la gran dama de las letras.

Bromas aparte, está claro que la prosa de Selma Lagerlöf modernizó el sueco, anticipándose a su época con frases cortas y con la soltura, espontaneidad y frescura del lenguaje hablado. El hábito de leer en voz alta del que siempre fue una apasionada practicante condicionó su escritura, con su tono oral, sus inversiones y repeticiones, y las pausas que permiten respirar. Otra prueba de que la simplicidad de estilo de Lagerlöf rompió los cánones de su tiempo la encontramos en su discurso de recepción del premio Nobel, en el que, por cierto, parafraseaba el comienzo de Jerusalén, aquel en el que un Ingmar Ingmarsson imagina una visita a su padre en el cielo, y que con su tono humorístico, aparentemente modesto y familiar, rompió con la retórica convencional en estos casos. Cuenta Vivi Edström, cuyo magnífico y reciente estudio sobre la vida y la obra de Selma Lagerlöf ha sido una muy valiosa fuente de información, que la originalidad y fuerza de la capacidad creadora de Lagerlöf se demuestra una vez más en el hecho de que su discurso de agradecimiento a la Academia es el único de cuantos se han escuchado a través de los años que se ha hecho famoso.

Dicho esto, tentada estoy de borrar lo escrito sobre el verbo de Lagerlöf, porque, evidentemente, como traductora no faltan momentos de duda y de recelo hacia mi propio trabajo. Mi principal empeño a la hora de verter este vigoroso río de palabras a la lengua castellana ha sido mantener el ritmo y la nitidez originales. Ojalá lo haya conseguido. Otras cosas, en cambio, se han perdido por el camino. El sueco es un idioma cuya gramática y ortografía han evolucionado enormemente en los últimos cien años. Para un lector sueco, ciertas conjugaciones verbales, el uso de sustantivos hoy en desuso y de algunas grafías en el texto de Lagerlöf le confieren una pátina que apenas se percibe en la Jerusalén que yo propongo. Mi objetivo ha sido conferir, en lo posible, el efecto primigenio que la prosa de Lagerlöf tuvo en su tiempo, que como ya hemos dicho era el de un lenguaje limpio y moderno, y transmitir lo «poético» que ella ambicionaba siempre con su escritura.

Por otro lado, aunque los protagonistas de esta epopeya sean labriegos y más de la mitad del relato transcurra en la Suecia profunda, el sueco de Jerusalén es la lengua estándar, depurada de cualquier sonido dialectal. Unos pocos elementos, sin embargo, marcan la pertenencia a un ámbito rural. Estos marcadores se encuentran casi exclusivamente en los nombres propios que por un lado, como en la mayoría de culturas, se caracteriza por el uso de motes y sobrenombres, que en general he traducido al castellano, y por el otro, de elementos que no se prestan a transposiciones literales. Así, encontrar, o mejor dicho, decidirse por el equivalente de Stor Ingmar no ha sido fácil. Stor Ingmar significa literalmente Gran Ingmar, pero un Ingmar sólo puede llevar ese adjetivo unido a su nombre a partir del momento en que ante la comunidad demuestre, porque es la comunidad la que hace ese juicio de valor, su altura moral y su madurez personal. Aunque por temor a que «don Ingmar» sonara demasiado castizo he considerado otras opciones, como mantener el sobrenombre original, he acabado descartándolas. Stor Ingmar es impronunciable para un lector hispano, razón suficiente para rechazarlo. Además, considero una lástima desperdiciar un elemento que tanto semántica como fonéticamente se ajusta como un guante al nombre de estos taciturnos patriarcas; escuche si no el lector: don Ingmar. De todos modos, para que ese uso no hiciera escorar el texto hacia una españolización abusiva, he limitado el uso del «don» a los diálogos, es decir, cuando es un personaje y no la voz narradora, quien se ve involucrado en ese juego cortés de autoridad y respeto que el «don» representa. En caso contrario, el «don» se ve sustituido por el patronímico Ingmarsson, distinción que también hizo Lagerlöf, aunque sin ser tan consecuente. En realidad, yo sólo he sistematizado una tendencia existente ya en el texto original.

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