Una nebulosa noche de verano de 1880, es decir, un par de años antes de que el maestro construyese su templo y Hellgum regresara de América, el vapor de pasajeros galo L'Univers cruzaba el Atlántico en su travesía desde Nueva York a El Havre.
Así no arranca Jerusalén, el relato que el lector tiene en sus manos, pero la correspondencia de Selma Lagerlöf revela que inició su redacción tirando de ese hilo, el hundimiento de un vapor en el que viajaba una tal Anna Spafford, la Mrs. Gordon de la novela, quien no sólo sobrevivió a la mayoría de los seiscientos pasajeros y doscientos tripulantes de la nave, incluidos sus cuatro hijos, sino que, además, aquella noche espeluznante recibió un mensaje de Dios. Las grandes tragedias tienen ecos prolongados, y el efecto mariposa de ese naufragio ocurrido en medio del Atlántico acabará conmocionando a una diminuta población sueca dieciséis años más tarde.
En efecto. Eran treinta y siete los campesinos -diecisiete de ellos niños, la mayoría mujeres- que tras subastar sus granjas y todo cuanto de valor pudieran poseer, el día 23 de julio de 1896 abandonaron su terruño a lomos de caballos y carretas para iniciar un viaje sin retorno. El pueblo era Nås, una pequeña comunidad en el corazón de Dalecarlia, cuna de la nación y símbolo de lo sueco por excelencia, y su destino Jerusalén, la ciudad santa de Dios, según la Biblia que aquellos labriegos austeros y recalcitrantes conocían tan bien. En Jerusalén les esperaba Olof Larsson, el predicador Hellgum de la novela, y Anna Spafford, que, siguiendo el mandato de Dios, había fundado la American Colony, una comuna de cristianos que practicaban una especie de socialismo. Pero ante todo, lo que quizá les alentaba era el sueño de ver con sus propios ojos la ciudad de las siete puertas y las elevadas murallas, la Jerusalén descrita en las revelaciones del Apocalipsis, la dorada Sión. En los últimos días del siglo xix eran muchos los que confiaban en que el nuevo siglo traería de vuelta al Mesías, y fueron a su santa tierra, también entonces convulsa y dividida, a esperar su llegada.
En una carta a Sophie Elkan, su «compañera en la vida y en la escritura» a quien está dedicada Jerusalén, Selma Lagerlöf escribe:
«Son una gente muy rara. Les había venido la inspiración de que debían marcharse, lo vendieron todo, alquilaron un barco en Gotemburgo y enviaron a un hombre a que comprara tierra en Jerusalén. Se encuentran muy a gusto, pero muchos mueren, aunque supongo que no les importa. Los turcos los aprecian y les protegen, pues nunca antes han conocido a occidentales que quieran trabajar. Allí viven en comunidad, todos los lazos matrimoniales están disueltos. Seguramente viven una vida conventual de celibato. Los esposos ya no forman una unidad. Pero se encuentran de maravilla.»