Libro primero
Génesis

1

Susan aplastó firmemente el helado en la cabeza de Michael Cartwright. Era la primera vez que se veían, o eso al menos era lo que afirmaba el padrino de Michael cuando los dos se casaron veintiún años más tarde.

Ambos tenían tres años en aquel entonces y cuando Michael se echó a llorar, la madre de Susan se acercó a la carrera para averiguar cuál era el problema. Lo único que Susan se mostró dispuesta a decir sobre el tema, y lo repitió varias veces, fue: «Bueno, él se lo ha buscado, ¿no?». Susan acabó recibiendo una azotaina. No era el mejor comienzo para una relación sentimental.

El siguiente encuentro del que se tiene constancia, siempre según el padrino, se produjo cuando ambos fueron a la escuela de primaria. Susan declaró con aire de conocedora que Michael era un llorica, aún peor, un chivato. Michael dijo a los otros chicos que compartiría sus galletas con cualquiera que estuviese dispuesto a tirar de las trenzas de Susan Illingworth. Muy pocos lo intentaron una segunda vez.

Al final de su primer curso, Susan y Michael compartieron el premio de la clase. La maestra consideró que era la decisión más acertada si de ese modo conseguía evitar la repetición del episodio del helado. Susan dijo a sus amigas que la madre de Michael le hacía los deberes, a lo que Michael replicó que él al menos escribía los suyos.

La rivalidad continuó con fiereza curso tras curso, hasta que finalmente cada uno se marchó a su respectiva universidad: Michael a la Estatal de Connecticut y Susan a Georgetown. Durante los siguientes cuatro años, hicieron todo lo posible para evitarse mutuamente. De hecho, la siguiente ocasión en que se cruzaron sus caminos fue, irónicamente, en casa de Susan, cuando sus padres organizaron una fiesta sorpresa para celebrar la graduación de su hija. Lo sorprendente no fue que Michael aceptara la invitación, sino que se presentara.

Susan no reconoció a su antiguo rival inmediatamente, en parte porque él había aumentado diez centímetros de estatura y era, por primera vez, más alto que ella. Hasta que le ofreció una copa de vino y Michael comentó: «Al menos esta vez no me la has tirado encima», no se dio cuenta de quién era el joven alto y apuesto.

– Dios, creo que me comporté de una manera horrible -dijo Susan, con la ilusión de que él lo negara.

– Sí, lo hiciste, pero supongo que me lo merecía.

– Puedes estar seguro de ello -afirmó ella, y se mordió la lengua.

Hablaron como viejos amigos y Susan se sorprendió al percibir cierta decepción cuando una compañera de Georgetown se reunió con ellos y comenzó a coquetear con Michael. Aquella noche no volvieron a cruzar palabra.

Michael la llamó al día siguiente para invitarla a ir a ver La costilla de Adán, de Spencer Tracy y Katharine Hepburn. Susan ya la había visto, pero se oyó a sí misma decir que sí; después le costó creer que hubiese dedicado tanto tiempo a probarse vestidos antes de que Michael llegara para aquella primera cita.

Susan disfrutó con la película, aunque era la segunda vez que la veía, y se preguntó si Michael le pasaría el brazo sobre los hombros cuando Spencer Tracy le daba un beso a Katharine Hepburn. No lo hizo. Pero cuando salieron del cine, él la cogió de la mano en el momento de cruzar la calle y no la soltó hasta que llegaron a la cafetería. Allí fue donde tuvieron su primera pelea, bueno, digamos desacuerdo. Michael confesó que votaría a Thomas Dewey en noviembre, mientras que Susan dejó bien claro su deseo de que Harry Truman continuara en la Casa Blanca. El camarero dejó la copa de helado delante de Susan. Ella la miró.

– Ni se te ocurra -le advirtió Michael.

Susan no se sorprendió cuando él la llamó al día siguiente, aunque había permanecido sentada junto al teléfono durante más de una hora, con la excusa de que estaba leyendo.

Michael le había comentado a su madre aquella mañana mientras desayunaban que se trataba de un caso de amor a primera vista.

– Pero si conoces a Susan desde que era una niña -observó su madre.

– No, mamá, no es así -replicó él-. La conocí ayer.

Los padres de ambos se mostraron encantados, pero no sorprendidos, cuando se prometieron un año más tarde; después de todo, apenas habían pasado un día separados desde la fiesta de graduación de Susan. Los dos consiguieron un empleo a los pocos días de acabar los estudios, Michael como ayudante en la Hartford Life Insurance Company y Susan como profesora de historia en el instituto Jefferson, así que decidieron casarse durante las vacaciones de verano.

Algo con lo que no habían contado era que Susan se quedara embarazada mientras estaban de luna de miel. Michael no podía ocultar su alegría al pensar que sería padre y cuando el doctor Greenwood les informó a los seis meses de que tendrían mellizos su gozo fue doble.

– Bueno, al menos eso solucionará un problema -dijo Michael como primera reacción a la noticia.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Susan.

– Uno podrá ser republicano y el otro demócrata.

– No si yo lo puedo evitar -proclamó Susan y se acarició la barriga.

Susan continuó con las clases hasta el octavo mes de embarazo, que coincidió felizmente con las vacaciones de Pascua. Se presentó en el hospital al vigésimo octavo día del noveno mes con una pequeña maleta. Michael salió del trabajo más temprano y se reunió con ella unos minutos más tarde, con la noticia de que le habían ascendido a ejecutivo de cuentas.

– ¿Y eso qué significa? -quiso saber Susan.

– Es un nombre rimbombante para un vendedor de seguros -le informó Michael-. Pero incluye un pequeño aumento de sueldo, cosa que nos vendrá de perlas ahora que tendremos que alimentar a dos bocas más.

Después de que Susan se instalara en su habitación, el doctor Greenwood le pidió a Michael que esperara fuera durante el parto, dado que cuando se trataba de mellizos podía surgir alguna complicación.

Michael se entretuvo en caminar por el largo pasillo. Cada vez que llegaba al retrato de Josiah Preston colgado en la pared del fondo, se volvía y vuelta a empezar. En los primeros recorridos, Michael no se detuvo a leer la larga biografía impresa debajo del retrato del fundador del hospital. Para el momento en que el doctor apareció por las puertas batientes, Michael se sabía de pe a pa toda la historia del hombre.

La figura vestida de verde caminó lentamente hacia él antes de quitarse la mascarilla. Michael intentó adivinar la expresión en su rostro. En su trabajo era una ventaja ser capaz de descifrar las expresiones y adivinar los pensamientos, porque cuando se trataba de vender seguros de vida tenías que anticiparte a cualquier duda que pudiera tener el posible cliente. Sin embargo, en el caso de esta póliza de seguro de vida, el rostro del médico no daba información alguna. Cuando se encontraron cara a cara, el médico sonrió y le dijo:

– Mis felicitaciones, señor Cartwright. Es usted padre de dos hijos sanos.

Susan había dado a luz a dos varones, Nathaniel a las 16.37 y Peter a las 16.43. Durante la hora siguiente, los padres se turnaron para mimarlos, hasta que el doctor Greenwood indicó que la madre y los bebés sin duda necesitaban descansar.

– Amamantar a dos niños ya será bastante agotador. Ahora los enviaré a la nursería para que pasen la noche allí -añadió el médico-. No se trata de nada especial, porque es algo que siempre hacemos cuando son mellizos.

Michael acompañó a sus dos hijos hasta la nursería, donde una vez más le pidieron que esperara en el pasillo. El orgulloso padre apretó la nariz contra el cristal que separaba el pasillo de las hileras de cunas y miró a los bebés que dormían, mientras deseaba decirles a todos los que pasaban: «Los dos son míos». Le sonrió a la enfermera que se encontraba junto a las cunas, atenta a las nuevas llegadas. En ese momento, les estaba colocando las pulseras de identificación en sus diminutas muñecas.

Michael era incapaz de recordar el tiempo que había estado allí antes de volver junto al lecho de su esposa. Cuando abrió la puerta, le complació ver que Susan dormía profundamente. La besó con mucho cariño en la frente. «Amor mío, te veré mañana por la mañana, antes de ir al trabajo», le dijo, sin importarle el hecho de que ella no podía escucharle. Michael salió de la habitación y caminó por el pasillo hasta el ascensor, donde se encontró con el doctor Greenwood, que se había quitado la bata verde y vestía una americana y pantalón grises.

– No sabe lo mucho que desearía que todos los partos fueran tan sencillos -le comentó al orgulloso padre cuando el ascensor llegó a la planta baja-. En cualquier caso, señor Cartwright, vendré a última hora para ver cómo están su esposa y los mellizos. No es que espere ninguna complicación.

– Muchas gracias, doctor -contestó Michael-. Muchas gracias.

El doctor Greenwood sonrió, y ya se disponía a salir del hospital para regresar a su casa cuando vio entrar a una señora muy elegante. Se apresuró a cruzar el vestíbulo para ir al encuentro de Ruth Davenport.

Michael Cartwright miró atrás y vio al médico que mantenía abierta la puerta del ascensor para que entraran dos mujeres, una de ellas en un estado de gestación muy avanzado. Una expresión de ansiedad había reemplazado a la cordial sonrisa del doctor Greenwood. Michael rogó que la nueva paciente del médico tuviese un parto tan sencillo como el de Susan. Caminó hasta su coche con una sonrisa de oreja a oreja, mientras intentaba pensar en las cosas que debía hacer.

Lo primero era llamar a sus padres… los abuelos.

2

Ruth Davenport ya había aceptado que esa sería su última oportunidad. El doctor Greenwood, por razones profesionales, no lo hubiese dicho tan claramente, aunque después de dos abortos, no podía recomendarle a su paciente que corriera el riesgo de volver a quedarse embarazada.

Robert Davenport, en cambio, no estaba ligado por las mismas reglas profesionales y, cuando se enteró de que su esposa estaba embarazada por tercera vez, había actuado con su brusquedad habitual. Sencillamente le dio un ultimátum: «Esta vez te lo tomarás con mucha calma», un eufemismo que equivalía a «no hagas nada que pueda perjudicar el nacimiento de nuestro hijo». Robert Davenport daba por hecho que su primer hijo sería un varón. También tenía claro que sería difícil, si no imposible, que su esposa se lo tomara con calma. Al fin y al cabo, era la hija de Josiah Preston y a menudo se decía que de haber sido Ruth un chico, ella, y no su marido, hubiese acabado dirigiendo Farmacéutica Preston. Ruth había tenido que conformarse con el premio de consolación cuando sustituyó a su padre como presidenta de la Fundación del Hospital San Patricio, una causa a la que la familia Preston llevaba vinculada cuatro generaciones.

Si bien algunos de los miembros más antiguos de la fundación tuvieron que ser convencidos de que Ruth Davenport era de la misma pasta que su padre, apenas transcurrieron unas semanas para que aceptaran la evidencia de que ella no solo había heredado la energía y el empuje del viejo, sino que él le había transmitido todo su considerable conocimiento y sabiduría, que con harta frecuencia se vuelca en el hijo único.

Ruth no se había casado hasta cumplir los treinta y tres años. Desde luego no había sido por falta de pretendientes, muchos de los cuales habían hecho lo indecible para declarar su amor eterno a la heredera de los millones de Preston. Josiah Preston no había necesitado explicarle a su hija el significado de la palabra «cazadotes», porque la verdad era que ella sencillamente no se enamoró de ninguno de ellos. De hecho, Ruth había comenzado a creer que nunca se enamoraría. Hasta que conoció a Robert.

Robert Preston había llegado a Farmacéutica Preston de Roche tras pasar por la Johns Hopkins y la Harvard Business School, lo que el padre de Ruth describió como la «vía rápida». Que Ruth recordara, había sido lo más cerca que el viejo había estado de utilizar una expresión moderna. Robert había sido nombrado vicepresidente a los veintisiete años; a los treinta y tres se convirtió en el presidente delegado más joven en la historia de la empresa y batió el récord que había fijado el propio Josiah. Esta vez Ruth se enamoró de un hombre que no se sentía abrumado o intimidado por el apellido Preston y sus millones. Cuando Ruth insinuó que quizá debía adoptar el nombre de la señora Preston-Davenport, Robert se había limitado a preguntarle: «¿Cuándo conoceré al tal Preston-Davenport que pretende impedirme que me convierta en tu marido?».

Ruth anunció que estaba embarazada pocas semanas después de la boda y el aborto había sido la única mancha en una vida conyugal maravillosa. Sin embargo, el episodio no tardó en parecer una nube pasajera en un resplandeciente cielo azul, cuando volvió a quedar embarazada once meses más tarde.

Ruth había estado presidiendo una reunión de la junta en el hospital cuando comenzaron las contracciones, así que solo tuvo que subir dos pisos en el ascensor para presentarse en la consulta del doctor Greenwood. No obstante, ni toda su experiencia, ni la dedicación de su equipo o los aparatos más modernos pudieron salvar al bebé prematuro. Kenneth Greenwood recordó a su pesar que cuando era un médico muy joven se había enfrentado al mismo problema en el nacimiento de Ruth, y durante toda una semana nadie en el hospital creyó que la niña sobreviviría. Ahora, treinta y cinco años más tarde, la familia estaba pasando por el mismo calvario.

El doctor Greenwood decidió tener una conversación privada con el señor Davenport y le sugirió que quizá había llegado el momento de pensar en la adopción. Robert había aceptado de mala gana y dijo que le plantearía el tema a su esposa en cuanto considerara que se encontraba lo bastante fuerte.

Pasó otro año antes de que Ruth accediera a visitar una agencia de adopciones y por una de esas coincidencias del destino, y que a los novelistas no se les permite considerar, se quedó embarazada el mismo día que iba a visitar el orfanato de la ciudad. Esta vez Robert estaba decidido a evitar que un error humano fuese la razón para que su hijo no llegara al mundo.

Ruth aceptó el consejo de su marido y renunció a su cargo de presidenta de la fundación del hospital. Incluso estuvo de acuerdo en que debían contratar a una enfermera para que -en palabras de Robert- la vigilara todo el día. El señor Davenport entrevistó a varias aspirantes al puesto y tomó nota de aquellas que reunían los requisitos profesionales necesarios. Pero su decisión final estaría basada exclusivamente en si la aspirante tenía la fuerza de carácter suficiente para asegurarse de que Ruth mantendría su palabra de «tomárselo con calma» y vigilar que no recayera en los viejos hábitos de querer organizar todo lo que ocurría a su alrededor.

Después de una tercera ronda de entrevistas, Robert se decidió por la señorita Heather Nichol, que era una de las enfermeras mejor valoradas en la sala de maternidad del San Patricio. Le gustó su evidente sentido común y el hecho de que fuese soltera y careciera de los encantos físicos que pudieran hacer variar dicha condición en un futuro previsible. No obstante, lo que inclinó la balanza en favor de la señorita Nichol fue que hubiese ayudado a traer al mundo a más de mil bebés.

Robert se mostró encantado al ver lo rápido que la señorita Nichol se acomodó al ritmo de la familia, y, a medida que transcurrían los meses, incluso él comenzó a creer que no se enfrentarían al mismo problema por tercera vez. Cuando pasó el quinto, el sexto y el séptimo mes sin incidentes, Robert planteó por primera vez el tema de los nombres: Fletcher Andrew si era un niño, Victoria Grace si era una niña. Ruth solo expresó una preferencia: si era un niño le llamarían por el segundo nombre, pero en realidad solo deseaba que el bebé naciera sano.

Robert se encontraba en unas jornadas médicas en Nueva York cuando la señorita Nichol le hizo salir de una conferencia para informarle de que habían comenzado las contracciones. Él le aseguró que regresaría en tren inmediatamente y luego cogería un taxi en la estación para ir al hospital.

El doctor Greenwood salía del edificio después del feliz parto de los mellizos Cartwright cuando vio a Ruth Davenport que entraba por la puerta giratoria acompañada por la señorita Nichol. Dio media vuelta y alcanzó a las dos mujeres antes de que se cerraran las puertas del ascensor.

En cuanto instaló a su paciente en una habitación privada, el doctor Greenwood reunió rápidamente al mejor equipo de tocólogos que podía ofrecer el hospital. De haber sido la señora Davenport una paciente normal, él y la señorita Nichol podrían haberse encargado del parto sin la necesidad de buscar más ayuda. Sin embargo, después de la revisión, comprendió que a Ruth tendrían que hacerle una cesárea si no querían tener problemas con el parto. Alzó la mirada y rezó para sus adentros, muy consciente de que esa sería la última oportunidad para la mujer.

La intervención duró poco más de cuarenta minutos. En cuanto vio asomar la cabeza del bebé, la señorita Nichol exhaló un suspiro de alivio, pero hasta que el médico no cortó el cordón umbilical no añadió: «Aleluya». Ruth, que continuaba bajo los efectos de la anestesia general, no tuvo ocasión de ver la sonrisa de tranquilidad en el rostro del doctor Greenwood. El médico salió inmediatamente del quirófano para comunicarle al padre: «Es un niño».

Mientras Ruth dormía beatíficamente, fue la señorita Nichol quien llevó a Fletcher Andrew a la nursería, donde compartiría sus primeras horas de vida con los demás recién nacidos. En cuanto acabó de acomodar al bebé en la cuna, le encomendó a la enfermera que lo vigilara y regresó a la habitación de Ruth. La señorita Nichol se acomodó en una confortable butaca en una esquina de la habitación e intentó mantenerse despierta.

Faltaban un par de horas para el amanecer cuando la señorita Nichol se despertó sobresaltada. Oyó que le decían:

– ¿Puedo ver a mi hijo?

– Por supuesto que sí, señora Davenport -respondió la señorita Nichol al tiempo que se levantaba apresuradamente-. Ahora mismo iré a buscar al pequeño Andrew. -Mientras cerraba la puerta, añadió-: Solo tardaré un par de minutos.

Ruth se incorporó en la cama, acomodó la almohada, encendió la lámpara de la mesita de noche y esperó ansiosa la llegada de su hijo.

Mientras la señorita Nichol caminaba por el pasillo, miró la hora. Eran las 4.31 de la mañana. Bajó las escaleras hasta el quinto piso y se dirigió a la nursería. La señorita Nichol abrió la puerta sigilosamente para no despertar a ninguno de los bebés. Lo primero que hizo al entrar en la sala iluminada por un pequeño tubo fluorescente fue buscar a la enfermera de guardia. La vio dormida en un rincón. Decidió no despertarla porque probablemente esos serían los pocos minutos de descanso de los que podría disfrutar en su turno de ocho horas.

La señorita Nichol caminó de puntillas entre las dos hileras de cunas y solo se detuvo un momento para contemplar a los mellizos que se encontraban en una cuna doble instalada junto a la de Fletcher Andrew Davenport.

Miró al bebé al que nunca le faltaría de nada durante el resto de su vida. Cuando fue a inclinarse para coger a la criatura de la cuna, se detuvo bruscamente. Después de asistir a un millar de partos, se está perfectamente capacitado para distinguir la muerte. La palidez de la piel y la inmovilidad de los ojos hicieron innecesario que le buscara el pulso.

A menudo es una de esas decisiones que se toman sin más, algunas veces tomadas por otros, la que puede cambiar toda nuestra vida.

3

En el momento que al doctor Greenwood lo despertaron en plena madrugada para comunicarle que uno de sus nuevos pacientes había muerto, supo exactamente de qué niño se trataba. También comprendió que debía regresar al hospital inmediatamente.

Kenneth Greenwood siempre había querido ser médico. Después de unas semanas en la facultad, había tenido claro cuál sería su especialidad. Todos los días daba gracias a Dios por haberle permitido seguir su vocación. Pero también de vez en cuando, como si se tratara de algo que el Todopoderoso considerara necesario para equilibrar la balanza, se veía obligado a decirle a una madre que había perdido a su hijo. Nunca resultaba fácil, pero tener que decirle a Ruth Davenport por tercera vez…

Había muy pocos coches en la carretera a las cinco de la mañana cuando, veinte minutos más tarde, el doctor Greenwood aparcó el coche en su plaza delante del hospital. Entró en el vestíbulo, pasó por delante del mostrador de la recepción y se metió en el ascensor antes de que nadie del personal pudiera dirigirle la palabra.

– ¿Quién se lo dirá? -le preguntó la enfermera que le estaba esperando cuando las puertas del ascensor se abrieron en la quinta planta.

– Yo lo haré -respondió el doctor Greenwood-. Después de todo, soy amigo de la familia desde hace muchos años -añadió.

La enfermera lo miró un tanto sorprendida.

– Supongo que debemos agradecer que el otro niño esté vivo -dijo.

El comentario sacó al doctor Greenwood de su ensimismamiento; el médico se quedó paralizado.

– ¿El otro niño? -repitió.

– Sí, Nathaniel está perfectamente. El que ha muerto es Peter.

El doctor Greenwood permaneció en silencio durante unos momentos mientras intentaba asimilar esta información.

– ¿Cómo está el bebé de los Davenport? -preguntó.

– Bien que yo sepa -contestó la enfermera-. ¿Por qué lo pregunta?

– Fue el último parto que atendí antes de marcharme a casa -dijo; confió en que la enfermera no hubiese advertido la vacilación en su voz.

El doctor Greenwood caminó lentamente entre las hileras de cunas, donde muchos de los bebés dormían profundamente y otros berreaban como si quisieran demostrar la capacidad de sus pulmones. Se detuvo cuando llegó delante de la cuna doble donde había dejado a los mellizos pocas horas antes. Nathaniel dormía plácidamente mientras que su hermano permanecía inmóvil. Miró la cuna de al lado para comprobar el nombre que figuraba en la cabecera: Davenport, Fletcher Andrew. También este bebé dormía como un ángel y su respiración era absolutamente normal.

– Por supuesto no podía mover al bebé hasta que llegara el médico que atendió el parto… -comenzó a explicar la enfermera.

– No es necesario que me recuerde el procedimiento hospitalario -le interrumpió el doctor Greenwood, con una brusquedad muy poco habitual en él-. ¿A qué hora comenzó su turno?

– Unos minutos después de la medianoche.

– ¿Ha estado aquí desde entonces?

– Sí, doctor.

– ¿Entró alguien en la sala durante estas horas?

– No, doctor -contestó la enfermera.

La mujer decidió no mencionar que alrededor de una hora antes le había parecido escuchar que la puerta se cerraba, o al menos no hacerlo hasta que al médico se le hubiese pasado el enojo. El doctor Greenwood miró la cuna doble con los nombres de Nathaniel y Peter Cartwright. Sabía muy bien cuál era su obligación.

– Lleve al bebé al depósito -ordenó en voz baja-. Escribiré el informe inmediatamente, pero no se lo comunicaré a la madre hasta la mañana. No serviría de nada despertarla a estas horas.

– Sí, doctor -asintió la enfermera, con un tono sumiso.

El doctor Greenwood salió de la sala; caminó lentamente por el pasillo y se detuvo delante de la puerta de la habitación de la señora Cartwright. La abrió sin hacer ruido y se tranquilizó al ver que su paciente dormía como una bendita. Subió por las escaleras hasta la sexta planta, donde hizo lo mismo cuando llegó a la habitación privada de la señora Davenport. Ruth también dormía. Miró al otro extremo de la habitación donde se encontraba sentada la señorita Nichol en una postura nada cómoda. Hubiese jurado que ella había abierto los ojos, pero decidió no molestarla. Cerró la puerta y se escabulló por las escaleras de incendio que conducían directamente hasta el aparcamiento. No quería que el personal de servicio en la recepción le viera marcharse. Necesitaba un poco de tiempo para pensar.

El doctor Greenwood volvió a meterse en la cama al cabo de veinte minutos, pero no se durmió.

A las siete, cuando sonó el despertador, continuaba despierto. Sabía exactamente qué debía hacer, aunque temía que las repercusiones se mantendrían durante muchos años.


El doctor Greenwood tardó considerablemente más en volver al hospital por segunda vez aquella mañana y no solo porque el tráfico fuera más denso. Le espantaba la idea de tener que decirle a Ruth Davenport que su hijo había muerto durante la noche y solo podía rogar que no se produjera un escándalo cuando lo hiciera. Era consciente de que debía ir a la habitación de Ruth sin más demora y explicarle lo que había sucedido; de lo contrario, ya nunca sería capaz de hacerlo.

– Buenos días, doctor Greenwood -le saludó la enfermera de la recepción, sin obtener respuesta.

Cuando salió del ascensor en la sexta planta y comenzó a caminar hacia la habitación de la señora Davenport, vio que instintivamente sus pasos se hacían cada vez más lentos. Se detuvo al llegar a la puerta y deseó encontrar dormida a la mujer. Al abrirla vio a Robert Davenport sentado junto a su esposa. Ruth sostenía a un bebé en sus brazos. La señorita Nichol no estaba con ellos.

Robert se levantó de un salto.

– Kenneth -dijo, y le estrechó la mano-, le estaremos eternamente agradecidos.

– No me deben nada -manifestó el médico con voz queda.

– Por supuesto que sí -declaró Robert. Se volvió para mirar a su esposa-. ¿Le decimos la decisión que hemos tomado, Ruth?

– Por qué no, así todos tendremos algo que celebrar -respondió ella y besó la frente del bebé.

– Primero tengo que decirles… -comenzó el médico.

– Nada de peros -le interrumpió Robert-, porque quiero que sea el primero en saber que he decidido pedirle a la junta de Preston que financie la nueva ala de maternidad que usted siempre ha esperado acabar antes de su retiro.

– Pero… -repitió el doctor Greenwood.

– Creía que habíamos quedado de acuerdo en que nada de peros. Después de todo, los planos están preparados desde hace años -señaló Robert, con la mirada puesta en su hijo-, así que no se me ocurre ningún motivo para que no comencemos la construcción ahora mismo. -Miró al jefe de obstetricia del hospital-. A menos, por supuesto, que…

El doctor Greenwood permaneció en silencio.

Cuando la señorita Nichol vio salir de la habitación de la señora Davenport al doctor Greenwood, el corazón le dio un vuelco. El médico llevaba al bebé en brazos y caminaba hacia el ascensor que lo llevaría a la nursería. En el momento en que se cruzaron en el pasillo, sus miradas se encontraron y aunque él no dijo nada, la enfermera comprendió que Greenwood sabía lo que había hecho.

La señorita Nichol se dio cuenta de que si quería escapar, debía hacerlo sin dilación. Después de llevar al niño de vuelta a la nursería, había permanecido despierta en un rincón de la habitación de la señora Davenport durante toda la noche, sin dejar de preguntarse si la descubrirían. Había procurado no moverse cuando el doctor Greenwood había asomado la cabeza. No había sabido la hora que era porque no se atrevió a mirar su reloj. Había esperado que él la hiciera salir de la habitación para decirle que sabía la verdad, pero él se había marchado con el mismo sigilo con que había entrado, y por tanto seguía sin saberlo.

Heather Nichol continuó caminando hacia la habitación mientras su mirada seguía fija en la salida de emergencia al final del pasillo. En cuanto dejó atrás la puerta de la señora Davenport intentó no acelerar el paso. Solo le faltaban unos cinco pasos para llegar a la salida cuando escuchó una voz que decía: «Señorita Nichol…» y la reconoció inmediatamente. Se quedó de una pieza, siempre atenta a la salida de emergencia, mientras consideraba sus opciones. Se volvió para mirar al señor Davenport.

– Creo que usted y yo debemos mantener una conversación en privado -dijo él.

El señor Davenport entró en una salita al otro lado del pasillo, seguro de que ella le seguiría. La señorita Nichol creyó que las piernas le fallarían mucho antes de dejarse caer en una de las sillas. No podía saber por la expresión de su rostro si él también sabía que era la culpable, pero con el señor Davenport era imposible saberlo. Era de aquellas personas que nunca traslucían nada, algo que le resultaba difícil de cambiar, incluso en su vida privada. La enfermera se sentía incapaz de mirarle a la cara, así que fijó la vista por encima del hombro izquierdo de su patrón y observó cómo se cerraban las puertas del ascensor que había cogido el doctor Greenwood.

– Sospecho que ya sabrá lo que voy a preguntarle -dijo el ejecutivo.

– Sí, lo sé -admitió la señorita Nichol, al tiempo que se preguntaba si alguien volvería alguna vez a contratar sus servicios, o incluso si no acabaría en la cárcel.

La enfermera sabía exactamente lo que le sucedería y dónde acabaría cuando el doctor Greenwood reapareció diez minutos más tarde.

– Espero que lo medite con tranquilidad, señorita Nichol, y cuando haya tomado la decisión tenga la bondad de llamarme a mi despacho. Si su respuesta es afirmativa, entonces tendré que hablar con mis abogados.

– Ya lo he decidido -manifestó la señorita Nichol. Esta vez miró al señor Davenport sin vacilaciones-. La respuesta es que sí. Estaré encantada de continuar trabajando para su familia como niñera.

4

Susan retuvo a Nat en sus brazos incapaz de ocultar su angustia. Estaba cansada de que los amigos y parientes le dijeran que debía dar gracias a Dios de que uno de los mellizos hubiese sobrevivido. ¿Acaso no comprendían que Peter estaba muerto, que había perdido a un hijo? Michael había confiado en que su esposa comenzaría a recuperarse de la pérdida en cuanto saliera del hospital y regresara a casa, pero no había sido así. Susan no dejaba de hablar de su otro hijo y tenía una foto de los dos niños en la mesilla de noche junto a su cama.

La señorita Nichol observó la foto cuando fue publicada en el Hartford Courant. Se sintió más tranquila al ver que, si bien los dos chicos habían heredado la mandíbula cuadrada del padre, Andrew tenía los cabellos rubios rizados, mientras que los de Nathan eran lacios y comenzaban a oscurecerse. Pero fue Josiah Preston quien solucionó el problema, al comentar con harta frecuencia que su nieto había heredado su nariz y la despejada frente, rasgos tradicionales de todos los Preston. La niñera no se cansaba de repetir dichos comentarios a los aduladores parientes y serviles empleados, precedidos por las palabras: «El señor Preston a menudo señala…».

Dos semanas después de regresar a su hogar, Ruth había vuelto a asumir la presidencia de la fundación y sin pérdida de tiempo hizo honor a la promesa de su marido de financiar la construcción de la nueva sala de maternidad del San Patricio.

Mientras tanto la señorita Nichol se hacía cargo de cualquier tarea, por insignificante que fuera, para permitir que Ruth continuara con sus actividades fuera de la casa mientras ella se hacía cargo de Andrew. Se convirtió en niñera, mentora, guardiana y gobernanta del chico, pero no pasaba ni un solo día sin experimentar el miedo de que la verdad acabara por descubrirse.

La primera preocupación real de la señorita Nichol apareció cuando la señora Cartwright llamó por teléfono para decir que celebraría una fiesta de cumpleaños para su hijo y como Andrew había nacido el mismo día, había pensado en invitarlo.

– Es muy amable de su parte -contestó la señorita Nichol, sin alterarse en lo más mínimo-, pero Andrew también celebra su cumpleaños y la verdad es que lamento mucho que Nat no pueda reunirse con nosotros.

– Por favor, transmítale mis saludos a la señora Davenport y dígale que le agradecemos mucho que nos haya invitado a la inauguración de la nueva ala de maternidad el mes que viene.

Una invitación que la señorita Nichol no podía cancelar. Cuando Susan colgó el teléfono, su único pensamiento fue cómo era posible que la señorita Nichol supiera el nombre de su hijo.

Aquella tarde, en cuanto la señora Davenport regresó a casa, la señorita Nichol le propuso organizar una fiesta de cumpleaños para Andrew. A Ruth le pareció una idea excelente y no tuvo el menor reparo en dejar todos los preparativos, incluida la lista de invitados, en manos de la niñera. Organizar una fiesta de cumpleaños donde se podía controlar a quién invitar y a quién no es una cosa, pero asegurarse de que su patrona y la señora Cartwright no coincidieran en la inauguración del ala de maternidad Preston era otra muy distinta.

Fue precisamente el doctor Greenwood quien presentó a las dos mujeres mientras acompañaba a un grupo en la visita a las nuevas instalaciones. Al médico le parecía imposible que nadie se fijara en el extraordinario parecido de los niños. La señorita Nichol se volvió cuando él miró en su dirección. Se apresuró a cubrir la cabeza de Andrew con una gorra que le hizo parecer una niña y antes de que Ruth pudiera hacer cualquier comentario, le explicó:

– Comienza a refrescar y no quiero que Andrew se resfríe.

– ¿Se quedará en Hartford cuando se jubile, doctor Greenwood? -preguntó la señora Cartwright.

– No, mi esposa y yo hemos decidido que nos iremos a la casa de la familia en Ohio -contestó el médico-, pero estoy seguro de que vendremos de visita a Hartford de vez en cuando.

La señorita Nichol hubiera suspirado de satisfacción de no haber sido porque el médico la miró con toda intención. Sin embargo, con el doctor Greenwood fuera de la ciudad, resultaría más difícil que alguien descubriera su secreto.

Cada vez que Andrew era invitado a cualquier actividad, a convertirse en miembro de un grupo, a participar en algún deporte o sencillamente apuntarse para el desfile del verano, la primera prioridad de la señorita Nichol era asegurarse de que el niño no entrara en contacto con ningún miembro de la familia Cartwright. Esto lo consiguió con gran éxito durante los años de crianza del niño, sin despertar las sospechas del señor y la señora Davenport.


Las dos cartas que llegaron en el reparto de la mañana convencieron por fin a la señorita Nichol de que podía olvidarse de sus aprensiones. La primera iba dirigida al padre de Andrew y confirmaba que el chico había sido admitido en Hotchkiss, la escuela privada más antigua y reputada de Connecticut. La segunda, que llevaba el matasellos de Ohio, la abrió Ruth.

– Qué pena -comentó mientras leía la carta manuscrita-. Era una excelente persona.

– ¿Quién? -preguntó Robert, que interrumpió por un momento la lectura del New England Journal of Medicine.

– El doctor Greenwood. La carta es de su esposa. Dice que falleció el viernes pasado. Tenía setenta y cuatro años.

– Era un buen hombre -convino Robert-. Quizá tendrías que asistir a su funeral.

– Sí, por supuesto que iré -dijo Ruth-, y Heather quizá quiera acompañarme. Después de todo, trabajó varios años con él.

– Desde luego -afirmó la señorita Nichol y confió en que su expresión transmitiera la pena adecuada.


Susan releyó la carta, entristecida por la noticia. Siempre recordaría el interés personal demostrado por el doctor Greenwood cuando murió Peter, casi como si él hubiese sido el responsable. Quizá debería ir al funeral del médico. Se disponía a informar a Michael de la noticia de la muerte, cuando su marido dio un salto y gritó:

– ¡Bien hecho, Nat!

– ¿Qué pasa? -preguntó Susan, sorprendida por esa nada habitual euforia.

– Nat ha ganado la beca para ir a Taft -le respondió su marido mientras agitaba la carta en el aire.

Susan no compartía el entusiasmo de su marido en el asunto de enviar a Nat cuando apenas era un adolescente a un internado con chicos cuyos padres pertenecían a un mundo diferente. Cómo podría un chico de catorce años llegar a comprender que ellos no podían permitirse muchas de las cosas que para sus compañeros de colegio no tenían nada de particular. Siempre había sido partidaria de la idea de que Nathaniel debía seguir los pasos de Michael y estudiar en el instituto Jefferson. Si era lo bastante bueno como para que ella enseñara allí, ¿por qué no podía ser el sitio adecuado para educar a su hijo?

Nat se encontraba sentado en su cama, muy entretenido en releer su novela favorita cuando escuchó el estallido de su padre. Había llegado al capítulo donde la ballena estaba a punto de escaparse de nuevo. Se levantó de la cama sin muchos ánimos y asomó la cabeza para averiguar el motivo de la conmoción. Sus padres discutían con pasión -nunca se peleaban a pesar del muy cacareado incidente con el helado- sobre el colegio al que iría. Escuchó a su padre en mitad de una frase: «… la oportunidad de su vida», y después siguió:

– Nat podrá tratar con chicos que acabarán siendo líderes en todos los campos y por consiguiente serán una buena influencia para el resto de su vida.

– ¿Más que ir al instituto Jefferson y tratar con chicos a los que puede acabar dirigiendo e influyendo el resto de sus vidas?

– Ha ganado una beca, así que no tendremos que pagar ni un penique.

– Tampoco tendríamos que pagar ni un penique si fuese al Jefferson.

– Debemos pensar en el futuro de Nat. Si va a Taft, quizá después podría entrar en Harvard o Yale…

– En el instituto también hemos tenido a varios alumnos que han ido a Harvard y a Yale.

– Si tuviese que suscribir una póliza de seguro sobre cuál de las dos escuelas tiene más…

– Es un riesgo que estoy dispuesta a correr.

– Pues yo no -señaló Michael-, y dedico todos los días de mi vida al intento de eliminar esa clase de riesgos.

Nat escuchaba atentamente mientras sus padres continuaban la discusión, sin alzar la voz ni enfadarse ni una sola vez.

– Prefiero que mi hijo acabe la escuela como un igualitarista y no como un patricio -replicó Susan con pasión.

– ¿Por qué tienen que ser incompatibles? -preguntó Michael.

Nat se metió en su habitación sin esperar a oír la respuesta de su madre. Ella le había enseñado a buscar inmediatamente en el diccionario cualquier palabra que no hubiese escuchado antes; después de todo, había sido un hombre de Connecticut quien había reunido la mayor lexicografía del mundo. Después de buscar las tres palabras en su Webster’s, Nat decidió que su madre era más igualitarista que su padre, pero ninguno de los dos era un patricio. El no tenía muy claro si quería ser un patricio.

Cuando acabó de releer el capítulo de la novela, volvió a salir de su habitación. La situación parecía haberse calmado, así que bajó las escaleras para reunirse con sus padres.

– Quizá tendríamos que dejar que Nat decidiera -dijo su madre.

– Ya lo he hecho -respondió Nat. Se sentó entre los dos-. Después de todo, siempre me habéis enseñado a escuchar las dos partes de cualquier debate antes de llegar a una conclusión.

Ambos padres se quedaron mudos mientras Nat desplegaba el periódico de la tarde con total tranquilidad, conscientes de que seguramente había escuchado su conversación.

– ¿Cuál es la decisión que has tomado? -preguntó la madre en voz baja.

– Prefiero ir a Taft más que al Jefferson -respondió Nat sin vacilar.

– ¿Podemos saber qué te ha ayudado a llegar a esa conclusión? -preguntó el padre.

Nat, al ver que había captado toda la atención de su público, demoró la respuesta.

– Moby Dick -contestó, después de buscar las páginas de deportes. Luego esperó a ver cuál de sus padres sería el primero en repetir sus palabras.

– ¿Moby Dick? -repitieron al unísono.

– Así es. Después de todo, las buenas gentes de Connecticut consideraban a la gran ballena como la patricia del mar.

5

– Todo un hombre de Hotchkiss de pies a cabeza -afirmó la señorita Nichol mientras comprobaba el aspecto de Andrew en el espejo del vestíbulo. Camisa blanca, americana azul y pantalones de pana color avellana. La señorita Nichol le enderezó el nudo de la corbata a rayas blancas y azules y quitó una mota de polvo de la camisa-. Todo un hombre de Hotchkiss hasta el último centímetro -repitió.

«Solo mido uno cincuenta y siete», iba a decirle Andrew cuando su padre apareció en el vestíbulo. El muchacho miró su reloj, un regalo de su abuelo materno, un hombre que todavía despedía a los empleados por llegar tarde.

– He metido tus maletas en el coche -anunció su padre, con una mano en el hombro de su hijo. Andrew se quedó helado al oír aquello. El despreocupado comentario solo le recordaba que su marcha de la casa era una realidad-. Faltan menos de tres meses para el día de Acción de Gracias -añadió su padre.

Andrew quiso recordarle que tres meses eran la cuarta parte de un año, un porcentaje nada insignificante de tu vida cuando solo tienes catorce años.

Andrew salió por la puerta principal y cruzó el patio de grava, decidido a no mirar atrás a la casa que tanto quería y que no volvería a ver durante un cuarto de año. Cuando llegó al coche, mantuvo la puerta trasera abierta para que subiera su madre. Luego le dio la mano a la señorita Nichol como si fuese una vieja amiga y le dijo que esperaba volver a verla el día de Acción de Gracias. No estaba muy seguro, pero le pareció que la mujer había estado llorando. Miró hacia la entrada, agitó una mano para despedirse del ama de llaves y la cocinera y subió al coche.

Mientras recorrían las calles de Farmington, Andrew contempló los edificios del que hasta aquel momento había considerado como el centro del mundo entero.

– No te olvides de escribir a casa todas las semanas -le dijo su madre.

Él no hizo caso del consejo redundante, porque la señorita Nichol le había insistido en lo mismo al menos dos veces al día durante todo el último mes.

– Si necesitas dinero, no dudes en llamarme -añadió su padre.

Otro más que no había leído el reglamento. Andrew no le recordó a su padre que en Hotchkiss a los alumnos de primer curso solo les permitían disponer de diez dólares al trimestre. Lo ponía bien claro en la página siete y la señorita Nichol lo había subrayado en rojo.

Nadie habló durante el breve trayecto hasta la estación, cada uno absorto en sus propias preocupaciones. Su padre aparcó el coche delante de la estación y se apeó. Andrew permaneció sentado, poco dispuesto a abandonar la seguridad del coche, hasta que su madre abrió la puerta de su lado. Andrew se reunió con ella sin demora, dispuesto a que nadie se diera cuenta de lo nervioso que estaba. Ella intentó cogerle la mano, pero él corrió al maletero para ayudar a su padre a descargar el equipaje.

Un mozo de cordel llegó junto al coche con un carretón. En cuanto cargó las maletas, los guió hasta el andén y se detuvo ante el vagón número ocho. Andrew se volvió para despedirse de su padre mientras el mozo subía las maletas al vagón. Había insistido en que solo uno de sus progenitores le acompañara en el viaje hasta Lakeville, y como su padre era un hombre de Taft, su madre parecía la elección obvia. En esos momentos comenzaba a lamentar la decisión.

– Que tengas un buen viaje -le deseó su padre y acompañó la despedida con un fuerte apretón de manos. Qué cosas más ridículas decían los padres en las estaciones, pensó Andrew; sin duda era mucho más importante que se dedicara con ahínco a sus estudios cuando estuviera allí-. Y no te olvides de escribirnos.

Andrew subió al vagón con su madre y cuando el tren se puso en marcha no miró ni una vez a su padre en el andén, en la idea de que esto le haría parecer mayor.

– ¿Quieres desayunar? -le preguntó su madre mientras el revisor colocaba las maletas en el portaequipajes.

– Sí, por favor -respondió Andrew, que se animó por primera vez aquella mañana.

Un camarero les acompañó hasta una mesa en el vagón restaurante. Andrew leyó el menú y se preguntó si su madre le permitiría pedir el desayuno completo.

– Pide lo que quieras -le dijo ella, como si le hubiese leído el pensamiento.

Andrew sonrió cuando reapareció el camarero.

– Patatas, dos huevos fritos, beicon y tostadas. -No pidió champiñones porque no quería que el camarero creyera que su madre no le daba de comer.

– ¿Y usted, señora? -preguntó el camarero.

– Solo café y una tostada, gracias.

– ¿Es el primer día del chico? -añadió el camarero.

La señora Davenport asintió sonriente.

¿Cómo lo ha sabido?, se preguntó Andrew.

Andrew tomó su desayuno un tanto nervioso, porque no tenía muy claro si le volverían a dar de comer durante aquel día. En la guía de la escuela no había encontrado mención alguna a las comidas y el abuelo le había comentado que durante sus estudios en Hotchkiss, solo les daban de comer una vez al día. Su madre le repitió cien veces que dejara los cubiertos mientras masticaba.

– Los cuchillos y los tenedores no son aviones y no deben permanecer en el aire más tiempo del necesario -le recordó.

Andrew no sabía que ella estaba casi tan nerviosa como él.

Cada vez que otro chico, vestido con el mismo elegante uniforme, pasaba junto a su mesa, Andrew miraba a través de la ventanilla y rogaba que no se fijaran en él, porque ninguno de los uniformes que vestían se veía nuevo como el suyo. Su madre ya iba por la tercera taza de café cuando el tren entró en la estación.

– Ya hemos llegado -anunció ella sin que hiciera falta.

Andrew permaneció sentado con la mirada puesta en el cartel lakeville del andén mientras varios chicos saltaban del tren y se saludaban los unos a los otros con un «Eh, hola, ¿cómo estás? ¿Qué tal las vacaciones?» seguido de muchos apretones de manos. Por fin miró a su madre y deseó que desapareciera en una nube de humo. Las madres no eran más que otro anuncio de que se trataba de su primer día.

Dos muchachos altos vestidos con americanas cruzadas azules y pantalones grises comenzaron a conducir a los nuevos hacia el autocar que les esperaba. Andrew rezó para que a los padres no les permitieran subir al autocar; de lo contrario, todos se darían cuenta de que era uno de los nuevos.

– ¿Nombre? -le preguntó uno de los muchachos de la americana azul cuando Andrew bajó del tren.

– Davenport, señor -respondió Andrew, con la cabeza un poco echada hacia atrás para poder mirarlo a la cara. ¿Llegaría él alguna vez a ser tan alto?

El muchacho esbozó una sonrisa.

– No me llames señor. No soy maestro, sino solo un monitor del último curso. -Andrew agachó la cabeza. Las primeras palabras que había dicho y ya había quedado como un tonto-. ¿Han cargado tus maletas en el autocar, Fletcher?

¿Fletcher?, pensó Andrew. Por supuesto, Fletcher Andrew Davenport; no corrigió el error del muchacho alto por miedo a equivocarse de nuevo.

– Sí -contestó Andrew.

El dios volvió su atención hacia la madre de Andrew.

– Muchas gracias, señora Davenport -le dijo después de consultar la lista-. Le deseo que tenga un agradable viaje de regreso a Farmington. No se preocupe, Fletcher estará bien atendido -añadió bondadosamente.

Andrew tendió una mano, dispuesto a evitar que su madre le abrazara. Como si las madres pudieran leer el pensamiento. Se estremeció cuando ella lo rodeó con sus brazos. Claro que él no podía comprender lo que Ruth estaba pasando. Cuando su madre por fin lo soltó, Andrew se unió apresuradamente al grupo de chicos que subía al autocar. Vio a un chico, incluso más pequeño que él, sentado solo que miraba a través de la ventanilla. No tardó ni un segundo en sentarse a su lado.

– Soy Fletcher -se presentó con el nombre que le había impuesto el dios-. ¿Cómo te llamas?

– James -le contestó el otro-, pero mis amigos me llaman Jimmy.

– ¿Eres uno de los nuevos? -le preguntó Fletcher.

– Sí -respondió Jimmy en voz baja, sin mirarlo.

– Yo también -le informó Fletcher.

Jimmy sacó un pañuelo y simuló sonarse la nariz, antes de volverse finalmente para mirar a su nuevo compañero.

– ¿De dónde eres?

– De Farmington.

– ¿Dónde está?

– Bastante cerca de West Hartford.

– Mi padre trabaja en Hartford -dijo Jimmy-. Está en la administración municipal. ¿A qué se dedica el tuyo?

– Vende medicamentos -respondió Fletcher.

– ¿Te gusta el fútbol? -preguntó Jimmy.

– Sí -contestó Fletcher, pero solo porque sabía que Hotchkiss permanecía imbatido durante los últimos cuatro años, otra cosa que la señorita Nichol había subrayado en la guía.

El resto de la conversación consistió en una serie de preguntas deshilvanadas de las que ninguno de los dos conocía la respuesta correcta. Fue un extraño comienzo para una amistad que duraría toda la vida.

6

– Impecable -afirmó su padre mientras comprobaba el uniforme del chico en el espejo del vestíbulo. Michael Cartwright arregló el nudo de la corbata azul de su hijo y le quitó un cabello de la americana-. Impecable -repitió.

Nathaniel solo pensaba en los cinco dólares que había costado el pantalón de pana, a pesar de que su padre había dicho que valían cada centavo.

– Date prisa, Susan, o llegaremos tarde -gritó su padre, con la mirada puesta en el rellano.

Michael aún tuvo tiempo para guardar la maleta en el maletero y sacar el coche del garaje antes de que Susan hiciera su aparición para desearle suerte a su hijo en su primer día en el internado. Ella le abrazó y le besó y Nathaniel agradeció que no hubiera ningún otro hombre de Taft a la vista para presenciarlo. Esperaba que su madre superara la desilusión de que no hubiese escogido el instituto Jefferson, aunque él ya comenzaba a replanteárselo. Después de todo, de haber optado por el instituto podría haber vuelto a casa todas las noches.

Nathaniel se acomodó en el asiento del acompañante y miró la hora en el reloj del salpicadero. Eran casi las siete.

– Venga, papá, vamos -apremió, desesperado por no llegar tarde en su primer día y quedar marcado para siempre por haber cometido una falta.

En cuanto entraron en la autopista, su padre buscó el carril de la izquierda y aceleró hasta alcanzar una velocidad de cien kilómetros por hora, diez kilómetros por encima del límite, confiando en que las posibilidades de que lo pillaran a aquella hora de la mañana eran mínimas. Aunque Nathaniel ya había estado en Taft para la entrevista, no pudo evitar sentir pánico cuando su padre cruzó la impresionante verja de hierro con el viejo Studebaker y avanzó lentamente por el camino de casi dos kilómetros que llevaba hasta el edificio. Se tranquilizó un poco al ver que otros dos o tres coches los seguían, aunque dudaba de que fueran alumnos nuevos. Su padre siguió a una hilera de coches Cadillac y Buick que entraban en el aparcamiento, sin tener muy claro dónde debía aparcar; después de todo, él era un padre nuevo. Nathaniel salió del coche, incluso antes de que su padre pusiera el freno de mano. Pero luego vaciló. ¿Debía seguir a la riada de chicos que se dirigían al edificio principal o los nuevos debían ir a alguna otra parte?

Su padre no dudó en sumarse a la multitud y solo se detuvo cuando un joven alto y de aspecto decidido que llevaba una lista en la mano miró a Nathaniel y le preguntó:

– ¿Eres uno de los nuevos?

Nathaniel no respondió, así que su padre lo hizo por él.

– Sí.

La mirada del joven no se desvió.

– ¿Nombre?

– Cartwright, señor -contestó Nathaniel.

– Ah, sí. Te han asignado al señor Haskins, así que debes ser inteligente. Todas las lumbreras comienzan con el señor Haskins. -Nathaniel bajó la cabeza mientras su padre sonreía-. Cuando entres en el salón de actos -añadió el joven-, puedes sentarte donde quieras en las tres primeras filas del lado izquierdo. En el momento en que escuches las campanadas de las nueve, no hablarás y permanecerás en silencio hasta que el director y el resto de los profesores hayan dejado la sala.

– ¿Qué hago entonces? -preguntó Nathaniel, que procuró disimular que estaba temblando.

– Recibirás instrucciones del profesor de tu clase -le informó el joven que dirigió su atención al padre nuevo-. Nat estará perfectamente, señor Cartwright. Espero que tenga un feliz viaje de regreso a casa, señor.

Justo en ese momento Nathaniel decidió que en el futuro siempre se haría llamar Nat, si bien era consciente de que a su madre no le gustaría.

Cuando entró en el salón de actos, Nat agachó la cabeza y caminó rápidamente por el largo pasillo central, con la ilusión de que nadie repararía en él. Vio un sitio libre al final de la segunda fila y se sentó. Miró al chico a su izquierda, que se sujetaba la cabeza con las manos. ¿Estaría rezando o era posible que estuviese más aterrorizado que Nat?

– Me llamo Nat.

– Yo soy Tom -dijo el otro, sin levantar la cabeza.

– ¿Qué pasará ahora?

– No lo sé, pero desearía saberlo -respondió Tom.

El reloj dio las nueve y todos guardaron silencio.

En fila de uno, como una formación, los maestros avanzaron por el pasillo; Nat comprobó que no había maestras. Su madre no lo aprobaría. Subieron al estrado y ocuparon sus asientos; solo quedaron dos sillas vacías. El cuerpo docente comenzó a hablar en voz baja entre ellos mientras los alumnos permanecían en silencio.

– ¿A qué estamos esperando? -susurró Nat.

Al cabo de un momento su pregunta fue contestada cuando todos se levantaron, incluidos los profesores. Nat se atrevió a mirar cuando escuchó los pasos de dos hombres que caminaban por el pasillo. Unos segundos más tarde, el capellán de la escuela, seguido por el director, pasaron junto a él en su camino hacia las dos sillas vacías. Todos permanecieron de pie mientras el capellán se adelantaba para celebrar un breve oficio religioso, que incluyó el padrenuestro y acabó con todos los reunidos cantando el Himno de Batalla de la República.

El capellán tomó asiento y el director ocupó su lugar. Alexander Inglefield hizo una pausa muy corta antes de mirar al auditorio; luego levantó las manos, con las palmas hacia abajo, y todos se sentaron. Trescientos ochenta pares de ojos miraron al hombre de un metro ochenta y cinco de estatura con las cejas muy pobladas y la mandíbula cuadrada, que ofrecía una figura tan impresionante que Nat confió en que nunca se encontraran. El director cogió los bordes de la larga toga negra a la altura del pecho antes de dirigirse a los presentes durante un cuarto de hora. Comenzó por llevar a los alumnos en un largo paseo por la historia de la escuela y destacó los méritos académicos y los éxitos deportivos de Taft. Miró a los nuevos alumnos y les recordó el lema de la escuela: «Non ut sibi ministretur sed ut ministret».

– ¿Qué significa? -susurró Tom.

– Que no te sirvan, sino servir -le respondió Nat.

El director concluyó el largo discurso con el anuncio de que había dos cosas en las que un Bearcat nunca se podía permitir el fracaso: un examen o un partido contra Hotchkiss, y, como si quisiera dejar bien claras las prioridades, prometió medio día de fiesta si Taft derrotaba a Hotchkiss en el partido de fútbol anual. Esta noticia fue recibida inmediatamente con grandes aclamaciones por todos los allí reunidos, aunque los chicos sentados a partir de la tercera fila sabían que esto no se había conseguido en los últimos cuatro años.

En cuanto acabaron los aplausos, el director abandonó el estrado, seguido por el capellán y el resto del profesorado. Tras su marcha, resurgieron las conversaciones mientras los alumnos de los últimos cursos comenzaban a desfilar hacia la salida. Solo los chicos de las tres primeras filas permanecieron sentados, porque no sabían adónde tenían que ir.

Noventa y cinco chicos continuaron sentados, atentos a lo que sucedería después. No tuvieron que esperar mucho para saberlo, porque un maestro mayor (en realidad solo tenía cincuenta y un años, pero Nat consideró que parecía mucho más viejo que su padre) se plantó delante de los alumnos. Era un hombre bajo, fornido, con un semicírculo de cabellos grises en la cabeza calva. Mientras hablaba, se sujetaba las solapas de la americana, en una imitación de las maneras del director.

– Me llamo Haskins -anunció-. Soy el maestro del primer curso -añadió con una sonrisa desabrida-. Comenzaremos el día con una visita por las instalaciones de la escuela, que durará hasta el recreo de la mañana a las diez y media. A las once, asistiréis a clase. La primera será de historia de Estados Unidos. -Nat frunció el entrecejo, porque la historia no era una de sus materias preferidas-. Luego iréis a comer. No os hagáis muchas ilusiones. -El señor Haskins lo dijo con la misma sonrisa de antes. Algunos chicos se echaron a reír-. Claro que esa es otra de las tradiciones de Taft -les aseguró el señor Haskins- y seguramente cualquiera de vosotros que esté siguiendo los pasos de vuestros padres ya estará debidamente advertido.

Un par de chicos, entre ellos Tom, sonrieron.

Comenzaron el recorrido por las instalaciones y Nat no se separó de Tom ni un momento. Su condiscípulo parecía tener un conocimiento previo de todo lo que Haskins iba a decir. Nat no tardó en enterarse de que no solo el padre de Tom había sido un alumno, sino que también lo había sido su abuelo.

Para la hora en que acabó el recorrido lo había visto todo, desde el lago a la enfermería, y él y Tom eran íntimos amigos. Cuando volvieron al aula veinte minutos más tarde, automáticamente se sentaron juntos.

El señor Haskins entró puntualmente en el aula con las campanadas de las once. Un chico lo siguió en su estela. Tenía una forma de andar que transmitía tan profunda confianza en sí mismo que consiguió llamar la atención de los demás chicos. La mirada del maestro también siguió al nuevo alumno cuando se sentó en el único pupitre vacío.

– ¿Nombre?

– Ralph Elliot.

– Esta será la única y última vez que llegarás tarde a mis clases mientras estés en Taft -dijo Haskins. Hizo una pausa-. ¿Me he expresado con claridad, Elliot?

– Desde luego que sí. -El chico hizo una pausa, antes de añadir-: Señor.

El señor Haskins miró al resto de la clase.

– Nuestra primera clase, como ya os había avisado, será de historia de Estados Unidos, algo muy apropiado, si recordamos que esta escuela fue fundada por el hermano de un antiguo presidente. -Con el retrato de William H. Taft en el vestíbulo principal y una estatua de su hermano en el cuadrángulo, resultaría difícil que incluso el alumno menos espabilado no se hubiera dado cuenta.

»¿Quién fue el primer presidente de Estados Unidos? -preguntó el señor Haskins.

Se alzaron todas las manos. El maestro señaló a un chico de la primera fila.

– George Washington, señor.

– ¿El segundo? -preguntó Haskins.

Esta vez fueron menos las manos alzadas y el seleccionado fue Tom.

– John Adams, señor.

– Correcto. ¿El tercero?

Solo dos manos permanecieron levantadas. Una era la de Nat, la otra del chico que había llegado tarde. Haskins señaló a Nat.

– Thomas Jefferson, mil ochocientos a mil ochocientos ocho.

El señor Haskins asintió, atento a que el chico también sabía las fechas correctas.

– ¿El cuarto?

– James Madison, mil ochocientos nueve a mil ochocientos diecisiete -respondió Elliot.

– ¿El quinto, Cartwright?

– James Monroe, mil ochocientos diecisiete a mil ochocientos veinticinco.

– ¿El sexto, Elliot?

– John Quincy Adams, mil ochocientos veinticinco a mil ochocientos veintinueve.

– ¿El séptimo, Cartwright?

Nat se devanó los sesos.

– No lo recuerdo, señor.

– ¿No lo recuerdas, Cartwright, o sencillamente no lo sabes? -El profesor hizo una pausa-. Hay una considerable diferencia -señaló. Volvió su atención a Elliot.

– William Henry Harrison, creo, señor.

– No, él fue el noveno presidente, Elliot, en mil ochocientos cuarenta y uno, pero como murió de neumonía solo un mes después de jurar el cargo, no le dedicaremos mucho tiempo. Quiero que mañana por la mañana todos podáis decirme el nombre del séptimo presidente. Ahora volvamos a los padres fundadores. Podéis tomar apuntes porque os pediré que escribáis una redacción de tres páginas sobre el tema para la próxima clase.

Nat tomó tres páginas de notas antes de que acabara la lección, mientras que Tom a duras penas consiguió acabar una. Cuando salieron del aula al finalizar la clase, Elliot pasó junto a ellos a toda prisa.

– Tiene toda la pinta de ser un digno adversario -comentó Tom.

Nat se reservó la opinión.

Lo que no podía saber era que Ralph Elliot y él serían adversarios durante el resto de sus vidas.

7

El partido de fútbol anual entre Hotchkiss y Taft constituía el acontecimiento deportivo del semestre. A la vista de que ambos equipos continuaban invictos en la temporada, no se hablaba de otra cosa desde que acabó el trimestre, y para muchos incluso antes.

Fletcher se dejó llevar por la expectación general y en su carta semanal a su madre le citó por el nombre a todos los jugadores del equipo, aunque comprendió que ella no tenía idea de quiénes eran.

El partido se jugaría el último sábado de octubre y en cuanto se pitara el final del encuentro, todos los alumnos tendrían libre el fin de semana y un día más en el caso de que ganaran.

El lunes anterior al partido, la clase de Fletcher realizó sus exámenes parciales, precedidos por el discurso del director, que sentenció en la reunión de la mañana: «La vida consiste en una serie de pruebas y exámenes; por esa razón en Hotchkiss los hacemos al final de cada semestre».

El martes por la noche Fletcher llamó a su madre para decirle que creía que le había ido bien.

El miércoles le comentó a Jimmy que no estaba muy seguro.

El jueves comprobó todas las cosas que no había incluido y se preguntó si conseguiría un aprobado.

El viernes por la mañana se colocaron las listas con los resultados en el tablón de anuncios de la escuela y el nombre de Fletcher aparecía en primer lugar. Corrió sin demora al teléfono más cercano y llamó a su madre. Ruth no disimuló su alegría cuando escuchó las noticias de su hijo, pero no le dijo que no le sorprendían.

– Tienes que celebrarlo -afirmó.

Fletcher lo hubiese hecho, pero consideraba que no podía cuando vio quién estaba en el último lugar de la clase.

El sábado por la mañana, con todo el alumnado reunido, el capellán dirigió las oraciones «por nuestro invicto equipo de fútbol, que solo juega por la gloria de Nuestro Señor». Se le comunicó a Nuestro Señor el nombre de todos los jugadores y se le preguntó si el Espíritu Santo podría acompañar a todos y cada uno de ellos. Aparentemente el director no tenía ninguna duda sobre el equipo que tendría a Dios de su parte el sábado por la tarde.

En Hotchkiss, todo se decidía por la antigüedad, incluso los lugares de los alumnos en las tribunas. Durante el primer semestre, los nuevos quedaban relegados al extremo más lejano del campo, así que Fletcher y Jimmy se sentaban todos los sábados en la esquina derecha de la portería y observaban a sus héroes ganar un partido tras otro, un récord que, lo tenían muy claro, también compartía Taft.

Como el partido en el campo de Taft coincidía con un fin de semana en que los alumnos podían ir a sus casas, los padres de Jimmy invitaron a Fletcher a unirse a ellos para una comida a pie de coche antes de que comenzara el encuentro. Fletcher no se lo mencionó a ninguno de los otros compañeros, porque le pareció que provocaría sus celos. Ya era bastante malo ser el primero de la clase, para que encima le invitaran a presenciar el partido con un insigne antiguo alumno que tenía asientos en el centro de las gradas.

– ¿Qué tal es tu padre? -preguntó Jimmy, después de que apagaran las luces la noche anterior al partido.

– Es fantástico -dijo Fletcher-, pero debo advertirte que es un hombre de Taft y republicano. ¿Qué tal es el tuyo? Nunca he conocido antes a un senador.

– Es un político hasta la médula, o al menos así lo describen en los periódicos -comentó Jimmy-. No tengo muy claro qué significa.

La mañana del partido nadie fue capaz de concentrarse en la clase de química, a pesar del entusiasmo del señor Bailey por demostrar los efectos del ácido en el cinc, y también porque Jimmy había cerrado la llave principal del gas, así que el profesor ni siquiera había podido encender los mecheros Bunsen.

A las doce sonó la campana y trescientos cincuenta chicos que gritaban a voz en cuello salieron al patio. Parecían una tribu en pie de guerra mientras coreaban sin cesar: «Hotchkiss, Hotchkiss, Hotchkiss ganará, muerte a todos los Bearcats».

Fletcher corrió todo el camino hasta el punto de reunión para recibir a sus padres, mientras los coches y los taxis desfilaban junto al lago. Miró cada vehículo, atento a la aparición de sus padres.

– ¿Cómo estás, Andrew, cariño? -le preguntó su madre en cuanto salió del coche.

– Fletcher, en Hotchkiss soy Fletcher -susurró, al tiempo que rogaba que ninguno de sus compañeros hubiese escuchado la palabra «cariño». Estrechó la mano de su padre, antes de añadir-: Debemos ir al campo ahora mismo, porque estamos invitados por el senador y la señora Gates a una comida a pie de coche.

El padre de Fletcher enarcó una ceja.

– Si no recuerdo mal, el senador Gates es demócrata -comentó con un desdén burlón.

– Además de ser un antiguo capitán del equipo de fútbol de Hotchkiss -señaló Fletcher-. Su hijo Jimmy y yo estamos en la misma clase, es mi mejor amigo, así que, mamá, lo mejor será que tú te sientes junto al senador, y si tú crees, papá, que no podrás soportarlo, puedes ir a sentarte al otro lado del campo con los seguidores de Taft.

– No, creo que podré tolerar al senador. Será magnífico estar junto a él cuando Taft marque el tanto ganador.

Era un precioso día de otoño y los tres caminaron por el manto de hojas secas hasta el campo. Ruth intentó coger la mano de su hijo, pero Fletcher se mantuvo apartado lo necesario para impedírselo. Mucho antes de que llegaran al campo, escucharon los gritos que calentaban el ambiente previo al partido.

Fletcher vio a Jimmy junto a un Oldsmobile familiar. Habían bajado la puerta trasera para convertirla en una mesa donde se amontonaban las más exquisitas viandas que había visto en los últimos dos meses. Un hombre alto y elegante se adelantó.

– Hola, soy Harry Gates. -El senador tendió la mano con la dilatada práctica de un político para saludar a los padres de Fletcher.

El padre de Fletcher se la estrechó.

– Buenas tardes, senador. Soy Robert Davenport y esta es mi esposa Ruth.

– Llámeme Harry. Esta es Martha, mi primera esposa. -La señora Gates se acercó para saludarlos-. Digo que es mi primera esposa para que se mantenga alerta.

– ¿Les apetece una copa? -preguntó Martha, sin reírse de un chiste que seguramente había escuchado infinidad de veces antes.

– Tendrá que ser rápido -dijo el senador, con la mirada puesta en el reloj-, si pretendemos comer antes de que comience el partido. Permítame que le sirva, Ruth, y dejaremos que su marido se las apañe por su cuenta. Huelo a un republicano a cien pasos.

– Me temo que es mucho peor que eso -comentó Ruth.

– No me diga que es un viejo Bearcat porque estoy pensando en declararlo en este estado. -Ruth asintió-. Entonces, Fletcher, será mejor que vengas y hables conmigo, porque tengo la intención de no hacer ningún caso a tu padre.

Fletcher se sintió halagado por la invitación y muy pronto comenzó a acribillar al senador con sus preguntas sobre el funcionamiento del cuerpo legislativo de Connecticut.

– Andrew -dijo Ruth.

– Fletcher, mamá.

– Fletcher, ¿no crees que al senador quizá le agradaría hablar de otra cosa que no sea de política?

– No, a mí me parece bien, Ruth -la tranquilizó Harry-. Los votantes pocas veces hacen preguntas tan inteligentes y confío en que quizá se le pegue algo a Jimmy.

Después de comer el grupo caminó rápidamente hasta las gradas y ocuparon sus asientos solo unos momentos antes del comienzo del partido. Los asientos privilegiados superaban cualquier cosa soñada por cualquiera de los nuevos alumnos, pero el senador Gates no se había perdido ni uno solo de los encuentros contra Taft desde su graduación. Fletcher no podía contener la emoción cuando las manecillas del reloj en el tablero se acercaron a las dos. Miró al otro extremo del campo donde el enemigo coreaba: «Dame una T, dame una A, dame una…» y se enamoró.


La mirada de Nat permaneció fija en el rostro encima de la letra A.

– Nat es el chico más inteligente de nuestra clase -le comentó Tom al padre de su amigo.

Michael sonrió.

– Solo por muy poco -replicó Nat, un poco a la defensiva-. No te olvides de que solo superé a Ralph Elliot por un punto.

– ¿Es posible que sea el hijo de Max Elliot? -dijo el padre de Nat casi para él mismo.

– ¿Quién es Max Elliot?

– En mi ramo, él es lo que se conoce como un riesgo inaceptable.

– ¿Por qué? -le preguntó Nat.

Su padre no amplió su suave comentario y se tranquilizó cuando su hijo se distrajo con las animadoras, que llevaban grandes borlas azules y blancas atadas a las muñecas y estaban ejecutando la típica danza guerrera. La mirada de Nat no se apartaba de la segunda chica por la izquierda, que parecía estar sonriéndole, aunque comprendió que para ella no era más que una mota en el fondo de las gradas.

– Has crecido, si no me equivoco -manifestó el padre de Nat, al ver que al pantalón de su hijo le faltaban casi tres centímetros para tocar los zapatos. Se preguntó con qué frecuencia tendría que comprarle prendas nuevas.

– Pues está claro que la responsable no puede ser la comida de la escuela -apuntó Tom, que seguía siendo el más bajito de la clase.

Nat no respondió. Solo tenía ojos para el conjunto de animadoras.


Tom le golpeó en el brazo para llamarle la atención.

– ¿Cuál de ellas te ha flechado?

– ¿Qué?

– Me has oído perfectamente.

Nat se volvió para evitar que su padre escuchara la respuesta.

– La segunda por la izquierda, la que lleva la A en el jersey.

– Diane Coulter -dijo Tom, complacido al descubrir que sabía algo que su amigo ignoraba.

– ¿Cómo es que sabes su nombre?

– Porque es la hermana de Dan Coulter.

– Pero si es el jugador más feo de todo el equipo -protestó Nat-. Tiene la nariz rota y las orejas como una coliflor.

– También las tendría Diane si hubiese jugado en el equipo todas las semanas durante los últimos cinco años -replicó Tom con una carcajada.

– ¿Qué más sabes de ella? -le preguntó Nat a su amigo con aire de conspirador.

– Ah, así que es serio -exclamó Tom. Esta vez fue Nat quien golpeó a su amigo-. Tenemos que recurrir a la violencia física, ¿no? No creo que sea parte del código de Taft -añadió Tom-. Derrota a un hombre con la fuerza de tus argumentos, no con la fuerza de tu brazo; Oliver Wendell Holmes, si recuerdo correctamente.

– Oh, acaba con la cháchara y responde a la pregunta.

– No sé mucho más de ella, de verdad. Todo lo que recuerdo es que va a Westover y que juega de alero derecho en el equipo de hockey.

– ¿Qué estáis murmurando vosotros dos? -quiso saber el padre de Nat.

– Hablamos de Dan Coulter -contestó Tom, impávido-, uno de nuestros zagueros. Le estaba diciendo a Nat que se come ocho huevos en el desayuno todas las mañanas.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó la madre de Nat.

– Porque uno de los huevos siempre es el mío -respondió Tom, desconsolado.

Mientras sus padres se reían, Nat continuó mirando a la A de taft. Era la primera vez que se fijaba de verdad en una chica. Su concentración fue interrumpida por una tremenda ovación, cuando todos en su lado del estadio se pusieron de pie para saludar al equipo de Taft en su entrada al campo. Unos momentos más tarde, los jugadores de Hotchkiss aparecieron por el otro lado y sus seguidores se levantaron como un solo hombre para aclamarlos.


Fletcher también estaba de pie, pero sus ojos no se desviaban ni un instante de la animadora con la A en el jersey. Se sintió culpable al comprobar que la primera chica de la que se enamoraba era una seguidora de Taft.

– No pareces estar muy atento a nuestro equipo -le susurró el senador al oído.

– Oh, sí que lo estoy, señor -replicó Fletcher y de inmediato volvió su atención a los jugadores de Hotchkiss que realizaban los ejercicios de calentamiento.

Los capitanes de ambos equipos corrieron a través del campo para reunirse con el árbitro principal, que los esperaba en la línea de las cincuenta yardas. El árbitro lanzó al aire una moneda de plata que resplandeció a la luz del sol antes de caer en el césped. Los Bearcats se palmearon los unos a los otros cuando vieron el perfil de Washington.

– Tendría que haber pedido cara -dijo Fletcher.


Nat continuó mirándola mientras Diane subía a las gradas. Se preguntó cómo podría hacer para conocerla. No sería cosa fácil. Dan Coulter era un dios. ¿Cómo podía uno de los chicos nuevos escalar al Olimpo?

– ¡Buena carrera! -gritó Tom.

– ¿Quién ha sido? -preguntó Nat.

– Coulter, por supuesto. Acaba de hacer el primer down.

– ¿Coulter?

– ¡No me digas que todavía estabas mirando a su hermana cuando los Kissies perdieron la pelota!

– No, no lo estaba.

– Entonces podrás decirme cuántas yardas hemos ganado -dijo Tom, que miró a su amigo-. Ya me lo parecía, ni siquiera estabas mirando. -Exhaló un exagerado suspiro-. Creo que ha llegado el momento de aliviarte de tus sufrimientos.

– ¿A qué te refieres?

– Tendré que arreglar un encuentro.

– ¿Puedes hacerlo?

– Claro, su padre tiene un concesionario de coches y nosotros siempre le compramos los coches a él, así que solo tienes que venir y quedarte conmigo durante las vacaciones.

Tom no escuchó si su amigo había aceptado la invitación, porque su respuesta quedó ahogada por otra estruendosa ovación de los seguidores de Taft cuando los Bearcats consiguieron una intercepción.

Cuando sonó el silbato que marcaba el final del primer cuarto, Nat gritó entusiasmado, sin recordar que su equipo iba perdiendo. Permaneció de pie con la ilusión de que la chica de los cabellos rubios rizados y la más cautivadora de las sonrisas quizá se fijara en él. Pero cómo podía hacerlo si estaba saltando como una posesa para animar a los seguidores de Taft para que gritaran todavía más fuerte.

El silbato que indicó el inicio del segundo cuarto sonó demasiado pronto y cuando A desapareció entre la multitud de las gradas para ser reemplazada por treinta musculosos muchachos, Nat volvió a sentarse muy a su pesar y simuló concentrarse en el partido.


– ¿Me permite los prismáticos, señor? -le preguntó Fletcher al padre de Jimmy en el medio tiempo.

– Por supuesto, muchacho -respondió el senador y se los entregó-. Devuélvemelos cuando se reanude el partido.

Fletcher no percibió el tonillo en la voz de su anfitrión mientras enfocaba a la muchacha con la A en el jersey y deseó que se volviera para mirar a la parte contraria más a menudo.

– ¿Cuál es la que te interesa? -le susurró el senador.

– Solo miraba a los jugadores del Taft, señor.

– Si ni siquiera están en el campo -le advirtió el senador. A Fletcher se le subieron los colores-. ¿T, A, F o T? -preguntó el padre de Jimmy.

– La A, señor -admitió Fletcher.

El senador se hizo con los prismáticos, enfocó a la segunda chica por la izquierda y esperó a que se volviera.

– Apruebo tu elección, muchacho. ¿Qué pretendes hacer al respecto?

– No lo sé, señor -manifestó Fletcher, apenado-. A decir verdad, ni siquiera sé su nombre.

– Diane Coulter -le informó el senador.

– ¿Cómo lo sabe, señor? -preguntó Fletcher. Quizá, pensó, los senadores lo sabían todo.

– La investigación, muchacho. ¿Todavía no te lo han enseñado en Hotchkiss? -Fletcher lo miró, desconcertado-. Todo lo que necesitas saber está en la página once del programa -añadió el senador y le pasó el programa abierto.

La página once estaba dedicada a las animadoras de ambos equipos.

– Diane Coulter -repitió Fletcher, que miró embobado la foto.

Era un año más joven que Fletcher -las mujeres todavía están dispuestas a confesar su edad cuando tienen trece años- y tocaba el violín en la orquesta de su escuela. Cuánto lamentó no haber seguido el consejo de su madre y haber aprendido a tocar el piano.


Después de ganar con mucho esfuerzo y sufrimiento una yarda tras otra, Taft consiguió llegar a la línea, marcar el touchdown y situarse por delante. Como estaba mandado, Diane reapareció en el campo para hacer su número.

– Lo tuyo es grave -opinó Tom-. Supongo que tendré que presentártela.

– ¿Es verdad que la conoces? -le preguntó Nat, incrédulo.

– Claro que sí. Hemos estado yendo a las mismas fiestas desde que teníamos dos años.

– Me pregunto si tendrá novio.

– ¿Cómo puedo saberlo? ¿Por qué no pasas una semana con nosotros durante las vacaciones y me dejas a mí que me encargue del resto?

– ¿Puedes hacerlo?

– Te costará.

– ¿Qué tienes pensado?

– Asegúrate de acabar los deberes de las vacaciones antes de venir; así no tendré que preocuparme de repasarlo todo dos veces.

– Trato hecho -dijo Nat.


Sonó el silbato del tercer cuarto y después de una serie de pases brillantes, fue el turno de Hotchkiss de marcar un touchdown que les devolvió la delantera, a la que se aferraron hasta el final del cuarto.

– Hola, Taft, hola, Taft, estáis otra vez donde os merecéis -cantó el senador con voz desafinada, mientras los equipos marchaban al descanso.

– Todavía queda el último cuarto -le recordó Fletcher mientras el senador le pasaba los prismáticos.

– ¿Has decidido a cuál de los dos equipos apoyas, muchacho, o sigues hechizado por la Mata Hari de Taft? -Fletcher lo miró, intrigado. Tendría que averiguar quién era Mata Hari en cuanto volviera a su habitación-. Es probable que viva en la ciudad -añadió el senador-, en tal caso cualquiera de mi equipo tardará dos minutos en averiguar todo lo que necesitas saber de ella.

– ¿Incluso su dirección y el número de teléfono? -preguntó Fletcher.

– Incluso si tiene novio -replicó el senador.

– ¿No será un abuso de su posición? -quiso saber Fletcher.

– Por supuesto que sí -convino el senador Gates-, pero cualquier político haría lo mismo si con ello pudiera asegurarse otros dos votos más en futuras elecciones.

– En cualquier caso, eso no solucionaría el problema de encontrarme con ella mientras estoy encerrado en Farmington.

– Eso lo podrías resolver si vinieras a pasar algunos días con nosotros después de Navidad; luego me ocuparé de que a ella y a sus padres los inviten a algún acto en el Capitolio.

– ¿Puede hacer eso por mí?

– Claro que sí, pero en algún momento tendrás que aprenderte el tema de los pactos si tienes que tratar con un político.

– ¿Qué es un pacto? -preguntó Fletcher-. Haré lo que sea.

– Nunca digas eso, muchacho, porque te encontrarás inmediatamente en desventaja para negociar. Sin embargo, todo lo que quiero a cambio en esta ocasión es que tú te las apañes para que Jimmy consiga no ser el último de la clase. Esa será tu parte del pacto.

– Trato hecho, senador -dijo Fletcher y le estrechó la mano.

– Me alegra escucharte -manifestó el senador-, porque Jimmy parece muy dispuesto a seguir tu liderato.

Era la primera vez que alguien mencionaba que Fletcher pudiese ser un líder. Hasta aquel momento ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Pensó en las palabras del senador y no se dio cuenta de que Taft acababa de marcar el touchdown de la victoria hasta que Diane bajó de las gradas y comenzó a interpretar algo que lamentablemente se parecía mucho al festejo de la victoria. Ese año se había quedado sin un día de fiesta.


Al otro lado del estadio, Nat y Tom permanecieron fuera de los vestuarios, junto con una multitud de seguidores de Taft, quienes, con una única excepción, esperaban para vitorear a sus héroes. Nat le dio un codazo a su amigo cuando ella salió. Tom se adelantó rápidamente.

– Hola, Diane -dijo y, sin esperar la respuesta, añadió-: Quiero presentarte a mi amigo Nat. La verdad es que él quería conocerte. -Nat se sonrojó y no solo porque Diane le pareció incluso más bonita que en la foto-. Nat vive en Cromwell -añadió Tom con la mejor intención-, pero vendrá a pasar unos días con nosotros después de Navidad para que así puedas conocerlo mejor.

Nat solo tuvo clara una cosa después de esta presentación: Tom no había nacido para hacer carrera en el cuerpo diplomático.

8

Nat hizo todo lo posible por concentrarse en la Gran Depresión. Consiguió leer media página y luego se distrajo. Recordó el breve encuentro que había tenido con Diane, una y otra vez. No tardaba mucho porque ella apenas si había dicho una palabra antes de que apareciera su padre y le comentara que debían marcharse.

Había recortado su foto del programa del partido y la llevaba encima a todas partes. Comenzaba a lamentar no haber cogido por lo menos otros tres programas, porque el recorte estaba a punto de romperse de tanto manoseo. Había llamado a Tom a su casa a la mañana siguiente al partido con la excusa de hablar del crac de Wall Street y después preguntó sin darle mucha importancia:

– ¿Diane dijo algo de mí después de marcharme?

– Dijo que eras un encanto.

– ¿Nada más?

– ¿Qué más podía decir? Solo estuvisteis dos minutos juntos antes de que apareciera tu padre.

– ¿Le gusté?

– Dijo que eras un encanto y, si no recuerdo mal, mencionó algo de James Dean.

– No me lo creo. ¿Eso dijo?

– No, tienes razón, no lo dijo.

– Eres una rata.

– Muy cierto, pero una rata con un número de teléfono.

– ¿Tienes su número de teléfono? -preguntó Nat, incrédulo.

– Veo que te espabilas rápido.

– Dámelo.

– ¿Has acabado el trabajo sobre la Gran Depresión?

– Todavía no, pero lo tendré listo para el fin de semana. Espera mientras busco un lápiz. -Nat escribió el número en el dorso de la foto de Diane-. ¿Crees que se sorprenderá si la llamo?

– Creo que se sorprenderá si no lo haces.


– Hola, soy Nat Cartwright. Supongo que no te acuerdas de mí.

– No. ¿Quién eres?

– Soy el que conociste después del partido contra Hotchkiss y que se parece a James Dean.

Nat se miró al espejo. Nunca se había preocupado antes por su aspecto. ¿De verdad se parecía a James Dean?

Hicieron falta otros dos días y varios ensayos más antes de que Nat reuniera el coraje para marcar el número. En cuanto acabó el trabajo sobre la Gran Depresión, preparó una lista de frases que variaban de acuerdo con la persona que se pusiera al teléfono. Si se trataba del padre, diría: «Buenos días, señor, me llamo Nat Cartwright. Por favor, ¿puedo hablar con su hija?». Si era la madre, diría: «Buenos días, señora Coulter, me llamo Nat Cartwright. Por favor, ¿puedo hablar con su hija?». Si era la propia Diane la que atendía el teléfono, tenía preparadas diez frases, dispuestas en un orden lógico. Colocó las tres hojas de papel en la mesa junto al teléfono, inspiró a fondo y marcó el número con mucho cuidado. Daba la señal de comunicar. Quizá estaba hablando con algún otro chico. ¿Ya le había cogido de la mano, incluso lo había besado? ¿Salían juntos desde hacía tiempo? Un cuarto de hora más tarde llamó de nuevo. Continuaba comunicando. ¿Se había colado algún otro pretendiente? Esta vez solo esperó diez minutos antes de intentarlo de nuevo. En el momento en que escuchó la señal de llamada notó que el corazón se le desbocaba y a punto estuvo de colgar sin más demoras. Miró la lista de frases. Se interrumpió la señal. Alguien había cogido el teléfono.

– Hola -dijo una voz profunda. No necesitaba que le dijeran que era Dan Coulter.

Nat dejó caer el teléfono al suelo. Sin duda los dioses no atendían el teléfono, y en cualquier caso, no tenía preparada ninguna frase para el hermano de Diane. Se apresuró a recoger el aparato y colgó.

Nat releyó el trabajo escolar antes de marcar por cuarta vez. Por fin escuchó la voz de una chica.

– ¿Diane?

– No, soy su hermana Tricia -respondió una voz que sonaba mayor-. Diane no está en casa, pero supongo que volverá más o menos dentro de una hora. ¿Quién la llama?

– Nat. ¿Podrías decirle que la volveré a llamar dentro de una hora?

– Por supuesto -dijo la joven.

– Muchas gracias. -Nat colgó el teléfono. No tenía preparada ninguna pregunta o respuesta para una hermana mayor.

Nat debió de mirar su reloj unas sesenta veces durante la hora siguiente, pero así y todo dejó pasar un cuarto de hora de más antes de marcar el número. Era algo que había leído en la revista Teen: si te gusta una chica, no te muestres ansioso; las espanta. Por fin atendieron la llamada.

– Hola -dijo una voz juvenil.

Nat miró el guión.

– Hola, ¿puedo hablar con Diane?

– Hola, Nat, soy Diane. Tricia me dijo que habías llamado. ¿Cómo estás?

«Cómo estás» no figuraba en el guión. Tuvo que improvisar.

– Estoy bien -consiguió decir-. ¿Cómo estás tú?

– Bien -contestó ella.

Siguió otro largo silencio mientras Nat rumiaba la pregunta o frase adecuada.

– La semana que viene iré a Simsbury para pasar unos días con Tom -leyó al fin con voz monótona.

– Eso es fantástico -exclamó Diane-, entonces espero que nos topemos en algún momento.

Nat estaba seguro de que no había nada en el guión respecto a toparse en algún momento. Intentó leer todas las frases de un tirón.

– Nat, ¿estás ahí? -le preguntó Diane.

– Sí. ¿Hay alguna posibilidad de que nos veamos mientras estoy en Simsbury? -frase número nueve.

– Sí, por supuesto. Me encantaría.

– Adiós -dijo Nat con la mirada puesta en la frase número diez.

Durante el resto de la tarde, Nat intentó recordar toda la conversación en detalle, e incluso la transcribió línea por línea. Subrayó tres veces la frase: «Sí, por supuesto. Me encantaría». Como todavía faltaban cuatro días para ir a casa de Tom, se preguntó si debía llamar de nuevo a Diane, solo para confirmar. Buscó la revista Teen para recabar su consejo, a la vista de que parecían haberse anticipado a todos sus anteriores problemas. Teen no decía nada sobre una segunda llamada, pero sí recomendaba que en la primera cita se debía vestir de manera informal, mostrarse relajado y cada vez que surgiera la oportunidad mencionar a las otras chicas con las que se había salido. Él no había salido nunca con otras chicas y, todavía peor, no tenía prendas informales, aparte de una camisa a cuadros que había escondido en el último cajón de la cómoda media hora después de haberla comprado. Nat contó el dinero que había ahorrado de la paga por repartir periódicos -siete dólares con veinte centavos- y se preguntó si eso bastaría para comprar una camisa y unos pantalones informales. Lamentó no tener un hermano mayor.

Dio los últimos retoques a su trabajo escolar unas pocas horas antes de que se presentara su padre para llevarlo a Simsbury.

Mientras viajaban hacia el norte, Nat no dejó de preguntarse por qué no había llamado a Diane para acordar una hora y el lugar de la cita. Quizá se había marchado o decidido quedarse en casa de un amigo, un novio. ¿A los padres de Tom les molestaría que usara su teléfono en cuanto llegara?

– Oh, Dios mío -exclamó Nat cuando su padre entró con el coche por un camino particular y pasó por delante de una cuadra llena de caballos.

El padre de Nat le hubiese reprochado por blasfemar, pero él también estaba un tanto impresionado. Recorrieron casi dos kilómetros antes de llegar al patio de una magnífica casa colonial con columnas blancas y rodeada de árboles.

– Oh, Dios mío -repitió Nat. Esta vez no se libró de la reprimenda de su padre-. Lo siento, papá, pero Tom nunca mencionó que vivía en un palacio.

– ¿Por qué iba a hacerlo? -replicó su padre-. Cuando es algo por lo que le conocen. Por cierto, no es tu amigo íntimo por el tamaño de su casa, y si lo hubiese considerado necesario para impresionarte, lo hubiese mencionado hace tiempo. ¿Sabes a qué se dedica su padre? Porque una cosa está muy clara, no vende seguros de vida.

– Creo que es banquero.

– Tom Russell, por supuesto. El banco Russell -dijo su padre cuando aparcaron delante de la casa.

Tom les esperaba al pie de la escalinata de la galería.

– Buenas tardes, señor, ¿cómo está usted? -preguntó, mientras abría la puerta del conductor.

– Muy bien, gracias, Tom -respondió Michael, al tiempo que su hijo se apeaba del coche, con su vieja maleta con las iniciales M.C. grabadas junto a la cerradura.

– ¿Se reunirá con nosotros para tomar una copa, señor?

– Es muy amable de tu parte -dijo el padre de Nat-, pero mi esposa me espera para cenar, así que debo emprender el regreso inmediatamente.

Nat agitó una mano en el aire mientras su padre daba la vuelta en el patio y emprendía el viaje de vuelta a Cromwell.

Miró la casa y vio a un mayordomo que esperaba en lo alto de la escalinata. Se ofreció a llevarle la maleta, pero Nat se aferró a ella. El criado le condujo por una magnífica escalera circular hasta el segundo piso y le hizo pasar al dormitorio de los invitados. En casa de Nat solo tenían un dormitorio de invitados, que en esa casa hubiese sido un trastero. En cuanto salió el mayordomo, Tom le dijo:

– Acomódate a tu gusto y después baja, que conocerás a mi madre. Estaremos en la cocina.

Nat se sentó en una de las camas gemelas y con todo el dolor del alma se dijo que nunca podría invitar a Tom a que pasara unos días en su casa.

Tardó unos tres minutos en sacar de la maleta todo lo que había traído: dos camisas, un par de pantalones y una corbata. Dedicó un buen rato a inspeccionar el baño antes de dar algunos saltos en la cama. Era muy mullida. Aún esperó unos minutos antes de salir de la habitación y bajar las escaleras. Se preguntó si sería capaz de encontrar la cocina. El mayordomo le esperaba abajo y lo escoltó por el pasillo. Nat aprovechó para echar un rápido vistazo a cada habitación por la que pasaba.

– ¿Qué? -preguntó Tom-. ¿Está bien tu habitación?

– Sí, es fantástica -le respondió Nat, consciente de que su amigo no le estaba tomando el pelo.

– Mamá, este es Nat. Es el chico más inteligente de la clase, maldita sea.

– Por favor, Tom, habla bien -le amonestó la señora Russell-. Hola, Nat, encantada de conocerte.

– Buenas tardes, señora Russell, lo mismo digo. Tiene usted una casa muy bonita.

– Gracias, Nat. Estamos encantados de que puedas pasar unos días con nosotros. ¿Te apetece una Coca-Cola?

– Sí, por favor.

Una criada de uniforme fue a la nevera, sacó una botella de Coca-Cola y se la sirvió en un vaso con hielo.

– Gracias.

Nat observó a la criada, que volvió junto al fregadero para seguir pelando patatas. Pensó en su madre en Cromwell. También estaría pelando patatas, pero después de haber dado clases durante todo el día en la escuela.

– ¿Quieres que te enseñe la casa? -le preguntó Tom.

– Estupendo, pero ¿puedo hacer antes una llamada?

– No será necesario. Diane ya ha llamado.

– ¿Ya ha llamado?

– Sí, llamó esta mañana para preguntar a qué hora llegarías. Me rogó que no te lo dijera, así que podemos dar por sentado que está interesada.

– Entonces lo mejor será que la llame inmediatamente.

– No, eso es lo último que debes hacer -replicó Tom.

– Dije que lo haría.

– Sí, sé que lo dijiste, pero creo que antes debemos dar una vuelta por la casa.


Cuando la madre de Fletcher lo dejó en la casa del senador y la señora Gates en East Hartford, fue Jimmy quien abrió la puerta.

– Ahora no te olvides de que debes dirigirte al señor Gates como senador o señor.

– Sí, mamá.

– No le molestes con excesivas preguntas.

– No, mamá.

– Recuerda que una conversación entre dos personas debe ser cincuenta por ciento hablar y el otro cincuenta escuchar.

– Sí, mamá.

– Hola, señora Davenport, ¿cómo está usted? -preguntó Jimmy cuando abrió la puerta.

– Muy bien, gracias, Jimmy, ¿y tú?

– Estupendamente. Mamá y papá están en algún acto, pero ¿puedo ofrecerle una taza de té?

– No, muchas gracias. Tengo que llegar a tiempo para presidir una reunión de la junta de la fundación. Por favor, no olvides de darles mis saludos a tus padres.

Jimmy cargó con una de las maletas de Fletcher hasta el cuarto de invitados.

– Te he puesto en la habitación contigua a la mía, así que tendremos que compartir el baño.

Fletcher dejó su otra maleta sobre la cama, antes de observar los cuadros en las paredes: litografías de la guerra civil, por si acaso venía a alojarse algún sureño que no recordara quién había ganado. Los cuadros le recordaron a Jimmy que debía preguntarle a Fletcher si había acabado su redacción sobre Lincoln.

– Sí. ¿Tú has conseguido el número de teléfono de Diane?

– Tengo algo mucho mejor. He descubierto la cafetería donde va casi todas las tardes. Así que podríamos dejarnos caer por allí, a eso de las cinco, y si falla, mi padre ha invitado a los suyos a una recepción en el Capitolio mañana por la tarde.

– Quizá no vayan.

– Lo he mirado en la lista de invitados. Confirmaron su asistencia.

Fletcher recordó súbitamente el pacto que tenía con el senador.

– ¿Cómo llevas los deberes?

– Ni siquiera he empezado a hacerlos -confesó Jimmy.

– Jimmy, si no apruebas los parciales del próximo semestre, el señor Haskins te mandará a la clase de refuerzo y entonces no podré ayudarte.

– Lo sé; también estoy al corriente del pacto que has hecho con mi padre.

– Así pues, si quiero cumplirlo, tendremos que poner manos a la obra mañana mismo. Dedicaremos dos horas todas las mañanas.

– ¡Sí, señor! -gritó Jimmy y chocó los talones-. Pero antes de preocuparnos por el mañana, quizá quieras cambiarte.

Fletcher había traído media docena de camisas y dos pantalones, pero seguía sin tener idea de cómo vestirse en su primera cita. Estaba a punto de pedirle consejo a su amigo, cuando Jimmy le dijo:

– Después de que acabes con las maletas, baja y reúnete con nosotros en la sala. El baño está al final del pasillo.

Fletcher se puso una camisa y el pantalón que había comprado el día anterior en una sastrería que le había recomendado su padre. Se miró en el espejo de cuerpo entero. No sabía qué aspecto tenía, porque nunca se había interesado por la ropa. «Tranquilo y con buena pinta», le había oído decir a un pinchadiscos a sus radioyentes, pero eso ¿qué quería decir? Ya se preocuparía más tarde. Mientras bajaba las escaleras, escuchó unas voces en la sala, una de las cuales no conocía.

– Mamá, recuerdas a Fletcher, ¿no? -dijo Jimmy al ver entrar a su amigo.

– Sí, por supuesto. Mi marido no deja de comentarle a todo el mundo la fascinante conversación que mantuvisteis en el partido de Taft.

– Es muy amable de su parte recordarla -manifestó Fletcher, sin mirarla.

– Sé que tiene muchas ganas de volver a verte.

– Es muy amable de su parte -repitió Fletcher.

– Esta es mi hermanita, Annie.

Annie se sonrojó y no solo porque detestaba que Jimmy la mencionara siempre como su hermanita; su amigo no le había quitado la vista de encima desde el momento en que entró en la habitación.

9

– Buenas tardes, señora Coulter, es un placer conocerla a usted y a su marido, y esta debe de ser su hija, Diane, si no recuerdo mal. -El señor y la señora Coulter estaban impresionados porque nunca habían tenido ocasión de conocer al senador; no solo su hijo había marcado el touchdown de la victoria contra Hotchkiss, sino que además eran notorios republicanos-. Escucha, Diane -continuó el senador-, hay alguien que quiero presentarte. -La mirada de Harry Gates recorrió el salón en busca de Fletcher, que un momento antes había estado a su lado-. Qué curioso, pero no debes marcharte sin conocerlo. De lo contrario, no podré mantener mi parte del pacto -añadió sin dar más explicaciones.

»¿Dónde se ha metido Fletcher? -le preguntó Harry Gates a su hijo después de que los Coulter fueran a reunirse con los demás invitados.

– Si consigues ver a Annie, encontrarás a Fletcher que le pisa los talones. No se ha separado de ella desde que llegó a Hartford. La verdad es que estoy pensando en comprar una correa y llamarlo Fletch.

– ¿Es cierto eso? Espero que no crea que eso le libera de nuestro pacto.

– Puedes estar tranquilo -le informó Jimmy-. Esta mañana estudiamos Romeo y Julieta durante dos horas y adivina en quién se ve reflejado.

El senador sonrió.

– ¿En qué personaje te ves reflejado tú?

– Creo que soy Mercucio.

– No -le corrigió el padre-, solo podrías ser Mercucio si comienza a perseguir a Diane.

– No lo entiendo.

– Pregúntale a Fletcher. Él te lo explicará.


Tricia abrió la puerta. Iba vestida con un conjunto de tenis.

– ¿Está Diane en casa? -le preguntó Nat.

– No, ha ido con mis padres a una recepción en el Capitolio. Estará aquí dentro de una hora. Soy Tricia, tú y yo hablamos por teléfono. Iba a tomar una Coca-Cola. ¿Quieres una?

– ¿Tu hermano está en casa?

– No, hoy tiene entrenamiento.

– Sí, gracias.

Tricia llevó a Nat hasta la cocina y le señaló un taburete al otro lado de la mesa. Nat se sentó y no dijo nada mientras Tricia abría la puerta de la nevera. Cuando se agachó para coger las dos botellas, se le levantó la minúscula falda. Nat miró embelesado las bragas blancas.

– ¿A qué hora esperas que vuelvan tus padres? -le preguntó mientras ella le echaba unos cubitos de hielo en el vaso.

– No lo sé, así que por el momento, te toca aguantarme.

Nat bebió un trago, sin saber qué decir, porque creía que él y Diane habían quedado para ir a ver Matar a un ruiseñor.


– No sé qué ves en ella -le confesó Jimmy.

– Tiene todo lo que a ti te falta -replicó Fletcher, con una sonrisa-. Es brillante, inteligente, divertida y…

– ¿Estás seguro de que hablamos de mi hermana?

– Sí, no en vano eres tú quien tiene que llevar gafas.

– Por cierto, Diane Coulter acaba de llegar con sus padres. Papá quiere saber si todavía deseas conocerla.

– No tengo un interés especial. Ha bajado de la A a la Z, así que ahora es la chica ideal para ti.

– No, gracias. No necesito que me des tus sobras. A propósito, le hablé a papá de Romeo y Julieta; le comenté que me veía en el personaje de Mercucio.

– Solo si comienzo a salir con la hermana de Dan Coulter, pero ya no estoy interesado en la hija de dicha casa.

– Sigo sin comprenderlo.

– Te lo explicaré mañana por la mañana -le dijo Fletcher, cuando la hermana de Jimmy reapareció con dos botellas de Coca-Cola. Annie frunció el entrecejo al ver a su hermano y él se marchó inmediatamente.

Los dos permanecieron en silencio hasta que Annie preguntó:

– ¿Quieres que te enseñe la sala del Senado?

– Sí, me parece fenomenal -respondió Fletcher.

Ella se volvió para caminar hacia la puerta, con Fletcher un paso atrás.

– ¿Tú ves lo mismo que yo? -le dijo Harry Gates a su esposa mientras Fletcher y su hija abandonaban el salón.

– Por supuesto que sí -contestó Martha Gates-, pero no me preocuparía demasiado, porque dudo mucho que cualquiera de ellos sea capaz de seducir al otro.

– A mí no me impidió intentarlo a su edad, como estoy seguro que recordarás.

– Muy típico de los políticos. Es otra historia que has embellecido con el paso de los años. Porque si no recuerdo mal, fui yo quien te sedujo.


Nat bebía tranquilamente su Coca-Cola cuando sintió el contacto de una mano en el muslo. Se sonrojó, aunque no hizo nada por apartarla. Tricia le sonrió desde el otro lado de la mesa.

– Puedes poner tu mano sobre mi pierna si quieres.

Nat pensó que si no lo hacía ella podía interpretarlo como una descortesía, así que metió una mano debajo de la mesa y la apoyó en el muslo de la muchacha.

– Muy bien -dijo Tricia; bebió un trago-, es más amistoso. -Nat no hizo ningún comentario mientras la mano de la chica se movía más arriba por la pernera-. Tú sígueme -añadió ella.

Así que Nat también movió la mano pero se detuvo al llegar al borde de la falda. Tricia no se detuvo hasta llegar a la entrepierna.

– Tendrás que subir un poco más si quieres alcanzarme -afirmó Tricia y le desabrochó el botón de la cintura-. Por debajo de la falda, no por encima -añadió, sin el menor rubor.

Nat deslizó la mano por debajo de la falda y ella continuó desabrochándole los botones de la bragueta. Titubeó una vez más cuando llegó a las bragas. No recordaba que la revista Teen explicara cosa alguna sobre lo que debía hacer a continuación.


– Esta es la sala del Senado -le dijo Annie mientras miraban desde la galería el semicírculo de escaños azules.

– Es muy impresionante -opinó Fletcher.

– Papá dice que acabarás aquí algún día, o quizá incluso llegues más alto. -Fletcher no le contestó, porque no tenía idea de las pruebas que debía aprobar para convertirse en un político-. Le escuché decirle a mi madre que nunca había conocido a un chico más brillante.

– Bueno, ya sabes lo que dicen de los políticos -replicó Fletcher.

– Sí, lo sé, pero siempre sé cuándo papá no lo dice de verdad porque sonríe al mismo tiempo; esta vez no sonrió.

– ¿Dónde se sienta tu padre? -le preguntó Fletcher, en un intento por cambiar de tema.

– Como jefe de la mayoría se sienta en el tercer escaño por la izquierda en la primera fila. -Annie le señaló el asiento-. No te diré mucho más porque sé que él quiere enseñarte todo el Capitolio. -Le tocó la mano.

– Lo siento -se disculpó Fletcher, que apartó rápidamente la mano, convencido de que había sido un accidente.

– No seas tonto -dijo Annie. Le cogió la mano y esta vez no la soltó.

– ¿No crees que deberíamos volver a la fiesta? -preguntó Fletcher-. De lo contrario comenzarán a preguntarse dónde nos hemos metido.

– Supongo que sí -asintió Annie, pero no se movió-. Fletcher, ¿alguna vez has besado a una chica? -le preguntó en voz baja.

– No, nunca -confesó él, ruborizado hasta las cejas.

– ¿Quieres hacerlo?

– Sí, me gustaría.

– ¿Quieres besarme?

Fletcher asintió. Vio cómo Annie cerraba los ojos y le ofrecía los labios. Él comprobó que todas las puertas estuviesen cerradas, antes de inclinarse y besarla suavemente en la boca. Cuando él se apartó, Annie abrió los ojos.

– ¿Sabes qué es el beso francés? -preguntó.

– No, no lo sé -contestó Fletcher.

– Yo tampoco -reconoció Annie-. Si lo averiguas, ¿me lo dirás?

– Sí, lo haré.

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