Libro tercero
Crónicas

23

Nat se volvió para mirar a Su Ling, que caminaba lentamente hacia él, y recordó el día que se conocieron. Él la persiguió colina abajo y cuando ella se dio la vuelta, Nat se quedó sin respiración.

– ¿Tienes idea de lo afortunado que eres? -le susurró Tom.

– ¿Podrías hacer el favor de concentrarte en tu trabajo? A ver, ¿dónde está el anillo?

– ¿El anillo? ¿Qué anillo? -Nat miró a su padrino-. Diablos, sabía que tenía que traer algo conmigo -susurró Tom con verdadera desesperación-. ¿Podríais entretenerlos un poco mientras voy a casa a buscarlo?

– ¿Quieres que te estrangule aquí mismo? -replicó Nat, con una amplia sonrisa.

– Sí, por favor -respondió Tom, con la mirada puesta en Su Ling, que seguía su marcha-. Que la visión de ella sea mi último recuerdo de este mundo.

Nat volvió su atención a la novia y ella le dedicó la sonrisa que él recordaba claramente del día en que la muchacha entró en el restaurante para su primera cita. Su Ling se colocó a su lado, con la cabeza ligeramente inclinada, y ambos esperaron a que el sacerdote comenzara la ceremonia. Nat pensó en la decisión que habían tomado al día siguiente de las elecciones, comprendió que nunca la lamentaría. ¿Qué razón tenía para postergar la carrera de Su Ling solo por tener otra opción para conseguir ser el representante del claustro de estudiantes? La idea de repetir las elecciones durante la primera semana del siguiente semestre, de tener que pedirle a Su Ling que esperara otro año si él fracasaba, le había señalado claramente el camino que debía seguir. El sacerdote miró a los reunidos.

– Queridos hermanos…

Cuando Su Ling le había explicado al profesor Mullden que se iba a casar y que su futuro marido estudiaba en la Universidad de Connecticut, las autoridades universitarias no vacilaron en ofrecerle a Nat la oportunidad de seguir adelante con sus estudios en Harvard. Ya estaban al corriente de la hoja de servicios de Nat en Vietnam y de sus éxitos en el equipo de corredores, pero fueron sus notas las que inclinaron la balanza. No acababan de entender por qué no se había matriculado en Yale, ya que según la oficina de admisiones no había presentado la solicitud.

– ¿Aceptas a esta mujer como tu legítima esposa?

Nat quería gritar el «sí, quiero», pero se contuvo y respondió en voz baja:

– Sí, quiero.

– ¿Aceptas a este hombre como tu legítimo esposo?

– Sí, quiero -contestó Su Ling, con la cabeza inclinada.

– Puedes besar a la novia -dijo el sacerdote.

– Creo que se refiere a mí -exclamó Tom y se adelantó.

Nat abrazó a Su Ling y la besó, al tiempo que le propinaba un puntapié a Tom en la espinilla.

– ¿Esto es lo que recibo después de tantos años de sacrificios? Bueno, al menos ahora es mi turno.

Nat se volvió rápidamente y abrazó a Tom, en medio de las carcajadas de los asistentes.

Tom tenía toda la razón, se dijo Nat. Ni siquiera le había hecho un reproche cuando se negó a presentar la apelación ante la junta electoral, aunque Nat sabía muy bien que Tom estaba seguro de su victoria si se repetían las elecciones. A la mañana siguiente, el señor Russell le había llamado para ofrecerle su casa para el banquete de boda. ¿Cómo podría pagarles nunca tantas atenciones?

– Quedas advertido -le dijo Tom-. Papá espera que entres a trabajar en el banco en cuanto obtengas la licenciatura en Harvard Business School.

– Puede que esa sea la mejor oferta de empleo que reciba.

Los recién casados se volvieron para mirar a sus familiares y amigos. Susan no hizo el menor esfuerzo por ocultar las lágrimas, mientras Michael reventaba de orgullo. La madre de Su Ling se adelantó para sacar una foto de los jóvenes en sus primeros momentos como marido y mujer.

Nat no recordó gran cosa de la recepción, excepto que el señor y la señora Russell le habían tratado como si fuese su propio hijo. Fue de mesa en mesa y tuvo un agradecimiento especial para aquellos que habían venido de muy lejos para asistir a la boda. Hasta que no escuchó el repicar de las cucharillas contra las copas para pedir silencio no comprobó si llevaba el discurso en el bolsillo.

Ocupó rápidamente su lugar en la mesa de honor en el momento que Tom se levantaba para dirigirse a los invitados. El padrino comenzó explicando por qué la recepción se celebraba en su casa.

– No olviden que le propuse matrimonio a Su Ling mucho antes de que lo hiciera el novio, aunque inexplicablemente en esta ocasión ella se mostró dispuesta a aceptar al segundón.

Nat le dedicó una sonrisa a Abigail, la tía de Tom, que había viajado desde Boston para asistir a la boda, mientras los invitados aplaudían. A veces se preguntaba si las bromas de Tom referentes a su amor por Su Ling no delataban la realidad de sus verdaderos sentimientos. Miró a su padrino y recordó cómo, al llegar tarde -gracias, mamá-, se había sentado junto a un niño lloroso en el extremo de la fila en su primer día de escuela en Taft. Pensó en lo afortunado que era por tener un amigo como él y rogó que no pasara mucho tiempo antes de que pudiera hacer por él el mismo servicio.

Tom agradeció los fuertes aplausos de la concurrencia mientras cedía su lugar al novio.

Nat inició su discurso con un agradecimiento especial a los padres de Tom por su generosidad al permitirles utilizar su maravillosa casa para la recepción. Dio las gracias a su madre por su sabiduría y a su padre por su belleza, cosa que provocó las carcajadas y los aplausos de los invitados.

– Por encima de todo, quiero dar las gracias a Su Ling, por haber seguido el camino equivocado, y a mis padres por haberme educado de una manera que me llevó a seguirla para advertirle que estaba cometiendo un error.

– El error más grande que cometió fue seguirte de regreso hasta lo alto de la colina -intervino Tom.

Nat esperó a que se acallaran las carcajadas antes de seguir hablando.

– Me enamoré de Su Ling en el momento en que la vi, un sentimiento que evidentemente ella no compartía, pero como ya os he dicho, he sido agraciado con la belleza de mi padre. Permítanme que acabe invitándoles a nuestra fiesta de las bodas de oro el once de julio de dos mil veinticuatro. -Guardó silencio un momento-. Solo aquellos que hayan tenido la osadía de morirse antes de la fecha quedarán excusados. -Levantó la copa-. Por mi esposa, Su Ling.

En cuanto Su Ling abandonó la fiesta para ir a cambiarse, Tom le preguntó a Nat cuál era el destino elegido para la luna de miel.

– Corea -susurró Nat-. Tenemos la intención de visitar el pueblo donde nació Su Ling y ver si podemos dar con algún miembro de su familia. Por favor, no se lo digas a la madre de Su Ling. Queremos darle una sorpresa a nuestro regreso.

Trescientos invitados se reunieron en el porche delante de la casa para aplaudir mientras el coche que llevaba a los recién casados emprendía el camino hacia el aeropuerto.

– Me pregunto dónde pasarán la luna de miel -dijo la madre de Su Ling.

– No tengo ni la menor idea -respondió Tom.


Fletcher abrazó a Annie. Había pasado un mes desde el entierro de Harry Robert y ella continuaba culpándose por lo sucedido.

– Sencillamente no es justo -le dijo Fletcher-. Si hay alguien a quien echarle las culpas, entonces soy yo. Mira la presión que tuvo que soportar Joanna cuando dio a luz; sin embargo, no le afectó en lo más mínimo.

Pero Annie no se consolaba. El médico que la atendía le comentó a Fletcher cuál era la manera más rápida de solucionar el problema y al joven le pareció perfecta.

Annie se recuperaba poco a poco con el paso de los días; su principal interés era dar a su marido todo el apoyo posible para que fuera el primero de su promoción.

– Se lo debes a Karl Abrahams -le recordó-. Te ha dedicado mucho tiempo y solo hay un modo de saldar la deuda.

Ayudó a su marido a trabajar día y noche durante las vacaciones de verano antes de que comenzara el último curso. Se convirtió en su ayudante e investigadora mientras él continuaba siendo su amante y amigo. Annie solo se negó a seguir su consejo cuando Fletcher insistió en que ella debía acabar sus estudios.

– No -respondió Annie-. Quiero ser tu esposa y, si Dios quiere, con el tiempo…


De nuevo en Yale, Fletcher comprendió que no podía retrasar mucho más la búsqueda de un empleo. Varias firmas ya le habían invitado a una entrevista, y una o dos habían llegado a ofrecerle empleo, pero Fletcher no quería ir a trabajar a Dallas, Denver, Phoenix o Pittsburgh. No obstante, a medida que transcurrían las semanas y seguía sin tener noticias de Alexander Dupont y Bell, comenzó a perder las esperanzas y llegó a la conclusión de que si aún confiaba en recibir una oferta para trabajar en una de las grandes firmas necesitaría asistir a una infinidad de entrevistas.

Jimmy ya había enviado más de cincuenta cartas y hasta el momento solo había recibido tres respuestas; en ninguna de ellas le ofrecían trabajo. Él sí hubiese aceptado ir a Dallas, Denver, Phoenix o Pittsburgh de no haber sido por Joanna. Annie y Fletcher se pusieron de acuerdo en las ciudades en las que les gustaría vivir y luego ella hizo algunas averiguaciones sobre las principales firmas en los respectivos estados. Juntos redactaron una carta de presentación, hicieron cincuenta copias y las enviaron en el primer día del curso.

Cuando Fletcher fue a su primera clase, se encontró con una carta en su casillero.

– Vaya, sí que ha sido rápido -comentó Annie-. No hace ni una hora que enviamos las nuestras.

Fletcher se echó a reír pero sus carcajadas cesaron bruscamente cuando vio el matasellos. La abrió sin más dilación. El sencillo encabezamiento en letras en relieve negras correspondía a Alexander Dupont y Bell. Por supuesto, la muy prestigiosa firma neoyorquina siempre comenzaba la ronda de entrevistas a los aspirantes durante el mes de marzo. ¿Por qué iban a actuar de otra manera en el caso de Fletcher Davenport?

No dejó de trabajar a fondo durante los largos meses de invierno anteriores a la entrevista, pero así y todo tenía motivos para sentirse aprensivo cuando finalmente emprendió el viaje a Nueva York. Fletcher se apeó del tren en la estación Grand Central y de inmediato se sintió desconcertado al escuchar las voces de personas que hablaban en un centenar de idiomas, así como por la rapidez con la que caminaban todos. Era algo que no había visto en ninguna otra ciudad. Durante todo el trayecto en taxi hasta la calle Cincuenta y cuatro no hizo otra cosa que mirar a través de la ventanilla abierta y disfrutar de un olor que era atributo exclusivo de la ciudad.

El taxi se detuvo delante de un rascacielos de cristal de setenta y dos plantas, y Fletcher comprendió en aquel mismo instante que no quería trabajar en ninguna otra parte. Se entretuvo en la planta baja durante unos minutos, poco dispuesto a estar encerrado en una sala de espera con los otros aspirantes. Por fin se metió en el ascensor que lo llevó hasta el piso treinta y seis, donde la recepcionista trazó una cruz junto a su nombre en una lista. Luego le entregó una hoja de papel con el horario de las entrevistas que le ocuparían el resto del día.

La primera fue con el socio principal, Bill Alexander, y a Fletcher le pareció que había ido bien, aunque Alexander no había demostrado el mismo interés del que había hecho gala en la fiesta de Karl Abrahams. Sin embargo, le preguntó por Annie y le manifestó su sincero deseo de que se recuperara del todo de la pérdida de Harry Robert. También había quedado claro durante la entrevista que Fletcher no era el único entrevistado: en la lista que el señor Alexander tenía en la mesa había seis nombres.

Fletcher pasó otra hora con tres socios especialistas en su campo: derecho penal. Al finalizar la última entrevista, le invitaron a comer en el comedor de la firma. Fue su primer contacto con los otros cinco aspirantes y la conversación le dejó claro a lo que se enfrentaba. No pudo menos de preguntarse cuántos días había reservado la firma para entrevistar a los aspirantes.

Sin embargo, no sabía que el bufete Alexander Dupont y Bell había realizado un riguroso proceso de selección meses antes de invitar a cualquiera de los aspirantes a una entrevista y que él había acabado entre los seis finalistas, gracias a las recomendaciones y sus notas. Tampoco se dio cuenta de que solo uno, o quizá dos, recibirían una propuesta en firme. Como ocurre con los buenos vinos, había años en que no seleccionaban a nadie, sencillamente porque no había sido una buena cosecha.

Por la tarde continuó con las entrevistas; llegó un momento en que creyó haber fracasado en todo y que tendría que empezar el largo periplo de asistir a las entrevistas que le habían ofrecido en respuesta a sus cartas.

– Antes de final de mes me comunicarán si he pasado a la siguiente ronda -le dijo a Annie, que le esperaba en la estación-, pero no por eso dejaremos de enviar cartas, aunque ya no quiero trabajar en ninguna otra parte que no sea en Nueva York.

Annie continuó con el interrogatorio durante el trayecto a su hogar, porque quería enterarse de todos los detalles. Se emocionó al saber que Bill Alexander la recordaba y agradeció que hubiese tenido el detalle de averiguar el nombre de su difunto hijo.

– Quizá tendrías que habérselo dicho -comentó Annie mientras aparcaba el coche.

– ¿Decirle qué? -replicó Fletcher.

– Que vuelvo a estar embarazada.


A Nat le encantó el bullicio y la frenética actividad de Seúl, una ciudad dispuesta a dejar atrás todos los recuerdos de la guerra. Los rascacielos se levantaban en todas las esquinas, mientras lo viejo y lo nuevo intentaban vivir en armonía. Se sintió impresionado por el potencial de una fuerza de trabajo inteligente y bien preparada que sobrevivía con unos salarios que eran una cuarta parte de lo que sería aceptable en su país. Su Ling tomó buena nota del papel todavía sumiso de las mujeres dentro de la sociedad coreana y agradeció para sus adentros que su madre hubiese tenido el coraje y la previsión de emigrar a Estados Unidos.

La pareja alquiló un coche para tener la libertad de ir de pueblo en pueblo a su aire. En cuanto se alejaron unos kilómetros de la capital, lo primero que les llamó la atención fue el rápido cambio en el estilo de vida. Después de recorrer doscientos kilómetros, habían viajado cien años en el pasado. Los modernos rascacielos habían sido reemplazados por sencillas casas de madera y los habitantes se movían con una calma que nada tenía que ver con el bullicio y la frenética actividad de Seúl.

La madre de Su Ling le había hablado muy poco de su infancia en Corea, pero así y todo la muchacha sabía cuál era el pueblo donde había nacido y el nombre de su familia. También sabía que dos de sus tíos habían muerto durante la guerra y por tanto cuando llegaron a Kaping, que según la guía tenía una población de 7.303 habitantes, Su Ling no se hacía muchas ilusiones de encontrar a alguien que recordara a su madre.

Su Ling Cartwright comenzó la búsqueda en el ayuntamiento, donde llevaban un registro de los ciudadanos. Tampoco era una ayuda que de los 7.303 habitantes, más de mil se apellidaran Peng, el apellido de soltera de su madre. Sin embargo, la empleada de la recepción, que también se llamaba Peng, informó a Su Ling de que su tía abuela, que tenía más de noventa años, proclamaba conocer todas las ramas familiares y que si ella quería conocerla no tendría ningún inconveniente en concertar una cita. Su Ling le agradeció el ofrecimiento y quedó en volver más tarde.

Volvió por la tarde y le dijeron que Ku Sei Peng estaría encantada de tomar el té con ella al día siguiente. La recepcionista se disculpó antes de explicarle cortésmente que el marido norteamericano de Su Ling no estaba incluido en la invitación.

A la noche siguiente, Su Ling regresó al hotelito donde estaban alojados con una hoja de papel y una sonrisa feliz.

– Hemos viajado hasta aquí solo para que nos digan que debemos volver a Seúl -comentó.

– ¿Cómo es eso? -le preguntó Nat.

– Pues muy sencillo. Ku Sei Peng recuerda que mi madre se marchó del pueblo para ir a buscar trabajo en la capital y no regresó aquí nunca más. Pero su hermana menor, Kai Pai Peng, todavía vive en Seúl y Ku Sei me ha facilitado las señas.

– Así que de vuelta a la capital -dijo Nat.

El joven llamó a recepción para comunicar que se marchaban de inmediato. Llegaron a Seúl poco antes de la medianoche.

– Creo que lo más prudente es que vaya a verla sola -opinó Su Ling a la mañana siguiente mientras desayunaban-. Quizá no quiera decir gran cosa si se entera de que me he casado con un norteamericano.

– Por mí no hay ningún inconveniente -replicó Nat-. Confiaba en poder ir al mercado que hay al otro lado de la ciudad; estoy buscando una cosa en particular.

– ¿De qué se trata? -preguntó Su Ling.

– Espera y lo sabrás.

Nat cogió un taxi para ir al barrio de Kiray y dedicó el día a recorrer uno de los mercados más grandes del mundo; había centenares de tenderetes que ofrecían toda clase de productos: relojes Rolex, perlas cultivadas, bolsos Gucci, perfumes de Chanel, pulseras de Cartier y joyas de Tiffany. No hizo el menor caso de los vendedores que intentaban atraer su atención para ofrecerle sus artículos con la promesa de que sus precios eran los más baratos, porque no tenía manera de saber si el producto que le ofrecían era una imitación o no.

Regresó al hotel cuando anochecía, agotado de tanto caminar y cargado con seis bolsas llenas de regalos para su esposa. Subió en el ascensor hasta el tercer piso y cuando entró en la habitación, rogó para que Su Ling ya hubiese regresado de visitar a su tía abuela. En el momento de cerrar la puerta, le pareció escuchar un llanto. Se quedó inmóvil. El inconfundible sonido provenía del dormitorio.

Nat dejó caer las bolsas al suelo, cruzó la habitación en un par de zancadas y abrió la puerta del dormitorio. Su Ling estaba hecha un ovillo en la cama y lloraba desconsoladamente. El joven se quitó la chaqueta y los zapatos, se acostó junto a Su Ling y la abrazó.

– ¿Qué ha pasado, Pequeña Flor? -le preguntó, mientras le acariciaba el cabello.

Su Ling no le respondió. Nat la estrechó contra su pecho, consciente de que ella se lo diría cuando lo considerara oportuno.

Nat se levantó para cerrar las cortinas en cuanto oscureció y en la calle comenzaron a encenderse las luces de neón. Luego se sentó al lado de su esposa y le cogió la mano.

– Siempre te querré -declaró Su Ling, sin mirarlo.

– Yo también te amaré mientras viva -replicó Nat, y la abrazó una vez más.

– ¿Recuerdas que en nuestra noche de bodas prometimos no tener secretos entre nosotros? Pues bien, en cumplimiento de la promesa ahora debo decirte lo que he averiguado esta tarde.

Nat nunca había visto semejante expresión de tristeza en el rostro de Su Ling.

– Nada que hayas podido averiguar conseguirá disminuir mi amor -afirmó, en un intento por consolarla.

Su Ling abrazó a su marido y apoyó la cabeza en su pecho, como si quisiera evitar que sus miradas se encontraran.

– Esta mañana fui a ver a mi tía abuela. Recordaba muy bien a mi madre y me explicó sus razones para marcharse del pueblo y venir a reunirse con ella aquí.

Mientras continuaba abrazada a Nat, Su Ling le repitió todo lo que Kai Pai le había dicho. Cuando acabó el relato, se apartó un poco y finalmente miró a su marido.

– ¿Todavía te ves capaz de amarme ahora que sabes la verdad? -le preguntó.

– No creo posible que pueda amarte más de lo que ya te amo y solo puedo imaginar el coraje que has necesitado para compartir esta información conmigo. -Nat se calló un momento-. Solo fortalecerá un vínculo que ya nadie será capaz de romper.


– No creo que sea prudente que vaya contigo -opinó Annie.

– Pero tú eres mi mascota de la suerte y…

– … y el doctor Redpath dice que no sería prudente.

Fletcher aceptó muy a su pesar que tendría que hacer solo el viaje a Nueva York. Annie estaba en el séptimo mes de embarazo y aunque no había surgido ninguna complicación, él nunca discutía con el médico.

Estaba encantado con la invitación para una segunda entrevista en Alexander Dupont y Bell y se preguntó cuántos de los aspirantes habrían recibido la misma invitación. Tenía claro que Karl Abrahams lo sabía, aunque el profesor no soltaba prenda.

En cuanto se apeó del tren en la estación Penn, cogió un taxi para ir a la calle Cincuenta y cuatro y entró en el inmenso vestíbulo del rascacielos veinte minutos antes de la hora. Le habían contado que en una ocasión uno de los aspirantes había llegado tres minutos tarde, así que no se molestaron en recibirlo.

Subió en el ascensor hasta el piso treinta y seis, donde una de las recepcionistas le acompañó hasta una amplia sala que rivalizaba en lujo con el despacho del socio principal. No vio a nadie más y se preguntó si eso era una buena señal, pero unos pocos minutos antes de las nueve entró otro aspirante, que le obsequió con una sonrisa.

– Hola, soy Logan Fitzgerald. -Le tendió la mano-. Escuché tu discurso en el debate de los alumnos de primero en Yale. Fue una disertación brillante, aunque personalmente no estaba de acuerdo ni con una sola de tus palabras.

– ¿Tú estudiabas en Yale?

– No. Había ido a visitar a mi hermano. He estudiado en Princeton y supongo que ambos sabemos por qué estamos aquí.

– ¿Cuántos crees que seremos? -preguntó Fletcher.

– Por la hora que es, me parece que solo quedamos tú y yo. Por tanto, solo puedo desearte buena suerte.

– Estoy seguro de que lo dices de todo corazón -afirmó Fletcher, con una sonrisa.

Se abrió la puerta y entró una mujer que Fletcher recordaba como la secretaria del señor Alexander.

– Caballeros…, si quieren tener la bondad de acompañarme.

– Muchas gracias, señora Townsend -dijo Fletcher, cuyo padre le había recomendado que jamás olvidara el nombre de una secretaria; después de todo, pasaban más tiempo con sus jefes que sus esposas.

Los dos aspirantes la siguieron y Fletcher se preguntó si era posible que Logan compartiese su nerviosismo. Se fijó en los nombres de los socios escritos en letras doradas en las puertas de los despachos a ambos lados del largo pasillo. El de William Alexander aparecía en la última puerta antes de la sala de conferencias.

La señora Townsend llamó discretamente a la puerta, la abrió y luego se apartó para dejar paso a los dos jóvenes. Los veinticinco hombres y tres mujeres que ya estaban en la sala se pusieron de pie y comenzaron a aplaudir.

– Por favor, tomen asiento -dijo Bill Alexander, en cuanto se acallaron los aplausos-. Permítanme que sea el primero en felicitarles a ambos por tener la oportunidad de unirse a Alexander Dupont y Bell, pero tengan presente una cosa: la próxima vez que escuchen los aplausos de sus colegas será cuando se les proponga ser socios, lo que no ocurrirá hasta dentro de siete años. Durante el transcurso de la mañana, tendrán entrevistas con los diferentes miembros del comité ejecutivo, quienes responderán a todas sus preguntas. Fletcher, usted ha sido asignado a Matthew Cunliffe, quien dirige nuestra sección de asuntos penales, mientras que usted, Logan, estará a las órdenes de Graham Simpson, que lleva la sección de fusiones y compras. A las doce y media se reunirán con los socios para comer.

La comida resultó una pausa muy agradable después del duro proceso de las entrevistas; los socios dejaron de comportarse como mister Hyde y volvieron a ser el doctor Jekyll. Eran los personajes que interpretaban todos los días con los clientes y los adversarios.

– Me dicen que ustedes dos serán los primeros de su promoción -comentó Bill Alexander, después de que sirvieran el plato fuerte; no habían servido un primero ni tampoco bebidas, excepto agua mineral-. Confío en que así será, porque aún no he decidido los despachos que tendrán.

– ¿Qué pasará si alguno de los dos no lo consigue? -preguntó Fletcher, inquieto.

– En ese caso, pasarán el primer año en el departamento de mensajería, dedicados a llevar la correspondencia a las otras firmas de abogados. -El señor Alexander se calló un momento-. A pie.

Nadie se rió y Fletcher pensó para sus adentros que quizá lo decía de verdad. El socio principal iba a decir algo más, cuando llamaron a la puerta y su secretaria asomó la cabeza.

– Tiene una llamada por la línea tres, señor Alexander.

– Ordené que no me pasaran ninguna llamada, señora Townsend.

– Es muy urgente, señor.

Bill Alexander cogió el teléfono y su expresión agria dio paso a una amplia sonrisa mientras escuchaba con atención.

– Se lo haré saber. Muchas gracias -dijo, y colgó-. Permítame que sea el primero en felicitarlo, Fletcher -manifestó el socio principal. Fletcher se sintió intrigado porque sabía que las notas finales no se harían públicas hasta al cabo de una semana-. Acaba usted de ser el feliz padre de una niña. Madre e hija están perfectamente. Desde el momento que la vi, supe que esa muchacha es la clase de mujer que valoramos muchísimo en Alexander Dupont y Bell.

24

– Lucy.

– ¿Qué opinas de Ruth o Martha?

– Podemos ponerle los tres nombres -contestó Fletcher-, cosa que hará felices a nuestras madres, pero la llamaremos Lucy. -Sonrió mientras colocaba cariñosamente a su hija en la cuna.

– ¿Has pensado en algún momento dónde vamos a vivir? -le preguntó Annie-. No quiero que Lucy se críe en Nueva York.

– Estoy de acuerdo. -Fletcher le hizo cosquillas a su hija debajo de la barbilla-. Hablé del tema con Matt Cunliffe y me comentó que él se enfrentó al mismo problema cuando entró en la firma.

– ¿Qué nos recomienda Matt?

– Me aconsejó tres o cuatro ciudades pequeñas en New Jersey que están a menos de una hora de tren de la estación Grand Central. Así que he pensado que bien podríamos dedicar un largo fin de semana a ver si hay alguna zona en particular que nos interese.

– Supongo que al principio tendremos que optar por una vivienda de alquiler -opinó Annie-, hasta haber ahorrado lo suficiente para comprarnos una casa.

– El alquiler está descartado, ya que la firma prefiere que nos compremos una casa.

– Me parece muy bien que la firma opine, pero comprarnos una casa ahora mismo es algo absolutamente fuera de nuestras posibilidades.

– Por lo visto eso tampoco es ningún problema -le informó Fletcher-. Alexander Dupont y Bell nos dará un crédito sin intereses para pagar la casa.

– Es muy generoso de su parte -replicó Annie-, pero conociendo a Bill Alexander, tiene que haber algún motivo oculto.

– Claro que lo hay, no es ningún secreto. Te liga a la firma. Alexander Dupont y Bell está muy orgullosa de ser la firma donde hay menos cambios entre sus empleados de todos los despachos de abogados en Nueva York. A mí me parece lógico que después de todo lo que invierten en la selección y luego en la formación, quieran tener la absoluta seguridad de que no te pases al enemigo.

– A mí me suena a unión forzosa -apuntó Annie. Guardó silencio un momento-. ¿Le has mencionado tus ambiciones políticas al señor Alexander?

– No, porque si lo hubiese hecho no habría pasado de la primera criba y en cualquier caso, ¿quién sabe qué pensaré al respecto dentro de dos o tres años?

– Sé exactamente cómo te sentirás -afirmó Annie- dentro de dos, diez o veinte años. Eres la mar de feliz cuando te presentas de candidato a lo que sea; nunca olvidaré que cuando a papá lo reeligieron para el Senado, tú eras el único que vivió el escrutinio con más nervios que él.

– Te ruego que nunca lo digas donde Matt Cunliffe te pueda escuchar -le dijo Fletcher con una sonrisa-, porque puedes estar segura de que Bill Alexander se enterará en menos de diez minutos; a la firma sencillamente no le interesa nadie que no esté comprometido en cuerpo y alma. Recuerda su lema: «Cada día es posible facturar veinticinco horas».


La voz de Nat, que hablaba por teléfono en la salita contigua, despertó a Su Ling. Se preguntó con quién podía estar hablando a esas horas de la mañana. Escuchó el clic cuando colgó el teléfono y un segundo más tarde su marido entró en el dormitorio.

– Quiero que te levantes y hagas las maletas, Pequeña Flor, porque nos marchamos de aquí dentro de una hora. -¿Qué…?

– Dentro de una hora.

Su Ling saltó de la cama y corrió al baño.

– Capitán Cartwright, ¿se me permite preguntar adónde me llevas? -gritó por encima del ruido de la ducha.

– Te será debidamente comunicado cuando estemos en el avión, señora Cartwright.

– ¿En qué dirección? -preguntó mientras cerraba los grifos.

– Te lo diré cuando el avión haya despegado, no antes.

– ¿Regresamos a casa?

– No -respondió Nat, sin más explicaciones.

Su Ling acabó de secarse y se concentró en el tema del vestuario. Nat se puso de nuevo al teléfono.

– Una hora no es nada para una chica -comentó Su Ling.

– Esa es precisamente la idea -contestó Nat y luego le preguntó al recepcionista si podían pedirle un taxi.

– Maldita sea -exclamó Su Ling, al ver la montaña de regalos-. No tengo dónde meter todas esas cosas.

Nat colgó el teléfono, se acercó al armario y sacó una maleta que su mujer no había visto antes.

– ¿Gucci? -exclamó, sorprendida por la inesperada extravagancia de su esposo.

– No lo creo, por los diez dólares que pagué.

Su Ling se echó a reír mientras Nat volvía al teléfono.

– Necesito que envíe un botones y que me prepare la cuenta para cuando bajemos, ya que nos marchamos enseguida. -Hizo una pausa, escuchó la respuesta y luego dijo-: Diez minutos.

Se volvió justo en el momento en que Su Ling acababa de abotonarse la blusa. Recordó lo mucho que le había costado dormirse y su decisión de marcharse de Corea cuanto antes. Cada momento pasado en la ciudad solo serviría para recordarle…

En el aeropuerto, Nat aguardó pacientemente en la cola para recoger los billetes y le dio las gracias a la empleada por haber atendido su solicitud con rapidez y eficiencia. Su Ling había ido a pedir el desayuno mientras él facturaba el equipaje. Subió al restaurante en la primera planta, donde se encontró a su esposa sentada a una mesa en un rincón, muy entretenida en una charla con la camarera.

– No te he pedido nada -dijo en cuanto Nat se sentó-, porque como le comentaba a la camarera, después de una semana de matrimonio no tenía muy claro que fueras a aparecer.

Nat miró a la camarera.

– ¿Diga, señor?

– Dos huevos fritos, beicon, patatas y café solo.

La camarera consultó la nota.

– Su esposa ya se lo ha pedido.

Nat se volvió para mirar a Su Ling.

– ¿Adónde vamos? -le preguntó ella.

– Te enterarás cuando estemos en la puerta de embarque; si continúas incordiándome, no lo sabrás hasta que aterricemos.

– Pero… -comenzó a decir Su Ling.

– Si es necesario te vendaré los ojos -declaró Nat en el momento en que la camarera llegaba con la cafetera-. Ahora necesito hacerte algunas preguntas. -Vio cómo Su Ling se ponía tensa. Fingió no haberse dado cuenta. Durante algunos días tendría que evitar cierto tipo de comentarios porque era evidente que ella seguía preocupada por lo que había descubierto-. Recuerdo que le dijiste a mi madre que en cuanto Japón entrara en la revolución informática, se aceleraría notablemente todo el proceso tecnológico.

– ¿Vamos a Japón?

– No, no vamos a Japón. -Esperó a que la camarera le sirviera el desayuno antes de añadir-: Ahora concéntrate, porque quizá tenga que confiar en tus conocimientos.

– Toda la industria está lanzada -opinó Su Ling-. Canon, Sony, Fujitsu ya han superado a los norteamericanos. ¿Por qué? ¿Te interesan las empresas de las nuevas tecnologías? En ese caso, tendrías que tener en cuenta…

– Ya veremos.

Nat escuchó atentamente un aviso que sonaba en los altavoces. Miró el importe del desayuno, lo pagó con el puñado de billetes coreanos que le quedaban y se levantó.

– Vamos a alguna parte, ¿no es así, capitán Cartwright? -preguntó Su Ling.

– Pues ahora que lo dices, yo sí. Acaban de dar el último aviso; por cierto, si tienes otros planes, te comunico que obran en mi poder los pasajes y los cheques de viaje.

– Vaya, ¿así que tengo que apechugar contigo? -Su Ling se bebió el café de un trago y miró los tableros electrónicos para saber cuáles eran las puertas de embarque correspondientes a las últimas llamadas. Había por lo menos una docena-. ¿Honolulú? -preguntó mientras alcanzaba a su marido.

– ¿Para qué iba a querer yo llevarte a Honolulú? -replicó Nat.

– Para que nos tumbemos en la playa y hagamos el amor todo el día.

– No, vamos a un lugar donde durante el día podamos estar con mis viejas amantes y tú y yo hacer el amor por la noche.

– ¿Saigón? -preguntó Su Ling, al ver que se iluminaba el nombre de otra ciudad en el tablero de salidas-. ¿Vamos a visitar los escenarios de los antiguos triunfos del capitán Cartwright?

– Dirección errónea -respondió Nat sin interrumpir su marcha hacia la puerta de salidas internacionales.

Después de presentar los billetes y los pasaportes, Nat no se detuvo en las tiendas libres de impuestos y se dirigió directamente hacia las puertas de embarque.

– ¿Bombay? -aventuró Su Ling al ver que llegaban a la puerta de embarque número uno.

– No creo que encuentre a muchas de mis viejas amantes en la India -le aseguró Nat cuando dejaron atrás las puertas dos, tres y cuatro.

Su Ling continuó atenta a los destinos de cada puerta de embarque.

– ¿Singapur, Manila, Hong Kong?

– No, no y no -repitió Nat mientras pasaban por las puertas once, doce y trece.

Su Ling permaneció callada. Bangkok, Zurich, París y Londres pasaron al olvido antes de que Nat se detuviera en la puerta veintiuno.

– ¿Viaja con nosotros a Roma y Venecia, señor? -le preguntó la encargada del mostrador de Pan Am.

– Sí. Somos el señor y la señora Cartwright -confirmó Nat a la empleada al tiempo que le entregaba las tarjetas de embarque. Acto seguido, miró a su esposa.

– ¿Sabes una cosa, señor Cartwright? -comentó Su Ling-. Eres un hombre muy especial.


Durante los siguientes cuatro fines de semana, Annie perdió la cuenta del número de casas en venta que habían visitado. Algunas eran demasiado grandes, otras demasiado pequeñas, las había en vecindarios que no les gustaban, y cuando estaba en el vecindario adecuado, sencillamente no podían pagar el precio que les pedían, ni siquiera con la ayuda de Alexander Dupont y Bell. Entonces, un domingo por la tarde, encontraron exactamente lo que buscaban en Ridgewood; a los diez minutos de entrar en la casa ya se habían hecho un gesto de mutuo asentimiento a escondidas del empleado de la agencia inmobiliaria. Annie telefoneó inmediatamente a su madre.

– Es una auténtica maravilla -le comentó, entusiasmada-. Está en un barrio tranquilo con más iglesias que bares y más escuelas que cines; hasta tiene un río que cruza el centro de la ciudad.

– ¿Cuánto piden por ella? -quiso saber Martha.

– Un poco más de lo que estamos dispuestos a pagar, pero el vendedor espera la llamada de mi agente Martha Gates; si tú no eres capaz de conseguir que baje el precio, mamá, no creo que nadie más pueda hacerlo.

– ¿Has seguido mis instrucciones? -le preguntó Martha.

– Al pie de la letra. Le dije al agente que ambos éramos maestros, porque tú dijiste que siempre les suben los precios a los abogados, banqueros y médicos. No pareció hacerle mucha gracia.

Fletcher y Annie dedicaron el resto de la tarde a pasear por la ciudad, mientras rezaban para que Martha pudiera conseguirles una rebaja en el precio, porque incluso la estación les quedaba muy cerca de la casa.

Después de cuatro largas semanas de negociaciones, Fletcher, Annie y Lucy Davenport pasaron su primera noche en su nueva casa en Ridgewood, New Jersey, el 1 de octubre de 1974. No habían acabado de cerrar la puerta cuando Fletcher preguntó:

– ¿Crees que podrías dejar a Lucy con tu madre durante un par de semanas?

– No me importa en absoluto tenerla mientras acabamos de poner la casa en condiciones -respondió Annie.

– No era eso precisamente lo que tenía pensado. Creo que ha llegado el momento de disfrutar de unas vacaciones, una segunda luna de miel.

– Pero…

– Nada de peros. Haremos algo que siempre has querido hacer: iremos a Escocia y buscaremos los rastros de nuestros antepasados: los Davenport y los Gates.

– ¿Para cuándo tienes pensada la partida? -le preguntó Annie.

– Nuestro avión sale mañana por la mañana a las once.

– Señor Davenport, no eres de esos que les dan mucho margen a las chicas, ¿no es así?


– ¿Se puede saber qué estás tramando? -le preguntó Su Ling, inclinada sobre su marido, que estaba concentrado en la lectura de las páginas de información financiera del Asian Business News.

– Estudio las fluctuaciones en el mercado de divisas durante el año pasado -contestó Nat.

– ¿Es ahí donde Japón encaja en la fórmula? -quiso saber Su Ling.

– Por supuesto. El yen es la única moneda importante que en los últimos diez años ha incrementado consistentemente su valor frente al dólar y varios economistas afirman que la tendencia continuará en el futuro. Sostienen que el yen sigue por debajo de su valor real. Si los expertos están en lo cierto, y tú no te equivocas en tus previsiones sobre la importancia cada vez mayor de Japón en el campo de las nuevas tecnologías, entonces creo haber dado con una buena inversión en un mundo inseguro.

– ¿Este será el tema de tu tesis de final de carrera?

– No, aunque no es mala idea -respondió Nat-. Ahora lo que me interesa es hacer una pequeña inversión y si resulta que estoy en lo cierto, me embolsaré unos dólares todos los meses.

– Es un poco arriesgado, ¿no crees?

– Si esperas conseguir beneficios, siempre hay que contar con una parte de riesgo. El secreto está en eliminar todos los elementos que puedan contribuir a que el riesgo sea mayor. -Su Ling no pareció muy convencida-. Te diré lo que pienso. En la actualidad cobro cuatrocientos dólares todos los meses como capitán del ejército. Si yo los invierto y compro yenes a la cotización de hoy, podré venderlos dentro de doce meses, y si la cotización dólar-yen continúa con la misma tendencia alcista de los últimos siete años, obtendré una ganancia que oscilará entre los cuatrocientos y los quinientos dólares.

– ¿Qué pasa si se invierte la tendencia? -preguntó Su Ling.

– Es algo que no ha ocurrido en los últimos siete años.

– Pero ¿y si ocurre?

– Habré perdido un mes de sueldo, o sea, cuatrocientos dólares.

– Prefiero tener un cheque garantizado todos los meses.

– No se puede crear capital con los ingresos que se cobran -la contradijo Nat-. La mayoría de las personas viven muy por encima de sus posibilidades y el ahorro único que hacen es en forma de seguros de vida o en bonos, dos cosas que pueden acabar desvalorizadas por la inflación. Pregúntaselo a mi padre.

– ¿Para qué necesitas todo ese dinero? -preguntó la muchacha.

– Para mis amantes -contestó Nat.

– ¿Se puede saber dónde están todas esas amantes?

– La mayoría de ellas están en Italia, pero otras me esperan en las grandes capitales del mundo.

– En ese caso, ¿por qué vamos a Venecia?

– También vamos a Florencia, Milán y Roma. Cuando las dejé, muchas estaban desnudas; una de las cosas que más me gusta de ellas es que no envejecen, si bien se agrietan un poco si están demasiado tiempo al sol.

– Son muy afortunadas -opinó Su Ling-. ¿Tienes alguna que sea tu favorita?

– No, la verdad es que soy bastante promiscuo, aunque si me viera forzado a nombrar una, confieso que hay una dama en Florencia que vive en un pequeño palacio a la que adoro, y que no veo la hora de reencontrarme con ella.

– Por una de esas casualidades, ¿no será una virgen? -inquirió Su Ling.

– Eres muy lista.

– ¿Se llama María?

– Me has pillado, aunque hay muchas otras Marías en Italia.

– La adoración de los Reyes Magos, Tintoretto.

– No.

– ¿Bellini, Madre e hijo?

– No, todavía viven en el Vaticano.

Su Ling guardó silencio durante unos momentos, cuando la azafata les avisó que se abrocharan los cinturones.

– ¿Caravaggio?

– ¡Muy bien! La dejé en el palacio Pitti, en la pared derecha de la galería del tercer piso. Prometió que me sería fiel hasta mi regreso.

– Pues allí se quedará, porque una amante de su calibre te costaría mucho más de cuatrocientos dólares mensuales; además, si todavía mantienes la ilusión de meterte en política, no te podrás permitir ni el lujo de pagar el marco.

– No me meteré en política hasta que no pueda permitirme comprar toda la galería -le aseguró Nat.


Annie comenzó a entender por qué los británicos se mostraban tan despectivos con los turistas norteamericanos que pretendían visitar Londres, Oxford, Blenheim y Stratford en tres días. No le ayudó a mostrarse más comprensiva con sus compatriotas cuando vio a las manadas de turistas que bajaban de los autocares en Stratford, ocupaban sus asientos en el Royal Shakespeare Theatre y luego se marchaban en el entreacto, para ser reemplazados por otra oleada de turistas de la misma nacionalidad. Annie no lo hubiese creído posible de no haber sido que al volver a su asiento después del entreacto se dio cuenta de que las dos filas que tenía delante estaban ocupadas por personas distintas, aunque eso sí, el acento era el mismo. Se preguntó si los que asistían al segundo acto informarían a los espectadores del primero qué les había sucedido a Rosencrantz y Guildenstern, o si el autocar ya se los había llevado de regreso a Londres.

Se sintió menos culpable después de pasar diez plácidos días en Escocia. Disfrutaron de su estancia en Edimburgo, donde se celebraba el festival de teatro, y pudieron escoger entre Marlowe, Mozart, Orton o Pinter. Sin embargo, para ambos lo más bonito de su viaje fue el recorrido por la costa. La belleza de los paisajes les quitó el aliento y llegaron a la conclusión de que no había nada parecido en todo el mundo.

En Edimburgo, intentaron rastrear el linaje de los Gates y los Davenport, pero lo único que consiguieron fue un gráfico de los clanes a todo color y una falda con el feo tartán de los Davenport, que Annie dudó que volviera a vestir en cuanto regresaran a Estados Unidos.

Fletcher se quedó dormido a los pocos minutos de que el avión que los llevaría a Nueva York despegó del aeropuerto de Edimburgo. Cuando se despertó, el sol que había visto desaparecer por un lado de la cabina aún no había aparecido por el otro. Cuando el avión comenzó el descenso para aterrizar en las pistas de Idlewild -Annie no se acostumbraba a llamarlo JFK-, Annie solo pensaba en ver a su hija, mientras que Fletcher esperaba con ansia su primer día de trabajo en Alexander Dupont y Bell.


Nat y Su Ling regresaron exhaustos de Roma, pero el cambio de planes había resultado un éxito rotundo. Su Ling se había relajado más y más con el paso de los días, hasta tal punto que durante la segunda semana, ninguno de los dos volvió a mencionar Corea. En el vuelo de regreso decidieron que le dirían a la madre de Su Ling que habían pasado la luna de miel en Italia. Tom sería el único que se sentiría intrigado por el cambio.

Mientras Su Ling dormía, Nat se entretuvo una vez más con la lectura de las cotizaciones del mercado de divisas en las páginas del International Herald Tribune y el Financial Times de Londres. La tendencia se mantenía: una leve bajada, un pequeño repunte, seguido de una nueva bajada, pero el gráfico a largo plazo señalaba siempre la ascensión del yen y el descenso del dólar. Esto también era válido en la cotización del yen frente al marco, la libra y la lira, así que Nat decidió continuar la investigación para averiguar cuál de los cambios presentaba mayor disparidad. En cuanto estuvieran de regreso en Boston hablaría con el padre de Tom; sin duda era preferible utilizar el departamento de cambio de divisas del banco Russell que confiar sus planes a una persona desconocida.

Nat miró a su esposa dormida y le agradeció para sus adentros la idea de que podía utilizar la compraventa de divisas como tema de su tesis de final de carrera. Su estancia en Harvard había pasado muy deprisa y comprendió que no podía posponer una decisión que podía afectar al futuro de ambos. Ya habían discutido las tres opciones posibles: podía buscar un trabajo en Boston para que Su Ling continuara en Harvard, pero tal como ella le había señalado, limitaría sus horizontes; podía aceptar la oferta del señor Russell y unirse a Tom en un gran banco en una ciudad pequeña, pero eso coartaría seriamente sus perspectivas de futuro, o podía buscar trabajo en Wall Street y averiguar si era capaz de sobrevivir entre los grandes.

Su Ling no tenía ninguna duda respecto a cuál de las tres opciones le interesaría más y aunque todavía les quedaba algún tiempo para decidir su futuro, ya se había puesto en comunicación con sus contactos en Columbia.

25

Nat comprendió que tenía muy pocas cosas que lamentar de su último curso en Harvard.

A las pocas horas de aterrizar en el aeropuerto internacional Logan, había llamado al padre de Tom para compartir sus ideas respecto a la compraventa de divisas. El señor Russell le había señalado que la cantidad que deseaba invertir era demasiado pequeña para que las oficinas de cambio de divisas se interesaran. Nat se sintió desilusionado hasta que el señor Russell añadió que el banco podía hacerle un préstamo de mil dólares; le preguntó si Tom y él podían invertir mil dólares cada uno. Este fue el primer aporte de capital que consiguió Nat.

Cuando Joe Stein se enteró del plan, aparecieron otros mil dólares aquel mismo día. Al cabo de un mes, el fondo había aumentado a diez mil dólares. Nat le comentó a Su Ling que le preocupaba más perder el dinero de los inversores que el suyo propio. Para finales del curso, el fondo Cartwright había aumentado a catorce mil dólares y Nat había obtenido una ganancia neta de setecientos veintiséis dólares.

– Aún podrías perderlo todo -le recordó Su Ling.

– No lo niego, pero ahora que el fondo es más grande hay menos posibilidades de sufrir una pérdida grave. Incluso si la tendencia se invierte bruscamente, siempre podría asegurar mi posición con un adelanto en la venta y de esta manera reducir las pérdidas a un mínimo.

– ¿No crees que esto te ocupa demasiado tiempo, cuando tendrías que estar escribiendo tu tesis? -preguntó Su Ling.

– Solo me ocupa un cuarto de hora al día -le explicó Nat-. Consulto las cotizaciones del mercado japonés a las seis de la mañana y el cierre de Nueva York a las seis de la tarde; mientras no se produzca una bajada continua durante varios días, no necesito hacer nada más que reinvertir el capital todos los meses.

– Es inmoral -opinó Su Ling.

– ¿Qué tiene de malo utilizar mi capacidad, mis conocimientos y una pizca de iniciativa? -quiso saber Nat.

– Pues que ganas más trabajando un cuarto de hora al día que yo en un año como investigadora superior en la Universidad de Columbia. Creo que incluso es más de lo que ganan mis supervisores.

– Tu supervisor seguirá en su trabajo el año que viene, suceda lo que suceda en el mercado. Eso es la libre empresa. El lado malo es que puedo perderlo todo.

Nat no le comentó a su esposa que el economista británico Maynard Keynes había dicho en una ocasión: «Un hombre inteligente debe ser capaz de ganar una fortuna antes del desayuno y así poder dedicarse a hacer bien su trabajo durante el resto del día». Sabía también la rotunda oposición de Su Ling a lo que ella llamaba dinero fácil, así que solo hablaba de sus inversiones cuando ella sacaba el tema. Desde luego no le contó que el señor Russell consideraba que había llegado el momento de ser más ambiciosos.

No sentía remordimiento por dedicar un cuarto de hora de su tiempo a la administración de su fondo, porque dudaba que cualquier otro alumno de su clase estudiara con tanta diligencia. La única pausa real que se tomaba en su trabajo era para correr una hora todas las tardes y el gran momento del año fue cuando, con los colores de Harvard, cruzó la línea de meta en primer lugar en los juegos contra la Universidad de Connecticut.

Nat recibió un gran número de ofertas de trabajo de diversas entidades financieras después de mantener varias entrevistas en Nueva York, pero solo consideró a fondo dos de ellas. Por reputación y tamaño no había nada que escoger entre ambas. Sin embargo, en cuanto conoció a Arnie Freeman, que dirigía el departamento de divisas en Morgan’s, se mostró más que satisfecho en firmar el contrato en aquel mismo momento. Arnie tenía el don de hacer que catorce horas de trabajo diarias en Wall Street parecieran algo muy divertido.

Se preguntó qué más podía sucederle aquel año, hasta que Su Ling quiso saber cuáles eran los beneficios acumulados por el fondo Cartwright.

– Unos cuarenta mil dólares -le informó Nat.

– ¿Cuál es tu parte?

– El veinte por ciento. ¿En qué piensas gastarla?

– En nuestro primer hijo -respondió ella.


Fletcher también tenía pocas cosas que lamentar después de su primer año en Alexander Dupont y Bell. Al principio no tenía ni idea sobre cuáles serían sus responsabilidades, pero a los nuevos no se les conocía con el apodo de «caballos de carga» en vano. Muy pronto descubrió que su principal responsabilidad era asegurarse de que cuando Matt Cunliffe trabajaba en un caso, no tuviera que mirar más allá de su mesa para encontrar cualquier documento o antecedente importante. Solo había tardado unos días en comprender que las intervenciones en los juicios donde se defendían a bellezas inocentes acusadas de asesinato eran cosas exclusivas de las series de televisión. La mayor parte de su trabajo era aburrido y meticuloso y casi siempre se llegaba a un acuerdo entre las partes incluso antes de que se fijara la fecha del juicio.

Fletcher también descubrió que hasta que no eras socio no se comenzaba a ganar una suma respetable ni podías llegar a casa cuando todavía era de día. A pesar de esto, Matt le aligeró la carga de trabajo al no insistir en una pausa de media hora para la comida, cosa que le permitía jugar al squash con Jimmy dos veces por semana.

Se llevaba trabajo a casa y trataba, cuando le era posible, de dedicar una hora a estar con su hija. Su padre le recordaba con frecuencia que en cuanto pasaran aquellos primeros años, ya no le sería posible dar marcha atrás y recuperar «los momentos importantes en la niñez de Lucy».

La fiesta del primer cumpleaños de Lucy fue el acontecimiento más ruidoso fuera de un estadio de fútbol al que había asistido Fletcher. Annie había hecho tantas amistades en el barrio que se encontró la casa llena de niños que parecían dispuestos a llorar o reírse todos al mismo tiempo. A Fletcher le maravilló la calma con la que Annie se ocupaba de las copas de helado caídas, los trozos de pastel de chocolate pisoteados en la alfombra o la botella de leche derramada sobre su vestido, sin que ni por un instante desapareciera la sonrisa de su rostro. Cuando se marchó el último chiquillo, Fletcher estaba agotado. En cambio, el único comentario de Annie fue: «Creo que la fiesta ha sido un éxito».

Fletcher seguía viéndose con Jimmy, quien, gracias a su padre -según sus propias palabras-, había conseguido un empleo en una pequeña pero bien reputada firma de abogados en Lexington Avenue. Su horario de trabajo no tenía nada que envidiarle al de su amigo, pero la responsabilidad de ser padre parecía haberle dado un nuevo estímulo, que aumentó cuando Joanna dio a luz a su segundo hijo. Fletcher estaba maravillado al ver lo bien que funcionaba su matrimonio, si se tenía en cuenta la diferencia de edad y la disparidad profesional. Sin embargo, esto no parecía perjudicarles en nada, porque sencillamente se adoraban el uno al otro y eran la envidia de muchos de sus coetáneos que ya habían pedido el divorcio. Cuando Fletcher se enteró del nacimiento del segundo hijo de Jimmy, rezó para que Annie no tardara en seguir el ejemplo: envidiaba a Jimmy por tener un hijo varón. Recordaba muy a menudo a Harry Robert.

Debido a las muchas horas que dedicaba al trabajo, Fletcher no tenía demasiadas ocasiones de hacer nuevos amigos, con la excepción de Logan Fitzgerald, quien se había incorporado a la firma con él. A menudo cambiaban impresiones durante la comida o tomaban una copa juntos antes de que Fletcher cogiera el tren para irse a su casa a última hora de la tarde. Muy pronto el alto y rubio irlandés fue invitado a Ridgewood para que conociera a las amigas solteras de Annie. Si bien Fletcher reconocía que Logan y él eran rivales, esto no parecía perjudicar la amistad entre los jóvenes; es más, parecía fortalecer aún más el vínculo entre ellos. Ambos tuvieron sus pequeños éxitos y fracasos durante el primer año y nadie en la firma parecía dispuesto a dar su opinión sobre a cuál de los dos harían primero socio.

Una tarde, mientras tomaban una copa, Fletcher y Logan hablaron de que ambos ya eran miembros de pleno derecho en la firma. En el plazo de unas semanas, llegaría otro grupo de aspirantes y ellos ascenderían de caballos de carga a animales de silla. Ambos estudiaron con interés los currículos de los que habían superado la primera etapa de la selección.

– ¿Qué opinas de los aspirantes? -preguntó Fletcher, que procuró no tener un tono de superioridad.

– No están mal -respondió Logan. Le pidió al camarero que le sirviera una cerveza a Fletcher antes de añadir-: Excepto uno, el tipo de Stanford. No acabo de entender cómo ha conseguido colarse en la lista.

– Me han dicho que es el sobrino de Bill Alexander.

– No niego que sea una buena razón para ponerlo en la lista final, pero no para ofrecerle trabajo, así que supongo que no le volveremos a ver -dijo Logan-. Ahora que lo pienso, ni siquiera recuerdo su nombre.


En Morgan’s Nat era el más joven de su equipo, formado por tres economistas. Su jefe inmediato era Steven Ginsberg, que tenía veintiocho años, y su número dos, Adrian Kenwright, acababa de cumplir los veintiséis. Entre ellos, controlaban un fondo de más de un millón de dólares.

Dado que los mercados de divisas abrían en Tokio precisamente cuando la mayoría de los norteamericanos civilizados se iban a la cama y cerraban en Los Ángeles cuando el sol ya no brillaba en el continente americano, uno del equipo siempre estaba de servicio para que quedaran cubiertas todas las horas del día y la noche. La única ocasión en la que Steven le dio a Nat una tarde libre fue para asistir en Harvard a la ceremonia en que Su Ling recibió su título de doctora, e incluso entonces tuvo que irse de la fiesta porque lo llamaron con urgencia para explicar la caída de la lira.

– Es posible que la semana que viene a esta misma hora tengan un gobierno comunista -dijo Nat-, así que comenzad a vender las liras y comprad francos suizos. Vended todas las pesetas y libras esterlinas que tengamos en nuestras cuentas porque España y Gran Bretaña son inestables o tienen gobiernos de izquierdas y serán los próximos en sentir la presión.

– ¿Qué hacemos con los marcos?

– Aguantadlos, porque los marcos continuarán por debajo del valor real mientras no tiren abajo el muro de Berlín.

Aunque los otros dos miembros del equipo tenían mucha más experiencia financiera que Nat y la misma voluntad de trabajar al máximo, ambos reconocían que gracias a su notable olfato político, Nat era capaz de interpretar las tendencias del mercado mucho más rápido que cualquier otro que hubiese trabajado con o contra ellos.

El día que todos vendieron dólares para comprar libras, Nat vendió inmediatamente las libras en el mercado de futuros. Durante ocho días pareció que le haría perder al banco una fortuna y sus colegas pasaban rápidamente por su lado en los pasillos sin ni siquiera mirarlo. Un mes más tarde, siete bancos le estaban ofreciendo trabajo y un considerable aumento de sueldo. Nat recibió una gratificación de ocho mil dólares cuando acabó el año y decidió que había llegado el momento de salir a buscar a una de sus amantes.

No le dijo nada a Su Ling de la gratificación, ni de la amante, porque a ella acababan de darle un aumento de noventa dólares mensuales. En cuanto a la amante, le había echado el ojo a una dama que veía en una esquina todas las mañanas cuando iba al trabajo y que seguía tranquilamente en el escaparate cuando regresaba a su apartamento en el SoHo por la tarde. A medida que pasaban los días se fijaba cada vez más en la dama que tomaba un baño y finalmente decidió preguntar su precio.

– Seis mil quinientos dólares -le informó el propietario de la galería- y si me permite que se lo diga, señor, tiene usted muy buen ojo porque no solo es una magnífica pintura, sino también una muy buena inversión.

Al escucharlo, Nat se convenció rápidamente de que los galeristas no eran más que vulgares vendedores de coches usados que vestían trajes de Brooks Brothers.

– Bonnard tiene unos precios muy bajos si los compara con los de sus contemporáneos Renoir, Monet y Matisse -añadió el galerista-, y calculo que su cotización subirá mucho en un futuro muy cercano.

A Nat no le importaba lo que pudiera pasar con la cotización de los cuadros de Bonnard, porque él era un amante, no un chulo.


Su otra amante le llamó esa tarde para avisarle de que iba camino del hospital. Nat le pidió a su interlocutor de Hong Kong que aguardara un momento.

– ¿Por qué? -preguntó Nat, ansioso.

– Porque voy a tener a tu bebé -replicó su esposa.

– No tenía que nacer hasta dentro de un mes.

– Eso el bebé no lo sabe -comentó Su Ling.

– Ahora mismo voy, Pequeña Flor -dijo Nat, y colgó el otro teléfono.


Esa noche, en cuanto regresó del hospital, Nat llamó a su madre para comunicarle que tenía un nieto.

– Una noticia maravillosa -exclamó ella-. ¿Qué nombre habéis decidido ponerle?

– Luke.

– ¿Ya has pensado qué le regalarás a Su Ling para celebrar la ocasión?

Nat vaciló durante unos momentos y finalmente respondió:

– Una dama en una bañera.

Pasaron otros dos días antes de que él y el galerista acordaran un precio de cinco mil setecientos cincuenta dólares y el pequeño Bonnard viajó desde la galería en el SoHo a la pared del dormitorio de su apartamento.

– ¿A ti te gusta? -le preguntó Su Ling el día que regresó del hospital con Luke.

– No, aunque reconozco que tiene más para mimar que tú. Claro que personalmente prefiero las mujeres delgadas.

Su Ling observó detenidamente su regalo antes de dar su opinión.

– Es magnífica. Muchas gracias.

Nat se sintió encantado al ver que su esposa parecía apreciar la pintura tanto como él. Agradeció para sus adentros que ella no le preguntara cuánto le había costado la dama.

Aquello que había comenzado como un capricho durante el viaje a Roma, Venecia y Florencia con Tom, se había convertido rápidamente en una adicción que le dominaba. Cada vez que recibía una gratificación salía en busca de otra pintura. Nat tuvo que admitir que el galerista, a pesar de haberle dado la impresión de un vendedor de coches usados, no se había equivocado en su juicio, porque mientras continuaba seleccionando impresionistas que estaban al alcance de su bolsillo -Vuillard, Luce, Pissarro, Camoin y Sisley- todos subían de precio con la misma rapidez que las inversiones financieras que realizaba para sus clientes de Wall Street.

Su Ling disfrutaba viendo cómo crecía la colección. No mostraba el más mínimo interés por saber cuánto había pagado Nat por sus amantes y menos todavía por el valor de inversión. Quizá esto se debía a que, cuando cumplió los veinticinco años y se convirtió en la profesora asociada más joven en la historia de Columbia, ganaba en todo un año menos de lo que cobraba Nat en una semana.

A él ya no era necesario recordarle que eso era algo inmoral.


Fletcher se acordaba del incidente con toda claridad.

Matt Cunliffe le había pedido que llevara unos documentos a Higgs y Dunlop para que los firmaran.

– Normalmente le hubiese pedido a uno de los chicos que lo hiciera -le explicó Matt-, pero el señor Alexander ha tardado semanas en llegar a un acuerdo y no quiere que cualquier pega de última hora pueda darles una excusa para no firmar.

Fletcher pensó que estaría de vuelta en la oficina en menos de media hora, porque solo necesitaba que firmaran los cuatro documentos. Sin embargo, cuando el joven abogado reapareció dos horas más tarde y le dijo a su jefe que los documentos no habían sido firmados, Matt dejó la estilográfica y esperó una explicación.

Cuando Fletcher llegó a Higgs y Dunlop, le habían hecho esperar en la recepción después de informarle de que el socio cuya firma necesitaba había salido a comer. Esto le había sorprendido, porque el socio en cuestión, el señor Higgs, había fijado el encuentro para la una y Fletcher no había ido a comer para asegurarse de que no llegaría tarde.

Mientras esperaba en la recepción, leyó los documentos para saber de qué se trataba. Después de aceptar una oferta de compra, la parte vendedora no había estado de acuerdo con la cantidad ofrecida como compensación, así que habían tardado meses para llegar a una cifra aceptable para todas las partes.

A la una y cuarto, Fletcher miró a la recepcionista, que parecía un tanto violenta con la situación y que le había ofrecido una segunda taza de café. Fletcher se lo agradeció; después de todo, no era culpa de la empleada que le hicieran esperar. Pero cuando ya había leído los documentos por segunda vez y se había tomado la tercera taza de café, llegó a la conclusión de que el señor Higgs era muy mal educado o directamente un inepto.

Fletcher consultó de nuevo el reloj. Era la una y treinta y cinco. Exhaló un suspiro y a continuación le preguntó a la recepcionista si podía utilizar los lavabos. Ella había vacilado un momento, antes de sacar una llave de uno de los cajones de su mesa.

– Los lavabos de los ejecutivos están en la planta de arriba -le informó-. Están reservados para los socios y los clientes más importantes, así que si alguien le pregunta, por favor, diga que es un cliente.

No había nadie en los lavabos y, para no comprometer a la recepcionista, Fletcher había ocupado el último reservado. Se estaba cerrando la bragueta cuando entraron dos personas, una de ellas parecía haber vuelto de una larga sobremesa donde se había consumido algo más que agua. El diálogo de los desconocidos había sido el siguiente:

Primera voz: «Bueno, me alegro de que se haya solucionado todo este asunto. No hay nada que me satisfaga más que haberles pasado la mano por la cara a los de Alexander Dupont y Bell».

Fletcher sacó un bolígrafo del bolsillo y tiró suavemente del rollo de papel higiénico.

Segunda voz: «Han mandado a un mensajero con los documentos. Le dije a Millie que lo hiciera esperar en la recepción para que sufra un rato».

Primera voz, después de una carcajada: «¿Cuál es la cantidad que habéis acordado?».

Segunda voz: «Eso es lo mejor de todo, 1.325.000 dólares, que es mucho más de lo que esperábamos».

Primera voz: «El cliente estará encantado».

Segunda voz: «Precisamente vengo de comer con él. Pidió una botella de Château Lafitte del 52. Después de todo, le habíamos dicho que calculara cobrar medio millón, cantidad que ya le parecía más que adecuada por razones obvias».

Primera voz, después de otra carcajada: «¿Estamos trabajando con una tarifa de contingencia?».

Segunda voz: «Por supuesto. Nos quedamos con la mitad de todo lo que pase del medio millón».

Primera voz: «Fantástico. La firma acaba de embolsarse 417.500 dólares por la cara. ¿A qué te referías con eso de “razones obvias”?».

Se abrió un grifo y las siguientes palabras que escuchó Fletcher fueron: «Nuestro principal problema era el banco del cliente. La compañía está en números rojos por un total de 720.000 dólares y si no cubrimos esa cantidad antes de que cierren el viernes, amenazan con no pagar, cosa que significaría que quizá ni siquiera lleguemos a… -se cerró el grifo-… el monto original de 500.000 dólares, y eso después de meses de negociación».

Segunda voz: «Solo hay que lamentar una cosa».

Primera voz: «¿A qué te refieres?».

Segunda voz: «A que no puedas decirles a esos engreídos de Alexander Dupont y Bell que no saben jugar al póquer».

Primera voz: «Es verdad, pero creo que me divertiré un poco con… -se abrió una puerta-… el mensajero». Se cerró la puerta.

Fletcher enrolló el trozo de papel higiénico y se lo metió en el bolsillo. Salió del reservado y, después de lavarse las manos, bajó rápidamente por las escaleras de emergencia hasta la planta de abajo para devolverle la llave a la recepcionista.

– Muchas gracias -le dijo la empleada en el momento que sonaba el teléfono. Sonrió a Fletcher-. Justo a tiempo. Ya puede subir en el ascensor hasta el piso once. El señor Higgs lo recibirá ahora.

– Muchas gracias.

Fletcher salió de la oficina y llamó al ascensor, pero en lugar de subir bajó al vestíbulo.

Matt Cunliffe estaba desenrollando el trozo de papel higiénico cuando sonó el teléfono.

– El señor Higgs por la línea uno -le comunicó su secretaria.

– Dígale que estoy reunido. -Matt se balanceó en la silla y le guiñó un ojo a Fletcher.

– Pregunta cuándo estará disponible.

– Después de que los bancos cierren el viernes.

26

Fletcher no recordaba ninguna ocasión anterior en que alguien le hubiese resultado absolutamente desagradable en su primer encuentro, e incluso las circunstancias no ayudaban.

El socio principal había invitado a Fletcher y Logan a tomar un café en su despacho; un acontecimiento muy poco habitual. Cuando entraron en el despacho, les presentó a uno de los nuevos seleccionados para trabajar en la firma.

– Quiero que conozcan a Ralph Elliot -les dijo Bill Alexander sin más preámbulos.

La primera reacción de Fletcher fue preguntarse la razón por la que había escogido a Elliot entre los dos aspirantes finales. No tardó en averiguarlo.

– He decidido -manifestó Alexander- que este año yo también contaré con la colaboración de un ayudante joven. Estoy muy interesado en mantenerme en contacto con los pensamientos de las nuevas generaciones y a la vista de que las notas de Ralph en Stanford han sido excepcionales, él parece ser la elección más obvia.

Fletcher recordó la incredulidad de Logan ante la posibilidad de que el sobrino de Alexander consiguiera superar la última criba y ambos habían llegado a la conclusión de que el señor Alexander había descartado cualquier objeción de los otros socios.

– Confío en que ambos hagan que Ralph se sienta como en su casa.

– Por supuesto -dijo Logan-. ¿Por qué no vienes a comer con nosotros?

– Sí, creo que puedo arreglarlo -replicó Elliot como si les hiciese un favor.

Durante la comida, Elliot no desperdició ni una sola oportunidad para recordarles que era el sobrino del socio principal, con la implicación tácita de que si alguna vez Fletcher o Logan se ponían a malas con él, correrían el riesgo de ver postergadas sus aspiraciones a que la firma los hiciera socios. La amenaza solo sirvió para fortalecer el vínculo de amistad entre los dos hombres.

– Ahora le dice a todo el mundo que quiera escucharle que será el primero en ser ascendido a socio en menos de siete años -le comentó Fletcher a Logan mientras tomaban una copa unos días más tarde.

– Es un tipo ladino hasta la médula y no me sorprendería nada que se saliera con la suya -respondió Logan.

– ¿Cómo crees que llegó a ser representante de los estudiantes en la Universidad de Connecticut si trató a todos de la misma manera que nos trata a nosotros?

– Quizá nadie se atrevió a plantarle cara.

– ¿Fue así como lo conseguiste tú? -preguntó Logan.

– ¿Cómo lo sabes? -replicó Fletcher, mientras el camarero les cobraba las copas.

– Leí tu currículo el día que entré en la firma. ¿No me dirás que tú no leíste el mío?

– Por supuesto que sí -reconoció Fletcher. Bebió un trago-. Incluso sé que eras el campeón de ajedrez de Princeton. -Los jóvenes se echaron a reír-. Tengo que marcharme corriendo o perderé el tren. Annie comenzará a preguntarse si no hay otra mujer en mi vida.

– No sabes cuánto te envidio -comentó Logan en voz baja.

– ¿A qué te refieres?

– A la fortaleza de tu matrimonio. A tu esposa no se le ocurriría pensar ni por un momento que fueses capaz de mirar a otra mujer.

– Soy muy afortunado -le confirmó Fletcher-. Quizá algún día tú también lo seas. Meg, la chica que trabaja en la recepción, no te quita los ojos de encima.

– ¿Quién de las recepcionistas es Meg? -preguntó Logan, que se entretuvo en recoger su abrigo. Se quedó sin saberlo porque Fletcher ya se había marchado.

Fletcher no había dado más que unos pasos por la Quinta Avenida, cuando vio que se acercaba Ralph Elliot. Se ocultó rápidamente en un portal y esperó a que pasara. En el momento que salió del portal notó los efectos del fuerte viento helado que te obligaba a ponerte orejeras aunque solo tuvieras que caminar una calle, así que metió la mano en el bolsillo para sacar la bufanda, pero no estaba. Maldijo por lo bajo. Seguramente se la había dejado en el bar. Tendría que recogerla al día siguiente. Entonces volvió a maldecir al recordar que era el regalo de Navidad de Annie. Emprendió el camino de regreso al local. En el bar, le preguntó a la muchacha del guardarropa si había encontrado una bufanda roja.

– Sí. Se le debió de caer cuando se puso el abrigo. La encontré en el suelo.

– Muchas gracias.

Fletcher se volvió dispuesto a marcharse. No esperaba ver a Logan en la barra. Se quedó de una pieza cuando vio al hombre con quien estaba conversando.


Nat dormía profundamente.

La dévaluation française: estas sencillas palabras hicieron que el suave murmullo de los teletipos se convirtiera en un estruendo frenético. El teléfono en la mesilla de noche de Nat comenzó a sonar treinta segundos más tarde y de inmediato le dio a Adrian la orden de vender.

– Despréndete de los francos lo más rápido que puedas. -Escuchó a su interlocutor y respondió-: Dólares.

Aunque no recordaba ni un solo día en los diez últimos años en los que no se hubiera afeitado, esa mañana no lo hizo.

Su Ling ya estaba despierta cuando Nat salió del baño unos minutos más tarde.

– ¿Ha surgido algún problema? -le preguntó con voz somnolienta.

– Los franceses acaban de devaluar su moneda un siete por ciento.

– ¿Eso es bueno o malo?

– Depende de la cantidad de francos que tengamos. Lo sabré con exactitud en cuanto consiga sentarme delante de una pantalla.

– Dentro de unos años tendrás una junto a la cama y entonces ni siquiera necesitarás ir a la oficina -comentó Su Ling, y volvió a apoyar la cabeza en la almohada al ver que el reloj marcaba las cinco y diez de la mañana.

Nat cogió el teléfono. Adrian seguía al otro lado de la línea.

– Nos está costando deshacernos de los francos; hay muy pocos compradores aparte del gobierno francés y no podrán continuar apoyando su moneda durante mucho más tiempo.

– Tú sigue vendiendo. Compra yenes, marcos alemanes o francos suizos. No compres ninguna otra moneda. Estaré contigo dentro de un cuarto de hora. ¿Steven ya ha llegado?

– No, viene de camino. Me costó lo mío averiguar en la cama de quién estaba.

Nat se rió mientras colgaba el teléfono. Le dio un beso a su esposa antes de correr hacia la puerta.

– No llevas corbata -le avisó Su Ling.

– Quizá para la noche ni siquiera llevaré camisa -replicó Nat.

Su Ling había encontrado un apartamento muy cerca de Wall Street cuando se trasladaron de Boston a Manhattan. A medida que Nat cobraba una nueva gratificación, ella había ido amueblando las cuatro habitaciones, así que muy pronto Nat pudo invitar a cenar a sus colegas e incluso a algunos de sus clientes. Siete cuadros -cuyos pintores muy pocos legos hubiesen podido identificar- adornaban entonces las paredes.

La joven volvió a dormirse en cuanto se marchó su marido. Nat rompió con la rutina habitual cuando bajó de dos en dos las escaleras, sin molestarse en esperar el ascensor. En un día normal se levantaba a las seis y llamaba a la oficina desde su estudio para que le pusieran al corriente de las últimas novedades. Casi nunca tomaba decisiones importantes por teléfono, dado que la mayoría de las operaciones eran a largo plazo. A las seis y media ya se había aseado. Leía el Wall Street Journal mientras Su Ling preparaba el desayuno y se marchaba alrededor de las siete, después de pasar un momento por la habitación de Luke. Lloviera o brillara el sol, siempre recorría a pie las cinco calles hasta el trabajo; por el camino compraba un ejemplar del New York Times en la esquina de William y John. Buscaba de inmediato las páginas de información financiera y si algún titular le llamaba la atención, leía las noticias sobre la marcha; así y todo, a las siete y veinte ya estaba instalado en su mesa. El New York Times no informaría a sus lectores de la devaluación del franco francés hasta el día siguiente por la mañana y para entonces, para la mayoría de los banqueros, sería historia.

En cuanto salió del edificio, detuvo al primer taxi que pasó. Le dio un billete de diez dólares al taxista por un viaje de cinco calles y le dijo:

– Tengo que estar allí ayer.

El taxista pisó el acelerador a fondo y condujo su vehículo como una centella entre los demás coches. Cuatro minutos más tarde frenó violentamente delante de la puerta del edificio donde trabajaba Nat. Este se apeó de un salto, entró en el vestíbulo y corrió hacia el primer ascensor que vio con las puertas abiertas. Estaba lleno de agentes de cambio y bolsa que comentaban las novedades a voz en cuello. Nat no se entero de nada nuevo, excepto que el Ministerio de Economía francés había hecho público el escueto comunicado de la devaluación a las diez de la mañana, hora local. Maldijo para sus adentros cuando el ascensor se detuvo ocho veces en la lenta subida hasta el piso once.

Steven y Adrian ya se encontraban frente a las pantallas en el despacho de compraventa de divisas.

– ¿Cuáles son las últimas noticias? -gritó mientras se quitaba la americana.

– Todo el mundo está recibiendo una paliza -dijo Steven-. Los franceses han devaluado oficialmente un siete por ciento, pero los mercados consideran que es demasiado poco y demasiado tarde.

Nat miró la información que aparecía en la pantalla.

– ¿Qué pasa con las otras divisas?

– La libra, la lira y la peseta van a la baja. Sube el dólar; el yen y los francos suizos aguantan, el marco alemán oscila.

Nat continuó atento a los números de la pantalla que cambiaban cada pocos segundos.

– Intenta comprar yenes -le dijo a Steven. Vio cómo la libra bajaba otro punto.

Steven cogió el teléfono directo con la mesa de negocios. Nat lo miró. Estaban perdiendo unos segundos valiosísimos mientras esperaban a que un agente atendiera la llamada.

– ¿A cuánto está la cotización y cuál es la oferta? -preguntó Steven.

– Diez millones a dos mil sesenta y ocho.

Adrian no quiso ni mirar cuando Steven dio la orden.

– Vende todas las libras y liras que nos queden porque serán las próximas que se devaluarán -dispuso Nat.

– ¿A qué precio?

– Al demonio con el precio. Vende y conviértelo todo en dólares. Si se desata una tormenta en toda regla, todos buscarán refugio en Nueva York. -Nat se sorprendió al comprobar lo tranquilo que se sentía en medio del coro de gritos e insultos que sonaba a su alrededor.

– Hemos acabado con las liras -le avisó Adrian- y nos ofrecen yenes a dos mil veintisiete.

– Cómpralos -entonó Nat, siempre atento a la pantalla.

– Nos hemos quedado sin libras -informó Steven-, a dos coma treinta y siete.

– Muy bien. Cambia la mitad de nuestros dólares a yenes.

– Me he quedado sin guilders -gritó Adrian.

– Cámbialos todos a francos suizos.

– ¿Quieres vender los marcos alemanes que tenemos? -preguntó Steven.

– No -respondió lacónico Nat.

– ¿Quieres comprar?

– No -repitió Nat-. Se mantienen en el centro y no parecen dispuestos a moverse en ninguna dirección.

Acabó de tomar decisiones en menos de veinte minutos; luego no le quedó más que mirar las pantallas y ver las extensiones del daño sufrido. A medida que las demás divisas continuaban cotizando a la baja, Nat fue consciente de que los demás estaban sufriendo mucho más, aunque no dejaba de ser un triste consuelo.

Si los franceses hubiesen esperado hasta el mediodía, la hora habitual para anunciar una devaluación, él habría estado en su mesa.

– ¡Condenados franceses! -exclamó Adrian.

– Condenados no, astutos -replicó Nat-. Devaluaron mientras estábamos durmiendo.


La devaluación del franco francés no fue algo que preocupara lo más mínimo a Fletcher, que leyó la noticia en el New York Times mientras viajaba en el tren que lo llevaba a la ciudad. Varios bancos habían sufrido un fuerte castigo e incluso algunos de ellos habían informado de problemas de liquidez al SEC, la comisión de vigilancias y control del mercado de valores. Pasó la página para leer un perfil del hombre que seguramente sería el candidato demócrata a la presidencia frente a Ford. Sabía muy poco de Jimmy Carter, apenas que había sido gobernador de Georgia y era propietario de una plantación de cacahuetes. Dejó de leer un momento y pensó en sus propias ambiciones políticas, que había dejado en suspenso mientras procuraba demostrar sus aptitudes en la firma de abogados.

Decidió que se uniría a la organización de respaldo a la campaña de Carter en Nueva York y dedicaría a ello todo el tiempo libre de que pudiera disponer. ¿Tiempo libre? Harry y Martha se quejaban de que apenas le veían. Annie había entrado a formar parte de la junta de otra organización no gubernamental y Lucy tenía la varicela. Cuando llamó a su madre para preguntarle si él había tenido la varicela, lo primero que le respondió fue: «Hola, forastero». Sin embargo, todas estas pequeñas preocupaciones pasaron al olvido en cuanto llegó a la oficina.

La primera señal de que había un problema la recibió cuando le dio los buenos días a Meg en la recepción.

– Hay una reunión de todos los abogados en la sala de conferencias a las ocho y media -le informó la joven con un tono desabrido.

– ¿Tienes alguna idea de lo que pasa? -le preguntó Fletcher, y de inmediato comprendió que era una pregunta ridícula. La confidencialidad era la marca de la casa.

Varios de los socios ya ocupaban sus lugares y hablaban entre ellos en voz baja, cuando Fletcher entró en la sala de juntas a las ocho y veinte y se sentó sin perder ni un segundo, detrás de la silla de Matt. ¿Podía la devaluación del franco dispuesta por el gobierno francés afectar a una firma de abogados en Nueva York? Lo dudaba. ¿El socio principal quería hablar del acuerdo Higgs y Dunlop? No, no era el estilo de Alexander. Miró a los socios sentados alrededor de la mesa. Si alguno sabía de qué se trataba, no soltaba prenda. Pero tenían que ser malas noticias, porque las buenas siempre se anunciaban en la reunión de las seis de la tarde.

El socio principal entró en la sala a las ocho y veinticuatro minutos.

– Les pido disculpas por mantenerlos apartados de sus puestos de trabajo -manifestó-, pero esto no es algo que se pueda comunicar en una circular interna o colar en mi informe mensual. -Guardó silencio un momento, que aprovechó para aclararse la garganta-. La fuerza de esta firma reside en que nunca se ha visto implicada en ningún escándalo de tipo personal o financiero; por tanto, considero que incluso la más mínima insinuación de un problema de ese tipo debe ser solucionada expeditivamente. -Fletcher estaba absolutamente desconcertado-. Se ha puesto en mi conocimiento que un miembro de esta firma ha sido visto en un bar frecuentado por los abogados de firmas rivales. -Yo lo hago todos los días, pensó Fletcher, y no creo que sea un crimen-. Aunque no se trata de algo reprochable en sí mismo, podría conducir a otros episodios que son inaceptables para Alexander Dupont y Bell. Afortunadamente, uno de los nuestros, anteponiendo el bien de nuestra firma por encima de otras consideraciones, ha pensado que era su deber ponerme al corriente de lo que podría acabar siendo una situación embarazosa. El empleado a quien me refiero fue visto en un bar mientras sostenía una conversación con un miembro de una firma rival. Luego se marchó con dicha persona aproximadamente a las diez de la noche, juntos cogieron un taxi que los llevó a la casa del segundo en el West Side y no se le vio hasta las seis y media de la mañana siguiente, cuando regresó a su propio apartamento. Llamé inmediatamente al empleado en cuestión, quien no hizo el menor intento por negar su relación con el empleado de la firma rival, y me complace decir que estuvo de acuerdo en que lo más conveniente para todos era dimitir en el acto. -Se calló un momento-. Doy las gracias al empleado, que no vaciló en poner los intereses de la firma por encima de todo lo demás y consideró que era su deber comunicarme este asunto.

Fletcher miró a Ralph Elliot, quien intentaba fingirse sorprendido a medida que se pronunciaba cada frase, pero nunca nadie le había hablado de lo que era sobreactuar. Entonces recordó haber visto a Elliot en la Quinta Avenida después de salir del bar. Se sintió dominado por una rabia impotente al comprender que el socio principal al que se refería era Logan.

– Quiero recordarles a todos -recalcó Bill Alexander- que este asunto no volverá a ser discutido en público o en privado.

El socio principal se levantó y salió de la sala de juntas sin añadir palabra.

Fletcher juzgó que sería diplomático estar entre los últimos en salir, así que en cuanto se marcharon todos los socios se levantó y caminó sin prisas hacia la puerta. Al dirigirse a su despacho oyó unos pasos que le seguían, pero no se volvió hasta que Elliot le alcanzó.

– Tú estabas en el bar con Logan aquella noche, ¿no es así? -Elliot guardó silencio unos instantes-. No se lo he dicho a mi tío.

Fletcher permaneció en silencio y dejó que Elliot se alejara, pero en cuanto entró en su despacho escribió en un papel las palabras que Elliot había empleado en su amenaza velada.

El único error que cometió fue no informar a Bill Alexander inmediatamente.


Una de las muchas cosas que Nat admiraba de Su Ling era que nunca decía: «Te avisé», aunque después de todas sus advertencias tenía todo el derecho a hacerlo.

– ¿Qué pasará ahora? -preguntó, sin preocuparse del incidente, que ya era cosa del pasado.

– Tengo que decidir entre dimitir o esperar a que me despidan.

– Steven es el jefe de tu departamento e incluso Adrian está por encima de ti.

– Lo sé, pero todas las decisiones eran mías, yo firmé las órdenes de compra y venta, así que nadie cree de verdad que ellos tuvieran alguna participación.

– ¿Cuánto perdió el banco?

– Un poco menos de medio millón.

– Tú les has hecho ganar mucho más que eso en los últimos dos años.

– Tienes toda la razón, pero ahora los jefes de los otros departamentos me consideran poco fiable y siempre temerán que pueda volver a pasar. Steven y Adrian ya se están distanciando lo más rápido que pueden; no les interesa en absoluto perder sus trabajos.

– Sin embargo, tú todavía puedes hacerle ganar mucho dinero al banco. ¿Qué sentido tiene despedirte?

– Pueden reemplazarme en cualquier momento; hay cientos de chicos brillantes que se licencian todos los años.

– Son pocos los de tu talento -afirmó Su Ling.

– Creía que tú no aprobabas esa clase de trabajo.

– No he dicho que lo apruebe -replicó Su Ling-, pero eso no significa que no reconozca y admire tu capacidad. -Vaciló-. ¿Hay alguien dispuesto a ofrecerte empleo?

– No creo que me llamen con el mismo entusiasmo de hace un mes atrás, así que tendré que iniciar una ronda de llamadas.

Su Ling abrazó a su marido.

– Te has enfrentado a cosas peores en Vietnam y conmigo en Corea; en ningún momento te acobardaste.

Nat casi había olvidado lo ocurrido en Corea, aunque era evidente que aún seguía preocupando a Su Ling.

– ¿Qué hay del fondo Cartwright? -preguntó la muchacha mientras Nat la ayudaba a poner la mesa.

– Perdimos casi cincuenta mil dólares, pero todavía dará un pequeño beneficio. Eso me recuerda que tengo que llamar al señor Russell para disculparme.

– También a ellos les has hecho ganar su buen dinero en el pasado.

– Motivo por el cual depositaron tanta confianza en mí. -Nat descargó una palmada en la mesa-. Maldita sea, tendría que haberlo visto venir. -Miró a su esposa-. ¿Qué crees que debería hacer?

Su Ling se tomó su tiempo para pensar en la respuesta.

– Dimite -respondió-, y búscate un empleo como Dios manda.


Fletcher marcó el número directamente sin pasar por su secretaria.

– ¿Estás libre para comer? -Escuchó la respuesta-. No, tenemos que quedar en algún sitio donde nadie nos reconozca. -Oyó lo que la otra persona le decía-. ¿Es el que está en la Cincuenta y siete Oeste? -Volvió a callarse mientras le respondían-. De acuerdo, nos vemos a las doce y media.

Fletcher llegó a Zemarki’s unos minutos antes de la hora. Su invitado le esperaba. Ambos pidieron ensaladas y Fletcher una cerveza.

– Creía que nunca bebías a la hora de la comida.

– Hoy es una de esas ocasiones en que necesito beber algo -respondió Fletcher. Bebió un buen trago y luego le relató a su amigo lo que había sucedido aquella mañana en la firma.

– Estamos en mil novecientos setenta y seis, no en mil setecientos setenta y seis -comentó Jimmy.

– Lo sé, pero por lo visto todavía quedan un par de dinosaurios sueltos y Dios sabe qué otras mentiras le contó Elliot a su tío.

– Tu señor Elliot parece un tipo encantador. Será mejor que vayas con cuidado porque probablemente tú seas el siguiente de su lista.

– Puedo cuidar de mí mismo. Es Logan quien me preocupa.

– Si es la mitad de bueno de lo que dices no tardará nada en encontrar trabajo.

– No después de que llamen a Bill Alexander para saber por qué se marchó repentinamente.

– Ningún abogado se atrevería a decir que ser gay sea causa de despido.

– No necesita hacerlo -señaló Fletcher-. Dadas las circunstancias solo tendría que decir: «Preferiría no discutir el tema, es algo delicado», cosa que sería muchísimo más letal. -Bebió otro trago-. Te diré una cosa, Jimmy. Si tu empresa tiene la fortuna de contratar a Logan, nunca lo lamentarán.

– Hablaré con el socio principal esta tarde y te informaré de lo que me diga. ¿Qué tal está mi hermanita?

– Poco a poco se está haciendo con todo en Ridgewood, incluido el club del libro, el equipo de natación y la campaña de donantes de sangre. Nuestro gran problema ahora es a qué escuela enviaremos a Lucy.

– Hotchkiss ahora acepta a niñas -dijo Jimmy- y queremos…

– Me pregunto qué opina el senador al respecto. -Fletcher se acabó la cerveza-. Por cierto, ¿qué tal está?

– Agotado, pero no ha dejado ni por un momento de prepararse para las próximas elecciones.

– No hay nadie que le haga sombra a Harry. No he conocido a un político más popular en todo el estado.

– Pues ya se lo puedes decir -replicó Jimmy-. La última vez que lo vi había engordado diez kilos y parecía en muy mala forma física.

Fletcher consultó el reloj.

– Transmítele mis saludos al viejo guerrero; dile que Annie y yo haremos todo lo posible por ir a pasar un fin de semana en Hartford cuanto antes. -Se calló un momento-. Tú y yo no nos hemos visto hoy.

– Te estás volviendo paranoico -opinó Jimmy mientras cogía la cuenta-, que es exactamente lo que el tal Elliot desea que pase.


Nat presentó la dimisión a la mañana siguiente, mucho más tranquilo al ver la calma con la que Su Ling se había tomado aquel asunto. Claro que a ella le resultaba muy fácil decirle que se buscara un trabajo como Dios manda cuando solo había una actividad para la que se sentía capacitado.

Cuando fue a su oficina para recoger sus objetos personales tuvo la impresión de ser el portador de la peste. Sus hasta hacía unos minutos colegas pasaban a su lado sin dirigirle la palabra y los que ocupaban las mesas vecinas miraban en otra dirección mientras hablaban por teléfono.

Volvió a su casa en taxi cargado hasta los topes y llenó el pequeño ascensor tres veces antes de acabar de dejarlo todo en su despacho.

Nat se sentó a la mesa. El teléfono no había sonado desde que había vuelto a casa. El apartamento le parecía un desierto sin la presencia de Su Ling y Luke; se había acostumbrado a que estuviesen allí para recibirlo cuando regresaba del trabajo. Afortunadamente el niño era demasiado pequeño para darse cuenta de lo que le estaba pasando a su padre.

A mediodía, fue a la cocina, abrió una lata de picadillo de carne, echó el contenido en una sartén con un poco de mantequilla, añadió un par de huevos y esperó hasta que le pareció que estaban fritos.

Después de comer, hizo una lista de las entidades financieras que se habían puesto en contacto con él durante el año pasado y comenzó la ronda de llamadas. La primera la hizo a un banco que le había llamado pocos días antes.

– Ah, hola, Nat, sí, lo lamento, ya le hemos dado el trabajo a otra persona el viernes pasado.

– Buenas tardes, Nat. Sí, es una propuesta interesante. Deme un par de días para pensarlo, ya le llamaré.

– Le agradecemos mucho la llamada, señor Cartwright, pero…

Nat llegó al final de la lista y colgó el teléfono. Acababa de ser devaluado y era evidente que estaba a la venta. Comprobó su cuenta corriente. Aún disponía de un buen saldo, pero ¿cuánto tiempo le durarían los ahorros? Miró la pintura colgada en la pared delante de su mesa. Un desnudo de Camoin. Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que tuviese que devolver a una de sus amantes al chulo de la galería.

Sonó el teléfono. ¿Alguien se lo había repensado y lo llamaba? Atendió la llamada y escuchó una voz muy conocida.

– Le debo una disculpa, señor Russell -dijo Nat-. Tendría que haberle llamado antes.


Tras la marcha de Logan de la firma, Fletcher se sintió aislado y apenas pasaba un día sin que Elliot intentara minar su posición, así que cuando el lunes por la mañana Bill Alexander lo llamó a su despacho, Fletcher comprendió que no sería una reunión amistosa.

Mientras cenaba con Annie el domingo por la noche, le había comentado a su esposa todo lo sucedido en los últimos días, sin exagerar ni un ápice. Annie le había escuchado en silencio y cuando acabó le dijo:

– Si no le cuentas al señor Alexander toda la verdad referente a su sobrino, ambos acabaréis por lamentarlo.

– No creas que es algo sencillo -replicó Fletcher.

– Decir la verdad siempre es sencillo -afirmó Annie-. Han tratado a Logan de una manera despreciable; de no haber sido por ti, quizá ni siquiera hubiese encontrado trabajo. Tu único error fue no hablar con Alexander en cuanto se acabó la reunión; eso le dio alas a Elliot para continuar difamándote.

– ¿Qué pasará si me despiden a mí también?

– Entonces es que se trata de una empresa en la que nunca tendrías que haber entrado a trabajar, Fletcher Davenport, y desde luego no serías el hombre que escogí como marido.


Cuando Fletcher llegó para su reunión con el señor Alexander pocos minutos antes de las nueve, la señora Townsend le hizo pasar inmediatamente al despacho del socio principal.

– Siéntese -dijo Bill Alexander, y le señaló una silla al otro lado de su mesa.

Nada de «¿Qué tal, Fletcher?» o «¿Qué tal están Annie y Lucy?». Solo que se sentara. Eso convenció a Fletcher de que Annie estaba en lo cierto y que no debía tener miedo de defender sus convicciones.

– Fletcher, cuando entró en Alexander Dupont y Bell hace ahora cosa de dos años, tenía grandes esperanzas depositadas en usted y, desde luego, durante el primer año cumplió sobradamente con mis expectativas. Todos recordamos con indudable placer el episodio de Higgs y Dunlop. Pero en los últimos meses, no ha mostrado el mismo empeño. -Fletcher lo miró intrigado. Había visto el último informe de Matt Cunliffe sobre su rendimiento profesional y la palabra «ejemplar» se le había quedado grabada en su mente-. Creo que tenemos todo el derecho a exigir una lealtad y dedicación absolutas a los intereses de la firma -añadió Alexander. Fletcher continuó en silencio, porque aún no imaginaba cuál era el delito del que se le acusaría-. Se me ha comunicado que usted también se encontraba en el bar con Fitzgerald la noche que él tomaba una copa con su amigo.

– Una información suministrada, sin duda alguna, por su sobrino -dijo Fletcher-, cuya participación en todo este asunto ha estado muy lejos de ser imparcial.

– ¿Qué ha querido decir con eso?

– Sencillamente que la versión de los acontecimientos facilitada por el señor Elliot responde pura y exclusivamente a sus intereses, como sin duda un hombre de su perspicacia ya habrá advertido.

– ¿Perspicacia? -exclamó Alexander-. ¿Qué tiene que ver la perspicacia con el hecho de que le vieran en compañía del amigo de Fitzgerald? -Una vez más recalcó la palabra «amigo».

– No estuve en compañía del amigo de Logan, como sin duda le comentó el señor Elliot, a menos que le haya contado la mitad de la historia. Me marché para regresar a Ridgewood…

– Ralph me dijo que usted volvió al cabo de unos minutos.

– Así es, y como cualquier espía que se respete, su sobrino también tuvo que informarle de que solo volví para recoger mi bufanda. Se me cayó al suelo cuando me puse el abrigo.

– No, no hizo ninguna mención de tal cosa -admitió Alexander.

– A eso mismo me refería cuando dije que solo le había contado la mitad de la historia -recalcó Fletcher.

– O sea ¿que no habló con Logan ni con su amigo?

– No, no lo hice, pero solo porque tenía prisa por regresar a casa.

– ¿Quiere decir que hubiese hablado con él?

– Sí, desde luego.

– ¿Incluso en el caso de haber sabido que Logan era homosexual?

– No lo sabía ni me importaba.

– ¿No le importaba?

– No. Nunca se me hubiera ocurrido pensar que la vida privada de Logan fuese asunto mío.

– Pero bien podía ser cosa de la firma y esto me lleva a asuntos más importantes. ¿Sabía que Logan Fitzgerald trabaja ahora en la misma empresa en la que trabaja su cuñado?

– Lo sé -reconoció Fletcher-. Le comuniqué al señor Gates que Logan estaba buscando empleo y que serían muy afortunados si conseguían hacerse con los servicios de un hombre con sus méritos.

– Me pregunto si fue prudente -opinó Bill Alexander.

– Cuando se trata de un amigo, tiendo a poner la honradez y la justicia por delante de mis propios intereses.

– ¿También por delante de los intereses de la firma?

– Sí, si se trata de algo moralmente correcto. Eso fue lo que me enseñó el profesor Abrahams.

– No presuma conmigo de nombres, señor Davenport.

– ¿Por qué no? Usted lo está haciendo conmigo, señor Alexander.

Al socio principal se le subieron los colores.

– Creo que no es consciente de que puedo despedirle en cualquier momento.

– La marcha de dos personas en una misma semana podría requerir algunas explicaciones, señor Alexander.

– ¿Me está amenazando?

– No. Creo que es usted quien me ha amenazado a mí.

– Quizá no me resulte fácil deshacerme de usted, señor Davenport, pero puede estar seguro de que nunca será socio de esta firma mientras yo pertenezca a ella. Salga de aquí.

Mientras se levantaba, Fletcher recordó las palabras de Annie: «Entonces es que se trata de una empresa en la que nunca tendrías que haber entrado a trabajar».

Nada más volver a su despacho, sonó el teléfono. ¿Sería Alexander? Atendió la llamada dispuesto a presentar la dimisión. Era Jimmy.

– Lamento llamarte al trabajo, Fletcher, pero papá acaba de sufrir un infarto. Lo han trasladado al San Patricio. ¿Podríais Annie y tú venir a Hartford cuanto antes?

27

– Acabo de conseguir un trabajo como Dios manda -le dijo Nat a Su Ling en cuanto la vio entrar.

– ¿Trabajarás de taxista?

– No -respondió Nat-. No estoy cualificado para ese trabajo.

– A mí no me parece que esa haya sido nunca una pega para nadie en esta ciudad.

– Quizá no, pero sí que lo es no vivir en Nueva York.

– ¿Nos vamos de Nueva York? Por favor, dime que nos vamos a algún lugar civilizado donde en lugar de rascacielos habrá árboles y la polución caerá vencida por el aire puro.

– Regresamos a casa.

– ¿A Hartford? Entonces es que trabajarás para Russell.

– Has acertado a la primera. El señor Russell me ha ofrecido el cargo de vicepresidente del banco, para trabajar junto a Tom.

– ¿Trabajo bancario de verdad? ¿Nada de especular en el mercado de divisas?

– Controlaré el departamento de divisas, pero te prometo que solo serán las transacciones normales con el extranjero, no operaciones especulativas. Al señor Russell le interesa por encima de todo que Tom y yo trabajemos en una profunda reorganización del banco. Durante los últimos años se está quedando por detrás de los competidores y… -Su Ling dejó el bolso sobre la mesa del vestíbulo y se acercó al teléfono-. ¿A quién llamas? -le preguntó Nat.

– A mi madre, por supuesto. Tenemos que comenzar a buscar casa y luego ocuparnos de resolver el tema de la escuela de Luke; en cuanto mi madre se haga cargo de eso, tendré que llamar a algunos de mis antiguos colegas para ver si hay trabajo para mí y a continuación…

– Espera un momento, Pequeña Flor -la interrumpió Nat y la abrazó-. ¿Debo suponer que apruebas la idea?

– ¿Aprobarla? No veo la hora de abandonar Nueva York. La sola idea de que Luke comience su educación en una escuela donde los niños utilizan machetes para sacarle punta a los lápices me aterra. Tampoco puedo esperar… -Sonó el teléfono y Su Ling lo descolgó. Escuchó unos instantes y luego tapó el micrófono con la mano-. Es alguien llamado Jason, del Chase Manhattan. ¿Le digo que ya no estás disponible?

Nat sonrió y se puso al teléfono.

– Hola, Jason, ¿qué puedo hacer por ti?

– He estado pensando en tu llamada, Nat, y creo que podríamos hacerte un hueco en el Chase.

– Es muy amable de tu parte, Jason, pero ya he aceptado otra oferta.

– Espero que no sea con alguno de nuestros rivales.

– Todavía no, pero dame un poco de tiempo y lo veremos -le dijo Nat, con una sonrisa.


Fletcher se llevó una sorpresa al ver la actitud casi hostil de Matt Cunliffe cuando le comunicó que debía ausentarse porque a su suegro le habían ingresado en el hospital, víctima de un infarto.

– En todas las casas siempre surgen problemas de esa clase -comentó Cunliffe, con tono brusco-. Todos tenemos familias de las que ocuparnos. ¿Estás seguro de que no puede esperar al fin de semana?

– Sí, lo estoy -replicó Fletcher-. Aparte de mis padres, no hay nadie más que haya hecho tanto por mí como él.

Habían transcurrido apenas unos minutos desde su salida del despacho de Bill Alexander y ya se notaba un cambio muy poco sutil en la atmósfera. Dio por sentado que, a su vuelta, el cambio se habría extendido como una enfermedad contagiosa a todo el resto del personal.

Llamó a Annie desde la estación Pensilvania. Parecía tranquila, pero se alegró al saber que iba camino de casa. Cuando subió al tren, Fletcher se dio cuenta de que por primera vez desde que había entrado en la firma no se llevaba trabajo a casa. Aprovechó el viaje para considerar cuál sería su siguiente paso después de la reunión con Bill Alexander, aunque no había tomado una decisión cuando el tren llegó a Ridgewood.

Cogió un taxi para ir a su casa; no se sorprendió al ver el coche aparcado delante de la puerta, con las maletas cargadas, y Annie que salía con Lucy en brazos. Cuán diferente de su madre, pensó, y no obstante prácticamente idénticas. Se rió por primera vez en el día.

Annie le puso al corriente de todos los detalles que le había dado su madre mientras viajaban rumbo a Hartford. Harry había tenido un amago de infarto a los pocos minutos de llegar al Capitolio y lo habían trasladado inmediatamente al hospital. Martha estaba con él y Jimmy, Joanna y los chicos ya habían salido de Vassar.

– ¿Qué han dicho los médicos?

– Es demasiado pronto para tener un diagnóstico definitivo, pero ya han advertido a papá de que si no baja el ritmo, podría ocurrirle de nuevo y entonces bien podría ser mortal.

– ¿Bajar el ritmo? Harry no sabe lo que significan esas palabras. Ha vivido al máximo toda su vida.

– No te lo niego -admitió Annie-, pero mamá y yo vamos a decirle esta misma tarde que no se presentará como candidato al Senado en las próximas elecciones.


Bill Russell miró a los dos jóvenes sentados al otro lado de su mesa.

– Es lo que siempre he querido -manifestó-. Cumpliré los sesenta dentro de un par de años y creo que me he ganado el derecho a no ser quien abra el banco todos los días a las diez de la mañana y quien cierra la puerta antes de volver a casa por las noches. Saber que vosotros dos trabajaréis juntos llena mi corazón de alegría, como dice la Biblia.

– No sé lo que dice la Biblia -comentó Tom-, pero nosotros sentimos lo mismo, papá. ¿Por dónde quieres que empecemos?

– Por supuesto, me doy cuenta de que el banco ha ido perdiendo posiciones frente a sus competidores durante los últimos años, quizá porque al ser una empresa familiar nos hemos preocupado más por la relación con los clientes que por los grandes beneficios. Algo que seguramente tu padre aprueba, Nat, a la vista de que hace más de treinta años que mantiene una cuenta con nosotros. -Nat asintió con un gesto-. Por otro lado, otras entidades nos han tanteado con vistas a fusionarnos, pero no es así como quiero acabar mi carrera en el banco; convertidos en una anónima sucursal de una gran corporación. Así que os diré lo que he pensado. Quiero que ambos dediquéis los próximos seis meses a destripar el banco de arriba abajo. Tendréis carta blanca para hacer preguntas, abrir puertas, leer archivos, consultar todas las cuentas. Pasados los seis meses, me informaréis de todo lo que se debe hacer. Ni se os ocurra pensar en dorarme la píldora, porque sé que si el banco pretende perdurar en el siglo venidero, necesitará una reestructuración a fondo. Muy bien, ¿cuál es la primera pregunta?

– ¿Puedo tener las llaves de la puerta principal? -preguntó Nat.

– ¿Por qué?

– Porque comenzar a trabajar a las diez de la mañana es un poco tarde para el personal de un banco que quiere prosperar.

Mientras Tom y Nat regresaban a Nueva York en el coche del primero, se ocuparon de repartirse las responsabilidades.

– Papá se emocionó cuando se enteró de que habías rechazado la oferta del Chase para unirte a nosotros -comentó Tom.

– Tú hiciste el mismo sacrificio cuando dejaste el Bank of America.

– Sí, pero mi padre siempre ha creído que me haría cargo de todo cuando él cumpliera los sesenta y cinco, y ahora me disponía a advertirle que no estaba dispuesto a asumir la responsabilidad.

– ¿Por qué no?

– No tengo la visión de futuro ni las ideas para reflotar el banco; tú sí.

– ¿Reflotar?

– Sí, no nos engañemos. Ya has visto los balances, así que sabes muy bien que apenas obtenemos los beneficios suficientes como para que mis padres mantengan su actual nivel de vida. Pero los beneficios no han aumentado desde hace años; la verdad es que el banco necesita a alguien con tus capacidades y no un caballo de carga como yo. Así que es importante aclarar una cosa antes de que se convierta en un problema: en los temas bancarios pretendo informarte a ti como mi director ejecutivo.

– De todas maneras, será necesario que tú seas el presidente cuando tu padre se retire.

– ¿Por qué? -quiso saber Tom-. ¿Qué sentido tiene si tú adoptarás todas las decisiones estratégicas?

– Porque el banco lleva tu nombre, eso todavía cuenta mucho en una ciudad como Hartford. También es importante que los clientes nunca descubran los tejemanejes del director ejecutivo entre bambalinas.

– Lo aceptaré con la condición -señaló Tom- de que ambos compartamos las primas, gratificaciones y los mismos salarios.

– Es muy generoso de tu parte.

– No lo es. Astuto quizá, pero no generoso, porque que tú recibas el cincuenta por ciento de todo me supondrá un beneficio mayor que si me quedase con el ciento por ciento.

– No te olvides que acabo de hacerle perder una fortuna a Morgan’s.

– Creo que habrás sacado buen provecho de la experiencia.

– El mismo que cuando nos enfrentamos a Ralph Elliot.

– Ese nombre pertenece al pasado. ¿Tienes alguna idea de lo que hace ahora? -preguntó Tom mientras entraba en la carretera 95.

– Lo último que supe fue que después de Stanford se convirtió en uno de los abogados importantes de Nueva York.

– No querría ser uno de sus clientes por nada del mundo -opinó Tom.

– Ni tener que enfrentarnos a él en un pleito -convino Nat.

– Al menos esa es una de esas cosas de las que no debemos preocuparnos.

Nat miró a través de la ventanilla mientras recorrían Queens.

– No estés tan seguro, Tom, porque si en algún momento cometemos un error, él querrá representar a la otra parte.


Se sentaron alrededor de la cama y hablaron de mil cosas menos de lo que ocupaba la mente de todos. La única excepción era Lucy, que se había instalado en el centro de la cama y trataba a su abuelo como si fuera un caballito de madera. Los hijos de Joanna eran más tranquilos. Fletcher estaba asombrado al ver lo mucho que había crecido el pequeño Harry.

– Antes de que acabe agotado -dijo el senador-, necesito hablar en privado con Fletcher.

Martha se llevó al resto de la familia fuera de la habitación; era evidente que sabía cuál era el tema que su marido deseaba tratar con su yerno.

– Te veré más tarde en casa -se despidió Annie, mientras sacaba a Lucy casi a rastras.

– Prepáralo todo porque tenemos que regresar a casa -le recordó Fletcher-. No puedo permitirme llegar tarde al trabajo mañana.

Annie asintió y cerró la puerta. Fletcher acercó una silla y se sentó junto al senador. No se preocupó en hacer más comentarios baladíes, ya que su suegro parecía muy cansado.

– He reflexionado mucho sobre lo que voy a decirte -manifestó el senador-; la única persona con la que he discutido el tema es Martha y está absolutamente de acuerdo conmigo. Como muchas otras cosas en los últimos treinta años, no estoy muy seguro de saber si no fue idea suya desde el principio. -Fletcher sonrió. Él podía decir lo mismo de Annie, pensó, mientras esperaba a que el senador continuara-. Le he prometido a Martha que no me presentaré a la reelección. -El político guardó silencio un momento-. Veo que no protestas, así que debo suponer que estás de acuerdo con mi esposa y mi hija en este tema.

– Annie prefiere que viva hasta una edad muy avanzada, y no que muera en la cámara en mitad de un discurso, por importante que sea -comentó Fletcher-, y estoy de acuerdo con ella.

– Sé que tenéis toda la razón, Fletcher, pero juro por Dios que lo echaré de menos.

– Ellos también le echarán a faltar, señor, como lo testimonian todos estos ramos de flores y las tarjetas que han enviado. Mañana, a esta misma hora, habrán llenado todas las demás habitaciones de la planta y tendrán que dejarlas en la calle.

El senador no hizo caso del cumplido; era evidente que no deseaba desviarse del tema.

– El día que nació Jimmy, tuve la loca ocurrencia de que quizá ocuparía mi lugar, e incluso llegar a representar al estado en Washington. Pero no tardé mucho en comprender que nunca sería una realidad. Me siento muy orgulloso de mi hijo, pero sencillamente no está hecho para un cargo público.

– Hizo una excelente tarea como director de campaña y consiguió que me eligieran representante estudiantil -le recordó Fletcher-. En dos ocasiones.

– Así es -admitió Harry-, aunque Jimmy siempre estará entre bastidores, porque es lo suyo. No tiene pasta de líder. -Se calló unos instantes-. Hace unos doce años conocí a un chiquillo en un partido de fútbol entre Hotchkiss y Taft que no veía la hora de convertirse en líder. Un encuentro casual que nunca olvidaré.

– Ni yo, señor.

– Con el paso de los años, vi cómo el chiquillo se convertía en un joven brillante; me enorgullece proclamar que ahora es mi yerno y padre de mi nieta. Antes de que me ponga demasiado sentimental, Fletcher, creo que debo ir al grano por si alguno de los dos se duerme.

Fletcher se echó a reír.

– Muy pronto haré pública mi decisión de no presentarme a las próximas elecciones del Senado. -Levantó la cabeza y miró directamente a Fletcher-. Al mismo tiempo, me sentiría muy orgulloso si pudiera anunciar que mi yerno, Fletcher Davenport, ha aceptado presentarse en mi lugar.

28

Nat no necesitó seis meses para averiguar la razón por la que el banco Russell no había aumentado sus beneficios en la última década. No habían utilizado prácticamente ninguno de los modernos sistemas de gestión bancaria. La entidad continuaba viviendo en la época de la contabilidad manual, las cuentas personalizadas y la sincera convicción de que los ordenadores eran mucho menos fiables que los humanos, así que por tanto, invertir en ellos era una pérdida de tiempo y dinero. Nat entraba y salía del despacho del señor Russell tres o cuatro veces al día, y todas las veces se encontraba con que alguna decisión tomada por la mañana había sido anulada por la tarde. Esto, por lo general, ocurría cada vez que se veía salir del despacho al cabo de una hora a alguno de los empleados más antiguos con una amplia sonrisa en el rostro. A menudo le tocaba a Tom reparar los destrozos. De hecho, de haber estado él allí para explicarle a su padre por qué eran necesarios los cambios, quizá nunca hubieran podido elaborar el informe.

La mayoría de las noches Nat regresaba a su casa agotado y en ocasiones furioso. Le advirtió a Su Ling que probablemente habría un enfrentamiento cuando presentara el informe final; además, no estaba muy seguro de seguir siendo uno de los vicepresidentes si el presidente era incapaz de asimilar todos los cambios que recomendaría. Su Ling no protestó, aunque acababa de conseguir instalar a la familia en su nueva casa, vender el apartamento de Nueva York, encontrar guardería para Luke y prepararse para ocupar su puesto como profesora de estadística en la Universidad de Connecticut en otoño. La perspectiva de verse de nuevo en Nueva York no le hacía ninguna gracia.

Aparte de todo aquello, había aconsejado a Nat en el tema de cuáles eran los ordenadores más convenientes para el banco, había supervisado su instalación y les dio clases nocturnas a los empleados interesados en aprender algo más que a encender el ordenador. Pero el mayor problema de Nat era el exceso de personal. Ya le había señalado al presidente que el banco tenía una plantilla de setenta y un trabajadores, mientras que Bennett’s, el otro banco independiente de la ciudad, ofrecía los mismos servicios con solo treinta y nueve empleados. Nat escribió un informe por separado donde analizaba las consecuencias financieras del exceso de plantilla y proponía un plan de jubilaciones anticipadas que, si bien reduciría los beneficios durante los siguientes tres años, a la larga sería mucho más beneficioso. Este era el punto clave donde Nat no estaba dispuesto a ceder. Porque, tal como le explicó a Tom y Su Ling mientras cenaban, si tenían que esperar otros dos años para el retiro del señor Russell, todos acabarían engrosando las filas de los parados.

El señor Russell recibió el informe de Nat, lo leyó y convocó una reunión para las seis de la tarde del viernes. Cuando Nat y Tom entraron en el despacho del presidente, lo encontraron muy ocupado en escribir una carta. Levantó la cabeza para mirarlos.

– Lamento decir que soy incapaz de llevar a la práctica vuestras recomendaciones -manifestó incluso antes de que sus dos vicepresidentes se sentaran-, porque no deseo despedir a mis empleados, con algunos de los cuales trabajo desde hace treinta años. -Nat intentó sonreír mientras pensaba en que sería su segundo despido en seis meses; se preguntó si Jason aún podría hacerle un hueco en el Chase-. Por tanto, he llegado a la conclusión -prosiguió el presidente- de que si esto ha de funcionar -apoyó las manos en el informe como si lo bendijera-, la primera persona que debe marcharse soy yo. -Firmó la carta que había escrito y le entregó la dimisión a su hijo.

Bill Russell salió del despacho a las seis y doce minutos y no volvió a entrar en el edificio nunca más.


– ¿Cuáles son sus méritos para aspirar a un cargo público?

Desde el estrado, Fletcher miró al pequeño grupo de periodistas que tenía delante. Harry sonrió. Era una de las diecisiete preguntas que habían preparado la noche anterior.

– No tengo mucha experiencia en política -reconoció Fletcher, con una actitud que confiaba en que fuese encantadora-, pero he nacido y crecido en Connecticut, aquí cursé mis estudios superiores y aquí he vivido hasta que me trasladé a Nueva York para trabajar en una de las firmas de abogados más prestigiosas del país. Ahora vuelvo a casa para poner todas mis capacidades al servicio de los ciudadanos y ciudadanas de Hartford.

– ¿No cree que, a sus veintiséis años, es un poco joven para decirnos cómo debemos conducir nuestras vidas? -preguntó una joven reportera sentada en la segunda fila.

– Es la misma edad que yo tenía entonces -intervino Harry- y su padre nunca se quejó.

Uno o dos de los periodistas veteranos sonrieron, pero la joven no estaba dispuesta a ceder fácilmente.

– Usted acababa de participar en la guerra, senador, y tenía una experiencia de tres años como oficial en el frente. Si me permite la pregunta, señor Davenport, ¿fue usted uno de los que quemó la tarjeta de reclutamiento durante la campaña contra la guerra de Vietnam?

– No, no lo hice. No me reclutaron, pero de haberla recibido, me hubiese presentado voluntariamente.

– ¿Puede demostrarlo? -replicó en el acto la reportera.

– No, pero si usted lo desea, puede leer mi discurso en el debate de Yale y comprobará con toda claridad cuál era mi posición en el tema.

– Si sale elegido -preguntó otro de los periodistas-, ¿será su suegro quien maneje los hilos?

Harry miró a su yerno y vio que la pregunta le había irritado.

– Tranquilo -le susurró-. Solo está haciendo su trabajo. No te apartes de la respuesta preparada.

– Si tengo la fortuna de resultar elegido -manifestó Fletcher-, sería una tontería por mi parte no aprovecharme de la gran experiencia del senador Gates; dejaré de escucharle solo cuando considere que no tiene nada más que enseñarme.

– ¿Qué opina sobre la enmienda Kendrick a los presupuestos que se están debatiendo en la cámara?

La pregunta llegó desde el lado izquierdo del grupo de periodistas y ciertamente no era una de las diecisiete que tenían preparadas.

– Creo que no es una pregunta del todo pertinente, ¿no te parece, Robin? -señaló el senador-. Después de todo, Fletcher es…

– En la medida que la cláusula afecta a los ciudadanos mayores, creo que resulta discriminatoria con los que ya se han jubilado y reciben unos ingresos fijos. La mayoría de nosotros tendremos que jubilarnos en algún momento y como dijo Confucio: una sociedad civilizada es aquella que educa a sus jóvenes y cuida de sus viejos. Si soy elegido, cuando la enmienda del senador Kendrick sea debatida en la cámara, votaré en contra. En una sesión legislativa se pueden aprobar malas leyes que después se tardan años en derogar y tengo la intención de votar únicamente aquellas leyes que tengan una aplicación realista.

Harry se reclinó en su silla.

– Siguiente pregunta.

– En su currículo, señor Davenport, que debo decir es impresionante, afirma haber dejado su empleo en Alexander Dupont y Bell para dedicarse de lleno a estas elecciones.

– Así es.

– ¿Uno de sus colegas, un tal señor Logan Fitzgerald, no se marchó también de la empresa por las mismas fechas?

– Sí, así fue.

– ¿Hay alguna vinculación entre la dimisión del señor Fitzgerald y la suya?

– Ninguna en absoluto -declaró Fletcher rotundamente.

– ¿Qué es lo que pretende averiguar? -preguntó Harry.

– Nada en particular. La oficina de Nueva York me pidió que planteara la pregunta -respondió el periodista.

– Anónima, sin duda -apuntó el senador.

– No estoy en libertad de revelar mis fuentes -contestó el periodista, que hizo lo posible para no mofarse.

– Si su oficina de Nueva York no le comunicó el nombre del informador, yo se lo diré en cuanto acabemos con la rueda de prensa -dijo Fletcher, con tono mordaz.

– Bien, creo que podemos dar por terminada esta sesión -anunció Harry, antes de que nadie pudiese colar otra pregunta-. Muchas gracias a todos por su asistencia. El candidato responderá a todas sus preguntas en las ruedas de prensa que dará semanalmente, que es mucho más de lo que hice yo en mis campañas.

– Ha sido horrible -le comentó Fletcher a su suegro mientras abandonaban el estrado-. Tengo que aprender a dominarme.

– Lo has hecho de maravilla, muchacho -opinó Harry-, y una vez que hable con esos necios, lo único que recordarán de hoy será tu respuesta sobre la enmienda Kendrick a los presupuestos estatales. Francamente, la prensa es el menor de tus problemas. -El senador hizo una pausa teatral-. La verdadera batalla comenzará cuando sepamos quién es el candidato republicano.

29

– ¿Qué sabes de ella? -preguntó Fletcher mientras caminaban rumbo a las oficinas de la campaña.

Había muy pocas cosas que Harry no supiera de Barbara Hunter, pues había sido su oponente en las dos últimas elecciones, una espina en el costado desde hacía ya tiempo.

– Tiene cuarenta y ocho años, nació en Hartford, hija de un agricultor, se educó en la escuela pública local, cursó estudios en la Universidad de Connecticut, se casó con un muy conocido ejecutivo publicitario, tiene tres hijos, toda su familia vive aquí y en la actualidad es miembro del senado estatal.

– ¿Algo en su contra?

– Sí, no bebe y es vegetariana, así que tú visitarás todos los bares y carnicerías del distrito. Como cualquiera que lleve media vida en la política local, se ha hecho con un considerable número de enemigos, y como esta vez ha conseguido por los pelos que la designaran como candidata republicana, puedes estar seguro de que varios militantes de su partido no la pueden ver ni en pintura. En cualquier caso, como perdió en los dos últimos comicios, la mostraremos como una perdedora nata.

Harry y Fletcher entraron en el local de las oficinas centrales de los demócratas, que tenían toda la fachada cubierta con carteles y fotos del candidato, algo que a Fletcher le resultaba difícil de asimilar. «El hombre correcto para la tarea.» No había hecho mucho caso del lema hasta que los expertos le explicaron que era muy bueno tener las palabras «hombre» y «correcto» en el mensaje cuando el oponente era una mujer republicana. «Es algo subliminal», afirmaron.

Harry subió las escaleras hasta el primer piso donde estaba la sala de juntas y se sentó a la cabecera de la mesa. Fletcher bostezó mientras se sentaba, aunque solo llevaban siete días de campaña y aún les quedaban otros veintiséis. «Los errores que cometas hoy serán historia mañana y nadie recordará tus triunfos cuando vean las noticias de la noche. Mide tus fuerzas», era uno de los consejos que Harry no se cansaba de repetirle.

Fletcher miró a los presentes, una mezcla de profesionales y curtidos voluntarios dirigidos por Harry, que había sido elegido por unanimidad como director de la campaña. Era la única concesión de Martha, pero su suegra le había advertido a Fletcher que no vacilara en enviar a Harry a casa en cuanto mostrara la primera señal de fatiga. A medida que pasaban los días, resultaba cada vez más difícil cumplir con las indicaciones de Martha, dado que era Harry quien marcaba el ritmo.

– ¿Algo nuevo o desafortunado? -le preguntó Harry al equipo, entre cuyos integrantes había dos o tres que habían participado en sus siete triunfos electorales. En el último, había vencido a Barbara Hunter por más de cinco mil votos, pero ahora que las encuestas mostraban un empate técnico, tendrían que averiguar cuántos de aquellos votos habían sido personales y no ideológicos.

– Sí -respondió una voz desde el otro extremo de la mesa.

Harry le sonrió a Dan Masón, uno de sus colaboradores en seis de las siete campañas. Dan había comenzado como encargado de la fotocopiadora y en la actualidad era el director de la oficina de prensa y relaciones públicas.

– Tienes la palabra, Dan.

– Barbara Hunter acaba de hacer un comunicado de prensa donde reta a Fletcher a celebrar un debate. Supongo que debo decirle que no incordie y añadir que pedirlo es señal de la desesperación de quien se sabe derrotado. Eso es lo que tú siempre has hecho.

– Tienes razón, Dan, es lo que hacía -contestó Harry, después de reflexionar-, pero solo porque yo llevaba años como senador y la trataba como a una novata. En cualquier caso, no tenía nada que ganar con un debate, pero la situación ha cambiado ahora que tenemos a un candidato desconocido para el público. Creo que debemos discutir el tema más a fondo antes de tomar una decisión. ¿Cuáles son las ventajas y los inconvenientes? ¿Opiniones?

Todos comenzaron a hablar al mismo tiempo.

– Le ofrece a nuestro hombre la oportunidad de darse a conocer.

– Le cede a ella el protagonismo.

– Demostrará que tenemos a un sobresaliente orador, algo que a la vista de su juventud los pillará por sorpresa.

– Barbara conoce a fondo los problemas locales. Conseguirá mostrarnos como inexpertos y mal informados.

– Ofreceremos una imagen joven, dinámica, decidida.

– Ella se presentará como la persona mesurada y con una amplia experiencia en política.

– Nosotros presentaremos a los jóvenes de mañana.

– Ella representa a las mujeres de hoy.

– Fletcher la dejará hecha un guiñapo.

– Si ella gana el debate, perderemos las elecciones.

– Ahora que ya hemos escuchado las opiniones del comité, quizá sea el momento de saber qué piensa el candidato -manifestó Harry.

– No tengo el menor inconveniente en participar en un debate con la señora Hunter -contestó Fletcher-. Puede que los espectadores se dejen impresionar por sus antecedentes ante mi falta de experiencia, así que debo encontrar la manera de convertir eso en una ventaja para nosotros.

– Si te supera en los temas locales y hace que parezcas poco preparado para la tarea -señaló Dan-, entonces se habrá acabado la campaña. No pienses en esto como mil personas en un salón de actos. Procura recordar que la radio y la televisión local emitirán el debate y que será noticia de primera plana del Hartford Courant a la mañana siguiente.

– Eso también podría ser un factor que nos beneficie -apuntó Harry.

– No lo niego -admitió Dan-, pero es correr mucho riesgo.

– ¿Cuánto tiempo tengo para decidirme? -quiso saber Fletcher.

– Cinco minutos -contestó Harry-, como mucho diez. Han hecho un comunicado de prensa, querrán una respuesta inmediata.

– ¿No podríamos decir que necesitamos un poco más de tiempo para tomar una decisión?

– Por supuesto que no -replicó el senador-. Eso daría la impresión de que estamos discutiendo entre nosotros y al final tendrías que decir alguna cosa, lo cual sería beneficioso para ella. Rechazamos el debate sin más o lo aceptamos entusiasmados. Quizá tendríamos que someterlo a votación -añadió y miró a los reunidos-. ¿Quiénes están a favor? -Se levantaron once manos-. ¿En contra? -Se levantaron catorce-. Bien, tema zanjado.

– No, ni mucho menos -manifestó Fletcher. Se interrumpieron las conversaciones y las miradas convergieron en el candidato-. Les agradezco mucho sus opiniones, pero no quiero que mi carrera política sea dirigida por un comité, sobre todo cuando la diferencia en el resultado es mínima. Dan, emitirás un comunicado de prensa donde dirás que estoy encantado de aceptar el desafío de la señora Hunter, así como que espero tener ocasión de discutir con ella los problemas reales del estado y no la postura política de los republicanos que parece ser lo único que le interesa en la presente campaña.

El silencio se prolongó un momento y luego los presentes comenzaron a aplaudir.

– ¿Aquellos que están a favor del debate? -preguntó Harry, con una gran sonrisa. Se levantaron todas las manos-. ¿Votos en contra? -Ninguno-. Se acepta la moción por unanimidad.

– ¿Por qué les has pedido que volvieran a votar? -le preguntó Fletcher a Harry cuando salían de la sala de juntas.

– Así podremos decirle a la prensa que la decisión fue unánime.

Fletcher sonrió mientras se dirigían a la estación. Acababa de aprender otra lección.


Un equipo de doce personas se presentaba en la estación todas las mañanas para repartir folletos, mientras el candidato estrechaba las manos de los viajeros madrugadores que salían de la ciudad. Harry le había recomendado que se centrara en aquellos que entraban en la estación, porque con casi toda seguridad eran residentes de Hartford, mientras que los que llegaban de fuera probablemente ni siquiera estaban registrados como votantes en el distrito.

– Hola, soy Fletcher Davenport…

A las ocho y media cruzaron la calle para ir a Ma’s y comer un bocadillo. Después de escuchar las opiniones de Ma sobre la marcha de la campaña, se encaminaron hacia la zona de oficinas para estrechar las manos de los empleados que empezaban su jornada laboral. Fletcher aprovechó el trayecto en coche para cambiarse la corbata y ponerse una de Yale, porque muchos de los ejecutivos de la zona habían estudiado en dicha universidad.

– Hola, soy Fletcher Davenport…

A las nueve y media, regresaron al cuartel general de la campaña para la rueda de prensa de la mañana. Barbara Hunter ya había dado la suya una hora antes y por tanto Fletcher sabía que las preguntas se centrarían aquella mañana en un único tema. En el trayecto, mientras se quitaba la corbata de Yale por otra más neutral, escuchó el resumen de prensa para asegurarse de que no le sorprenderían con una noticia de última hora. Había estallado la guerra en Oriente Próximo. Se la dejaría al presidente Ford, porque seguramente no sería un tema de primera página en el Hartford Courant.

«Hola, soy Fletcher Davenport…»

Al abrir la rueda de prensa, y sin esperar a que sacaran el tema, Harry comunicó que se había decidido por unanimidad aceptar el debate con la señora Hunter. Ni una sola vez se refirió a ella como Barbara. Cuando le preguntaron dónde, a qué hora y los términos del debate, Harry respondió que todo eso aún estaba por concretar, dado que se habían enterado del reto a primera hora de la mañana, si bien añadió: «No preveo ningún problema». El senador sabía muy bien que sería todo lo contrario, que el debate no sería más que una fuente de problemas.

Fletcher se sorprendió al escuchar la réplica de Harry a la pregunta sobre las posibilidades del candidato. Esperaba que el senador hablara de sus dotes de orador, su experiencia en el campo de la abogacía y sus conocimientos políticos; en cambio, Harry había dicho:

– Por supuesto, la señora Hunter parte con ventaja. Todos sabemos que es una persona fogueada en los debates, con gran experiencia en todo lo referente a los problemas locales. No obstante, pienso que lo que ha motivado que Fletcher aceptara el debate es el talante abierto y sincero con que está encarando la campaña electoral.

– ¿No considera que supone un riesgo muy importante, senador? -preguntó otro de los reporteros.

– Por supuesto -admitió Harry-, pero como bien ha señalado el candidato, si no tiene la hombría necesaria para enfrentarse a la señora Hunter, ¿cómo podría el público suponerle capaz de asumir el desafío mucho mayor de ser su representante?

Fletcher no recordaba haber dicho nada por el estilo, aunque no estaba en desacuerdo con el planteamiento.

En cuanto acabó la rueda de prensa y se marchó el último periodista, Fletcher se lo comentó a su suegro.

– ¿No me habías dicho que Barbara Hunter era una mala oradora y que tarda una eternidad en responder a las preguntas?

– Eso es exactamente lo que dije -reconoció Harry.

– Entonces, ¿por qué les has dicho a los periodistas que…?

– Cuestión de expectativas, muchacho. Ahora creerán que no estarás a la altura -respondió el senador-, que te dejará hecho un guiñapo, así que incluso si solo consigues un empate te declararán vencedor.

«Hola, soy Fletcher Davenport…», se repetía en su mente, como el estribillo de una canción de moda del que no conseguía deshacerse.

30

Nat se sintió la mar de contento cuando Tom asomó la cabeza por su despacho y le preguntó:

– ¿Puedo llevar a una persona a la cena de esta noche?

– Desde luego. ¿Negocios o placer?

Tom vaciló por un momento ante la mirada alerta de su amigo.

– Espero que las dos cosas.

– ¿Mujer? -quiso saber Nat, con un tono vivaz.

– Evidentemente mujer.

– ¿Nombre?

– Julia Kirkbridge.

– ¿A qué…?

– Se acabó el interrogatorio. Ya podrás preguntarle todo lo que quieras esta noche porque está más que preparada para cuidar de sí misma.

– Gracias por el aviso -dijo Su Ling cuando Nat le comentó que tendrían un invitado más a cenar cuando llegó a casa.

– Tendría que haberte llamado antes, ¿verdad? -dijo, contrito.

– Hubiese resultado mucho más sencillo, pero supongo que estabas muy ocupado ganando millones.

– Algo así.

– ¿Qué sabemos de ella? -le preguntó Su Ling.

– Nada. Ya conoces a Tom; cuando se trata de su vida privada en más reservado que un banquero suizo, pero a la vista de que está dispuesto a que la conozcamos solo nos queda la esperanza.

– ¿Qué se hizo de aquella preciosa pelirroja llamada Maggie? Hubiese jurado que…

– Desapareció como todas las demás. ¿Recuerdas que haya invitado a alguna de esas chicas a cenar con nosotros una segunda vez?

Su Ling hizo memoria y a continuación admitió:

– Ahora que lo mencionas, la verdad es que no. Supongo que tendrá algo que ver con mi modo de cocinar.

– No es cómo cocinas, aunque me temo que tú seas la responsable.

– ¿Yo? -exclamó la muchacha.

– Sí, tú. El pobre hombre lleva hechizado tantos años contigo, que trae a cenar a todas las chicas con las que sale para compararlas.

– Oh no, no empieces de nuevo con esa vieja historia -protestó Su Ling.

– No es una vieja historia, Pequeña Flor, es la verdad.

– Nunca ha ido más allá de besarme en la mejilla.

– Ni lo hará. Me pregunto cuántas personas están enamoradas de alguien al que jamás besarán ni siquiera en la mejilla.

Nat se marchó escaleras arriba para leerle un cuento a Luke mientras Su Ling ponía un cuarto cubierto en la mesa. Estaba abrillantando una copa cuando sonó el timbre.

– ¿Puedes abrir tú, Nat? Estoy ocupada. -No recibió respuesta, así que se quitó el delantal y fue a abrir.

– Hola -la saludó Tom, y se inclinó para besarla en la mejilla, cosa que solo sirvió para recordarle a Su Ling las palabras de Nat-. Esta es Julia.

La anfitriona miró a la elegante mujer, casi tan alta como Tom e igual de delgada que la propia Su Ling, aunque sus cabellos rubios y los ojos azules indicaban un origen más escandinavo que oriental.

– Es un placer conocerte -dijo Julia-. Sé que suena a tópico, pero la verdad es que he oído hablar mucho de ti.

Su Ling sonrió mientras se hacía cargo del abrigo de piel de Julia.

– Mi marido -comenzó- está ahora mismo liado con…

– El gato con botas -explicó Nat, que llegó en ese momento-. Se lo estaba leyendo a Luke. Hola, soy Nat; tú debes de ser Julia.

– Así es -respondió la joven con una sonrisa que recordó a Su Ling que otras mujeres también encontraban atractivo a su esposo.

– Pasemos a la sala a tomar una copa -dijo Nat-. Tengo el champán bien frío.

– ¿Tenemos algo que celebrar? -preguntó Tom.

– Aparte de que hayas sido capaz de encontrar a una persona dispuesta a acompañarte a cenar, no, no se me ocurre ninguna otra cosa, a menos… -Julia se rió-. A menos que incluyamos una llamada de mis abogados para comunicar que la compra de Bennett ya está cerrada.

– ¿Cuándo te has enterado? -quiso saber Tom.

– A última hora de la tarde. Jimmy llamó para decir que habían firmado todos los documentos. Lo único que nos falta hacer es darles el cheque.

– No me habías dicho nada -protestó Su Ling.

– Se me pasó porque no tenía otra cosa en la cabeza que decirte que Julia venía a cenar. En cualquier caso, he discutido el tema con Luke.

– ¿Puedo saber cuál fue su muy meditada opinión? -preguntó Tom.

– Cree que un dólar es mucho dinero que pagar por un banco.

– ¿Un dólar? -se asombró Julia.

– Sí, Bennett lleva cinco años en números rojos y, si excluyes los locales, su deuda a largo plazo no se puede cubrir con lo que tienen. Por tanto, quizá Luke puede que acabe teniendo razón si no consigo darle la vuelta a las cosas.

– ¿Cuántos años tiene Luke? -preguntó Julia.

– Dos, pero ya entiende a la perfección todos los entresijos financieros.

Julia se echó a reír.

– Háblame del banco, Nat.

– Este es solo el principio -explicó mientras servía el champán-. Todavía le tengo echado el ojo a Morgan’s.

– ¿Cuánto crees que te costará? -preguntó Su Ling.

– Alrededor de unos trescientos millones al precio de hoy, pero cuando esté preparado para hacerles una oferta, podrían estar alrededor de los mil millones.

– Soy incapaz de imaginar cifras tan absolutamente fabulosas -comentó Julia-. Están muy por encima de mi categoría.

– Eso no es cierto, Julia -intervino Tom-. No olvides que he visto las cuentas de tu empresa y, a diferencia de Bennett, has obtenido beneficios en los últimos cinco años.

– Sí, pero apenas poco más de un millón -declaró Julia, que le obsequió con una sonrisa especial.

– Si me disculpáis… -dijo Su Ling-, tengo que ir a la cocina.

Nat le sonrió a su esposa y después miró a la invitada de Tom. Tenía la sensación de que Julia podría ser la muchacha que iría a cenar una segunda vez.

– ¿A qué te dedicas, Julia? -le preguntó.

– ¿Qué crees que hago? -replicó ella con una sonrisa coqueta.

– Diría que eres modelo, o probablemente actriz.

– No está mal. Trabajé de modelo cuando era más joven, pero durante los últimos seis años me he dedicado al ramo inmobiliario.

– Si queréis pasar, la cena está casi lista -les anunció Su Ling.

– El ramo inmobiliario -dijo Nat mientras acompañaba a sus invitados al comedor-. Nunca lo hubiese adivinado.

– Sin embargo, es cierto -manifestó Tom-. Julia quiere abrir una cuenta con nosotros. Hay una propiedad que le interesa en Hartford y depositará quinientos mil dólares en nuestro banco, por si surge la necesidad de disponer de dinero en el momento.

– ¿Por qué nos has elegido? -preguntó Nat.

El joven miró el cuenco de sopa de langosta que Su Ling le sirvió a Julia. Tenía un aspecto delicioso.

– Porque mi difunto marido trató con el señor Russell cuando se iba a construir el centro comercial Robinson. Aunque en aquella ocasión no conseguimos cerrar el trato, el señor Russell no nos cobró nada por las gestiones -respondió Julia-. Ni siquiera las comisiones.

– Las cosas han cambiado desde entonces -señaló Nat-. El señor Russell se ha jubilado y…

– Su hijo continúa en el banco, es el presidente.

– Así es, y yo soy quien le acosa permanentemente para asegurarme de que a las personas como tú les cobremos cuando utilizan nuestros servicios profesionales. Por cierto, el centro comercial fue y es un gran éxito, los inversores obtienen una buena renta. ¿A qué se debe que hayas venido a Hartford?

– Me he enterado de que hay un proyecto para construir un segundo centro comercial al otro lado de la ciudad.

– Efectivamente. El ayuntamiento sacará el solar a la venta con los permisos de construcción.

– ¿Cuál es la cantidad que pretenden conseguir? -Julia probó la sopa.

– En la calle dicen que unos tres millones, pero yo creo que la cantidad final estará entre los tres millones trescientos mil y los tres millones y medio después del éxito del centro comercial Robinson.

– Tres millones y medio es nuestra oferta máxima -manifestó Julia-. Mi empresa es muy cauta por naturaleza y en cualquier caso, siempre hay algún otro negocio a la vuelta de la esquina.

– Quizá podrían interesarte algunas de las otras propiedades que representamos -comentó Nat.

– No, muchas gracias. Mi empresa está especializada en centros comerciales; una de las muchas cosas que me enseñó mi marido fue que nunca te debes alejar mucho de lo que conoces a fondo.

– Tu difunto marido era muy hombre muy sensato.

– Lo era. Creo que ya hemos hablado lo suficiente de trabajo por esta noche, así que en cuanto esté ingresado mi dinero, ¿querrá el banco representarme en la subasta pública? Claro que exijo la más absoluta discreción. No quiero que nadie sepa a quién estáis representando. Es otra de las cosas que me enseñó mi marido. -Miró a la anfitriona-. ¿Te puedo ayudar a retirar los platos?

– No, muchas gracias -respondió Su Ling-. Nat es un caso perdido, pero todavía puede llevar cuatro platos a la cocina y, si cae en la cuenta, servir una copa que otra de vino.

– ¿Cómo os conocisteis? -preguntó Nat, mientras que gracias al comentario de Su Ling sirvió más vino.

– No te lo creerás -contestó Tom-, pero nos conocimos en un solar.

– Estoy seguro de que hay otra explicación más romántica.

– El domingo pasado, cuando estaba recorriendo el solar del ayuntamiento, me crucé con Julia, que hacía footing.

– Creía que habías mencionado algo sobre la discreción -dijo Nat, con una sonrisa.

– No son muchas las personas que al ver a una mujer corriendo por un solar creen que su intención es comprarlo.

– Si he de ser sincero -señaló Tom-, hasta que fuimos a cenar al Cascade no me enteré de las intenciones de Julia.

– El mundo de los bienes raíces debe de ser muy duro para una mujer -opinó Nat.

– Lo es, pero no fui yo quien lo escogí; me eligió a mí. Verás, cuando acabé los estudios en Minnesota, trabajé de modelo durante un tiempo, antes de conocer a mi marido. Fue idea suya que inspeccionara los solares cuando salía a correr y después le informara. Al cabo de un año sabía exactamente lo que él buscaba y al siguiente, ya tenía un lugar en la junta.

– Así que tú diriges la empresa.

– No -respondió Julia-. Eso se lo dejo a mi presidente y al director ejecutivo, pero sigo siendo la principal accionista.

– ¿Decidiste continuar con el negocio después de fallecer tu marido?

– Sí, fue idea suya. Sabía que solo le quedaban un par de años de vida y como no teníamos hijos me enseñó todo el funcionamiento de la empresa. Creo que él mismo se sorprendió al ver lo aplicada que resultó su alumna.

Nat comenzó a retirar los platos.

– ¿Alguien querrá crème brûlée? -ofreció Su Ling.

– Soy incapaz de comer nada más; el cordero estaba exquisito y tierno como la mantequilla -dijo Julia. Palmeó el estómago de Tom-. Pero eso no significa que tú no puedas tomar postre.

Nat miró a Tom y pensó que nunca lo había visto tan contento. Sospechó que Julia podría incluso ir a cenar una tercera vez.

– ¿De verdad es tan tarde? -preguntó Julia, después de consultar su reloj-. Ha sido una cena estupenda, Su Ling, pero por favor tendrás que perdonarme. Tengo una reunión de la junta mañana a las diez, así que debo marcharme.

– Sí, por supuesto -dijo Su Ling, y se levantó.

Tom la imitó en el acto y acompañó a Julia al vestíbulo, donde la ayudó a ponerse el abrigo. Le dio un beso en la mejilla a Su Ling y la felicitó por la cena.

– Lamento que Julia tenga que regresar inmediatamente a Nueva York. La próxima vez cenaremos en mi casa.

Nat miró a Su Ling y le sonrió, pero su esposa no le respondió. Se echó a reír en cuanto cerró la puerta.

– Vaya mujer -comentó cuando se reunió con Su Ling en la cocina, al tiempo que cogía un paño para secar la vajilla.

– Es una farsante -afirmó Su Ling.

– ¿A qué te refieres? -le preguntó Nat.

– A que es una farsante de cuidado. Su acento es falso, sus prendas son falsas y su historia es una mentira de principio a fin. No se te ocurra tener tratos con ella.

– ¿Qué puede ir mal si deposita medio millón de dólares en el banco?

– Estoy dispuesta a apostar mi sueldo de un mes a que ese medio millón no aparecerá jamás.

Aunque aquella noche Su Ling no volvió a sacar el tema, lo primero que hizo Nat a la mañana siguiente cuando llegó a su despacho fue pedirle a su secretaria que averiguara todos los detalles financieros que pudiera encontrar de Kirkbridge y Compañía en Nueva York. La secretaria apareció al cabo de una hora con una copia del informe anual y los últimos resultados financieros de la empresa. Nat leyó atentamente el informe y se fijó en el balance final. El año anterior habían tenido un beneficio de poco más de un millón de dólares y todos los números cuadraban con los citados por Julia durante la cena. Luego buscó los nombres de la junta. La señora Julia Kirkbridge aparecía después del presidente y el director ejecutivo. Sin embargo, debido a la desconfianza de Su Ling, decidió investigar un poco más. Marcó directamente el número de la oficina de la empresa en Nueva York, sin pasar la llamada por su secretaria.

– Kirkbridge y Compañía, ¿en qué puedo ayudarle? -dijo una voz.

– Buenos días, ¿podría hablar con la señora Kirkbridge?

– En estos momentos, señor, está reunida. -Nat consultó su reloj y sonrió; marcaba las diez y veinticinco-. Si quiere dejarme su número de teléfono, le diré que le llame en cuanto esté disponible.

– No será necesario, muchas gracias -respondió Nat.

Acababa de colgar el teléfono cuando este sonó.

– Soy Jeb, de la sección de cuentas corrientes, señor Cartwright. Supongo que le interesará saber que acabamos de recibir una transferencia del Chase por la suma de quinientos mil dólares para la cuenta de la señora Julia Kirkbridge.

Nat no pudo resistir la tentación de llamar a Su Ling para comunicarle la noticia.

– Sigue siendo una farsante -insistió su esposa.

31

– ¿Cara o cruz? -preguntó el moderador.

– Cruz -respondió Barbara Hunter.

– Cruz -dijo el moderador. Miró a la señora Hunter y asintió.

Fletcher no podía quejarse, porque él hubiese pedido cara -siempre lo hacía-, así que solo se preguntó qué decisión tomaría su oponente. ¿Hablaría ella primero aunque eso significara que Fletcher cerraría el debate? Sí, por otro lado…

– Hablaré primero -manifestó la candidata.

Fletcher reprimió la sonrisa. Tirar la moneda había sido algo irrelevante; de haber ganado él, hubiese escogido ser el segundo.

El moderador ocupó su lugar detrás de la mesa en el centro del estrado. La señora Hunter se sentó a su derecha y Fletcher a la izquierda, como una manifestación de la ideología de ambos partidos. Seleccionar dónde se sentaría cada uno había sido el menor de los problemas. Durante los últimos diez días habían discutido hasta el agotamiento dónde se celebraría el debate, la hora de su inicio, quién sería el moderador e incluso la altura de las tribunas desde las que hablarían, dado que Barbara Hunter medía un metro sesenta y dos de estatura y Fletcher un metro ochenta y cinco. Al final, acordaron que habría dos tribunas de diferentes alturas, una a cada lado del estrado.

El moderador aceptado por ambas partes era el jefe del departamento de periodismo de la facultad de la Universidad de Connecticut en Hertford.

– Buenas noches, damas y caballeros. Me llamo Frank McKenzie y seré el moderador del debate de esta noche. Según los términos acordados, la señora Hunter hablará primero durante seis minutos y luego lo hará el señor Davenport. Advierto a los candidatos que haré repicar esta campana -cogió una campanita que tenía sobre la mesa y la hizo sonar con firmeza, cosa que provocó algunas risas entre el público y ayudó a descargar la tensión- a los cinco minutos como aviso de que les quedan sesenta segundos. Luego la haré sonar de nuevo a los seis minutos, momento en que dirán la última frase. Después de las exposiciones iniciales, ambos candidatos responderán a las preguntas del panel de invitados durante cuarenta minutos. Por último, la señora Hunter y a continuación el señor Davenport dispondrán de tres minutos cada uno para exponer sus conclusiones. Señora Hunter, puede comenzar.

Barbara Hunter se levantó y caminó lentamente hasta su tribuna en el lado derecho del escenario. Había calculado que como el noventa por ciento de la audiencia estaría siguiendo el debate por televisión, su mensaje alcanzaría a mayor número de votantes si hablaba primero, sobre todo teniendo en cuenta que a partir de las ocho y media comenzaría la transmisión de un partido de las series mundiales de béisbol, momento en el cual la mayoría de los espectadores cambiarían de canal inmediatamente. Como ambos habrían acabado las exposiciones iniciales antes de esa hora, Fletcher consideraba que no era un factor importante. También le interesaba hablar en segundo término porque así podría referirse a algunos de los temas tocados por la señora Hunter en su exposición; además, si al final del programa él tenía la última palabra, bien podría ser lo único que recordarían los espectadores.

Fletcher escuchó atentamente la muy bien ensayada exposición de la señora Hunter, que se sujetaba con firmeza a los bordes de la tribuna.

– Nací en Hartford, me casé con un hombre de Hartford, mis hijos nacieron en el hospital de San Patricio y todos ellos continúan viviendo en la capital del estado, así que me siento absolutamente capacitada para representar a los ciudadanos de esta gran ciudad.

Se escuchó en la sala la primera salva de aplausos. Fletcher miró al público; los que aplaudían eran más o menos la mitad, mientras que los demás permanecían en silencio.

Entre las responsabilidades de Jimmy en este acto figuraba el reparto de las butacas. Se había pactado que cada partido recibiría trescientas localidades y cuatrocientas quedarían a disposición del público general. Jimmy y un pequeño grupo de ayudantes habían dedicado horas a convencer a sus partidarios para que solicitaran las cuatrocientas restantes, pero a sabiendas de que los republicanos estarían realizando la misma maniobra y que las localidades acabarían repartidas por partes iguales. Fletcher se preguntó cuántas personas que no pertenecían a ninguno de los bandos estarían presentes.

– No te preocupes por el público en la sala -le dijo Harry-. El público real es el que te estará viendo por la televisión y ese es al que debes convencer. Mira a la cámara y procura parecer sincero -añadió con una sonrisa.

Fletcher tomó algunas notas mientras la señora Hunter explicaba en términos generales su programa y aunque las propuestas eran sensatas y meritorias, tenía una manera de exponerlas que invitaba a la distracción de los espectadores. Cuando el moderador hizo sonar la campanita de los cinco minutos, la señora Hunter solo había llegado a la mitad de su discurso e incluso hizo una pausa mientras pasaba un par de páginas. Al joven le sorprendió comprobar que alguien con tanta experiencia en campañas electorales no hubiese calculado que los aplausos le harían perder unos segundos del tiempo disponible. El discurso de apertura de Fletcher duraba poco más de cinco minutos. «Mejor acabar unos segundos antes que correr al final», le había advertido Harry una y otra vez. La exposición de la señora Hunter se prolongó unos segundos más del segundo toque de campana y dio la impresión de que la hubiesen dejado con la palabra en la boca. Así y todo, recibió una entusiasta ovación de la mitad del público mientras la otra le aplaudía cortésmente.

– Ahora le pediré al señor Fletcher que haga su exposición.

Fletcher se dirigió sin prisas a la tribuna en su lado del estrado; tenía la sensación de ser un hombre a punto de subir los peldaños del patíbulo. Le tranquilizó un poco el sonoro apoyo de su público. Colocó las cinco páginas a doble espacio y letra grande en el atril de la tribuna y miró por un segundo la frase inicial, aunque en realidad lo habían repasado tantas veces que prácticamente podía repetirlo con los ojos cerrados. Miró a la audiencia y sonrió, a sabiendas de que el moderador no pondría el cronómetro en marcha hasta que dijera la primera palabra.

– Creo que he cometido un gran error en mi vida -comenzó-. No nací en Hartford. -Las risas le ayudaron-. Pero conseguí solucionarlo. Me enamoré de una chica de Hartford cuando solo tenía catorce años.

Nuevas risas y aplausos siguieron a estas palabras. Fletcher se relajó por primera vez y pronunció el resto de su exposición con un aplomo que esperaba que desmintiera su juventud. Cuando sonó la campanita de los cinco minutos, ya estaba a punto de decir su última frase. La completó veinte segundos antes de acabar el tiempo y no fue necesario que sonara la campana. El aplauso que recibió fue mucho más grande que el recibido cuando se acercó a la tribuna, pero la exposición no era más que el final del primer asalto.

Miró a Harry y a Jimmy, sentados en la segunda fila. Sus sonrisas le dijeron que había superado la escaramuza inicial.

– Ha llegado el momento del turno de preguntas -anunció el moderador-, que durará cuarenta minutos. Se ruega a los candidatos que sean concisos en sus respuestas. Comenzaré con Charles Lockhart del Hartford Courant.

– ¿Alguno de los dos candidatos cree que se debe reformar el sistema de concesión de las becas de estudios? -preguntó el editor del periódico local.

Fletcher estaba bien preparado para esta pregunta, porque se había planteado invariablemente en todos los mítines locales y era un tema que se repetía en los editoriales del periódico. Se le invitó a responder dado que la señora Hunter había hablado primero.

– No debe haber ningún tipo de discriminación que haga más difícil a cualquiera acceder a los estudios superiores. No es suficiente con creer en la igualdad, debemos insistir también en la igualdad de oportunidades.

Esta afirmación fue recibida con una cerrada salva de aplausos y Fletcher le sonrió al público.

– Unas palabras muy bonitas -replicó la señora Hunter, que no vaciló en interrumpir los aplausos-, pero que necesitan ser respaldadas con los hechos. He participado en muchas juntas escolares así que no necesito que me enseñe nada referente a la discriminación, señor Davenport, y si tengo la fortuna de ser elegida senadora, respaldaré todas las leyes que defiendan los derechos de todos los hombres -hizo una pausa- y las mujeres a la igualdad de oportunidades. -Se apartó un poco de la tribuna mientras sus partidarios la aclamaban. Miró a Fletcher-. Quizá sea algo que alguien que ha tenido el privilegio de estudiar en Hotchkiss y Yale no acabe de comprender del todo.

Maldita sea, pensó Fletcher, me he olvidado de decir que Annie está en una junta escolar y que hemos inscrito a Lucy en una escuela pública local. Nunca se le había olvidado en las reuniones preparatorias, donde no eran más de doce.

Siguieron las habituales preguntas sobre los impuestos, la atención sanitaria, el transporte público y la seguridad ciudadana. Fletcher se recuperó de la andanada inicial y tuvo la sensación de que la cosa acabaría en un empate hasta que el moderador dio paso a la última pregunta.

– ¿Los candidatos se consideran independientes, o bien sus políticas estarán marcadas por la maquinaria del partido y sus votos en el Senado dependerán de las opiniones de políticos retirados?

La pregunta la formuló Jill Bernard, la conductora de un programa de entrevistas que se emitía los fines de semana por la emisora de radio local y en el que Barbara Hunter era una de las tertulianas un día sí y otro también.

– Todos los presentes en esta sala saben que tuve que luchar a brazo partido para conseguir la nominación de mi partido; a diferencia de otros, no me la sirvieron en bandeja -respondió la señora Hunter en el acto-. La verdad es que he tenido que luchar por todo a lo largo de mi vida, dado que mis padres no se podían permitir ningún tipo de lujos. Quiero recordarles que nunca he vacilado en defender mis opiniones cada vez que he creído que mi partido se equivocaba. No me ha hecho muy popular, pero nunca nadie ha dudado de mi independencia. Si me eligen para el Senado, no estaré todo el día pegada al teléfono para que me aconsejen qué debo votar. Tomaré mis decisiones y las mantendré.

Sus palabras fueron acogidas con aplausos y gritos de entusiasmo.

Fletcher volvió a sentir un nudo en el estómago; las manos le sudaban y le temblaban las piernas mientras intentaba poner en orden sus pensamientos. Miró a la audiencia y comprobó que todos le miraban, expectantes.

– Nací en Farmington, solo a unos pocos kilómetros de esta sala. Mis padres llevan toda la vida colaborando con la comunidad de Hartford a través de su trabajo profesional y voluntario, sobre todo en el hospital de San Patricio. -Miró a sus padres, que estaban sentados en la quinta fila. Su padre mantenía la cabeza bien alta, su madre la tenía inclinada-. Mi madre forma parte de tantos comités de entidades benéficas que a veces creo que soy huérfano, pero ambos han venido aquí esta noche para darme su apoyo. Sí, fui a Hotchkiss, y la señora Hunter tiene razón. Fue un privilegio. Sí, fui a Yale, una de las grandes universidades de Connecticut. Sí, me eligieron representante del claustro de estudiantes, y también fui el editor de Law Review, todo ello ayudó a que me contrataran en una de las firmas de abogados más prestigiosas de Nueva York. No voy a disculparme por no haberme conformado nunca con ser el segundo en todo lo que hago. Tampoco me importó en absoluto, sino que lo hice encantado, renunciar a todo eso para regresar a Hartford y poner mi grano de arena en pro de la comunidad donde me crié. Por cierto, con el sueldo que ofrece el estado no creo que me pueda permitir muchos lujos. -Los partidarios de Fletcher aplaudieron. Él esperó a que cesaran y luego añadió con un susurro-: No pretendamos no saber cuál es el fondo de la pregunta: ¿estaré siempre pegado al teléfono pendiente de lo que diga mi suegro, el senador Harry Gates? Eso espero. Estoy casado con su única hija. -Se escuchó un coro de carcajadas-. Pero permítame recordarle algo que usted ya sabe referente a Harry Gates. Ha servido a este distrito durante veintiocho años y siempre lo ha hecho con honor e integridad, en momentos en que esas dos palabras parecían haber perdido todo valor. Sinceramente -Fletcher se volvió para mirar a su oponente-, ninguno de nosotros dos es digno de ocupar su lugar. Pero si resulto elegido, puede estar segura de que me aprovecharé de su sabiduría, su experiencia y su visión de futuro; solo un egocéntrico no lo haría. Pero hay una cosa que quiero dejar bien clara. -Fletcher volvió a mirar al público-. Yo seré la persona que los representará en el Senado.

Fletcher agradeció los aplausos y gritos de apoyo de la mitad de la concurrencia. La señora Hunter había cometido el error de atacarlo en un tema para el que no necesitaba ninguna preparación. La candidata intentó reparar la equivocación en su alegato final, pero el golpe se había hecho sentir.

En cuanto el moderador anunció el final del debate y agradeció la presencia de los candidatos, Fletcher hizo algo que Harry le había recomendado durante la comida del último domingo. Se acercó a su oponente, le estrechó la mano y esperó a que el fotógrafo del Courant tomara la imagen del momento.

A la mañana siguiente, la foto de los dos aparecía en la primera plana; el efecto era exactamente el que había esperado Harry: la imagen de un hombre de un metro ochenta y cinco que parecía un gigante junto a una mujer de metro sesenta y dos. «No se te ocurra sonreír, adopta una expresión seria -le dijo su suegro-. Necesitamos que se olviden de lo joven que eres.»

Fletcher leyó el epígrafe: «No hay nada entre ellos». El editorial decía que él no había estado nada mal en el debate, pero Barbara Hunter continuaba encabezando los sondeos con dos puntos de ventaja cuando solo quedaban nueve días de campaña.

32

– ¿Te importa si fumo?

– No, es Su Ling quien no aprueba el hábito.

– Creo que tampoco me aprueba a mí -afirmó Julia Kirkbridge. Encendió el cigarrillo.

– Debes recordar que la crió una madre muy conservadora -dijo Tom-. Incluso Nat no le pareció al principio un buen partido. Pero cambiará de opinión, especialmente cuando le diga…

– No lo digas -le pidió Julia-. Eso tiene que seguir siendo nuestro pequeño secreto. -Dio una larga calada y luego añadió-: Nat me cae bien. Formáis un buen equipo.

– Así es, pero estoy ansioso por concluir este negocio mientras él está de vacaciones, sobre todo después de su triunfo en la compra de nuestro rival más antiguo.

– Eso lo puedo entender -manifestó Julia-. ¿Cómo ves nuestras posibilidades?

– Todo apunta a que solo habrá dos o tres postores. Las restricciones impuestas en la convocatoria del ayuntamiento evitarán la presencia de aventureros.

– ¿Restricciones?

– El ayuntamiento exige que la subasta sea pública, y además que el monto total se debe pagar en el momento de la firma.

– ¿Por qué insisten en esa cláusula? -Julia se sentó en la cama-. Lo habitual es dar una paga y señal del diez por ciento y después hay un plazo de veintiocho días para pagar el resto.

– Sí, esa es la práctica habitual, pero este solar se ha convertido en un tema político candente. Barbara Hunter ha abogado para que no haya plazos, porque un par de ventas anteriores tuvieron que anularse después de descubrirse que el especulador no tenía fondos suficientes para completar el pago. No olvides que estamos a solo unos días de las elecciones y por tanto quieren asegurarse de que después no surja ningún problema.

– ¿Eso significa que debo depositar los tres millones en tu banco el próximo viernes? -le preguntó Julia.

– No, si tenemos el solar como garantía, el banco te facilitará un préstamo a corto plazo.

– ¿Qué pasará si me echo atrás?

– A nosotros no nos afecta -respondió Tom-. Venderíamos el solar al segundo postor y nos quedaríamos con tus quinientos mil para cubrir cualquier pérdida.

– Bancos -exclamó Julia, que apagó la colilla y se deslizó entre las sábanas-. Nunca pierden.


– Quiero que me hagas un favor -dijo Su Ling cuando el avión comenzó su descenso en el aeropuerto de Los Ángeles.

– Sí, Pequeña Flor, soy todo oídos.

– A ver si puedes pasar toda la semana sin llamar al banco. No olvides que este es el primer gran viaje de Luke.

– También el mío -replicó Nat y abrazó a su hijo-. Siempre he querido visitar Disneylandia.

– No te burles. Hemos hecho un trato, espero que lo mantengas.

– Me gustaría no perder de vista el acuerdo que Tom intenta cerrar con la empresa de Julia.

– ¿No crees que a Tom quizá le gustaría saborear un triunfo exclusivamente suyo, sin necesitar la aprobación del gran Nat Cartwright? Fuiste tú, después de todo, quien decidió confiar en ella.

– He captado el mensaje -respondió Nat, mientras Luke se abrazaba a él cuando el avión se posó en la pista-. ¿Te importa si lo llamo el viernes por la tarde solo para saber si nuestra oferta en el proyecto de Cedar Wood fue aceptada?

– No, no me importa, siempre que esperes hasta el viernes por la tarde.

– Papá, ¿viajaremos en una nave espacial?

– Pues claro. ¿Para qué si no hemos venido a Los Ángeles?


Tom recibió a Julia cuando bajó del tren de Nueva York y la llevó inmediatamente al ayuntamiento. Entraron en el momento en que los empleados de la limpieza acababan de limpiar la sala donde se había celebrado el debate la noche anterior. Tom había leído en el Hartford Courant que más de un millar de personas habían asistido al acto y el editorial dejaba entrever que no había mucho que escoger entre los dos candidatos. Él siempre había votado a los republicanos, pero le pareció que Fletcher Davenport era un tipo que se merecía una oportunidad. La voz de Julia le sacó de sus pensamientos.

– ¿Por qué llegamos tan temprano?

– Quiero familiarizarme con la disposición de la sala -le explicó Tom-, así cuando comience la subasta, no nos pillarán por sorpresa. No te olvides de que todo este asunto se puede acabar en cuestión de minutos.

– ¿Dónde te parece que debemos sentarnos?

– De la mitad hacia atrás en el lado derecho. Ya le he comunicado al subastador la señal que haré cuando puje.

Tom miró hacia el estrado, donde el subastador, que ya había ocupado su lugar en la tribuna, hacía pruebas con el micrófono, y miraba de paso al escaso público, para comprobar que todo estuviese en orden.

– ¿Quiénes son estas personas? -quiso saber Julia.

– Funcionarios del ayuntamiento, incluido el jefe ejecutivo, el señor Cooke, los empleados de la casa de subastas y algún curioso que no tiene nada mejor que hacer un viernes por la tarde. Por lo que veo, solo hay tres postores aparte de nosotros. -Tom consultó su reloj-. Creo que es hora de sentarnos.

Julia y Tom se sentaron al final de una fila en el lado derecho entre el medio y el fondo de la sala. Tom cogió el folleto de la subasta que estaba en uno de los asientos y cuando Julia le rozó la mano, se preguntó cuántas personas serían capaces de darse cuenta de que eran amantes. Abrió el folleto y miró el dibujo de uno de los posibles diseños del nuevo centro comercial. Aún estaba leyendo la letra pequeña cuando el subastador anunció que se abría la puja.

– Damas y caballeros, solo hay una cosa que subastar esta tarde y se trata de un magnífico solar en la parte norte de la ciudad conocido como Cedar Wood. El ayuntamiento ofrece esta propiedad con todos los permisos concedidos para la construcción de un centro comercial. Las condiciones de pago y demás requerimientos están detallados en el folleto que encontrarán en sus asientos. Debo insistir en que si no se cumple con algunos de los requisitos, el ayuntamiento está en su derecho de anular la subasta. -Guardó silencio unos instantes para que el público tuviese tiempo de comprender sus palabras-. Tengo una oferta inicial de dos millones -declaró e inmediatamente miró a Tom.

Aunque Tom no dijo nada ni tampoco hizo señal alguna, el subastador anunció:

– Tengo una nueva oferta por dos millones doscientos cincuenta mil. -El subastador miró a un lado y otro de la sala, a pesar de saber perfectamente dónde estaban sentados los postores. Su mirada se fijó en un muy conocido abogado local en la segunda fila, que levantó el folleto-. El caballero ofrece dos millones y medio. -Miró de nuevo a Tom, que ni siquiera pestañeó-. Dos millones setecientos cincuenta mil. -Otra vez se volvió hacia el abogado, que esperó unos momentos antes de levantar el folleto-. Tres millones -anunció el subastador y sin perder un segundo miró a Tom antes de añadir-: Tres millones doscientos cincuenta mil. -Entonces el abogado pareció titubear.

Julia le apretó la mano a Tom con mucha discreción.

– Creo que ya lo tenemos.

– ¿Tres millones quinientos mil? -preguntó el subastador, atento a la reacción del abogado.

– Todavía no es nuestro -susurró Tom.

– ¿Tres millones quinientos mil? -repitió el subastador, con un tono ilusionado-. Tres millones quinientos -confirmó al ver cómo el folleto se levantaba por tercera vez.

– Maldita sea -musitó Tom, y se quitó las gafas-. Creo que ambos fijamos el mismo límite.

– Entonces subamos a tres seiscientos -dijo Julia-. De esa manera saldremos de dudas.

A pesar de que Tom se había quitado las gafas -la señal de que se retiraba de la puja-, el subastador vio que el señor Russell mantenía una rápida discusión con la mujer sentada a su lado.

– ¿Se retira usted de la puja, señor, o…?

Tom dudó por unos instantes y luego respondió:

– Tres millones seiscientos mil.

El subastador dirigió de nuevo su atención al abogado que había dejado el folleto en el asiento a su lado.

– ¿Puedo decir tres millones setecientos mil, señor, o lo damos por acabado?

El folleto continuó en el asiento.

– ¿Alguna otra oferta? -preguntó el subastador mientras miraba a la docena o poco más de personas sentadas en una sala que la noche antes había acomodado a un millar-. Es la última oportunidad; de lo contrario lo dejaré ir por tres millones seiscientos mil. -Levantó el martillo y, al no obtener ninguna respuesta, descargó un sonoro golpe en la tribuna-. Vendido por tres millones seiscientos mil dólares al caballero al final de la fila.

– Bien hecho -exclamó Julia.

– Te costará otros cien mil -replicó Tom-, pero no podíamos saber que los dos habíamos acordado el mismo límite. Ahora me ocuparé del papeleo, entregaré el cheque y después podremos ir a celebrarlo.

– Excelente idea -declaró Julia, mientras le pasaba los dedos discretamente por la parte interior del muslo.

– Enhorabuena, señor Russell -dijo el señor Cooke-. Su cliente se ha hecho con una muy buena propiedad que estoy seguro de que le dará grandes beneficios a largo plazo.

– Estoy de acuerdo -respondió Tom.

El joven banquero extendió el cheque por los tres millones seiscientos mil dólares y se lo entregó al jefe ejecutivo del ayuntamiento.

– ¿El banco Russell es el titular en esta transacción? -preguntó el señor Cooke con la mirada puesta en la firma.

– No, representamos a un cliente de Nueva York que opera con nosotros.

– Lamento tener que mostrarme puntilloso en este tema, señor Russell, pero las cláusulas de la subasta dejan bien claro que el cheque por el importe total debe ser firmado por el comprador y no por su representante.

– Nosotros representamos a la empresa y tenemos su depósito.

– En ese caso no tendría que ser un problema que su cliente firme el cheque de la cuenta de dicha empresa -señaló el señor Cooke.

– ¿Por qué…? -comenzó Tom.

– No es a mí a quien le corresponde entender las elucubraciones de nuestros representantes electos, señor Russell, pero después del desastre del año pasado con el contrato Aldwich y las preguntas que debo responder a diario a la señora Hunter -exhaló un suspiro-, no me queda otra opción que la de respetar la letra, y el espíritu, del acuerdo.

– ¿Cómo puedo solucionar el tema a estas alturas? -le preguntó Tom.

– Todavía tiene usted tiempo hasta las cinco de la tarde para entregar el cheque firmado por el titular. Si no lo hace, la propiedad le será ofrecida al siguiente postor por tres millones y medio y el consejo le reclamará a usted que abone la diferencia de cien mil dólares.

Tom se apresuró a reunirse con Julia.

– ¿Tienes aquí tu talonario de cheques?

– No -respondió la joven-. Me dijiste que el banco cubriría el pago completo hasta que hiciera la transferencia de fondos el lunes por la mañana.

– Sí, tienes razón. -Tom pensó en una solución-. Creo que se me ha ocurrido algo. Tendremos que ir ahora mismo al banco. -Consultó su reloj; eran casi las cuatro-. Maldita sea -exclamó, consciente de que si Nat no hubiese estado de vacaciones, seguramente habría leído a fondo las condiciones y se hubiera anticipado a las consecuencias.

En el corto trayecto a pie desde el ayuntamiento al banco, Tom le explicó a Julia lo expuesto por el señor Cooke.

– ¿Eso significa que he perdido el solar, por no hablar de los cien mil dólares?

– No, ya se me ha ocurrido una manera de solucionar el asunto, pero necesitaré tu conformidad.

– Si con eso consigo ser la propietaria del solar, haré todo lo que me recomiendes.

En cuanto entraron en el banco, Tom fue directamente a su oficina, cogió el teléfono y le pidió al apoderado que acudiera a su despacho. Mientras esperaba la llegada de Ray Jackson, cogió un talonario y comenzó a rellenarlo con los tres millones seiscientos mil dólares. Llamaron a la puerta y entró el apoderado.

– Ray, quiero que transfieras tres millones cien mil dólares a la cuenta de la señora Kirkbridge.

El apoderado vaciló un momento.

– Necesitaré una autorización antes de transferir esa suma -manifestó-. Está por encima de mi límite.

– Sí, desde luego -respondió el presidente.

Tom cogió el formulario de uno de los cajones de su mesa y rellenó rápidamente las casillas correspondientes. El joven banquero no hizo ningún comentario referente a que se trataba del pago más grande que había autorizado. Le entregó el formulario al apoderado, quien lo leyó con mucha atención. Por un momento pareció como si quisiera protestar por la decisión del presidente, pero después se lo pensó mejor.

– Inmediatamente -repitió Tom.

– Sí, señor -contestó el apoderado y salió sin perder ni un segundo.

– ¿Estás seguro de que es sensato? -le preguntó Julia-. ¿No estás corriendo un riesgo innecesario?

– Tenemos la propiedad y tus quinientos mil dólares, así que está todo controlado. Como diría Nat, es apostar sobre seguro. -Le ofreció el talonario y le pidió a Julia que lo firmara y que escribiera debajo de la firma el nombre de su empresa. Después de comprobar que estaba todo en orden, añadió-: Ahora solo nos queda regresar al ayuntamiento cuanto antes.

Tom intentó mantener la calma mientras esquivaba los coches cuando cruzó la calle antes de subir a la carrera las escalinatas del ayuntamiento. Tuvo que demorarse un par de veces para esperar a Julia, quien le explicó que no era sencillo seguirle calzada con tacones altos. En cuanto entraron en el edificio, Tom se tranquilizó al ver que el señor Cooke continuaba sentado en su mesa al final del vestíbulo. El jefe ejecutivo se levantó al ver que se acercaba la pareja.

– Entrégale el cheque a ese hombre delgado y calvo -le dijo Tom a Julia-, y sonríe.

Julia siguió las indicaciones de Tom al pie de la letra y recibió a cambio una cálida sonrisa. El señor Cooke leyó el cheque atentamente.

– Parece estar todo en orden, señora Kirkbridge. Ahora necesito que me enseñe algún documento que demuestre su identidad.

– Por supuesto. -Julia abrió el bolso y sacó el carnet de conducir.

El señor Cooke miró la foto y la firma.

– No es una foto que le haga justicia -comentó. Julia sonrió-. Bien, solo nos queda el trámite de firmar los documentos en nombre de su empresa.

Julia firmó los documentos por triplicado y le entregó una de las copias a Tom.

– Lo más conveniente es que te la quedes hasta que hayan hecho la transferencia el lunes por la mañana -comentó en voz baja.

El señor Cooke consultó su reloj.

– Ingresaré el cheque a primera hora del lunes, señor Russell -dijo-, y le agradecería que lo abonasen cuanto antes. No quiero darle a la señora Hunter más municiones de las necesarias a solo unos días de las elecciones.

– Lo abonarán en cuanto se ingrese -le aseguró Tom.

– Muchas gracias, señor -le respondió el señor Cooke al hombre con quien jugaba un partido de golf todas las semanas en el campo local.

Tom se moría de ganas de abrazar a Julia, pero se contuvo.

– Tengo que ir al banco para comunicarles que todo ha ido bien; luego nos iremos a casa.

– ¿Es necesario que vayas? -protestó Julia-. Después de todo, no ingresarán el cheque hasta el lunes por la mañana.

– Supongo que tienes razón -admitió Tom.

– Maldita sea -exclamó Julia, y se agachó para quitarse un zapato-. Se me ha roto el tacón con las prisas por subir las escalinatas.

– Lo siento, ha sido culpa mía. No tendría que haberte hecho correr desde el banco. Al final teníamos tiempo más que suficiente.

– No tendrá la menor importancia -comentó Julia, con una sonrisa-, si puedes ir a buscar el coche. Te esperaré en la acera.

– Sí, por supuesto.

Tom bajó rápidamente las escalinatas y cruzó la calle para ir al aparcamiento.

Minutos más tarde detuvo el coche delante del ayuntamiento, pero Julia había desaparecido de la vista. ¿Había vuelto a entrar? Esperó un poco más sin ningún resultado. Maldijo por lo bajo mientras se apeaba del coche mal aparcado y subía de nuevo las escalinatas. Descubrió a Julia en una de las cabinas de teléfono. La muchacha colgó en cuanto le vio aparecer.

– Estaba hablando con Nueva York para informarles del éxito de la operación, cariño. Llamarán a nuestro banco antes de la hora de cierre para que transfieran los tres millones cien mil dólares.

– Una excelente noticia -dijo Tom. Fueron hacia el coche-. ¿Cenamos en la ciudad?

– No, prefiero que vayamos a tu casa y cenemos en la más estricta intimidad -respondió Julia.

Tom no había acabado de aparcar el coche en el camino de entrada, cuando Julia ya se había quitado el abrigo; mientras se dirigían al dormitorio en la segunda planta, la joven fue dejando un rastro de prendas a su estela. Tom estaba en calzoncillos y Julia le quitaba los calcetines cuando sonó el teléfono.

– No atiendas -le pidió Julia mientras se ponía de rodillas y le bajaba los calzoncillos.


– No contesta -dijo Nat-. Seguramente habrá salido a cenar.

– ¿No puedes esperar a que regresemos el lunes? -preguntó Su Ling.

– Supongo que sí -admitió Nat a regañadientes-. Me hubiese gustado saber si Tom consiguió cerrar la operación de Cedar Wood, y si es así, a qué precio.

33

igualados, decía el titular del Washington Post la mañana de las elecciones, empate era la opinión del Hartford Courant. El primero se refería a la lucha entre Ford y Carter por la Casa Blanca; el segundo, a la batalla local entre Hunter y Davenport por un escaño en el Senado del estado. A Fletcher le molestaba que siempre pusieran el nombre de ella primero como si fuese un partido entre Harvard y Yale.

– Lo único que importa ahora -señaló Harry mientras presidía la última reunión de la campaña a las seis de la mañana- es llevar a nuestros partidarios a los colegios electorales.

Ya no era necesario discutir tácticas, políticas y comunicados de prensa. En cuanto se depositara el primer voto, todos los presentes tendrían que ocuparse de una nueva responsabilidad.

Un equipo de cuarenta personas se encargaría de la flota de vehículos, provistos con una lista de votantes que habían pedido que se los llevara hasta el colegio electoral más cercano: los ancianos, los enfermos, los perezosos e incluso aquellos que obtenían un placer perverso al verse llevados hasta las urnas por los voluntarios de un partido y votar por el otro.

Otro equipo, mucho más numeroso, lo formaban aquellos destinados a las baterías de teléfonos instalados en el cuartel general.

– Trabajarán en turnos de dos horas -explicó Harry-; dedicarán ese tiempo a llamar a nuestros partidarios para recordarles que hoy es día de elecciones y más tarde para confirmar que han ido a votar. A algunos habrá que llamarlos tres o cuatro veces antes de que cierren los colegios electorales a las ocho.

El siguiente grupo, al que Harry describió como los adorables aficionados, se encargaría de los locales donde se llevaría un control de los comicios en toda la circunscripción electoral. Llevarían una información actualizada al minuto de cómo iban las elecciones en sus distritos. Podían ser los responsables del seguimiento de grupos de apenas mil votantes o de otros que llegaban a los tres mil, según les correspondiera una zona urbana o rural.

– Son la espina dorsal del partido -le recordó Harry a Fletcher-. Desde el momento en que se deposita el primer voto, tendrán voluntarios en las puertas de los colegios electorales que irán marcando los nombres de los votantes que acuden. Cada media hora los mensajeros se encargarán de recoger las listas para llevarlas a los locales, donde tendrán el padrón electoral completo. Marcarán con una línea roja el nombre de los votantes republicanos, con una azul a los demócratas y amarilla para los que no han declarado el voto. Esto permitirá a los jefes de grupo saber en todo momento cómo se desarrollan las elecciones. Como muchos de los jefes han hecho ese mismo trabajo en varios comicios, podrán ofrecerte una comparación inmediata con las elecciones anteriores. Los detalles, una vez puestos en las pizarras, son transmitidos al cuartel general para evitar que los telefonistas vuelvan a llamar a los que ya han votado.

– Muy bien, todo está claro. ¿Qué se supone que debe hacer el candidato durante todo el día? -preguntó Fletcher, cuando Harry dio por acabada la reunión.

– Mantenerse apartado y no molestar. Por eso tienes tu propio programa. Visitarás los cuarenta y cuatro locales, porque todos esperan ver al candidato en algún momento del día. Jimmy, conocido como «el amigo del candidato», será tu chófer, porque desde luego no podemos permitir que ningún voluntario desperdicie su tiempo contigo.

Una vez acabada la reunión, todos se marcharon a la carrera para incorporarse a sus nuevas funciones. Entonces Jimmy le explicó a Fletcher lo que haría durante el resto del día; tenía mucha experiencia, porque ya había hecho lo mismo con su padre en los dos comicios anteriores.

– Primero las cosas a las que debes decir que no -dijo Jimmy cuando Fletcher se sentó en el asiento del acompañante-. Como visitaremos las cuarenta y cuatro casas que sirven de locales desde primera hora de la mañana hasta las ocho de la tarde cuando cierren los colegios electorales, todos te ofrecerán café; entre las once cuarenta y cinco y las dos y cuarto querrán que comas y a partir de las cinco y media te ofrecerán una copa. Siempre responderás con una cortés pero firme negativa a todas las invitaciones. Solo beberás agua en el coche y a las doce y media dispondremos de media hora para comer en el cuartel general, solo para que vean que ellos también tienen un candidato; no volverás a comer nada hasta que acabe la jornada electoral.

Fletcher creyó que se aburriría, pero en cada visita se encontraba con un nuevo grupo de personajes y nuevas cifras. Durante la primera hora, las hojas solo mostraban unos pocos nombres tachados y los jefes de grupo no tuvieron dificultades para explicarle la participación comparada con los comicios anteriores. Fletcher se sintió más animado al ver que antes de las diez de la mañana aparecían numerosas líneas azules, hasta que Jimmy le advirtió que entre las siete y las nueve los demócratas recibían más votos porque los trabajadores de la industria y de los turnos de noche votaban antes de empezar a trabajar o cuando salían del trabajo.

– Entre las diez y las cuatro, los republicanos se pondrán por delante -añadió Jimmy-, mientras que a partir de las cinco y hasta el cierre de los colegios es siempre la franja horaria en que los demócratas comienzan a recuperarse. Así que reza para que llueva entre las diez y las cinco y que luego haga buen tiempo.

Alrededor de las once, los jefes de grupo informaron de que la participación era un poco más baja que en las pasadas elecciones, en las que votó un cincuenta y cinco por ciento de la población.

– Si está por debajo del cincuenta por ciento, perdemos; si es más del cincuenta ya estamos dentro -explicó Jimmy-. Si se supera el cincuenta y cinco, ganaremos de calle.

– ¿Por qué? -le preguntó Fletcher.

– Porque los republicanos acuden a votar llueva o haga sol, así que siempre se benefician si la participación es baja. Conseguir que nuestra gente vote siempre ha sido el gran problema de los demócratas.

Jimmy no se apartó ni un milímetro del programa. Antes de llegar a una casa le entregaba a Fletcher una hoja con los datos esenciales de la familia que se ocupaba de la zona. Fletcher se aprendía los puntos más importantes antes de que le abrieran.

– Hola, Dick -decía cuando se abría la puerta-. Es muy amable de tu parte permitir que utilicemos tu casa una vez más, porque por supuesto estas son tus cuartas elecciones. -Escuchaba la respuesta-. ¿Cómo está Ben? ¿Continúa estudiando? -Escuchaba la respuesta-. Lamento lo de Buster; sí, el senador Gates me lo comentó. -Escuchaba la respuesta-. Pero ahora tienes otro perro, Buster Jr., ¿no?

Jimmy también tenía su propia tarea. Después de unos diez minutos, susurraba: «Creo que ya es hora de marcharnos». A las doce, comenzó a mostrarse ansioso y omitió el «creo»; a las dos ya estaba desesperado. Después de estrechar las manos de todos y despedirse, siempre tardaban un par de minutos en abandonar la casa. A pesar de los intentos de Jimmy, llegaron al cuartel general veinte minutos después de la hora prevista para la comida.

Fletcher ya no tenía tiempo para sentarse a comer, así que cogió un bocadillo de una mesa donde había una gran variedad de viandas y se lo comió mientras iba con Annie de despacho en despacho para estrechar las manos del mayor número posible de voluntarios.

– Hola, Martha, ¿dónde está Harry? -le preguntó Fletcher a su suegra cuando entró en la sala de los teléfonos.

– En la puerta del Senado, dedicado a hacer lo que es lo suyo. Estrechar manos, dar opiniones y asegurarse de que la gente no se olvide de votar. Llegará en cualquier momento.

Media hora más tarde, Fletcher se cruzó con Harry en el pasillo cuando iba hacia la salida, porque Jimmy había insistido en que si querían visitar todas las casas, no podían salir más tarde de la una y diez.

– Buenos días, senador.

– Buenas tardes, Fletcher, me alegra ver que has encontrado tiempo para comer.

En la primera casa que visitaron después de comer las listas mostraban que los republicanos habían conseguido una pequeña ventaja que se fue consolidando en el transcurso de la tarde. A las cinco, aún le quedaban quince jefes de grupo por visitar.

– Si te saltas alguno -le dijo Jimmy-, se quejará hasta el hartazgo y puedes estar seguro de que no podrás contar con él en las próximas elecciones.

A las seis de la tarde los republicanos estaban por delante y Fletcher procuró no demostrar que se sentía un tanto deprimido. Jimmy le recomendó que se tranquilizara y le prometió que las cosas cambiarían en un par de horas; no hizo mención alguna de que a esas horas, su padre siempre tenía ventaja y por tanto ya sabía que era el ganador. Fletcher envidió a los que ya estaban ocupando los asientos en la sala donde se realizaría el escrutinio.

– Resulta mucho más fácil relajarte cuando tienes claro que has ganado o perdido.

– Eso es algo que no puedo responder -replicó Jimmy-. Papá ganó sus primeras elecciones por ciento veintiún votos antes de que yo naciera y durante los últimos treinta años fue aumentando la mayoría hasta situarla en poco más de once mil, pero como siempre dice, si sesenta y una personas hubiesen votado al rival, no habría ganado aquellas primeras elecciones y quizá nunca habría tenido una segunda oportunidad. -Jimmy se arrepintió de sus palabras en cuanto las dijo.

Sobre las siete, Fletcher se recuperó un poco al ver que aparecían unas cuantas líneas azules más en las hojas y aunque los republicanos seguían en cabeza, la sensación general era que se podía empatar. Jimmy tuvo que acortar las visitas a las últimas seis casas a once minutos, e incluso así llegaron a las últimas dos cuando ya habían cerrado los colegios electorales.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Fletcher cuando salieron de la última casa.

Jimmy consultó su reloj.

– Volvemos al cuartel general, donde escucharás las historias más increíbles. Si ganas, se convertirán en parte de la leyenda; si pierdes, nadie reconocerá haberla contado y se olvidarán rápidamente.

– Y a mí con ellas -comentó Fletcher.

Jimmy no se había equivocado, porque en el cuartel general todos hablaban a la vez, pero solo los más inexpertos o los optimistas por naturaleza se atrevían a pronosticar cuál sería el resultado. El primer sondeo a pie de urna se hizo público un par de minutos después de las ocho y señalaba que Hunter había ganado por los pelos. Los sondeos nacionales indicaban que Ford había derrotado a Carter.

– La historia se repite -opinó Harry cuando entró en la sala-. Esos mismos tipos me decían que Dewey sería nuestro próximo presidente. También dijeron que yo había perdido por los pelos y nosotros nos encargamos de cortárselos, así que no te preocupes por los sondeos, Fletcher, porque son pura paja.

– ¿Qué se sabe de la participación? -preguntó Fletcher, al recordar las explicaciones de Jimmy.

– Demasiado pronto para estar seguros. Desde luego, superior al cincuenta por ciento, pero no llega al cincuenta y cinco.

Fletcher miró a su equipo y se dio cuenta de que ya no servía de nada pensar en cómo ganar votos. Entonces era cuestión de contarlos.

– Ahora ya no podemos hacer nada más -dijo Harry-, excepto asegurarnos de que nuestros escrutadores se registren en el ayuntamiento antes de las diez. El resto de vosotros tendría que tomarse un descanso, nos volveremos a encontrar mientras se realiza el recuento. Tengo el presentimiento de que esta será una noche muy larga.

Mientras iban en el coche hacia Mario’s, Harry le comentó a Fletcher que no tenía mucho sentido aparecer antes de las once.

– Lo mejor será que disfrutemos de una cena tranquila y sigamos los destinos del partido en el resto del país en el televisor de Mario.

Cualquier posibilidad de una cena tranquila se esfumó cuando Fletcher y Harry entraron en el restaurante: varios de los comensales se levantaron y les aplaudieron hasta que llegaron a su mesa en el rincón. Fletcher se alegró al ver que sus padres ya habían llegado y que en esos momentos disfrutaban de una copa.

– ¿Qué les apetece cenar? -preguntó Mario, en cuanto estuvieron todos sentados.

– Estoy demasiado cansada para pensar -replicó Martha-. Mario, ¿por qué no escoge lo que vamos a comer, a la vista de que hasta ahora nunca ha hecho caso de nuestras opiniones?

– Por supuesto, señora Gates -asintió Mario-. Déjelo de mi cuenta.

Annie se levantó para hacerles una seña a Joanna y Jimmy, que acababan de entrar. Mientras Fletcher besaba a Joanna en la mejilla, vio en el televisor a Jimmy Carter, que llegaba a su finca, y unos segundos después al presidente Ford, que bajaba de un helicóptero. Se preguntó qué clase de día habrían pasado.

– Llegas en el momento oportuno -le dijo Harry a Joanna cuando ella se sentó a su lado-. Acabábamos de sentarnos. ¿Qué tal están los chicos?

Mario reapareció en cuestión de minutos con dos grandes bandejas de entrantes, escoltado por un camarero con dos botellas de vino blanco.

– El vino es invitación de la casa -declaró Mario-. Creo que lo conseguirá -le comentó a Fletcher mientras le servía un poco de vino en la copa para que lo catara. Uno más que no se atrevía a predecir el resultado.

Fletcher tocó la rodilla de Annie por debajo de la mesa.

– Voy a decir unas palabras.

– ¿Es necesario? -le preguntó Jimmy y se sirvió una segunda copa de vino-. He escuchado tantos discursos tuyos que tengo para el resto de mi vida.

– Seré breve, te lo prometo -replicó Fletcher mientras se levantaba-, porque todos a quienes quiero darles las gracias están en esta mesa. Comenzaré por Harry y Martha. De no haberme sentado junto a aquel mocoso que era su hijo, jamás hubiese conocido a Annie, o a sus padres, que han cambiado mi vida, aunque en realidad la culpable es mi madre, porque fue ella quien insistió en que fuese a Hotchkiss y no a Taft. Cuán diferente hubiese sido mi vida de haberse salido mi padre con la suya. -Le sonrió a su madre-. Así que muchas gracias a todos. -Se sentó en el momento en que Mario hacía acto de presencia en la mesa con otra botella de vino.

– No recuerdo haberla pedido -dijo Harry.

– Es de parte de un caballero que está al otro extremo del salón.

– Qué amabilidad la suya -opinó Fletcher-. ¿Ha dicho su nombre?

– No, solo dijo que lamentaba no haber podido ayudarle en la campaña porque había tenido mucho trabajo. Es uno de nuestros clientes habituales -añadió Mario-. Creo que tiene algo que ver con el banco Russell.

Fletcher miró al otro extremo del local y asintió cuando Nat Cartwright levantó una mano para saludarle. Tenía la sensación de que le había visto antes.

34

– ¿Cómo lo hizo? -preguntó Tom, con el rostro ceniciento.

– Escogió muy bien a su víctima y, para ser justos, prestó una meticulosa atención a los detalles.

– Eso no explica…

– ¿Cómo sabía que aceptaríamos transferir el dinero? Esa fue la parte más sencilla -dijo Nat-. En cuanto encajaron todas las demás piezas, todo lo que tuvo que hacer Julia fue llamar a Ray y decirle que transfiriera el dinero a otro banco.

– Nuestro banco cierra a las cinco y la mayor parte del personal se marcha antes de las seis, sobre todo si es viernes.

– En Hartford.

– No lo entiendo -insistió Tom.

– Le dijo a nuestro apoderado que transfiriera todo el dinero a un banco en San Francisco, donde eran las dos de la tarde.

– Pero si la dejé sola apenas unos minutos…

– Tiempo más que suficiente para hacer una llamada telefónica a su abogado.

– Si fue así, ¿por qué Ray no me llamó?

– Lo intentó, pero no estabas en el despacho y ella te pidió que no atendieras el teléfono cuando llegasteis a casa; además, no te olvides que cuando te llamé desde Los Ángeles eran las tres y media, o sea, las seis y media en Hartford y el banco ya había cerrado.

– Si tú no hubieses estado de vacaciones… -se lamentó Tom.

– Creo que no me equivoco si digo que ella también lo tuvo en cuenta -opinó Nat.

– Pero ¿cómo…?

– No tuvo más que llamar a mi secretaria para concertar una cita esa semana y averiguar que estaría en Los Ángeles; sin duda, tú se lo confirmaste cuando os conocisteis.

– Sí, lo hice -admitió Tom, después de un breve titubeo-. Así y todo, eso no explica que Ray no se negara a realizar la transferencia.

– Porque tú depositaste todo el dinero en su cuenta, la ley es muy clara en un caso como ese: si ella ordenaba una transferencia, no podíamos hacer otra cosa que cumplir con la orden. Eso fue lo que le dijo el abogado a Ray cuando lo llamó a las cuatro y media, hora en la que tú estabas camino de regreso a casa.

– Ella había firmado un cheque que le entregó al señor Cooke.

– Sí, y si hubieses vuelto al banco e informado a nuestro apoderado de la existencia del cheque, él quizá hubiese podido postergar cualquier decisión hasta el lunes.

– ¿Cómo podía tener la absoluta seguridad de que autorizaría el aporte de fondos a su cuenta?

– No lo tenía. Por eso mismo abrió una cuenta con nosotros y depositó quinientos mil dólares, para hacernos creer que disponía de los fondos para cubrir la compra de Cedar Wood.

– Tú me dijiste que habías investigado a la empresa.

– Lo hice. Kirkbridge y Compañía tiene su sede en Nueva York y obtuvo unos beneficios el año pasado de poco más de un millón de dólares y, sorpresa, sorpresa, la accionista mayoritaria es una tal señora Julia Kirkbridge. Como Su Ling opinaba que era una farsante, llamé para comprobar si esa mañana se celebraba una reunión de la junta. Cuando la recepcionista me informó que no se podía molestar a la señora Kirkbridge porque estaba en dicha reunión, quedó colocada la última pieza del rompecabezas. A eso me refería al hablar de la atención al detalle.

– Así y todo, hay un eslabón que falta -afirmó Tom.

– Sí, y eso la convierte de una timadora vulgar a una estafadora de altos vuelos. En la enmienda de Harry Gates a la ley de subastas públicas encontró el aro por el que tendríamos que pasar.

– ¿Dónde encaja el senador Gates en este asunto? -preguntó Tom.

– Él presentó la enmienda a la ley de subastas donde se estipula que todas las transacciones realizadas por el consejo municipal han de ser pagadas en su totalidad en el momento de firmar el acuerdo.

– Yo le dije que el banco cubriría el monto.

– Ella sabía que con eso no tenía bastante -replicó Nat-, porque la enmienda del senador insiste en que el beneficiario principal -Nat abrió el folleto y le señaló un pasaje que había subrayado- tiene que firmar el cheque y el contrato de la operación. En el momento en que corriste para preguntarle si llevaba el talonario, Julia supo que te tenía cogido por las pelotas.

– ¿Qué hubiese pasado si le decía que la operación quedaba anulada si no ingresaba el dinero?

– En ese caso habría regresado a Nueva York esa misma noche, transferido de nuevo su medio millón al Chase y tú no hubieras tenido noticias de ella nunca más.

– Mientras que de esta manera se embolsó los tres millones cien dólares de nuestro dinero y conservó su medio millón.

– Correcto -asintió Nat-. Cuando los bancos abran esta mañana en San Francisco, el dinero habrá ido a parar a las islas Caimán vía Zurich o incluso Moscú. Haré todas las averiguaciones que pueda, pero no creo que consigamos recuperar ni un centavo.

– ¡Dios mío! -exclamó Tom-. Acabo de recordar que el señor Cooke ingresará el cheque esta mañana y le di mi palabra de que lo pagaríamos en el acto.

– Entonces tendremos que pagarlo -afirmó Nat-. Una cosa es que el banco pierda dinero y otra muy distinta que pierda su reputación, una fama que tu abuelo y tu padre mantuvieron a lo largo de un siglo.

– Lo primero que debo hacer es dimitir -declaró Tom, que miró a su amigo con una expresión muy seria.

– A pesar de que te has portado como un ingenuo, eso es lo último que puedes hacer. A menos, por supuesto, que quieras que todo el mundo se entere de la estafa y se lleven sus cuentas a Fairchild. No, lo único que necesito es tiempo, así que te aconsejo que te tomes algunos días de vacaciones. No se te ocurra volver a mencionar el proyecto de Cedar Wood, y si alguien saca el tema, dile que hable conmigo.

Tom permaneció en silencio durante unos momentos y después comentó:

– La gran ironía es que le pedí que se casara conmigo.

– Y ella demostró ser un genio cuando aceptó -replicó Nat.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Tom.

– Era parte de su plan.

– Una chica lista.

– No estoy muy seguro, porque si vosotros dos os hubieseis casado, estaba dispuesto a ofrecerle un cargo en la junta.

– Así que te engañó a ti también.

– Desde luego -manifestó Nat-. Con sus conocimientos de finanzas no hubiese sido un simple cargo sobre el papel y de haberse casado contigo hubiese ganado mucho más que tres millones cien mil dólares, así que debe de haber otro hombre implicado. -Guardó silencio un momento-. Sospecho que era quien estaba al otro lado de la línea. -Se levantó-. Estaré en mi despacho; recuerda que si en algún momento hablamos otra vez del tema, lo haremos en privado, nada por escrito o por teléfono.

Tom asintió mientras Nat salía del despacho.

– Buenos días, señor Cartwright -dijo la secretaria de Nat al verlo entrar-. ¿Ha disfrutado de sus vacaciones?

– Sí. Muchas gracias, Linda -respondió Nat alegremente-. No sé muy bien quién disfruto más de la visita a Disneylandia, Luke o yo. -La muchacha sonrió-. ¿Algún tema urgente? -preguntó con el mismo tono.

– No lo creo. Los documentos finales para la absorción de Bennett llegaron el viernes pasado, así que a partir del uno de enero, dirigirá dos bancos.

O ninguno, pensó Nat, y añadió en voz alta:

– Necesito hablar con la señora Julia Kirkbridge, directora de…

– Kirkbridge y Compañía -le interrumpió Linda. Nat se quedó de una pieza-. Usted me pidió que averiguara los antecedentes de la empresa antes de marcharse de vacaciones.

– Ah, sí, por supuesto -manifestó Nat, mucho más tranquilo.

Estaba pensando lo que le diría a la señora Kirkbridge, cuando la secretaria lo llamó para decirle que la directora estaba al teléfono.

– Buenos días, señora Kirkbridge, me llamo Nat Cartwright, soy el director ejecutivo del banco Russell en Hartford, Connecticut. Tenemos una propuesta que podría ser interesante para su empresa y como hoy iré a Nueva York, confiaba en que quizá podría usted concederme una cita.

– ¿Puedo llamarle dentro de unos minutos, señor Cartwright? -contestó ella con un impecable acento británico.

– Por supuesto. Esperaré su llamada.

Se preguntó cuánto tiempo tardaría la señora Kirkbridge en verificar que él era el director ejecutivo del banco Russell. Era algo evidente, dado que ni siquiera le había preguntado cuál era su número de teléfono. Cuando el teléfono volvió a sonar, su secretaria le avisó:

– La señora Kirkbridge al aparato.

Nat consultó su reloj; había tardado siete minutos.

– Puedo recibirlo a las dos y media, señor Cartwright. ¿Le va bien?

– Me parece bien. -Colgó el teléfono y llamó a Linda-. Resérvame un pasaje en el tren de las once y media a Nueva York.

La siguiente llamada de Nat fue al banco Riggs en San Francisco, donde le confirmaron lo que ya se temía. Les habían dado instrucciones de transferir el dinero a un banco mexicano a los pocos minutos de haberlo recibido. A partir de allí, Nat sabía que el dinero continuaría su viaje hasta esfumarse del todo. Decidió que sería inútil llamar a la policía si no quería alertar a la comunidad bancaria de lo ocurrido. Sospechó que Julia, o como se llamara de verdad, también lo había previsto.

Se ocupó de atender los asuntos pendientes de su firma hasta la hora de marchar a la estación. Llegó a las oficinas de Kirkbridge en la calle Noventa y siete un par de minutos antes de la hora convenida. Iba a sentarse en la recepción cuando se abrió una puerta y apareció una mujer vestida con mucha elegancia.

– ¿El señor Cartwright?

– Sí.

– Soy Julia Kirkbridge. ¿Quiere pasar a mi despacho?

El mismo impecable acento británico. Nat no recordaba cuándo había sido la última vez que el director de una empresa se había presentado en la recepción en lugar de enviar a una secretaria, sobre todo en Nueva York.

– Admito que me intrigó su llamada -manifestó la señora Kirkbridge mientras le señalaba a Nat un cómodo sillón junto a la chimenea-. No es algo frecuente que un banquero de Connecticut venga a visitarme a Nueva York.

Nat sacó unos documentos de su maletín, mientras intentaba evaluar a la mujer que tenía delante. Sus prendas, como las de la impostora, estaban muy bien cortadas, pero eran de un estilo mucho más conservador, y aunque era delgada y rondaba los treinta y tantos, sus cabellos y ojos oscuros no se parecían en nada a la rubia de Minnesota.

– En realidad es algo muy sencillo -comenzó Nat-. El ayuntamiento de Hartford sacó a subasta un solar con los permisos para la construcción de un centro comercial. El banco compró el solar como inversión y ahora estamos buscando socios. Creemos que podrían estar interesados.

– ¿Por qué nosotros?

– Ustedes estuvieron entre las empresas que participaron en la subasta del solar donde se construyó el centro comercial Robinson, que, dicho sea de paso, resultó todo un éxito, y nos pareció que podrían estar interesados en este nuevo proyecto.

– Me sorprende un tanto que no se les ocurriera ponerse en contacto con nosotros antes de presentarse a la subasta -señaló la señora Kirkbridge-, porque si lo hubiesen hecho, entonces habrían visto que habíamos considerado las disposiciones demasiado restrictivas. -Nat apenas disimuló la sorpresa-. Después de todo -añadió la presidenta-, es nuestro trabajo.

– Sí, lo sé -admitió Nat, con la intención de ganar tiempo.

– ¿Puedo preguntarle por cuánto se subastó?

– Tres millones seiscientos mil dólares.

– Una cifra muy por encima de nuestras estimaciones -comentó la señora Kirkbridge y pasó una página del informe que tenía sobre la mesa.

Nat siempre se había considerado un buen jugador de póquer, pero no tenía manera de saber si la señora Kirkbridge se estaba echando un farol. Solo le quedaba una carta por jugar.

– Bien, lamento haberle hecho perder el tiempo -dijo, e hizo el gesto de levantarse.

– Quizá se equivoca -replicó la ejecutiva, sin moverse-, porque aún me interesa escuchar su propuesta.

– Buscamos un socio al cincuenta por ciento -explicó Nat, mientras se acomodaba de nuevo en el sillón.

– ¿Qué quiere decir exactamente con el cincuenta por ciento?

– Ustedes aportan un millón ochocientos mil, el banco financia el resto del proyecto y una vez amortizado, repartiremos los beneficios a partes iguales.

– ¿Sin comisiones bancarias y el préstamo con un interés preferencial?

– Creo que es un tema a considerar -respondió Nat.

– Si me deja todos los detalles, señor Cartwright, estudiaremos la oferta y le llamaremos. ¿De qué plazo dispongo para comunicarle la decisión?

– Estoy citado con otros dos posibles inversores que también se presentaron a la primera subasta, la del centro comercial Robinson.

Nat no consiguió deducir de su expresión si ella le creía o no.

– Hará cosa de media hora -comentó la señora Kirkbridge con una sonrisa-, recibí una llamada del jefe ejecutivo del ayuntamiento de Hartford, un tal señor Cooke. -Nat se estremeció-. No atendí la llamada porque me pareció prudente verle a usted primero. Sin embargo, me resulta difícil creer que este sea uno de los casos que analizan los alumnos de la Harvard Business School, señor Cartwright, así que quizá sea este el momento adecuado para explicarme el verdadero motivo de su visita.

35

Annie llevó a su marido hasta el ayuntamiento; era el primer momento en todo el día en que estaban solos.

– ¿Por qué no nos vamos sin más a casa? -preguntó Fletcher.

– Supongo que todos los candidatos sienten lo mismo antes del recuento.

– ¿Has caído en la cuenta, Annie, que no hemos comentado qué haré si pierdo las elecciones?

– Siempre he tenido claro que trabajarías en alguna otra firma de abogados. Dios sabe que no han dejado de llegarte ofertas. ¿No fueron los de Simpkins y Welland los que te llamaron porque necesitan un especialista en derecho penal?

– Sí, e incluso me ofrecieron hacerme socio, pero la verdad es que disfruto con la política. Me obsesiona más que a tu padre.

– Eso es imposible -replicó Annie-. Por cierto, me dijo que podemos utilizar su plaza de aparcamiento.

– Ni hablar -dijo Fletcher-. Solo el senador puede ocupar esa plaza. No, buscaremos donde aparcar en alguna de las calles laterales.

Fletcher se fijó en las personas que subían las escalinatas del ayuntamiento.

– ¿Adónde va toda esa gente? -preguntó Annie-. No es posible que todos sean parientes de la señora Hunter.

Fletcher se echó a reír al escuchar el comentario de su esposa.

– No, claro que no, pero el público puede presenciar el recuento desde la galería. Parece evidente que es una vieja tradición en Hartford -explicó mientras Annie encontraba finalmente un sitio donde aparcar el coche a cierta distancia del ayuntamiento.

Fletcher y Annie se cogieron de la mano mientras se unían a la multitud que se dirigía al ayuntamiento. A lo largo de los años, el joven había visto a muchísimos políticos y a sus esposas cogerse de la mano el día de las elecciones; a menudo se había preguntado cuántos de ellos lo hacían solo para las cámaras de la televisión y los fotógrafos. Apretó la mano de Annie cuando subieron las escalinatas e intentó mostrarse relajado.

– ¿Confía plenamente en su victoria, señor Davenport? -le preguntó un periodista de la televisión local y le acercó el micrófono a la boca.

– En estos momentos solo sé que me devoran los nervios -contestó sinceramente.

– ¿Cree usted que ha derrotado a la señora Hunter? -insistió el periodista.

– No tendré ningún inconveniente en responder a su pregunta dentro de un par de horas.

– ¿Le parece que ha sido una campaña limpia?

– Ustedes pueden juzgarlo mejor que yo -respondió Fletcher mientras llegaban a la puerta del ayuntamiento y entraban en el edificio.

Algunos de los espectadores sentados en la galería le aplaudieron al verle entrar en la sala. Fletcher esbozó una sonrisa y respondió a los aplausos con un gesto; confió en parecer tranquilo, aunque no lo estaba. Cuando miró a los que estaban sentados abajo, al primero que vio fue a Harry. Su expresión era pensativa.

El aspecto que ofrecía entonces la sala no se parecía en nada al del día del debate. La mayor parte de los asientos habían sido reemplazados con unas largas mesas dispuestas en forma de herradura. En la mesa central se encontraba el señor Cooke, que había presidido el escrutinio en las siete elecciones anteriores. Esta era la última porque se jubilaba a final de año.

Uno de los funcionarios contaba las cajas negras con las papeletas, que estaban apiladas en el espacio marcado por la herradura. El señor Cooke les había explicado a los candidatos en la reunión mantenida el día anterior que el recuento no comenzaría hasta que los colegios electorales no hubiesen enviado las urnas. Como los colegios electorales cerraban a las ocho, ese proceso solo tardaba alrededor de una hora.

Se escucharon más aplausos y Fletcher vio que saludaban la entrada de Barbara Hunter. La candidata republicana parecía muy segura de sí misma cuando agradeció los saludos de sus partidarios con una amplia sonrisa.

En cuanto se dio por finalizada la recepción de las urnas, los funcionarios rompieron los precintos y vaciaron las papeletas sobre las mesas donde estaban el centenar de voluntarios que realizarían el escrutinio; en cada mesa había tres personas: un representante republicano, otro demócrata y un observador independiente que permanecía de pie detrás de los otros dos. Si el observador tenía alguna duda después de iniciado el recuento, levantaría la mano y el señor Cooke o alguno de sus ayudantes acudiría de inmediato para resolver la situación.

Las papeletas se clasificaban en tres grupos: los votos republicanos, los demócratas y un tercero para los casos dudosos. En la mayoría de las circunscripciones todo este proceso se realizaba a máquina, pero no era así en Hartford, aunque todos sabían que el recuento manual desaparecería en cuanto se jubilara el señor Cooke.

Fletcher comenzó a ir de mesa en mesa, atento al aumento de los montones. Jimmy hacía lo mismo, pero en el sentido opuesto. Harry no se movió mientras controlaba la apertura de las urnas y su mirada prácticamente no se apartaba de lo que ocurría en el espacio delimitado por la herradura. Cuando acabaron de vaciar las urnas, el señor Cooke les indicó a sus ayudantes que contaran los votos y los ordenaran en montones de cien.

– Es este momento la tarea del observador es crucial -le explicó Harry a Fletcher, cuando el joven se detuvo por un instante a su lado-. Tiene que verificar que no cuenten ningún voto dos veces o que no haya dos papeletas pegadas.

Fletcher asintió y prosiguió con la ronda. De vez en cuando se detenía para observar el recuento de una mesa en particular. Pasaba alternativamente de la depresión al entusiasmo, pero dejó de hacerlo cuando Jimmy le comentó que las urnas procedían de diferentes distritos y no se podía saber cuáles pertenecían a un feudo republicano o de un barrio demócrata.

– ¿Cuál es el próximo paso? -le preguntó Fletcher, consciente de que este era el cuarto recuento al que asistía su cuñado.

– Arthur Cooke sumará todos los votos, anunciará cuántas personas han emitido su voto, y calculará el porcentaje de votantes.

Fletcher miró el reloj de pared; eran poco más de las once y en la gran pantalla de televisión, vio a Jimmy Carter que hablaba con su hermano Billy. Los primeros resultados indicaban que los demócratas volverían a la Casa Blanca después de un período de ocho años. ¿Era una señal de que él llegaría a ocupar un escaño en el Senado?

Fletcher volvió a fijarse en el señor Cooke, quien aparentemente no tenía ninguna prisa mientras se ocupaba de sus tareas. Su ritmo no reflejaba el latir de los corazones de los candidatos. Después de recoger todas las planillas, se reunió con sus ayudantes y fue introduciendo todas las cifras en una calculadora, su única concesión a la modernidad. A esto le siguió la labor de apretar las teclas, acompañada de murmullos y gestos de asentimiento, antes de que dos números fueran escritos con toda parsimonia en dos hojas separadas. Luego cruzó la sala con paso majestuoso y subió al estrado. Dio un par de golpecitos en el micrófono, cosa que fue suficiente para que se hiciera el silencio, mientras el público aguardaba con impaciencia escuchar sus palabras.

– Maldita sea -masculló Harry-, ya ha pasado más de una hora. ¿Por qué demonios Arthur no va un poco más rápido?

– Tranquilízate -le pidió Martha-, recuerda que tú ya no eres el candidato.

– El número de personas que ha emitido su voto en las elecciones para el Senado es de cuarenta y dos mil cuatrocientos veintinueve y el porcentaje de participación es del cincuenta y dos coma nueve por ciento.

El señor Cooke abandonó el estrado sin añadir nada más y volvió a su sitio en la mesa central. A continuación su equipo procedió a verificar los montoncitos de cien, pero pasaron otros cuarenta y dos minutos antes de que el jefe ejecutivo subiera de nuevo al estrado. En esta ocasión no fue necesario que pidiera silencio.

– Debo comunicarles que hay setenta y siete votos dudosos. Por tanto, ruego a los candidatos que se acerquen para que decidan qué papeletas se considerarán válidas.

Harry corrió por primera vez en el día y fue a buscar a Fletcher para hablar con él antes de que se reuniera con el señor Cooke en la mesa.

– Eso significa que cualquiera de los dos que está en cabeza, lo está por menos de setenta y siete votos, de lo contrario Cooke no montaría toda esta pantomima de pedir la opinión de los candidatos. -Fletcher asintió con un gesto-. Por tanto, tienes que elegir a alguien que verifique esos votos que son cruciales para ti.

– Eso no es ningún problema -replicó el joven-. Le elijo a usted.

– No me parece conveniente -señaló Harry-, porque eso pondría en guardia a la señora Hunter; para esto necesitas a alguien que ella no vea como una amenaza.

– ¿Qué le parece Jimmy?

– Buena idea, porque creerá que podrá manejarlo.

– Ni hablar -dijo Jimmy, que apareció en aquel momento.

– Quizá necesite que lo hagas -manifestó Harry con un tono de misterio.

– ¿Por qué? -le preguntó su hijo.

– No es más que un presentimiento, pero cuando haya que decidir la validez de ese puñado de votos, el hombre al que se ha de vigilar es el señor Cooke y no la señora Hunter.

– No creo que vaya a intentar nada con cuatro de nosotros a su lado -opinó Jimmy-, sin contar a todo el público de la galería.

– Jamás se le pasaría por la cabeza hacer tal cosa -afirmó Harry-. Es uno de los funcionarios más escrupulosos con los que he tratado, pero detesta a la señora Hunter.

– ¿Alguna razón en particular? -quiso saber Fletcher.

– No ha dejado de incordiarlo todos los días desde el comienzo de la campaña, para que le suministrara estadísticas de todo: desde la vivienda a los hospitales, e incluso los informes legales sobre los permisos de construcción; así que supongo que no le hace ninguna gracia que ella se convierta en miembro del Senado. Ya tiene bastantes cosas de las que ocuparse, como para además tener que atender las llamadas de Barbara Hunter en el tiempo que le quede hasta su jubilación.

– Así y todo, como has dicho, no puede hacer nada al respecto.

– Nada que sea ilegal -apuntó Harry-. No obstante, si hay algún desacuerdo por algún voto, se le pedirá que actúe de árbitro, así que responde «Sí, señor Cooke» a lo que él recomiende, aunque creas que pueda favorecer a la señora Hunter.

– Creo que he captado la idea -dijo Fletcher.

– Pues a mí que me cuelguen si lo entiendo -reconoció Jimmy.


Su Ling echó una última ojeada a la mesa. Cuando sonó el timbre, no se molestó en llamar a Nat, porque sabía que estaba leyéndole a su hijo por enésima vez El gato con botas. «Otra vez, papá», le pedía Luke cada vez que llegaban a la última página. Su Ling abrió la puerta y recibió a Tom, quien traía un ramo de tulipanes. Lo abrazó como si no hubiese pasado nada desde la última vez que se habían visto.

– ¿Te casarás conmigo? -le preguntó Tom.

– Si sabes cocinar, leer El gato con botas, atender la puerta y poner la mesa todo al mismo tiempo consideraré tu propuesta con la mayor atención. -Su Ling cogió el ramo-. Muchas gracias, Tom -añadió, y le besó en la mejilla-. Quedará precioso en la mesa. -La joven sonrió-. Lamento lo de Julia Kirkbridge o como se llamara de verdad.

– No vuelvas a mencionar a esa mujer nunca más -le rogó Tom-. De ahora en adelante, cenaremos los tres solos, un ménage à trois, aunque lamentablemente sin el ménage.

– Pues esta noche no -replicó Su Ling-. ¿Nat no te lo dijo? Ha invitado a cenar a un colega. Creía que tú lo sabías y que yo, como de costumbre, era la última en enterarme.

– A mí no me dijo nada -afirmó Tom, en el momento en que llamaban a la puerta.

– Yo abriré -gritó Nat, que bajó las escaleras de dos en dos.

– Prométeme no hablar de trabajo durante la cena, porque quiero que me lo cuentes todo de tu viaje a Londres.

– Es un placer volver a verte -dijo Nat.

– Fue un viaje muy breve -comentó Tom.

– Dame tu abrigo -dijo Nat.

– ¿Has ido a alguna función de teatro? -le preguntó Su Ling.

– Sí, vi a Judi… -comenzó Tom, y se interrumpió cuando Nat entró con el cuarto comensal.

– Te presento a mi esposa, Su Ling. Querida, esta es Julia Kirkbridge, quien, como sin duda ya sabes, es nuestra socia en el proyecto de Cedar Wood.

– Es un placer conocerla, señora Cartwright.

Su Ling se recuperó mucho antes que Tom.

– Por favor, llámeme Su Ling.

– Muchas gracias, y llámeme Julia.

– Julia, este es el presidente de mi banco, Tom Russell, que esperaba con ansia conocerte.

– Buenas noches, señor Russell. Después de todo lo que Nat me ha dicho de usted, el interés es mutuo.

Tom le estrechó la mano, sin saber qué decir.

– Creo que se impone una copa de champán para celebrar la firma del contrato.

– ¿El contrato? -farfulló Tom.

– Una idea excelente -exclamó Julia.

Nat abrió la botella y sirvió tres copas mientras Su Ling volvía a la cocina. Tom continuó mirando a la segunda señora Kirkbridge. Nat les ofreció las copas.

– Por el proyecto de Cedar Wood -brindó.

– Por el proyecto de Cedar Wood -consiguió repetir Tom.

Su Ling reapareció para decirle a su marido con una sonrisa:

– ¿Quieres acompañar a nuestros amigos a la mesa?

– Creo que ha llegado el momento, Julia, de explicarles a mi esposa y a Tom que no hay secretos entre nosotros.

– No se me ocurre ninguna objeción, Nat, sobre todo después de haber firmado un acuerdo de confidencialidad sobre los detalles de la compra de Cedar Wood. -Julia le dedicó una sonrisa.

– Sí, y creo que debe seguir de esa manera -replicó Nat, que le devolvió la sonrisa, mientras Su Ling servía el primer plato.

– Señora Kirkbridge -dijo Tom, sin probar la sopa de langosta.

– Por favor, llámame Julia; después de todo, nos conocemos desde hace algún tiempo.

– ¿Que nos conocemos? No…

– No es muy halagador por tu parte, Tom -opinó Julia-. No han pasado más que unas semanas desde que nos conocimos mientras yo practicaba footing; me invitaste a una copa y después a cenar en el Cascade. Fue entonces cuando te hablé de que me interesaba el proyecto de Cedar Wood.

– Todo esto me parece muy inteligente -le señaló Tom a Nat-, pero pareces haber olvidado que el señor Cooke, el subastador y nuestro apoderado conocieron a la señora Kirkbridge.

– A la primera señora Kirkbridge, sí, pero no a la verdadera -replicó Nat-. Ya he pensado en eso. No hay ningún motivo para que el señor Cooke tenga que encontrarse de nuevo con Julia, dado que se jubila dentro de unos meses. En cuanto al subastador, fuiste tú quien hizo las ofertas, no Julia, y no tienes motivo para preocuparte por Ray porque voy a trasladarlo a la sucursal de Newington.

– ¿Qué me dices de la gente de Nueva York? -preguntó Tom.

– Ellos no saben nada -respondió Julia-, excepto que he cerrado un trato muy ventajoso. -Se calló un momento-. La sopa de langosta está deliciosa, Su Ling. Siempre ha sido uno de mis platos preferidos.

– Muchas gracias. -Su Ling recogió los cuencos y regresó a la cocina.

– Ahora que Su Ling no está, Tom, te diré que prefiero olvidar cualquier pequeña indiscreción que se rumorea que tuvo lugar el mes pasado.

– Eres un malnacido -le dijo Tom a Nat.

– No seas injusto -le advirtió Julia-. Insistí en saberlo todo antes de firmar el acuerdo de confidencialidad.

Su Ling entró en el comedor con una fuente de cordero asado; el olor era delicioso.

– Ahora entiendo la razón por la que Nat me pidió que preparara la misma cena. En cualquier caso, ¿qué más necesito saber para mantener esta farsa?

– ¿Qué quieres saber? -replicó Julia.

– Supongo que tú eres la verdadera Julia Kirkbridge y que por tanto debes de ser la accionista mayoritaria de la empresa, pero hay algunos detalles que necesito tener claros. ¿Tu marido te pide que vayas a correr por los solares los domingos por la mañana y después le hagas un informe?

Julia se echó a reír.

– No, mi marido nunca me pidió que hiciera algo así. Soy arquitecta.

– ¿Puedo saber si el señor Kirkbridge murió víctima de un cáncer y te dejó la empresa después de enseñarte todo lo que sabía?

– No. El caballero goza de una salud excelente, pero me divorcié de él hace dos años, cuando descubrí que utilizaba las ganancias de la empresa para su beneficio personal.

– ¿Acaso no era suya la empresa? -preguntó Tom.

– Sí, y no me hubiese importado tanto de no ser porque derrochaba todos los beneficios en otra mujer.

– Esa mujer, por una de esas casualidades, ¿no mide casi el metro setenta, es rubia, viste prendas caras y afirma ser de Minnesota?

– Es evidente que la conoces -manifestó Julia-; supongo que fue mi ex marido quien te llamó desde un banco de San Francisco haciéndose pasar por el abogado de la señora Kirkbridge.

– ¿Por casualidad no sabrás dónde pueden estar? -preguntó Tom-. Porque me gustaría matarlos.

– No tengo ni la menor idea -respondió Julia-, pero si finalmente lo averiguas, te ruego que me lo hagas saber. Tú podrías matarla a ella y yo a él.

– ¿Alguien quiere crème brûlée? -preguntó Su Ling.

– ¿Qué respondió la otra señora Kirkbridge a esa pregunta? -quiso saber Julia.


El público que ocupaba la galería permanecía atento a cualquier movimiento y el señor Cooke parecía desear que todos los presentes en la sala fuesen testigos de lo que acontecía. Fletcher y Jimmy dejaron al senador para ir a reunirse con la señora Hunter y su representante en el área marcada por la herradura.

– Tenemos setenta y siete papeletas dudosas -explicó el señor Cooke a los dos candidatos-, de las que creo que cuarenta y tres no son válidas. Sin embargo, hay dificultades en cuanto a las treinta y cuatro restantes. -Ambos candidatos asintieron-. En primer lugar, les mostraré las cuarenta y tres -añadió el jefe del escrutinio, con una mano apoyada en el montoncito más alto- que considero no válidas. Luego repasaremos las treinta y cuatro que continúan en disputa. -Pasó la mano por el montoncito más pequeño. Los candidatos asintieron de nuevo-. Solo digan que no, si no están de acuerdo -manifestó el señor Cooke.

El jefe del escrutinio comenzó a pasar las papeletas del montón más abultado. En ninguna de ellas había marca alguna en las casillas. Como ninguno de los dos candidatos manifestó objeción alguna, acabó el procedimiento en un par de minutos.

– Excelente -dijo el señor Cooke y apartó las papeletas nulas a un lado-, pero ahora debemos considerar las treinta y cuatro cruciales. -Fletcher tomó buena nota de la palabra crucial y se dio cuenta de que el resultado final sería ajustadísimo-. En el pasado -prosiguió el funcionario-, si los candidatos no se ponían de acuerdo, la decisión final se dejaba en manos de un tercero.

– Si se produce un desacuerdo -señaló Fletcher-, estoy absolutamente dispuesto a aceptar sus decisiones, señor Cooke.

La señora Hunter demoró la respuesta porque comenzó a discutir en susurros con su ayudante. Todos esperaron pacientemente a que acabara su consulta.

– Yo también estoy de acuerdo y aceptaré las decisiones del señor Cooke como árbitro -manifestó finalmente.

El señor Cooke agradeció la confianza dispensada con un gesto.

– De las treinta y cuatro papeletas en discusión -comentó-, creo que hay once que no plantearán muchos problemas, porque son lo que llamaría, a falta de mejor descripción, los partidarios de Harry Gates.

El señor Cooke separó del montoncito las once papeletas donde estaba escrito el nombre de Harry Gates en letras mayúsculas que ocupaban todo el papel.

– No hay ninguna duda de que son votos nulos -afirmó la señora Hunter.

– No obstante, dos de ellas -le advirtió el señor Cooke- también tienen una cruz en la casilla del señor Davenport.

– Tienen que ser considerados nulos -manifestó la señora Hunter-, porque como se puede ver, el nombre del señor Gates aparece claramente escrito en toda la papeleta, cosa que los convierte en nulos.

– Pero… -comenzó Jimmy.

– Como es evidente que hay un desacuerdo con estas dos papeletas -lo interrumpió Fletcher-, propongo que el señor Cooke sea quien decida.

El señor Cooke miró a la candidata republicana, que acabó por asentir con una expresión agria.

– Estoy de acuerdo en que la papeleta con la frase «El señor Gates tendría que ser presidente» escrita de un extremo al otro es nula a todos los efectos. -La señora Hunter sonrió-. No obstante, la papeleta que tiene marcada una cruz en la casilla del señor Davenport con el comentario añadido: «pero prefiero al señor Gates», es desde mi punto de vista y de acuerdo con la ley electoral, una clara indicación de la voluntad del votante, por tanto considero que es un voto para el señor Davenport. -La señora Hunter lo miró enfadada pero, consciente de la multitud que la miraba desde la galería, consiguió esbozar una sonrisa-. Ahora podemos pasar a las siete papeletas donde aparece escrito el nombre de la señora Hunter.

– Sin duda todas tienen que ser válidas -apuntó la candidata mientras el señor Cooke las colocaba ordenadamente en una hilera para que los dos adversarios pudieran verlas.

– No, no lo creo -dijo el señor Cooke.

En la primera se leía la frase: «Hunter es la ganadora», con una cruz en la casilla correspondiente.

– Es evidente que esa persona votó por la señora Hunter -aseveró Fletcher.

– Estoy de acuerdo -confirmó el señor Cooke.

Se oyeron unos aplausos en la galería.

– La honradez de ese chico será su ruina -opinó Harry.

– O su grandeza -replicó Martha.

«Hunter será una dictadora» era la frase en la segunda papeleta, sin que apareciera cruz alguna en las casillas.

– Creo que es un voto nulo -dijo el señor Cooke.

La señora Hunter asintió muy a su pesar.

– Una verdad como un templo -susurró Jimmy.

«Hunter es una pájara», «Hunter al paredón», «Hunter está loca», «Hunter es imbécil» y «Hunter para Papa» también fueron declaradas nulas. La representante republicana ni siquiera se molestó en señalar que cualquiera de esos votantes la querían como senadora por Hartford.

– Ahora llegamos al grupo final de dieciséis -anunció el señor Cooke-. Aquí el votante no utilizó una cruz para indicar su preferencia.

Las dieciséis papeletas habían sido colocadas en un montoncito aparte y la primera tenía una marca en la casilla correspondiente al nombre de la señora Hunter.

– Salta a la vista que es un voto mío -se apresuró a decir la candidata.

– Estoy de acuerdo con usted -señaló el señor Cooke-. El votante parece haber señalado su deseo con toda claridad; sin embargo, necesitaré que el señor Davenport acepte que es así antes de continuar.

Fletcher miró por encima de las mesas y buscó la mirada de Harry. El senador asintió disimuladamente.

– Estoy de acuerdo en que es claramente un voto para la señora Hunter -declaró.

Los partidarios de la candidata aplaudieron con entusiasmo. El señor Cooke retiró la papeleta y dejó a la vista otra que también tenía una marca en la casilla de Hunter.

– Ahora que nos hemos puesto de acuerdo en los términos -manifestó la señora Hunter-, este también es un voto para mí.

– Entonces estos dos votos son para la señora Hunter -confirmó el señor Cooke, que retiró la segunda papeleta para dejar al descubierto otra con una marca junto al nombre de Fletcher. Ambos candidatos asintieron-. Dos a uno a favor de Hunter -cantó el señor Cooke antes de retirar la papeleta para enseñar la cuarta, que también tenía una marca en la casilla republicana.

– Tres a uno -dijo la candidata con cierto tono de burla.

Fletcher comenzó a preguntarse si Harry no habría calculado mal. El señor Cooke apartó la papeleta; la siguiente mostraba la marca en la casilla demócrata.

– Tres a dos -apuntó Jimmy mientras el jefe ejecutivo comenzaba a pasar las papeletas más rápido.

Como cada una mostraba una marca bien clara, ninguno de los candidatos podía protestar. El público comenzó a corear el recuento: tres iguales, cuatro a tres -a favor de Fletcher-, cinco a tres, seis a tres, siete a tres, ocho a tres, ocho a cuatro, nueve a cuatro, diez a cuatro, once a cuatro y doce a cuatro.

La señora Hunter no pudo disimular el enojo cuando el señor Cooke, con la mirada puesta en la galería, declaró:

– Acabado el recuento de las papeletas dudosas, el resultado es de catorce para el señor Davenport y seis para la señora Hunter. -Se volvió hacia los candidatos y añadió-: Les agradezco a ambos su generosa colaboración en todo el proceso.

Harry se permitió una sonrisa mientras se sumaba a los renovados aplausos que siguieron a la declaración del señor Cooke. Fletcher se apresuró a salir del espacio acotado para ir a reunirse con su suegro.

– Si ganas por menos de ocho votos, muchacho, sabremos a quién agradecérselo, porque ahora la señora Hunter no puede hacer absolutamente nada al respecto.

– ¿Cuándo sabremos el resultado? -le preguntó Fletcher.

– ¿La votación? Dentro de unos minutos -respondió Harry-, pero el resultado total no estará disponible hasta dentro de varias horas.

El señor Cooke leyó las cifras que aparecían en la calculadora y luego las copió en una hoja, que firmaron sus cuatro ayudantes. Subió al estrado por tercera vez.

– Ahora que ambos candidatos han aceptado la decisión referente a las papeletas dudosas, les informo que el resultado de las elecciones para el Senado correspondientes al condado de Hartford es el siguiente: el señor Fletcher Davenport ha obtenido veintiún mil doscientos dieciocho votos, y la señora Barbara Hunter, veintiún mil doscientos once.

Harry sonrió.

El señor Cooke esperó pacientemente a que se acallaran las aclamaciones del público y entonces anunció antes de que la señora Hunter pudiera intervenir:

– Se volverán a contar los votos.

Harry y Jimmy recorrieron la sala para decirle a cada uno de sus observadores una sola palabra: concentración. Cincuenta minutos más tarde, quedó claro que tres de los montoncitos solo tenían noventa y nueve votos, mientras que otros cuatro tenían ciento uno. El señor Cooke verificó los siete montoncitos por tercera vez, antes de subir al estrado.

– Declaro que el resultado de las elecciones para el Senado correspondientes al condado de Hartford es el siguiente: Fletcher Davenport, veintiún mil doscientos diecisiete votos; Barbara Hunter, veintiún mil doscientos trece.

El señor Cooke tuvo que esperar unos minutos para hacerse oír por encima del barullo.

– La señora Hunter ha solicitado un nuevo recuento.

Esta vez algunos pitidos se mezclaron entre los gritos de entusiasmo, mientras el público se acomodaba para ver cómo se repetía todo el proceso. El señor Cooke insistió en que cada montoncito se verificara por partida doble y, para que no quedara ninguna duda, los repasó uno por uno. No volvió a subir al estrado hasta unos minutos después de la una y en esta ocasión les pidió a los candidatos que lo acompañaran. Dio unos golpecitos en el micrófono para comprobar que funcionaba.

– Declaro que el resultado de las elecciones para el Senado en el condado de Hartford es el siguiente: Fletcher Davenport, veintiún mil doscientos dieciséis; Barbara Hunter, veintiún mil doscientos catorce.

Los pitidos y las aclamaciones fueron más estruendosos y tuvieron que pasar varios minutos antes de que se restableciera el orden. La señora Hunter se acercó al señor Cooke y le susurró lo bastante alto como para que todos lo oyeran que como era más de la una los funcionarios del ayuntamiento debían dar por acabada su jornada y dejaran para el día siguiente un nuevo recuento.

El señor Cooke escuchó cortésmente sus palabras, antes de acercarse al micrófono. Sin embargo, era evidente que se había preparado para cualquier circunstancia.

– Tengo conmigo la normativa de las elecciones. -La levantó para que todos la vieran como un sacerdote que enseña la Biblia-. En este caso se aplica el artículo de la página noventa y uno, que dice lo siguiente. -El silencio se hizo en la sala mientras esperaban a que el señor Cooke diera comienzo a la lectura-. En las elecciones para el Senado, si uno de los candidatos gana en tres recuentos, por pequeña que sea la diferencia, el candidato será proclamado ganador. Por tanto, declaro al señor…

El resto de sus palabras se perdió por las aclamaciones de los partidarios de Fletcher.

Harry Gates se volvió para estrechar la mano de Fletcher y el joven no consiguió escuchar las palabras del ya ex senador. No obstante le pareció que Harry le había dicho:

– Permítame que sea el primero en felicitarle, senador.

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