Libro cuarto
Actos

36

Nat viajaba en el tren de regreso de Nueva York cuando leyó la breve noticia en el New York Times. Había asistido a una reunión de la junta directiva de Kirkbridge y Compañía, donde había informado de que la primera fase de la construcción del centro comercial Cedar Wood estaba terminada. La siguiente etapa consistiría en ofrecer en alquiler los setenta y tres locales que iban desde los trescientos a los tres mil metros cuadrados. Muchas de las empresas que ya tenían tiendas en el centro comercial Robinson habían manifestado su interés por los locales y Kirkbridge y Compañía estaba preparando un folleto y un impreso de solicitud para varios centenares de posibles clientes. Nat también había contratado un anuncio de una página en el Hartford Courant y había aceptado una entrevista sobre el proyecto que sería publicada en la sección de negocios del periódico.

El señor George Turner, el nuevo jefe ejecutivo del ayuntamiento, no tenía más que alabanzas para el nuevo centro comercial y en su informe anual, había destacado la contribución de la señora Kirkbridge como coordinadora del proyecto. En los primeros meses del año, el señor Turner hizo una visita al banco Russell, pero no antes de que Ray Jackson hubiese sido ascendido a director de la sucursal de Newington.

Los progresos de Tom habían sido un poco más lentos puesto que tardó siete meses en reunir el coraje para invitar a Julia a cenar. Ella había tardado siete segundos en aceptar.

En cuestión de semanas, Tom tomaba el tren de las 16.19 a Nueva York todos los viernes por la tarde y regresaba a Hartford los lunes por la mañana. Su Ling no dejaba de preguntarle a su marido cómo iba la relación, pero Nat, contra lo que era habitual, parecía muy poco informado.

– Quizá sabremos algo más el viernes -le dijo Nat, porque Julia iría a la ciudad a pasar el fin de semana y ambos habían aceptado la invitación a cenar con ellos.

Nat releyó la noticia en el New York Times, que no daba muchos detalles, y daba la impresión de que había mucho más que no se mencionaba. «William Alexander, de Alexander Dupont y Bell, ha anunciado su dimisión como socio principal de la firma fundada por su abuelo. El único comentario del señor Alexander ha sido que desde hacía tiempo pensaba en la jubilación anticipada.»

Miró el paisaje de Hartford a través de la ventanilla. Le sonaba el nombre, pero no acababa de ubicarlo.


– El señor Logan Fitzgerald por la línea uno, senador.

– Gracias, Sally.

Fletcher recibía más de un centenar de llamadas todos los días, pero su secretaria solo le pasaba las de los viejos amigos o de cuestiones urgentes.

– Logan, qué alegría. ¿Cómo estás?

– Muy bien, Fletcher, ¿y tú?

– Estupendamente.

– ¿Qué tal la familia?

– Annie todavía me quiere, aunque solo Dios sabe la razón, porque casi nunca salgo del despacho antes de las diez de la noche. Lucy ya va a la escuela y la hemos apuntado en Hotchkiss. ¿Qué tal tú?

– Me acaban de hacer socio -dijo Logan.

– No es ninguna sorpresa, pero de todas maneras mis felicitaciones.

– Gracias, aunque no es el motivo de la llamada. Quería saber si habías leído la noticia de la dimisión de Bill Alexander que ha publicado el Times.

Fletcher sintió como si una mano helada le recorriera la espalda ante la mera mención del nombre.

– No -respondió al tiempo que estiraba la mano para coger el ejemplar del periódico-. ¿Qué página?

– La siete, abajo a la derecha.

El senador pasó rápidamente las páginas hasta que vio el titular: «Dimite un conocido abogado».

– Espera mientras la leo. -Cuando acabó lo único que dijo fue-: No me cuadra. La firma era como una segunda esposa para él y no sé si ha cumplido los sesenta años.

– Cincuenta y siete para ser exactos -le indicó Logan.

– Si no me equivoco, los socios se jubilan a los sesenta y cinco, aunque siguen en activo porque los mantienen como asesores hasta cumplir los setenta. Por eso digo que no me cuadra.

– Hasta que escarbas un poco.

– ¿Qué encuentras si escarbas un poco? -le preguntó Fletcher.

– Un agujero.

– ¿Un agujero?

– Sí, por lo que se ve, desapareció una importante suma de dinero de la cuenta de un cliente cuando…

– Bill Alexander no es persona que goce de mis simpatías -le interrumpió Fletcher-, pero me niego a creer que pudiera apropiarse ni de un centavo de la cuenta de un cliente. Me jugaría mi reputación a que no lo hizo.

– Estoy de acuerdo contigo, pero te interesará mucho más saber que el New York Times no se molestó en publicar el nombre del otro socio que dimitió el mismo día que él.

– Te escucho.

– Nada menos que Ralph Elliot.

– ¿Ambos dimitieron el mismo día?

– Efectivamente.

– ¿Qué explicación dio Elliot para su dimisión? Desde luego no pudo ser que pensaba en la jubilación anticipada.

– Elliot no dio ninguna explicación. Al parecer, la portavoz de la firma comunicó que no haría ninguna declaración al respecto, cosa que en sí misma es toda una novedad.

– ¿La portavoz dijo algo más?

– Solo que era uno de los nuevos socios, pero no hizo mención alguna de que también es el sobrino de Alexander.

– Por lo que se ve, una considerable suma de dinero desaparece de la cuenta de un cliente y el tío Bill prefiere cargar con el muerto antes de manchar la reputación de la firma.

– Eso es lo que parece -comentó Logan.

Fletcher advirtió que le sudaban las manos cuando colgó el teléfono.


Tom entró como una tromba en el despacho de Nat.

– ¿Has visto la noticia en el New York Times sobre la dimisión de Bill Alexander?

– Sí, me sonó el nombre, pero no pude recordar la razón.

– Era la firma donde entró a trabajar Ralph Elliot cuando se licenció en Stanford.

– Ah, sí -dijo Nat. Dejó la estilográfica en la mesa-. ¿Así que ahora es el socio principal?

– No, pero es el otro socio que dimitió el mismo día que Alexander. Joe Stein me ha dicho que desapareció medio millón de la cuenta de un cliente y que los socios tuvieron que reponer esa cantidad de sus propias ganancias. El nombre que circula en la calle es el de Ralph Elliot.

– ¿Por qué tenía que presentar la dimisión el socio principal si es Elliot el responsable?

– Porque Elliot es su sobrino y Alexander presionó para que lo ascendieran a socio aunque aún era demasiado joven para eso.

– Siéntate en la puerta de tu casa y verás pasar el cadáver de tu enemigo.

– Pues yo creo que lo verás vivo y coleando en Hartford -replicó Tom.

– ¿A qué te refieres? -quiso saber Nat.

– Le va diciendo a todo el mundo que Rebecca echa de menos a sus amigos, así que ha decidido traer a su esposa de vuelta a casa.

– ¿Su esposa?

– Así es. Joe dice que se casaron en Nueva York no hace mucho y que ella parecía una ballena.

– Me pregunto quién será el padre -murmuró Nat.

– Acaba de abrir una cuenta en nuestra sucursal de Newington. Es evidente que no sabe que tú eres el director ejecutivo.

– Elliot sabe perfectamente bien quién es el director ejecutivo del banco -dijo Nat, y luego añadió con una sonrisa-: Solo vigila que no deposite medio millón.

– Joe dice que no hay pruebas y lo que es más, la firma tiene fama de ser una tumba, así que no esperes enterarte de nada más por ese lado.

– Elliot no volvería a casa a menos que ya tuviera un empleo -opinó Nat-. Es demasiado orgulloso como para ir a pedir trabajo; la pregunta es: ¿quién podría ser tan tonto como para contratarlo?


El senador atendió la llamada por la línea uno.

– El señor Gates -le avisó la secretaria.

– ¿Negocios o placer? -preguntó Fletcher cuando escuchó la voz de su cuñado.

– Desde luego no es ningún placer -respondió Jimmy-. ¿Te has enterado de que Ralph Elliot ha vuelto a la ciudad?

– No. Logan llamó esta mañana para decirme que había presentado la dimisión en la firma, pero no me comentó nada de su intención de regresar a Hartford.

– Sí. El bufete de abogados Belman y Wayland lo ha contratado como socio a cargo de la sección de empresas. En su contrato se estipula que la firma llevará a partir de ahora el nombre de Belman, Wayland y Elliot. -Fletcher no hizo ningún comentario-. ¿Todavía estás ahí? -le preguntó Jimmy.

– Sigo aquí -contestó Fletcher-. ¿Te das cuenta de que es la firma de abogados que representa al ayuntamiento?

– Además de ser nuestro principal competidor.

– Creía que ya nunca más le vería el pelo.

– Siempre te puedes marchar a Alaska -comentó Jimmy-. Leí en alguna parte que están buscando un nuevo senador.

– Si lo hiciera, él me seguiría.

– No hay ningún motivo para que perdamos el sueño por su culpa -afirmó Jimmy-. Tendrá muy claro que sabemos que se llevó los quinientos mil dólares y sabe que no le conviene exhibirse demasiado hasta que se acallen los rumores.

– Ralph Elliot no sabe lo que es no exhibirse. Entrará en la ciudad como un tornado y nosotros estaremos en su camino.


– ¿Qué más has averiguado? -preguntó Nat.

– Él y Rebecca tienen un hijo y me han dicho que lo han inscrito en Taft.

– Espero que sea más joven que Luke. De lo contrario, enviaré al chico a Hotchkiss.

Tom se echó a reír.

– Lo digo en serio -declaró Nat-. Luke es un chico muy sensible y no tiene por qué pasar por un mal trago.

– También están las consecuencias para el banco ahora que se ha unido a Belman y Wayland.

– Y Elliot -le recordó Nat.

– No te olvides de que son los abogados que supervisan el proyecto de Cedar Wood en representación del ayuntamiento y si alguna vez descubre…

– No hay ningún motivo para que lo haga -señaló Nat-. Sin embargo, será mejor que se lo digas a Julia, a pesar de que han pasado un par de años y de que trasladamos a Ray. Solo cuatro personas conocen toda la historia y yo estoy casado con una de ellas.

– Pues yo me voy a casar con la otra -dijo Tom.

– ¿Que harás qué? -replicó Nat, dominado por el asombro.

– Llevo dieciocho meses proponiéndole matrimonio a Julia, anoche finalmente aceptó. Así que esta noche iré a cenar a tu casa con mi prometida.

– Es una noticia fantástica -exclamó Nat, contento a más no poder.

– Nat, hazme un favor, no esperes hasta el último momento para decírselo a Su Ling.


– No es más que un disparo de advertencia -dijo Harry en respuesta a la pregunta de Fletcher.

– Es una maldita andanada -replicó Fletcher-. Ralph Elliot no tiene la costumbre de advertir a nadie, así que necesitamos averiguar qué demonios se trae entre manos.

– No tengo ni la menor idea -manifestó Harry-. Todo lo que te puedo decir es que George Turner me llamó para contarme que Elliot ha pedido todos los documentos donde aparezca el banco y que ayer por la mañana volvió a llamar para pedir más detalles del proyecto de Cedar Wood, en particular todo lo referente a la ley que presenté en el Senado.

– ¿Por qué el proyecto de Cedar Wood? Ha resultado un éxito de campanillas, las empresas hacen cola para alquilar los locales. ¿Qué estará buscando?

– También ha solicitado copias de todos mis discursos y cualquier nota que redacté cuando se discutió la enmienda Gates. Nadie había pedido nunca las copias de mis viejos discursos, y mucho menos de mis notas -comentó Harry-. Resulta muy halagador.

– Elliot solo halaga para engañar -declaró Fletcher-. ¿Puedes refrescarme los puntos principales de la enmienda Gates?

– Insistí en que cualquier comprador de solares municipales valorados en más de un millón de dólares debe aparecer con su nombre y no ocultar su identidad detrás de las oficinas de un banco o de una firma de abogados, a fin de saber exactamente con quién estábamos tratando. También se dispone que la compra se debe pagar en su totalidad en el momento de firmar el contrato para demostrar que se trata de una empresa solvente. De esta manera se evita cualquier maniobra extraña.

– Es algo que en la actualidad se considera como la práctica más correcta. Varios estados han adoptado la enmienda.

– Quizá solo se trata de un interés de lo más inocente.

– Es evidente que nunca has tratado con Ralph Elliot -dijo Fletcher-. La palabra inocente no forma parte de su vocabulario. Sin embargo, en el pasado siempre ha elegido a sus enemigos con mucho cuidado. Después de que pase unas cuantas veces por delante de la biblioteca Gates, puede que decida que tú eres alguien con quien es mejor estar a buenas. Pero vete con cuidado, seguro que se trae algo entre manos.

– Por cierto, ¿alguien te ha dicho algo de Jimmy y Joanna? -le preguntó su suegro.

– No.

– Entonces mantendré la boca cerrada. Estoy seguro de que Jimmy querrá decírtelo cuando llegue el momento apropiado.


– Enhorabuena, Tom -fue lo primero que dijo Su Ling cuando abrió la puerta-. Me alegro mucho por los dos.

– Es muy amable de tu parte -manifestó Julia mientras Tom le entregaba un ramo de flores a la anfitriona.

– ¿Cuándo os casaréis?

– La boda será en agosto -respondió Tom-, aunque todavía no hemos decidido el día, en caso de que vosotros y Luke tengáis en mente otro viaje a Disneylandia o que Nat tenga que irse a cumplir con su semana de entrenamiento en el ejército.

– No, Disneylandia pertenece al pasado -comentó Su Ling-. Aunque no lo creáis, Luke ahora solo habla de Roma, Venecia e incluso Arlés. Nat no se tiene que presentar en Fort Benning hasta octubre.

– ¿Por qué Arlés? -quiso saber Tom.

– Es donde Van Gogh pintó hacia el final de su vida -dijo Julia en el momento en que Nat entró en la habitación.

– Julia, me alegra que estés aquí porque Luke necesita consultarte sobre un dilema moral.

– ¿Un dilema moral? Creía que nadie se preocupaba por algo así hasta después de la pubertad.

– No, esto es mucho más serio que el sexo y no sé qué decirle.

– ¿De qué se trata?

– ¿Es posible pintar una obra maestra donde aparecen Jesús y la Virgen María si eres un asesino?

– Eso es algo que nunca le ha preocupado demasiado a la Iglesia católica -respondió Julia-. Muchas de las mejores pinturas de Caravaggio están expuestas en el Vaticano, pero de todas maneras iré a hablar con Luke.

– Caravaggio, por supuesto -dijo Su Ling-. No te entretengas mucho porque tengo que hacerte un montón de preguntas.

– Estoy segura de que Tom podrá responderte a casi todas -afirmó Julia.

– No, quiero escuchar tu versión -replicó Su Ling mientras Julia subía las escaleras.

– ¿Le has advertido a Julia de lo que pretende Ralph Elliot? -le preguntó Nat a Tom.

– Sí, y ella no ve ningún problema. Después de todo, ¿cómo va a averiguar Elliot que hubo dos Julia Kirkbridge? Recuerda que la primera solo estuvo con nosotros unos pocos días y que desde entonces nunca más hemos vuelto a saber de ella, mientras que Julia lleva ya un par de años por aquí y la conoce todo el mundo.

– Así y todo, no es su firma la que consta en el cheque original.

– ¿Por qué es eso un problema? -preguntó Tom.

– Porque después de que el banco pagara los tres millones seiscientos mil dólares, el ayuntamiento pidió que le entregáramos el cheque.

– En ese caso estará guardado en algún archivo, e incluso si Elliot lo encontrara, ¿qué razones tendría para sospechar?

– Porque tiene la mente de un malhechor. Ninguno de nosotros piensa como él. -Nat guardó silencio unos instantes-. Hablemos de cosas más importantes que de ese delincuente. Respóndeme a una pregunta antes de que vuelvan Julia y Su Ling. ¿Debo buscar a un nuevo presidente o Julia ha aceptado afincarse en Hartford y transformarse en ama de casa?

– Ninguna de las dos cosas -contestó Tom-. Ha decidido aceptar una oferta de compra de ese tal Trump, que lleva tiempo detrás de su empresa.

– ¿Ha conseguido un buen precio?

– Creía que disfrutaríamos de una plácida velada en familia para celebrar…

– ¿Ha conseguido un buen precio? -le interrumpió Nat.

– Quince millones al contado y otros quince millones en acciones de Trump.

– No está mal -opinó Nat-, aunque es evidente que Trump cree en el futuro del proyecto de Cedar Wood. ¿Qué piensa hacer con el dinero? ¿Abrirá una empresa de bienes raíces en Hartford?

– No. Creo que lo mejor será que te lo explique ella misma -dijo Tom cuando Su Ling salía de la cocina.

– ¿Por qué no invitamos a Julia a que entre a formar parte de la junta? -propuso Nat-. Podríamos ponerla a cargo de nuestra división inmobiliaria. Eso me descargaría de una serie de ocupaciones y tendría más tiempo para atender las cuestiones financieras.

– Eso es algo que ella consideró hace algo así como seis meses.

– ¿Por una de esas casualidades no le habrás ofrecido algún cargo si aceptaba casarse contigo?

– Sí, lo hice la primera vez y ella rechazó ambas cosas. Pero ahora la he convencido para que se case conmigo. Te dejo a ti la parte de convencerla para que entre en la junta, aunque tengo la sensación de que tiene otros planes.

37

Fletcher ocupaba su escaño en la cámara y escuchaba atentamente un discurso sobre el subsidio a la vivienda cuando se produjo una interrupción. Ya tenía sus notas preparadas, porque sería el siguiente orador. Un policía entró en la cámara y le entregó una nota al presidente, que la leyó, la volvió a leer, dio un golpe con el mazo y se levantó.

– Le pido disculpas a mi colega por interrumpir su discurso, pero un hombre armado tiene a un grupo de niños como rehenes en la escuela. Estoy seguro de que el senador Davenport tendrá que marcharse y, dadas las circunstancias, creo que lo más apropiado será dar por acabada la sesión de hoy.

Fletcher se levantó de un salto y llegó a la puerta de la cámara incluso antes de que el presidente suspendiera la sesión. Corrió hasta su despacho, mientras pensaba en lo que debía hacer. La escuela estaba en el corazón de su distrito. Lucy era una de sus alumnas y Annie era la presidenta de la asociación de padres. Rogó por que Lucy no estuviese entre los rehenes. Todo el mundo en el consistorio parecía haberse puesto en movimiento. Fletcher se alegró al ver que Sally le esperaba junto a la puerta de su despacho, libreta en mano.

– Cancela todas las citas de hoy, llama a mi esposa y dile que se reúna conmigo en la escuela, y, por favor, no te apartes del teléfono.

Cogió las llaves del coche y se unió a la multitud que abandonaba el edificio. En el momento en que salía del aparcamiento, un coche de la policía pasó a toda velocidad. Fletcher pisó el acelerador a fondo y se pegó al otro coche que se dirigía a la escuela. La fila de coches se hacía cada vez más larga, porque eran muchos los padres que iban a buscar a sus retoños; algunos parecían desesperados después de escuchar la noticia en las radios de los coches, mientras que otros mostraban por sus expresiones que no se habían enterado.

Fletcher continuó pisando el acelerador para mantenerse a un par de metros del vehículo oficial y lo siguió cuando el coche de la policía se pasó al otro carril y avanzó contra dirección, con las luces de emergencia encendidas y la sirena a todo volumen. El agente en el asiento del pasajero utilizó el altavoz para advertirle al coche que los seguía que se apartara, pero Fletcher no hizo el menor caso, a sabiendas de que no pararían. Siete minutos más tarde ambos coches se detuvieron con gran estrépito de frenos delante de la barrera que la policía había instalado delante de la escuela. El agente que le había hecho la advertencia saltó del coche y corrió hacia Fletcher en el momento en que él se apeaba del coche. Desenfundó la pistola y gritó:

– No se mueva. Apoye las manos en el coche, donde pueda verlas.

El conductor, que solo estaba un paso detrás de su colega, dijo:

– Lo siento, senador, no sabíamos que era usted.

Fletcher corrió hacia la barrera.

– ¿Dónde puedo encontrar al jefe del operativo?

– Ha instalado su puesto de mando en el despacho del director. Buscaré a alguien que lo acompañe hasta allí, senador.

– No es necesario. Conozco el camino.

– Senador… -comenzó a decir el agente, pero ya era demasiado tarde.

Fletcher corrió por el camino hacia la escuela, sin darse cuenta de que el edificio estaba rodeado por agentes del grupo de operaciones especiales, que apuntaban con sus fusiles en la misma dirección. Le sorprendió lo rápido que la gente le abrió paso en cuanto le vieron. Era una extraña manera de recordarle que él era su representante.

– ¿Quién demonios es ese tipo? -preguntó el jefe de policía cuando vio a una figura solitaria que cruzaba el patio a la carrera.

– Creo que se trata del senador Davenport -respondió Alan Shepherd, el director de la escuela, después de mirar por la ventana.

– Es lo que me faltaba -protestó Don Culver.

Un segundo más tarde, Fletcher entró en el despacho como una tromba. El jefe de policía lo miró desde detrás de la mesa e intentó disimular la expresión de fastidio cuando el senador se detuvo delante de él.

– Buenas tardes, senador.

– Buenas tardes, jefe -dijo Fletcher, con un leve jadeo.

A pesar de la mirada desconfiada, él sentía cierta admiración por el barrigón y fumador de puros jefe de policía que dirigía el cuerpo de una manera no muy ortodoxa.

Fletcher saludó con un gesto a Alan Shepherd y luego volvió su atención al policía.

– ¿Puede ponerme al corriente? -preguntó mientras intentaba recuperar el aliento.

– Tenemos a un tipo armado en una de las aulas. Al parecer se acercó tranquilamente a plena luz del día pocos minutos antes de acabar las clases. -Culver se volvió hacia un plano esquemático de la planta baja pegado con celo en la pared y señaló un pequeño cuadrado con la leyenda aula de dibujo-. Que sepamos, no hay ninguna razón en particular para que escogiera la clase de la señorita Hudson, aparte de ser la primera puerta que encontró.

– ¿Cuántos niños hay en el aula? -le preguntó Fletcher al director.

– Treinta y uno -respondió Shepherd-. Lucy no está entre ellos.

Fletcher procuró no mostrar el alivio que le produjo la noticia.

– ¿Qué hay del secuestrador? ¿Sabemos algo de él?

– No mucho -contestó Culver-, pero sabremos bastante más en cuestión de minutos. Se llama Billy Bates. Nos han dicho que su esposa lo abandonó hace cosa de un mes, muy poco después de que a él lo despidieran de su trabajo como vigilante nocturno en Pearl’s. Al parecer lo pillaron bebiendo en horas de trabajo y no era la primera vez. Lo han echado de diversos bares durante las últimas semanas y, de acuerdo con nuestros registros, incluso pasó una noche en uno de nuestros calabozos.

– Buenas tardes, señora Davenport -saludó el director, que se levantó.

Fletcher se volvió para mirar a su esposa.

– Lucy no estaba en la clase de la señorita Hudson -la informó sin dilación.

– Lo sé -dijo Annie-. Estaba conmigo. Cuando recibí tu mensaje, la dejé en casa de mis padres y me vine para aquí.

– ¿Conoce a la señorita Hudson? -le preguntó el jefe Culver.

– Estoy segura de que Alan le ha dicho que todo el mundo conoce a Mary, es toda una institución. Creo que es la maestra más veterana de toda la escuela. -El director asintió-. Dudo que haya una sola familia en Hartford donde no haya alguien que estudiara con ella.

– ¿Puede hacerme un perfil? -le preguntó el policía a Shepherd.

– Cincuenta y tantos, soltera, segura de sí misma, serena y muy respetada -contestó el director.

– Se ha dejado usted algo -señaló Annie-. Muy querida.

– ¿Cómo cree que reaccionará sometida a presión?

– Quién puede saber cómo reaccionará nadie cuando se ve sometido a esta clase de presión -opinó Shepherd-, pero no tengo ninguna duda de que daría su vida por cualquiera de sus alumnos.

– Ya me lo temía -declaró Culver- y es mi trabajo asegurarme de que no llegue a ese extremo. -El puro se le había apagado-. Tengo a más de un centenar de hombres alrededor del edificio principal y a un tirador en la azotea del edificio al otro lado de la calle que dice que de vez en cuando ve a Bates.

– Supongo que intentará negociar, ¿no? -preguntó Fletcher.

– Sí, hay un teléfono en el aula y llamamos cada cinco minutos, pero Bates se niega a cogerlo. También hemos instalado altavoces, aunque de momento no hemos conseguido ninguna respuesta.

– ¿Ha considerado la posibilidad de enviar a alguien para que negocie personalmente? -añadió Fletcher cuando sonó el teléfono en la mesa del director.

El jefe de policía atendió la llamada.

– ¿Quién es? -gritó Culver.

– Soy la secretaria del senador Davenport. Quería…

– Sí, Sally, ¿qué pasa? -preguntó Fletcher.

– Acabo de enterarme por la televisión de que el secuestrador se llama Billy Bates. El nombre me resultó conocido, y he comprobado que figura en nuestros archivos. Vino a verle en dos ocasiones.

– ¿Hay algo en el expediente que pueda ayudarnos?

– Vino a verle para hablar en favor del control de armas. Es un tema que le preocupa. En las notas usted escribió: «Las restricciones no son lo bastante severas; seguros en los gatillos; venta de armas a menores; verificación de la identidad».

– Ahora lo recuerdo -asintió Fletcher-. Un hombre inteligente, con muchas ideas aunque poco instruido. Bien hecho, Sally.

– ¿Está seguro de que no se trata sencillamente de un loco? -inquirió el jefe de policía.

– Todo lo contrario -replicó Fletcher-. Es una persona reflexiva, discreta, incluso tímida; su principal queja es que nunca nadie le presta atención. Hay veces en las que esa clase de personas creen que deben hacer una demostración de fuerza cuando todo lo demás ha fracasado. El hecho de que su mujer le abandonara y se llevara a sus hijos, precisamente cuando perdió el trabajo, quizá haya sido la gota que colmó el vaso.

– Entonces tendré que sacarle de ahí como sea -opinó Culver-, de la misma manera que hicieron con aquel tipo en Tennessee que se encerró con todos aquellos funcionarios en la oficina de Hacienda.

– No creo que sea un caso comparable -señaló Fletcher-. Aquel hombre tenía antecedentes psiquiátricos. Billy Bates es un pobre hombre solitario que quiere llamar la atención. Son muchas las personas como él que acuden a mi despacho.

– Pues está muy claro que ha conseguido llamar mi atención -manifestó Culver.

– Eso es precisamente lo que pretendía al recurrir a estos extremos -replicó Fletcher-. ¿Por qué no me deja que intente hablar con él?

El jefe Culver se quitó el puro de la boca por primera vez; los subalternos hubieran podido decirle a Fletcher qué estaba pensando.

– De acuerdo, pero solo quiero que le convenza de que atienda el teléfono. Yo me ocuparé de las negociaciones. ¿Está claro? -Fletcher asintió con un gesto. El jefe Culver llamó a su ayudante-. Dale, avisa de que el senador y yo vamos a salir. -Cogió el megáfono y añadió-: Vamos allá, senador.

Mientras caminaban por el pasillo, Culver le hizo a Fletcher una última recomendación:

– Cuando salga, no se aparte más de un par de pasos de la puerta y no olvide que el mensaje debe ser lo más sencillo posible, porque lo único que quiero es que atienda el teléfono.

Fletcher asintió mientras Culver le abría la puerta. Dio unos pasos antes de detenerse y luego levantó el megáfono.

– Billy, soy el senador Davenport. Usted vino a verme en un par de ocasiones. Queremos hablar con usted. Por favor, ¿podría atender el teléfono que está en la mesa de la señorita Hudson?

– Continúe repitiendo el mensaje -le ordenó Culver.

– Billy, soy el senador Davenport. Por favor, ¿podría…?

Un agente llegó a la carrera.

– Se ha puesto al teléfono, jefe -informó-, pero dice que solo hablará con el senador.

– Yo decidiré con quién hablará -replicó Culver-. A mí nadie me da órdenes. -Entró en el edificio y corrió al despacho del director-. Soy el jefe Culver. Escúcheme, Bates, si cree… -Se cortó la comunicación-. ¡Maldita sea! -exclamó el jefe de policía en el momento en que Fletcher entraba en el despacho-. Me ha colgado. Tendremos que intentarlo de nuevo.

– Quizá no mentía cuando dijo que solo hablaría conmigo.

Culver se quitó el puro de la boca una vez más.

– Muy bien, pero en cuanto consiga calmarlo, me pasará el teléfono.

Salieron de nuevo al patio y Fletcher empuñó el megáfono.

– Lo siento, Billy, ¿puede llamar de nuevo? Le prometo que esta vez seré yo quien le atienda.

Fletcher y Don Culver regresaron al despacho del director. Billy ya aguardaba al otro extremo de la línea.

– El senador acaba de entrar en mi despacho -le informó Shepherd.

– Ya estoy aquí, Billy, soy Fletcher Davenport.

– Senador, antes de que diga nada, le advierto que no pienso moverme mientras la policía siga apuntándome con todos esos fusiles. Dígales que se aparten si no quieren tener un cadáver en sus manos.

Fletcher miró a Culver, quien volvió a quitarse el puro de la boca antes de asentir.

– El jefe de policía está de acuerdo -dijo Fletcher.

– Le volveré a llamar en cuanto no vea a ninguno de ellos.

– Muy bien -intervino Culver-, que todo el mundo se retire, excepto el tirador en la azotea del edificio al otro lado de la calle. Bates no tiene manera de verlo.

– ¿Qué pasará ahora?

– Esperaremos a que ese malnacido vuelva a llamar.


Nat respondía a una pregunta sobre los planes de pensiones cuando su secretaria entró en la sala de juntas sin llamar. Todos se dieron cuenta de que debía de tratarse de algo muy grave porque Linda nunca había interrumpido antes una sesión de la junta. Nat guardó silencio cuando vio la expresión de angustia en el rostro de la joven.

– Hay un hombre armado en la escuela… -Nat se estremeció-. Tiene como rehenes a los niños de la clase de la señorita Hudson.

– ¿Luke está…?

– Sí, es uno de ellos -respondió Linda-. La última clase que tiene Luke los viernes es la clase de dibujo de la señorita Hudson.

Nat se levantó de su silla y caminó con paso inseguro hacia la puerta. Ninguno de los presentes hizo comentario alguno.

– La señora Cartwright ya va de camino a la escuela -añadió Linda en el momento que Nat salía de la sala-. Dice que se reunirá con usted allí.

Nat asintió mientras abría la puerta que comunicaba con el aparcamiento subterráneo.

– No te apartes del teléfono -le dijo a Linda antes de montarse en el coche.

Nat enfiló la rampa y salió del aparcamiento. Esta vez, en lugar de girar a la derecha como era habitual, giró a la izquierda.


Sonó el teléfono. Culver apretó el botón de manos libres y señaló a Fletcher.

– ¿Está usted ahí, senador?

– Así es, Billy.

– Dígale al jefe que deje pasar a los equipos de la televisión y a los periodistas a este lado de la barrera; así me sentiré más seguro.

– Eh, espere un momento -intervino Culver.

– No, usted es quien tendrá que esperar -gritó Billy-. Si no lo hace, tendrá a su primer cadáver tendido en el patio. El trabajo será suyo para explicar a los periodistas que ocurrió porque no quiso dejarlos pasar. -Se cortó la comunicación.

– Será mejor que acceda a la petición, jefe -le aconsejó Fletcher-, porque parece evidente que está decidido a hacerse oír como sea.

– Dejen pasar a los periodistas -le ordenó Culver a uno de sus ayudantes.

El agente salió apresuradamente, pero pasaron unos minutos antes de que el teléfono volviera a sonar. Esta vez fue Fletcher quien apretó el botón de manos libres.

– Le escucho, Billy.

– Muchas gracias, señor Davenport, es usted un hombre de palabra.

– ¿Qué es lo que quiere ahora? -terció Culver, incapaz de contenerse.

– No quiero nada de usted, jefe. Prefiero seguir tratando con el senador. Señor Davenport, necesito que venga a reunirse conmigo; es mi única oportunidad para que me escuchen.

– No lo puedo permitir -declaró Culver.

– No creo que sea cosa suya, jefe. Es el senador quien tiene que decidirlo, aunque supongo que querrán discutirlo entre ustedes. Llamaré dentro de dos minutos -añadió Bates, y colgó.

– Estoy dispuesto a aceptar su petición -manifestó Fletcher-. Sinceramente, no creo que tengamos otra alternativa.

– Carezco de autoridad para impedírselo -dijo Culver-, pero quizá la señora Davenport pueda hablarle de las consecuencias.

– No quiero que vayas allí -repuso Annie-. Siempre crees lo mejor de cualquiera y las balas no discriminan.

– Me pregunto si opinarías lo mismo si Lucy estuviese entre los niños secuestrados.

Annie se disponía a responder cuando el teléfono sonó nuevamente.

– ¿Viene usted de camino, senador, o también necesita ver un cadáver para decidirse?

– No, no -exclamó Fletcher-. Ahora mismo voy para allá.

Bates colgó el teléfono.

– Ahora escúcheme con mucha atención -le dijo Culver-. Puedo cubrirle mientras esté en el patio, pero tendrá que arreglárselas solo en cuanto entre en el aula.

Fletcher asintió y a continuación abrazó a Annie durante unos segundos.

Culver le acompañó mientras recorrían el pasillo.

– Llamaré al aula cada cinco minutos. Si puede hablar, le mantendré informado de todo lo que ocurra aquí. Cada vez que le haga una pregunta responda solo sí o no. No le dé ninguna pista a Bates de lo que pretendo averiguar. -Fletcher asintió. Cuando llegaron a la puerta, Culver se sacó el puro de la boca-. Deme la americana, senador. -Fletcher lo miró, sorprendido-. Si no lleva ninguna arma oculta, ¿qué sentido tiene darle a Bates alguna razón para creer que va armado? -Fletcher sonrió mientras el jefe de policía le abría la puerta-. No voté por usted en las últimas elecciones, senador, pero si sale de esta con vida, quizá me lo replantee la próxima vez. Lo siento -añadió-, no es más que mi retorcido sentido del humor. Buena suerte.

Fletcher salió al patio y comenzó a andar lentamente por el camino que llevaba al edificio principal. No veía a ninguno de los tiradores, pero tenía la sensación de que no podían estar muy lejos. Tampoco veía a los equipos de televisión, aunque pudo escuchar las tensas voces de los periodistas cuando entró en la zona iluminada por los focos. El camino que llevaba hasta el edificio principal no tendría más de cien metros. Sin embargo, a Fletcher le pareció que había caminado un kilómetro por la cuerda floja bajo un sol abrasador.

En cuanto llegó al otro extremo del patio subió los cuatro escalones hasta la puerta. Entró en un pasillo oscuro y desierto y esperó hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra. Avanzó sin prisas y se detuvo delante de una puerta donde estaba escrito el nombre de la señorita Hudson en diez colores diferentes. Llamó; la puerta se abrió en el acto y se volvió a cerrar violentamente en cuanto entró. Miró hacia uno de los rincones del aula, donde sonaban unos sollozos ahogados y vio a los niños acurrucados.

– Siéntese allí -le ordenó Bates, que parecía estar tan nervioso como Fletcher.

El senador se sentó como pudo en un pupitre pensado para un niño de nueve años en un extremo de la fila. Miró al hombre de aspecto desaliñado, vestido con unos vaqueros sucios y gastados. La barriga le sobresalía por encima del cinturón, a pesar de que no tendría más de cuarenta años. Permaneció atento mientras Bates cruzaba el aula y se detenía detrás de la señorita Hudson, que continuaba sentada a su mesa delante de los pupitres. Bates empuñó el arma con la mano derecha y apoyó la izquierda en el hombro de la mujer.

– ¿Qué está pasando ahí fuera? -gritó-. ¿Qué intenta hacer el jefe?

– Está esperando recibir noticias mías -respondió Fletcher, con el tono más sereno posible-. Llamará cada cinco minutos. Le preocupan los niños. Ha conseguido convencer a todos los que están ahí fuera de que es usted un asesino.

– No soy un asesino -replicó Bates-. Usted lo sabe.

– Quizá yo sí -admitió Fletcher-, pero si mata a algún niño, Billy, le recordarán durante el resto de sus vidas. En cambio, si mata a un senador, mañana no lo recordará nadie.

– Haga lo que haga, soy hombre muerto.

– No si vamos a enfrentarnos a las cámaras juntos.

– ¿Qué podríamos decirles?

– Que usted fue a verme en dos ocasiones para explicarme algunas ideas muy sensatas e imaginativas sobre el control de armas, pero que nadie le hizo caso. Pues ahora tendrán que ponerse cómodos y escucharle, porque tendrá la oportunidad de hablar con Sandra Mitchell en las noticias de la noche.

– ¿Sandra Mitchell? ¿Está en el patio?

– Por supuesto -afirmó Fletcher- y está desesperada por conseguir que usted le conceda una entrevista.

– ¿Cree sinceramente que le interesará hablar con alguien como yo, señor Davenport?

– No ha venido hasta aquí para hablar con nadie más -le aseguró el senador.

– ¿Se quedará usted conmigo? -preguntó Bates.

– Faltaría más, Billy. Usted sabe muy bien qué pienso sobre el control de armas. La última vez que nos vimos me dijo que había leído todos mis discursos sobre el asunto.

– Sí, los leí, pero ¿de qué me ha servido? -replicó Billy. Apartó la mano del hombro de Mary Hudson y comenzó a caminar lentamente hacia Fletcher, sin dejar de apuntarle con el arma-. La verdad es que usted solo está repitiendo al pie de la letra lo que el jefe le indicó que me dijera.

Fletcher se sujetó a los bordes del pupitre, sin desviar la mirada del hombre. Si estaba dispuesto a correr el riesgo, era consciente de que necesitaba tener a Billy lo más cerca posible. Se inclinó un poco hacia delante mientras continuaba sujetando la tapa del pupitre. El teléfono en la mesa de la señorita Hudson comenzó a sonar. Billy solo estaba a un paso y el repentino campanilleo le hizo volver la cabeza durante una fracción de segundo. Esto le dio a Fletcher la oportunidad de levantar bruscamente la tapa del pupitre y lograr que golpeara en la mano derecha de Billy. La violencia del golpe consiguió que Billy perdiera momentáneamente el equilibrio y al trastabillar se le cayó el arma. Ambos vieron cómo el revólver resbalaba por el suelo para ir a parar a un par de pasos de donde se encontraba la señorita Hudson. Los niños comenzaron a gritar cuando ella se dejó caer de rodillas, cogió el arma y apuntó a Billy.

El secuestrador recuperó el equilibrio y avanzó hacia la maestra, que continuó arrodillada en el suelo y con el arma apuntando al pecho de Billy.

– No será usted capaz de apretar el gatillo, ¿verdad que no, señorita Hudson?

La mujer temblaba cada vez con mayor violencia con cada paso que daba Billy. Estaba a menos de un metro cuando la maestra cerró los ojos y apretó el gatillo. Se oyó un chasquido. Billy sonrió como si algo le hubiese hecho mucha gracia.

– No tiene balas, señorita Hudson. Nunca tuve la intención de matar a nadie. Solo quería que alguien me escuchara para variar.

Fletcher se apartó del pupitre, corrió hacia la puerta y la abrió de par en par.

– Fuera, fuera -gritó, y acompañó el grito con un gesto para animar a los aterrorizados niños.

Una niña alta con unas trenzas muy largas fue la primera en levantarse, cruzar la puerta y echar a correr por el pasillo. Dos más la siguieron. A Fletcher le pareció oír una voz aguda que decía: «Vamos, vamos» mientras mantenía la puerta abierta. En cuestión de segundos todos los demás niños excepto uno pasaron a su lado y desaparecieron por el pasillo. Fletcher miró al niño que aún permanecía en el rincón. El chiquillo se levantó finalmente y caminó hacia el frente de la clase. Se inclinó, cogió a la señorita Hudson de la mano y la llevó hacia la puerta, sin mirar ni una sola vez a Billy. Cuando llegó a la puerta, dijo:

– Muchas gracias, senador. -Y acompañó a su maestra por el pasillo.


Se escuchó una tremenda ovación cuando la niña alta de las trenzas largas apareció a la carrera en la puerta principal. Los focos se centraron en ella y la chiquilla se protegió los ojos con la mano, incapaz de ver a la multitud que la aclamaba. Una madre cruzó el cordón policial y corrió a través del patio para abrazar a su hija. Salieron otros dos niños, mientras Nat pasaba el brazo por los hombros de Su Ling y permanecía atento a la salida de Luke. Al cabo de unos segundos, un grupo más numeroso salió al patio. Su Ling no pudo contener las lágrimas al ver que Luke no estaba entre los que acababan de salir.

– Todavía falta uno además de la maestra -oyó que informaba un reportero de televisión para el informativo de la tarde.

La mirada de Su Ling no se apartó ni un instante de la puerta principal mientras transcurrían lo que más tarde describiría como los dos minutos más largos de su vida.

Se escuchó una ovación todavía más estruendosa cuando la señorita Hudson apareció en la puerta cogida de la mano de Luke. Su Ling miró a su marido, quien hacía lo imposible por contener las lágrimas.

– ¿Se puede saber qué pasa con vosotros los Cartwright, que siempre tenéis que ser los últimos en salir?


Fletcher permaneció junto a la puerta del aula hasta que la señorita Hudson se perdió de vista. Luego la cerró lentamente y se acercó a la mesa para atender el teléfono que no había dejado de sonar.

– ¿Es usted, senador? -preguntó Culver.

– Sí.

– ¿Está bien? Nos pareció oír un estruendo, algo así como una detonación.

– No. Estoy perfectamente. ¿Los niños están bien?

– Sí, tenemos a los treinta y uno -respondió Culver.

– ¿Incluido el último en salir?

– Sí, acaba de reunirse con sus padres.

– ¿Qué hay de la señorita Hudson?

– Ahora mismo está hablando con Sandra Mitchell para Eyewitness News. Le está diciendo a todo el mundo que es usted lo más parecido a un héroe.

– Creo que debe de estar refiriéndose a otra persona -replicó el senador.

– ¿Usted y Bates tienen la intención de reunirse con nosotros en algún momento? -preguntó Culver, sin hacer caso del comentario que atribuyó a una falsa modestia.

– Deme solo cinco minutos más, jefe. Por cierto, le prometí a Billy que él también hablaría con Sandra Mitchell.

– ¿Quién tiene el arma?

– Está en mi poder -le informó Fletcher-. Billy no le causará más problemas. El arma ni siquiera estaba cargada -añadió antes de colgar el teléfono.

– Sabe que van a matarme, ¿verdad, senador?

– Nadie va a matarte, Billy, mientras yo esté contigo.

– ¿Me da su palabra, senador?

– Tienes mi palabra, Billy. Venga, salgamos. Nos enfrentaremos a ellos los dos juntos.

Fletcher abrió la puerta del aula. No le hizo falta buscar un interruptor para encender las luces, porque los focos instalados en el patio iluminaban todo el pasillo.

Billy y él caminaron por el pasillo en silencio. Cuando llegaron a la puerta principal, Fletcher la abrió con mucho cuidado y salió al exterior. La multitud le saludó con grandes aclamaciones, aunque él no podía ver a la gente porque los focos le cegaban.

– Esto saldrá a la perfección, Billy -dijo al tiempo que se volvía hacia el hombre.

Billy vaciló un momento, pero finalmente dio un paso adelante y se situó al costado de Fletcher. Juntos comenzaron a recorrer el camino. Fletcher volvió la cabeza para sonreírle a Billy y repitió:

– Todo saldrá bien.

Pero no había acabado de decirlo cuando una bala atravesó el pecho de Billy. El impacto del proyectil que abatió a Billy hizo que también cayera Fletcher.

El senador se dejó caer de rodillas y se lanzó sobre Billy para protegerlo, pero ya era demasiado tarde. Había muerto.

– ¡No, no, no! -gritó Fletcher, dominado por la desesperación más profunda-. ¿No saben que le había dado mi palabra?

38

– Alguien está comprando nuestras acciones -dijo Nat.

– Espero que así sea -replicó Tom-. Después de todo, cotizamos en Bolsa.

– No, presidente, me refiero a que alguien las está comprando agresivamente.

– ¿Con qué propósito? -preguntó Julia.

Nat dejó la estilográfica sobre la mesa antes de responder.

– Supongo que la intención es apropiarse de nosotros.

Varios de los miembros de la junta comenzaron a hablar al mismo tiempo, hasta que Tom se ocupó de poner orden.

– Escuchemos a Nat.

– Desde hace unos años, nuestra política ha sido comprar las pequeñas entidades bancarias que tenían dificultades e incorporarlas a nuestra cartera; en general, ha resultado ser una política provechosa. Como todos sabéis, mi estrategia a largo plazo es convertir a Russell en la entidad bancaria más importante del estado. Sin embargo, no tuve en cuenta que nuestro éxito nos convertiría, a su vez, en una presa apetecible para una entidad más grande.

– ¿Estás seguro de que alguien está intentando ahora hacerse con el banco?

– Estoy casi seguro, Julia, y tú eres en parte la responsable. La fase más reciente del proyecto de Cedar Wood ha tenido un éxito que solo se puede calificar de fantástico porque ha conseguido prácticamente doblar los beneficios en el ejercicio del año pasado.

– Si Nat tiene razón -intervino Tom-, y sospecho que la tiene, solo hay una pregunta que requiere una respuesta inmediata. ¿Queremos que nos absorban o presentaremos pelea?

– Solo puedo hablar por mí mismo, presidente -respondió Nat-, pero aún no he cumplido los cuarenta y desde luego no entra en mis planes jubilarme antes de tiempo. Opino que no nos queda más alternativa que pelear.

– Estoy de acuerdo -afirmó Julia-. Ya me han absorbido una vez, no pienso dejar que ocurra una segunda vez. En cualquier caso, nuestros accionistas no esperan que nos entreguemos sin más.

– Por no mencionar a uno o dos de los anteriores presidentes -dijo Tom, que miró los retratos de su padre, su abuelo y su bisabuelo, que le observaban desde las paredes de la sala-. No creo que sea necesario someter el tema a votación -añadió-. Por tanto, Nat, explícanos cuáles son las alternativas.

El director ejecutivo abrió una de las tres carpetas que tenía delante.

– En estas circunstancias, la ley no puede ser más clara. Una vez que una compañía o individuo posee el seis por ciento de la empresa asediada, debe declararlo a la Comisión de Vigilancia y Control del Mercado de Valores en Washington, así como comunicar en un plazo de veintiocho días si tiene la intención de presentar una oferta pública de adquisición por el resto de las acciones. Si es así, han de informar del precio que están dispuestos a ofrecer.

– Si alguien está intentando hacerse con el banco -comentó Tom-, no esperará el plazo legal. Cuando consigan el seis por ciento, harán la oferta pública de adquisición el mismo día.

– Estoy de acuerdo, señor presidente -asintió Nat-, pero hasta entonces, no hay nada que nos impida comprar nuestras propias acciones, aunque en este momento estén en la banda alta de la cotización.

– Si lo hacemos, ¿no corremos el riesgo de alertar al enemigo de que conocemos sus intenciones? -preguntó Julia.

– Es posible; por consiguiente, debemos avisar a nuestros agentes de que compren con discreción. De esa manera no tardaremos mucho en averiguar si hay un gran comprador en el mercado.

– ¿Cuántas acciones reunimos entre todos nosotros? -preguntó Julia.

– Tom y yo tenemos un diez por ciento cada uno -respondió Nat-; tú tienes en la actualidad… -consultó las cifras en la segunda carpeta- un poco más del tres por ciento.

– ¿Cuánto dinero tengo depositado en mi cuenta?

Nat pasó a la página siguiente.

– Algo más de ocho millones de dólares, sin contar las acciones de Trump, que has ido liquidando cada vez que hubo demanda en el mercado.

– Entonces, ¿por qué no me encargo yo de comprar las acciones? A los tiburones no les resultaría fácil rastrear al comprador.

– Sobre todo si solo operas a través de Joe Stein en Nueva York -señaló Tom- y después le pides que nos informe si sus agentes consiguen identificar a algún individuo o empresa que esté comprando agresivamente.

Julia comenzó a tomar notas.

– El siguiente paso es contratar al mejor abogado en cuestiones de compras y fusiones de empresas -dijo Nat-. Hablé con Jimmy Gates, que nos ha representado en todas nuestras anteriores operaciones de compra, pero dijo que esto está por encima de sus capacidades. Me recomendó a un tipo de Nueva York -buscó en la tercera carpeta-, Logan Fitzgerald, un especialista en el tema de las ofertas públicas de adquisición. Creo que viajaré a Nueva York antes del fin de semana y averiguaré si está dispuesto a representarnos.

– Muy bien -aprobó Tom-. ¿Hay algo más que debamos hacer mientras tanto?

– Sí, mantén los ojos y los oídos bien abiertos, presidente. Necesito saber lo más rápido posible a quién nos enfrentamos.


– Lamento mucho saberlo -dijo Fletcher.

– No es culpa de nadie -replicó Jimmy-. No voy a negarte que las cosas ya no nos iban muy bien en los últimos tiempos, así que cuando la UCLA le ofreció a Joanna dirigir el departamento de historia, la situación llegó a su punto crítico.

– ¿Cómo se lo han tomado los chicos?

– Elizabeth está bien, y ahora que Harry Júnior está en Hotchkiss, ambos parecen haber madurado lo suficiente para aceptarlo. Creo que a Harry le atrae la idea de pasar las vacaciones de verano en California.

– Lo siento -repitió Fletcher.

– Me temo que en estos tiempos es lo más habitual, ya lo sabes -comentó Jimmy-. No tardará mucho en llegar el momento en que Annie y tú formaréis parte de una minoría. El director me dijo que alrededor del treinta por ciento de los alumnos de Hotchkiss son hijos de padres divorciados. Cuando nosotros estábamos allí, no recuerdo que hubiese más de uno o dos de nuestros compañeros con los padres divorciados. -Se calló unos instantes-. La parte buena es que, si los chicos están en California durante el verano, podré dedicar más tiempo a tu campaña para la reelección.

– Preferiría que Joanna y tú siguierais juntos -manifestó Fletcher.

– ¿Alguna idea de quién será tu oponente? -preguntó Jimmy, que evidentemente deseaba cambiar de tema.

– No -contestó Fletcher-. Me han dicho que Barbara Hunter está desesperada por volver a presentarse, pero los republicanos no la quieren de candidata si pueden encontrar a otra persona con mejores perspectivas.

– Corría el rumor -comentó Jimmy- de que Ralph Elliot estaba considerando la posibilidad de presentarse, pero francamente después de tu triunfo con Billy Bates, creo que ni siquiera el arcángel Gabriel podría desbancarte.

– Billy Bates no fue un triunfo, Jimmy. La muerte de aquel hombre es algo que todavía me atormenta. Podría seguir vivo si me hubiese mostrado más firme con el jefe Culver.

– Ya sé que es así como lo ves, Fletcher, pero la gente opina de otra manera. Tu reelección lo demostró. Lo único que recuerdan es que arriesgaste tu vida para salvar a treinta y un niños y a su maestra favorita. Papá dice que si te hubieses presentado para presidente esa misma semana ahora mismo estarías viviendo en la Casa Blanca.

– ¿Qué tal está el viejo buitre? -preguntó Fletcher-. Me siento un poco culpable porque últimamente no he tenido tiempo para ir a visitarlo.

– Está bien, le gusta creer que sigue controlándolo todo y a todos, aunque solo esté planeando tu carrera.

– ¿Para qué año tiene dispuesto que me presente para presidente? -replicó Fletcher con una sonrisa.

– Todo depende de que primero quieras presentarte para gobernador. Para cuando tú hayas cumplido tu cuarta legislatura como senador, Jim Lewsam estará acabando su segundo mandato.

– Quizá no quiera presentarme para gobernador.

– Quizá el Papa no es católico.


– Buenos días -saludó Logan Fitzgerald y miró a los presentes en la sala de juntas-. Antes de que me lo pregunten -añadió-, la respuesta es Fairchild’s.

– ¡Por supuesto! -exclamó Nat-. Maldita sea, tendría que haberlo descubierto yo solo. Si lo piensas, te das cuenta de que son los compradores obvios. Fairchild’s es el banco más grande del estado: cuenta con setenta y una sucursales y prácticamente no tiene rivales.

– Es evidente que alguien de su junta nos considera un competidor que hay que tener en cuenta -opinó Tom.

– Por tanto, han decidido apartarlos del juego antes de que ustedes pretendan hacer lo mismo con ellos.

– No les culpo -dijo Nat-. Es exactamente lo que haría si estuviese en su lugar.

– También les puedo decir que la idea original no surgió de un miembro de la junta -continuó Logan-. La notificación oficial a la Comisión de Vigilancia y Control del Mercado de Valores fue firmada en su nombre por Belman, Wayland y Elliot, y no hay premio para quien diga cuál de los tres socios estampó su firma en el documento.

– Eso significa que tenemos por delante una batalla muy dura -declaró Tom.

– Efectivamente -confirmó Logan-. Por tanto, lo primero que debemos hacer es empezar a contar. -Miró a Julia-. ¿Cuántas acciones ha comprado en los últimos días?

– Menos del uno por ciento -contestó Julia-, porque hay alguien en el parquet que presiona constantemente al alza. Anoche se lo pregunté a mi agente y me informó de que las acciones habían cerrado a cinco coma veinte.

– Eso está muy por encima de su valor real -intervino Nat-, pero ahora ya no es posible echarse atrás. Le he pedido a Logan que viniera esta mañana para que nos haga una valoración de nuestras posibilidades de supervivencia y para que nos explique en detalle lo que debemos esperar en las próximas semanas.

– En primer lugar, les informaré de cuál era la situación a las nueve de la mañana de hoy, señor presidente -comenzó Logan-. Para evitar la absorción, el banco debe poseer, o tener comprometidas por escrito, el cincuenta y uno por ciento de las acciones. Ahora mismo, la junta tiene poco más del veinticuatro por ciento y sabemos que Fairchild’s ya tiene por lo menos un seis por ciento. A primera vista, todo parece satisfactorio. Sin embargo, dado que Fairchild’s está ofreciendo ahora cinco coma diez dólares por acción durante un período de veintiún días, considero que es mi deber señalarles que si deciden vender sus acciones, solo en dinero en efectivo se embolsarían una cantidad que se aproximaría a los veinte millones de dólares.

– Ya hemos tomado nuestra decisión al respecto -manifestó Tom con voz firme.

– Muy bien, entonces solo disponen de dos alternativas. Pueden superar la oferta de Fairchild’s de cinco coma diez dólares por acción, sin olvidar que según el director ejecutivo ya están muy por encima de su valor real, o bien pueden ponerse en contacto con todos los accionistas para que les den un poder sobre sus acciones.

– La segunda -contestó Nat sin vacilar.

– Como supuse que esa sería la respuesta, señor Cartwright, he realizado un cuidadoso estudio de la lista de accionistas. Esta mañana, había un total de veintisiete mil cuatrocientos doce; la mayoría de ellos tienen pequeñas cantidades, un millar o menos de acciones. Sin embargo, hay un cinco por ciento que permanece en las carteras de tres particulares: dos viudas residentes en Florida, que poseen un uno por ciento cada una, y el viejo senador Harry Gates, que es dueño de un uno por ciento.

– ¿Cómo es eso posible? -preguntó Tom-. Todo el mundo sabe que Harry Gates ha vivido exclusivamente de su salario como senador a lo largo de su vida pública.

– Se lo tiene que agradecer a su padre -le explicó Logan-. Al parecer, era amigo del fundador del banco, quien le ofreció un uno por ciento de la empresa en mil ochocientos noventa y dos. Compró cien acciones por cien dólares y la familia Gates las ha conservado desde entonces.

– ¿Cuál es su valor actual? -quiso saber Tom.

Nat hizo el cálculo.

– Aproximadamente medio millón de dólares, y lo más probable es que ni siquiera lo sepa.

– Jimmy Gates, su hijo, es un viejo amigo mío -comentó Logan-. La verdad es que él me consiguió el empleo. Estoy en condiciones de decirles que en cuanto Jimmy se entere de que Ralph Elliot está implicado en esto, nos otorgarán un poder sobre las acciones inmediatamente. Si pueden hacerse con ellas, y pescar a las dos viudas de Florida, estarán muy cerca de controlar el treinta por ciento; eso significa que necesitarán otro veintiún por ciento para respirar tranquilos.

– Por la experiencia que tengo de las otras compras, al menos un cinco por ciento no se pondrán en contacto con ninguna de las partes -señaló Nat-. Hay que tener en cuenta los cambios de domicilio, las acciones depositadas en fondos e incluso a los particulares que, como Harry Gates, nunca se han preocupado de saber qué tienen en cartera.

– Estoy de acuerdo -asintió Logan-, aunque no estaré tranquilo hasta saber que controlan el cincuenta y uno por ciento.

– ¿Qué tenemos que hacer para que ese veintiún por ciento venga a parar a nuestras manos?

– Dedicar muchas horas de trabajo -respondió Logan-. Para empezar, tendrán que enviarle una carta personal a cada uno de los accionistas, o sea, algo más de veintisiete mil. Esto es lo que he pensado. -Logan repartió las fotocopias de un modelo de carta entre los miembros de la junta-. Verán que hago hincapié en la solidez del banco, su larga historia al servicio de la comunidad, su constante crecimiento que supera a cualquier otra entidad financiera del estado. También les pregunto si quieren que un banco se haga con el monopolio.

– Sí, el nuestro -dijo Nat.

– Todavía no es el momento adecuado para eso -replicó Logan-. Ahora, antes de que decidamos si esta carta es válida, querría saber sus opiniones, dado que tendrá que firmarla el presidente o el director ejecutivo.

– Eso significa tener que firmar más de veintisiete mil cartas.

– Sí, pero se las pueden repartir entre ustedes -dijo Logan con una sonrisa-. No se me ocurriría proponer una tarea digna de Hércules si no estuviese plenamente seguro de que nuestros rivales enviarán una circular encabezada «Estimado/a accionista», y con una elegante firma encima del nombre de su presidente. El toque personal puede significar la diferencia entre salvar el pellejo y la extinción.

– ¿Hay algo en lo que yo pueda ayudar? -preguntó Julia.

– Desde luego que sí, señora Russell -respondió Logan-. He redactado una carta diferente para usted que enviaremos a todas las accionistas. La mayoría de ellas son divorciadas o viudas y probablemente no se preocupan de sus carteras más que de Pascuas a Ramos. Hay casi cuatro mil accionistas mujeres, así que eso le ocupará todo el fin de semana. -Le entregó una copia de la carta-. Verá que hago referencia a su experiencia personal como directora de su propia empresa, además de ser miembro de la junta del banco desde hace siete años.

– ¿Alguna cosa más? -le interrogó Julia.

– Sí. -Logan le entregó otras dos hojas-. Quiero que visite a las dos viudas de Florida.

– Podría ir allí a principios de la semana que viene -propuso Julia después de consultar su agenda.

– No -negó Logan con voz firme-. Llámelas ahora y concierte una cita para mañana mismo. Puede estar segura de que Ralph Elliot ya les habrá hecho una visita.

Julia asintió y comenzó a leer las hojas donde figuraba todo lo que se sabía de las señoras Bloom y Hargaten.

– Por último, Nat -prosiguió Logan-, tendrá que lanzarse a una campaña de prensa bastante agresiva; en otras palabras, tendrá que echar toda la carne en el asador.

– ¿Qué tiene pensado? -preguntó Nat.

– El chico local que triunfa, el héroe de Vietnam, el licenciado de Harvard que regresó a Hartford para hacer grande un banco con su mejor amigo. Tendrá que mencionar incluso su historial como corredor deportivo. Todo el país vive en este momento la euforia de correr, quizá algunos de los que practican el footing sean accionistas. Si algún periodista, ya sea de La gaceta del ciclista, de Labores de punto, le pide una entrevista, dígale que sí.

– ¿Contra quién voy a enfrentarme? -quiso saber Nat-. ¿Contra el presidente de Fairchild’s?

– No, no lo creo -respondió el abogado-. Murray Goldblatz es un banquero muy astuto, pero jamás se arriesgarían a que saliera por televisión.

– ¿Por qué no? -preguntó Tom-. Lleva más de veinte años como presidente de Fairchild’s, es uno de los financieros más respetados en el ramo.

– Estoy de acuerdo, presidente -admitió Logan-. Pero no olvide que sufrió un infarto hace un par de años y, lo que es peor, tartamudea. Quizá a usted no le preocupe porque se ha acostumbrado con el paso de los años, pero lo más probable es que si sale por televisión, el público solo lo verá una vez. Puede que sea el banquero más respetado, pero el tartamudeo equivale a incapacidad. Ya sé que le parecerá injusto, pero puede estar seguro de que ellos lo han pensado.

– En ese caso, creo que mi oponente será Wesley Jackson -murmuró Nat-. Es el banquero más lúcido que he conocido. Incluso le ofrecí formar parte de la junta.

– Me parece muy bien -señaló Logan-. Claro que es negro.

– Estamos en mil novecientos ochenta y ocho -protestó Nat, con tono airado.

– Lo sé, pero más del noventa por ciento de sus accionistas son blancos; por tanto, ellos también lo habrán tenido en cuenta.

– En ese caso, ¿a quién cree que pondrán como oponente?

– No tengo ninguna duda de que se enfrentará a Ralph Elliot.


– ¿Así que los republicanos han acabado por aceptar a Barbara Hunter después de todo? -comentó Fletcher.

– Solo porque nadie más quiso ser tu oponente -afirmó Jimmy-. Piensa que tienes una ventaja de nueve puntos en la intención de voto.

– Sé que le rogaron a Ralph Elliot que saliera al ruedo, pero respondió que no podía considerar la oferta porque estaba muy ocupado con la absorción del banco Russell.

– Una buena excusa -reconoció Jimmy-, pero ese tipo jamás se arriesgaría a aparecer en una papeleta electoral sin tener muy claro que podía ganar. ¿Lo viste anoche en la televisión?

– Sí -Fletcher exhaló un suspiro-, y de no haber estado sobre aviso, me hubiese tragado aquello de «Asegure su futuro y confíe su dinero al banco más grande, sólido y respetable del estado». No ha perdido nada de su viejo carisma. Solo espero que tu padre no se lo haya creído.

– No, Harry ya ha comprometido su uno por ciento con Tom Russell y le dice a todo el mundo que haga lo mismo, aunque se sorprendió cuando le comuniqué el valor actual de sus acciones.

Fletcher se echó a reír.

– Los periodistas financieros calculan que ambas partes tienen un cuarenta por ciento y solo falta una semana para que se cumpla el plazo.

– Sí, creo que será bastante reñido. Confío en que Tom Russell se dé cuenta del cariz que tomará este asunto ahora que Ralph Elliot está implicado -manifestó Fletcher.

– No he podido explicárselo más claro -dijo Jimmy en voz baja.


– ¿Cuándo la enviaron? -preguntó Nat mientras el resto de la junta leía la última carta remitida por Fairchild’s a todos los accionistas.

– Tiene fecha de ayer -contestó Logan-; eso significa que disponemos de tres días para responder, pero mucho me temo que para entonces el daño ya esté hecho.

– Ni siquiera yo hubiese creído que Elliot fuese capaz de cometer semejante infamia -comentó Tom después de leer la carta que llevaba la firma de Murray Goldblatz.

El texto de la carta era el siguiente:


Cosas que usted no sabe de Nathaniel Cartwright,

director ejecutivo del banco Russell:


– El señor Cartwright no nació ni se crió en Hartford.

– Fue rechazado por Yale cuando falsificó su examen de ingreso.

– Abandonó la Universidad de Connecticut sin licenciarse, después de perder las elecciones para el claustro de estudiantes.

– Fue despedido de J. P. Morgan después de hacerle perder al banco medio millón de dólares.

– Está casado con una mujer coreana cuya familia luchó contra los norteamericanos durante la guerra.

– El único empleo que pudo conseguir después de que lo echaran de Morgan fue gracias a su viejo compañero de escuela, quien casualmente es el presidente del banco Russell.


Comprometa sus acciones con Fairchild’s;

garantice que su futuro esté en buenas manos.


– Esta es la respuesta que propongo que enviemos por correo urgente hoy mismo -dijo Logan- y evitar que Fairchild’s tenga tiempo para responderla. -Le entregó una copia a cada miembro de la junta.


Cosas que usted debe saber de Nat Cartwright,

director ejecutivo del banco Russell:


– Nat nació y se crió en Connecticut.

– Fue distinguido con la medalla al honor en Vietnam.

– Obtuvo su licenciatura en Harvard (summa cum laude), antes de ingresar en la escuela de empresariales de Harvard.

– Renunció a su empleo en Morgan, después de hacerle ganar al banco más de un millón de dólares.

– Durante los nueve años que lleva en Russell como director ejecutivo, ha cuadruplicado los beneficios del banco.

– Su esposa es profesora de estadística en la Universidad de Connecticut y su padre fue brigada de la infantería de marina.


Quédese con Russell:

el banco que cuida de usted y cuida de su dinero.


– ¿Puedo enviarla inmediatamente? -preguntó Logan.

– No -respondió Nat, y rompió la carta. Permaneció en silencio durante unos segundos-. No soy persona que se enfada fácilmente, pero estoy dispuesto a acabar con Ralph Elliot de una vez para siempre, así que escuchen con atención.

Veinte minutos más tarde, Tom aventuró el primer comentario.

– Eso representa correr un riesgo muy grande.

– ¿Por qué? -replicó Nat-. Si la estrategia falla, acabaremos todos convertidos en multimillonarios, pero si tiene éxito, tendremos el control del banco más grande del estado.


– Papá está furioso contigo -afirmó Jimmy.

– ¿Por qué, si he ganado? -quiso saber Fletcher.

– Ese es el problema. Has ganado por más de doce mil votos, cosa que ha sido una falta de tacto lamentable -explicó Jimmy mientras observaba a Harry Júnior que corría por el lateral del campo con la pelota controlada-. No te olvides de que solo consiguió una ventaja de once mil votos una vez en veintiocho años, cuando Barry Goldwater se presentaba para presidente.

– Gracias por el aviso -dijo Fletcher-. Supongo que tendré que saltarme las comidas de los dos próximos domingos.

– Más te vale no hacerlo. Es tu turno de escuchar cómo ganó un millón en una noche.

– Sí, Annie me comentó que había vendido las acciones del banco Russell. Creía que se había comprometido a no vendérselas a Fairchild’s a ningún precio.

– Dio su palabra y la hubiese mantenido, pero el día antes de que concluyera la oferta, y las acciones habían alcanzado un precio de siete coma diez dólares, recibió una llamada de Tom Russell, que le aconsejó vender. Incluso le recomendó que se pusiera en contacto directamente con Ralph Elliot para que la venta fuese inmediata.

– Se traen algo entre manos -opinó Fletcher-. Tom Russell jamás le hubiese dicho a tu padre que tratara con Ralph Elliot a menos que aún quede por escribir otro capítulo de esta novela. -Jimmy no abrió la boca-. ¿Podemos deducir por tanto que Fairchild’s ya controla más del cincuenta por ciento?

– Le hice a Logan la misma pregunta, pero me explicó que debido a la confidencialidad del cliente, no podía decirme nada hasta el lunes, cuando la comisión publique la información oficial.

– ¡Ay! -exclamó Jimmy-. ¿Has visto lo que le acaba de hacer ese chico de Taft a Harry Júnior? Tiene suerte de que Joanna no esté aquí, ella hubiese entrado en el campo para darle una azotaina.


– ¿Aquellos que estén a favor? -preguntó el presidente.

Todos los allí reunidos levantaron la mano, aunque Julia pareció titubear durante una fracción de segundo.

– Aprobado por unanimidad -declaró Tom, que luego miró a Nat y añadió-: Quizá quieras explicarnos ahora qué sucederá de aquí en adelante.

– Por supuesto, presidente. A las diez de la mañana, la comisión anunciará que Fairchild’s no ha conseguido el control del banco Russell.

– ¿Cuál es el porcentaje que pueden haber conseguido? -preguntó Julia.

– Tenían el cuarenta y siete coma ochenta y nueve por ciento a medianoche del sábado y quizá hayan conseguido comprar algunas acciones más el domingo, pero lo dudo.

– ¿A qué precio?

– El viernes cerraron a siete coma treinta y dos dólares -contestó Logan-, pero después del anuncio de esta mañana, quedan anuladas automáticamente todas las cesiones y Fairchild’s no puede hacer otra oferta durante por lo menos veintiocho días.

– Entonces será el momento en que pondré en el mercado un millón de acciones de Russell.

– ¿Qué necesidad tienes de hacerlo? -intervino Julia-. No hay ninguna duda de que nuestras acciones caerán en picado.

– También caerán las de Fairchild’s, porque son dueños de casi el cincuenta por ciento de las nuestras y no pueden hacer nada al respecto durante veintiocho días.

– ¿Nada? -repitió Julia.

– Nada -confirmó Logan.

– Si después utilizamos el dinero obtenido con la venta para comprar las acciones de Fairchild’s cuando comiencen a bajar…

– Tendrá que informar a la comisión en el momento en que llegue al seis por ciento -señaló Logan- y al mismo tiempo comunicarles que su intención es asumir el control en firme de Fairchild’s.

– Estupendo -exclamó Nat. Cogió el teléfono y marcó los diez dígitos. Nadie habló mientras el director ejecutivo esperaba a que atendieran la llamada-. Hola, Joe, soy Nat. Seguiremos adelante tal como hemos acordado. A las diez y un minuto quiero que pongas a la venta un millón de nuestras acciones.

– ¿Te das cuenta de que caerán en picado? -dijo Joe-. Convertirás en vendedores a todo el mundo.

– Confiemos en que tengas razón, Joe, porque ese será el momento en que tú comenzarás a comprar acciones de Fairchild’s si crees que han tocado fondo. No dejes de comprar hasta tener el cinco coma nueve por ciento.

– Comprendido.

– Una cosa más, Joe, Asegúrate de tener la línea abierta día y noche, porque no creo que vayas a dormir mucho en las próximas cuatro semanas. -Nat se despidió y colgó el teléfono.

– ¿Estás seguro de que no estamos quebrantando alguna ley? -preguntó Julia, preocupada.

– Desde luego -manifestó Logan-, pero si nos sale bien la jugada, creo que el Congreso tendrá que apresurarse en modificar la legislación referente a la absorción de empresas.

– ¿Consideras que lo que hacemos es ético? -añadió Julia.

– No -admitió Nat-, y nunca se me hubiese ocurrido actuar así de no tratarse de Ralph Elliot. -Guardó silencio unos instantes-. Te advertí que iba a acabar con él. Sencillamente no te dije de qué manera.

39

– Tiene al presidente de Fairchild’s por la línea uno, a Joe Stein por la línea dos y a su esposa por la línea tres.

– Atenderé primero al presidente de Fairchild’s. Pídele a Joe Stein que espere y dile a Su Ling que yo la llamaré.

– Su esposa dijo que era urgente.

– La llamaré en cuestión de minutos.

– Le paso al señor Goldblatz.

A Nat le hubiese gustado disponer de unos momentos para prepararse antes de hablar con el presidente de Fairchild’s; quizá tendría que haberle dicho a su secretaria que él lo llamaría más tarde. Para empezar, ¿cómo debía dirigirse a él? ¿Señor Goldblatz, señor presidente o señor a secas? Después de todo, Goldblatz ya era presidente de Fairchild’s cuando Nat todavía era un estudiante.

– Buenos días, señor Cartwright.

– Buenos días, señor Goldblatz, ¿en qué puedo ayudarle?

– Me preguntaba si quizá podríamos reunimos. -Nat vaciló porque no estaba muy seguro de la respuesta-. Creo que lo más prudente sería que nos viéramos los dos solos -añadió-. So… so… solo nosotros dos.

– Me parece una idea excelente -admitió Nat-, aunque tendría que ser en algún lugar donde nadie nos reconociera.

– ¿Puedo proponerle la catedral de San José? -preguntó el señor Goldblatz-. No creo que nadie me reconozca allí.

Nat se echó a reír al oír el comentario.

– ¿Tiene alguna sugerencia respecto al día y la hora?

– Creo que lo más conveniente sería cuanto antes.

– Estoy de acuerdo.

– ¿Le parece bien esta tarde a las tres? No creo que pueda haber mucha gente en la iglesia un lunes por la tarde.

– En la catedral de San José a las tres. Le veré allí, señor Goldblatz.

En cuanto Nat colgó el teléfono, volvió a sonar.

– Joe Stein -le avisó Linda.

– Joe, ¿cuál es la última noticia?

– Acabo de comprar otras cien mil acciones de Fairchild’s, cosa que te sitúa en el veintinueve por ciento. En estos momentos se cotizan a dos coma noventa dólares, que es menos de la mitad de su precio más alto. Pero tienes un problema -le advirtió Joe.

– ¿De qué se trata?

– Si no te haces con el cincuenta por ciento de aquí al viernes, te encontrarás con el mismo problema que tuvo Fairchild’s hace quince días, así que espero que sepas cuál es tu próxima jugada.

– Puede que quede más claro después de una reunión que tengo esta tarde a las tres -le informó Nat.

– Eso suena interesante -opinó Joe.

– Tal vez -prosiguió Nat-, pero no te puedo adelantar nada por el momento, porque ni siquiera yo sé muy bien de qué se trata.

– Curioso e intrigante -dijo Joe-. Espero ansioso tus noticias. ¿Qué quieres que haga mientras tanto?

– Quiero que continúes comprando todas las acciones de Fairchild’s que aparezcan hasta la hora de cierre. Volveremos a hablar antes de que abra el mercado mañana por la mañana.

– Entendido. Entonces lo mejor será que te deje y vuelva al parquet.

Nat exhaló un largo suspiro e intentó pensar en cuál sería el motivo por el que Goldblatz quería verle. Volvió a coger el teléfono.

– Linda, ponme con Logan Fitzgerald; estará en su despacho de Nueva York.

– Su esposa insistió en que era urgente y llamó de nuevo mientras usted hablaba con el señor Stein.

– De acuerdo. Yo la llamaré mientras tú intentas dar con Logan.

Nat marcó el número de su casa y luego tamborileó sobre la mesa mientras seguía pensando en Murray Goldblatz y qué podría querer. La voz de Su Ling interrumpió sus pensamientos.

– Siento no haber podido llamarte inmediatamente -dijo Nat-, pero Murray…

– Luke se ha escapado del colegio -le informó Su Ling-. Nadie le ha visto desde que anoche apagaron las luces.


– Tiene el presidente del comité nacional demócrata por la línea uno, al señor Gates por la línea dos y a su esposa por la línea tres.

– Atenderé primero al presidente del partido. Pídele a Jimmy que espere y dile a Annie que la llamaré cuanto antes.

– Dijo que era urgente.

– Dile que solo será cuestión de un par de minutos.

A Fletcher le hubiese gustado disponer de un poco más de tiempo para prepararse. Solo había hablado con el presidente del partido en un par de ocasiones: una en un pasillo cuando se celebraba la convención nacional y otra en un cóctel en Washington. Dudaba que el señor Brubaker recordara cualquiera de las dos. También estaba el problema de cómo dirigirse a él. ¿Señor Brubaker, Alan o señor a secas? Después de todo, lo habían elegido presidente mucho antes de que Fletcher se presentara a las elecciones para el Senado.

– Buenos días, Fletcher. Soy Al Brubaker.

– Buenos días, señor presidente, es un placer. ¿En qué puedo ayudarle?

– Quiero hablar contigo en privado, Fletcher, y me preguntaba si tú y tu esposa podríais venir a Washington para cenar con Jenny y conmigo una noche de estas.

– Estaremos encantados. ¿Qué día le va bien?

– ¿Qué te parece la noche del dieciocho? El viernes que viene.

Fletcher pasó rápidamente las páginas de su agenda. Tenía una reunión al mediodía, que no se podía saltar puesto que era segundo del líder, pero no había escrito nada para la noche.

– ¿A qué hora tendríamos que estar allí?

– ¿Te parece bien a las ocho? -preguntó Brubaker.

– Sí, perfecto, señor presidente.

– De acuerdo, entonces a las ocho del día dieciocho. Mi casa está en Georgetown, en el número tres mil treinta y ocho de la calle N.

Fletcher escribió la dirección en su agenda, en el espacio debajo de la reunión electoral.

– Será un placer visitarle, señor presidente.

– Lo mismo digo -manifestó Brubaker-. Una cosa, Fletcher, preferiría que no le mencionara esto a nadie.

Fletcher colgó el teléfono. Sería un poco justo, quizá incluso tendría que abandonar la reunión un poco antes de lo previsto. El teléfono sonó de nuevo.

– El señor Gates -le avisó Sally.

– Hola, Jimmy, ¿qué puedo hacer por ti? -le saludó Fletcher alegremente, dispuesto a comentarle la invitación a cenar con el presidente del partido.

– Mucho me temo que muy poco -respondió Jimmy-. Papá acaba de tener otro infarto y se lo han llevado al San Patricio. Estoy a punto de salir, pero me pareció prudente avisarte primero.

– ¿Qué tal está? -preguntó Fletcher en voz baja.

– Es difícil saberlo hasta que escuchemos el diagnóstico del médico. Mamá no se mostró muy coherente cuando me llamó, así que no te puedo decir gran cosa hasta que vaya al hospital.

– Annie y yo nos reuniremos contigo lo más rápido que podamos -dijo Fletcher.

Cortó la comunicación y luego marcó el número de su casa. Comunicaba. Colgó y comenzó a tamborilear sobre la mesa. Si seguía comunicando cuando lo volviera a intentar, cogería el coche para ir directamente a su casa, recoger a Annie y marchar juntos al hospital. Por un momento, Al Brubaker apareció en su mente. ¿Por qué quería mantener una reunión privada con él y prefería que no la mencionara a nadie más? Pero luego pensó de nuevo en Harry y marcó el número de su casa por segunda vez. Esta vez Annie atendió a la llamada.

– ¿Te has enterado? -le preguntó su esposa.

– Sí, acabo de hablar con Jimmy. Creo que iré directamente al hospital y nos vemos allí.

– No, no solo se trata de papá -dijo Annie-. Es Lucy. Ha sufrido una terrible caída cuando salió a cabalgar esta mañana. Perdió el conocimiento unos minutos y se ha roto una pierna. Está ingresada en la enfermería. No sé qué hacer.


– La culpa es toda mía -afirmó Nat-. Debido a la batalla con Fairchild’s por la compra, no he visto a Luke ni una sola vez en todo el trimestre.

– Yo tampoco -admitió Su Ling-. Pero íbamos a ir la semana que viene para ver la representación teatral.

– Lo sé -dijo su marido-. Interpreta a Romeo. ¿Crees que el problema puede ser Julieta?

– Es posible. Después de todo, tú conociste a tu primer amor en la obra de la escuela, ¿no es así? -preguntó Su Ling.

– Efectivamente y aquello acabó en un mar de lágrimas.

– No te culpes, Nat. Yo misma no he hecho otra cosa durante estas últimas semanas que preocuparme de mis alumnos, que están a punto de acabar la carrera; quizá tendría que haberle preguntado a Luke por qué se mostraba silencioso y retraído cuando nos vimos en las vacaciones.

– Siempre ha sido un poco solitario -opinó Nat-; los chiquillos muy estudiosos casi nunca tienen demasiados amigos.

– ¿Cómo puedes saberlo tú? -replicó Su Ling, que se tranquilizó un poco al ver sonreír a su marido-. Además, nuestras madres siempre han sido personas calladas y reflexivas -añadió mientras entraba con el coche en la autopista.

– ¿Cuánto crees que tardaremos en llegar allí? -quiso saber Nat con la mirada puesta en el reloj del salpicadero.

– Calculo que con el tráfico que hay, más o menos una hora. Yo diría que llegaremos alrededor de las tres -respondió Su Ling, que dejó de apretar el pedal del acelerador cuando el velocímetro se acercó a los noventa.

– Las tres, oh, maldita sea -exclamó Nat al recordar la cita de la tarde-. Tendré que llamar a Murray Goldblatz para avisarle de que no podré acudir a la cita.

– ¿El presidente de Fairchild’s?

– Nada menos. Me llamó para proponerme que nos viéramos a solas -le informó Nat mientras cogía el teléfono móvil. Buscó rápidamente el número del banco en la agenda.

– ¿Para hablar de qué? -preguntó Su Ling.

– Tiene que ser algo relacionado con la oferta pública de adquisición, pero por lo demás no tengo ni la más remota idea. -Nat marcó el número-. El señor Goldblatz, por favor.

– ¿De parte de quién? -preguntó la telefonista.

– Es una llamada personal -respondió Nat, después de un leve titubeo.

– Así y todo necesito saber quién es -insistió la voz.

– Tengo una cita con él a las tres.

– Le paso con su secretaria. -Nat esperó.

– Despacho del señor Goldblatz -dijo una voz femenina.

– Tengo una cita con el señor Goldblatz a las tres de la tarde, pero mucho me temo…

– Ahora mismo le paso, señor Cartwright.

– Señor Cartwright.

– Señor Goldblatz, tendrá que disculparme, me ha surgido un problema familiar y no podré asistir a nuestra reunión de esta tarde.

– Comprendo -replicó Goldblatz, aunque su tono lo desmentía.

– Señor Goldblatz -añadió Nat-. No tengo la costumbre de andarme con rodeos. No tengo tiempo para eso ni es mi forma de actuar.

– No insinuaba tal cosa, señor Cartwright -manifestó el banquero escuetamente.

Nat vaciló un momento y luego dijo:

– Mi hijo se ha escapado de Taft y voy de camino para hablar con el director.

– La… la… lamento mucho saberlo -afirmó el señor Goldblatz con un tono muy distinto-. Si le sirve de algún consuelo, yo también me escapé de Taft, pero en cuanto se me acabó el dinero decidí volver al día siguiente.

Nat se echó a reír.

– Gracias por ser tan comprensivo.

– En absoluto, quizá quiera llamarme más tarde y decirme cuándo le parece que podemos vernos.

– Sí, por supuesto, señor Goldblatz, y me pregunto si podría pedirle un favor.

– Desde luego.

– Que nada de esta conversación llegue a oídos de Ralph Elliot.

– Le doy mi palabra, aunque debe saber, señor Cartwright, que él no sabe nada de nuestra cita.

Cuando Nat cortó la comunicación, Su Ling le preguntó:

– ¿No crees que ha sido un poco arriesgado?

– No, no lo creo. Tengo la sensación de que el señor Goldblatz y yo acabamos de descubrir que tenemos algo en común.

En el momento en que Su Ling condujo el coche a través de las puertas de Taft, un montón de recuerdos aparecieron en la mente de Nat: el retraso de su madre, tener que caminar por el pasillo central de la sala abarrotada cuando las piernas amenazaban con fallarle, sentarse junto a Tom y, veinticinco años más tarde, acompañar a su hijo en el primer día de clase. En esos momentos solo deseaba que su hijo estuviese sano y salvo.

Su Ling aparcó el coche delante de la casa del director y antes de que pudiera apagar el motor, Nat vio a la señora Henderson que bajaba los escalones de la entrada. Notó una opresión en el pecho hasta que la vio sonreír. Su Ling se apeó de un salto.

– Lo han encontrado -dijo la señora Henderson-. Estaba con su abuela en la lavandería.


– Vayamos directamente al hospital a ver a tu padre. Luego decidiremos quién de los dos irá a Lakeville para ocuparse de Lucy.

– Lucy se pondrá muy triste cuando se entere -comentó Annie-. Adora a su abuelo.

– Lo sé y él ya ha comenzado a organizarle la vida -dijo Fletcher-. Quizá lo más conveniente sea no decirle lo que ha pasado, sobre todo ahora que no está en condiciones de visitarlo.

– Puede que tengas razón. En cualquier caso, él fue a verla la semana pasada.

– No lo sabía.

– Oh, sí, esos dos traman algo -comentó Annie mientras entraba con el coche en el aparcamiento del hospital-, pero ninguno de los dos ha dicho esta boca es mía.

Subieron en el ascensor hasta la planta donde estaba Harry y caminaron rápidamente por el pasillo. Martha se levantó en cuanto los vio entrar, con el rostro ceniciento. Annie abrazó a su madre y Fletcher tocó el hombro de Jimmy. Miró al hombre que yacía en la cama; la tez que no quedaba oculta por la máscara de oxígeno, que le tapaba la boca y la nariz, mostraba una palidez mortal. La señal en la pantalla del monitor era la única indicación de que seguía vivo. Era terrible ver así a un hombre que había sido la persona más vital que Fletcher hubiese conocido.

Los cuatro se sentaron en silencio alrededor de la cama. Martha sujetaba la mano de su marido. Al cabo de unos momentos, dijo:

– ¿No os parece que uno de vosotros dos tendría que ir a ver cómo está Lucy? Aquí no hay mucho que hacer.

– No pienso moverme de aquí -anunció Annie-. Creo que Fletcher es quien debe ir.

Fletcher asintió. Besó a Martha en la mejilla y después miró a Annie.

– Emprenderé el regreso inmediatamente en cuanto me asegure de que Lucy está bien.

Durante todo el viaje hasta Lakeville su mente no dejó ni un momento de pensar en Harry y Lucy, y por un instante en Al Brubaker, aunque se dio cuenta de que ya no le preocupaba averiguar qué quería de él el presidente del partido.

Cuando vio el cartel que anunciaba el desvío a Hotchkiss, los pensamientos de Fletcher volvieron a centrarse en Harry y la primera vez que se vieron durante el partido de fútbol contra Taft. «Dios mío, deja que viva», rogó en voz alta mientras entraba en el camino de su vieja escuela y aparcaba delante de la enfermería. Una enfermera acompañó al senador hasta la cama de su hija. Mientras caminaba por la sala donde todas las camas estaban vacías, vio a lo lejos una pierna enyesada sostenida en el aire por un cabestrillo. Le recordó la vez en que se había presentado para presidente de los estudiantes y su rival había dejado que sus partidarios estamparan sus firmas en el yeso el día de las elecciones. Fletcher intentó recordar su nombre.

– Eres una comedianta -dijo Fletcher incluso antes de ver la gran sonrisa en el rostro de su hija y las botellas de gaseosa, bolsas de palomitas y galletas de chocolate que estaban desparramadas por la cama.

– Lo sé, papá, e incluso me las apañé para librarme del examen de matemáticas, pero debo volver a clase el lunes si quiero tener una oportunidad de ser la representante de los estudiantes.

– Así que esa es la razón por la que ese viejo y astuto buitre que es tu abuelo vino a verte.

Fletcher besó la mejilla de su hija y miraba las galletas cuando apareció un muchacho que se detuvo con expresión inquieta al otro lado de la cama.

– Este es George -lo presentó Lucy-. Está enamorado de mí.

– Es un placer conocerte, George -manifestó Fletcher, con una sonrisa.

– Lo mismo digo, senador. -El joven le extendió la mano derecha por encima de la cama.

– George es mi director de campaña para representante de los estudiantes -comentó Lucy-, de la misma manera que mi padrino lleva la tuya. George cree que la pierna rota me ayudará a conseguir los votos de simpatía. Tendré que preguntarle al abuelo qué opina la próxima vez que venga a visitarme. El abuelo es nuestra arma secreta -susurró-. Tiene aterrorizada a la oposición.

– No sé por qué me he molestado en venir a verte -señaló Fletcher-, cuando está claro que no me necesitas absolutamente para nada.

– Claro que te necesito, papá. ¿Podrías darme un adelanto de la paga del mes que viene?

Fletcher sonrió mientras sacaba el billetero.

– ¿Cuánto te dio tu abuelo?

– Cinco dólares -respondió Lucy, tímidamente. Fletcher le dio otros cinco-. Gracias, papá. Por cierto, ¿cómo es que mamá no ha venido?


Nat aceptó llevar a Luke de regreso a la escuela a la mañana siguiente. El chico se había mostrado muy poco comunicativo la noche anterior, casi como si hubiese querido decir algo, pero no con ellos dos en la habitación.

– Quizá se decida a hablar de camino a la escuela, cuando estéis a solas -opinó Su Ling.

Padre e hijo emprendieron el camino de regreso a Taft en cuanto acabaron de desayunar, pero Luke continuó sin decir gran cosa. A pesar de los intentos de Nat de sacar el tema de los estudios, la obra teatral e incluso las actividades deportivas, solo recibió monosílabos como toda respuesta. Así que Nat cambió de táctica y también permaneció en silencio, con la idea de que Luke, en su momento, iniciaría la conversación.

Su padre conducía por el carril de adelantamiento, a una velocidad apenas por encima del límite, cuando Luke le preguntó:

– ¿Cuándo te enamoraste por primera vez, papá?

Nat casi chocó con el vehículo que tenía delante, pero frenó a tiempo y luego volvió a situarse en el carril central.

– Creo que la primera chica que me interesó de verdad se llamaba Rebecca. Interpretaba a Oliva y yo hacía de Sebastián en la obra de la escuela. -Se calló unos instantes-. ¿Tienes problemas con Julieta?

– Por supuesto que no -respondió Luke-. Es tonta; bonita, pero tonta. -Un largo silencio siguió a estas palabras-. ¿Hasta dónde llegasteis Rebecca y tú? -preguntó finalmente.

– Recuerdo que nos besamos y hubo un poco de eso que en mi época llamábamos mimos.

– ¿Querías tocarle los pechos?

– Claro que sí, pero ella no me dejaba. No llegué a esa parte hasta nuestro primer año en la facultad.

– ¿Tú la querías, papá?

– Creía que sí, pero me enamoré perdidamente cuando conocí a tu madre.

– ¿Así que la primera chica con la que te acostaste fue mamá?

– No, hubo un par de chicas antes que ella, una en Vietnam y otra cuando estaba en la universidad.

– ¿Dejaste embarazada a alguna de las dos?

Nat se pasó al carril de la derecha y redujo la velocidad a cuarenta.

– ¿Has dejado embarazada a alguna chica?

– No lo sé -respondió Luke- y tampoco lo sabe Kathy, pero cuando nos estábamos besando detrás del gimnasio, le hice un estropicio en la falda.


Fletcher pasó una hora más con su hija antes de emprender el viaje de regreso a Hartford. Disfrutó de la compañía de George. Lucy lo había descrito como el chico más brillante de la clase. «Por eso lo escogí como director de mi campaña», le explicó.

El senador llegó a Hartford al cabo de una hora y cuando entró en la habitación de Harry la situación no había cambiado. Se sentó junto a Annie y le cogió la mano.

– ¿Alguna mejoría? -le preguntó.

– No, ninguna -respondió Annie-. No se ha movido desde que tú te marchaste. ¿Cómo está Lucy?

– Es una comedianta y se lo dije. Tendrá que llevar el yeso durante unas seis semanas, algo que no parece haberle hecho mella; es más, está convencida de que la ayudará a ganar las elecciones a representante de los estudiantes.

– ¿Le has hablado del abuelo?

– No, tuve que mentirle un poco cuando me preguntó dónde estabas.

– ¿Dónde estaba?

– Presidiendo una reunión de la junta escolar.

– Muy cierto, solo que te has equivocado de día.

– A propósito, ¿sabías que tiene novio? -preguntó Fletcher.

– ¿Te refieres a George?

– ¿Conoces a George?

– Sí, aunque yo no lo describiría como un novio -opinó Annie-, sino como un fiel esclavo.

– Creía que Lincoln había abolido la esclavitud en mil ochocientos sesenta y tres -comentó Fletcher.

Annie se volvió para mirar a su marido.

– ¿Te preocupa?

– Por supuesto que no. Es lógico que Lucy tenga novio.

– No me refiero a eso, y tú lo sabes.

– Annie, solo tiene dieciséis años.

– Yo era más joven cuando te conocí.

– Annie, no olvides que cuando estábamos en la universidad nos manifestamos por los derechos civiles; me enorgullece saber que le hemos inculcado esos principios a nuestra hija.

40

Nat se sentía un tanto culpable por haber regresado a Hartford después de dejar a su hijo en Taft, porque no había tenido tiempo de visitar a sus padres. Pero era consciente de que no podía saltarse la reunión con Murray Goldblatz dos días seguidos. Cuando se despidió de Luke, el chico al menos ya no parecía hundido en el sufrimiento. Le había prometido que él y su madre volverían el viernes por la tarde para la representación de la obra. Aún pensaba en Luke cuando sonó el teléfono móvil, una innovación que había cambiado su vida.

– Prometiste llamarme antes de que abriera el mercado -dijo Joe, que hizo una pausa antes de añadir-: ¿Tienes alguna noticia que comunicarme?

– Lamento no haberte llamado, Joe; surgió una crisis doméstica y me olvidé completamente.

– ¿Tienes algo nuevo que decirme?

– ¿Algo nuevo?

– Tus últimas palabras fueron: «Sabré algo más dentro de veinticuatro horas».

– Antes de que te eches a reír, Joe, te diré que sabré algo más dentro de veinticuatro horas.

– Lo soportaré, pero ¿cuáles son las instrucciones para hoy?

– Las mismas de ayer. Quiero que continúes comprando agresivamente las acciones de Fairchild’s hasta la hora de cierre.

– Confío en que sepas lo que haces, Nat, porque las facturas comenzarán a llegar la semana que viene. Todo el mundo sabe que Fairchild’s está en condiciones de capear el temporal, pero ¿tú estás absolutamente seguro de que podrás?

– No puedo permitirme no hacerlo -replicó Nat-, así que sigue comprando.

– Lo que tú dispongas, jefe. Solo deseo que tengas un paracaídas a mano, porque si no tienes el cincuenta y uno por ciento de Fairchild’s para las diez de la mañana del lunes, la caída será más que accidentada.

Mientras Nat continuaba su viaje de regreso a Hartford, comprendió que Joe no había hecho más que recalcar lo evidente. La semana siguiente a esa misma hora podría encontrarse sin trabajo y, lo que era más grave, haber permitido que Russell acabara en poder de su principal competidor. ¿Goldblatz era consciente de esa situación? Por supuesto que sí.

En el momento de entrar en la ciudad, decidió no ir a su despacho, sino aparcar a unas calles de la catedral, comerse un bocadillo y considerar todas las alternativas que le pudiese plantear Goldblatz. Pidió un bocadillo de beicon con la ilusión de que le infundiera un ánimo más combativo. Luego comenzó a escribir en el dorso del menú una lista con los pros y los contras.

A las tres menos diez salió de la cafetería y caminó sin prisas hacia la catedral. Fueron varias las personas que al pasar por su lado le saludaron con un gesto o un «Buenas tardes, señor Cartwright», cosa que le recordó lo muy conocido que era desde un tiempo a esta parte. Sus expresiones eran de admiración y respeto; y deseó poder adelantar la película una semana para ver cómo serían entonces. Consultó su reloj: las tres menos cuatro minutos. Decidió dar la vuelta a la manzana y entrar en la catedral por la puerta sur, que era más discreta. Subió las escalinatas de dos en dos y entró en el templo dos minutos antes de que el reloj de la torre tocara la hora. No ganaría nada con llegar tarde.

Después del fuerte resplandor exterior, Nat tardó unos segundos en habituar su visión a la penumbra de la catedral iluminada, solo con velas. Contempló todo el largo de la nave central y se fijó en el altar donde destacaba la gran cruz dorada tachonada con piedras semipreciosas. Luego miró a las hileras de bancos de roble. Estaban casi vacíos, tal como le había dicho el señor Goldblatz; no había más de media docena de ancianas vestidas de negro; una de ellas sostenía un rosario y rezaba: «Salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres…».

Continuó avanzando por el pasillo central, sin ver ninguna señal de Goldblatz. Cuando llegó delante del grandioso púlpito de madera, se detuvo unos momentos para admirar la obra del artesano, que le recordó sus viajes a Italia. Le remordió la conciencia no haber sabido que existía esa obra de arte en su propia ciudad. Echó una ojeada a los bancos, pero sus únicos ocupantes continuaban siendo el reducido grupo de ancianas que rezaban con las cabezas inclinadas. Decidió volver hacia el fondo de la catedral y sentarse en uno de los últimos bancos. Consultó su reloj. Eran las tres y un minuto. Mientras caminaba, escuchó el eco de sus pisadas en el suelo de mármol. Entonces escuchó una voz que le decía:

– ¿Quieres confesarte, hijo mío?

Nat se volvió hacia la izquierda y se fijó en uno de los confesionarios con la cortina descorrida. ¿Un sacerdote católico con acento judío? Esbozó una sonrisa, se sentó en el pequeño banco de madera y cerró la cortina.


– Tienes un aspecto magnífico -comentó el líder de la mayoría cuando Fletcher ocupó su lugar a la derecha de Ken-. De tratarse de cualquier otro, diría que tienes una amante.

– Tengo una amante -replicó Fletcher-. Se llama Annie. Por cierto, quizá tenga que marcharme sobre las dos.

Ken Stratton echó un vistazo a la agenda.

– Por mí, ningún problema; aparte de tu propuesta de ley sobre educación pública no hay nada que necesite de tu participación excepto quizá el tema de los candidatos para las próximas elecciones. Suponemos que volverás a presentarte como candidato por Hartford, a menos que Harry tenga dispuesto hacer su reaparición. ¿Qué tal está el viejo buitre?

– Un poco mejor. Inquieto, irritable y dispuesto a meter la nariz en lo que sea.

– Entonces, está como siempre -opinó Ken.

Fletcher leyó el orden del día. Solo se perdería el tema de la recaudación de fondos y ese era un asunto que estaba en todos los programas desde el día de su elección, y que seguiría ahí mucho después de su jubilación.

Cuando el reloj marcó las doce, el líder de la mayoría le pidió a Fletcher que explicara su proyecto sobre educación. El senador dedicó media hora a la explicación y analizó con mucho detalle las cláusulas que podían ser objetadas por los republicanos. Después de responder a media docena de preguntas de sus colegas, comprendió que necesitaría de toda su capacidad como abogado y orador si quería sacar adelante la propuesta en la cámara. Como era de esperar, la última pregunta la hizo Jack Swales, el miembro más antiguo del Senado. Siempre hacía la última pregunta y era la señal para pasar al siguiente punto de la agenda.

– ¿Cuánto le va a costar todo esto al contribuyente, senador?

Los presentes sonrieron mientras Fletcher cumplía con el ritual.

– La partida correspondiente aparece en el presupuesto, Jack, y el proyecto estaba en nuestro programa en las últimas elecciones.

Jack sonrió y el líder de la mayoría anunció:

– Punto número dos: candidatos para las próximas elecciones.

Fletcher había tenido la intención de marcharse en cuanto comenzara el debate, pero como todos los demás presentes en la sala, se llevó una sorpresa cuando Ken añadió:

– Debo informar a mis compañeros senadores, no sin cierto pesar, que no me presentaré a las próximas elecciones.

La sesión informativa se transformó repentinamente en una situación explosiva. Comenzaron a escucharse los «¿Por qué?», «No puede ser» y «¿Quién?», hasta que Ken levantó una mano para pedir silencio.

– No creo que sea necesario explicarles por qué considero que ha llegado el momento de dejar la política.

Fletcher comprendió la consecuencia inmediata de la decisión de Ken: había pasado de ser el senador favorito para convertirse en líder de la mayoría. Cuando mencionaron su nombre, dejó claro que se presentaría a la reelección y se escabulló en el momento en que Jack Swales comenzó su discurso para explicar que su sentido del deber le impulsaba a buscar la reelección a la edad de ochenta y dos años.

Fletcher recorrió en coche el poco más de medio kilómetro hasta el hospital y subió de dos en dos las escaleras hasta el segundo piso para no tener que esperar al ascensor. Cuando entró en la habitación, Harry estaba explicando con todo detalle la ley de incapacitación del presidente de la nación a una atenta audiencia de dos. Martha y Annie se volvieron para mirarle.

– ¿Ha ocurrido algo en la reunión del partido que deba saber? -preguntó Harry.

– Ken Stratton no se presentará en las próximas elecciones.

– Eso no es ninguna novedad. Ellie está enferma desde hace tiempo y es la única persona que le importa más que el partido. De todas maneras, eso significa que si conservamos la mayoría en el Senado, tú podrías ser el nuevo líder.

– ¿Qué me dices de Jack Swales? ¿No creerá que le corresponde por derecho?

– En política no hay nada que te corresponda por derecho -replicó Harry-. En cualquier caso, no creo que los demás le respalden. No pierdas más el tiempo hablando conmigo, porque sé que tienes que ir a Washington para tu reunión con Al Brubaker. Lo único que quiero saber es cuándo estarás de regreso.

– Mañana por la mañana a primera hora. Solo nos quedaremos una noche.

– Entonces ven a verme en cuanto llegues; quiero que me cuentes palabra por palabra por qué Al quiere verte. Por cierto, no te olvides de transmitirle mis saludos; es el mejor presidente que el partido ha tenido en años. Pregúntale si recibió mi carta.

– ¿Tu carta? -repitió Fletcher.

– Tú limítate a preguntárselo -dijo Harry.

– Se le ve muy recuperado -le comentó Fletcher a Annie mientras iban camino del aeropuerto.

– Así es; los médicos le han dicho a mi madre que quizá le dejen volver a casa la semana que viene, si, y solo si, promete que se tomará las cosas con calma.

– Lo prometerá -afirmó Fletcher-, pero da gracias de que faltan diez meses para las próximas elecciones.

El avión del puente aéreo a la capital despegó con un retraso de quince minutos, pero Fletcher ya lo había previsto, así que cuando aterrizaron, aún confiaba en que tendrían tiempo para ir al hotel Wilard, ducharse y estar en Georgetown a las ocho.

El taxi llegó a la puerta del hotel a las siete y diez. Lo primero que hizo Fletcher fue preguntarle al portero cuánto se tardaba en ir a Georgetown.

– Aproximadamente de diez a quince minutos -le informó.

– Entonces quiero que me tenga un taxi en la puerta a las ocho menos cuarto.

Annie se las apañó para ducharse y vestirse con un traje de cóctel, mientras Fletcher se paseaba por la habitación sin dejar de controlar el reloj cada pocos segundos. Le abrió la puerta del taxi cuando faltaban nueve minutos para las ocho.

– Tenemos que estar en el tres mil treinta y ocho de la calle N dentro de nueve minutos -le dijo al taxista después de consultar el reloj.

– No, de ninguna manera -intervino Annie-. Si Jenny Brubaker se parece en algo a mí, agradecerá que lleguemos algunos minutos tarde.

El taxista condujo hábilmente entre el denso tráfico nocturno y consiguió llegar a la casa del presidente del partido solo dos minutos después de las ocho, consciente de que era Fletcher quien pagaría la carrera.

– Es un placer volver a verle, Fletcher -dijo Al Brubaker cuando les abrió la puerta-. Esta es Annie, ¿no? No creo que hayamos tenido la ocasión de conocernos, pero por supuesto estoy enterado de su trabajo por el partido.

– ¿El partido? -preguntó Annie.

– ¿No pertenece a la junta de la escuela de Hartford y es miembro del comité del hospital?

– Sí, así es -admitió Annie-, pero siempre he creído que estaba trabajando para la comunidad.

– Es usted igual que su padre -señaló Al-. Por cierto, ¿cómo está el viejo león?

– Acabamos de dejarlo -respondió Fletcher-. Tiene mucho mejor aspecto, le manda saludos. Antes de que me olvide, quiere saber si recibió su carta.

– Sí, la recibí. Es de los que nunca se rinden, ¿verdad? -dijo Brubaker, y sonrió-. ¿Qué les parece si pasamos a la biblioteca y les preparo una copa? Jenny no tardará en bajar.


– ¿Qué tal está su hijo?

– Ahora bien, gracias, señor Goldblatz. El motivo de su escapada fue de índole sentimental.

– ¿Cuántos años tiene?

– Dieciséis.

– Una edad muy adecuada para enamorarse. Dígame, hijo mío, ¿tiene algo que confesar?

– Sí, padre, para esta misma hora de la semana que viene seré el presidente del banco más grande del estado.

– Para esta misma hora de la semana que viene quizá ni siquiera sea el director ejecutivo del banco más pequeño del estado.

– ¿Qué le hace pensar tal cosa? -le preguntó Nat.

– Bien puede ser que lo que comenzó como un golpe brillante acabe en agua de borrajas y le deje sin fondos para cubrir las compras. Sus agentes seguramente le habrán advertido de que no tiene ninguna posibilidad de hacerse con el cincuenta y uno por ciento de Fairchild’s para el lunes por la mañana.

– No niego que será peliagudo -aceptó Nat-, pero así y todo creo que podremos conseguirlo.

– Gracias a Dios que ninguno de los dos somos católicos, señor Cartwright, porque de lo contrario tendría usted que arrepentirse de sus actos y yo imponerle una penitencia de tres avemarías. Pero no tema, veo la redención para nosotros.

– ¿Necesito ser redimido, padre?

– Ambos lo necesitamos, ese es el mo… mo… motivo por el que le propuse que nos viéramos. La batalla no nos está haciendo ningún favor y si se alarga hasta después del domingo, puede perjudicar a las entidades para las que trabajamos; posiblemente incluso acabe con la suya.

Nat iba a protestar, pero no lo hizo porque Goldblatz tenía toda la razón.

– ¿Cuál es la redención que propone? -preguntó.

– Verá, creo que he encontrado una solución mejor que rezar tres avemarías, que quizá perdone nuestros pecados e incluso nos dé un pequeño beneficio.

– Le escucho, padre.

– He seguido con mucho interés su carrera profesional, hijo mío. Es una persona brillante, extremadamente diligente y con una determinación feroz, pero lo que más admiro de usted es su integridad, por mucho que uno de mis asesores legales intente convencerme de lo contrario.

– Me halaga, señor, pero no haga que me sienta abrumado.

– No tiene por qué estarlo. Soy realista; creo que si no tiene éxito esta vez, quizá quiera volver a intentarlo dentro de un par de años y no darse por vencido hasta salirse con la suya. ¿Me equivoco?

– Me parece que no, señor.

– Ha sido sincero conmigo, así que le pagaré con la misma moneda. Dentro de dieciocho meses cumpliré sesenta y cinco años, momento en que espero jubilarme y dedicarme a jugar al golf. Me gustaría dejarle a mi sucesor una entidad próspera, no un paciente delicado que necesite de continuos tratamientos. Creo que usted podría ser la solución a mi problema.

– Creía que era la causa.

– Razón de más para que nosotros procuremos acabar con un intento que es al mismo tiempo atrevido y muy imaginativo.

– Pensaba que eso era exactamente lo que estaba haciendo.

– Todavía puede, hijo mío, aunque por razones políticas necesito que todo el asunto sea idea suya; eso significa, señor Cartwright, que deberá usted confiar en mí.

– Ha dedicado cuarenta años a labrarse la reputación de la que goza, señor Goldblatz. No puedo creer que esté dispuesto a arriesgarla cuando le falta muy poco para la jubilación.

– Yo también me siento halagado, joven, pero, lo mismo que usted, no me siento abrumado. Por consiguiente puedo dejar caer que fue usted quien solicitó que habláramos para hacer la propuesta de que, más que continuar luchando entre nosotros, tendríamos que trabajar unidos.

– ¿Una sociedad? -preguntó Nat.

– Llámelo como quiera, señor Cartwright, pero si nuestros dos bancos se fusionaran, nadie saldría perdiendo y, lo que es más importante, todos nuestros accionistas se beneficiarían.

– ¿Cuáles serían los términos que me aconseja que debería recomendarle a usted, por no mencionar a mi junta?

– Que el banco se llame Fairchild Russell; por otro lado, yo continuaré como presidente durante los próximos dieciocho meses, mientras que usted será mi adjunto.

– ¿Qué pasaría con Tom y Julia Russell?

– Es evidente que a ambos se les ofrecería un cargo en la junta. Si usted es el nuevo presidente dentro de dieciocho meses, será de su incumbencia designar a su propio adjunto, aunque creo que sería prudente mantener a Wesley Jackson como director ejecutivo. Dado que usted le invitó a formar parte de su junta hace unos años, no creo que lo considere un inconveniente.

– No, no lo sería, pero eso no resuelve el problema del reparto de acciones.

– Usted posee en la actualidad el diez por ciento de las acciones de Russell, lo mismo que su presidente. La señora Russell, quien a mi juicio tendría que dirigir la nueva división inmobiliaria, llegó a tener en un momento dado el cuatro por ciento. Pero sospecho que son esas acciones las que ha estado usted sacando al mercado en los últimos días.

– Podría estar en lo cierto, señor Goldblatz.

– En volumen de negocios y beneficios Fairchild’s es apro… apro… ximadamente cinco veces más grande que Russell, así que le recomiendo que cuando presente la propuesta, usted y el señor Russell pidan un cuatro por ciento y acepten un tres. En el caso de la señora Russell, diría que un uno por ciento sería lo apropiado. Ustedes tres, por supuesto, continuarían percibiendo los mismos salarios y beneficios.

– ¿Qué pasa con mi equipo?

– No habrá cambios durante los próximos dieciocho meses. Después, la decisión será suya.

– ¿Quiere que yo le haga esta oferta a usted, señor Goldblatz?

– Efectivamente.

– Perdón por la pregunta, pero ¿por qué no hace usted mismo la propuesta y deja que mi junta la considere?

– Porque nuestros asesores legales se opondrían. Al parecer el señor Elliot solo tiene un objetivo en todo este asunto, acabar con usted. Yo también tengo un único propósito: mantener la integridad del banco en el que trabajo desde hace más de treinta años.

– Si es así, ¿por qué no despide a Elliot sin más?

– Quería hacerlo al día siguiente de que enviara aquella carta infame en mi nombre, pero no podía permitirme reconocer un desacuerdo interno cuando estábamos en medio de una oferta pública de adquisición. Piense en lo que hubiese dicho la prensa al respecto, por no ha… ha… hablar de los accionistas, señor Cartwright.

– Ha de tener presente que en cuanto Elliot se entere de que he presentado la propuesta, no tardará ni un segundo en aconsejar a la junta que la rechace.

– Lleva toda la razón -admitió Goldblatz-; por eso ayer lo envié a Washington para que me informe directamente en cuanto la Comisión de Valores anuncie el resultado de su oferta de compra el lunes.

– Se olerá la trampa. Sabe muy bien que no necesita estar en Washington sin nada que hacer durante cuatro días. Le bastaría con volar a la capital el domingo por la noche para informarle de la decisión de la comisión el lunes por la mañana.

– Es curioso que lo mencione, señor Cartwright, porque fue mi secretaria quien se en… en… enteró de que los republicanos están celebrando en Washington que han llegado a la mitad de la legislatura y los festejos concluirán con una cena en la Casa Blanca. -Guardó silencio unos instantes-. Tuve que pedir más de un favor para asegurarme de que Ralph Elliot recibiera una invitación a tan augusta fiesta. Por tanto, convendrá conmigo en que estará muy ocupado en estos momentos. No leo más que noticias sobre sus ambiciones políticas en la prensa local. Él las niega, por supuesto, y en consecuencia deduzco que deben de ser ciertas.

– ¿Puedo preguntarle por qué lo contrató?

– Siempre hemos contado con los servicios de Belman y Wayland, señor Cartwright, y hasta que se planteó el tema de la compra, no había tenido la ocasión de tratar con el señor Elliot. Me confieso culpable, pero ahora al menos intento rectificar el error. Verá, no conté con que usted me lleva la delantera por haber sido derrotado por él en dos ocasiones.

– Touché -dijo Nat-. ¿Qué hacemos ahora?

– Ha sido un placer conversar con usted, señor Cartwright; y presentaré su propuesta a mi junta esta misma tarde. Es de lamentar que uno de nuestros miembros esté en Washington, pero así y todo confío en que podré telefonearle para comunicarle nuestra reacción a última hora de hoy.

– Esperaré su llamada con mucho interés -manifestó Nat.

– Bien, entonces podremos encontrarnos cara a cara y le propongo que sea cuanto antes, porque me gustaría tener un acuerdo firmado para la tarde del viernes, una vez cumplidas todas las diligencias. -Murray Goldblatz se calló un momento-. Nat, ayer me pidió que le hiciera un favor; ahora soy yo quien le pide a usted que haga algo por mí.

– Sí, por supuesto.

– Monseñor, un hombre astuto, me pidió una donación de doscientos dólares por el uso del confesionario; creo que ahora que somos socios usted debería pagar su parte. Solo se lo pido porque a los miembros de mi junta les parecerá muy divertido y me permitirá mantener la reputación entre mis amigos judíos de que soy un tipo despiadado.

– Haré todo lo que esté a mi alcance para que no pierda esa reputación, padre -afirmó Nat.

Salió del confesionario y caminó rápidamente hacia la puerta sur, donde vio a un sacerdote junto a la entrada vestido con la sotana negra y birrete. Nat sacó dos billetes de cincuenta dólares y se los dio.

– Dios le bendiga, hijo mío -dijo monseñor-, pero tengo el presentimiento de que podría doblar su contribución si supiera en cuál de los dos bancos debe invertir la Iglesia.


Al Brubaker seguía sin dar ni una pista sobre la razón por la cual quería hablar con Fletcher cuando sirvieron el café.

– Jenny, ¿por qué no acompañas a Annie a la sala? Hay algo que necesito discutir con Fletcher. Nos reuniremos con vosotras en unos minutos. -En cuanto Annie y Jenny los dejaron solos, Al añadió-: ¿Quiere un brandy o un puro, Fletcher?

– No, gracias, Al. Seguiré con el vino.

– Ha escogido un buen fin de semana para estar en Washington. Los republicanos han venido a la ciudad para celebrar la mitad de la legislatura. Esta noche Bush los agasajará con una cena en la Casa Blanca, así que los demócratas debemos permanecer ocultos durante algunos días. Dígame, ¿qué tal va el partido en Connecticut?

– Hoy mantuvimos una reunión para escoger a los candidatos y discutir la eterna cuestión de la financiación de la campaña.

– ¿Se presentará a la reelección?

– Sí, ya lo he dejado claro.

– Me han dicho que podría ser el próximo líder de la mayoría.

– A menos que Jack Swales quiera el cargo; después de todo, es el miembro más antiguo.

– ¿Jack? ¿Todavía vive? Hubiese jurado que había asistido a su entierro. No, no creo que el partido le dé su respaldo, a menos…

– ¿A menos? -preguntó Fletcher.

– Que usted decida presentarse para gobernador. -Fletcher dejó la copa de vino en la mesa para impedir que Al viera cómo le temblaba la mano-. Seguramente ha considerado la posibilidad.

– Sí, la he considerado -admitió Fletcher-, pero pensé que el partido respaldaría a Larry Connick.

– Nuestro estimado vicegobernador -repuso Al mientras encendía un puro-. No, Larry es un buen hombre, aunque conoce sus limitaciones, y demos gracias a Dios que así sea, porque no son muchos los políticos capaces de hacerlo. Hablé con él la semana pasada en la asamblea de gobernadores en Pittsburgh. Me dijo que está dispuesto a figurar en la lista pero solo si consideramos que puede ser útil al partido. -Al dio una calada al puro y disfrutó de la sensación antes de añadir-: No, Fletcher, usted es nuestra primera elección; si acepta el reto, le doy mi palabra de que el partido lo respaldará. Lo que menos nos interesa es una pelea para ver quién termina siendo el candidato. Dejemos la verdadera batalla para cuando tengamos que enfrentarnos a los republicanos, porque su candidato intentará aprovechar los éxitos de Bush; así que debemos prepararnos para una campaña muy dura si pretendemos conservar la mansión del gobernador.

– ¿Tienen alguna idea de quién podría ser el candidato republicano? -preguntó Fletcher.

– Confiaba en que usted me lo dijera.

– Creo que habrá dos serios competidores que representan a diferentes bandos dentro del partido. Uno es Barbara Hunter, que ocupa un escaño en la cámara, pero la edad y los antecedentes juegan en su contra.

– ¿Antecedentes? -repitió Al.

– Ha ganado pocas elecciones -comentó Fletcher-, aunque a lo largo de los años ha conseguido hacerse con una amplia base en el partido y como Nixon nos demostró después de perder en California, nunca se puede descartar a nadie.

– ¿Quién más? -preguntó el presidente.

– ¿El nombre de Ralph Elliot le suena de algo?

– No -contestó Brubaker-, pero sé que es miembro de la delegación de Connecticut que cenará esta noche en la Casa Blanca.

– Sí, pertenece al comité central del estado y si lo designan candidato, nos enfrentaremos a una campaña muy sucia. Elliot es un tipo barriobajero capaz de las mayores infamias.

– En ese caso, también puede ser un riesgo para su propio partido.

– Solo le puedo decir una cosa: nunca juega limpio y no le gusta perder.

– Eso último también lo dicen de usted -señaló Al, con una sonrisa-. ¿Alguien más?

– Hay otros dos o tres nombres que suenan, pero hasta ahora nadie ha salido a la palestra. Seamos sinceros, muy poca gente había oído hablar de Carter hasta lo de New Hampshire.

– ¿Qué me dice de este hombre? -Al le enseñó la portada de la revista Banker’s Weekly.

Fletcher miró el titular, que decía: ¿el nuevo gobernador de connecticut?

– Si lee el artículo, Al, verá que tiene todos los números para convertirse en el próximo presidente de Fairchild’s si los dos bancos acaban por ponerse de acuerdo en los términos de la fusión. Le eché una ojeada en el avión.

Al pasó las páginas de la revista hasta dar con el artículo.

– Es evidente que no llegó al último párrafo -replicó, y a continuación leyó en voz alta-: «Aunque se supone que cuando Murray Goldblatz se jubile le sucederá Cartwright, este cargo bien podría ser ocupado por su íntimo amigo Tom Russell, si el director ejecutivo de Russell acepta que se proponga su nombre como candidato a gobernador por el partido republicano».


Fletcher y Annie regresaron al hotel y se acostaron. Fletcher no consiguió conciliar el sueño, no solo porque la cama era más cómoda y la almohada más blanda de lo que estaba habituado. Al necesitaba saber su decisión para final de mes, dado que quería poner en marcha la maquinaria del partido cuanto antes. Annie se despertó unos minutos después de las siete.

– ¿Has dormido bien, cariño? -le preguntó.

– Apenas he pegado ojo.

– Pues yo he dormido a pierna suelta. Claro que no he tenido que preocuparme de si te presentarás para gobernador.

– ¿Por qué no? -quiso saber Fletcher.

– Porque creo que deberías presentarte, no se me ocurre ninguna razón para que no lo hagas.

– Ante todo, necesito mantener una larga conversación con Harry, porque una cosa es segura: ha analizado el tema a fondo.

– Yo no diría tanto -señaló Annie-. Creo que le preocupa mucho más la campaña de Lucy para representante de los estudiantes.

– En ese caso, intentaré que me dedique algunos minutos de su atención para discutir el tema de ser gobernador de Connecticut. -Fletcher se levantó de un salto-. ¿Te importaría si nos saltamos el desayuno y cogemos un vuelo de primera hora? Quiero hablar con Harry antes de ir al Senado.

Fletcher apenas dijo palabra en el vuelo de regreso a Hartford, porque se dedicó a leer una y otra vez el artículo del Banker’s Weekly donde se hablaba de Nat Cartwright como nuevo presidente adjunto de Fairchild’s y si sería el próximo gobernador de Connecticut. Una vez más, le sorprendió las muchas cosas que tenían en común.

– ¿Qué vas a preguntarle a papá? -preguntó Annie cuando el avión comenzaba la maniobra de aterrizaje en el aeropuerto Bradley.

– La primera pregunta será si soy demasiado joven para el cargo.

– Recuerda que Al te comentó que ya hay un gobernador más joven que tú y otros dos de tu misma edad.

– La segunda será su valoración de mis posibilidades.

– No querrá responderte a la pregunta hasta no saber quién será el oponente.

– Y la tercera es saber si me considera capacitado para el cargo.

– Sé cuál será la respuesta a esa pregunta, porque es un tema que ya hemos discutido.

– Es una suerte que anoche no tardáramos tanto en aterrizar en Washington -comentó Fletcher cuando el avión realizó una tercera vuelta al aeropuerto.

– ¿Harás finalmente una parada para ver a papá antes de ir al Senado? -le preguntó Annie-. Estoy segura de que estará sentado en la cama a la espera de escuchar tus noticias.

– Esa es mi intención, ir a visitarlo antes de ir al Senado -afirmó Fletcher mientras salían del aeropuerto en el coche y entraban en la autovía.

Hacía una preciosa mañana de otoño, así que el senador Davenport decidió subir la colina y pasar por delante del Capitolio antes de dirigirse al hospital.

Cuando llegaron a lo alto de la colina, Annie miró a través de la ventanilla y se echó a llorar desconsoladamente. Fletcher aparcó en el arcén. Abrazó a su esposa mientras miraba por encima de su hombro el edificio del Capitolio.

La bandera de la nación ondeaba a media asta.

41

El señor Goldblatz se levantó de su sitio en el centro de la mesa y echó una ojeada a la declaración que tenía preparada. A su derecha se sentaba Nat Cartwright y a su izquierda, Tom Russell. Detrás de ellos tres estaban sentados en hilera los demás miembros de la junta.

– Damas y caballeros de la prensa, tengo el placer de anunciarles la fusión de Fairchild’s y Russell y la creación de un nuevo banco que llevará el nombre de Fairchild Russell. Continuaré desempeñando el cargo de presidente, el señor Nat Cartwright será el presidente adjunto y Tom y Julia Russell formarán parte de la junta. El señor Wesley Jackson seguirá en la nueva entidad como director ejecutivo. Asimismo, confirmo que el banco Russell ha retirado su oferta de compra y les comunico que próximamente se presentará el nuevo organigrama de la compañía. El señor Cartwright y yo responderemos a las preguntas que deseen formular.

Todos los periodistas levantaron la mano.

– Sí, empiece usted, por favor -dijo el presidente, y señaló a una mujer en la segunda fila, con la que ya había acordado cederle la primera pregunta.

– ¿Tiene usted la intención de dimitir de su cargo de presidente en un futuro próximo?

– Sí, efectivamente, y no creo que haya ninguna duda respecto a quién me sucederá.

Se volvió para mirar a Nat mientras otro periodista preguntaba:

– ¿Qué opina el señor Russell al respecto?

El señor Goldblatz sonrió, porque era una pregunta que todos se esperaban. Miró a su izquierda.

– Quizá el señor Russell quiera responder él mismo a la pregunta.

Tom sonrió amablemente al periodista.

– Estoy encantado con la unión de los dos principales bancos del estado y me siento muy honrado por la invitación a unirme a la junta de Fairchild Russell como director sin rango ejecutivo. -Sonrió una vez más-. Confío en que el señor Cartwright reconsidere mi cargo cuando acceda a la presidencia.

– Excelente respuesta -le susurró el presidente cuando Tom se sentó.

Nat se levantó sin perder ni un segundo para ofrecer otra respuesta bien ensayada.

– Desde luego que volveré a designar al señor Russell y no será como director sin rango ejecutivo.

Goldblatz sonrió complacido.

– Estoy seguro de que tal decisión no será ninguna sorpresa para todo el que siga con atención este asunto -añadió-. ¿Sí? -dijo en respuesta a uno de los periodistas que mantenía la mano alzada.

– ¿Habrá algún tipo de reducción de plantilla por la fusión?

– No -respondió Goldblatz-. Tenemos la intención de mantener a todo el personal de Russell, pero una de las responsabilidades más urgentes del señor Cartwright será preparar una reestructuración completa del banco durante los próximos doce meses. Quisiera añadir que la señora Julia Russell ya ha sido designada para dirigir la nueva división inmobiliaria formada tras la unión de los bancos. En Fairchild’s hemos seguido con admiración cómo llevó adelante el proyecto de Cedar Wood.

– ¿Puedo preguntar por qué su asesor legal, Ralph Elliot, no está presente en este acto? -dijo una voz desde el fondo de la sala.

Otra pregunta que Goldblatz había previsto aunque no pudo ver al periodista que la había planteado.

– El señor Elliot está en Washington. Anoche cenó con el presidente en la Casa Blanca; y debido a ese compromiso no ha podido estar con nosotros esta mañana. ¿Siguiente pregunta?

Goldblatz no hizo referencia alguna al «franco intercambio de opiniones» que había mantenido por teléfono con Elliot a primera hora de la mañana.

– Hablé con el señor Elliot hace unas horas -añadió el mismo periodista-. Me preguntó si estaría usted dispuesto a hacer algún comentario sobre el comunicado de prensa que acaba de hacernos llegar.

Nat se quedó de una pieza mientras Goldblatz se levantaba lentamente.

– Será un placer comentarlo si pudiera saber lo que dice el comunicado.

El periodista comenzó a leer el texto de la hoja que tenía en la mano: «Es para mí un placer comprobar que el señor Goldblatz ha aceptado mi recomendación de fusionar los dos bancos y no seguir con una batalla que no hubiese servido a los intereses de nadie». Goldblatz sonrió al tiempo que asentía. «Hay tres miembros de la junta para reemplazar al actual presidente en un futuro próximo, pero como considero a uno de ellos totalmente inaceptable para desempeñar un cargo que requiere una absoluta honradez, no me queda más alternativa que la de dimitir de mi cargo en la junta y dejar de atender los asuntos legales del banco. Hecha esta única reserva, deseo a la nueva entidad el mayor de los éxitos.»

La sonrisa del señor Goldblatz desapareció como por ensalmo y fue incapaz de contener la rabia.

– No tengo más comentarios que hacer en estos mo… mo… momentos. Con esto doy por acabada la ru… ru… rueda de prensa. -Se levantó sin más y salió de la sala. Nat le pisaba los talones-. ¡El muy condenado ha roto el acuerdo! -exclamó furioso mientras caminaba hacia la sala de juntas.

– ¿Qué habían acordado exactamente? -le preguntó Nat, que hacía todo lo posible por mantener la calma.

– Acepté decir que él había participado en el feliz desarrollo de las negociaciones, si él a su vez presentaba su dimisión a la junta, cesaba como representante legal de la nueva entidad y se abstenía de hacer nuevas declaraciones.

– ¿Tenemos el compromiso por escrito?

– No, lo acordamos anoche por teléfono. Dijo que hoy lo confirmaría por escrito.

– O sea, que una vez más Elliot sale de todo esto limpio de polvo y paja -opinó Nat.

Goldblatz se detuvo al llegar a la puerta de la sala de juntas y se volvió para mirar a Nat.

– Ni lo sueñe -replicó-. Creo que acabará arrastrándose por el fango. Esta vez ha ido a buscarle las cosquillas al hombre menos indicado.


La popularidad de un individuo en vida a menudo solo se manifiesta en la muerte.

La catedral de San José estaba llena a rebosar mucho antes de la hora fijada para el funeral de Harry Gates. El jefe de policía, Don Culver, decidió cortar la calle al tráfico delante del templo, para permitir que todos los que no cabían pudieran sentarse en las escalinatas o permanecer en el exterior, mientras escuchaban el oficio religioso por los altavoces.

El cortejo fúnebre se detuvo ante la iglesia y una guardia de honor transportó a hombros el ataúd al interior de la catedral. Martha Gates iba acompañada de su hijo y escoltada por su hija y su yerno. La multitud agolpada en las escalinatas se apartó para dejar paso a los deudos. Todos los presentes en el interior se pusieron de pie cuando un acólito acompañó a la señora Gates hasta el primer banco. Mientras recorrían el pasillo central, Fletcher vio a todos los baptistas, judíos, episcopalianos, musulmanes, metodistas y mormones, que habían acudido a presentar sus respetos al católico difunto.

El obispo comenzó el oficio religioso con una oración escogida por Martha, que fue seguida por los himnos y la lectura de los pasajes bíblicos favoritos de Harry. Jimmy y Fletcher leyeron, pero fue Al Brubaker, como presidente del partido, quien subió al púlpito para pronunciar el panegírico.

Brubaker miró a los presentes y permaneció en silencio durante unos segundos.

– Son pocos los políticos -comenzó- que inspiran respeto y afecto, pero si Harry pudiese estar aquí ahora, vería por sí mismo que figuraba entre el grupo selecto. Veo entre los congregados muchos rostros que no había visto antes -hizo una pausa-, así que debo suponer que son republicanos. -Las risas resonaron en la catedral y se escucharon algunos aplausos que provenían de la calle-. Aquí yace un hombre que, cuando el presidente le pidió que se presentara a gobernador del estado, respondió sencillamente: «Aún no he acabado mi trabajo como senador de Hartford», y nunca lo hizo. Como presidente de mi partido, he asistido a funerales de presidentes, gobernadores, senadores y congresistas, junto con los grandes y poderosos, pero este funeral es diferente, porque también ha venido la gente de la calle, de todas las clases sociales, para manifestar simplemente su agradecimiento.

»Harry Gates era un hombre que tenía opinión para todo, de verbo fácil, irascible y provocador. También era un apasionado defensor de las causas en las que creía. Leal con sus amigos, justo con los oponentes, era un hombre cuya compañía buscaban los demás porque les enriquecía la vida. Harry Gates no era un santo, pero los santos estarán en las puertas del cielo para darle la bienvenida.

»Le damos las gracias a Martha por haber apoyado a Harry y todos sus sueños, muchos cumplidos y uno todavía por cumplir. A Jimmy y Annie, sus hijos, de los que estaba muy orgulloso. A Fletcher, su querido yerno, a quien encomendó la poco envidiable tarea de convertirse en portador de la antorcha, y a Lucy, que fue elegida representante de los estudiantes pocos días después de la muerte de su abuelo. Estados Unidos ha perdido a un hombre que sirvió a su país aquí y en el extranjero, en la guerra y en la paz. Hartford ha perdido a un servidor público que no será reemplazado fácilmente.

»Me escribió hace unas pocas semanas -Brubaker hizo una pausa- para pedirme dinero (qué valor el suyo) para su amado hospital. Dijo que no me volvería a hablar nunca más si no le enviaba un cheque. He considerado a fondo los pros y los contras de la amenaza. -Pasaron varios minutos antes de que se apagaran las risas y los aplausos-. Al final, mi esposa envió un cheque. La verdad es que jamás pasó por la mente de Harry que si pedía algo, no se le daría, y ¿por qué? Porque dedicó toda su vida a dar, así que ahora debemos hacer que su sueño se convierta en realidad, construir un hospital en su memoria del que hubiese estado orgulloso.

»Leí la semana pasada en el Washington Post que el senador Harry Gates había muerto. Esta mañana, cuando llegué a Hartford, pasé por delante del centro para los ancianos, la biblioteca y la primera piedra del hospital que llevará su nombre. Mañana, cuando regrese a casa, le escribiré al Washington Post para decirles: “Están ustedes en un error, Harry Gates está vivito y coleando”. -El señor Brubaker se calló unos momentos para mirar a los congregados y después miró directamente a Fletcher-. “Aquí teníamos a un hombre, ¿dónde encontraremos a otro igual?”

Cuando se juntaron en las escalinatas de la catedral, Martha y Fletcher agradecieron a Al Brubaker sus palabras.

– Si hubiese dicho menos -comentó Brubaker-, habría aparecido a mi lado en el púlpito para reclamar un recuento. -El presidente estrechó la mano de Fletcher-. No mencioné todo el texto de la carta que me envió Harry, pero sé que querrá leer el último párrafo. -Sacó la carta de un bolsillo interior y se la entregó.

Fletcher leyó rápidamente las últimas palabras de Harry, miró al presidente y asintió.


Tom y Nat bajaron las escalinatas de la catedral y caminaron entre la muchedumbre que se dispersaba en silencio.

– Me hubiese gustado conocerlo mejor -comentó Nat-. Llegué a pedirle que se uniera a la junta cuando dejó el Senado. Me escribió de su puño y letra una carta encantadora donde me explicaba que la única junta de la que era miembro era la del hospital.

– Solo tuve ocasión de hablar con él un par de veces -manifestó Tom-. Estaba loco, por supuesto, pero tienes que estarlo si escoges pasarte la vida subiendo piedras por una ladera. No se lo digas jamás a nadie, pero fue el único demócrata al que he votado.

– Lo mismo digo -admitió Nat, y se echó a reír.

– ¿Qué opinarías si recomiendo que la junta haga una donación de cien mil dólares para la construcción del hospital? -le preguntó Tom.

– Me opondré rotundamente. -Tom lo miró sorprendido-. Cuando el senador vendió sus acciones de Russell, lo primero que hizo fue donar cien mil dólares al hospital. Lo menos que podemos hacer es repetir el gesto.

Tom asintió en silencio. Se volvió por un momento y vio a la señora Gates junto a la puerta de la catedral. Esa misma tarde le enviaría una carta con el cheque. Exhaló un suspiro.

– Mira quién le está dando la mano a la viuda.

Nat se volvió y vio a Ralph Elliot que estrechaba la mano de Martha Gates.

– ¿Te sorprende? En este mismo momento le está comentando lo muy feliz que se sintió cuando Harry siguió su consejo de vender las acciones del banco Russell y se embolsó un millón de dólares.

– ¡Dios mío! -exclamó Tom-. Comienzas a pensar como él.

– Tendré que hacerlo si pretendo sobrevivir durante los próximos meses.

– No creo que el tema deba preocuparte -replicó Tom-. Todo el mundo en el banco tiene asumido que tú serás el próximo presidente.

– No estoy hablando ahora de la presidencia -dijo Nat. Tom se detuvo bruscamente ante las escalinatas del banco y miró a su viejo amigo-. Si Ralph Elliot postula su nombre como candidato a gobernador por los republicanos, entonces me presentaré yo también. -Miró hacia la catedral-. Y esta vez te juro que lo venceré.

42

– ¡Damas y caballeros, Fletcher Davenport, el próximo gobernador de Connecticut!

A Fletcher le resultó divertido ver cómo, momentos después de haber sido elegido candidato demócrata, se le presentaba inmediatamente como el próximo gobernador; ninguna mención a un oponente, ni la más mínima insinuación de que podía perder las elecciones. Pero recordaba muy bien a Walter Móndale, que era presentado continuamente como el próximo presidente de Estados Unidos y acabó como embajador en Tokio mientras que era Ronald Reagan el que llegó a la Casa Blanca.

En cuanto Fletcher llamó a Al Brubaker para confirmarle que estaba dispuesto a presentarse, la maquinaria del partido se puso inmediatamente en marcha para darle su respaldo. Las cabezas de otro par de demócratas habían asomado por encima de la trinchera, pero como patos en una galería de tiro habían desaparecido rápidamente.

Al final, la única oposición a Fletcher resultó ser una congresista que nunca había hecho ningún mal -o bien- a nadie como para ser tenida en cuenta. Después de vencerla en las primarias de septiembre, el partido la había convertido de pronto en una formidable oponente que había sido derrotada de forma contundente por el mejor y más impresionante candidato que había dado el partido en los últimos años. Pero Fletcher admitía en privado que ella no había sido más que un monigote y que la verdadera batalla comenzaría una vez que los republicanos hubiesen elegido a su paladín.

Aunque Barbara Hunter se mostraba activa y decidida como siempre, nadie creía de verdad que ella fuese a encabezar la lista republicana. Ralph Elliot contaba con el apoyo de varios personajes clave del partido, y cada vez que hablaba en público o en privado, el nombre de su «amigo», e incluso ocasionalmente su «íntimo amigo» Ronnie, salía fácilmente de sus labios. Pero Fletcher escuchaba una y otra vez los rumores de que una considerable facción de republicanos estaban buscando una alternativa factible; de lo contrario, amenazaban con abstenerse, o incluso votar a los demócratas. A medida que pasaban los días, le resultaba más dura la espera hasta saber quién sería su oponente. Para finales de agosto, comprendió que si finalmente los republicanos presentaban un candidato sorpresa, se estaban tomando todo el tiempo del mundo.

Fletcher miró a la multitud que tenía delante. Era su cuarto discurso del día y aún no eran las doce. Echaba de menos la presencia de Harry en las comidas de los domingos, donde se podían discutir las ideas y sacar a la luz sus fallos. A Lucy y George les encantaba meter baza, cosa que solo le recordaba lo indulgente que había sido Harry cuando él mismo hacía propuestas que el senador seguramente había escuchado centenares de veces antes, pero sin insinuarlo ni una sola vez. Pero la siguiente generación había despejado del todo cualquier duda que Fletcher pudiese tener sobre lo que los alumnos de Hotchkiss esperaban de su gobernador.

El cuarto discurso de Fletcher no difería mucho de los otros tres de la mañana, destinados a los trabajadores de la fábrica de Pepperidge Farm en Norwalk, los empleados de las oficinas centrales de Wiffle Ball en Shelton y los obreros de Stanley en New Britain. Solo cambiaba el párrafo donde se proclamaba que la economía del estado no sería tan boyante sin su especial contribución. Comió con las Hijas de la Revolución Americana, donde se olvidó de mencionar su ascendencia escocesa, y pronunció otros tres discursos durante la tarde, antes de asistir a una cena para recaudar fondos, que seguramente no aportaría más de diez mil dólares a la campaña.

Se acostaba más o menos a medianoche y abrazaba a su esposa ya dormida, que de vez en cuando exhalaba un suspiro. Había leído una vez que cuando Reagan estaba inmerso en su campaña, lo habían encontrado abrazado a una farola. Fletcher se había reído mucho en su momento, pero entonces ya no le hacía ninguna gracia.


«Romeo, Romeo, ¿dónde estás, Romeo?»

Nat tuvo que darle la razón a su hijo. Julieta era hermosa, pero no era la clase de chica que pudiese encandilar a Luke. Intentó adivinar cuál podía ser la escogida entre las otras cinco actrices del elenco. Cuando cayó el telón del entreacto, consideró que Luke había realizado una espléndida interpretación y experimentó un profundo orgullo mientras oía los aplausos del público. Sus padres habían asistido a la representación la noche anterior y le habían comentado que ellos se sintieron igual de orgullosos cuando le vieron interpretar a Sebastián en aquel mismo teatro, hacía ya tantos años.

Cada vez que Luke dejaba el escenario, Nat recordaba de nuevo la llamada que había recibido por la mañana. Su secretaria había creído que era Tom que quería gastarle una broma pesada cuando le preguntaron si su jefe estaba disponible para hablar con el presidente de la nación.

Nat se dio cuenta de que se había puesto de pie cuando oyó por teléfono la voz de George Bush.

El presidente le felicitó por la distinción de Fairchild y Russell como Banco del Año -la justificación de la llamada- y luego le transmitió un sencillo y muy claro mensaje: «Son muchas las personas que confían en que presente su candidatura a gobernador. Tiene muchos amigos y partidarios en Connecticut, Nat. Espero que podamos reunimos muy pronto».

Todo el mundo en Hartford se había enterado en menos de una hora de la llamada del presidente; una prueba más de que las telefonistas tenían una red de información propia. Nat se lo había dicho solo a Su Ling y Tom y ninguno de los dos se había mostrado sorprendido.

«Mi promesa de amor eterno a cambio de la tuya.»

La atención del padre volvió a centrarse en la obra.

Nat tomó buena nota de que la gente comenzaba a pararle en la calle para manifestarle: «Espero que se presente para gobernador, Nat»; algunos se dirigían a él como «señor Cartwright» e incluso «señor». Cuando él y Su Ling habían entrado en el teatro esa noche, las miradas de los espectadores se habían centrado en ellos y se oyó un murmullo. En el coche, mientras iban camino de Taft, él no le había preguntado a Su Ling si debía presentarse, sino que su pregunta fue: «¿Crees que podré desempeñar la labor?», y ella le respondió: «Eso parece opinar el presidente».

Cuando cayó el telón después de la escena de la muerte, Su Ling comentó:

– ¿Te has fijado cómo nos miraba la gente? -Guardó silencio un momento y añadió-: Supongo que debemos acostumbrarnos a que nuestro hijo sea una estrella.

Con cuánta facilidad podía devolver a Nat a la realidad, qué extraordinaria sería como esposa del gobernador.

El elenco de actores y sus padres estaban invitados a cenar con el director, así que Nat y Su Ling se dirigieron a su casa.

– Es el aya.

– Sí, su interpretación fue sencillamente estupenda -señaló Nat.

– No, tonto, el aya tiene que ser la chica de la que se ha enamorado Luke -dijo Su Ling.

– ¿Cómo puedes estar tan segura? -le preguntó Nat.

– En el momento en que caía el telón, se cogieron de la mano y estoy casi segura de que eso no figura en las indicaciones originales de Shakespeare -respondió Su Ling.

– Bueno, no tardaremos mucho es averiguar si tienes razón -manifestó Nat mientras entraban en la casa del director.

Se encontraron con Luke, que bebía una Coca-Cola en el vestíbulo.

– Hola, papá; hola, mamá -saludó al verles entrar-. Os presento a Kathy Marshall; hace el papel de aya. -Su Ling intentó no mostrarse excesivamente ufana-. ¿Verdad que Kathy ha estado fantástica? Claro que tiene la intención de estudiar arte dramático en la escuela Sarah Lawrence.

– Sí, así es, pero tú tampoco lo has hecho nada mal -afirmó Nat-. Estamos muy orgullosos de ti.

– ¿Había visto la obra antes, señor Cartwright? -quiso saber Kathy.

– Sí, cuando Su Ling y yo visitamos Stratford. Celia Johnson interpretó el papel de aya, pero supongo que no habrás oído hablar de ella.

– Breve encuentro -contestó Kathy inmediatamente.

– Noël Coward -añadió Luke.

– Trevor Howard fue su compañero de cartel -dijo Kathy.

Nat le hizo un gesto a su hijo, que aún continuaba vestido de Romeo.

– Debes de ser el primer Romeo que se ha enamorado del aya -comentó Su Ling.

– Es su complejo de Edipo -replicó Kathy con una sonrisa-. ¿Qué enfoque le dio la señorita Johnson a su personaje? Mi profesora dice que cuando la vio actuar con Edith Evans, interpretó al aya como una celadora: estricta, firme, pero cariñosa.

– No estoy de acuerdo -señaló Su Ling-. Celia Johnson la presentó como un poco loca, errática aunque también cariñosa, eso sí.

– Una idea muy interesante. Tendré que buscar al director. Por supuesto, me hubiese gustado interpretar a Julieta, pero no soy lo bastante bonita -añadió la joven con sencillez.

– Eres hermosa -declaró Luke.

– Tu opinión no se puede tener en cuenta, Luke -dijo Kathy, y le cogió la mano-. Piensa que llevas gafas desde que tenías cuatro años.

Nat sonrió mientras pensaba en lo afortunado que era Luke al tener una amiga como Kathy.

– Kathy, ¿te gustaría venir a pasar algunos días con nosotros durante las vacaciones de verano? -le preguntó.

– Sí, siempre y cuando no le cause muchos trastornos, señor Cartwright -contestó la muchacha-. No quisiera resultar una carga.

– ¿Una carga? -se extrañó Nat.

– Así es. Luke me ha dicho que se presentará usted a gobernador.


banquero local se presenta a gobernador, rezaba el titular del Hartford Courant. En una página interior se ofrecía un amplio perfil del brillante financiero que veinticinco años antes había merecido la medalla al honor por su actuación en Vietnam; después reseñaba su carrera profesional, que concluía con su decisivo papel en la fusión entre un pequeño banco familiar como Russell, con sus once sucursales, y Fairchild’s, que contaba con ciento dos sucursales en todo el territorio del estado. Nat sonrió al recordar la charla mantenida en el confesionario de la catedral de San José y la cortés manera como Murray Goldblatz seguía haciendo creer a todo el mundo que la idea original había sido de Nat. Desde entonces, Nat recibía los valiosos consejos de Murray, quien nunca bajaba la guardia ni dejaba de lado sus principios.

El editorial del Courant señalaba que la decisión de Nat de disputarle a Ralph Elliot la designación como candidato republicano había abierto la carrera electoral, dado que arabos eran personajes sobresalientes en sus respectivas profesiones. El periódico no tomaba partido por ninguno de los dos, sino que prometía informar objetivamente del duelo entre el banquero y el abogado, cuya enemistad era de conocimiento público. «También se presentará la señora Hunter», se apostillaba en el último párrafo sin darle más importancia, lo que indicaba claramente la opinión del Courant sobre sus posibilidades desde que Nat aceptó presentarse al cargo.

Nat estaba más que satisfecho con la cobertura informativa que le habían dispensado la prensa y la televisión después de su anuncio y todavía más con la favorable reacción de los ciudadanos de a pie. Tom se había tomado una excedencia de dos meses en el banco para ocuparse de la campaña de Nat y Murray Goldblatz había hecho una más que generosa contribución a los fondos para la campaña.

La primera reunión se celebró aquella noche en casa de Tom y el director de la campaña explicó a los integrantes del equipo a lo que tendrían que hacer frente durante las siguientes seis semanas.

Levantarse cada día antes del amanecer y caer rendido en la cama pasada la medianoche no era algo que tuviese muchas compensaciones, pero Nat estaba sorprendido con la fascinación de Luke por el proceso electoral. Dedicó sus vacaciones a acompañar a su padre a todas partes, a menudo con Kathy a su lado. Con el paso de los días, Nat le fue cobrando más y más afecto a la muchacha.

A Nat le costó muy poco adaptarse a la nueva situación; a que Tom le recordara constantemente que no podía darles órdenes a los voluntarios como si fuese un sargento y que siempre debía darles las gracias, por poco que fuese su trabajo y aunque hubiesen cometido errores. Pero incluso con seis discursos y una docena de reuniones al día, la progresión del aprendizaje era muy dura.

No tardó en quedar claro que Elliot ya llevaba varias semanas de campaña, al parecer con la ilusión de que su trabajo previo le otorgara una ventaja indiscutible. Nat comprendió rápidamente que si bien el primer caucus [5] en Ipswich solo daría diecisiete votos electorales, su importancia era desproporcionada en relación a esa cifra, como era el caso de New Hampshire en las elecciones presidenciales. Visitó a cada uno de los votantes y se marchó con la certeza de que Elliot ya les había visitado antes. Aunque su rival ya se había asegurado el compromiso de varios delegados, aún quedaban algunos indecisos que sencillamente no acababan de fiarse del abogado.

A medida que transcurrían los días, Nat comprendió que se esperaba de él que tuviese el don de la ubicuidad, ya que las primarias de Chelsea se realizaron solo dos días después del caucus en Ipswich. De los dos, Elliot era quien estaba dedicando la mayor parte de su tiempo a la campaña en Chelsea, porque estaba convencido de que contaba con los diecisiete votos de Ipswich.

Nat regresó a Ipswich la noche de la votación del caucus y oyó cómo el presidente del comité local anunciaba que Elliot había obtenido diez votos, mientras que a él le correspondían los siete restantes. El equipo de Elliot, si bien proclamaba que había sido una victoria concluyente, fue incapaz de disimular la desilusión. En cuanto escuchó el resultado, Nat corrió al coche y Tom lo llevó a Chelsea antes de la medianoche.

Para su sorpresa, los periódicos locales hacían poco caso del resultado en Ipswich, pues afirmaban que Chelsea, con un padrón electoral de más de once mil personas, ofrecería un indicador mucho más claro de las opiniones del público sobre los dos hombres que lo que habían decidido un puñado de caciques locales. Nat, desde luego, se sintió mucho más a gusto y relajado en las calles, en los centros comerciales, en las puertas de las fábricas, en las escuelas y clubes que en las habitaciones llenas de humo, obligado a escuchar a unas personas que se creían con el «derecho divino» de designar al candidato.

Después de un par de semanas de estrechar manos a diestro y siniestro, Nat le comentó a Tom que se sentía muy animado al comprobar cuántas eran las personas que prometían votarle. En cualquier caso, no dejaba de preguntarse si Elliot estaba recibiendo la misma respuesta.

– No tengo la menor idea -contestó Tom, mientras salían para asistir a otro mitin-, pero sí te puedo decir que se nos está acabando el dinero. Si mañana nos dan una paliza, habremos participado en la campaña más corta de la historia. Claro que siempre podríamos hacer público el respaldo de Bush, porque eso seguramente nos aportaría algunos votos.

– De ninguna manera -replicó Nat con mucha firmeza-. Se trató de una llamada personal, no de un respaldo oficial.

– Sin embargo, Elliot no deja de hablar de su visita a la Casa Blanca y su encuentro con su viejo amigo George, como si hubiese sido una cena para dos.

– ¿Tú cómo crees que se sienten al respecto los demás miembros de la delegación republicana?

– Eso es demasiado sutil para el votante medio -señaló Tom.

– Nunca lo subestimes -declaró Nat.


Nat no recordaba gran cosa del día en que se celebraron las elecciones primarias en Chelsea; solo sabía que había estado en constante movimiento. Cuando se anunció minutos después de la medianoche que Elliot había obtenido 6.109 votos frente a los 5.302 de Cartwright, la única pregunta de Nat fue:

– ¿Podemos permitirnos continuar ahora que Elliot cuenta con veintisiete delegados contra diez nuestros?

– El enfermo todavía respira -replicó Tom-, aunque muy débilmente, así que nos queda Hartford; si Elliot gana allí también, no podremos impedir que nos arrolle. Da gracias de que aún tienes un empleo al que volver -añadió con una sonrisa.

La señora Hunter, que solo había conseguido dos votos para el colegio electoral, admitió la derrota, dijo que se retiraba de la campaña y que anunciaría en breve a cuál de los dos candidatos daría su apoyo.

Nat agradeció retornar a su ciudad natal, donde la gente en la calle lo trataba como a un amigo. Tom sabía el tremendo esfuerzo que debían hacer en Hartford, no solo porque representaba la última oportunidad, sino que además, al ser la capital del estado, tenía el mayor número de votos electorales, diecinueve en total, que de acuerdo con la regla prehistórica de que el ganador se lo llevaba todo, permitiría que si Nat se proclamaba ganador, se situara en cabeza con veintinueve delegados contra veintisiete. Si perdía, podría deshacer las maletas y marcharse a casa.

Durante la campaña, los candidatos fueron invitados a participar juntos en diversos actos, pero cada vez que asistían, en contadas ocasiones hacían caso el uno del otro; desde luego, nunca se detenían para mantener una charla.

Cuando solo faltaban tres días para la celebración de las primarias, la encuesta sobre intención de voto publicada por el Hartford Courant situaba a Nat con dos puntos de ventaja sobre su rival; también publicaron la noticia de que la señora Barbara Hunter daba todo su apoyo a Cartwright. Este era exactamente el impulso que necesitaba la campaña de Nat. A la mañana siguiente, advirtió que eran muchos menos los trabajadores que le apoyaban en la calle y que en cambio aumentaban sensiblemente las personas que se acercaban para estrecharle la mano.

Se encontraba en el centro comercial Robinson cuando recibió un mensaje de Murray Goldblatz: «Necesito hablar con usted urgentemente». Murray no era un hombre aficionado a utilizar la palabra urgente a menos que quisiera decir eso en el más estricto sentido literal. Nat dejó a su equipo para que continuara con su tarea propagandística y les aseguró que no tardaría en volver. No volvieron a verlo en todo el día.

Cuando Nat llegó al banco, la recepcionista le informó de que el presidente se encontraba en la sala de juntas con el señor y la señora Russell. Nat entró en la sala y ocupó su sitio habitual enfrente de Murray, pero por las expresiones que vio en los rostros de los tres comprendió que las noticias no eran buenas. Murray fue directamente al grano.

– Tengo entendido que esta noche habrá un acto donde participarán usted y Ralph Elliot.

– Así es -asintió Nat-. Es el último acto de la campaña antes de los comicios de mañana.

– Tengo una espía en el equipo de Elliot -prosiguió Murray-; me ha dicho que le tienen preparada una pregunta para esta noche que podría dar al traste con toda su campaña. No ha podido averiguar de qué se trata y no se ha atrevido a insistir, para no despertar sospechas. ¿Tiene alguna idea de lo que podría ser?

– No, no se me ocurre nada -respondió Nat.

– Quizá descubrió el asunto de Julia -señaló Tom en voz baja.

– ¿Julia? -repitió Murray, intrigado.

– No, no me refiero a mi esposa -le aclaró Tom-. A la primera señora Kirkbridge.

– No tenía idea de que existiera una primera señora Kirkbridge -manifestó el presidente.

– No había ninguna razón para que lo supiera -declaró Tom-. Pero siempre he temido que algún día acabarían por descubrir la verdad.

Murray escuchó atentamente mientras Tom le relataba cómo había conocido a la mujer que se hacía pasar por Julia Kirkbridge y cómo la impostora había firmado el cheque bancario y acto seguido retiró todo el dinero de la cuenta.

– ¿Dónde está ahora el cheque? -preguntó Goldblatz.

– Supongo que en algún lugar de las catacumbas del ayuntamiento.

– Entonces debemos dar por hecho que ahora está en manos de Elliot. ¿Quebrantaron ustedes técnicamente alguna ley?

– No, pero no cumplimos con nuestro acuerdo escrito con el ayuntamiento -dijo Tom.

– Por otro lado, el proyecto de Cedar Wood fue un gran éxito, todos los que han participado en él han obtenido pingües beneficios -concluyó Nat.

– En consecuencia -apuntó Murray-, solo nos queda una alternativa. Puede preparar una declaración con todos los hechos y hacerla pública esta misma tarde, o de lo contrario, esperar a que estalle la bomba esta noche y tener respuesta para todas las preguntas que se formulen.

– ¿Cuál es su recomendación? -quiso saber Nat.

– Yo no haría nada. En primer lugar, mi espía puede estar equivocada; en segundo lugar, el proyecto de Cedar Wood puede no ser una fruta envenenada, en tal caso habría abierto la caja de los truenos sin ninguna necesidad.

– ¿Qué otra cosa podría ser? -preguntó Nat.

– ¿Rebecca? -propuso Tom.

– ¿A qué te refieres? -replicó Nat.

– Que después de dejarla embarazada, la obligaste a someterse a un aborto.

– Eso no es ningún delito -opinó Murray.

– A menos que ella declare que fue una violación.

Nat se echó a reír al escuchar estas palabras.

– Elliot jamás sacará el tema, porque es muy probable que él fuese el padre y el aborto está excluido de su intención de presentarse como un santo.

– ¿No ha considerado la posibilidad de tomar la iniciativa en el ataque? -le preguntó Murray.

– ¿Qué se le ha ocurrido esta vez? -dijo Nat.

– ¿Elliot no dimitió de su empleo en Alexander Dupont y Bell el mismo día que el socio principal porque desapareció medio millón de dólares de la cuenta de un cliente?

– No me rebajaré a su nivel -afirmó Nat-. Además, la participación de Elliot nunca se demostró.

– Oh sí que se demostró -declaró Murray. Tom y Nat lo miraron boquiabiertos-. El cliente en cuestión es buen amigo mío y me llamó en el momento en que se enteró de que Elliot nos representaba en la operación de compra.

– Puede que así sea, pero la respuesta continúa siendo no. -Nat exhaló un suspiro.

– De acuerdo, entonces lo batiremos según sus términos -aceptó Murray-; eso significa que tendrán que preparar respuestas para todas las preguntas que se les ocurran.

Nat abandonó el banco a las seis de la tarde, con la sensación de que le habían exprimido el cerebro. Llamó a Su Ling y le explicó lo que había pasado.

– ¿Quieres que te acompañe esta noche? -le preguntó ella.

– No, Pequeña Flor, pero ¿podrías encargarte de tener a Luke bien ocupado? Si esto va a resultar desagradable, prefiero que no esté presente. Ya sabes lo sensible que es, todo se lo toma siempre como algo muy personal.

– Lo llevaré a ver una película. Proyectan una película en el cine Arcadia que él y Kathy quieren ir a ver desde hace una semana.

Nat intentó no parecer nervioso cuando llegó aquella noche al Goodwin House. Entró en el comedor principal del hotel y lo encontró abarrotado con centenares de empresarios locales en animada conversación. ¿A quién le darían su apoyo?, se preguntó. Sospechaba que la mayoría de ellos aún no habían tomado una decisión, a la vista de que las encuestas seguían recordándoles que quedaba un diez por ciento de indecisos. Un camarero lo acompañó hasta la mesa de honor, donde Elliot ya estaba conversando con el presidente del partido local. Manny Friedman se volvió para saludar a Nat. Elliot le dio la mano con grandes aspavientos. Nat se sentó rápidamente y comenzó a tomar notas en el dorso de un menú.

El presidente pidió silencio y presentó a «los dos pesos pesados que ostentan méritos muy similares para ser nuestro próximo gobernador»; a continuación invitó a Elliot a que hiciera su discurso de presentación. Nat nunca le había escuchado un discurso más lamentable. Luego el presidente le indicó a Nat que era su turno de réplica y cuando este se sentó, hubiese sido el primero en reconocer que él tampoco se había lucido mucho. La primera escaramuza, pensó, había acabado en un empate.

Después de los dos discursos, el presidente abrió el turno de preguntas. Nat se preguntó cuándo dispararían el misil y desde qué dirección. Echó una ojeada a los presentes mientras esperaba la primera pregunta.

– ¿Qué opinan los candidatos sobre la ley de educación que se está debatiendo en estos momentos en el Senado? -preguntó alguien que compartía mesa con ellos.

Nat se centró en los artículos de la ley que a su juicio debían ser revisados, mientras que Elliot se dedicó a recordarles a todos que él había realizado sus estudios en la Universidad de Connecticut.

La segunda pregunta hizo referencia al nuevo impuesto sobre las rentas personales, si ambos candidatos garantizaban que no lo subirían. Ambos respondieron afirmativamente.

Un tercero se mostró interesado por la política que adoptarían en materia de seguridad ciudadana, en especial por las medidas contra la delincuencia juvenil. Elliot afirmó que había que encerrarlos a todos en la cárcel para que aprendieran la lección. Nat declaró que no estaba muy seguro de que la cárcel fuese la respuesta a todos los problemas y que quizá tendrían que considerar algunas de las innovaciones que Utah había introducido recientemente en su sistema penal.

Cuando Nat se sentó, el presidente se levantó para mirar a los presentes y saber si había más preguntas pendientes. En cuanto el hombre se levantó sin mirarlo, Nat supo quién le formularía la pregunta que pretendía acabar con su carrera. Miró de reojo a Elliot, que simulaba estar muy ocupado tomando notas y no haberse dado cuenta de lo que ocurría.

– Sí, señor, adelante -dijo Friedman.

– Señor presidente, ¿puedo preguntar si alguno de los candidatos ha quebrantado la ley en alguna ocasión?

Elliot se levantó de un salto antes de que Nat pudiese abrir la boca.

– Varias veces -declaró-. La semana pasada me pusieron tres multas de aparcamiento, razón por la cual tengo la intención de modificar las restricciones de aparcamiento en la zona céntrica en el momento que me elijan.

Una respuesta impecable, pensó Nat, aunque la hubiese preparado de antemano. Se oyeron algunos aplausos. Se puso de pie lentamente y se volvió para mirar a Elliot.

– No cambiaré la ley para la comodidad del señor Elliot, porque creo que debería haber menos vehículos en las zonas céntricas, no más. Quizá no sea popular, pero alguien tiene que advertir a los ciudadanos que el futuro será muy negro si continuamos fabricando coches cada vez más grandes, que consumen más gasolina y que como consecuencia producen más gases tóxicos. Les debemos a nuestros hijos una herencia mejor que esa; además, no tengo el menor interés en que me elijan por promesas banales que se olvidan rápidamente cuando se llega al poder.

Nat se sentó en medio de grandes aplausos y confió en que el presidente le cediera la palabra a algún otro, pero el hombre continuó de pie.

– Bien dicho, señor Cartwright, pero no ha respondido a mi pregunta sobre si en alguna ocasión ha quebrantado la ley.

– No, que yo sepa -contestó Nat.

– ¿No es verdad que en una ocasión autorizó el pago de un cheque del banco Russell por valor de tres millones seiscientos mil dólares cuando sabía que ya no había fondos en la cuenta y que la firma en el cheque era falsa?

Varios de los presentes comenzaron a hablar al mismo tiempo y Nat tuvo que esperar a que se hiciera silencio.

– Sí, el banco fue víctima de una estafa por ese importe, cometida por una persona muy hábil, pero dado que dicha suma se debía al ayuntamiento, consideré que el banco no tenía otra alternativa que hacer honor a la deuda y pagar al ayuntamiento el monto total.

– ¿Informó usted a la policía en aquel momento de que habían robado el dinero? Después de todo, pertenecía a los clientes del banco y no a usted -señaló el hombre.

– No, porque teníamos motivos bien fundados para creer que el dinero había sido transferido al extranjero; por tanto sabíamos que no había ninguna posibilidad de recuperarlo. -Nat comprendió en cuanto acabó de hablar que su respuesta no aplacaría al hombre ni a muchos de los presentes.

– Si llega a convertirse en gobernador, señor Cartwright, ¿tratará el dinero de los contribuyentes con la misma ligereza?

Elliot volvió a levantarse en el acto.

– Señor presidente -dijo-, ese comentario ha sido del todo incorrecto y puede dar pie a murmuraciones malintencionadas. ¿Por qué no seguimos con las preguntas?

Se sentó al tiempo que el público premiaba su intervención con grandes aplausos, mientras que Nat continuaba de pie. Tuvo que admirar el desparpajo de Elliot, quien después de tenderle la trampa, hacía ver que salía en defensa de su oponente. Esperó a que se hiciera el silencio.

– El incidente al que usted se refiere sucedió hace más de diez años. Fue un error de mi parte y lo lamento profundamente, aunque no deja de ser una ironía que acabara siendo un extraordinario éxito financiero para todos los que participaron en el mismo, porque los tres millones seiscientos mil dólares que el banco invirtió en el proyecto de Cedar Wood han beneficiado a los ciudadanos de Hartford y han supuesto un gran impulso para la economía de la ciudad.

El hombre continuó de pie con expresión de no estar satisfecho.

– A pesar de la generosa intervención del señor Elliot, ¿puedo preguntarle si él hubiese denunciado el robo de los fondos a la policía?

En esta ocasión, Elliot se levantó lentamente para dar su respuesta.

– Preferiría no hacer ningún comentario sin conocer a fondo todos los detalles de este caso, pero estoy dispuesto a aceptar la palabra del señor Cartwright cuando dice que no cometió ningún delito y que lamenta amargamente no haber informado del tema a las autoridades pertinentes en su momento. -Guardó silencio unos instantes-. Así y todo, si resulto elegido gobernador, puede estar seguro de que el mío será un gobierno abierto. Si cometo un error lo admitiré en el acto y no al cabo de diez años.

El hombre que había sacado el tema del robo se sentó; había concluido su misión.

Al presidente le costó imponer orden en la sala. Se formularon varias preguntas más, pero las respuestas apenas se escucharon, ya que la mayoría de los asistentes seguían discutiendo entre sí sobre las revelaciones de Nat.

Cuando el presidente dio por acabado el acto, Elliot se marchó sin demora, mientras que Nat permaneció en su sitio. Se sintió emocionado al ver cuántas eran las personas que se acercaron para estrecharle la mano y manifestarle que el proyecto de Cedar Wood había sido una bendición para la ciudad.

– Bueno, al menos no te han linchado -le comentó Tom cuando salieron del hotel.

– No, no lo han hecho, pero mañana solo habrá una pregunta en la mente de los electores. ¿Soy la persona adecuada para ocupar la mansión del gobernador?

43

el escándalo de cedar wood, decía el titular del Hartford Courant a la mañana siguiente. Se reproducía una fotografía del cheque y al lado la firma de la verdadera Julia. No era una buena noticia, pero afortunadamente para Nat la mitad de los votantes ya habían acudido a las urnas mucho antes de que el periódico llegara a los quioscos. Nat había preparado horas antes una breve declaración donde anunciaba su retirada en el caso de perder; asimismo, felicitaba a su oponente, aunque dejaba claro que distaba mucho de darle su respaldo. Nat se encontraba en su despacho cuando anunciaron el resultado en las oficinas del partido republicano.

Tom atendió a la llamada y entró sin llamar.

– ¡Has ganado, has ganado! Once mil setecientos noventa y dos contra once mil seiscientos setenta y tres. Solo son ciento diecinueve votos de diferencia, pero significa que ahora tienes la delantera en el colegio electoral: veintinueve a veintisiete.

Al día siguiente, el Hartford Courant comentaba en primera plana que nadie había perdido dinero con su inversión en el proyecto de Cedar Wood, por lo que quizá los votantes habían dejado claras sus intenciones.

A Nat todavía le quedaban por delante otros tres caucus y dos primarias antes de dar por acabada la elección del candidato. Por consiguiente, se sintió mucho más tranquilo al comprobar que todo el revuelo por el tema de Cedar Wood se había convertido en agua pasada. Elliot ganó el siguiente caucus por 19 a 18 y Nat la preliminar celebrada cuatro días más tarde: 9.702 contra 6.379, resultado que lo situaba con una cómoda ventaja a medida que se acercaban a las últimas primarias. Nat tenía entonces en el colegio electoral 116 votos contra 91 y las encuestas indicaban que llevaba una ventaja de siete puntos en la ciudad donde había nacido.

En su campaña por las calles de Cromwell, Nat contó con el apoyo de sus padres, Susan y Michael, que se centraron en los votantes de mayor edad, mientras que Luke y Kathy intentaban convencer a los jóvenes para que fueran a votar. A medida que pasaban los días, Nat estaba cada vez más seguro de que ganaría. El Courant empezó a decir que la verdadera batalla comenzaría cuando Nat tuviese que enfrentarse a Fletcher Davenport, el popular senador por Hartford. Sin embargo, Tom continuaba insistiendo en que debían tomarse muy en serio el debate con Elliot, que sería televisado la víspera de las elecciones.

– No hay ninguna razón para que caigamos en el último obstáculo -afirmó Tom-. Sáltalo limpiamente y tú serás el candidato. Quiero que dediques todo el domingo a repasar las preguntas todas las veces que haga falta y que te prepares para cualquier cosa que pueda surgir durante el debate. Puedes estar seguro de que Fletcher Davenport te estará viendo por la tele cómodamente sentado en su casa y analizará todo lo que digas. Si te equivocas en algo, enviará un comunicado a la prensa en cuestión de minutos.

Nat lamentó entonces haber aceptado semanas antes aparecer en un programa de debate de la televisión local que se emitiría la noche anterior a la última elección preliminar. Él y Elliot habían aceptado a David Anscott como moderador. Anscott era un entrevistador más interesado en caerle bien a la gente que en resultar incisivo. Tom no puso ninguna pega porque consideró que sería un buen ensayo para el inevitable debate a fondo con Fletcher Davenport.

Tom recibía todos los días nuevos informes donde se mencionaba que los voluntarios de la campaña de Ralph Elliot estaban desertando por docenas; algunos incluso habían cambiado de bando para sumarse a su equipo, así que cuando él y Nat llegaron al estudio de televisión ambos se sentían muy tranquilos y confiados. Su Ling acompañó a su marido. Luke, en cambio, dijo que prefería quedarse en casa y ver el debate por televisión, así podría comentar con su padre la imagen que transmitía en pantalla.

– Seguro que lo verá en el sofá con Kathy -opinó Nat.

– No, Kathy se marchó a su casa esta tarde para asistir a la fiesta de cumpleaños de su hermana -replicó Su Ling-. Luke tuvo la oportunidad de irse con ella, pero para ser justos debemos reconocer que se ha tomado su trabajo como tu asesor juvenil muy en serio.

Tom entró corriendo en el salón verde y le mostró a Nat los resultados de los últimos sondeos de intención de voto. Le otorgaban una ventaja de seis puntos.

– Creo que solo Fletcher Davenport puede impedirte ahora que accedas al cargo de gobernador.

– No me lo creeré hasta que anuncien los últimos resultados -dijo Su Ling-. No olvidéis la jugarreta de Elliot con las urnas después de que todos habíamos dado por hecho que el recuento estaba cerrado.

– Ya ha intentado todas las artimañas posibles sin ningún resultado -afirmó Tom.

– Quisiera compartir tu optimismo -señaló Nat, en voz baja.

Ambos candidatos fueron aplaudidos por los espectadores sentados en el estudio cuando ocuparon sus sitios en el plato, donde ya los esperaba el conductor del programa La batalla final. Los dos hombres se encontraron en el centro del plato y se dieron la mano, pero sus ojos miraban directamente a las cámaras.

– Este es un programa en directo -explicó David Anscott a la audiencia allí presente- y estaremos en el aire aproximadamente dentro de cinco minutos. Yo haré las primeras preguntas y después será el turno de ustedes. Si tienen algo que preguntarle a cualquiera de los dos candidatos, que la pregunta sea breve y concreta. Nada de andarse por las ramas, por favor.

Nat sonrió mientras echaba un vistazo al público, hasta que vio al hombre que había formulado la pregunta sobre el proyecto de Cedar Wood. Estaba sentado en la segunda fila. Notó que le sudaban las manos, pero incluso si le daban la palabra, Nat estaba seguro de que podría manejarlo. Esta vez iba bien preparado.

Se encendieron los focos, comenzaron a pasar los rótulos y David Anscott, con una amplia sonrisa, abrió el programa. Después de presentar a los participantes, los candidatos dispusieron de un minuto cada uno para hacer su primera exposición; sesenta segundos pueden ser mucho tiempo en la televisión, pero después de haber dicho lo mismo centenares de veces, eran capaces de hablar de su programa dormidos.

Anscott comenzó con un par de preguntas nada comprometedoras que le habían preparado. Una vez oídas las respuestas, no hizo nada por aprovechar lo que habían dicho los candidatos, sino que sencillamente pasó a la siguiente pregunta que le apareció en la pantalla de texto. En cuanto acabó con esta parte, se volvió rápidamente hacia el público.

La primera pregunta se convirtió en un discurso sobre la libertad de elección de las mujeres, cosa que complació a Nat que veía cómo se consumían los segundos. Sabía que Elliot se mostraría indeciso en este tema, porque no quería ofender a los movimientos feministas ni a sus amigos de la Iglesia católica. Nat, por su parte, dejó claro que apoyaba firmemente el derecho de las mujeres a elegir libremente. Elliot, tal como sospechaba, se mostró evasivo. Anscott dio paso a la siguiente pregunta.


Fletcher, que seguía el debate por el televisor de su casa, tomaba notas de todo lo que decía Nat Cartwright. Era evidente que entendía muy bien el principio que sustentaba la propuesta de reforma de la ley de educación y, lo que era más importante, parecía creer que los cambios que deseaba introducir Fletcher eran muy razonables.

– Es muy brillante, ¿verdad? -opinó Annie.

– Y muy guapo -afirmó Lucy.

– ¿Hay alguien que esté de mi parte? -preguntó Fletcher.

– Sí, no creo que sea guapo -intervino Jimmy-. Pero ha reflexionado mucho sobre tu enmienda y está claro que la considera un tema electoral.

– No sé si es muy guapo -comentó Annie-, pero ¿te has fijado que si lo miras bien se parece un poco a ti, Fletcher?

– Oh, no -protestó Lucy-. Es mucho más guapo que papá.


La tercera pregunta versó sobre el control de las armas. Ralph Elliot declaró que respaldaba firmemente a los fabricantes de armas y el derecho de todos los norteamericanos a defenderse. Nat explicó que él era partidario de un control más estricto, para evitar que episodios como el que había vivido su hijo en la escuela se volvieran a repetir nunca más.

Annie y Lucy comenzaron a aplaudir, junto con el público en el estudio.

– ¿Nadie piensa recordarle quién estaba en el aula con su hijo? -preguntó Jimmy.

– No hace falta que se lo recuerden -contestó Fletcher.

– Una pregunta más -intervino Anscott- y tendrá que ser rápida porque se nos agota el tiempo.

El individuo de la segunda fila se levantó en el acto. Elliot lo señaló por si acaso a Anscott se le ocurría dar paso a algún otro.

– ¿Cómo piensan los candidatos enfrentarse al problema de los inmigrantes ilegales?

– ¿Qué demonios tiene eso que ver con el gobernador de Connecticut? -preguntó Fletcher en el salón de su casa.

Ralph Elliot miró al hombre que había formulado la pregunta y respondió:

– Estoy seguro de que hablo en nombre de los dos cuando digo que Estados Unidos siempre dará la bienvenida a cualquiera que sea víctima de la opresión y necesite ayuda, como hemos hecho a todo lo largo de nuestra historia. Sin embargo, los que deseen entrar en nuestro país deben, por supuesto, seguir el procedimiento correcto y cumplir con todos los requisitos legales.

– Eso me suena como algo muy preparado y ensayado -le comentó Fletcher a Annie-. ¿Qué se trae entre manos?

– ¿Es esa también su opinión referente a los inmigrantes ilegales, señor Cartwright? -preguntó David Anscott, que no acababa de ver muy claro qué se escondía detrás de la pregunta planteada.

– Confieso, David, que no he considerado el tema, dado que no figura entre mis prioridades. Me he centrado casi exclusivamente en los problemas a los que se enfrenta ahora mismo el estado de Connecticut.

– Acaba ya -oyó Anscott que le decía el productor a través del auricular, en el mismo momento en que el hombre del público añadía:

– Tendría que haberlo considerado, señor Cartwright. Después de todo, ¿su esposa no es una inmigrante ilegal?

– Espera, deja que responda -dijo el productor-. Si acabamos ahora tendremos a doscientas mil personas llamándonos para saber la respuesta. Primer plano de Cartwright.

Fletcher estaba entre los doscientos mil que esperaba atento la respuesta de Nat mientras la cámara enfocaba brevemente a Elliot, que simulaba estar intrigado.

– Qué miserable -exclamó Fletcher-. Sabía perfectamente cuál sería la pregunta.

La cámara volvió a enfocar a Nat, que mantenía la boca cerrada.

– ¿Me equivoco si digo que su esposa entró en el país ilegalmente? -insistió el hombre.

– Mi esposa es profesora de estadística en la Universidad de Connecticut -manifestó Nat, que intentó disimular el temblor en su voz.

Anscott oyó las indicaciones del productor, porque ya se habían pasado de horario.

– No digas nada -dijo el productor-, aguanta. Siempre puedo dar paso a los créditos si la cosa se pone aburrida.

Anscott asintió con un gesto dirigido hacia donde se encontraba el productor.

– Me parece muy bien, señor Cartwright -prosiguió el interrogador-, pero su madre, Su Kai Peng, ¿no entró en este país con documentos falsos y afirmó estar casada con un soldado norteamericano, que en realidad había muerto combatiendo por su país algunos meses antes de la fecha que consta en el certificado de matrimonio?

Nat no respondió. También Fletcher permaneció en silencio mientras observaba el sufrimiento de Cartwright.

– Dado que no parece estar dispuesto a responder a mi pregunta, señor Cartwright, quizá quiera confirmar que en el certificado de matrimonio su suegra figura como modista. Sin embargo, todo indica que antes de venir a Estados Unidos, era una prostituta que practicaba su oficio en las calles de Seúl, así que solo Dios sabe quién es el padre de su esposa.

– Créditos -ordenó el productor-. Se nos ha agotado el tiempo y no me atrevo a retrasar el inicio de Los vigilantes de la playa, pero seguid grabando. Quizá consigamos algo que nos sirva para el informativo de cierre.

En cuanto en la pantalla del monitor del estudio aparecieron los créditos, el hombre que había formulado las preguntas se marchó rápidamente. Nat miró a su esposa sentada en la tercera fila, que temblaba como una hoja.

– Menuda encerrona -comentó el productor.

Elliot se volvió hacia el conductor del programa.

– Esto es una vergüenza -exclamó-. Tendría usted que haber intervenido mucho antes. -Luego miró a Nat y añadió-: Créeme, no tenía idea de que…

– Eres un mentiroso -replicó Nat.

– Sigue enfocándolo -le ordenó el productor al primer cámara-. Continuad con la grabación. Lo quiero tener desde todos los ángulos -comunicó a los cuatro cámaras.

– ¿Qué estás insinuando? -le preguntó Elliot.

– Que todo esto ha sido uno de tus montajes. Algo tan burdo que incluso has utilizado al mismo hombre que hizo las preguntas sobre el proyecto de Cedar Wood hace un par de semanas. Te diré solo una cosa más, Elliot. -Nat lo señaló con el dedo-. Así y todo, acabaré contigo.

Nat salió del estudio hecho una furia y se reunió con Su Ling, que le esperaba en el vestíbulo.

– Vamos, Pequeña Flor, te llevaré a casa -dijo, mientras pasaba el brazo por los hombros de su esposa.

En aquel mismo momento apareció Tom.

– Lo siento mucho, Nat, pero es necesario que te lo pregunte. ¿Hay algo de verdad en toda esa basura?

– Es la pura verdad -respondió Nat- y antes de que lo preguntes, te diré que lo sabía desde que nos casamos.

– Llévate a Su Ling a casa y, por lo que más quieras, no se te ocurra hablar con los periodistas -le recomendó Tom.

– No te preocupes. Puedes hacer una declaración en mi nombre para comunicar que me retiro de la campaña. No pienso permitir que mi familia tenga que seguir soportando estas cosas.

– No tomes una decisión apresurada que bien podrías lamentar más tarde. Hablemos exclusivamente de lo que tendremos que hacer mañana por la mañana -replicó Tom.

Nat cogió a Su Ling de la mano y salieron del edificio del canal de televisión para ir al aparcamiento.

– ¡Buena suerte! -le gritó uno de sus partidarios cuando Nat le abrió la puerta del coche a su esposa.

No respondió a las aclamaciones mientras salían rápidamente del aparcamiento. Miró a Su Ling, que estaba golpeando el salpicadero con verdadera furia. Nat soltó una mano del volante y la apoyó suavemente en la pierna de Su Ling.

– Te quiero, siempre te querré. Eso es algo que nada ni nadie podrá cambiar.

– ¿Cómo se ha enterado Elliot?

– Lo más probable es que contratara a una agencia de detectives privados para que escarbaran en mi pasado.

– Y cuando no encontró nada que poder utilizar en tu contra, cambió de objetivo y se centró en mí y en mi madre -susurró Su Ling. Transcurrieron unos minutos antes de que añadiera-: No quiero que te retires; debes continuar con la campaña. Es la única manera que tenemos de derrotar a ese miserable. -Nat no dijo nada mientras conducía, atento al denso tráfico-. Solo lo siento por Luke -afirmó su esposa-. Se lo habrá tomado a la tremenda. Es una pena que Kathy no pudiera quedarse un día más.

– Yo me encargaré de Luke -le prometió Nat-; será mejor que vayas a recoger a tu madre y la traigas para que pase la noche en casa.

– La llamaré en cuanto lleguemos -dijo Su Ling-. Quizá con un poco de suerte no vio el programa.

– Ni lo sueñes -replicó Nat cuando entraba en el camino de la casa-. Es mi más leal admiradora y nunca se pierde una de mis apariciones en la televisión.

Rodeó la cintura de su mujer con el brazo mientras caminaban hacia la puerta. Estaban encendidas todas las luces de la casa excepto las de la habitación de Luke. Nat abrió la puerta.

– Llama a tu madre. Subiré un momento para ver a Luke.

Su Ling descolgó el teléfono del vestíbulo y Nat subió las escaleras lentamente para tener tiempo de ordenar sus pensamientos. Era consciente de que Luke querría saber toda la verdad. Caminó por el pasillo y llamó discretamente a la puerta del dormitorio de su hijo. No tuvo respuesta, así que lo intentó de nuevo y esta vez preguntó:

– Luke, ¿puedo entrar?

No hubo respuesta. Entreabrió la puerta, asomó la cabeza y encendió la luz; no vio a Luke en la cama ni sus prendas colocadas con mucho cuidado en la silla que su hijo usaba para ese fin. Lo primero que se le ocurrió pensar fue que había ido a la lavandería para estar con su abuela. Apagó la luz. Por un momento prestó atención a las palabras de Su Ling, que hablaba con su madre. Ya se disponía a bajar cuando advirtió que Luke había dejado encendida la luz del baño. Decidió apagarla.

Cruzó la habitación y abrió la puerta del cuarto de baño. En el primer instante se quedó paralizado mientras miraba a su hijo. Luego cayó de rodillas, incapaz de mirar una segunda vez, aunque tendría que descolgar el cuerpo de Luke para impedir que esa visión fuera el último recuerdo que guardara Su Ling de su único hijo.


Annie atendió la llamada y escuchó durante unos segundos.

– Es Charlie, del Courant. Quiere hablar contigo -le dijo a Fletcher, y le pasó el teléfono.

– ¿Ha visto el programa? -le preguntó el comentarista político, en cuanto Fletcher se puso al aparato.

– No. Annie y yo nunca nos perdemos un capítulo de Seinfeld.

– Touché. ¿Quiere hacer alguna declaración respecto a que la esposa de su oponente es una inmigrante ilegal y su madre una prostituta?

– Sí. Creo que David Anscott hubiese tenido que interrumpir la intervención de ese individuo. Era evidente que se trataba de una trampa.

– ¿Puedo citar sus palabras? -dijo Charlie.

Jimmy sacudió la cabeza vigorosamente.

– Sí, claro que puede, porque lo que hemos visto convierte en un juego de niños cualquiera de las muchas artimañas de Nixon.

– Le alegrará saber, senador, que su percepción coincide con la opinión de la mayoría. La centralita del canal de televisión quedó colapsada por el número de llamadas de personas que querían manifestar su solidaridad con Nat Cartwright y su esposa. Mi pronóstico es que Elliot perderá mañana por un resultado arrollador.

– Algo que me pondrá las cosas muy difíciles -apuntó Fletcher-. Al menos, algo bueno saldrá de todo este asunto.

– ¿A qué se refiere, senador?

– Todo el mundo sabrá finalmente la verdad sobre la sabandija que es Elliot.

– ¿Te parece que eso ha sido prudente? -señaló Jimmy.

– Seguro que no -replicó Fletcher-, pero no es más de lo que hubiese dicho tu padre.


Cuando llegó la ambulancia, Nat decidió acompañar el cadáver de su hijo al hospital, mientras su madre intentaba inútilmente consolar a Su Ling.

– Regresaré cuanto antes -le prometió, antes de besarla con todo su cariño.

Salió de la casa y les dijo a los dos hombres que esperaban en silencio junto al cuerpo de su hijo que él los seguiría en su propio coche. El conductor asintió.

El personal del hospital intentó ser lo más amable posible, pero había que rellenar una infinidad de formularios y cumplir con todos los requisitos. En cuanto acabó el papeleo, lo dejaron solo. Besó a Luke en la frente y cerró los ojos para no ver de nuevo los morados en el cuello, consciente de que el recuerdo lo acosaría durante el resto de su vida.

Esperó a que cubrieran el rostro de Luke con la sábana, se despidió de su amado hijo y salió de allí, sin hacer mucho caso de las expresiones de pésame de los que se cruzaban con él. Tenía que ir a reunirse con Su Ling, pero le quedaba por hacer una visita impostergable.

Nat se montó en el coche y condujo como un autómata, sin que su cólera se apaciguara ni por un momento con el paso de los kilómetros. Aunque nunca había estado antes en la casa, sabía cuál era y cuando entró en el camino particular, vio que se encendían algunas luces en la planta baja. Aparcó el coche y caminó lentamente hacia la casa. Necesitaba calmarse si quería que aquello saliera bien. Mientras se acercaba a la puerta oyó unas voces que provenían del interior. Un hombre y una mujer discutían a voz en cuello, sin saber que alguien les escuchaba. Nat golpeó con la aldaba y las voces cesaron bruscamente, como si alguien hubiese apagado un televisor. Un segundo más tarde, se abrió la puerta y Nat se encontró cara a cara con el hombre a quien juzgaba culpable de la muerte de su hijo.

Ralph Elliot pareció sorprendido, pero se recuperó rápidamente. Intentó cerrarle la puerta en las narices sin conseguirlo, porque Nat ya tenía apoyado un hombro en la hoja. El primer puñetazo de Nat aplastó la nariz de Elliot y a punto estuvo de hacerle caer de espaldas. El abogado consiguió recuperar el equilibrio y a continuación dio media vuelta y echó a correr por el pasillo. Nat lo persiguió hasta el despacho. Por un segundo, buscó a la mujer con la que Elliot mantenía la discusión, pero no vio a Rebecca por ninguna parte. Miró de nuevo a Elliot, que acababa de abrir un cajón de su mesa escritorio y en esos momentos empuñaba un arma.

– Sal ahora mismo de mi casa o te mataré -gritó Elliot, y levantó el arma para apuntarle al pecho. La sangre le manaba a chorros de la nariz.

– No creo que lo hagas -replicó Nat al tiempo que se le acercaba-. Después de la jugarreta de esta noche, nadie creerá ni una palabra de lo que digas.

– Lo harán porque tengo un testigo. No olvides que Rebecca te vio irrumpir en nuestra casa profiriendo amenazas y después golpearme.

Nat avanzó dispuesto a darle otro puñetazo; el movimiento hizo que Elliot, al retroceder dominado por el miedo, perdiera el equilibrio al chocar contra el brazo del sillón. Se disparó el arma y Nat aprovechó la oportunidad para abalanzarse sobre Elliot y derribarlo. Mientras caían, Nat descargó un rodillazo en la entrepierna de Elliot con tanta fuerza que su rival se dobló del dolor y soltó el arma. Nat la recogió en el acto y apuntó a Elliot, que lo miró con el rostro desfigurado por el terror.

– Tú mandaste a aquel cabrón a que me hiciera las preguntas, ¿no es así? -gritó Nat.

– Sí, sí, pero no tenía idea de que llegaría hasta esos extremos. Tú no matarías a un hombre solo porque…

– ¿Porque es el responsable de la muerte de mi hijo?

El rostro de Elliot adoptó una palidez cadavérica.

– Sí, claro que lo haría -añadió Nat, con el cañón del arma apretado contra la frente de Elliot. Miró al hombre que entonces estaba de rodillas y gimoteaba para que le perdonaran la vida-. No voy a matarte -bajó el arma-, porque esa sería la salida fácil para un cobarde. No, quiero que sufras una muerte mucho más lenta, que padezcas años y más años de humillaciones. Mañana averiguarás cuál es la verdadera opinión que tienen de ti los ciudadanos de Hartford; después tendrás que vivir con la ignominia de ver cómo me instalo en la residencia del gobernador.

Nat se levantó, dejó el arma con toda calma en una esquina de la mesa, se volvió y salió de la habitación, momento en el que vio a Rebecca, acurrucada en el vestíbulo. En cuanto pasó por su lado, la mujer corrió hacia el despacho. Nat abandonó la casa sin molestarse en cerrar la puerta.

Cuando salía del camino particular con el coche oyó la detonación.


Las llamadas al teléfono de Fletcher eran un continuo. Annie las atendía y a cada interlocutor le comunicaba que su marido no tenía más comentarios que añadir, excepto que había enviado sus más sinceras condolencias al matrimonio Cartwright.

Minutos antes de la medianoche, Annie optó por desconectar el teléfono y subió las escaleras. Vio que estaban encendidas las luces del dormitorio y se sorprendió al comprobar que Fletcher no estaba allí. Bajó de nuevo las escaleras para mirar en el despacho. Los papeles se amontonaban en la mesa como de costumbre, pero él no estaba sentado en su sillón. Subió sin prisas las escaleras y esta vez advirtió el rayo de luz que se colaba por debajo de la puerta de la habitación de Lucy. Annie accionó la manija y abrió la puerta con mucho cuidado, por si Lucy se hubiera quedado dormida sin apagar la luz. Asomó la cabeza y vio a su marido sentado en la cama y abrazado a su hija dormida. Las lágrimas rodaban por sus mejillas. El senador miró a su esposa.

– No hay nada que valga la muerte de un hijo -afirmó.


Nat regresó a su casa y al entrar se encontró a su madre sentada en el sofá con Su Ling. El rostro de Su Ling mostraba un color ceniciento y los ojos eran como dos agujeros negros; había envejecido diez años en cuestión de horas.

– Os dejaré solos -dijo su madre-. Volveré mañana por la mañana a primera hora. No hace falta que me acompañes.

Nat despidió a su madre con un beso y luego se sentó junto a su mujer. Estrechó su cuerpo delgado entre sus brazos sin decir palabra. No había nada que decir.

No recordaba cuánto tiempo llevaban sentados cuando oyó la sirena de un coche patrulla. Supuso que el agudo aullido no tardaría en desaparecer, pero fue ganando en intensidad y no cesó hasta que un vehículo se detuvo con gran estrépito de los frenos delante de su casa. A continuación escuchó el ruido de las puertas del coche al abrirse y cerrarse, seguido por el de unas pisadas, y por último los golpes en la puerta principal.

Dejó a su esposa y caminó fatigadamente hasta la puerta. La abrió y se encontró con el jefe Culver escoltado por dos agentes.

– ¿Cuál es el problema, jefe?

– Lo siento mucho, sobre todo a la vista de todo lo ocurrido -respondió Don Culver-, pero vengo a detenerle.

– ¿De qué se me acusa? -preguntó Nat, incrédulo.

– Del asesinato de Ralph Elliot.

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