Al día siguiente del juicio Fletcher se encontraba en su despacho en el Senado, entretenido en la lectura de los periódicos de la mañana.
– ¡Vaya hatajo de desagradecidos! -exclamó al tiempo que le pasaba a su hija el Hartford Courant.
– Tendrías que haber dejado que lo achicharraran -manifestó Lucy mientras echaba un vistazo a las últimas encuestas de intención de voto.
– Expresado como siempre con tu habitual elegancia y encanto -dijo su padre-. Me hace dudar si hice bien en gastar tanto dinero para que estudiaras en Hotchkiss y no quiero recordar lo que me costará Vassar.
– No pienso ir a Vassar, papá -replicó Lucy en voz baja.
– ¿Es de eso de lo que querías hablar conmigo? -le preguntó Fletcher, atento al cambio de tono en la voz de su hija.
– Sí, papá, porque si bien Vassar me ha ofrecido una plaza, quizá no pueda ocuparla.
Fletcher nunca acababa de saber cuándo Lucy bromeaba o le hablaba en serio, pero cuando le dijo que iría a su despacho y que no se lo mencionara a Annie, se barruntó que pasaba alguna cosa.
– ¿Cuál es el problema? -preguntó sin alterarse y la miró a la cara.
Lucy no le sostuvo la mirada. Agachó la cabeza.
– Estoy embarazada.
El senador no respondió inmediatamente, ya que necesitaba asimilar la confesión de su hija.
– ¿El padre es George? -preguntó al cabo de unos momentos.
– Sí -respondió Lucy.
– ¿Te casarás con él?
Entonces fue Lucy quien se tomó su tiempo para dar una respuesta.
– No. Adoro a George, pero no lo quiero.
– Aun así, no tuviste reparo en irte a la cama con él.
– Eso no es justo -protestó Lucy-. Fue un sábado por la noche después de las elecciones para representante del claustro de estudiantes; creo que ambos bebimos demasiado. Si quieres saber la verdad, estaba harta de que todos los de mi clase me describieran como la representante virgen. Si tenía que perder la virginidad, no se me ocurrió nadie más agradable que George, sobre todo después de que me confesara que él también era virgen. Al final, no sé quién sedujo a quién.
– ¿Qué opina George de todo esto? Después de todo, también es su hijo y siempre me ha dado la impresión de ser un joven muy serio; en especial, sus sentimientos por ti parecen profundos.
– Todavía no lo sabe.
– ¿No se lo has dicho? -le preguntó Fletcher, incrédulo.
– No.
– ¿Qué hay de tu madre?
– Tampoco lo sabe. La única persona con la que he compartido esto es contigo. -Esta vez miró a su padre a los ojos, antes de añadir-: Seamos sinceros, papá, mamá probablemente era virgen el día que se casó contigo.
– Yo también -replicó Fletcher-, pero así y todo tendrás que decírselo antes de que resulte evidente para todos.
– No si aborto.
Una vez más Fletcher permaneció unos segundos en silencio.
– ¿Es eso lo que quieres de verdad? -le preguntó finalmente.
– Sí, papá, pero no le digas nada a mamá, porque ella no lo entendería.
– Tampoco yo lo tengo muy claro -declaró Fletcher.
– ¿Vas a decirme que estás a favor de la libertad de elección para todas las mujeres excepto para tu hija? -preguntó Lucy.
– No durará -afirmó Nat, con la mirada puesta en el titular del Hartford Courant.
– ¿Qué es lo que no durará? -preguntó Su Ling, mientras le servía otra taza de café.
– Mi ventaja de siete puntos en las encuestas. Dentro de unas semanas los electores ni siquiera recordarán quién de los dos era el acusado.
– Supongo que ella sí lo recordará -comentó Su Ling en voz baja mientras miraba por encima del hombro de su marido la foto de Rebecca Elliot en el momento de bajar las escalinatas de los juzgados, completamente despeinada-. ¿Por qué se casó con él? -preguntó casi para ella misma.
– Doy gracias de no haber sido yo quien se casara con Rebecca -manifestó Nat-. Seamos sinceros, si Elliot no hubiese copiado mi trabajo y no me hubiese impedido ir a Yale, tú y yo nunca nos hubiéramos conocido. -Cogió la mano de su esposa.
– Solo siento no haber tenido más hijos -afirmó Su Ling, con la voz todavía apagada-. Echo tanto de menos a Luke…
– Lo sé, pero nunca lamentaré haber corrido por aquella colina, en aquella hora en particular y en aquel día en particular.
– Pues yo todavía me alegro de haberme equivocado de camino -replicó Su Ling-, porque no podría quererte más. Pero hubiese sacrificado con gusto mi vida para salvar la de Luke.
– Sospecho que ese es el sentimiento de la mayoría de los padres -declaró Nat, que miró a su esposa a los ojos-; desde luego, puedes incluir a tu madre, que lo sacrificó todo por ti y que no se merece haber sido tratada de una forma tan absolutamente cruel.
– No te preocupes por mi madre -dijo Su Ling, que recuperó el buen humor-. Fui a verla ayer y me encontré la lavandería abarrotada de viejos de sucias intenciones que habían llevado a lavar sus infectas prendas, con la secreta ilusión de que estuviese dirigiendo un salón de masajes en la planta de arriba.
Nat se echó a reír.
– Pensar que lo hemos mantenido en secreto todos estos años… Desde luego, nunca hubiese creído que llegaría un día en el que fuese capaz de reírme de todo eso.
– Mi madre dice que si llegas a gobernador, piensa abrir una cadena de lavanderías por todo el estado. El lema de su campaña publicitaria será: «Lavamos su ropa sucia en público».
– Siempre supe que había una razón importantísima para que quisiera ser gobernador -afirmó Nat mientras se levantaba.
– ¿Quiénes tendrán hoy el privilegio de tu compañía? -preguntó Su Ling.
– La buena gente de New Canaan.
– ¿A qué hora esperas estar de regreso?
– Calculo que alrededor de medianoche.
– Despiértame cuando llegues.
– Hola, Lucy -dijo Jimmy cuando entró en el despacho de Fletcher-. ¿Está desocupado el gran hombre?
– Sí -respondió la muchacha al tiempo que se levantaba de la silla.
Jimmy la observó por un instante mientras su sobrina abandonaba la habitación. ¿Eran imaginaciones suyas o había estado llorando? Fletcher no abrió la boca hasta que se cerró la puerta.
– Buenos días, Jimmy -le saludó Fletcher. Apartó el periódico en el que la fotografía de Rebecca aparecía en la portada.
– ¿Crees que la detendrán? -le preguntó Jimmy.
El senador miró la fotografía de la viuda.
– No creo que a la policía le quede otra alternativa. Claro que si fuese uno de los miembros del jurado la absolvería, porque su relato me resulta completamente verosímil.
– Sí, pero eso es porque tú sabes de lo que Elliot era capaz y el jurado no.
– Me lo puedo imaginar cuando le dijo: «Si tú no estás dispuesta a seguirme el juego, solo queda una alternativa. Te dispararé yo a ti».
– Me pregunto si aún continuarías en Alexander Dupont y Bell si Elliot no hubiese entrado en la firma.
– Es una de esas cosas del destino -respondió Fletcher, con tono distraído-. ¿Qué me tienes preparado?
– Vamos a pasar el día en Madison.
– ¿Vale la pena dedicar todo un día a Madison, cuando es un distrito totalmente republicano?
– Por eso mismo quiero quitarlo del programa cuando todavía nos quedan unas semanas de campaña -le explicó Jimmy-, aunque no deja de ser una ironía que sus votos nunca hayan contado en el resultado de unas elecciones.
– Un voto es un voto -le recordó Fletcher.
– No en este caso, porque mientras el resto del estado vota en la actualidad electrónicamente, Madison continúa siendo la excepción. Están entre el puñado de distritos del país que todavía prefiere marcar las papeletas con un lápiz.
– Eso no impide que sus votos sean válidos -insistió Fletcher.
– Muy cierto, pero en el pasado dichos votos han resultado ser irrelevantes, porque en Madison no comienza el recuento hasta la mañana siguiente de los comicios, cuando ya se han dado a conocer los resultados generales. Tiene algo de farsa, pero es una de esas tradiciones que los buenos burgueses de Madison no están dispuestos a sacrificar en aras de la tecnología moderna.
– Aun así, ¿sigues queriendo pasar todo el día allí?
– Sí, porque si la diferencia fuese menor de cinco mil votos, entonces Madison se convierte como por arte de magia en la ciudad más importante del estado.
– ¿Crees que el resultado será tan ajustado? Bush todavía lleva una gran ventaja en las encuestas.
– Todavía es la palabra básica, porque Clinton está acortando las distancias todos los días, así que ¿quién sabe quién acabará en la Casa Blanca o, ya puestos, en la mansión del gobernador?
Fletcher no hizo ningún comentario.
– Esta mañana pareces un poco preocupado. ¿Hay alguna cosa más que quieras discutir conmigo?
– Todo apunta a que Nat ganará de calle -comentó Julia, que leía el periódico.
– Un primer ministro británico dijo una vez que «una semana es una eternidad en la política». Todavía nos quedan varias por delante hasta que se deposite el primer voto en las urnas -le recordó Tom a su esposa.
– Si Nat llega a gobernador, echarás de menos todo el jaleo. Después de todo lo que habéis pasado, volver a trabajar en Fairchild’s puede resultar un tanto decepcionante.
– Si quieres saber la verdad, perdí todo interés en las cuestiones bancarias en el momento en que se fusionó Russell.
– Piensa que te convertirás en el presidente del banco más grande del estado.
– No si Nat gana las elecciones -contestó Tom.
Julia apartó el periódico.
– Creo que no te he entendido.
– Nat me ha pedido que sea su jefe de gabinete si lo eligen gobernador.
– En ese caso, ¿quién será el presidente del banco?
– Tú, por supuesto. Todo el mundo sabe que eres la persona ideal para el puesto.
– Fairchild’s nunca nombraría a una mujer para el cargo. Son demasiado tradicionales.
– Vivimos en la última década del siglo veinte, Julia, y gracias a ti, casi la mitad de nuestros clientes son mujeres. En cuanto a la junta, por no hablar del personal, durante mi ausencia la mayoría de ellos creen que ya eres la presidenta.
– Pero si Nat pierde las elecciones, esperará con razón volver a ocupar su puesto de presidente de Fairchild’s, contigo como consejero delegado, y en tal caso no hay nada que discutir.
– Yo no estaría tan seguro -señaló Tom-. No olvides que Jimmy Overman, el senador por Connecticut, ya ha anunciado que no se presentará a la reelección el año que viene, y en tal caso Nat se convierte en el candidato lógico para sucederlo. Quienquiera que sea el que gane las elecciones, estoy seguro de que el otro marchará a Washington como senador del estado. -Guardó silencio unos instantes-. Sospecho que solo será cuestión de tiempo ver cómo Nat y Fletcher compiten por la presidencia.
– ¿De verdad crees que estoy capacitada para el cargo? -insistió Julia en voz baja.
– No, tienes que ser norteamericana de nacimiento para aspirar a la presidencia.
– No me refería a ser presidenta de la nación, bobo, sino a presidenta de Fairchild’s.
– Lo sé desde el momento en que te conocí -contestó Tom-. Solo me preocupaba que no me consideraras el tipo idóneo para ser tu marido.
– Oh, los hombres sois absolutamente obtusos en algunas cosas -afirmó Julia-. Decidí casarme contigo la noche que nos conocimos en la cena en casa de Su Ling y Nat.
Tom abrió la boca y la cerró sin decir nada.
– Cuán diferente hubiese sido mi vida si la otra Julia Kirkbridge hubiese llegado a la misma conclusión -añadió Julia.
– Por no hablar de la mía -declaró Tom.
Fletcher miró a la multitud que lo vitoreaba y agitó los brazos con entusiasmo para agradecérselo. Llevaba dados siete discursos en Madison a lo largo del día -en las esquinas, en centros comerciales, a las puertas de la biblioteca-, pero incluso él se sintió sorprendido ante el recibimiento que le dispensaba la gente en el último mitin, que tenía por escenario el salón de actos de la ciudad.
pasen y escuchen al ganador, era la leyenda escrita en letras rojas y azules en la enorme pancarta que se extendía de un extremo al otro del estrado. Fletcher había sonreído cuando el presidente del comité local le había dicho que Paul Holbourn, el alcalde independiente de Madison, había dejado instalada la pancarta después de que Nat diera su discurso a principios de semana. Holbourn llevaba catorce años como alcalde y no lo reelegían porque derrochara el dinero de los contribuyentes precisamente.
En el momento de acabar su discurso y volver a su asiento, Fletcher sintió cómo la adrenalina continuaba circulando por sus venas. La ovación que le dedicaba el público puesto de pie no tenía nada que ver con los aplausos organizados, donde unos tipos al servicio del partido y distribuidos estratégicamente se levantaban para aplaudir a rabiar en cuanto el candidato soltaba la última frase. En esta ocasión, el público se levantó al mismo tiempo que los mandados. Solo lamentó que Annie no estuviese allí para verlo.
Cuando el presidente del comité le sujetó el brazo y se lo levantó como si fuese un boxeador que acabara de ganar el combate y gritó por el micrófono: «Damas y caballeros, les presento al próximo gobernador de Connecticut», Fletcher se lo creyó por primera vez. Clinton había alcanzado a Bush en las encuestas nacionales y la candidatura independiente de Perot continuaba restándoles votos a los republicanos, así que, de rebote, todo esto beneficiaba a Fletcher. A partir de entonces debía confiar en que las cuatro semanas que le quedaban de campaña fueran suficientes para borrar los cuatro puntos de ventaja de su rival.
Pasó otra media hora antes de que el salón se vaciara y para entonces Fletcher había estrechado todas las manos tendidas. El presidente del partido, contento a más no poder, lo acompañó hasta el aparcamiento.
– ¿No tiene chófer? -preguntó, un tanto sorprendido.
– Lucy se ha tomado la noche libre para ver Mi primo Vinny, Annie está en una reunión de no sé qué junta y Jimmy está en una cena para recaudar fondos. Como son menos de ochenta kilómetros hasta Hartford, creo que me las podré apañar muy bien por mi cuenta -respondió Fletcher mientras se sentaba al volante.
Inició el viaje de regreso con una sensación de euforia y poco a poco comenzó a relajarse por primera vez en todo el día. Pero no había recorrido ni dos kilómetros cuando sus pensamientos volvieron a centrarse en Lucy, como le ocurría cada vez que estaba solo. Se enfrentaba a un grave dilema. ¿Debía decirle o no a Annie que su hija estaba embarazada?
Esa noche Nat asistía a una cena privada con cuatro empresarios locales. Todos estaban en condiciones de hacer una muy importante contribución a las arcas de la campaña, así que no les metió prisa. Durante la velada le habían dejado bien claro lo que esperaban de un gobernador republicano y aunque no estaban muy de acuerdo con algunas de las ideas más liberales de Nat, tampoco estaban dispuestos a permitir que un demócrata entrara en la mansión del gobernador si ellos podían hacer algo por impedirlo.
Era bien pasada la medianoche cuando Ed Chambers, de Chambers Foods, comentó que quizá convendría dejar que el candidato se marchara a casa para disfrutar de un sueño reparador. Nat ya no recordaba cuándo había sido la última vez que había dormido a placer.
Esta era habitualmente la señal para que Tom se levantara y, después de agradecer la sugerencia, ir a buscar los abrigos. Nat simulaba entonces una expresión como si le obligaran a marcharse, le estrechaba la mano a sus anfitriones y les decía que no podía ni pensar en que ganaría las elecciones sin su apoyo. Por muy halagador que pudiera parecer, en esa ocasión también tenía el mérito de ser la estricta verdad.
Los cuatro hombres acompañaron a Nat hasta el coche y mientras Tom conducía por el largo y sinuoso camino privado de la residencia de Ed Chambers, Nat encendió la radio para escuchar el boletín de noticias. Después de otros asuntos, se abordó en cuarto lugar el discurso de Fletcher a los ciudadanos de Madison, y el reportero local destacó algunos de los puntos principales, entre ellos el referente a la vigilancia policial en los barrios, una idea que Nat llevaba meses defendiendo. Nat comenzó a protestar por un plagio absolutamente escandaloso y solo se calló cuando Tom le recordó que él le había robado a Fletcher algunas de las innovaciones del senador en el tema de la reforma educativa.
Nat apagó la radio en el momento en que el meteorólogo alertaba de que había hielo en las carreteras; se durmió al cabo de un minuto, una disposición natural que Tom a menudo le envidiaba, porque cuando Nat se despertaba, lo hacía con las pilas recargadas. Tom también soñaba con una larga noche de descanso. A la mañana siguiente no tenían ningún acto hasta las diez, cuando asistirían al primero de siete oficios religiosos. El último sería en la catedral de San José.
Sabía que Fletcher Davenport estaría realizando aproximadamente el mismo circuito en otra parte del estado. Para el final de la campaña, no quedaría ni un solo oficio religioso donde no se hubiesen arrodillado, quitado los zapatos o cubierto la cabeza con el fin de demostrar que ambos eran ciudadanos temerosos de Dios. Incluso si no era necesariamente su propio Dios particular al que reverenciaban, al menos demostraban su voluntad de estar de pie, sentarse y arrodillarse ante su presencia.
Tom decidió no encender la radio para escuchar el boletín de la una, porque no tenía mucho sentido despertar a Nat solo para oír la repetición de las noticias transmitidas media hora antes.
Ambos se perdieron la noticia urgente.
La ambulancia llegó al lugar del accidente en cuestión de minutos y lo primero que hizo uno de los camilleros fue llamar a los bomberos. Les informó de que el conductor había quedado aplastado contra el volante y no había manera de abrir la puerta si no utilizaban un soplete de acetileno. Tendrían que darse mucha prisa si querían sacar al herido con vida de aquel amasijo de hierros.
Hasta que la policía no comprobó el número de la matrícula en el ordenador de la jefatura no se enteraron de quién estaba aplastado contra el volante. Como consideraron que era poco probable que el senador hubiese estado bebiendo, llegaron a la conclusión de que se había quedado dormido. No había huellas de frenada en la carretera ni se habían visto implicados otros vehículos.
El personal de la ambulancia llamó al hospital y cuando allí se enteraron de la identidad de la víctima, el médico de guardia decidió llamar a Ben Renwick. Dada su categoría y antigüedad, Renwick no esperaba que lo despertaran si había otro cirujano disponible para hacer el trabajo.
– ¿Cuántas personas más había en el coche? -preguntó el doctor Renwick en cuanto le comunicaron el accidente.
– Solo el senador -le respondieron en el acto.
– ¿Qué demonios se creía que estaba haciendo sentado al volante a esas horas de la noche? -murmuró Renwick sin esperar a que nadie le contestara-. ¿Qué heridas presenta?
– Varios huesos fracturados, incluidas al menos tres costillas y el tobillo izquierdo -le informó el médico de guardia-, pero me preocupa mucho más la pérdida de sangre. Los bomberos tardaron casi una hora en sacarlo del coche.
– De acuerdo. Que mi equipo esté preparado en el quirófano cuando llegue. Llamaré a la señora Davenport. -Vaciló un instante-. Ahora que lo pienso, será mejor que llame a las dos señoras Davenport.
Annie soportaba el azote del viento helado junto a la entrada de urgencias del hospital cuando vio una ambulancia que se acercaba a gran velocidad. La presencia de los motoristas que la precedían la alertó de que traían a su marido. Aunque Fletcher seguía inconsciente, le permitieron que le cogiera la mano inerte mientras lo trasladaban hasta el quirófano. Cuando Annie vio el estado en que se encontraba su marido, no creyó que nadie pudiese salvarlo.
¿Por qué había querido ir a aquella reunión del comité de beneficencia cuando tendría que haber estado con su marido en Madison? Cada vez que acompañaba a Fletcher, siempre era ella quien conducía el coche de regreso a casa. ¿Por qué le había hecho caso cuando él insistió que disfrutaría con la conducción, que le daría un poco de tiempo para pensar y que, en cualquier caso, sólo era un trayecto de una hora? Apenas le faltaban unos ocho kilómetros para llegar a casa cuando se había salido de la carretera.
Ruth Davenport llegó al hospital unos momentos más tarde y de inmediato se dedicó a averiguar todo lo posible. Después de hablar con el director del servicio, Ruth le aseguró a Annie una cosa: «Fletcher no podría estar en mejores manos. Ben Renwick es sencillamente el mejor cirujano del estado.» Lo que no le dijo a su nuera era que solo le sacaban de la cama cuando las posibilidades de salvar a un paciente eran escasas. Ben Renwick no era un jugador.
Martha Gates fue la siguiente en aparecer y Ruth le repitió todo lo que sabía. Confirmó que Fletcher tenía tres costillas rotas, una fractura de tobillo y el bazo roto, pero era la pérdida de sangre lo que preocupaba de verdad a los médicos.
– Sin duda, un hospital como el San Patricio debe de tener un banco de sangre lo bastante bien provisto como para enfrentarse a esta clase de problemas.
– Sí, así es -respondió Ruth-, pero Fletcher es AB negativo, el más raro de todos los grupos sanguíneos, y aunque siempre hemos tenido una pequeña reserva, cuando aquel autocar escolar se salió de la carretera noventa y cinco en New London el mes pasado y el conductor y su hijo resultaron ser AB negativos, Fletcher fue el primero en insistir en que enviáramos de inmediato toda la reserva al hospital de New London; sencillamente no hemos tenido tiempo de reponerla.
En el exterior se encendieron unos focos que iluminaron la entrada de urgencias.
– Han llegado los buitres -comentó Ruth, mientras observaba por la ventana. Miró a su nuera-. Annie, creo que tendrías que ir a hablar con ellos; quizá sea nuestra única oportunidad de encontrar un donante a tiempo.
Cuando Su Ling se levantó el domingo por la mañana, decidió no despertar a Nat hasta el último momento; después de todo, no tenía idea de la hora a la que se había acostado.
Entró en la cocina, preparó una cafetera y comenzó a hojear los periódicos. Al parecer, el discurso de Fletcher había sido bien recibido por los ciudadanos de Madison y los últimos sondeos mostraban que la diferencia entre ambos se había reducido en un punto, con lo cual Nat todavía conservaba tres de ventaja.
Bebió un trago de café y dejó el periódico a un lado. Siempre encendía el televisor para enterarse del pronóstico del tiempo. La primera imagen que apareció en la pantalla incluso antes de escucharse el sonido fue la de Annie Davenport. ¿Por qué estaba delante de la entrada de urgencias del San Patricio?, se preguntó Su Ling. ¿Fletcher había anunciado alguna nueva iniciativa en materia de atención sanitaria? Sesenta segundos más tarde sabía cuál era la razón. Salió de la cocina y subió corriendo las escaleras para despertar a Nat y comunicarle la noticia. Una notable coincidencia. ¿Lo era? Como científica, Su Ling no creía mucho en las coincidencias. Pero en esos momentos no tenía tiempo para pensarlo.
Con ojos somnolientos Nat escuchó a su esposa, que le repetía todo lo que Annie Davenport había dicho. De pronto se despertó del todo, saltó de la cama y rápidamente se vistió con la misma ropa del día anterior, sin perder tiempo en afeitarse ni ducharse. En cuanto acabó de vestirse, bajó las escaleras de dos en dos y se calzó los zapatos cuando se montó en el coche. Su Ling ya estaba al volante y con el motor en marcha. Arrancó en el mismo instante en que Nat cerró la puerta.
La radio seguía sintonizada en la emisora de noticias y Nat escuchó el último boletín mientras se ataba los cordones. El reportero desplazado al hospital no podía ser más explícito: el senador Davenport necesitaba respiración asistida y si alguien no donaba dos litros de sangre AB negativo en cuestión de horas, el hospital dudaba de que pudieran salvarle la vida.
Su Ling tardó doce minutos en llegar al San Patricio por el sencillo procedimiento de saltarse el límite de velocidad; tampoco había muchos coches en las calles a esas horas de una mañana de domingo. Nat entró corriendo en el hospital mientras su esposa buscaba un lugar donde aparcar.
Nat vio a Annie al final del pasillo y sin vacilar gritó su nombre. La mujer se volvió y pareció sorprenderse cuando lo vio correr hacia ella. «¿Por qué corre?», fue lo primero que se preguntó.
– He venido en cuanto lo he sabido -gritó Nat sin dejar de correr, pero las tres mujeres continuaron mirándolo, como conejos sorprendidos por las luces de un coche-. Tengo el mismo grupo sanguíneo de Fletcher -añadió cuando se detuvo junto a Annie.
– ¿Es usted AB negativo? -exclamó Annie, incrédula.
– Claro que sí -afirmó Nat.
– Bendito sea Dios -dijo Martha.
Ruth, por su parte, desapareció rápidamente por la puerta de la unidad de cuidados intensivos; regresó al cabo de un momento en compañía de Ben Renwick.
– Señor Cartwright -dijo el cirujano y le tendió la mano-. Soy el doctor Renwick.
– El jefe del servicio de cirugía, sí, conozco su reputación -respondió Nat, y le estrechó la mano.
El cirujano agradeció el comentario con un gesto.
– Tenemos a un enfermero preparado para la extracción.
– Pues entonces, adelante. -Nat se quitó la chaqueta.
– Antes debemos realizar algunas pruebas y comprobar si su sangre es del grupo exacto.
– Ningún problema.
– Debo advertirle, señor Davenport, que necesitaré por lo menos un litro y medio de su sangre si queremos que el senador Davenport tenga alguna posibilidad de salvar la vida; eso significa tener que firmar algunos formularios de autorización y descargo de responsabilidades en presencia de un abogado.
– ¿Por qué un abogado? -le preguntó Nat.
– Porque siempre existe el riesgo de que pueda sufrir serios efectos secundarios; en cualquier caso, se sentirá muy débil y quizá resulte necesario que se quede varios días en observación.
– ¿Es que no hay nada que Fletcher no esté dispuesto a hacer para mantenerme apartado de la campaña?
Las tres mujeres sonrieron por primera vez aquel día mientras Renwick se llevaba a Nat a su despacho. Nat se volvió un momento para decirle algo a Annie y vio que Su Ling estaba con ella.
– Ahora se me plantea otro problema -confesó Renwick mientras se sentaba y comenzaba a buscar los formularios.
– Firmaré lo que sea -repitió Nat.
– No puede firmar el papel que me preocupa -replicó el médico.
– ¿Por qué no? -le preguntó Nat.
– Porque es mi voto por correo y ya no tengo claro a quién de ustedes dos voy a votar.
– Dar litro y medio de sangre no parece haber influido en la actividad del señor Cartwright -comentó la enfermera de turno mientras colocaba el último historial delante del doctor Renwick.
– Quizá no -replicó el médico al tiempo que pasaba las hojas-, pero sí hizo algo muy importante para el senador Davenport. Le salvó la vida.
– Es verdad -convino la enfermera-. Le he advertido al senador que, a pesar de la campaña, tendrá que quedarse aquí y hacer reposo.
– Yo no estaría tan seguro -opinó Renwick-. Creo que Fletcher se dará de alta a sí mismo para finales de semana.
– Puede que tenga usted razón. -La enfermera exhaló un suspiro-. ¿Qué puedo hacer para impedírselo?
– Nada -respondió Renwick, que le dio la vuelta al historial que tenía sobre la mesa para que la mujer no pudiera leer los nombres de Nathaniel y Peter Cartwright impresos en la esquina superior derecha de la carátula-. Necesito que me concierte una cita para ver a los dos lo antes posible.
– Sí, doctor -dijo la enfermera, y tomó nota en su libreta antes de salir del despacho.
En cuanto se cerró la puerta, Ben Renwick cogió el historial y lo leyó de principio a fin una vez más. No había pensado en otra cosa en los últimos tres días.
Antes de marcharse al finalizar su jornada, guardó el historial en su caja de seguridad. Después de todo, unos pocos días más no representaban ningún inconveniente. El tema que quería discutir con los dos hombres había permanecido en secreto durante los pasados cuarenta y tres años.
A Nat le dieron el alta en el San Patricio el jueves a última hora y nadie en el hospital se creía ni por un momento que Fletcher siguiera allí para el fin de semana, a pesar de los intentos de su madre para que se tomara las cosas con un poco más de calma. Él le recordó que solo faltaban dos semanas para el día de las elecciones.
Durante el fin de semana más largo de su vida, Ben Renwick continuó debatiendo con su conciencia, de la misma manera que el doctor Greenwood tuvo que hacer cuarenta y tres años antes, pero Renwick llegó a una conclusión diferente: estaba seguro que no le quedaba más remedio que decirles la verdad a los dos.
Los rivales políticos aceptaron presentarse a las seis de la mañana del martes en el despacho del doctor Renwick. Era la única hora antes del día de las elecciones que ambos candidatos tenían disponible en sus respectivas agendas.
Nat fue el primero en llegar, dado que confiaba en estar en Waterbury para un mitin dispuesto para las nueve y quizá incluso darse una vuelta por un par de estaciones de tren por el camino.
Fletcher entró cojeando en el despacho del cirujano a las cinco y cincuenta y ocho minutos, molesto porque Nat había llegado antes.
– En cuanto me quiten el yeso -anunció-, le daré una patada en el trasero.
– No tendría que hablarle así al doctor Renwick, después de todo lo que ha hecho por usted -respondió Nat con una sonrisa.
– ¿Por qué no? -replicó Fletcher-. Me ha llenado las venas con su sangre, así que ahora soy la mitad del hombre que era.
– Se equivoca de nuevo -declaró Nat-. Es el doble del hombre que era, pero todavía la mitad del hombre que soy.
– Muchachos, muchachos, ya basta -intervino el médico, que comprendió de pronto el significado de sus palabras-. Hay algo un poco más serio que necesito tratar con ustedes.
Ambos se callaron después de escuchar el tono con el que les habían llamado al orden.
El doctor Renwick se levantó de la silla para ir hasta la caja de seguridad. Sacó el historial y lo dejó sobre la mesa.
– He pasado varios días intentando pensar en la mejor manera de comunicarles una información absolutamente confidencial. -Apoyó el índice de la mano derecha en el historial-. Una información que me hubiese pasado inadvertida de no haber sido por el accidente casi mortal del senador y que me llevó a leer los historiales de los dos. -Nat y Fletcher se miraron el uno al otro, pero no dijeron nada-. Incluso decidir si debía comunicársela juntos o por separado se convirtió en una cuestión ética y, al menos en ese aspecto, ahora es evidente la decisión que tomé. -Los candidatos continuaron en silencio-. Solo quiero pedirles una cosa, que la información que estoy a punto de darles deberá seguir siendo un secreto, a menos que ustedes dos, repito, ustedes dos, estén dispuestos, incluso decididos, a que se haga pública.
– No tengo ninguna objeción al respecto -manifestó Fletcher, y miró a Nat.
– Yo tampoco. Después de todo, estoy en presencia de mi abogado.
– ¿Incluso si pudiese influir en el resultado de las elecciones? -añadió el médico, sin hacer caso del comentario jocoso de Nat. Ambos hombres titubearon por un momento, para luego asentir de nuevo-. Quiero dejarles bien claro que la información que voy a revelarles no es una suposición o ni siquiera una posibilidad; es un hecho cierto que no admite dudas.
Renwick abrió el historial y echó una ojeada a una partida de nacimiento y a un certificado de defunción.
– Senador Davenport y señor Cartwright -prosiguió como si hablara con dos personas a las que acabara de conocer-, debo informarles de que, después de realizar todas las verificaciones pertinentes de sus muestras de ADN, no hay ninguna duda sobre las pruebas científicas de que ustedes no solo son hermanos -se calló unos instantes para mirar de nuevo la partida de nacimiento-, sino mellizos dicigóticos.
El doctor Renwick guardó silencio para que el significado de su anuncio calara en los dos hombres.
Nat recordó los días cuando todavía necesitaba ir corriendo a buscar un diccionario para saber el significado de una palabra. Fletcher fue el primero en romper el silencio.
– O sea, que no somos idénticos.
– Exactamente -asintió el doctor Renwick-. La idea de que los mellizos deben parecerse por fuerza no es más que un mito, alimentado principalmente por los novelistas románticos.
– Aun así, eso no explica… -comenzó a decir Nat.
– En el caso de que deseen saber las respuestas a cualquier otra pregunta al respecto -le interrumpió el médico-, incluyendo quiénes son sus padres naturales, y cómo acabaron ustedes separados, no tengo ningún inconveniente en que lean este historial. -El doctor Renwick apoyó la mano en el historial abierto que tenía delante.
Ninguno de los dos hombres respondió inmediatamente. Fletcher habló primero.
– No necesito leer ni una sola página del historial.
Esta vez le tocó al doctor Renwick mostrarse sorprendido.
– No hay nada que no sepa de Nat Cartwright -explicó Fletcher-, incluidos los detalles de la trágica muerte de su hermano.
– Mi madre todavía tiene una foto de nosotros dos junto a su cama -añadió Nat- y a menudo habla de mi hermano Peter y de lo que hubiese podido llegar a ser. -Se calló un momento y miró a Fletcher-. Se sentiría orgullosa del hombre que salvó a su hermano de acabar en la silla eléctrica. En cualquier caso, sí que tengo una pregunta. -Miró al doctor Renwick-. Quiero saber si la señora Davenport está enterada de que Fletcher no es su hijo.
– No, que yo sepa -contestó el cirujano.
– ¿Cómo puede estar seguro? -quiso saber Fletcher.
– Porque entre las muchas cosas que encontré en este historial había una carta del médico que los trajo al mundo. Dejó indicado que solo se debía abrir en el caso de que surgiera alguna disputa referente al nacimiento de ustedes que pudiese perjudicar la reputación del hospital. La carta manifiesta que solo había otra persona que conocía la verdad, aparte del doctor Greenwood.
– ¿De quién se trata? -preguntaron Nat y Fletcher al mismo tiempo.
El doctor Renwick hizo una pausa mientras pasaba otra hoja del historial.
– La señorita Heather Nichol, pero como ella y el doctor Greenwood ya han fallecido, no hay manera de confirmarlo.
– Ella fue mi niñera -declaró Fletcher-; por lo que recuerdo, hubiese sido capaz de hacer cualquier cosa por complacer a mi madre. -Miró a Nat-. En cualquier caso, preferiría que mis padres nunca descubriesen la verdad.
– Estoy absolutamente de acuerdo -afirmó Nat-. ¿De qué serviría que nuestros padres pasaran por semejante trance? Si la señora Davenport se enterara de que Fletcher no es su hijo y mi madre supiera que Peter no murió, y que la privaron de la oportunidad de criar a sus dos hijos, la angustia y el desconsuelo que padecerían las dos es algo que hay que evitar como sea.
– Lo mismo digo -señaló Fletcher-. Mis padres tienen casi ochenta años. ¿Para qué resucitar los fantasmas del pasado? -Guardó silencio un momento-. De todos modos, debo confesar que no puedo remediar pensar en cuán diferentes hubiesen sido nuestras vidas, si yo hubiese acabado en tu cuna y tú en la mía. -Era la primera vez que tuteaba a Nat.
– Nunca lo sabremos -respondió Nat-. Así y todo, hay una cosa que está muy clara.
– ¿A qué te refieres?
– A que yo seré el próximo gobernador de Connecticut.
– ¿Qué te lleva a creer tal cosa? -replicó Fletcher.
– Te llevo ventaja y nunca la he perdido. Tienes que saber que nací seis minutos antes que tú.
– Una desventaja muy pequeña que eliminé rápidamente.
– Muchachos, muchachos, ya basta -les advirtió Ben Renwick por segunda vez. Los dos hombres se echaron a reír mientras el médico cerraba el historial-. ¿Estamos de acuerdo en que cualquier prueba que demuestre su parentesco será destruida y no se volverá a mencionar nunca más?
– De acuerdo -manifestó Fletcher, sin titubear.
– No se volverá a mencionar nunca más -prometió Nat.
Los dos hermanos miraron cómo el doctor Renwick abría el historial, cogía primero la partida de nacimiento y la metía en la trituradora de documentos. Ninguno de los dos dijo ni una palabra mientras veían cómo desaparecían las pruebas. A la partida de nacimiento le siguió la carta de tres páginas que llevaba la firma del doctor Greenwood y estaba fechada el 11 de mayo de 1949. Luego siguieron diversos documentos internos del hospital, todos correspondientes a 1949. El doctor Renwick continuó con la tarea hasta que solo quedó la carpeta vacía con los nombres de Nathaniel y Peter Cartwright en la carátula. La rompió en cuatro trozos antes de entregar la última prueba a las cuchillas de la trituradora.
Fletcher se levantó con alguna dificultad y se volvió para estrechar la mano de su hermano.
– Te veré en la mansión del gobernador.
– Desde luego que sí -replicó Nat al tiempo que lo abrazaba-. Lo primero que haré será mandar que instalen una rampa para que puedas subir con tu silla de ruedas y no tener excusas para no venir a verme.
– Lo que tú digas. -Fletcher le estrechó la mano al doctor Renwick-. Me marcho. Tengo que ganar unas elecciones. -Cojeó hasta la puerta, dispuesto a adelantarse a Nat, pero su hermano le pasó por delante y le abrió la puerta.
– Me enseñaron que debía abrirles las puertas a las mujeres, las personas mayores y a los minusválidos -le explicó Nat.
– Puedes añadir a los futuros gobernadores a tu lista -afirmó Fletcher, mientras salía.
– ¿Has leído mi proyecto de ayuda a los discapacitados físicos? -le preguntó Nat.
– No -contestó Fletcher-. Nunca he perdido el tiempo con ideas inútiles que jamás llegarán a convertirse en ley.
– Sabes, hay una única cosa que lamento -comentó Nat cuando ya se alejaban por el pasillo y el doctor Renwick no podía escucharles.
– Déjame que lo adivine -replicó Fletcher, que se preparó para la siguiente pulla.
– Creo que hubiese sido fantástico crecer juntos.
La predicción del doctor Renwick demostró ser correcta. El senador Davenport pidió el alta voluntaria del San Patricio antes del fin de semana y una quincena más tarde nadie hubiese creído que había estado a punto de morir solo un mes antes.
A falta de pocos días para las elecciones presidenciales, Clinton iba por delante en las encuestas de intención de voto nacionales, mientras que Perot continuaba erosionando los apoyos de Bush. Nat y Fletcher proseguían con su campaña por el estado a un ritmo que hubiese impresionado a un atleta olímpico. Ninguno de los dos tenía reparo alguno en mantener un debate y cuando una de las televisiones locales les propuso que celebraran tres debates, ambos aceptaron inmediatamente.
Todos estuvieron de acuerdo en que Fletcher había salido mejor parado en el primer duelo y las encuestas confirmaron la opinión cuando pasó a encabezarlas por primera vez. Nat decidió entonces reducir los mítines para dedicar algunas horas a ensayar en un decorado que simulaba un plato de televisión, asesorado por un grupo de expertos en imagen y comunicación. El resultado fue positivo, porque incluso los demócratas locales concedieron que había ganado el segundo debate y los sondeos volvieron a situarle en cabeza.
Era tanto lo que dependía del tercero que ambos, en su afán de no cometer ningún error, bajaron el tono y acabó siendo considerado un empate o, como Lucy lo describió, un «aburrimiento». A ninguno de los candidatos le molestó saber que el encuentro deportivo ofrecido por otra de las cadenas había tenido diez veces más espectadores. Al día siguiente, las encuestas reflejaron que ambos tenían un respaldo del cuarenta y seis por ciento, con un ocho por ciento de indecisos.
– ¿Dónde han estado durante los últimos seis meses? -le preguntó Fletcher cuando vio el porcentaje de indecisos.
– No todo el mundo se siente fascinado por la política como tú -replicó Annie mientras desayunaban.
Lucy asintió con la boca llena.
Fletcher alquiló un helicóptero y Nat utilizó el jet privado del banco para realizar otra gira por el estado durante los siete días finales, momento para el cual el porcentaje de indecisos había bajado al seis por ciento, y cada candidato había obtenido un punto más. Para el final de la semana, ambos se preguntaban si quedaba algún centro comercial, fábrica, estación ferroviaria, ayuntamiento, hospital o incluso calle que no hubiesen visitado y tuvieron que aceptar que al final la victoria sería para aquel que contara con la mejor organización el día de las elecciones. No había dos personas que lo tuvieran más claro que Tom y Jimmy, pero ya no sabían qué más podían organizar o hacer y solo pensaban en estar preparados para afrontar cualquier tropiezo que pudiese surgir en el último momento.
Para Nat, el día de las elecciones fue un tráfago incesante de aeropuertos y calles mayores, mientras intentaba visitar cada ciudad que tuviese una pista de aterrizaje antes de que cerraran los colegios electorales a las ocho de la tarde. En cuanto el avión frenaba en la pista, corría al segundo coche de la comitiva y se ponían en marcha a una velocidad de cien kilómetros por hora, hasta llegar a la entrada de la ciudad, donde reducían a unos quince kilómetros por hora y él comenzaba a saludar a cualquiera que mostrase el más mínimo interés. Al llegar a la calle principal circulaban a paso de peatón; luego invertían el proceso y acababan con una desesperada carrera hasta el aeropuerto, donde Nat subía al avión y volaba a la siguiente ciudad.
Fletcher dedicó la última mañana a recorrer Hartford y asegurarse el voto de los fieles antes de subir al helicóptero para ir a visitar las zonas donde predominaban los demócratas. Durante la tarde, los periodistas y expertos discutían sobre quién de los dos había aprovechado mejor las últimas horas. Los candidatos regresaron al aeropuerto Braindard de Hartford cuando faltaban pocos minutos para el cierre de los comicios.
En estas situaciones, lo habitual era que los candidatos hicieran todo lo posible por evitarse, pero cuando los dos equipos se cruzaron en la pista, como caballeros en un torneo, no vacilaron en ir al encuentro el uno del otro.
– Senador -dijo Nat-. Quiero hablar con usted mañana por la mañana a primera hora, porque considero que tendrá que introducir algunas enmiendas en su ley de educación pública si espera que la apruebe.
– La ley entrará en vigor mañana mismo -replicó Fletcher-. Será mi primera acción ejecutiva como gobernador.
Ambos se dieron cuenta de que sus más íntimos colaboradores se habían apartado para que pudieran conversar en privado, y comprendieron que las pullas no tenían ningún sentido sin un público que las escuchara.
– ¿Cómo está Lucy? -le preguntó Nat-. Espero que su problema esté resuelto.
– ¿Cómo te has enterado? -se asombró Fletcher.
– Se lo filtraron a uno de mi equipo hace un par de semanas. Le dije con toda claridad que si volvía a mencionar el tema podía darse por despedido.
– Te lo agradezco, porque todavía no le dicho nada a Annie -dijo Fletcher-. Lucy pasó unos días en Nueva York con Logan Fitzgerald y después regresó a casa para continuar colaborando conmigo en la campaña.
– No sabes lo mucho que me hubiese gustado verla crecer, como a cualquier otro tío. A mí me hubiese encantado tener una hija.
– Por si te hace ilusión saberlo, te diré que ella me cambiaría por ti la mayoría de los días de la semana -comentó Fletcher-. Incluso le he aumentado la paga a cambio de que no me recuerde constantemente lo maravilloso que eres.
– Nunca te lo he dicho, pero después de tu intervención en el episodio del secuestrador en la clase de la señorita Hudson, Luke colgó una foto tuya en la pared de su dormitorio y nunca la quitó, así que, por favor, transmítele mis mejores deseos a mi sobrina.
– Lo haré, aunque te advierto que si ganas, ha decidido retrasar un año sus estudios y solicitar un trabajo en tu oficina; también ha dejado claro que no estará disponible si su padre es elegido gobernador.
– En ese caso, esperaré con ansia el momento en que se una a mi equipo -manifestó Nat.
En ese momento reaparecieron un par de ayudantes para recordarles que ya era hora de que continuaran con sus respectivos programas.
– ¿Qué harás esta noche? -le preguntó Fletcher, con una sonrisa.
– Si uno de los dos tiene una ventaja clara para la medianoche, el otro llamará para reconocer la victoria, ¿de acuerdo?
– Por mí, ningún inconveniente -declaró Fletcher-. Creo que tienes mi número de teléfono.
– Estaré esperando tu llamada, senador.
Los candidatos se dieron la mano en la salida del aeropuerto y luego subieron a sus respectivos coches que partieron en direcciones opuestas.
Los policías encargados de la custodia de los candidatos los escoltaron a cada uno a sus casas. Sus órdenes eran claras. Si tu hombre gana, estás custodiando al nuevo gobernador. Si pierde, te tomas el fin de semana libre.
Ninguno de los dos equipos se tomó el fin de semana libre.
Nat encendió la radio en cuanto se montó en el coche. Las encuestas realizadas en las puertas de los colegios electorales indicaban claramente que Bill Clinton sería el nuevo inquilino de la Casa Blanca a partir de enero y el presidente Bush probablemente reconocería su derrota antes de medianoche. Una vida entera dedicada al servicio público, un año de campaña, un día de elecciones y tu carrera política se convierte en una nota al pie en la historia. «Eso es lo que llaman democracia», dicen que le oyeron comentar más tarde, desconsolado.
Otras encuestas realizadas por todo el país señalaban que no solo la Casa Blanca sino también el Senado y la Cámara de Representantes estarían controlados por los demócratas. Dan Rather, presentador de la CBS, informaba de que en algunos estados la lucha por la gobernación era muy reñida. «En Connecticut, por ejemplo, las encuestas señalan por ahora un empate técnico entre los dos candidatos a gobernador. Ahora ha llegado el momento de conectar con nuestro corresponsal en Little Rock, que se encuentra delante de la casa del gobernador Clinton.»
Nat apagó la radio cuando la pequeña comitiva de tres coches aparcó delante de su casa. Lo recibieron dos equipos de televisión, el reportero de una emisora local y un par de periodistas; qué diferente de Arkansas, donde más de un centenar de equipos de televisión, radios y periodistas de la prensa aguardaban las primeras palabras del presidente electo. Tom le esperaba junto a la puerta abierta.
– No me lo digas -le advirtió Nat mientras se abría paso entre los representantes de los medios de comunicación-. Un empate técnico. ¿Cuánto tiempo más tenemos que esperar para saber los primeros datos del escrutinio real?
– Calculamos que tendremos los primeros resultados dentro de una hora -le respondió Tom-; suelen ser los de Bristol, donde votan al partido demócrata de toda la vida.
– Sí, pero ¿por cuánto margen? -replicó Nat mientras entraban en la cocina, donde Su Ling estaba pegada al televisor sin darse cuenta del olor a quemado que salía del horno.
Fletcher permaneció de pie delante del televisor; en la pantalla estaba Clinton, que saludaba a la multitud desde un balcón de su casa en Arkansas. Al mismo tiempo intentaba escuchar las informaciones que le daba Jimmy. Había tenido la ocasión de conocer al gobernador de Arkansas en la convención demócrata celebrada en la ciudad de Nueva York y le había parecido que nunca llegaría a presidente. Pensar que solo hacía un año, después de la victoria norteamericana en la guerra del Golfo, Bush alcanzó los índices de popularidad más altos de toda la historia.
– Clinton será el ganador -opinó Fletcher-, pero está claro que la derrota de Bush tiene mérito.
Miró cómo Bill y Hillary se abrazaban, mientras su hija de doce años permanecía a su lado. Pensó en Lucy y el aborto y se dio cuenta de que hubiese sido noticia de primera plana si él hubiese sido candidato a presidente. Se preguntó cómo se las apañaría Chelsea con la presión que se le venía encima.
Lucy entró como una tromba en el salón.
– Mamá y yo te hemos preparado todos tus platos preferidos, porque durante los próximos cuatro años solo comerás en banquetes. -Él sonrió ante su entusiasmo juvenil-. Mazorcas asadas, espaguetis a la boloñesa y, si te declaran ganador antes de la medianoche, crème brûlée.
– Espero que no todo junto -rogó Fletcher. Miró a Jimmy, que no se había separado del teléfono desde el momento que había entrado en la casa-. ¿Para cuándo esperas los primeros resultados?
– En cualquier momento -contestó Jimmy-. Los de Bristol se enorgullecen de ser los primeros en anunciar los resultados y si allí ganamos por un tres o un cuatro por ciento entonces podemos dar por hecho que ganaremos en el resto del estado.
– ¿Qué pasa si es menos?
– Pues estaremos en aprietos -afirmó Jimmy.
Nat consultó su reloj. Eran poco más de la nueve en Hartford, pero la imagen en la pantalla mostraba los votantes que todavía iban a los colegios electorales en California. El rótulo de avance informativo no desaparecía de la pantalla. La NBC había sido la primera en anunciar que Bill Clinton sería el nuevo presidente de la nación. En todas las cadenas, los comentaristas ya comenzaban a hablar de George Bush con el cruel epitafio de «presidente de un solo mandato».
Los teléfonos no dejaban de sonar como música de fondo, mientras Tom intentaba atender todas las llamadas. Si consideraba que Nat debía hablar con la persona en cuestión, le pasaba el teléfono; si no era así, escuchaba la invariable respuesta de Tom:
– En este momento está ocupado, pero gracias por la llamada. Le transmitiré su mensaje.
– Espero que haya un televisor allí donde sea que esté ocupado -rezongó Nat, mientras hacía lo imposible por cortar el bistec quemado-. De lo contrario, nunca sabré si debo anunciar la victoria o reconocer la derrota.
– Por fin una noticia en firme -dijo Tom-, aunque no sé a quién beneficia. La participación en Connecticut ha sido del cincuenta y uno por ciento, dos puntos por encima de la media nacional.
Nat asintió y volvió a mirar la pantalla. El mensaje de «muy reñido» llegaba de todos los rincones del estado.
En cuanto Nat oyó mencionar el nombre de Bristol, apartó el bistec.
– Ahora conectaremos con nuestro corresponsal para que nos diga más resultados -comunicó el presentador.
– Dan, estamos a la espera de los resultados locales en cualquier momento y tendremos así la primera indicación real de lo reñido de estas elecciones a gobernador. Si los demócratas ganan… un momento, estoy recibiendo los resultados… los demócratas han ganado en Bristol. -Lucy se levantó de un salto, pero Fletcher no se movió para poder ver las cifras que desfilaban por la pantalla-. Fletcher Davenport ocho mil seiscientos cuatro votos, Nat Cartwright ocho mil trescientos setenta y nueve.
– El tres por ciento. ¿Qué distrito es el siguiente?
– Probablemente Waterbury -respondió Tom-, donde tendríamos que obtener un buen…
Tom se calló para poder oír al comentarista.
– Waterbury es para los republicanos, por poco más de cinco mil votos, y Nat Cartwright se sitúa en cabeza.
Ambos candidatos no dejaron de levantarse, sentarse y volver a levantarse mientras sus posiciones cambiaban hasta dieciséis veces durante las dos horas siguientes, cuando ya los comentaristas se habían quedado sin más frases rimbombantes. Pero entre la sucesión de resultados, el presentador encontró un momento para anunciar que el presidente Bush había llamado al gobernador Clinton en Arkansas para reconocer su derrota y aceptar la victoria de su oponente. Le había expresado sus felicitaciones y los mejores deseos al presidente electo. Los políticos se preguntaban si esas elecciones anunciaban una nueva era al estilo Kennedy.
– Pero ahora volvamos a las elecciones a gobernador de Connecticut y aquí va un dato más para los aficionados a las estadísticas. Los resultados indican que en este momento los demócratas tienen un millón ciento setenta mil ciento cuarenta y un votos contra un millón ciento sesenta y ocho mil ochocientos setenta y dos, con una mínima ventaja para el senador Davenport de mil doscientos sesenta y nueve sufragios. Como esto es menos del uno por ciento, se procederá a un nuevo recuento. Si no es suficiente -añadió el presentador-, nos enfrentaremos a otra complicación porque el distrito de Madison mantiene la tradición de no contar sus votos hasta mañana por la mañana a las diez.
Paul Holbourn, el alcalde de Madison, apareció en la pantalla. El político septuagenario invitó a todos a visitar la pintoresca ciudad costera, que decidiría quién sería el próximo gobernador del estado.
– ¿Tú cómo lo ves? -preguntó Nat, mientras Tom continuaba marcando números en su calculadora.
– Fletcher va en cabeza con mil doscientos sesenta y nueve votos, y en las últimas elecciones los republicanos ganaron en Madison por mil trescientos doce votos.
– ¿Quieres decir que podemos considerarnos los favoritos? -aventuró Nat.
– No creo que sea así de fácil -señaló Tom-, porque hay un factor que tener en cuenta.
– ¿De qué se trata?
– El actual gobernador del estado nació y se crió en Madison, así que habrá muchos que voten por una cuestión puramente sentimental.
– Tendría que haber ido a Madison más veces -se lamentó Nat.
– Fuiste dos veces, mientras que Fletcher solo fue una vez.
– Tendría que llamarlo -dijo Nat-, para dejar claro que aún no le concedo la victoria.
Tom asintió mientras Nat cogía el teléfono. No necesitó buscar el número particular del senador porque lo había marcado todas las noches durante el juicio.
– Hola -dijo una voz-, está llamando a casa del gobernador.
– Todavía no lo es -replicó Nat con voz firme.
– Hola, señor Cartwright -dijo Lucy-. ¿Quiere hablar con el gobernador?
– No, quiero hablar con tu padre.
– ¿Para qué? ¿Le concede la victoria?
– No, dejaré que eso lo haga él en persona mañana por la mañana; entonces, si te portas bien, te ofreceré un empleo.
Fletcher consiguió hacerse con el teléfono.
– Perdona, Nat. Supongo que llamas para decirme que todo queda pendiente para mañana cuando nos encontremos solos ante el peligro.
– Sí, y ahora que lo mencionas, pienso hacer de Gary Cooper.
– Entonces te veré en la calle principal, sheriff.
– Da gracias de que tu rival no sea Ralph Elliot.
– ¿Por qué? -le preguntó Fletcher.
– Porque ahora mismo estaría en Madison ocupado en llenar las urnas con sus votos.
– No le hubiese servido de nada -afirmó el senador.
– ¿Por qué no? -quiso saber Nat.
– Porque de haber sido Elliot mi oponente, ya habría ganado yo de calle.