Indudablemente, no era la primera vez en la historia norteamericana que el nombre de un candidato muerto figuraba en una papeleta electoral, así como tampoco que un candidato detenido se presentaba a las elecciones, pero por mucho que buscaron, los historiadores políticos no consiguieron encontrar que ambas cosas ocurrieran en un mismo día.
El jefe de policía solo le permitió a Nat hacer una llamada de teléfono, así que este llamó a Tom, quien continuaba despierto a pesar de que eran las tres de la mañana.
– Sacaré a Jimmy Gates de la cama y nos reuniremos contigo en la comisaría lo antes posible.
Habían acabado de tomarle las huellas dactilares cuando se presentó Tom, en compañía de su abogado.
– Sin duda recuerdas a Jimmy -dijo Tom-, nos aconsejó durante la operación de compra de Fairchild’s.
– Sí, por supuesto -respondió Nat mientras se secaba las manos después de lavarse los restos de tinta negra de los dedos.
– Acabo de hablar con el jefe Culver -le informó Jimmy-; está más que dispuesto a permitirle que regrese a su casa, pero tendrá que presentarse en el juzgado mañana a las diez para la acusación formal. Solicitaré una fianza en su nombre, no hay ninguna razón para creer que no se la concederán.
– Muchas gracias -contestó Nat con voz neutra-. Jimmy, ¿recuerda que antes de emprender la OPA para hacernos con Fairchild’s le pedí que nos consiguiera el mejor abogado de empresas disponible para representarnos?
– Sí, desde luego; usted siempre ha dicho que Logan Fitzgerald realizó un trabajo de primera.
– Claro que sí -afirmó Nat en voz baja-. Pues ahora necesito que me consiga al Logan Fitzgerald criminalista.
– Cuando me reúna con usted mañana, le tendré dos o tres nombres preparados para su consideración. Hay un tipo en Chicago que es excepcional, pero no sé cómo tendrá la agenda -comentó en el momento en que se acercaba el jefe de policía.
– Señor Cartwright, ¿quiere que uno de mis chicos le lleve a casa?
– No, es muy amable de su parte, jefe -respondió Tom-, pero yo llevaré al candidato a su casa.
– Lo de candidato te sale con tanta naturalidad como si fuese mi nombre de pila -dijo Nat.
En el camino de regreso a su hogar, Nat le relató a Tom todo lo que había ocurrido mientras se encontraba en la casa de Elliot.
– Por tanto, al final todo se reducirá a su palabra contra la tuya -opinó Tom mientras detenía el coche delante de la casa.
– Efectivamente y mucho me temo que mi historia resulte bastante menos convincente que la suya aunque sea la verdad.
– Ya hablaremos de todo eso por la mañana -declaró Tom-. Ahora lo que necesitas es dormir un poco.
– Ya es de día -replicó Nat mientras observaba cómo los primeros rayos de sol alumbraban el césped.
Su Ling le esperaba con la puerta abierta.
– ¿En algún momento creyeron que…? -le preguntó a su marido.
Nat la puso al corriente de todo lo ocurrido en la comisaría. Cuando acabó, Su Ling se limitó a decir:
– Es una pena.
– ¿A qué te refieres? -quiso saber Nat.
– A que no lo mataras tú.
Nat subió las escaleras y cruzó el dormitorio para ir directamente al cuarto de baño. Se quitó las prendas y las arrojó en una bolsa. Ya se ocuparía de tirar la bolsa para no tener que recordar ese día terrible. Se metió en la ducha y dejó que los fuertes chorros de agua fría lo reanimaran. Después de cambiarse bajó a la cocina y se sentó allí con su esposa. En la alacena estaba su programa para el día de las elecciones; no había mención alguna de su comparecencia en el juzgado para que le acusaran formalmente de asesinato.
Tom se presentó a las nueve. Informó de que la votación iba a buen ritmo, como si no sucediese nada más en la vida de Nat.
– Hicieron una encuesta telefónica inmediatamente después del programa de televisión -le comentó Tom- y tu ventaja era de sesenta y tres a treinta y siete.
– Eso fue antes de que me detuvieran por matar al otro candidato -le recordó Nat.
– Supongo que si la hubiesen hecho después, tu ventaja hubiese sido de setenta a treinta -replicó Tom. Nadie se rió.
Tom hizo todo lo posible por llevar la conversación hacia el tema de la campaña y que no pensaran en Luke. No funcionó. Miró la hora en el reloj de la cocina.
– Es hora de irnos -le dijo a Nat, que se levantó para abrazar a Su Ling.
– No, voy con vosotros -afirmó Su Ling-. Nat no lo asesinó, pero yo sí lo hubiese hecho de haber tenido la más mínima posibilidad.
– Yo también -declaró Tom con tono suave-, pero tengo que advertiros que cuando lleguemos al juzgado aquello será un circo. Poned cara de inocentes y no hagáis declaraciones, porque cualquier cosa que digáis acabará en la primera plana de todos los periódicos.
En cuanto salieron de la casa, se encontraron con una docena de periodistas y tres equipos de televisión que se limitaron a presenciar cómo entraban en el coche. Nat apretó con fuerza la mano de Su Ling mientras iban camino del juzgado y no se fijó en las numerosas personas que lo saludaban al verlo pasar. Cuando llegaron delante del juzgado después de un trayecto de un cuarto de hora, Nat se enfrentó en las escalinatas del edificio a una multitud mucho más numerosa que en cualquiera de los actos de la campaña.
El jefe de policía había previsto la situación y había enviado a una veintena de agentes para que controlaran a la muchedumbre y formaran un pasillo que permitiera a Nat y su grupo acceder al edificio sin verse asediados. No sirvió de nada, porque veinte agentes no eran bastante para contener a la horda de reporteros gráficos y periodistas que gritaban e intentaban retener a Nat y Su Ling, que se esforzaban por subir las escalinatas. Los micrófonos casi rozaban el rostro de Nat y las preguntas eran como una lluvia que los azotaba desde todos los ángulos.
– ¿Mató usted a Ralph Elliot? -gritó un reportero.
– ¿Retirará su candidatura? -chilló otro que casi le hizo tragar el micrófono.
– ¿Confirma que su madre era una prostituta, señora Cartwright?
– ¿Cree que todavía puede ganar, Nat?
– ¿Rebecca Elliot era su amante?
– ¿Cuáles fueron las últimas palabras de la víctima, señor Cartwright?
Consiguieron finalmente entrar en el edificio y vieron a Jimmy Gates que los esperaba al otro extremo del vestíbulo. El abogado acompañó a Nat hasta un banco junto a la puerta de la sala del juzgado y le explicó a su cliente cuál era el procedimiento legal.
– Su comparecencia no durará más de cinco minutos -le explicó Jimmy-. Dirá su nombre; a continuación, se le formulará la acusación y se le pedirá que diga cómo se declara. Después de declararse inocente, presentaré la petición de libertad bajo fianza. El estado pide una fianza de cincuenta mil dólares, que yo he aceptado. En cuanto acabe de firmar los documentos, será puesto en libertad y no tendrá que volver a presentarse hasta que se fije la fecha del juicio.
– ¿Cuándo calcula que podría ser?
– Normalmente se tarda unos seis meses, pero he solicitado que se agilice el procedimiento ante la proximidad de las elecciones.
Nat admiró el enfoque profesional de su abogado, al recordar que Jimmy también era el amigo íntimo y cuñado de Fletcher Davenport. Sin embargo, como cualquier otro buen abogado, pensó Nat, Jimmy comprendía muy bien el significado de los vasos comunicantes. Jimmy consultó el reloj.
– Es hora de entrar. Lo que menos nos interesa es hacer esperar al juez.
Nat entró en la sala llena hasta los topes y caminó lentamente por el pasillo en compañía de Tom. Le sorprendió cuántas personas le tendían la mano e incluso le deseaban buena suerte, algo que parecía más propio de un mitin político que de un juicio por asesinato. Cuando llegó a la barandilla de madera que separaba a los implicados del público general, Jimmy le abrió la puerta. Luego guió a Nat hasta la mesa de la izquierda y lo instó a sentarse a su lado. Mientras esperaban a que llegara el juez, Nat miró al fiscal del estado, Richard Ebden, un hombre a quien siempre había admirado. Sabía que Ebden sería un adversario formidable y se preguntó a quién le recomendaría Jimmy para su defensa.
– Todos de pie, preside el señor juez Deakins.
El procedimiento que le había explicado Jimmy se desarrolló al pie de la letra y se encontraron de nuevo en la calle al cabo de cinco minutos, donde tuvieron que enfrentarse una vez más a los mismos periodistas que formulaban las mismas preguntas sin obtener respuesta en esta segunda oportunidad.
A medida que avanzaban entre aquella barrera humana para llegar al coche, Nat volvió a sorprenderse por el número de personas que querían estrecharle la mano. Tom aminoró el paso, consciente de que todo eso lo verían los votantes en las noticias del mediodía. Nat habló con todos los que le deseaban el mayor de los éxitos, aunque no supo qué responderle a uno que le dijo: «Me alegra que haya matado a ese miserable».
– ¿Quieres que vayamos directamente a tu casa? -le preguntó Tom cuando puso en marcha el coche, sin impacientarse con la densidad del tráfico.
– No. Prefiero que vayamos al banco y hablemos de este asunto en la sala de juntas.
La única parada que hicieron en el camino fue para comprar la primera edición del Courant después de oír cómo el vendedor gritaba: «¡Cartwright acusado de asesinato!». A Tom solo parecía interesarle la encuesta que había en la segunda página, donde Nat aparecía con una ventaja sobre Elliot de más de veinte puntos.
– A la pregunta de si deberías o no retirarte -repuso Tom-, un setenta y dos por ciento opina que debes continuar.
Tom continuó leyendo los resultados del sondeo; hubo un momento en que levantó la cabeza bruscamente pero no hizo ningún comentario.
– ¿De qué se trata? -le preguntó Su Ling.
– Hay un siete por ciento que afirman haber estado dispuestos a matar a Elliot, si tú se lo hubieses pedido.
Cuando llegaron al banco, les estaba esperando otro grupo de periodistas y cámaras de televisión; una vez más mantuvieron un estricto silencio. La secretaria de Tom se reunió con ellos en el pasillo para informarles de que la participación electoral estaba batiendo el récord, una clara señal de que los republicanos deseaban manifestar su opinión.
Se sentaron alrededor de la mesa de la sala de juntas y Nat abrió la discusión.
– El partido seguramente espera que me retire, independientemente de los resultados, y creo que será lo más indicado a la vista de las circunstancias.
– ¿Por qué no dejas que los votantes decidan? -preguntó Su Ling-. Si te dan un apoyo abrumador, continúa en la brecha, porque eso también ayudará a convencer al jurado de que eres inocente.
– Estoy de acuerdo -manifestó Tom-. Piensa en cuál sería la alternativa. ¿Barbara Hunter? Al menos no les hagas pasar por ese mal trago.
– ¿Qué opina usted, Jimmy? Después de todo es mi asesor legal.
– No puedo ofrecerle una opinión imparcial en este tema -admitió Jimmy-. Como bien sabe, el candidato demócrata es íntimo amigo mío, pero si tuviese que aconsejarle a él en las mismas circunstancias, y supiera que es inocente, le diría que se mantuviera firme en la lucha.
– Supongo que también es posible que el público elija a un muerto. En ese caso, solo Dios sabe lo que podría pasar.
– Su nombre seguirá figurando en las papeletas -dijo Tom- y si gana las elecciones, el partido puede elegir a cualquiera para que lo represente.
– ¿Lo dices en serio? -preguntó Nat.
– Completamente en serio. En la mayoría de los casos designan a la viuda del candidato y me atrevería a decir que Rebecca Elliot estaría muy dispuesta a ocupar su lugar.
– Por otra parte, si a usted lo condenan -intervino Jimmy-, la mujer contará con el voto de la simpatía a la hora de ir a las urnas.
– Vamos a otro tema más importante -dijo Nat-. ¿Me ha conseguido un abogado para que se encargue de mi defensa?
– Tengo a cuatro en cartera -respondió Jimmy, y sacó un grueso legajo del maletín. Buscó la primera página-. Dos de Nueva York, ambos recomendados por Logan Fitzgerald, uno de Chicago que trabajó en el caso Watergate, y el cuarto de Dallas. Este solo ha perdido un caso en los últimos diez años, y se debió a que su cliente filmó el asesinato en vídeo. Tengo la intención de llamarlos a los cuatro esta misma tarde para saber si alguno de ellos está disponible. A la vista de que este caso tendrá una gran repercusión pública, creo que todos ellos dirán que sí.
– ¿No hay nadie en Connecticut con méritos para entrar en la lista? -quiso saber Tom-. Sería un detalle simpático para el jurado.
– Estoy de acuerdo -dijo Jimmy-. El problema es que el único hombre con idénticos méritos sencillamente no está disponible.
– ¿Quién es ese hombre? -preguntó Nat.
– El candidato a gobernador por los demócratas.
Nat sonrió por primera vez.
– Entonces él es mi primera elección.
– Está en plena campaña electoral.
– Por si no se ha dado cuenta, también lo está el acusado -declaró Nat-. Hablemos claro. Las elecciones no se celebrarán hasta dentro de nueve meses. Si resulta que acabo siendo su oponente, al menos sabrá dónde encontrarme en todo momento.
– Pero… -comenzó a replicar Jimmy.
– Puede decirle al señor Fletcher Davenport que si soy el candidato republicano, él es mi primera elección; no llame a nadie más hasta que me haya rechazado, porque si todo lo que me han dicho de ese hombre es verdad, estoy seguro de que querrá llevar mi defensa.
– Si esas son sus instrucciones, señor Cartwright…
– Esas son mis instrucciones, letrado.
A la hora en que concluyeron los comicios, las ocho de la noche, Nat dormía en el coche mientras Tom lo llevaba a casa. Su jefe de campaña lo dejó dormir. Cuando Nat abrió los ojos descubrió que estaba en su cama y que Su Ling estaba a su lado; lo primero que pensó fue en Luke. Su esposa lo cogió de la mano.
– No -susurró.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Nat.
– Lo veo en tus ojos, amor mío. Te preguntas si prefiero que te retires de la campaña, así ambos podríamos llorar la muerte de Luke como es debido, y la respuesta es que no.
– Pero tendremos que preparar el entierro y después ocuparnos de los preparativos del juicio, por no hablar del juicio en sí.
– Y por no hablar de las interminables horas entre una cosa y otra, que se te harán insoportables porque no podrás dejar de pensar, así que la respuesta sigue siendo que no.
– Es prácticamente imposible que un jurado no acepte la palabra de una infeliz viuda que además afirma haber sido testigo presencial del asesinato de su marido.
– Por supuesto que fue un testigo presencial -replicó Su Ling-. Ella lo asesinó.
Sonó el teléfono en la mesilla de noche de Su Ling. Atendió la llamada y escuchó atentamente antes de apuntar dos números en el cuaderno de notas que tenía junto al aparato.
– Muchas gracias -dijo-. Se lo haré saber.
– ¿Me harás saber qué?
Su Ling arrancó la hoja de papel y se la entregó a su marido.
– Era Tom. Quería comunicarte el resultado de las elecciones.
Nat miró el papel. Su Ling solo había escrito: 69/31.
– Muy bien, pero ¿quién obtuvo sesenta y nueve? -preguntó Nat.
– El próximo gobernador de Connecticut -respondió su esposa.
El funeral de Luke se celebró, a petición del director de la escuela, en la capilla de Taft. Explicó que eran muchísimos los alumnos que querían asistir al oficio. Hasta después de su muerte Nat y Su Ling no se enteraron de lo popular que había sido su hijo. El funeral fue muy sencillo y el coro al que había pertenecido con tanto orgullo cantó «Jerusalem», de William Blake, y «Ain’t Misbehavin», de Cole Porter. Kathy leyó un pasaje de la Biblia y el querido Thomo otro, mientras que el director pronunció el panegírico.
El señor Henderson habló de un joven tímido y nada pretencioso, querido y admirado por todos. Recordó a los presentes la admirable actuación de Luke como Romeo y cómo se había enterado esa misma mañana de que a Luke le habían ofrecido entrar en Princeton.
Los chicos y chicas de noveno curso que habían actuado con él en la obra cargaron a hombros el féretro a la hora de sacarlo de la capilla. Nat aprendió tantas cosas de su hijo aquel día que se sintió culpable por no haber sabido antes lo importante que había sido su hijo para sus condiscípulos.
Después del oficio religioso, Nat y Su Ling participaron en el té ofrecido en la casa del director para los amigos más íntimos de Luke. La casa estaba llena a rebosar, pero como el señor Henderson le explicó a Su Ling, todos creían ser amigos íntimos de Luke.
– Qué extraordinario regalo -comentó el director simplemente.
Uno de los alumnos obsequió a Su Ling con un libro con fotos y poemas compuestos por los compañeros de Luke. Más tarde, cada vez que Nat se sentía triste, lo abría por una página cualquiera, leía el texto y miraba la foto, pero había unas líneas que leía una y otra vez: «Luke era el único chico que hablaba conmigo sin mencionar jamás mi turbante ni el color de mi piel. Sencillamente no los veía. Era la persona que deseaba tener como amigo para el resto de mi vida. Malik Singh (16 años)».
Cuando salieron de la casa del director, Nat vio a Kathy que estaba sentada sola en el jardín, con la cabeza inclinada. Su Ling fue a sentarse con ella. La rodeó con sus brazos e intentó consolarla.
– Te quería tanto… -le dijo.
Kathy levantó la cabeza; lloraba a lágrima viva.
– Nunca le dije que le quería.
– No puedo hacerlo -declaró Fletcher.
– ¿Por qué no? -le preguntó Annie.
– Se me ocurren un centenar de razones.
– Di mejor un centenar de excusas.
– No puedo defender al hombre que pretendo derrotar en las elecciones -replicó Fletcher, sin hacer caso del comentario.
– Sin miedos ni favoritismos -citó Annie.
– ¿Cómo quieres que haga la campaña?
– Eso será lo más fácil. -Annie se calló unos instantes-. En cualquier sentido.
– ¿En cualquier sentido? -repitió Fletcher.
– Sí. Porque si es culpable, ni siquiera será el candidato republicano.
– ¿Qué pasa si es inocente?
– Entonces serás alabado muy justamente por haber conseguido que saliera absuelto.
– Eso no es práctico ni sensato.
– Otras dos excusas.
– ¿Por qué estás de su lado? -le preguntó Fletcher.
– No lo estoy -insistió Annie-. Estoy, y cito al profesor Abrahams, del lado de la justicia.
Fletcher permaneció callado durante unos momentos.
– Me pregunto qué hubiese hecho él enfrentado al mismo dilema.
– Sabes muy bien lo que hubiese hecho. Hay algunas personas que olvidarán estos principios en cuanto salgan de la universidad…
– … solo puedo confiar en que al menos una persona de cada promoción los recuerde -dijo Fletcher para completar la frase que siempre repetía el profesor.
– ¿Por qué no hablas con él? -dijo Annie-. Quizá eso te convenza.
A pesar de las reiteradas advertencias de Jimmy y las vociferantes protestas de los demócratas locales -en realidad de todos excepto Annie-, se acordó que los dos hombres se verían para charlar al domingo siguiente.
El lugar escogido para la cita fue el banco Fairchild Russell, porque se consideró que no se cruzarían con muchos transeúntes un domingo por la mañana a primera hora.
Nat y Tom llegaron poco antes de las diez y el presidente del banco abrió la puerta principal y desconectó la alarma por primera vez en años. Solo tuvieron que esperar unos pocos minutos antes de que Fletcher y Jimmy aparecieran. Tom los hizo pasar rápidamente y los acompañó a la sala de juntas.
Cuando Jimmy presentó a su íntimo amigo a su cliente más importante, los hombres se miraron el uno al otro, sin tener muy claro cuál de los dos debía dar el primer paso.
– Es muy amable de…
– No había esperado…
Ambos se echaron a reír y después se estrecharon las manos calurosamente.
Tom propuso que Fletcher y Jimmy se sentaran a un lado de la mesa, mientras que él y Nat se acomodaban en el otro. Fletcher asintió con un gesto y, una vez sentados, abrió su maletín y extrajo una libreta de hojas amarillas, que colocó sobre la mesa, junto con una estilográfica que sacó de un bolsillo interior de la chaqueta.
– En primer lugar, quiero manifestarle mi agradecimiento por haber aceptado verme -repuso Nat-. Solo me puedo imaginar la presión a la que habrá tenido que enfrentarse y me doy perfecta cuenta de que no ha escogido la opción fácil.
Jimmy agachó la cabeza al oír estas palabras.
Fletcher levantó una mano.
– Tiene que agradecérselo a mi esposa y no a mí -replicó; después de guardar silencio unos instantes, añadió-: Claro que a quien tiene que convencer es a mí.
– En ese caso, transmítale mi agradecimiento a la señora Davenport y permítame asegurarle que responderé a cualquier pregunta que quiera hacerme.
– En realidad, solo tengo una pregunta -dijo Fletcher, con la mirada puesta en la hoja de papel en blanco-. Se trata de una pregunta que un abogado nunca hace porque únicamente puede comprometer sus principios éticos. Pero en esta ocasión no estoy dispuesto a discutir el caso hasta que haya respondido a la pregunta.
Nat asintió con un gesto. Fletcher levantó la cabeza y miró a su posible rival. Nat le sostuvo la mirada.
– ¿Asesinó usted a Ralph Elliot?
– No, no lo hice -contestó Nat sin vacilar.
Fletcher miró de nuevo la hoja de papel en blanco de la libreta que tenía delante. Pasó la hoja y dejó a la vista la segunda, que estaba escrita de arriba abajo con toda una serie de preguntas.
– Entonces permítame que le pregunte… -comenzó Fletcher, que volvió a mirar a su cliente.
La fecha del juicio se fijó para la segunda semana de julio. Nat se sorprendió al comprobar el poco tiempo que necesitaba pasar con su abogado defensor una vez que le hubo relatado la historia un centenar de veces y Fletcher manifestara que ya tenía claro hasta el último detalle. Si bien ambos admitían la importancia de la declaración de Nat, Fletcher dedicó mucho tiempo a analizar a fondo las dos declaraciones que Rebecca Elliot le había hecho a la policía: el informe redactado por Don Culver sobre lo que había ocurrido la noche de autos y las notas del inspector Petrowski, que estaba a cargo de la investigación.
– Rebecca ha sido convenientemente aleccionada por el fiscal -le advirtió a Nat- y ha tenido tiempo más que sobrado para ensayar las respuestas a todas las preguntas que se le puedan ocurrir. Cuando sea su momento de sentarse en el banquillo de los testigos, puede estar seguro de que se sabrá su papel tan a la perfección como cualquier actriz en la noche de un estreno. Así y todo -añadió Fletcher-, se enfrentará a un problema.
– ¿Qué problema? -quiso saber Nat.
– Si la señora Elliot asesinó a su marido, entonces tuvo que mentirle a la policía; por tanto, tiene que haber algunos cabos sueltos en los que ellos no han reparado. Lo primero que debemos hacer es encontrarlos y a continuación unirlos.
El interés por las elecciones se extendía mucho más allá de los límites de Connecticut. Periódicos y revistas de todo el país, como el National Enquirer y el New Yorker, publicaban artículos sobre los protagonistas de la campaña. Una de las consecuencias de esa publicidad fue que el día que comenzó el juicio no había en Hartford ni una sola habitación de hotel libre en treinta kilómetros a la redonda.
A tres meses vista de las elecciones, las encuestas de intención de voto otorgaban a Fletcher una ventaja de doce puntos, pero él sabía muy bien que si conseguía demostrar la inocencia de Nat, el resultado del sondeo podría invertirse en cuestión de horas.
El 11 de julio era la fecha señalada para el comienzo del juicio, pero las grandes cadenas de televisión ya tenían instaladas las cámaras en las terrazas de los edificios al otro lado del juzgado y en las aceras, así como también muchas unidades móviles en las calles. Estaban allí para entrevistar a cualquiera con la más remota vinculación con el juicio, a pesar de que aún faltaban días para que Nat escuchara las palabras: «Todos en pie».
Fletcher y Nat intentaron continuar con sus respectivas campañas electorales con cierta apariencia de normalidad, aunque ambos eran conscientes de lo difícil que era. No tardaron en descubrir que llenaban todas las salas, que cualquier mitin se convertía en un baño de multitudes y que en los lugares más remotos del distrito aparecían los espectadores como setas. Cuando ambos asistieron a una función benéfica destinada a recaudar fondos para el ala de ortopedia que se construiría en el Gates Memorial Hospital de Hartford, las entradas se revendían a quinientos dólares. Esta era una de aquellas excepcionales campañas donde los donativos llegaban como una riada. Durante algunas semanas fueron una atracción mayor que Frank Sinatra.
Ninguno de los dos pegó ojo la noche anterior al juicio y el jefe de policía ni siquiera se molestó en acostarse. Don Culver había enviado a cien agentes para que vigilaran a la muchedumbre delante de los juzgados, sin dejar de comentar con cierta ironía que todos los rateros de Hartford se aprovecharían de la disminución de la vigilancia en el resto de la ciudad.
Fletcher fue el primero del equipo de la defensa que subió las escalinatas del edificio y dejó bien claro a los enviados de los medios de comunicación que no haría declaraciones ni respondería a ninguna pregunta antes de que se conociera el veredicto. Nat llegó unos minutos más tarde, acompañado por Tom y Su Ling, y de no haber sido por la colaboración de los agentes de policía, nunca hubiesen podido entrar.
Una vez en el interior del juzgado, Nat caminó por el pasillo de mármol hasta la sala número siete. Agradeció los amables comentarios de los curiosos con un gesto pero sin decir ni una palabra, tal como le había recomendado su abogado. En cuanto entró en la sala, Nat sintió cómo todas las miradas se centraban en él mientras iba a sentarse a la izquierda de Fletcher en la mesa de la defensa.
– Buenos días, abogado -saludó Nat.
– Buenos días, Nat -replicó Fletcher, que apartó la mirada de las notas que estaba consultando-. Confío en que esté preparado para una semana de aburrimiento mientras seleccionamos al jurado.
– ¿Ya tiene el perfil del jurado ideal? -le preguntó Nat.
– No se trata de algo sencillo -contestó Fletcher-, porque no acabo de decidirme entre elegir a partidarios suyos o míos.
– ¿Hay doce personas en Hartford que lo apoyen? -inquirió Nat, con tono risueño.
– Me alegra comprobar que no ha perdido el sentido del humor -manifestó Fletcher, con una sonrisa-. Sin embargo, después de elegir al jurado, quiero que adopte una expresión seria y atenta; la de un hombre que es víctima de una gran injusticia.
Fletcher no se equivocó, porque hasta el viernes por la tarde no ocuparon sus sitios los doce miembros del jurado y los dos suplentes, después de una interminable serie de puntualizaciones, réplicas, contrarréplicas y diversas objeciones planteadas por ambas partes. Por fin se pusieron de acuerdo en siete hombres y cinco mujeres; dos de las mujeres y uno de los hombres eran negros. Cinco miembros del jurado tenían profesiones liberales; el resto eran dos madres trabajadoras, tres oficinistas, una secretaria y un desempleado.
– ¿Qué sabemos de su ideología política? -preguntó Nat.
– Yo diría que tenemos cuatro republicanos, cuatro demócratas y cuatro indecisos.
– En ese caso, ¿cuál es nuestro siguiente problema, abogado?
– Cómo sacarle del apuro y al mismo tiempo hacerme con los votos de los cuatro indecisos -declaró Fletcher, cuando se despidieron a la salida del edificio.
Nat se dio cuenta de que en cuanto llegaba a casa por la noche, olvidaba todo lo referente al juicio, porque sus pensamientos se centraban exclusivamente en su hijo muerto. Por mucho que intentase hablar de otros temas con Su Ling, también su esposa solo pensaba en Luke.
– Si hubiese compartido mi secreto con Luke -se lamentaba la madre una y otra vez-, quizá ahora estaría con nosotros.
El lunes siguiente, después de que el alguacil tomara juramento al jurado, el juez Kravats invitó al fiscal a que hiciera su exposición de apertura.
Richard Ebden se levantó lentamente. Era un hombre alto, elegante, canoso, con la reputación de hechizar a los jurados. El traje azul oscuro era su atuendo habitual para el primer día de los juicios. La camisa blanca y la corbata azul transmitían una sensación de confianza.
El fiscal estaba muy orgulloso de sus éxitos, algo que resultaba un tanto irónico porque era un hombre de familia, religioso y de modales amables, que incluso cantaba como bajo en el coro local. Ebden se levantó de la silla, fue hasta el espacio que quedaba entre la mesa y el estrado del juez y se volvió para mirar al jurado.
– Miembros del jurado -comenzó-, en todos mis años como fiscal, en contadas ocasiones me he encontrado con un caso de homicidio donde no existe ninguna duda de quién fue el autor.
Fletcher se inclinó hacia Nat para susurrarle al oído:
– No se preocupe, es lo que dice siempre. Ahora viene: «Pero a pesar de esto…».
– Pero a pesar de esto, debo exponerles los hechos ocurridos durante la noche del doce al trece de febrero. El señor Cartwright -se volvió sin prisas para mirar al acusado-… participó en un programa de televisión con Ralph Elliot, una figura muy respetada y popular en nuestra comunidad y, quizá todavía más importante, el claro favorito a ganar la nominación republicana, que podría haberle llevado a ser el gobernador de nuestro querido estado. Un hombre que se acercaba a la cumbre de su carrera, a punto de recibir el más absoluto respaldo de un electorado agradecido por sus años de desinteresado servicio a la comunidad. Pero ¿cuál sería su recompensa? Acabó asesinado por su rival político.
»¿Cómo se llegó a esa lamentable tragedia? Al señor Cartwright se le preguntó si su esposa era una inmigrante ilegal, así son las cosas en los debates políticos, una pregunta que debo añadir no se mostró muy dispuesto a responder. ¿Por qué? Porque sabía que era verdad, y que la había mantenido oculta durante veinte años. Después de negarse a responder a la pregunta, ¿qué hace el señor Cartwright a continuación? Intenta descargar las culpas en Ralph Elliot. En cuanto termina el programa, comienza a insultarlo, lo llama embustero, lo acusa de un montaje y, lo que es más significativo, proclama: “Así y todo, acabaré contigo”.
»No confíen en mis palabras para condenar al señor Cartwright, porque están ustedes a punto de comprobar que no se trata de rumores, habladurías o fruto de mi mente, porque toda la conversación entre los dos rivales fue registrada para la posteridad gracias a la televisión. Me hago cargo de que no es un procedimiento habitual, su señoría, pero dadas las circunstancias, desearía que el jurado pudiese ver la grabación.
Ebden hizo un gesto en dirección a su mesa y uno de sus ayudantes apretó un botón.
Durante los doce minutos siguientes, Nat miró la pantalla que habían instalado delante de los miembros del jurado y recordó con profundo remordimiento su terrible enfado. En cuanto acabó la proyección del vídeo, Ebden continuó con su exposición.
– No obstante, sigue siendo responsabilidad del estado demostrar qué ocurrió después de que este hombre furioso y vengativo se marchara del estudio de televisión. -Ebden bajó la voz-. Regresó a su casa y descubrió que su hijo, su único hijo, se había suicidado. Todos nosotros podemos comprender muy bien los efectos que semejante tragedia puede tener en un padre. Resultó ser, miembros del jurado, que esa trágica muerte puso en marcha una cadena de acontecimientos que acabaron con el asesinato a sangre fría de Ralph Elliot. Cartwright le dijo a su esposa que, después de ir al hospital, regresaría inmediatamente a casa, pero no tenía la intención de hacerlo, porque ya había planeado dirigirse antes a la casa del señor y la señora Elliot. ¿Cuál pudo haber sido la razón para esa intempestiva visita nocturna a las dos de la mañana? Solo podía haber un propósito: el de retirar para siempre a Ralph Elliot de la carrera por la candidatura a gobernador. Lamentablemente para su familia y nuestro estado, el señor Cartwright tuvo éxito en su misión.
»Se presentó sin ser invitado en la casa de la familia Elliot a las dos de la mañana. El propio señor Elliot, que se encontraba en su despacho ocupado en redactar su discurso de aceptación, le abrió la puerta. El señor Cartwright irrumpió en la casa y le asestó un puñetazo en la nariz al señor Elliot, que a punto estuvo de derribarlo. El señor Elliot se recuperó a tiempo de ver que su adversario pretendía seguir con el ataque y echó a correr hacia su despacho, donde cogió un arma que guardaba en el cajón de su escritorio. Se volvió en el instante en que Cartwright saltaba sobre él y le arrebataba el arma, con lo que privó así al señor Elliot de toda defensa. Cartwright empuñó el arma, apuntó a su víctima, tumbada en el suelo, y le descerrajó un tiro que le atravesó el corazón. Luego efectuó un segundo disparo contra el techo para simular que se había producido un forcejeo. Muerto su rival, Cartwright dejó caer el arma, salió de la casa por la puerta principal que seguía abierta, subió a su coche y regresó rápidamente a su casa. Sin que lo supiera, había dejado atrás a un testigo de todo lo ocurrido: la esposa de la víctima, la señora Rebecca Elliot. En el momento en que se oyó el primer disparo, la señora Elliot salió de su dormitorio en el primer piso para asomarse por encima de la balaustrada del rellano e instantes después de escuchar la segunda detonación, vio horrorizada cómo Cartwright escapaba del domicilio. De la misma manera que las cámaras de televisión registraron todos los detalles del programa, la señora Elliot les describirá a ustedes con la misma precisión todos los detalles de lo que ocurrió la noche de autos.
El fiscal desvió la mirada del jurado para mirar directamente a Fletcher.
– Dentro de unos momentos, el abogado defensor se levantará de la silla y, con todo su encanto y oratoria, intentará que ustedes lloren mientras hace todo lo posible por cambiar la realidad de lo sucedido. Pero lo que no podrá cambiar es el cadáver de un hombre inocente, asesinado a sangre fría por su adversario político. Tampoco podrá cambiar sus palabras registradas por las cámaras de televisión: «Así y todo, acabaré contigo». Lo que no podrá borrar es la existencia de un testigo del asesinato, la viuda del señor Elliot, Rebecca.
Ebden miró entonces a Nat.
– Puedo comprender que sientan cierta compasión por este hombre, pero después de que escuchen todos los testimonios y vean todas las pruebas, creo que ninguno de ustedes tendrá la más mínima duda de la culpabilidad del señor Cartwright, por lo que no tendrán más alternativa que cumplir con su deber con el estado y la sociedad y declararlo culpable.
Un silencio siniestro reinó en la sala cuando Richard Ebden volvió a su mesa. Varias cabezas asintieron, incluso una o dos entre los miembros del jurado. El juez Kravats escribió una nota en el papel que tenía delante y a continuación miró hacia la mesa de la defensa.
– ¿Va usted a responder, abogado? -preguntó, sin preocuparse en disimular el tono irónico en su voz.
Fletcher se puso de pie y le respondió sin vacilar:
– No, muchas gracias, señoría. La defensa no tiene la intención de hacer una exposición inicial.
Nat y Fletcher permanecieron sentados, en silencio, y con la mirada al frente, en medio del tumulto que se desató en la sala. El juez golpeó insistentemente con su mazo, dispuesto a imponer orden y continuar con la sesión. Fletcher miró de reojo hacia la mesa de la fiscalía y vio cómo Richard Ebden mantenía una intensa discusión con los otros miembros de su equipo. El juez procuró disimular una sonrisa en cuanto advirtió la astuta maniobra táctica que había realizado el abogado defensor y que había conseguido desorientar al fiscal y a su gente. Miró una vez más al fiscal.
– Señor Ebden, a la vista de la decisión de la defensa, ¿querrá llamar a su primer testigo? -preguntó con tono neutro.
Ebden se levantó; evidentemente había perdido parte de su confianza al descubrir el juego de Fletcher.
– Señoría, creo que a la vista de las circunstancias solicitaré un receso.
– Protesto, señoría -gritó Fletcher, que se levantó de un salto-. El estado ha tenido varios meses para preparar el caso. ¿Hemos de entender que ahora no son capaces de presentar ni a un solo testigo?
– ¿Es ese el caso, señor Ebden? -preguntó el juez-. ¿No puede llamar a su primer testigo?
– Efectivamente, señoría. Nuestro primer testigo es el señor Don Culver, jefe de policía de la ciudad, y no queríamos apartarlo de sus importantes obligaciones hasta que fuese absolutamente necesario.
Fletcher se levantó de nuevo.
– Es absolutamente necesario, señoría. Es el jefe de policía y este es un juicio por asesinato. Por tanto, solicito que el caso sea sobreseído dado que no hay disponible ningún testimonio de la policía para presentar ante este tribunal.
– Buen intento, señor Davenport, pero no colará -replicó el juez-. Señor Ebden, le concedo el receso que ha pedido. El juicio se reanudará inmediatamente después de la hora de la comida; si para ese momento el jefe de policía no está con nosotros, declararé nulo su testimonio.
El fiscal asintió sin poder disimular lo violento que se sentía.
– Todos en pie -anunció el alguacil, cuando el juez Kravats se levantó y consultó el reloj antes de abandonar la sala.
– Creo que hemos ganado el primer asalto -comentó Tom, mientras el fiscal y los suyos se retiraban apresuradamente.
– Es posible -admitió Fletcher-, pero necesitamos algo más que victorias pírricas para triunfar en la batalla final.
Nat detestaba rondar por los pasillos, así que volvió a la mesa de la defensa mucho antes de que acabara el descanso para comer. Miró hacia la mesa de la fiscalía, donde también Richard Ebden estaba en su sitio, y comprendió que no volvería a cometer el mismo error una segunda vez. Sin embargo, ¿había deducido las razones de Fletcher para arriesgar aquella jugada? Fletcher le había explicado durante el receso que, a su juicio, la única manera de ganar el caso consistía en minar el testimonio de Rebecca Elliot; por consiguiente, no podía permitir que se relajara ni un instante. Después de la advertencia del juez, Ebden se vería obligado a tenerla esperando en el pasillo, quizá durante días, antes de ser llamada a declarar.
Fletcher se sentó junto a Nat solo unos segundos antes de que el juez entrara en la sala.
– El jefe Culver está en el pasillo con un humor de mil demonios y la señora Elliot está sentada sola en un rincón, sin nada más que hacer que morderse las uñas. Mi propósito es tenerla esperando durante varios días -añadió cuando el alguacil anunció:
– Todos en pie. Preside el juez Kravats.
– Buenas tardes -dijo el juez y después miró al fiscal-. ¿Tiene un testigo para nosotros, señor Ebden?
– Sí, señoría. El estado llama al jefe de policía Don Culver.
Nat observó mientras Don Culver ocupaba su asiento en la tribuna de los testigos y repetía el juramento. Había algo raro en el jefe de policía y no conseguía averiguar qué era. Entonces vio cómo se curvaban el dedo índice y medio de la mano derecha de Culver y se dio cuenta de que era la primera vez que lo veía sin el puro, que era su marca de fábrica.
– Señor Culver, ¿puede decirle al jurado cuál es el cargo que desempeña?
– Soy el jefe de policía de la ciudad de Hartford.
– ¿Desde cuándo ocupa dicho cargo?
– Hace poco más de catorce años.
– ¿Cuánto tiempo lleva en la policía?
– Treinta y seis años.
– Por tanto, podemos decir que tiene una gran experiencia en los casos de homicidio, ¿no es así?
– Supongo que así es, efectivamente -respondió Culver.
– ¿Ha tenido ocasión de tratar con el acusado?
– Sí, en varias ocasiones.
– Está robándome algunas de mis preguntas -le susurró Fletcher a Nat-, aunque todavía no sé el motivo.
– ¿Tiene usted una opinión formada de él?
– Sí, la tenía, era un ciudadano respetable y cumplidor de la ley, hasta que asesinó…
– Protesto, señoría -dijo Fletcher, que se levantó en el acto-. Le corresponde al jurado decidir quién asesinó al señor Elliot, no al jefe de policía. Aún no vivimos en un estado policial.
– Se acepta -asintió el juez.
– Todo lo que puedo decir -prosiguió Culver- es que hasta el momento de producirse el asesinato, tenía decidido votarle.
Se escucharon algunas risas en la sala.
– Cuando yo haya acabado con Culver -susurró Fletcher-, estoy seguro de que tampoco me votará a mí.
– En ese caso, sin duda tendrá usted alguna duda sobre la posibilidad de que un sobresaliente ciudadano sea capaz de cometer un asesinato.
– Ninguna en absoluto, señor Ebden -respondió Culver-. Los asesinos no son delincuentes del montón.
– ¿Podría explicarnos a qué se refiere, jefe?
– Por supuesto -afirmó Culver-. Los homicidios habituales suelen ser una cuestión doméstica, por lo general dentro del entorno familiar, y a menudo cometidos por alguien que nunca había cometido un crimen antes y que probablemente no lo volverá a hacer nunca más. En cuanto se les detiene, se muestran mucho más dóciles que el vulgar ratero.
– ¿Cree usted que el señor Cartwright entra en esa categoría?
– Protesto -exclamó Fletcher, esta vez sin levantarse-. ¿Cómo puede el jefe Culver saber la respuesta a esa pregunta?
– Porque llevo tratando con criminales desde hace treinta y seis años -replicó Don Culver.
– Que no conste en acta -decidió el juez-. La experiencia puede estar muy bien, pero el jurado solo debe basarse en las pruebas de este caso en particular.
– Muy bien, entonces pasemos a una pregunta que sí trata de las pruebas de este caso en particular -manifestó el fiscal-. ¿Cómo se vio implicado en este caso, jefe Culver?
– Recibí en mi casa una llamada de la señora Elliot en la noche del doce al trece de febrero.
– ¿Le llamó a su casa? ¿Es una amiga personal?
– No, pero todos los candidatos a cargos públicos pueden ponerse en contacto conmigo directamente. A menudo son objeto de amenazas, reales o imaginarias, y no es ningún secreto que el señor Elliot había recibido varias amenazas de muerte desde que se presentó a las elecciones.
– Cuando la señora Elliot lo llamó, ¿tomó usted nota exacta de sus palabras?
– Por supuesto -afirmó el jefe Culver-. Estaba histérica y no dejaba de gritar. Recuerdo que tuve que apartar el auricular; gritaba tanto que despertó a mi esposa. -De nuevo se escucharon algunas risas dispersas y Culver esperó a que se hiciera el silencio-. Escribí sus palabras exactas en una libreta que tengo junto al teléfono.
Abrió la libreta y Fletcher se levantó.
– ¿Es admisible? -preguntó.
– Consta en la lista de documentos aprobados, señoría -señaló Ebden-, como estoy seguro de que sabe el señor Davenport. Ha tenido semanas para considerar si era admisible además de importante.
El juez miró al jefe de policía y le hizo un gesto.
– Prosiga -le dijo mientras Fletcher se sentaba.
– «Le acaban de disparar a mi marido en el despacho, por favor, venga lo antes posible» -leyó el jefe Culver.
– ¿Qué le respondió usted?
– Le dije que no tocara nada, que me reuniría con ella en el tiempo que tardara en llegar allí.
– ¿A qué hora recibió la llamada?
– A las dos y veintiséis -contestó el jefe, después de verificarlo en la libreta.
– ¿A qué hora llegó a casa de los Elliot?
– Llegué a las tres y diecinueve. Primero tuve que llamar a la comisaría para ordenarles que enviaran al inspector de mayor rango que estuviese de servicio a la residencia de los Elliot. Luego tuve que vestirme, así que cuando por fin llegué al lugar, ya estaban allí dos agentes de un coche patrulla, claro que ellos no habían tenido que vestirse.
Una vez más, se oyeron las carcajadas en la sala.
– Por favor, descríbale al jurado con la mayor precisión lo que vio al llegar.
– La puerta principal estaba abierta y la señora Elliot se encontraba sentada en el suelo del vestíbulo, con las rodillas recogidas contra el pecho y la barbilla apoyada en ellas. Le hice saber que había llegado y a continuación me reuní con el inspector Petrowski en el despacho de la víctima. El señor Petrowski -añadió el jefe Culver- es uno de los inspectores más respetados de la policía, con una gran experiencia en homicidios, y como parecía tener la investigación muy bien encarrilada le dejé para que continuara con su trabajo, mientras yo volvía a reunirme con la señora Elliot.
– ¿La interrogó?
– Por supuesto -contestó el jefe Culver.
– ¿No lo había hecho antes el inspector Petrowski?
– Sí, pero a menudo es útil tomar dos declaraciones para compararlas más tarde y ver si hay diferencias en algún punto esencial.
– Señoría, dichas declaraciones no son más que suposiciones -intervino Fletcher.
– No lo son.
– Protesto -insistió Fletcher.
– Denegada, señor Davenport. Tal como ya se ha señalado, ha tenido usted acceso a esos documentos desde hace varias semanas.
– Gracias, señoría -dijo Ebden-. Quisiera que les diga al jurado qué hizo después, jefe.
– Propuse que fuéramos a sentarnos en la sala, para que la señora Elliot estuviese más cómoda. Luego le pedí que me explicara todo lo que había pasado aquella noche. La dejé que lo hiciera a su manera, porque muchas veces a los testigos les molesta que les hagan las mismas preguntas dos o tres veces. Después de tomar una taza de café, la señora Elliot declaró que dormía en su habitación cuando la despertó la primera detonación. Encendió la luz, se puso una bata y se acercó al rellano. Entonces oyó el segundo disparo. Luego vio cómo el señor Cartwright salía corriendo del despacho en dirección a la puerta, que estaba abierta. Se volvió por un momento, pero no pudo verla en la oscuridad del rellano, aunque ella le reconoció inmediatamente. A continuación corrió escaleras abajo y entró en el estudio, donde se encontró a su esposo tendido en el suelo en medio de un charco de sangre. Por último, me llamó sin perder ni un segundo.
– ¿Continuó interrogándola?
– No, dejé a una agente con la señora Elliot mientras yo me dedicaba a verificar la declaración original. Después de consultarlo con el inspector Petrowski, fui al domicilio del señor Cartwright en compañía de dos agentes y lo detuve por el asesinato de Ralph Elliot.
– ¿Se había ido a la cama?
– No, vestía las mismas prendas que llevaba en el programa de televisión aquella noche.
– No hay más preguntas, señoría.
– Su testigo, señor Davenport.
Fletcher se acercó a la tribuna de los testigos con una sonrisa en el rostro.
– Buenas tardes, jefe. No lo retendré mucho, dado que soy muy consciente de lo ocupado que está, pero así y todo tengo tres o cuatro preguntas que reclaman una respuesta. -El jefe no respondió a la sonrisa de Fletcher-. En primer lugar, me gustaría saber cuánto tiempo pasó desde que recibió en su casa la llamada de la señora Elliot hasta que procedió a la detención del señor Cartwright.
Los dedos del jefe Culver se movieron involuntariamente mientras pensaba en la pregunta.
– Dos horas, dos horas y media como mucho -respondió finalmente.
– Cuando llegó usted a casa del señor Cartwright, ¿cómo iba vestido?
– Ya se lo he dicho al jurado; exactamente con las mismas prendas que llevaba en el programa de televisión aquella noche.
– Por tanto, ¿no le abrió la puerta en pijama y bata como si acabara de levantarse de la cama?
– No, la verdad es que no -contestó el jefe Culver, intrigado.
– ¿No cree que un hombre que acaba de cometer un crimen quizá se quitaría la ropa y se metería en la cama a las dos de la mañana, de forma tal que si la policía se presenta intempestivamente en la puerta de su casa, pueda al menos dar la impresión de que estaba durmiendo?
El jefe de policía frunció el entrecejo.
– Estaba consolando a su esposa.
– Me lo imagino -dijo Fletcher-. El asesino estaba consolando a su esposa. Ya puestos, jefe, permítame otra pregunta. ¿En el momento de detener al señor Cartwright, hizo alguna declaración?
– No -replicó Culver-. Manifestó que primero quería hablar con su abogado.
– ¿No dijo absolutamente nada que usted pudiese consignar en su muy fiable libreta?
– Sí -admitió Culver; pasó algunas hojas de la libreta hasta que encontró lo que buscaba y lo leyó atentamente-. Sí -repitió con una sonrisa-. Cartwright dijo: «Pero todavía estaba vivo cuando lo dejé».
– «Pero todavía estaba vivo cuando lo dejé» -manifestó Fletcher como un eco-. No son precisamente las palabras de un hombre que intenta ocultar el hecho de que había estado allí. No se desvistió, no se fue a la cama y confesó abiertamente haber estado antes en casa de Elliot. -El jefe de policía permaneció en silencio-. Cuando le acompañó a la comisaría, ¿le tomó usted las huellas dactilares?
– Sí, por supuesto.
– ¿Realizó usted algunas otras pruebas? -preguntó Fletcher.
– ¿En qué está pensando? -replicó Culver.
– No juegue conmigo -dijo Fletcher y esta vez en su voz se insinuó un tono cortante-. ¿Realizó usted algunas otras pruebas?
– Sí -asintió Culver-. Verificamos si debajo de las uñas había algún rastro de que hubiese disparado un arma.
– ¿Encontraron algún rastro de que el señor Cartwright hubiese disparado un arma? -preguntó Fletcher, que recuperó el tono amable.
– No encontramos residuos de pólvora en las manos o debajo de las uñas -declaró el jefe de policía después de un leve titubeo.
– No había residuos de pólvora en las manos o debajo de las uñas -repitió Fletcher, que miró al jurado.
– Sí, pero tuvo un par de horas para lavarse las manos y frotarse las uñas con un cepillo.
– Claro que sí, jefe, y también tuvo un par de horas para desvestirse, acostarse, apagar las luces de la casa y pensar en algo más convincente que decir sencillamente: «Pero todavía estaba vivo cuando lo dejé». -La mirada de Fletcher no se desvió en ningún momento del jurado.
De nuevo, el jefe Culver permaneció en silencio.
– Mi última pregunta, señor Culver, se refiere a algo que me ha estado incordiando desde que acepté el caso, sobre todo cuando pienso en sus treinta y seis años de experiencia, catorce de ellos como jefe de policía. -Miró de nuevo a Culver-. ¿En algún momento se le pasó por la cabeza que quizá el crimen lo hubiese cometido otra persona?
– No había ninguna señal de que alguien más hubiese entrado en la casa aparte del señor Cartwright.
– Sin embargo, ya había alguien más en la casa.
– Tampoco encontramos ninguna prueba que indicara que la señora Elliot pudiese estar implicada.
– ¿Ninguna prueba de ningún tipo? -insistió Fletcher-. Confío y deseo, jefe, que encuentre tiempo en su apretada agenda para venir aquí y escuchar las preguntas que formularé a la señora Elliot; así el jurado podrá decidir si no había ninguna prueba que indicara que la señora Elliot pudiese estar implicada en este crimen.
Se desató un tumulto cuando todos en la sala comenzaron a hablar al mismo tiempo. El fiscal se levantó en el acto.
– Protesto, señoría -dijo a viva voz-. No es a la señora Elliot a quien se juzga.
No obstante, no consiguió hacerse oír por encima del estruendo de los golpes que el juez daba con el mazo mientras Fletcher volvía a su mesa. Cuando el juez consiguió restablecer una apariencia de orden en la sala, Fletcher solo añadió:
– No hay más preguntas, señoría.
– ¿Tiene alguna prueba? -le susurró Nat cuando su abogado se sentó.
– Muy pocas -admitió Fletcher-, pero de una cosa estoy seguro. Si la señora Elliot asesinó a su marido, no conseguirá dormir mucho desde ahora hasta que se siente a declarar. En cuanto a Ebden, dedicará algunos días a preguntarse si sabemos algo que él no sepa.
Fletcher le sonrió al jefe Culver cuando este abandonó la tribuna de los testigos, pero la única respuesta que recibió fue un gesto desabrido.
El juez miró a los dos abogados.
– Creo que es suficiente por hoy, caballeros -les dijo-. Nos volveremos a reunir mañana por la mañana a las diez; entonces el señor Ebden podrá llamar a su siguiente testigo.
– Todos en pie.
A la mañana siguiente, cuando el juez entró en la sala, solo el cambio de la corbata daba una pista de que había salido del edificio en algún momento. Nat se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que también las corbatas comenzaran a repetirse por segunda o tercera vez.
– Buenos días -saludó el juez Kravats mientras ocupaba su sitio en el estrado y miraba a la nutrida concurrencia como si fuese un paternal predicador a punto de dirigirse a sus feligreses-. Señor Ebden, puede llamar al siguiente testigo.
– Muchas gracias, señoría. Llamo a declarar al inspector Petrowski.
Fletcher observó atentamente al inspector cuando este se dirigió a la tribuna de los testigos. Levantó la mano derecha y prestó juramento. Petrowski había pasado por los pelos la talla exigida por la policía para su ingreso en el cuerpo. Su traje muy prieto indicaba más el físico de un luchador que el de alguien con sobrepeso. Tenía la mandíbula cuadrada y los ojos pequeños; las comisuras de los labios se inclinaban ligeramente hacia abajo y transmitían la impresión de que era una persona poco dada a sonreír. Uno de los miembros del equipo de Fletcher había averiguado que el nombre de Petrowski circulaba como el más firme candidato a suceder a Don Culver cuando el jefe de policía se retirara. Tenía fama de trabajar siempre de acuerdo con las normas, pero detestaba el papeleo y prefería por encima de todo presentarse en la escena del crimen a estar sentado en un despacho de la jefatura.
– Buenos días, inspector Petrowski -le saludó el fiscal con una sonrisa. Petrowski correspondió al saludo con un gesto, sin sonreír-. Por favor, para que quede constancia, díganos su nombre completo y su cargo.
– Frank Petrowski, inspector jefe del departamento de policía de Hartford.
– ¿Cuántos años hace que es inspector?
– Catorce años.
– ¿Cuándo le ascendieron a inspector jefe?
– Hace tres años.
– Después de haber establecido sus credenciales, pasemos ahora a la noche del crimen. En el informe policial consta que usted fue el primero en llegar a la escena del crimen.
– Así es -asintió Petrowski-. Yo era el oficial de servicio aquella noche, después de relevar al jefe Culver a las ocho.
– ¿Dónde se encontraba a las dos y media de la madrugada cuando recibió la llamada del jefe Culver?
– Estaba en un coche patrulla para ir a investigar un robo en unos locales de la calle Marsham, cuando un agente me llamó para decirme que el jefe quería que fuera inmediatamente a casa de Ralph Elliot en West Hartford, donde al parecer se había cometido un asesinato. Como solo me encontraba a unos minutos del lugar, me hice cargo del caso y envié a otra dotación para que se ocupara del robo.
– ¿Fue usted directamente a casa de los Elliot?
– Sí, pero de camino llamé a la jefatura para pedir que me enviaran a un equipo forense y al mejor fotógrafo que pudieran sacar de la cama a esas horas.
– ¿Qué se encontró cuando llegó a casa de los Elliot?
– Me sorprendió comprobar que la puerta principal estaba abierta y la señora Elliot acurrucada en un rincón del vestíbulo. Me dijo que había encontrado el cadáver de su marido en el despacho y señaló hacia el otro extremo del pasillo. Añadió que el jefe Culver le había advertido que no tocara nada, razón por la cual la puerta principal continuaba abierta. Fui directamente al despacho y después de verificar que el señor Elliot estaba muerto, volví al vestíbulo y le tomé declaración a la esposa. Las copias de la declaración las tiene el tribunal.
– ¿Qué hizo a continuación?
– En su declaración, la señora Elliot dijo que estaba durmiendo cuando oyó dos disparos procedentes de la planta baja, así que yo y otros tres agentes volvimos al despacho para buscar los casquillos.
– ¿Los encontraron?
– Sí. El primero fue fácil de localizar porque, después de atravesar el corazón del señor Elliot, el proyectil acabó incrustado en un panel de madera detrás del escritorio. Con el segundo tardamos un poco más, pero al final lo descubrimos alojado en el techo encima de la mesa del señor Elliot.
– ¿Los dos proyectiles pudieron ser disparados por la misma persona?
– Es posible -respondió Petrowski-, si el asesino intentó simular que se había producido un forcejeo o que la víctima se había disparado a sí misma.
– ¿Es esto algo frecuente en los casos de homicidio?
– En más de una ocasión, el criminal intenta dejar pruebas contradictorias.
– ¿Pudieron probar que ambos proyectiles fueron disparados con la misma arma?
– Lo confirmaron las pruebas de balística efectuadas al día siguiente.
– ¿Había huellas dactilares en el arma?
– Sí -respondió Petrowski-, la huella de una palma en la culata y la de un dedo índice en el gatillo.
– ¿Pudieron identificar más tarde a quién correspondían dichas huellas?
– Sí. -El inspector hizo una pausa-. Ambas coincidían con las huellas del señor Cartwright.
Se escuchó un fuerte murmullo entre los espectadores sentados detrás de Fletcher. Este intentó no parpadear mientras observaba la reacción de los jurados ante esa información. Al cabo de un momento, escribió unas líneas en su libreta. El juez descargó varios golpes con el mazo para llamar al orden, antes de que el fiscal pudiese continuar.
– Por el punto de entrada del proyectil en el cuerpo, y las quemaduras de pólvora en el pecho, ¿pudieron calcular la distancia a la que se encontraba el asesino de su víctima?
– Sí -manifestó Petrowski-. Los forenses estimaron que el atacante se encontraba a un metro o menos delante de la víctima y por el ángulo de entrada del proyectil, pudieron demostrar que los dos hombres estaban de pie.
– Protesto, señoría -dijo Fletcher, que se levantó-. Aún tenemos que demostrar que fue un hombre quien efectuó uno de los dos disparos.
– Se acepta.
– Después de recoger todas las pruebas -prosiguió el fiscal, como si no le hubiesen interrumpido-, ¿fue usted quien tomó la decisión de detener al señor Cartwright?
– No. Para entonces ya había llegado el jefe y aunque era mi caso, le pregunté si él también le tomaría declaración a la señora Elliot, para asegurarse de que su relato no presentaba ninguna modificación.
– ¿Encontraron alguna?
– No, era coherente en todos los puntos esenciales.
Fletcher subrayó la palabra «esencial» porque la habían utilizado Petrowski y el jefe Culver. Se preguntó si sería una coincidencia o si se habrían puesto de acuerdo para declarar lo mismo.
– ¿Fue entonces cuando decidió detener al acusado?
– Sí, fue a recomendación mía, pero la decisión final la tomó el jefe.
– ¿No estaban asumiendo un gran riesgo al detener a un candidato en plena campaña electoral?
– Sí, por supuesto, y discutí el problema con el jefe. A menudo hemos comprobado a nuestra costa que las primeras veinticuatro horas son las más importantes en cualquier investigación y teníamos un cadáver, dos balas y un testigo del crimen. Consideré que sería una abrogación de mi deber si no detenía al presunto asaltante sencillamente porque tenía amigos muy influyentes.
– Protesto, señoría, es una manifestación de prejuicio -manifestó Fletcher.
– Se acepta -dijo el juez-. Que no conste en la transcripción. -Miró al inspector y añadió-: Por favor, aténgase a los hechos, inspector. Sus opiniones no me interesan en lo más mínimo.
Petrowski asintió en silencio. Fletcher se volvió hacia Nat.
– Esa última declaración me suena a que fue escrita en el despacho del fiscal. -Guardó silencio un momento, miró la hoja que tenía delante y comentó que el testigo había dicho «puntos esenciales», «abrogación» y «asaltante» como si lo hubiera aprendido de memoria-. Petrowski no tendrá la oportunidad de contestarme con respuestas preparadas cuando lo interrogue.
– Muchas gracias, inspector -dijo Ebden-. No tengo más preguntas para el inspector Petrowski, señoría.
– ¿Quiere usted interrogar al testigo? -le preguntó el juez a Fletcher, atento a otra maniobra táctica.
– Sí, por supuesto, señoría. -Fletcher permaneció sentado mientras pasaba una hoja de su libreta-. Inspector Petrowski, le ha dicho usted al jurado que las huellas dactilares de mi cliente estaban en el arma, ¿no es así?
– No solo las huellas dactilares, sino también la huella de la palma en la culata tal como consta en el informe pericial.
– ¿No le ha dicho también al jurado que, de acuerdo con su experiencia, los criminales a menudo intentan dejar pruebas contradictorias con la intención de engañar a la policía?
Petrowski asintió, sin abrir la boca.
– ¿Sí o no, inspector?
– Sí -respondió Petrowski.
– ¿Describiría usted al señor Cartwright como un tonto?
Petrowski vaciló mientras intentaba deducir hacia dónde quería llevarlo Fletcher.
– No, diría que es un hombre muy inteligente.
– ¿Diría usted que dejar las huellas dactilares y de la palma de la mano en el arma homicida son rasgos de un hombre muy inteligente?
– No, pero el señor Cartwright no es un asesino profesional y no piensa como ellos. Los aficionados a menudo se dejan dominar por el pánico y entonces es cuando cometen los errores más tontos.
– ¿Como dejar el arma en el suelo, con sus huellas dactilares, y salir corriendo de la casa sin preocuparse de cerrar la puerta principal?
– Efectivamente. Es algo que no me sorprende, a la vista de las circunstancias.
– Usted dedicó muchas horas a interrogar al señor Cartwright, inspector. ¿Le parece la clase de hombre que se deja dominar por el pánico y se da a la fuga sin más?
– Protesto, señoría -dijo Ebden y se levantó-. ¿Cómo puede el inspector Petrowski responder a esa pregunta?
– Señoría, el inspector Petrowski ha estado más que dispuesto a dar su opinión sobre los hábitos de los asesinos aficionados y los profesionales; por tanto, no veo cómo le puede incomodar responder a la pregunta.
– No se acepta, abogado. Continúe.
Fletcher agradeció la decisión con un gesto, se puso de pie y caminó hasta la tribuna de los testigos, donde se detuvo delante del inspector.
– ¿Había huellas dactilares de alguien más en el arma?
– Sí -manifestó Petrowski, que no pareció en absoluto impresionado por la presencia de Fletcher-. Había huellas parciales del señor Elliot, pero estas están justificadas porque él cogió el arma del cajón para defenderse.
– ¿Las huellas estaban en el arma?
– Sí.
– ¿Verificó usted si había residuos de pólvora debajo de las uñas?
– No -respondió el policía.
– ¿Por qué no? -preguntó Fletcher.
– Porque se necesita tener unos brazos muy largos para dispararse a uno mismo desde una distancia de un metro.
El público se echó a reír y Fletcher esperó a que cesaran las carcajadas.
– Así y todo, bien pudo disparar la primera bala que acabó en el techo.
– También pudo ser la segunda -contraatacó Petrowski.
Fletcher se apartó de la tribuna de los testigos para acercarse al jurado.
– Cuando le tomó declaración a la señora Elliot, ¿cómo iba vestida?
– Llevaba una bata. Explicó que estaba durmiendo cuando oyó el primer disparo.
– Ah, sí, lo recuerdo -manifestó Fletcher antes de dirigirse a su mesa. Recogió una hoja de papel y leyó en voz alta-: «Entonces la señora Elliot oyó el segundo disparo, salió del dormitorio y corrió hasta el rellano».
Petrowski asintió.
– Por favor, responda a la pregunta, inspector, ¿sí o no?
– No recuerdo la pregunta -dijo Petrowski, con tono irritado.
– «Entonces la señora Elliot oyó el segundo disparo, salió del dormitorio y corrió hasta el rellano.»
– Sí, eso fue lo que nos dijo.
– «Se quedó allí y observó cómo el señor Cartwright salía corriendo por la puerta principal.» ¿También esto es correcto? -preguntó Fletcher, que miró directamente al inspector.
– Sí, lo es -contestó Petrowski, con un visible esfuerzo por mantener la calma.
– Inspector, le ha dicho al jurado que entre los profesionales que llamó para ayudarle había un fotógrafo.
– Sí, es la práctica habitual en estos casos; todas las fotos que se tomaron aquella noche han sido presentadas como pruebas.
– Por supuesto -admitió Fletcher. Cogió un sobre de gran tamaño y vació las fotos sobre la mesa. Escogió una y se acercó a la tribuna de los testigos-. ¿Es esta una de las fotos?
Petrowski la observó con mucha atención y después miró el sello en el reverso.
– Sí, así es.
– ¿Puede describírsela al jurado?
– Es una foto de la puerta principal de la casa de los Elliot, tomada desde el camino de entrada.
– ¿Por qué se escogió esta foto en particular para presentarla como prueba?
– Porque demostraba que la puerta estaba abierta cuando el asesino se dio a la fuga. También muestra el largo pasillo que lleva hasta el despacho del señor Elliot.
– Sí, por supuesto, tendría que haberme dado cuenta -comentó Fletcher. Guardó silencio un momento-. ¿La figura acurrucada en el pasillo, es la señora Elliot?
El inspector volvió a mirar la foto.
– Sí, lo es. En aquel momento parecía tranquila, así que decidimos no molestarla.
– Muy considerado de su parte -dijo Fletcher-. Permítame que le haga una última pregunta, inspector. ¿Le dijo usted al fiscal que no llamó a una ambulancia hasta dar por concluida la investigación?
– Así es. El personal de las ambulancias a veces se presenta en la escena del crimen antes de que llegue la policía y tienen fama de contaminar las pruebas.
– ¿Es eso cierto? -replicó Fletcher-. Pero no fue así en esta ocasión, porque usted fue la primera persona en presentarse después de la llamada de la señora Elliot al jefe Culver.
– Sí.
– Una rapidez sorprendente -apuntó Fletcher-. ¿Tiene idea de cuánto tardó en llegar a casa de la señora Elliot en West Hartford?
– Cinco o seis minutos.
– Sin duda no respetó los límites de velocidad para conseguirlo -dijo Fletcher, y sonrió.
– Puse la sirena en marcha, pero como eran las dos de la mañana, apenas había coches.
– Le agradezco la explicación. No haré más preguntas, señoría.
– ¿Adónde quería llegar? -murmuró Nat cuando el abogado se sentó.
– Ah, me alegra comprobar que no lo ha descubierto -afirmó Fletcher-. Ahora solo nos queda rogar para que tampoco lo descubra el fiscal.
– Llamo a declarar a Rebecca Elliot.
Rebecca entró en la sala y todas las cabezas se volvieron excepto la de Nat. Permaneció con la mirada fija al frente. La viuda caminó lentamente por el pasillo central, en una de esas entradas que todas las actrices ambicionan cuando les dan un papel. La sala se había llenado en el momento en que abrieron las puertas a las ocho de la mañana. Habían reservado las tres primeras filas y solo la presencia de los agentes de policía impidió que fueran ocupadas.
Fletcher se volvió un instante cuando Don Culver, el jefe de policía, y el inspector Petrowski ocuparon sus asientos en la primera fila, directamente detrás de la mesa del fiscal. Cuando faltaba un minuto para las diez, solo quedaban trece asientos por ocupar.
Nat miró a Fletcher, que tenía delante un pequeño montón de blocs de notas. Vio que la primera hoja estaba en blanco y rezó para que los otros tres tuvieran algo escrito en ellos. Un agente acompañó a la señora Elliot hasta la tribuna de los testigos. Nat miró a Rebecca por primera vez. Vestía de riguroso luto; un elegante vestido negro, abotonado hasta el cuello, y una falda que le bajaba un palmo por debajo de las rodillas. La única joya que llevaba, aparte de las alianzas, era un sencillo collar de perlas. Fletcher se fijó en su muñeca izquierda y escribió su primera nota en el bloc. Cuando llegó a la tribuna de los testigos, Rebecca se volvió hacia el juez y le dedicó una recatada sonrisa. El magistrado asintió cortésmente. A continuación, la viuda prestó juramento con voz entrecortada. Finalmente se sentó y dedicó al jurado la misma sonrisa tímida. Fletcher observó que varios de los miembros del jurado le devolvieron el gesto. Rebecca se tocó los cabellos y Fletcher comprendió dónde había pasado la mayor parte de la tarde anterior. El fiscal no había omitido ningún detalle y si le hubiese pedido al jurado que emitiera su veredicto antes de llegar siquiera a formular una pregunta, tuvo la certeza de que no hubieran vacilado en condenarle a él y a su cliente a la silla eléctrica.
El juez asintió y el fiscal se levantó de su silla. El señor Ebden también participaba de la farsa. Se había vestido con un traje negro, camisa blanca y una sobria corbata azul; el atuendo apropiado para interrogar a la Inmaculada Virgen María.
– Señora Elliot -dijo el fiscal en voz baja, mientras se adelantaba-. Todos los presentes en esta sala somos conscientes de la terrible prueba por la que ha pasado y que ahora tendremos que recordar por doloroso que resulte. Permítame decirle que procuraré en la medida de lo posible ser breve en mis preguntas y así evitar que permanezca en la tribuna más tiempo del absolutamente necesario.
– Sobre todo cuando hemos tenido tiempo de ensayar cada pregunta una y otra vez durante los últimos cinco meses -murmuró Fletcher.
Nat hizo lo imposible por disimular la sonrisa.
– En primer lugar, señora Elliot, ¿cuánto tiempo llevaba casada con su difunto marido?
– Mañana hubiéramos celebrado nuestro decimoséptimo aniversario.
– ¿Qué habían preparado para celebrarlo?
– Habíamos reservado una habitación en el Salisbury Inn, donde habíamos pasado la primera noche de luna de miel, porque sabía que Ralph no podía apartarse de la campaña más que unas pocas horas.
– Algo muy propio del firme compromiso y sentido del deber público del señor Elliot -comentó el fiscal mientras caminaba hacia el jurado-. Le ruego que me perdone, señora Elliot, pero ha llegado el momento de recordar la noche de la trágica muerte de su esposo. -Rebecca inclinó ligeramente la cabeza-. Usted no asistió al debate que ofreció la televisión. ¿Hubo alguna razón particular para que no fuera?
– Sí -respondió Rebecca, de cara al jurado-. Ralph prefería que me quedara en casa cada vez que participaba en un programa de televisión, para que tomara notas de su intervención y así discutirlas más tarde. Consideraba que si yo estaba entre el público en el estudio, podría acabar influida por las opiniones de quienes estaban a mi alrededor, máxime cuando se dieran cuenta de que era la esposa del candidato.
– Un proceder muy adecuado y correcto -señaló el fiscal.
Fletcher escribió una segunda nota en su libreta.
– ¿Hay alguna cosa en particular que recuerde del debate?
– Sí -afirmó Rebecca. Guardó silencio un momento y agachó la cabeza-. Me estremecí cuando el señor Cartwright amenazó a mi marido con aquellas horribles palabras: «Así y todo, acabaré contigo». -Levantó la cabeza lentamente y miró al jurado.
Fletcher escribió otra nota.
– Terminado el debate, ¿su marido regresó a su casa en West Hartford?
– Sí, le había preparado una cena ligera, que tomamos en la cocina, porque algunas veces se olvida de cenar. -Volvió a callarse unos instantes-. Lo siento mucho, aún no me he hecho a la idea; quería decir que se olvidaba de hacer un descanso en su apretada agenda para comer algo.
– ¿Recuerda alguna cosa en particular de aquella última cena?
– Sí. Discutimos mis notas, porque yo tenía una opinión muy firme sobre algunos de los temas planteados en el debate. -Fletcher pasó la página y escribió otra nota-. Fue precisamente durante la cena cuando me enteré de que el señor Cartwright le acusó de haber hecho un montaje con la última pregunta.
– ¿Cómo reaccionó usted a esa acusación?
– Me sentí escandalizada ante el hecho de que alguien creyera que Ralph pudiese apelar al juego sucio. No obstante, estaba absolutamente segura de que el público no se dejaría engañar por las falsas acusaciones del señor Cartwright y que su petulante rabieta solo serviría para consolidar la victoria de mi marido en las elecciones del día siguiente.
– ¿Después de cenar se fueron a la cama?
– No. A Ralph siempre le resultaba difícil conciliar el sueño después de haber participado en un programa de televisión. -La viuda volvió a mirar al jurado-. Me explicó algo referente a la adrenalina que continuaba haciéndole efecto durante varias horas; de todas maneras, él quería dar los últimos retoques a su discurso como candidato electo, así que me fui a acostar, mientras que él entró en su despacho.
Fletcher añadió una nota más.
– ¿Qué hora era?
– Unos minutos antes de la medianoche.
– Después de quedarse dormida, ¿qué es lo siguiente que recuerda?
– Me despertó una detonación; como no estaba muy segura de que hubiese sido real o solo parte de un sueño, encendí la luz y miré la hora en el reloj despertador de mi mesilla de noche. Eran las dos pasadas y recuerdo que me sorprendió que Ralph aún no se hubiera acostado. Entonces me pareció escuchar unas voces, así que me levanté y entreabrí la puerta. En aquel momento oí que alguien le gritaba a Ralph. Me horroricé al darme cuenta de que se trataba de Nat Cartwright. Gritaba a voz en cuello y una vez más amenazaba con matar a mi marido. Salí del dormitorio y caminé de puntillas hasta el rellano. Entonces escuché el segundo disparo. Un momento más tarde, el señor Cartwright salió del despacho, corrió por el pasillo, abrió la puerta principal y desapareció en la oscuridad de la noche.
– ¿Usted lo persiguió?
– No, estaba aterrorizada.
Fletcher escribió otra nota mientras Rebecca continuaba con la declaración:
– Corrí escaleras abajo y fui directamente al despacho de Ralph porque me temía lo peor. Lo primero que vi fue a mi marido tumbado en el rincón más alejado, con un hilo de sangre que le resbalaba de la boca, así que sin perder ni un segundo cogí el teléfono y llamé al jefe Culver a su casa.
Fletcher pasó la hoja y siguió escribiendo a toda velocidad.
– Me dolió tener que despertarlo, pero el jefe Culver manifestó que acudiría enseguida y que no debía tocar nada.
– ¿Qué hizo a continuación?
– De pronto sentí mucho frío y ganas de vomitar; por un momento, creí que iba a perder el conocimiento. Salí a duras penas del despacho y me desplomé en el pasillo. Lo siguiente que recuerdo es una sirena de la policía a lo lejos y un par de minutos después alguien que entró a la carrera por la puerta abierta. El policía se arrodilló a mi lado y dijo que era el inspector Petrowski. Uno de sus agentes me preparó una taza de café. Luego me pidió que le relatara lo ocurrido. Le dije todo lo que recordaba, pero mucho me temo que no fui muy coherente. Recuerdo que le señalé el despacho de Ralph.
– ¿Recuerda usted qué pasó después?
– Sí, unos minutos más tarde escuché otra sirena y entonces llegó el jefe Culver. El señor Culver estuvo mucho tiempo con el inspector Petrowski en el despacho de mi marido. Después se reunió conmigo y me pidió que le repitiera mi relato. Después de eso ya no permaneció en casa mucho más, pero le vi enfrascado en una conversación con el inspector antes de marcharse. Hasta la mañana siguiente no me enteré de que habían detenido al señor Cartwright y le habían acusado de asesinar a mi marido. -Rebecca se echó a llorar como una Magdalena.
– El detalle final en el momento preciso -comentó Fletcher por lo bajo mientras el fiscal sacaba un pañuelo y se lo ofrecía a la aparentemente desconsolada viuda-. Me pregunto cuántas horas habrán dedicado a ensayarlo -añadió con la mirada puesta en el jurado; vio que una de las mujeres de la segunda fila también lloraba.
– Lamento mucho haberle hecho pasar por esta prueba, señora Elliot -se disculpó el fiscal, y después de una pausa teatral dijo-: ¿Quiere que solicite un breve receso para que pueda recuperarse?
Fletcher se ahorró la protesta. Sabía cuál sería la respuesta, a la vista de que no se apartaban ni una letra del guión que habían preparado.
– No, en un momento estaré bien -respondió Rebecca-. Prefiero acabar con esto cuanto antes.
– Sí, por supuesto, señora Elliot. -Ebden miró al juez-. No tengo más preguntas para este testigo, señoría.
– Muchas gracias, señor Ebden -respondió el magistrado-. Su testigo, señor Davenport.
– Muchas gracias, señoría. -Fletcher sacó un cronómetro del bolsillo y lo dejó sobre la mesa. Luego se levantó pausadamente. Notaba las miradas del público como agujas que se clavaban en su nuca. ¿Cómo podía tener el atrevimiento de interrogar a esa indefensa y santa mujer? Se acercó a la tribuna de los testigos y permaneció callado durante unos segundos-. Intentaré no retenerla más tiempo del absolutamente necesario, señora Elliot, a la vista del sufrimiento que acaba de pasar -manifestó con tono compasivo-. No obstante, debo hacerle un par de preguntas, dado que mi cliente se enfrenta a una condena a muerte, basada casi exclusivamente en su testimonio.
– Sí, por supuesto -replicó Rebecca, que intentó simular un tono valiente al tiempo que se enjugaba una última lágrima.
– Le ha dicho al jurado, señora Elliot, que tenía una relación muy buena con su marido.
– Sí, nos queríamos mucho.
– ¿De verdad? -Fletcher volvió a callarse unos instantes-. ¿La única razón para que no asistiera al debate de aquella noche fue porque el señor Elliot le había pedido que permaneciera en casa y apuntara sus observaciones sobre su intervención y así poder discutirlas más tarde?
– Sí, así es.
– Comprendo su dedicación -prosiguió Fletcher-, pero me intriga saber por qué no acompañó a su marido en ninguno de sus actos públicos durante el mes anterior. -Otra pausa-. De día o de noche.
– Lo hice. Estoy segura -respondió Rebecca-. En cualquier caso debe recordar que mi principal tarea era ocuparme de la casa, y hacerle la vida lo más fácil posible a Ralph, después de las muchas horas dedicadas a la campaña.
– ¿Conserva dichas notas?
La señora Elliot vaciló.
– No, una vez que las discutíamos, se las daba a Ralph.
– En esta ocasión, le dijo al jurado que tenía sus propias opiniones respecto a determinados temas.
– Sí, así es.
– ¿Puedo preguntarle cuáles eran esos temas, señora Elliot?
Rebecca volvió a titubear.
– No los recuerdo exactamente. -Guardó silencio un momento-. Han pasado varios meses.
– Sin embargo, fue el único acto público que le interesó durante toda su campaña, señora Elliot, así que cualquiera creería que al menos podría recordar uno o dos de esos temas que le preocupaban. Después de todo, su marido quería ser gobernador y usted, por decirlo de alguna manera, primera dama.
– Sí, no, sí. Creo que la salud pública.
– Entonces tendrá que volver a intentarlo, señora Elliot -señaló Fletcher mientras se acercaba a su mesa y recogía uno de los blocs de notas-. Yo también seguí el debate con algo más que un interés pasajero y me sorprendió un tanto ver que no se planteaba el tema de la salud pública. Quizá quiera reconsiderar la última respuesta, dado que tengo un registro detallado de todos los temas que se debatieron aquella noche.
– Protesto, señoría. El abogado de la defensa no está aquí como testigo.
– Se acepta. Limítese al interrogatorio, abogado.
– Sin embargo, sí que había algo que le interesó mucho, ¿no es así, señora Elliot? -continuó Fletcher-. El intempestivo ataque a su marido cuando el señor Cartwright dijo por televisión: «Así y todo, acabaré contigo».
– Sí, fue terrible que dijera eso cuando lo veía todo el mundo.
– Pero no lo estaba viendo todo el mundo, señora Elliot, de lo contrario yo lo hubiese visto. No se dijo hasta después de finalizado el programa.
– Entonces tuvo que decírmelo mi marido durante la cena.
– No lo creo, señora Elliot. Sospecho que usted ni siquiera vio el programa, de la misma manera que nunca asistió a ninguno de sus mítines.
– Sí que lo hice.
– Así pues, quizá pueda decirle al jurado dónde se celebró cualquiera de los mítines a los que asistió durante la larga campaña de su marido, señora Elliot.
– ¿Cómo puede suponer que podría recordarlo cuando la campaña de Ralph comenzó hace más de un año?
– Me conformaré con uno solo -dijo Fletcher con la mirada puesta en el jurado.
Rebecca estalló en un sentido llanto, pero esta vez no era el momento más oportuno y no había nadie para ofrecerle un pañuelo.
– Ahora consideremos las palabras: «Así y todo, acabaré contigo», dichas una vez finalizado el programa la noche antes de las elecciones. -Fletcher continuó mirando al jurado-. El señor Cartwright no dijo: «Te mataré», algo que podría ser condenatorio; lo que dijo fue: «Así y todo, acabaré contigo», y todos los presentes dieron por hecho que se refería a las elecciones que se celebrarían al día siguiente.
– Mató a mi marido -gritó la señora Elliot, que levantó la voz por primera vez.
– Todavía quedan algunas preguntas que requieren una respuesta antes de que llegue a quién mató a su marido, señora Elliot. Pero primero permítame volver a los acontecimientos de aquella noche. Después de ver un programa que no recuerda y cenar con su marido para discutir en detalle temas que no recuerda, usted se fue a la cama mientras su marido iba a su despacho para dar los últimos retoques a su discurso como candidato vencedor.
– Sí, eso fue exactamente lo que pasó -afirmó Rebecca, que miró a Fletcher con una expresión desafiante.
– No obstante, y a la vista de que las encuestas de intención de voto lo situaban en clara desventaja, ¿por qué perder el tiempo con un discurso que nunca llegaría a pronunciar?
– Estaba absolutamente convencido de la victoria, especialmente después del estallido del señor Cartwright, y…
– ¿Y? -repitió Fletcher, pero Rebecca se mantuvo en silencio-. Entonces quizá ustedes dos sabían algo que el resto de nosotros ignoramos, pero llegaré a ese punto dentro de unos momentos. Dijo que se fue a la cama sobre la medianoche.
– Sí, lo hice -contestó Rebecca con un tono todavía más retador.
– Luego, cuando la despertó la detonación, comprobó la hora que era en el reloj despertador que tiene en la mesilla de noche en su lado de la cama.
– Sí, eran las dos pasadas.
– ¿No lleva un reloj de pulsera cuando se acuesta?
– No, guardo todas mis alhajas en una pequeña caja de seguridad que Ralph mandó instalar en el dormitorio. Se han producido muchos robos en aquella zona en los últimos meses.
– Una sabia medida de precaución por su parte. ¿Todavía cree que la despertó el primer disparo?
– Sí, estoy segura de que fue el primero.
– ¿Cuánto tiempo transcurrió entre el primer disparo y el segundo, señora Elliot? -Rebecca pareció pensárselo-. Tómese su tiempo, señora Elliot, porque no quiero que cometa un error que, como en muchas otras de sus declaraciones, necesite ser corregido posteriormente.
– Protesto, señoría, la testigo no…
– Sí, sí, señor Ebden, se acepta. Ese último comentario no constará en acta. -El juez miró a Fletcher-. Limítese al interrogatorio, señor Davenport.
– Lo intentaré, señoría -prometió Fletcher, pero su mirada no se desvió ni un segundo del jurado para asegurarse de que no se borraría de su mente-. ¿Ha tenido tiempo suficiente para meditar su respuesta, señora Elliot? -Esperó unos segundos antes de repetir-: ¿Cuánto tiempo transcurrió entre el primer disparo y el segundo?
– Tres, posiblemente cuatro minutos -le respondió la viuda.
Fletcher le sonrió al fiscal; acto seguido, se acercó a la mesa, recogió el cronómetro y se lo guardó en el bolsillo.
– Cuando oyó el primer disparo, señora Elliot, ¿por qué no llamó a la policía inmediatamente? ¿Por qué esperó tres o cuatro minutos, hasta que oyó el segundo disparo?
– Porque en primer lugar no estaba absolutamente segura de haberlo oído en realidad. No olvide que llevaba rato dormida.
– No lo olvido, pero usted abrió la puerta de su dormitorio y se horrorizó al escuchar que el señor Cartwright le gritaba a su marido y le amenazaba con matarlo, así que usted debió de creer que Ralph se enfrentaba a un grave peligro. En ese caso, ¿por qué no cerró la puerta y llamó a la policía inmediatamente desde el dormitorio? -Rebecca miró a Richard Ebden-. No, señora Elliot, el señor Ebden no puede ayudarla esta vez, porque no se esperaba la pregunta, cosa que, para ser justos -apuntó Fletcher-, no es culpa suya, porque usted solo le contó la mitad de la historia.
– Protesto -gritó Ebden, que se levantó como impulsado por un resorte.
– Se acepta -dijo el juez-. Señor Davenport, limítese a interrogar a la señora Elliot y no opine. Este es un tribunal de justicia, no la cámara del Senado.
– Mis disculpas, señoría, pero en esta ocasión sé la respuesta. La razón por la cual la señora Elliot no llamó a la policía fue porque supuso que había sido su marido quien había hecho el primer disparo.
– Protesto -gritó Ebden de nuevo y volvió a levantarse con brusquedad.
Al mismo tiempo, algunas personas del público comenzaron a hablar a la vez. Pasaron unos minutos antes de que el juez consiguiera imponer orden.
– No, no -negó Rebecca-. Por la manera que Nat le gritaba a Ralph estaba segura de que él había hecho el primer disparo.
– En ese caso, se lo volveré a preguntar. ¿Por qué no llamó a la policía inmediatamente? -Fletcher la miró-. ¿Por qué esperó tres o cuatro minutos hasta escuchar el segundo disparo?
– Todo ocurrió tan deprisa, que sencillamente no tuve tiempo.
– ¿Cuál es su novela preferida, señora Elliot? -preguntó Fletcher en voz baja.
– Protesto, señoría. ¿Qué importancia puede tener eso?
– No se acepta. Tengo la impresión de que nos lo van a decir, señor Ebden.
– Efectivamente, señoría -afirmó Fletcher, sin desviar la mirada de la testigo-. Señora Elliot, le aseguro que la pregunta no encierra ninguna trampa. Sencillamente, quiero que le diga al jurado cuál es su novela preferida.
– No estoy muy segura de tener alguna -contestó la viuda-. Mi autor preferido es Hemingway.
– También es el mío -dijo Fletcher, y cogió el cronómetro. Miró al juez y le preguntó-: Señoría, ¿tengo su permiso para abandonar momentáneamente la sala?
– ¿Cuál es el motivo, señor Davenport?
– Demostrar que mi cliente no efectuó el primer disparo.
– Brevemente, señor Davenport -manifestó el juez.
Fletcher puso el cronómetro en marcha, se lo guardó en el bolsillo, se dirigió por el pasillo hasta la puerta y salió de la sala.
– Señoría -dijo el fiscal, que se levantó en el acto-, protesto. El señor Davenport quiere convertir este juicio en un circo.
– Si resulta ser ese el caso, señor Ebden, censuraré severamente al señor Davenport en cuanto regrese.
– Señoría, ¿es esa una conducta justa para con la señora Elliot?
– Creo que sí, señor Ebden. Tal como el señor Davenport le recordó al jurado, su cliente se enfrenta a la pena de muerte, basada exclusivamente en la declaración de su principal testigo.
El fiscal volvió a sentarse y comenzó a consultar con su equipo, mientras se generalizaba la conversación entre el público. El juez comenzó a dar golpecitos con un lápiz y, de vez en cuando, echaba una ojeada al reloj colocado encima de la puerta.
Richard Ebden se levantó de nuevo y el juez pidió orden en la sala.
– Señoría, solicito que la señora Elliot pueda retirarse de la tribuna y que no responda a nuevas preguntas sobre la base de que el abogado defensor no puede continuar interrogándola, dado que se ha marchado de la sala sin dar más explicaciones.
– Aprobaré su petición, señor Ebden -el fiscal pareció encantado-, si el señor Davenport no consigue regresar en menos de cuatro minutos. -El juez le sonrió al señor Ebden, en la suposición de que ambos comprendían el significado de su decisión.
– Señoría, debo… -insistió el fiscal, pero se interrumpió al ver que se abría la puerta.
Fletcher entró en la sala y se dirigió directamente a la tribuna donde esperaba la testigo. Le entregó un ejemplar de Por quién doblan las campanas a la señora Elliot, antes de volverse hacia el juez.
– Señoría, ¿querría el tribunal comprobar el tiempo que he estado ausente? -preguntó, al tiempo que le daba el cronómetro al magistrado.
El juez Kravats paró el reloj y miró el tiempo que marcaban las agujas.
– Tres minutos y cuarenta y nueve segundos.
Fletcher volvió a dirigirse a la testigo de la acusación.
– Señora Elliot, he tenido tiempo suficiente para salir del edificio, ir hasta la biblioteca pública al otro lado de la calle, encontrar el estante de Hemingway, retirar un libro con mi tarjeta de socio y estar de regreso en esta sala con un margen de once segundos. Pero usted no tuvo tiempo para ir desde el rellano a su dormitorio, marcar el novecientos once y pedir ayuda cuando creía que su marido estaba en peligro mortal. La razón para que no lo hiciera es que ya sabía que su marido había disparado el primer tiro y tenía miedo de lo que pudiera haber hecho.
– Pero incluso si lo hubiese pensado -replicó Rebecca, sin preocuparse ya de mantener la compostura-, es solo la segunda bala la que importa, la que mató a Ralph. ¿Quizá ha olvidado que la primera bala acabó en el techo, o es que ahora insinúa que mi marido se mató a él mismo?
– No, en absoluto -manifestó Fletcher-; solo deseo que ahora le diga al jurado qué hizo cuando oyó el segundo disparo.
– Fui al rellano y vi al señor Cartwright que salía corriendo de la casa.
– ¿Y él no la vio a usted?
– No, solo miró un segundo en mi dirección.
– Creo que no fue así, señora Elliot. Creo que usted lo vio claramente cuando pasó por su lado sin hacerle caso en el pasillo.
– No pudo pasar por mi lado en el pasillo porque yo me encontraba en el rellano.
– Estoy de acuerdo en que pudo haberla visto si usted hubiese estado en el rellano -admitió Fletcher mientras volvía a la mesa y seleccionaba una fotografía; acto seguido, volvió junto a la tribuna de los testigos. Le entregó la foto a la mujer-. Como verá por esta foto, señora Elliot, no se puede ver desde el rellano a nadie que salga del despacho de su marido, camine por el pasillo y abandone la casa por la puerta principal. -Hizo una pausa para que los jurados captaran el significado de esta afirmación-. No, la verdad es, señora Elliot, que usted no se encontraba en el rellano, sino en el vestíbulo cuando el señor Cartwright salió del despacho de su marido, y si quiere que le solicite al juez un receso para que el jurado pueda visitar su casa y comprobar la veracidad de su declaración, estaré encantado de hacerlo.
– Bueno, quizá había bajado algunos escalones.
– Usted ni siquiera estaba en las escaleras, señora Elliot, ni tampoco vestía, como también declaró, una bata, sino el vestido azul que llevaba en la recepción a la que había asistido unas horas antes, que fue el motivo para que no viera el debate.
– Llevaba puesta una bata, hay una foto mía para probarlo.
– Desde luego que la hay -asintió Fletcher, que de nuevo se acercó a la mesa para buscar la fotografía mencionada-, y me complace presentarla como prueba; está marcada con el número ciento veintidós, señoría.
El juez, el equipo de la fiscalía y el jurado comenzaron a buscar en sus carpetas mientras Fletcher le entregaba su copia a la señora Elliot.
– Ya lo ve -dijo la mujer-, es tal como le dije. Estoy sentada en el vestíbulo con la bata.
– Por supuesto, señora Elliot; la foto fue tomada por el fotógrafo de la policía y nosotros hemos procedido a ampliarla para ver todos los detalles con mayor claridad. Señoría, solicito que se considere esta fotografía ampliada parte de las pruebas.
– Protesto, señoría -intervino Ebden, que se levantó en el acto-. No hemos tenido la oportunidad de ver antes esa fotografía.
– Es una prueba de la fiscalía, señor Ebden, y ha estado en su posesión desde hace semanas -le recordó el juez-. No se admite la protesta.
– Por favor, observe la fotografía cuidadosamente -dijo Fletcher mientras se apartaba de la señora Elliot y le entregaba al fiscal una copia de la fotografía ampliada. Un funcionario le entregó una a cada miembro del jurado. Fletcher volvió a mirar a Rebecca-. Por favor, dígales al jurado qué ve.
– Es una foto mía sentada en el vestíbulo vestida con la bata.
– Lo es, pero ¿qué lleva en la muñeca izquierda y alrededor del cuello? -preguntó Fletcher, antes de volverse hacia el jurado, cuyos miembros observaban en esos momentos la fotografía atentamente.
El rostro de Rebecca se quedó sin sangre.
– Creo que lleva usted su reloj de pulsera y el collar de perlas -prosiguió Fletcher como respuesta a su propia pregunta-. ¿Lo recuerda? -Guardó silencio unos instantes-. ¿Los objetos que siempre guarda en la caja de caudales antes de irse a la cama porque se han cometido muchos robos en aquella zona en los últimos meses? -El abogado se volvió para mirar al jefe Culver y al inspector Petrowski, que estaban sentados en la primera fila-. Como el inspector Petrowski nos recordó a todos, son los pequeños errores los que siempre desenmascaran al aficionado. -Entonces se giró para mirar directamente a Rebecca antes de añadir-: Quizá se olvidó de quitarse el reloj y el collar, pero puedo decirle que hay algo que no olvidó quitarse: su vestido. -Fletcher apoyó las manos en la barandilla del estrado de los jurados antes de manifestar con voz pausada y sin expresión-: Porque no se lo quitó hasta después de haber matado a su marido.
Fueron muchos los espectadores que se levantaron a la vez y el juez comenzó a dar golpes con el mazo hasta conseguir que se restaurara el orden.
– Protesto -gritó el fiscal-. ¿Cómo puede la presencia del reloj de pulsera demostrar que la señora Elliot asesinó a su marido?
– Estoy de acuerdo con usted, señor Ebden -manifestó el juez, que a continuación miró a Fletcher y añadió-: Es una deducción un tanto fantástica, abogado.
– Será un placer para mí explicárselo punto por punto al señor fiscal, señoría. -El juez asintió-. Cuando el señor Cartwright llegó a la casa, oyó la discusión que mantenían el señor y la señora Elliot y, después de llamar, fue el señor Elliot quien le abrió, mientras que la señora Elliot desaparecía de la vista. Estoy dispuesto a aceptar que ella corrió escaleras arriba para así poder escuchar lo que se decía sin ser observada, pero en el momento que se efectuó el primer disparo, bajó al pasillo y oyó la violenta discusión entre su marido y mi cliente. Tres o cuatro minutos más tarde, el señor Cartwright salió tranquilamente del despacho y pasó junto a la señora Elliot en el pasillo, antes de abrir la puerta principal. Volvió la cabeza para mirar a la señora Elliot, cosa que explica que más tarde pudiera decir, en respuesta a las preguntas de la policía, que llevaba un vestido azul escotado y un collar de perlas alrededor del cuello. Si los miembros del jurado observan la fotografía de la señora Elliot, y yo no estoy equivocado, verán que lleva el mismo collar de perlas que luce ahora. -Rebecca acercó una mano al collar en un movimiento involuntario mientras Fletcher añadía-: No tenemos por qué basarnos exclusivamente en las palabras de mi cliente, cuando disponemos de su propia declaración, señora Elliot. -Buscó la página correspondiente y leyó-: «Lo primero que vi fue a mi marido tumbado en el rincón más alejado, con un hilo de sangre que le resbalaba de la boca, así que sin perder ni un segundo cogí el teléfono y llamé al jefe Culver a su casa».
– Sí, eso fue exactamente lo que hice -gritó Rebecca.
Fletcher esperó unos segundos antes de volverse hacia el jurado.
– Si yo me encuentro a mi esposa tumbada en un rincón, con un hilo de sangre que le resbala de la boca, lo primero que haría sería comprobar si todavía está viva y si lo está, llamaría a una ambulancia. A usted no se le ocurrió en ningún momento llamar a una ambulancia, señora Elliot. ¿Por qué? Porque ya sabía que su marido estaba muerto.
Una vez más, se oyó en la sala un coro de voces y los reporteros que no eran lo bastante mayores como para saber taquigrafía tuvieron que emplearse a fondo para registrar todas y cada una de las palabras.
– Señora Elliot -continuó Fletcher, cuando el juez impuso orden en la sala-, permítame que repita las palabras que dijo hace solo unos momentos en respuesta a una de las preguntas del fiscal. -Se acercó a la mesa, cogió una de las libretas y comenzó a leer-: «De pronto sentí mucho frío y ganas de vomitar; por un momento, creí que iba a perder el conocimiento. Salí a duras penas del despacho y me desplomé en el pasillo». -Fletcher arrojó la libreta sobre la mesa, miró a la viuda y añadió-: Aún no se había molestado en comprobar si su marido continuaba con vida, pero no necesitaba hacerlo porque ya sabía que estaba muerto; después de todo, era usted quien lo había matado.
– Si es así, ¿por qué no encontraron residuos de pólvora en mi bata? -gritó Rebecca para hacerse oír por encima de los golpes que daba el juez con el mazo.
– Porque cuando usted le disparó a su marido, señora Elliot, no llevaba puesta la bata sino el mismo vestido azul que había llevado en la recepción. Hasta después de matar a Ralph no corrió escaleras arriba para quitarse el vestido y ponerse el camisón y la bata. Desafortunadamente para usted, el inspector Petrowski puso en marcha la sirena de su coche, se saltó los límites de velocidad y consiguió aparecer en la casa seis minutos más tarde; ese fue el motivo por el que corrió escaleras abajo, sin recordar que debía quitarse el reloj y el collar. Para colmo y más condenatorio todavía, no tuvo tiempo para cerrar la puerta principal. Si, como usted afirma, el señor Cartwright mató a su marido y huyó después de la casa, lo primero que debía haber hecho usted era cerrarla para que no tuviera la oportunidad de hacerle ningún daño. Pero el inspector Petrowski, concienzudo como es, llegó antes de lo que usted esperaba, e incluso comentó su sorpresa al encontrarse con la puerta abierta. Los aficionados se asustan y es entonces cuando cometen errores tontos -repitió en voz muy baja-. Pero la verdad es que en cuanto el señor Cartwright pasó por su lado en el pasillo, usted corrió al despacho, cogió el arma y se dio cuenta de que tenía la oportunidad perfecta para librarse de su marido, al que despreciaba desde hacía años. El disparo que el señor Cartwright escuchó cuando ya estaba en el coche y se alejaba fue efectivamente el que mató a su marido, pero no fue el señor Cartwright quien apretó el gatillo, sino usted. Lo único que hizo el señor Cartwright fue servirle en bandeja la coartada perfecta y una solución a todos sus problemas. -Fletcher se calló unos instantes y, al tiempo que se apartaba del jurado, puntualizó-: Si tan solo hubiese recordado quitarse el reloj y el collar de perlas antes de bajar las escaleras, cerrar la puerta y luego llamar para que enviaran una ambulancia, en vez de telefonear al jefe de policía, hubiese cometido el crimen perfecto y mi cliente se enfrentaría ahora a la pena de muerte.
– Yo no lo maté.
– Si no lo hizo usted, ¿quién fue? Porque no pudo haber sido el señor Cartwright, dado que él se marchó antes de que se efectuara el segundo disparo. Estoy seguro de que recordará las palabras de mi cliente cuando se presentó el jefe de policía en su casa: «Todavía estaba vivo cuando lo dejé» y, por cierto, el señor Cartwright no tuvo necesidad de quitarse el traje que llevaba cuando estuvo en su casa.
Una vez más, Fletcher se volvió para mirar al jurado, pero en esos momentos todos sus integrantes miraban a la señora Elliot.
La mujer se tapó el rostro con las manos y susurró:
– Es Ralph quien tendría que ser juzgado. Fue responsable de su propia muerte.
Por muchos golpes que descargó el juez Kravats con el mazo, pasaron unos minutos antes de que volviera la calma a la sala. Fletcher esperó pacientemente hasta que se hizo el silencio y luego prosiguió con el interrogatorio.
– ¿Cómo es eso posible, señora Elliot? Después de todo, fue el inspector Petrowski quien expuso lo difícil que resulta dispararse a uno mismo desde un metro de distancia.
– Él me obligó a hacerlo.
Ebden se levantó de un salto mientras los presentes se repetían la frase los unos a los otros.
– Protesto, señoría, la testigo está…
– Denegada -respondió el juez Kravats con tono firme-. Siéntese, señor Ebden, y permanezca sentado. -El magistrado miró a la testigo-. ¿Qué ha querido decir con: «Él me obligó a hacerlo», señora Elliot?
Rebecca miró al juez, que la observaba con expresión seria.
– Señoría, Ralph estaba desesperado por ganar las elecciones a cualquier precio. Después de que Nat le dijera que Luke se había suicidado, comprendió que se habían acabado sus esperanzas de convertirse en gobernador. No dejaba de pasearse por el despacho mientras repetía: «Así y todo, acabaré contigo»; de pronto exclamó: «Tengo la solución y tú tendrás que hacerlo».
– ¿A qué se refería? -preguntó el juez.
– Yo tampoco lo entendí en un primer momento, señoría, pero entonces comenzó a gritarme: «No hay tiempo para discutir; de lo contrario se irá y no podremos achacárselo a él, así que te diré exactamente lo que harás. Primero, me dispararás en un hombro, luego llamarás al jefe de policía a su casa y le dirás que estabas en el dormitorio cuando sonó el primer disparo. Cuando se escuchó el segundo, bajaste las escaleras corriendo y entonces viste a Cartwright que escapaba por la puerta principal».
– ¿Por qué se prestó a realizar algo totalmente ilegal? -preguntó el juez.
– No lo hice -respondió Rebecca-. Le dije que si había que disparar un arma, lo tendría que hacer él, porque yo no estaba dispuesta a implicarme en algo así.
– ¿Cuál fue la respuesta de su marido? -quiso saber el magistrado.
– Que no podía dispararse él mismo porque la policía acabaría por descubrirlo, pero que si lo hacía yo, entonces nunca lo sabrían.
– Aun así, eso no explica por qué acabó por aceptar.
– No lo hice -repitió la viuda en voz baja-. Le dije que no quería tener nada que ver con el tema. Nat nunca me había hecho ningún daño. Entonces Ralph cogió el arma y dijo: «Si tú no estás dispuesta a seguirme el juego, solo queda una alternativa. Te dispararé a ti». Me sentí aterrorizada, pero él se limitó a asegurar: «Les diré a todos que Nat Cartwright asesinó a mi esposa cuando ella acudió en mi auxilio y se mostrarán mucho más compasivos y solidarios cuando interprete el papel del viudo desconsolado». A continuación sacó un pañuelo del bolsillo y me lo dio. «Envuélvete la mano con el pañuelo, así tus huellas no aparecerán en el arma.» -Rebecca hizo una pausa y luego susurró-: Recuerdo que cogí el arma y apunté al hombro de Ralph, pero cerré los ojos en el momento de apretar el gatillo. Cuando los abrí, Ralph estaba desplomado en el rincón. No hizo falta que me acercara para saber que estaba muerto. Me asusté, dejé caer el arma, corrí escaleras arriba y llamé al jefe Culver a su casa tal como me había dicho Ralph que hiciera. Luego comencé a desvestirme. Acababa de ponerme la bata cuando escuché la sirena. Espié a través de la ventana y vi un coche de la policía que entraba por el camino. Bajé a la carrera cuando el coche aparcaba delante de la casa y eso me impidió cerrar la puerta a tiempo. Me dejé caer en el vestíbulo unos segundos antes de que apareciera el inspector Petrowski como una tromba. -Agachó la cabeza y esta vez las lágrimas fueron auténticas.
Los susurros se convirtieron en gritos mientras todos los presentes empezaban a comentar la revelación de Rebecca.
Fletcher se volvió para mirar al fiscal, quien mantenía una apresurada discusión con los miembros de su equipo. No hizo el más mínimo intento por interrumpirles para que se dieran prisa y fue a sentarse junto a Nat. Pasaron unos minutos antes de que Ebden se levantara.
– Señoría.
– ¿Sí, señor Ebden? -dijo el juez.
– El estado retira todos los cargos contra el acusado. -Se calló unos instantes-. Quisiera hacer una manifestación personal -añadió mientras se volvía para mirar a Nat y a Fletcher-. Después de verles trabajar en equipo, espero con impaciencia lo que sucederá cuando se enfrenten en la campaña electoral.
El público comenzó a aplaudir y tanto era el ruido que nadie escuchó al juez cuando exculpó al acusado, despidió al jurado y dio por concluido el caso.
Nat se inclinó hacia Fletcher y casi tuvo que gritarle para hacerse oír.
– Muchas gracias, aunque son dos palabras inadecuadas, porque estaré en deuda con usted durante el resto de mi vida. Pero así y todo muchas gracias.
Su Ling apareció de pronto junto a su marido y abrazó a Fletcher.
– Doy gracias a Dios -dijo.
– Con gobernador es suficiente -replicó Fletcher.
Nat y Su Ling se rieron por primera vez en semanas. Antes de que Nat pudiese responder, se presentó Lucy.
– Bien hecho, papá. Estoy muy orgullosa de ti.
– Más alabanzas que se agradecen -dijo Fletcher-. Nat, esta es mi hija Lucy, quien afortunadamente aún no tiene edad para votarle, pero si la tuviese… -Fletcher miró a su alrededor-. Por cierto, ¿dónde está la mujer que me metió en este fregado?
– Mamá está en casa -respondió Lucy-. Después de todo, le dijiste que pasaría por lo menos otra semana antes de que el señor Cartwright se sentara en el banquillo.
– Muy cierto -admitió Fletcher.
– Por favor, transmítale mi agradecimiento a su esposa -manifestó Su Ling-. Nunca olvidaremos que fue Annie quien le convenció para que defendiera a mi marido. Quizá podríamos reunimos todos en un futuro próximo y…
– Lo dejaremos para después de las elecciones -declaró Fletcher, con tono firme-, porque aún confío en que al menos un miembro de mi familia me vote. -Calló por un momento y luego se dirigió a Nat-: ¿Sabe cuál es la verdadera razón para que me tomara tan a pecho este caso?
– Supongo que no podía soportar la idea de tener que enfrentarse en la campaña con Barbara Hunter.
– Algo así -asintió Fletcher, con una amplia sonrisa.
Fletcher se disponía a acercarse al fiscal y a su equipo para estrecharles las manos, pero se detuvo al ver que Rebecca Elliot continuaba sentada en la tribuna de los testigos mientras esperaba a que se vaciara la sala. Mantenía la cabeza gacha y parecía triste y desconsolada.
– Sé que resulta difícil de creer -manifestó Fletcher-, pero esa mujer me da pena.
– Es lógico -señaló Nat-, porque hay una cosa muy cierta. Ralph Elliot hubiese asesinado a su esposa de haber creído que eso le permitiría ganar las elecciones.