Libro segundo
Éxodo

10

– ¿Te presentarás para representante de los estudiantes? -preguntó Jimmy.

– Aún no lo he decidido -le respondió Fletcher.

– Todos esperan que lo hagas.

– Ese es uno de los problemas.

– Mi padre quiere que te presentes.

– Pues mi madre no -dijo Fletcher.

– ¿Por qué no? -preguntó Jimmy.

– Cree que debo dedicar mi último curso a asegurarme de que conseguiré una plaza en Yale.

– Si te nombran representante de los estudiantes, será un punto más a tu favor en la solicitud de ingreso. Soy yo quien lo tendrá muy difícil.

– Estoy seguro de que tu padre tiene varios contactos a quienes llamar si es necesario -comentó Fletcher con una sonrisa.

– ¿Qué opina Annie al respecto? -quiso saber Jimmy, sin hacer caso del comentario.

– Está totalmente dispuesta a aceptar lo que yo decida.

– Entonces quizá me corresponde a mí ser quien incline la balanza.

– ¿Qué se te ha ocurrido?

– Si esperas ganar, tendrás que nombrarme director de tu campaña.

– Eso desde luego serviría para hundirme -manifestó Fletcher. Jimmy cogió uno de los cojines del sofá y se lo arrojó a su compañero-. La verdad es que si quieres garantizar mi victoria -continuó Fletcher, que atrapó el cojín al vuelo-, tendrías que ofrecer tus servicios como director de campaña a mi mayor rival.

Las pullas se interrumpieron cuando el padre de Jimmy entró en la habitación.

– Fletcher, ¿podrías concederme unos minutos?

– Por supuesto, señor.

– Quizá podríamos tener una charla en mi despacho.

Fletcher se levantó en el acto y siguió al senador. Antes de salir miró a Jimmy, pero su amigo se limitó a encogerse de hombros. Se preguntó si habría hecho algo mal.

– Siéntate -le dijo Harry Gates al tiempo que se sentaba al otro lado de la mesa. Guardó silencio durante unos segundos y luego añadió-: Fletcher, necesito un favor.

– Lo que usted quiera, señor. Nunca podré pagarle todo lo que ha hecho por mí.

– Has cumplido más que sobradamente con nuestro acuerdo -señaló el senador-. Durante los últimos tres años, Jimmy ha conseguido mantenerse por encima de la media; nunca lo hubiese hecho de no haber sido por tu apoyo.

– Es muy amable de su parte, pero…

– No es más que la verdad. Ahora lo único que quiero para el chico es asegurarme de que tenga posibilidades de que lo admitan en Yale.

– ¿Cómo puedo ayudarle si ni siquiera yo tengo una plaza segura?

El senador no hizo caso del comentario.

– Trapicheos políticos, muchacho.

– Creo que no le entiendo, señor.

– Si te nombran representante de los estudiantes, como estoy seguro que pasará, lo primero que deberás hacer es designar a un delegado. -Fletcher asintió-. Eso bastaría para inclinar la balanza a favor de Jimmy cuando la oficina de admisiones de Yale decida quiénes ocuparán las últimas plazas.

– Creo que también acaba de inclinar la balanza para mí, señor.

– Gracias, Fletcher, te lo agradezco, pero por favor no le digas nada a Jimmy de esta conversación.


Lo primero que hizo Fletcher al levantarse a la mañana siguiente fue ir a la habitación contigua y sentarse a los pies de la cama de Jimmy.

– Tendrás que tener un muy buen motivo para venir a despertarme -le amenazó Jimmy-, porque estaba soñando con Daisy Hollingsworth.

– Sigue soñando, chico. Medio equipo de fútbol está enamorado de ella.

– Si es así, ¿por qué me has despertado?

– He decidido presentarme para el cargo de representante estudiantil y no me conviene un director de campaña que se pase toda la mañana en la cama.

– ¿Es por algo que te dijo mi padre?

– Indirectamente. -Fletcher se calló un momento-. ¿Quién crees tú que será mi principal contrincante?

– Steve Rodgers -contestó Jimmy sin vacilar.

– ¿Por qué Steve?

– Porque está en el equipo y es un tipo divertido, así que intentarán presentarlo como el chico popular enfrentado al austero académico. Ya sabes, Kennedy contra Stevenson.

– No tenía idea de que conocieras el significado de la palabra austero.

– Basta de bromas, Fletcher -dijo Jimmy y se levantó de la cama-. Si quieres ganarle a Rodgers, tendrás que estar preparado para todo lo que te echen y más. Creo que debemos comenzar por tener un desayuno de trabajo con papá; siempre tiene desayunos de trabajo antes del comienzo de una campaña.


– ¿Hay alguien que pueda querer enfrentarse a ti? -preguntó Diane Coulter.

– Nadie a quien no pueda derrotar.

– ¿Qué me dices de Nat Cartwright?

– No podrá ganarme mientras se sepa que es el favorito del director y que si lo eligen no hará otra cosa que seguir sus órdenes; al menos, eso es lo que mis partidarios le están diciendo a todo el mundo.

– No nos olvidemos de la manera que trató a mi hermana.

– Creía que habías sido tú quien le dio puerta. Ni siquiera sabía que conocía a Tricia.

– No la conocía, pero eso no le impidió intentar propasarse con ella cuando fue a casa para verme.

– ¿Alguien más está enterado de esto?

– Sí, mi hermano Dan. Lo pilló en la cocina con la mano debajo de su falda. Mi hermana se quejó amargamente de que no había podido impedírselo.

– ¿Se quejó? -El joven guardó silencio unos instantes-. ¿Crees que tu hermano estaría dispuesto a respaldarme en las elecciones para representante estudiantil?

– Sí, aunque no creo que pueda hacer gran cosa mientras esté en Princeton.

– Oh, sí que puede -afirmó Elliot-. Para empezar…


– ¿Quién es mi principal contrincante? -preguntó Nat.

– Ralph Elliot, ¿quién si no? -respondió Tom-. Ha estado trabajando en su campaña desde que comenzó el último semestre.

– Eso va contra las reglas.

– No creo que Elliot se haya preocupado mucho nunca de las reglas. Además, y como sabe que tú eres mucho más popular que él, nos podemos esperar una campaña muy sucia.

– Pues yo no pienso seguir ese camino…

– Por tanto, seguiremos el camino Kennedy.

– ¿A qué te refieres?

– Tendrás que abrir tu campaña desafiando a Elliot a un debate.

– No lo aceptará.

– Entonces, ganarás pase lo que pase. Si acepta, lo dejarás como un felpudo. Si no lo hace, diremos que se ha acobardado.

– ¿Cómo plantearías tú el desafío?

– Envíale una carta, ya me encargaré yo de colgar una copia en el tablón de anuncios.

– No puedes poner nada en el tablón sin el permiso del director.

– Para cuando la quiten, la mayoría de la gente la habrá leído; aquellos que no lleguen a tiempo, querrán saber qué decía.

– Para entonces ya me habrán descalificado.

– No mientras el director crea que Elliot puede ganar.


– Perdí mi primera campaña -comentó el senador Gates después de escuchar las noticias de Fletcher-, así que nos aseguraremos de que no cometerás los mismos errores. Para empezar, ¿quién es tu director de campaña?

– Jimmy, por supuesto.

– Nunca «por supuesto»; solo elige a alguien que estés convencido de que es capaz de hacer el trabajo, aunque no seáis íntimos amigos.

– Estoy absolutamente convencido de que puede hacer el trabajo -afirmó Fletcher.

– Muy bien. Ahora, Jimmy, no le serás de ninguna utilidad al candidato -era la primera vez que Fletcher se veía a sí mismo de esa manera- a menos que siempre seas claro y sincero con Fletcher, por muy desagradable que pueda resultar. -Jimmy asintió-. ¿Cuál de tus rivales es el más importante?

– Steve Rodgers.

– ¿Qué sabemos del muchacho?

– Es un buen tipo, pero sin mucha cosa entre las orejas -le informó Jimmy.

– Excepto un rostro apuesto -intervino Fletcher.

– Y varios touchdowns en la última temporada, si la memoria no me falla -añadió el senador-. Ahora que ya sabemos quién es el enemigo, comenzaremos a trabajar con los amigos. Primero, debes escoger un círculo íntimo, digamos seis, ocho como mucho. Solo necesitan tener dos cualidades: energía y lealtad; si además tienen cerebro, mejor que mejor. ¿Cuánto dura la campaña?

– Poco más de una semana. La escuela abre a las nueve de la mañana del lunes y la votación tiene lugar la mañana del martes de la semana siguiente.

– No pienses en semanas -le indicó el senador-, piensa en horas. Dispones de ciento noventa y dos, y todas y cada una de ellas cuentan.

Jimmy comenzó a tomar notas.

– ¿Quiénes tienen derecho a voto? -fue la siguiente pregunta del senador.

– Todos los alumnos.

– Entonces asegúrate de pasar el mismo tiempo con los chicos de los primeros cursos que con los de los cursos superiores. Se sentirán halagados si ven que demuestras un gran interés por ellos. Jimmy, consigue una lista de votantes actualizada, así tendrás la certeza de que podrás ponerte en contacto con todos ellos antes del día de las elecciones. Hay una cosa que debes tener muy presente: los chicos nuevos votarán por la última persona que haya hablado con ellos.

– Hay un total de trescientos ochenta alumnos -dijo Jimmy. Desplegó una hoja de papel de gran tamaño en el suelo-. He marcado en rojo a todos los que ya conocemos, a todos los que creo que votarán a Fletcher en azul, a los chicos nuevos en amarillo y el resto está en blanco.

– Si tienes cualquier duda -le recomendó el senador-, déjalos en blanco, y no te olvides de los hermanos menores.

– ¿Los hermanos menores? -preguntó Fletcher.

– Están marcados en verde -respondió Jimmy-. Uno de los hermanos menores de nuestros partidarios que esté en los primeros cursos será designado como delegado. Su único trabajo consistirá en reunir las firmas de apoyo en su clase y después informar a sus hermanos.

Fletcher lo miró con franca admiración.

– No sé si no tendrías que presentarte tú como candidato a representante estudiantil -dijo-. Es algo que se te da muy bien.

– No, lo que se me da bien es ser director de campaña. Eres tú quien debe ser representante.

El senador, aunque estaba de acuerdo con la opinión de su hijo, se cuidó mucho de decir palabra.


Eran las seis y media de la mañana del primer día del semestre y Nat y Tom ya se encontraban en el aparcamiento desierto. El primer coche en aparecer fue el del director.

– Buenos días, Cartwright -tronó, mientras se bajaba del coche-. Por su exceso de entusiasmo a esta temprana hora, ¿debo deducir que se presentará para representante estudiantil?

– Sí, señor.

– Excelente; y ¿quién es su principal contrincante?

– Ralph Elliot.

El director frunció el entrecejo.

– Entonces será una competición muy dura, porque Elliot no es de los que se rinden fácilmente.

– Es verdad -admitió Tom, mientras el director se marchaba a su despacho y los dejaba para que recibieran al segundo coche.

El ocupante resultó ser un chico nuevo, que echó a correr aterrorizado cuando Nat se le acercó; peor todavía, el tercero lo ocupaban partidarios de Elliot, que rápidamente se dispersaron por todo el aparcamiento, en una maniobra que evidentemente habían planificado.

– Maldita sea -exclamó Tom-, nuestra primera reunión del equipo será durante el recreo de las diez. Es obvio que Elliot ha preparado a su equipo durante las vacaciones.

– No te preocupes -le dijo Nat-. Coge a los nuestros en cuanto bajen de los coches y ponlos a trabajar inmediatamente.

Para el momento en que el último coche descargó a sus ocupantes, Nat ya había respondido a casi un centenar de preguntas y estrechado las manos de más de trescientos chicos, pero solo un hecho estaba claro: Elliot no tenía el menor reparo en prometer cualquier cosa a cambio de su voto.

– ¿No tendríamos que informarles a todos de la clase de sabandija que es Elliot?

– ¿Qué se te ha ocurrido? -le preguntó Nat.

– Cómo amenaza a los chicos nuevos para quedarse con su dinero.

– Nunca se ha podido demostrar.

– Pero hay un millón de denuncias.

– Si hay tantas, entonces sabrán dónde tienen que poner la cruz en la papeleta, ¿no te parece? En cualquier caso, no quiero llevar la campaña por esos derroteros. Prefiero creer que los votantes son capaces de decidir por su cuenta cuál de nosotros merece su confianza.

– No deja de ser una idea original -opinó Tom.

– Al menos el director ha dejado claro que no quiere a Elliot como representante estudiantil -comentó Nat.

– No me parece conveniente que se lo digamos a nadie -replicó Tom-. Podría darle unos cuantos votos más a Elliot.


– ¿Cómo crees que va la campaña? -preguntó Fletcher mientras caminaban alrededor del lago.

– No está muy claro -le respondió Jimmy-. Hay muchos de los cursos superiores que les están diciendo a los dos bandos que apoyarán a su candidato, sencillamente porque quieren aparecer respaldando al vencedor. Tienes que dar gracias de que las elecciones no tengan lugar el sábado por la tarde -añadió.

– ¿Por qué?

– Porque el sábado por la tarde jugamos contra Kent. Si Steve Rodgers marca el touchdown ganador, ya podemos despedirnos de cualquier posibilidad de que llegues a representante estudiantil. Es una pena que el partido se juegue en casa. Si hubieses nacido un año antes o después, no hubiese importado y el efecto hubiese sido mínimo. Pero tal como están las cosas, todos los votantes estarán en el estadio para presenciar el encuentro, así que reza para que perdamos, o al menos para que Rodgers tenga un mal día.

A las dos de la tarde del sábado, Fletcher estaba sentado en las gradas, dispuesto a presenciar los cuatro cuartos que serían los más largos de su vida. Pero ni siquiera él podía haber adivinado las consecuencias.


– Maldita sea, ¿cómo lo ha conseguido? -se quejó Nat.

– Diría que con sobornos y amenazas -contestó Tom-. Elliot siempre ha sido un jugador mediocre, sin méritos para formar parte del equipo de la escuela.

– ¿Crees que se arriesgarán a que juegue?

– ¿Por qué no? St. George a menudo deja que los jugadores más flojos jueguen unos minutos si están seguros de que no afectará al resultado. Luego Elliot se pasará el resto del partido corriendo por las bandas, muy ocupado en saludar a los votantes, mientras que nosotros no podremos hacer otra cosa que mirarlo desde las gradas.

– Entonces tendremos que asegurarnos de que todos nuestros colaboradores estén en sus puestos fuera del estadio unos minutos antes de que acabe el partido, así como no permitir que nadie vea nuestras pancartas hasta el sábado por la tarde. De esa manera, Elliot no tendrá tiempo para preparar las suyas.

– Aprendes deprisa -se admiró Tom.

– Cuando Elliot es tu oponente, no puedes hacer otra cosa.


– No estoy muy seguro de cómo afectará a las votaciones -señaló Jimmy mientras ambos corrían hacia la salida para unirse al resto del equipo-. Al menos Steve Rodgers no podrá estrechar las manos de todos cuando salgan del estadio.

– Me pregunto cuánto tiempo tendrá que estar en el hospital.

– Tres días es todo lo que necesitamos -contestó Jimmy.

Su amigo se echó a reír.

Fletcher no disimuló su satisfacción al ver que su equipo ya estaba bien situado cuando se unió a ellos y varios chicos se acercaron para decirle que votarían por él, aunque así y todo las cosas estaban muy equilibradas. No se apartó de la salida principal, atento a estrechar las manos de todos los chicos de entre catorce y diecinueve años, incluidos, sospechó, algunos partidarios del equipo visitante. Fletcher y Jimmy no se marcharon hasta estar absolutamente seguros de que en el estadio no quedaba nadie más que el personal de mantenimiento.

Mientras caminaban de regreso a sus habitaciones, Jimmy reconoció que nadie podía haber previsto un empate, o que Rodgers estaría camino del hospital antes de que acabara el primer cuarto del partido.

– Si las elecciones se celebraran esta noche ganaría por solidaridad. Si nadie le vuelve a ver antes de las nueve de la mañana del martes, entonces serás el representante estudiantil.

– ¿La capacidad para hacer bien el trabajo no entra en la ecuación?

– Por supuesto que no, idiota. Esto es política.


Las pancartas se veían por todas partes cuando Nat llegó al estadio y los partidarios de Elliot no pudieron hacer otra cosa que acusarlos de juego sucio. Nat y Tom no disimularon las sonrisas mientras se sentaban en las gradas. Las sonrisas se hicieron más grandes cuando St. George marcó en los minutos iniciales del primer cuarto. Nat no quería que Taft perdiera, pero ningún entrenador podía arriesgarse a poner a Elliot en el campo mientras el equipo rival los aventajara; por tanto no hubo cambios hasta que se jugó el último cuarto.

Nat estrechó las manos de todos a la salida del estadio, pero tenía claro que la victoria de Taft sobre St. George en los últimos minutos no favorecía su causa, a pesar de que Elliot había tenido que conformarse con correr por las bandas hasta que los últimos espectadores abandonaron las gradas.

– No te quejes y da gracias de que no lo hicieran entrar en el campo -le recomendó Tom.


El domingo por la mañana, Fletcher fue el alumno encargado de leer el pasaje de la Biblia en la capilla, cosa que dejó sobradamente claro quién era el favorito del director. Al mediodía, él y Jimmy visitaron los alojamientos para preguntar a los estudiantes qué opinaban de la comida. «Es algo infalible para ganar votos -les había asegurado el senador-, incluso si no haces nada al respecto.» Aquella noche, cuando se metieron en la cama, estaban agotados. Jimmy puso el despertador a las cinco y media. Fletcher gimió lastimeramente.

– Una jugada maestra -afirmó Jimmy a la mañana siguiente mientras esperaban que los chicos salieran del salón para ir a las aulas.

– Brillante -admitió Fletcher.

– Eso parece. No es que me queje, porque te hubiese recomendado que hicieras lo mismo, dadas las circunstancias.

Los dos muchachos miraron a Steve Rodgers, que se apoyaba en las muletas, mientras los chicos firmaban sus autógrafos en la pierna enyesada.

– Una jugada maestra -repitió Jimmy-. Da un nuevo sentido al voto solidario. Quizá tendríamos que preguntar: ¿Queréis a un minusválido como representante?

– Uno de los más grandes presidentes en la historia de este país era un minusválido -le recordó Fletcher a su director de campaña.

– Entonces solo nos queda una cosa por hacer. Tendrás que pasar las próximas veinticuatro horas en una silla de ruedas.


Durante el fin de semana, los colaboradores de Nat intentaron transmitir una impresión de absoluta confianza, aunque eran conscientes de que las elecciones serían muy reñidas. Ninguno de los candidatos dejó de sonreír hasta el lunes por la tarde, cuando la campana de la escuela tocó las seis.

– Volvamos a mi habitación -propuso Tom-. Contaremos historias de la muerte de los reyes.

– Historias tristes -opinó Nat.

Todo el equipo se apretujó en la pequeña habitación de Tom; se entretuvieron con el relato de las anécdotas vividas durante la campaña y riéndose de chistes que no eran divertidos, mientras esperaban impacientes conocer los resultados. Una sonora llamada a la puerta interrumpió el bullicio.

– Adelante -dijo Tom.

Todos se pusieron de pie al ver quién era la persona que había llamado.

– Buenas tardes, señor Anderson -saludó Nat.

– Buenas tardes, Cartwright -respondió el jefe de estudios-. Como presidente de la junta electoral en las elecciones para elegir al representante de los estudiantes, debo informarte que debido a la igualdad en el resultado, dispondré un segundo recuento. Por consiguiente, el acto de proclamación de los resultados queda postergado hasta las ocho.

– Muchas gracias, señor Anderson -fue todo lo que Nat pudo decir.

El salón de actos estaba lleno cuando el reloj marcó las ocho. Todos los chicos se levantaron cuando el jefe de estudios entró en la sala. Nat intentó adivinar cuál sería el resultado por la expresión de su rostro, pero hasta los japoneses se hubieran mostrado complacidos con la inescrutabilidad del señor Anderson.

El jefe de estudios se situó en el centro del escenario y les indicó con un gesto que podían sentarse. Había un silencio poco habitual en el salón de actos.

– Debo deciros -comenzó el jefe de estudios- que estas han sido las elecciones más reñidas en los setenta y cinco años de historia de la escuela. -Nat advirtió que le sudaban las palmas de las manos, a pesar de sus esfuerzos por mantener la calma-. El resultado de las elecciones para representante del claustro de estudiantes es el siguiente: Nat Cartwright, ciento setenta y ocho votos. Ralph Elliot, ciento ochenta y uno.

La mitad de los reunidos se levantó como un solo hombre y comenzó a dar vítores, mientras que la otra mitad permanecía sentada y en silencio. Nat abandonó su asiento y se acercó a Elliot con la mano extendida.

El nuevo representante estudiantil no le hizo el menor caso.


Si bien todos sabían que el resultado no se daría a conocer hasta las nueve, el salón de actos se llenó mucho antes de que el director hiciera su entrada.

Fletcher estaba sentado en la última fila, con la cabeza gacha. Jimmy miraba al frente.

– Tendría que haber madrugado mucho más -se lamentó.

– Tendría que haberte roto una pierna -replicó Jimmy.

El director, acompañado por el capellán, apareció por el pasillo como si quisiera demostrar que Dios estaba de alguna manera implicado en la elección del representante de los estudiantes en Hotchkiss. Subió al estrado y se aclaró la garganta.

– El resultado de las elecciones a representante del claustro de estudiantes -anunció el señor Fleming- es el siguiente: Fletcher Davenport, doscientos siete votos; Steve Rodgers, ciento setenta y tres votos. Por tanto, proclamo a Fletcher Davenport representante estudiantil.

Fletcher no perdió ni un segundo en acercarse a Steve y estrecharle la mano. Su oponente le agradeció el gesto con una cálida sonrisa y una expresión casi de alivio. Fletcher vio a Harry Gates junto a la entrada del salón. El senador se inclinó respetuosamente ante el nuevo representante estudiantil.

– Nunca olvidarás tu primera victoria electoral -se limitó a decirle.

Ambos hicieron caso omiso de Jimmy, que no dejaba de dar brincos para celebrar la victoria.

– Creo que ya conoce usted a mi delegado, señor -respondió Fletcher.

11

La madre de Nat parecía ser una de las pocas personas que no lamentaba que a su hijo no le hubiesen elegido representante estudiantil. Creía que a partir de entonces dispondría de más tiempo para concentrarse en su trabajo. Si Susan Cartwright hubiese tenido la oportunidad de ver la cantidad de horas que Nathaniel dedicaba a sus estudios, sus preocupaciones se hubieran esfumado en el acto. Incluso a Tom le resultaba difícil apartar a Nat de los libros durante más de unos minutos, a menos que se tratara de su carrera diaria de ocho kilómetros. Ni siquiera cuando batió el récord de la escuela en la carrera a campo través se permitió más de un par de horas para celebrarlo.

La Nochebuena, la Navidad y el Año Nuevo pasaron sin apenas celebraciones. Nat permaneció encerrado en su habitación, con la cabeza metida en los libros. Su madre solo podía confiar en que cuando se marchara a pasar un fin de semana largo en Simsbury con Tom, se tomara un descanso de verdad. Así fue. Nat redujo las horas de estudio a dos por la mañana y otras dos por la tarde. Tom agradeció que su amigo le obligara a mantener la misma rutina, si bien declinó la invitación de acompañarle en el entrenamiento. A Nat le divertía el hecho de que podía correr los ocho kilómetros sin salir de la finca de Tom.

– ¿Alguna de tus muchas conquistas? -le preguntó Nat a su amigo durante el desayuno cuando le vio abrir una carta.

– Ojalá -respondió Tom-. No, es del señor Thompson. Pregunta si me interesaría interpretar uno de los personajes de Noche de Reyes.

– ¿Te interesa?

– No. Es más tu mundo que el mío. Soy un productor nato, no un intérprete.

– Yo no tendría ningún inconveniente en apuntarme para un papel si estuviese seguro de mi solicitud de ingreso en Yale, pero ni siquiera he acabado de redactar el trabajo obligatorio.

– Pues yo ni siquiera he empezado el mío -confesó Tom.

– ¿Cuál de los cinco temas has escogido?

– El control del bajo Mississippi durante la guerra civil -contestó Tom-. ¿Y tú?

– Clarence Darrow y su influencia en el movimiento sindicalista.

– Sí, tuve en cuenta al señor Darrow, pero no me vi capaz de escribir cinco mil palabras sobre el tema. Seguramente tú ya habrás escrito unas diez mil.

– No, pero ya casi tengo terminado el primer borrador y espero tener la redacción definitiva para cuando volvamos en enero.

– El plazo límite para Yale es en febrero; bien podrías considerar la posibilidad de intervenir en la obra. Al menos podrías ir a la prueba. Después de todo, no tiene por qué ser el papel principal.

Nat pensó en el consejo de su amigo mientras untaba una buena cantidad de mantequilla en una tostada. Tom tenía razón, por supuesto, pero Nat creía que aquello podría distraerlo de su principal objetivo: conseguir una beca para Yale. Contempló a través de la ventana la amplia extensión de terreno de la finca y se preguntó cómo sería tener a unos padres para quienes no fueran motivo de preocupación pagar las mensualidades de la escuela, darle dinero para sus gastos o si su hijo podría conseguir un empleo durante las vacaciones de verano.


– ¿Te interesa leer la parte de algún personaje en particular, Nat? -preguntó el señor Thompson mientras miraba al muchacho de un metro ochenta y cinco de estatura, abundante cabellera negra y cuyos pantalones siempre parecían quedarle cortos.

– Antonio, o posiblemente Orsino -contestó Nat.

– Orsino es perfecto para ti -opinó el señor Thompson-, pero había pensado en tu amigo, Tom Russell, para ese personaje.

– Difícilmente podría hacer de Malvolio -señaló Nat, y se echó a reír.

– No, Elliot sería mi candidato para Malvolio -afirmó el señor Thompson con una sonrisa desabrida. El señor Thompson, como muchos otros en Taft, había deseado que Nat fuera el representante de los estudiantes-. Lamentablemente no estaba disponible, mientras que a ti, en realidad, lo que mejor te va es el personaje de Sebastián.

Nat quiso protestar, aunque en su primera lectura de la obra había visto que la interpretación del personaje sería todo un desafío. Sin embargo, la longitud de los parlamentos le exigiría horas de estudio, por no mencionar el tiempo dedicado a los ensayos. El señor Thompson percibió la reticencia del alumno.

– Creo que es el momento de apelar al soborno, Nat.

– ¿Soborno, señor?

– Sí, muchacho. Verás, el director de admisiones en Yale es uno de mis más viejos amigos. Estudiamos juntos humanidades en Princeton y todos los años pasa un fin de semana conmigo. Creo que este año lo invitaré a que venga el fin de semana que representaremos la obra. -Hizo una pausa-. Eso, claro está, contando con que estés dispuesto a interpretar a Sebastián. -Nat no respondió-. Ah, veo que el soborno no es suficiente con alguien con unos muy elevados principios morales, así que me veré obligado a rebajarme a la corrupción.

– ¿La corrupción, señor?

– Sí, Nat, la corrupción. Habrás visto que hay tres personajes femeninos en la obra: la hermosa Olivia, su hermana gemela Viola y la gruñona María, aparte de las secundarias, y no olvidemos que todas se enamoran de Sebastián. -Nat se mantuvo en silencio-. Y mi colega en la escuela Miss Porter -añadió el señor Thompson, que enseñó su carta de triunfo- me ha propuesto que vaya allí el sábado con un chico para que lea las partes masculinas mientras nosotros decidimos quiénes participarán en la selección de los personajes femeninos. -Hizo otra pausa-. Ah, veo que finalmente he conseguido captar tu atención.


– ¿Crees que es posible amar a una misma persona durante toda tu vida? -preguntó Annie.

– Si eres lo bastante afortunado como para encontrar a la persona adecuada, ¿por qué no? -replicó Fletcher.

– Sospecho que cuando te marches a Yale en el otoño te verás rodeado de tantas mujeres inteligentes y hermosas, que te olvidarás de mí.

– Ni hablar -dijo Fletcher. Se sentó a su lado en el sofá y le rodeó los hombros con el brazo-. En cualquier caso, no tardarán mucho en descubrir que estoy enamorado de otra; cuando tú vayas a Vassar, sabrán el motivo.

– Pero para eso todavía falta un año -protestó Annie-, y para entonces…

– Calla. ¿No te has dado cuenta de que todos los hombres que te conocen inmediatamente tienen celos de mí?

– No, no me he dado cuenta -respondió ella sinceramente.

Fletcher miró a la chica de la que se había enamorado cuando ella tenía el pecho plano y un aparato en los dientes. Incluso entonces había sido incapaz de resistirse al encanto de su sonrisa, los cabellos negros, heredados de una abuela irlandesa, y los ojos azul acero de la rama sueca de la familia. En la actualidad, cuatro años más tarde, el tiempo había añadido una grácil silueta y unas piernas que hacían que Fletcher agradeciera la nueva moda de las minifaldas. Annie apoyó una mano en el muslo de Fletcher.

– ¿Estás enterado de que la mitad de las chicas de mi curso ya no son vírgenes?

– Eso me ha dicho Jimmy.

– Es el más indicado para saberlo. -Annie guardó silencio un momento-. Cumpliré los diecisiete el mes que viene y tú nunca has hablado…

– Lo he pensado infinidad de veces, claro que sí -afirmó Fletcher mientras ella movía el cuerpo de forma tal que su mano le tocara los pechos-, pero cuando ocurra, quiero que sea fantástico para los dos y no un motivo de arrepentimiento.

Annie apoyó la cabeza en su hombro.

– Para mí nunca será un motivo de arrepentimiento.

Ella subió un poco más la mano y Fletcher la abrazó.

– ¿A qué hora regresarán tus padres?

– Alrededor de la medianoche. Están en una de esas recepciones interminables que tanto les gustan a los políticos.

Fletcher no se movió mientras Annie comenzaba a desabrocharse la blusa. Cuando llegó al último botón, la deslizó por los hombros y dejó que cayera al suelo.

– Creo que es tu turno -le dijo Annie.

Fletcher se desabrochó rápidamente la camisa y se la quitó. Annie se puso de pie y lo miró, encantada al descubrir el súbito poder que parecía ejercer sobre él. Se bajó la cremallera sin prisas como había visto hacer a Julie Christie en Darling. Como la señorita Christie, no se había preocupado en ponerse una enagua.

– Creo que es tu turno -repitió Annie.

«Oh, Dios mío -pensó Fletcher-. No me atrevo a quitarme los pantalones.» Se quitó los zapatos y los calcetines.

– Eso es hacer trampas -exclamó Annie, que ya se había quitado los zapatos incluso antes de que Fletcher supiera lo que se traía entre manos.

Él se quitó los pantalones y la muchacha se echó a reír. Fletcher se ruborizó cuando miró hacia abajo.

– Es muy agradable saber que puedo hacer eso por ti -añadió Annie.


– ¿Sería posible que te concentraras en el diálogo, Nat? -preguntó el señor Thompson, sin preocuparse en disimular el sarcasmo-. Comienza por «Pero aquí llega la dama».

Rebecca, incluso vestida con el uniforme escolar, destacaba entre todas las chicas que el señor Thompson había reunido para la prueba. La alta y delgada joven con una larga cabellera rubia que le caía sobre los hombros mostraba una confianza en sí misma que cautivó a Nat y una sonrisa que provocó una respuesta instantánea. Cuando ella le devolvió la sonrisa, el muchacho desvió la mirada, avergonzado de haberse extralimitado. Todo lo que sabía de ella era su nombre.

– «¿Qué hay en un nombre?» -dijo.

– Te equivocas de obra, Nat. Inténtalo de nuevo.

Rebecca Armitage esperó mientras Nat se liaba con las palabras.

– «Pero aquí llega la dama…»

Rebecca estaba sorprendida porque cuando le había escuchado antes desde el fondo de la sala, él había parecido muy seguro de sí mismo. Miró su texto y leyó:

– «No me culpes por mis prisas. Si me quieres bien, ven ahora conmigo y este hombre santo a la capilla: allí, ante él y debajo del techo consagrado, júrame toda la seguridad de tu fe; que mi muy celosa y muy desconfiada alma podrá vivir en paz. Él la ocultará mientras tú estés dispuesto a que se vea, cuál será la hora de nuestra celebración de acuerdo con mi nacimiento. ¿Qué dices?».

Nat no dijo nada.

– Nat, ¿has pensado en intervenir? -preguntó el señor Thompson-. ¿No crees que deberías darle la oportunidad a Rebecca de por lo menos leer algunas líneas más? Admito que la mirada de adoración es perfecta y que algunos creerían que eso es actuar, pero en este caso lo nuestro no es una obra para mimos. Quizá haya una o dos personas entre el público que incluso asistan con la intención de escuchar las conocidas palabras del señor Shakespeare.

– Sí, señor, lo siento, señor -respondió Nat y volvió a mirar el texto-. «Seguiré a este hombre santo e iré contigo, y después de jurar la verdad, siempre será la verdad.»

– «Entonces enséñanos el camino, mi buen padre; y que el cielo resplandezca, para que ellos tomen buena nota de mis actos.»

– Muchas gracias, señorita Armitage, no creo que necesite escuchar nada más.

– Pero si ha estado maravillosa -protestó Nat.

– Ah, veo que puedes decir una frase entera sin pausas -dijo el señor Thompson-. Es muy satisfactorio descubrirlo a estas alturas; claro que no tenía idea de que quisieras ser el director además de interpretar al personaje central. Sin embargo, Nat, creo que ya he decidido quién interpretará a la hermosa Olivia.

Nat observó a Rebecca que abandonaba el escenario a toda prisa.

– ¿Qué le parece como Viola? -insistió el muchacho.

– No, si he comprendido la trama correctamente, Nat, Viola es tu hermana melliza y afortunada o desafortunadamente, Rebecca no se parece en nada a ti.

– Entonces María. Podría ser una María maravillosa.

– No lo dudo, pero Rebecca es demasiado alta para interpretar a María.

– ¿Ha pensado en representar a Festo como una mujer? -preguntó Nat.

– No, Nat, sinceramente no lo he pensado, en parte porque no tengo tiempo de reescribir todo el texto.

Nat no advirtió que Rebecca se había ocultado detrás de una columna, en un intento por disimular su vergüenza mientras él continuaba insistiendo.

– ¿Qué le parece como la doncella en la casa de Olivia?

– ¿Qué pasa con ella?

– Rebecca podría ser una doncella fantástica.

– Estoy seguro, pero no puede interpretar a Olivia y ser su doncella al mismo tiempo. Alguno de los espectadores podría darse cuenta. -Nat abrió la boca pero no dijo nada-. Ah, al fin un poco de silencio, aunque tengo plena confianza en que esta noche reescribirás toda la obra para asegurarte de que Olivia tenga varias escenas nuevas con Sebastián que el señor Shakespeare ni siquiera se planteó. -Nat oyó una risita detrás de la columna-. ¿Tienes alguna otra propuesta para la doncella, Nat, o puedo continuar con la selección de los actores?

– Lo siento, señor -dijo Nat-. Lo siento.

El señor Thompson subió al escenario, le sonrió a Nat y luego le susurró:

– Si pensabas hacerte el duro, Nat, debo decirte que la has fastidiado. Te has mostrado más dispuesto que una prostituta en un casino de Las Vegas. Te interesará saber que la obra escogida para el año que viene es La fierecilla domada, cuya historia me parece más adecuada para tu caso. Cuán diferente hubiese sido tu vida de haber nacido un año más tarde… Así y todo, buena suerte con la señorita Armitage.


– El chico debe ser expulsado -manifestó el señor Fleming-. No hay ningún otro castigo más apropiado.

– Señor, Pearson solo tiene quince años -alegó Fletcher- y se disculpó con la señora Appleyard inmediatamente.

– Era lo mínimo que podía hacer -señaló el capellán, quien hasta el momento no había dado su opinión.

– En cualquier caso -añadió el director, mientras se levantaba-, ¿te imaginas el efecto en la disciplina de la escuela si se llegara a saber que puedes insultar a la esposa de un maestro y salir bien librado?

– ¿Es posible que decir «condenada tía» condicione todo el futuro del chico?

– Esa es la consecuencia de los malos modales -replicó el director-; así al menos estaremos seguros de que aprenderá la lección.

– ¿Qué es lo que aprenderá? -preguntó Fletcher-. ¿Que en la vida se cometen errores o que nunca se debe insultar a nadie?

– ¿Por qué lo defiendes con tanta vehemencia?

– En la primera lección que le oí dar, señor, nos dijo que no levantarse y protestar cuando se cometía una injusticia era un acto de cobardía.

El señor Fleming miró al capellán, quien no hizo comentario alguno. Recordaba la clase muy bien. Después de todo, repetía invariablemente el mismo texto todos los años.

– ¿Puedo hacerle una pregunta impertinente? -le preguntó Fletcher al capellán.

– Sí -respondió el doctor Wade, un poco a la defensiva.

– ¿No ha sentido usted nunca el deseo de maldecir a la señora Appleyard? Porque yo sí, varias veces.

– Esa es la cuestión, Fletcher, tú has sabido contenerte. Pearson no lo hizo y por tanto debe ser castigado.

– Si el castigo tiene que ser la expulsión, señor, entonces me veo en la obligación de dimitir como representante de los estudiantes, porque la Biblia nos dice que el pensamiento es tan malo como el hecho.

Los dos hombres lo miraron, incrédulos.

– ¿Por qué, Fletcher? Sin duda eres consciente de que si dimites podrías poner en peligro tus posibilidades de ingreso en Yale.

– La clase de persona capaz de permitir que algo así le influya no se merece ocupar una plaza en Yale.

La afirmación los dejó tan pasmados que tardaron unos momentos en reaccionar.

– ¿No te parece una actitud un tanto radical? -quiso saber el capellán.

– No lo es para el chico en cuestión, doctor Wade, y no estoy dispuesto a quedarme de brazos cruzados mientras sacrifican a ese alumno en aras de una mujer a quien le divierte mortificar a los chicos más pequeños.

– ¿Estás dispuesto a dimitir de tu cargo de representante estudiantil solo para demostrar que tienes razón? -le preguntó el director.

– No hacerlo, señor, sería casi repetir lo que hizo su generación en los años de McCarthy.

Otro largo silencio siguió a estas palabras; de nuevo fue el capellán quien lo rompió.

– ¿El chico se disculpó personalmente con la señora Appleyard?

– Sí, señor, y después le envió una carta en el mismo sentido.

– Entonces quizá estar a prueba durante el resto del semestre podría ser más adecuado -dictaminó el director con una mirada al capellán.

– Junto con la pérdida de todos los privilegios, incluidos los permisos de fin de semana, hasta nuevo aviso -añadió el doctor Wade.

– ¿Consideras que es un acuerdo justo, Fletcher? -El director lo miró con las cejas enarcadas.

Esta vez le tocó a Fletcher permanecer en silencio.

– Tendrás que aprender a negociar en la vida, Fletcher -intervino el capellán-, si esperas ser un político de éxito.

Fletcher no respondió inmediatamente, sino que se tomó un momento de reflexión.

– Acepto su juicio, doctor Wade -manifestó. Después miró al director y añadió-: Muchas gracias por su indulgencia, señor.

– Gracias a ti, Fletcher -respondió el señor Fleming cuando el representante de los estudiantes se levantó para abandonar el despacho.

– Sabiduría, coraje y convicción son virtudes poco habituales en un adulto -comentó el director en voz baja cuando se cerró la puerta-, pero verlas todas en un muchacho…


– ¿Cuál es su explicación, señor Cartwright? -preguntó el decano de la junta de admisiones de Yale.

– No tengo ninguna, señor -admitió Nat-. Tiene que tratarse de una coincidencia.

– Es demasiada coincidencia -señaló el decano de temas académicos- que gran parte de su trabajo sobre Clarence Darrow sea idéntico palabra por palabra con el de otro alumno de su clase.

– ¿Cuál es su explicación?

– Dado que presentó su trabajo una semana antes que el suyo y que estaba manuscrito mientras que el suyo estaba mecanografiado, no hemos considerado necesario pedirle una explicación.

– ¿Por casualidad su nombre no será Ralph Elliot? -preguntó Nat.

Ninguno de los miembros de la junta respondió a la pregunta.

– ¿Cómo consiguió hacerlo? -le preguntó Tom cuando Nat regresó a Taft a última hora de la tarde.

– Tuvo que copiar mi trabajo mientras yo estaba en los ensayos de Noche de Reyes en Miss Porter.

– Así y todo, necesitaría sacar el trabajo de tu habitación.

– Algo que no debió de ser muy difícil -opinó Nat-. Si no lo cogió de la mesa, lo sacó del archivador. Estaba guardado en una carpeta con el nombre de Yale.

– Lo que tú quieras, pero se arriesgó mucho si entró en tu habitación mientras estabas ausente.

– No, si eres el representante de los estudiantes. No olvides que está a cargo del lugar, nadie le pregunta lo que hace. Tuvo tiempo más que sobrado para copiar el texto y devolver el original a mi habitación sin que nadie lo advirtiera.

– ¿Qué ha decidido la junta?

– Gracias a que el director me brindó todo su apoyo y más, Yale ha decidido aplazar mi solicitud para el año que viene.

– O sea, que Elliot se ha salido con la suya una vez más.

– No, te equivocas -replicó Nat, con voz firme-. El director dedujo lo que tuvo que ocurrir, porque Yale también le ha negado la plaza a Elliot.

– Eso solo posterga el problema para el año que viene -opinó Tom.

– Afortunadamente no es así -manifestó Nat, que sonrió por primera vez-. El señor Thompson también decidió tomar cartas en el asunto y llamó al jefe de admisiones, con el resultado de que Yale no le volverá a ofrecer a Elliot la oportunidad de inscribirse.

– El bueno de Thomo -exclamó Tom-. ¿Qué piensas hacer con el año que tienes por delante? ¿Te unirás al Cuerpo de Paz?

– No, tengo la intención de pasarlo en la Universidad de Connecticut.

– ¿Qué se te ha perdido allí? -preguntó Tom-. Podrías…

– Es la primera opción de Rebecca.

12

El rector de Yale miró al millar de nuevos alumnos. En el plazo de un año, algunos de ellos descubrirían que los estudios eran demasiado arduos y se trasladarían a otras universidades; otros sencillamente renunciarían a sus carreras. Fletcher Davenport y Jimmy Gates estaban en la sala y escuchaban con atención todas y cada una de las palabras que les dirigía el rector Waterman.

– No desperdiciéis ni un solo momento de vuestro tiempo mientras estéis en Yale, o lamentaréis durante el resto de vuestras vidas no haber aprovechado todas las ventajas que os ofrece esta universidad. Los tontos se marchan de Yale solo con un título debajo del brazo, el hombre sabio lo hará con los conocimientos necesarios para enfrentarse a cualquier obstáculo que le presente la vida. Aprovechad todas las oportunidades que se os ofrecen. No tengáis miedo a ningún desafío y si fracasáis, no hay ninguna razón para sentirse avergonzado. Aprenderéis mucho más de vuestros errores que de vuestros triunfos. No tengáis miedo de vuestro destino. No tengáis miedo a nada. Poned en cuestión cualquier autoridad y no dejéis que se diga de vosotros: «Caminé por un sendero pero nunca dejé ninguna huella».

El rector de Yale volvió a su asiento después de casi una hora de discurso y todos los alumnos se pusieron de pie para dedicarle una estruendosa ovación. Trent Waterman, que no era partidario de tales efusiones, abandonó el estrado inmediatamente.

– Creía que tú no te sumarías a la ovación -le comentó Fletcher a su amigo mientras salían de la sala-. Si no recuerdo mal tus palabras fueron: «Solo porque todo el mundo lo ha hecho durante los últimos diez años, eso no quiere decir que deba sumarme a la tropa».

– Lo admito. Estaba en un error -respondió Jimmy-. Fue incluso más impresionante de lo que mi padre dijo que sería.

– Estoy seguro de que tu respaldo le quitará un peso de encima al señor Waterman -le dijo Fletcher.

Jimmy apenas le escuchó, atento como estaba a la presencia de una joven cargada con un montón de libros que caminaba unos pocos pasos por delante de ellos.

– Aprovecha todas las oportunidades -le susurró Jimmy al oído.

Fletcher se preguntó si debía evitar que su amigo hiciera el ridículo más total, o dejarlo abandonado a su suerte.

– Hola, soy Jimmy Gates. ¿Me permites que te ayude con los libros?

– ¿Qué tiene pensado, señor Gates? ¿Llevarlos o leérmelos? -le contestó la mujer sin detenerse.

– Para empezar pensaba en llevarlos y después ¿por qué no dejamos que las cosas sigan su curso?

– Señor Gates, tengo dos normas que cumplo a rajatabla: no salir con un nuevo estudiante ni con un pelirrojo.

– ¿No crees que ha llegado el momento de saltarte las dos? Después de todo, el rector acaba de decirnos que nunca debemos tener miedo a un nuevo desafío.

– Jimmy -intervino Fletcher-, creo…

– Ah, sí, este es mi amigo Fletcher Davenport. Es un tipo muy listo, así que él podría ayudarte con la lectura.

– No lo creo, Jimmy.

– Como puedes ver, también es muy modesto.

– Un problema que a usted no le afecta, señor Gates.

– Desde luego que no. Por cierto, ¿cómo te llamas?

– Joanna Palmer.

– Es evidente que tú no eres una de las nuevas alumnas, Joanna.

– No, no lo soy.

– Entonces eres la persona ideal para ayudarme y socorrerme.

– ¿Qué tiene pensado? -preguntó la señorita Palmer, mientras subían las escalinatas de Sudler Hall.

– ¿Qué te parece invitarme a cenar esta noche? Así me pones al corriente de todo lo que debo saber de Yale -propuso Jimmy, cuando se detuvieron delante de la puerta del anfiteatro-. Eh. -Se volvió hacia Fletcher-. ¿No es aquí donde teníamos que venir?

– Así es. Intenté advertirte.

– ¿Advertirme? ¿De qué? -preguntó Jimmy, mientras abría la puerta para que entrara la señorita Palmer.

La siguió sin perder un segundo con la intención de sentarse a su lado. El súbito silencio de los alumnos que ya se encontraban en el recinto sorprendió a Jimmy.

– Le pido disculpas en nombre de mi amigo, señorita Palmer -susurró Fletcher-. Le aseguro que tiene un corazón de oro.

– Y por lo que se ve, empuje no le falta -replicó Joanna-. Por cierto, no se lo diga, pero me halagó muchísimo que me confundiera con una alumna.

Joanna Palmer dejó la pila de libros en la mesa y se volvió para mirar el abarrotado anfiteatro.

– La Revolución francesa marca el inicio de la historia moderna europea -comenzó mientras los alumnos la miraban embelesados-. Estados Unidos ya había destronado a un monarca -hizo una pausa-, sin tener que cortarle la cabeza… -Su mirada recorrió los bancos mientras los alumnos se reían, hasta que dio con Jimmy Gates. Él le guiñó un ojo.


Cruzaron el campus para asistir a su primera clase, cogidos de la mano. Se habían hecho amigos durante los ensayos de la obra, inseparables en la semana de representaciones y ambos perdieron juntos la virginidad en las vacaciones de primavera. Cuando Nat le dijo a su amante que no iría a Yale, sino que estaría con ella en la Universidad de Connecticut, Rebecca se sintió culpable por la felicidad que le produjo la noticia.

A Susan y Michael Cartwright les gustó Rebecca desde el momento que la vieron y su desilusión ante el hecho de que Nat tendría que esperar un año para ser admitido en Yale se aminoró al ver a su hijo tan tranquilo por primera vez en su vida.

La primera clase en Buckley Hall era de literatura norteamericana y la daba el profesor Hayman. Durante las vacaciones de verano, Nat y Rebecca habían leído a todos los autores citados en la lista: James, Faulkner, Hemingway, Fitzgerald y Bellow, y después hablaron ampliamente de Washington Square, Las uvas de la ira, Por quién doblan las campanas, El gran Gatsby y Herzog. Por tanto, el martes por la mañana, cuando ocuparon sus asientos en el aula, estaban seguros de estar bien preparados. En cuanto el profesor Hayman comenzó sus explicaciones, ambos comprendieron que solo habían leído los textos y poco más. No habían tenido en cuenta las diferentes influencias que el nacimiento, la crianza, la educación, la religión y las puras circunstancias habían ejercido en sus obras, ni tampoco habían pensado para nada en el hecho de que el don de la narración no era algo reservado a ninguna clase social, raza o credo particular.

– Tomemos, por ejemplo, a Scott Fitzgerald -continuó el profesor-, en el cuento «Bernice se corta los cabellos»…

Nat apartó un momento la mirada de sus apuntes y vio la nuca. Le entraron náuseas. Dejó de escuchar las opiniones del profesor Hayman referentes a Fitzgerald y continuó mirando durante algún tiempo antes de que el alumno se volviera para hablar con su vecino. Los peores temores de Nat se vieron confirmados. Ralph Elliot no solamente se encontraba en la misma universidad, sino que incluso asistía al mismo curso. Casi como si hubiese tenido el presentimiento de que le observaban, Elliot se volvió súbitamente. No hizo ningún caso de Nat, porque toda su atención parecía concentrada en Rebecca. Nat la miró, pero ella estaba demasiado atenta a las notas que tomaba referentes a los graves problemas con la bebida que había tenido Fitzgerald durante su estancia en Hollywood como para darse cuenta del muy claro interés de Elliot.

Nat esperó a que Elliot abandonara el aula antes de recoger sus libros y levantarse.

– ¿Quién era ese que no dejaba de volverse para mirarte? -le preguntó Rebecca cuando se dirigían al comedor.

– Se llama Ralph Elliot. Estábamos en el mismo curso en Taft y creo que te miraba a ti, no a mí.

– Es muy guapo -opinó Rebecca con una amplia sonrisa-. Me recuerda un poco a Jay Gatsby. ¿Es él el chico que según el señor Thompson hubiese sido un buen Malvolio?

– A su medida, creo que fueron las palabras exactas de Thomo.

Durante la comida, Rebecca insistió para que Nat le contara más cosas de Elliot, pero él le contestó que no había gran cosa que decir e intentó inútilmente cambiar de tema.

Si disfrutar de la compañía de Rebecca significaba estar en la misma universidad con Ralph Elliot, entonces tendría que aprender a soportarlo.

Elliot no asistió a la clase de la tarde sobre la influencia española en las colonias y cuando llegó la hora de acompañar a Rebecca hasta su habitación, Nat prácticamente se había olvidado de la desagradable presencia de su viejo rival.

Los dormitorios de las chicas estaban en el campus sur y el consejero de los estudiantes de primero le había advertido a Nat que iba contra las normas la presencia de los varones en los dormitorios después del anochecer.

– El tipo que redactó las normas -comentó Nat, mientras yacía junto a Rebecca en la cama individual- debía de creer que los estudiantes solo podían disfrutar del sexo en la oscuridad.

Rebecca soltó una carcajada y se puso el jersey.

– Eso significa que durante el semestre de primavera no tendrás que volver a tu habitación hasta las nueve -señaló la muchacha.

– Quizá las normas me permitirán quedarme contigo después del semestre de verano -dijo Nat, sin dar más explicaciones.

Durante el primer semestre, Nat apenas tuvo ningún contacto con Ralph Elliot. Resultó un alivio comprobar que su rival no tenía ningún interés por las carreras a campo través, el teatro o la música. Por tanto, se sorprendió cuando lo vio conversando con Rebecca delante de la capilla el último domingo del semestre. Elliot se alejó rápidamente en cuanto vio que Nat se aproximaba.

– ¿Qué quería? -preguntó Nat a la defensiva.

– Solo me hablaba de sus ideas para mejorar el claustro de estudiantes. Se presentará para delegado de los estudiantes de primero y quería saber si tú tenías la intención de presentarte.

– No, no pienso hacerlo -contestó Nat muy decidido-. Ya he tenido más que suficiente con una campaña.

– Creo que es una lástima -señaló Rebecca; apretó la mano de Nat-. Sé de muchos de nuestro curso que confían en que te presentarás.

– No mientras él concurra a las elecciones.

– ¿Por qué le odias tanto? -le preguntó Rebecca-. ¿Solo porque te derrotó en aquellas ridículas elecciones en la secundaria? -Nat miró a Elliot, que mantenía una conversación muy animada con un grupo de alumnos, con la misma sonrisa falsa de siempre y sin duda haciendo las mismas imposibles promesas-. ¿No crees posible que quizá haya cambiado?

Nat no se molestó en responderle.


– Muy bien -anunció Jimmy-, las primeras elecciones en las que te puedes presentar serán para elegir a los delegados estudiantiles, en el claustro de Yale.

– Esperaba no tener que participar en ninguna campaña durante mi primer curso -protestó Fletcher- y concentrarme en los estudios.

– Es algo que no te puedes permitir -declaró Jimmy.

– ¿Se puede saber por qué no?

– Porque las estadísticas demuestran que todo aquel que es elegido para formar parte del claustro en su primer curso tiene casi todas las probabilidades de convertirse en representante tres años más tarde.

– Quizá no quiera ser el representante del claustro -manifestó Fletcher, con una amplia sonrisa.

– Quizá Marilyn Monroe no quería ganar un Oscar -replicó Jimmy, y sacó un libro de su cartera.

– ¿Qué es eso?

– Las fotos de los alumnos de primero; los mil veintiuno que hay.

– Ya veo que una vez más has comenzado la campaña sin consultar con el candidato.

– Tenía que hacerlo, porque no me puedo permitir esperar cruzado de brazos a que tú acabes de decidirte. He estado haciendo algunas averiguaciones y he descubierto que casi no tienes ninguna posibilidad de ser considerado como candidato al claustro si no eres uno de los oradores en el debate de los alumnos de primero que tiene lugar en la sexta semana.

– ¿Cómo es eso?

– Porque es la única ocasión en que todos los alumnos de primero se reúnen en una misma sala y tienen la oportunidad de escuchar a los posibles candidatos.

– ¿Qué hay que hacer para que te seleccionen como orador en el debate?

– Depende del lado de la moción que quieras apoyar.

– Sí, muy bien. ¿Cuál es la moción?

– Me complace ver que por fin comienza a interesarte el desafío, porque ahí tenemos el segundo problema. -Jimmy sacó una octavilla de uno de los bolsillos interiores de la americana y leyó el tema del debate: Estados Unidos debería retirarse de la guerra de Vietnam.

– No veo cuál es el problema -opinó Fletcher-. Estoy más que dispuesto a oponerme a esa moción.

– Ese es el problema -exclamó Jimmy-. Cualquiera que se oponga es historia, incluso si tiene la pinta de Kennedy y la labia de Churchill.

– Si soy capaz de presentar un buen alegato, quizá consideren que soy la persona adecuada para representarlos en el consejo.

– Por muy persuasivo que seas, Fletcher, seguirá siendo un suicidio, porque casi todos los estudiantes están contra la guerra. ¿Por qué no dejar que lo haga algún loco que nunca quiso que lo eligieran?

– Eso me recuerda a mí mismo -replicó Fletcher- y en cualquier caso, quizá crea…

– No me importa lo que creas -le interrumpió Jimmy-. Mi único interés es que salgas elegido.

– Jimmy, ¿careces de escrúpulos morales?

– ¿Cómo podría tenerlos? -respondió Jimmy en el acto-. Mi padre es un político y mi madre agente de la propiedad inmobiliaria.

– A pesar de tu pragmatismo, no me veo capaz de hablar en favor de esa moción.

– Entonces estás condenado a una vida de incesantes estudios y tener a mi hermana de la manita.

– No me parece nada mal, sobre todo cuando tú pareces del todo incapaz de mantener una relación seria con una mujer durante más de veinticuatro horas.

– Esa no es la opinión de Joanna Palmer -afirmó Jimmy, para gran diversión de su compañero.

– ¿Qué hay de tu otra amiga, Audrey Hepburn? Hace tiempo que no la veo por el campus.

– Yo tampoco, pero solo es cuestión de tiempo que acabe conquistando el corazón de la señorita Palmer.

– Solo en tus sueños, Jimmy.

– A su debido momento vendrás a pedirme perdón de rodillas, hombre de poca fe, y te aviso que será antes de tu desastrosa aportación al debate de los alumnos de primero.

– No me harás cambiar de opinión, Jimmy, porque si tomo parte en el debate, me opondré a la moción.

– Te gusta ponerme las cosas difíciles, ¿no es así, Fletcher? Por lo menos, hay una cosa clara: los organizadores agradecerán tu participación.

– ¿Cómo es eso?

– Porque no han encontrado a nadie con aspiraciones a candidato dispuesto a hablar en contra de la retirada.


– ¿Estás segura? -preguntó Nat, en voz baja.

– Sí, del todo -contestó Rebecca.

– Entonces tendremos que casarnos lo antes posible.

– ¿Por qué? Estamos en los sesenta, la era de los Beatles, la marihuana y el amor libre. Por tanto, ¿por qué no puedo abortar?

– ¿Es eso lo que quieres? -replicó Nat, incrédulo.

– No sé lo que quiero -admitió Rebecca-. Acabo de enterarme esta mañana. Necesito un poco más de tiempo para pensarlo.

– Me casaré contigo hoy mismo si me aceptas. -Nat le cogió una mano.

– Sé que lo harías -dijo Rebecca, y le apretó la mano-, pero debemos enfrentarnos al hecho de que esta decisión afectará al resto de nuestras vidas. No es algo que debamos decidir a la ligera.

– Tengo una responsabilidad moral contigo y con el bebé.

– Pues yo tengo que pensar en mi futuro -replicó Rebecca.

– Quizá tendríamos que contárselo a nuestros padres y ver cómo reaccionan.

– Eso es lo último que se me ocurriría hacer. Tu madre querría que nos casáramos esta misma tarde y mi padre se presentaría en el campus con una escopeta debajo del brazo. No, quiero que me prometas que no le dirás a nadie que estoy embarazada y mucho menos a nuestros padres.

– ¿Por qué? -quiso saber Nat.

– Porque hay otro problema.


– ¿Qué tal va el discurso?

– Acabo de terminar el tercer borrador -respondió Fletcher alegremente- y te hará muy feliz saber que probablemente me convertirá en el estudiante más impopular del campus.

– Está visto que te gusta complicarme la faena.

– Imposible es mi objetivo final -admitió Fletcher-. Por cierto, ¿contra quién nos enfrentamos?

– Un tipo llamado Tom Russell.

– ¿Qué has averiguado de él?

– Fue a Taft.

– Eso significa que tenemos una ventaja -manifestó Fletcher, con una sonrisa.

– No, me temo que no. Lo conocí anoche en Mory’s y te puedo decir que es brillante y popular. Le cae bien a todo el mundo.

– ¿Tenemos algo que nos pueda ayudar?

– Sí, confesó que no le entusiasma el debate. Preferiría dar su apoyo a otro candidato, si aparece alguno adecuado. Se ve más a él mismo como director de campaña que como líder.

– Entonces quizá tendríamos que pedirle a Tom que se una a nuestro equipo -opinó Fletcher-. Todavía estoy buscando un director de campaña.

– Por divertido que te resulte, me ofrecía a mí el trabajo.

Fletcher miró a su amigo.

– ¿Hizo tal cosa?

– Sí.

– Por lo que se ve, tendré que tomármelo en serio, ¿no? -Fletcher guardó silencio unos instantes-. Quizá tendríamos que comenzar con un repaso de mi discurso esta misma noche y luego tú me dirás si…

– Esta noche, imposible -le interrumpió Jimmy-. Joanna me ha invitado a cenar en su casa.

– Ah, sí, eso me recuerda que yo tampoco puedo. Jackie Kennedy me ha pedido que la acompañe esta noche al Met. [1]

– Ahora que lo mencionas, Joanna quiere saber si tú y Annie querríais venir a tomar una copa con nosotros el próximo jueves. Le dije que mi hermana vendría desde New Haven para asistir al debate.

– ¿Hablas en serio?

– Si decides venir, por favor, dile a Annie que no se enrolle demasiado, porque a Joanna y a mí nos gusta estar en la cama a las diez.


Nat encontró la nota manuscrita que Rebecca había pasado por debajo de la puerta de su habitación y sin perder ni un segundo, cruzó el campus a la carrera, mientras se preguntaba cuál sería el motivo de la urgencia.

Cuando entró en su habitación, ella se apartó para impedir que la besara y sin dar ninguna explicación cerró la puerta con llave. Nat se sentó junto a la ventana y Rebecca en los pies de la cama.

– Nat, tengo que decirte algo que he estado evitando durante los últimos días. -Nat solo asintió, al ver lo mucho que le costaba hablar a Rebecca. Siguió un silencio que se le hizo interminable-. Nat, sé que me odiarás por esto…

– Soy incapaz de odiarte -afirmó Nat y la miró directamente a los ojos.

Ella le sostuvo la mirada, pero luego agachó la cabeza.

– No estoy segura de que tú seas el padre.

Nat se sujetó a los bordes de la silla con tanta fuerza que se le agarrotaron las manos.

– ¿Cómo es posible? -acabó por preguntar.

– Aquel fin de semana que fuiste a Pensilvania para participar en la carrera, acabé en una fiesta y creo que bebí demasiado. -La joven hizo otra pausa-. Ralph Elliot apareció en la fiesta y no recuerdo gran cosa después de aquello, excepto que me desperté por la mañana y me lo encontré durmiendo a mi lado.

Esta vez le tocó a Nat no hablar durante unos minutos.

– ¿Le has dicho que estás embarazada?

– No. ¿Para qué? Apenas me ha dirigido la palabra desde entonces.

– Mataré a ese cabrón -exclamó Nat y se levantó de la silla.

– No creo que eso sea de mucha ayuda -opinó Rebecca, en voz baja.

– En cualquier caso, lo sucedido no cambia nada -afirmó Nat, que se acercó para abrazarla-, porque todavía quiero casarme contigo. Piensa que es mucho más probable que sea hijo mío.

– Nunca estarás seguro.

– Eso no representa ningún problema para mí.

– Pero sí lo es para mí -replicó Rebecca-, porque hay algo más que no te he dicho.


Nada más entrar en Woolsy Hall, que estaba lleno hasta los topes, Fletcher lamentó no haber hecho caso del consejo de Jimmy. Ocupó su lugar en la silla opuesta a la de Tom, quien lo saludó con una afectuosa sonrisa, mientras un millar de estudiantes comenzaba a cantar: «Eh, eh, L.B.J., ¿a cuántos chicos has matado hoy?».

Fletcher miró a su oponente cuando Russell se levantó para abrir el debate. Tom fue saludado con una estruendosa ovación incluso antes de que abriera la boca. Para su gran sorpresa parecía estar tan nervioso como él; las gotas de sudor perlaban su frente.

La multitud guardó silencio en el momento que Tom comenzó su discurso, pero no había dicho más de dos palabras cuando estallaron los gritos de protesta.

– Lyndon Johnson… -esperó-. Lyndon Johnson nos ha dicho que es el deber de Estados Unidos derrotar a los norvietnamitas y salvar al mundo del avance comunista. Yo digo que es el deber del presidente no sacrificar la vida de ni un solo norteamericano en aras de una doctrina que, con el tiempo, acabará por derrotarse a sí misma.

Una vez más la multitud estalló, esta vez en una sonora ovación, y Tom tuvo que esperar casi un minuto antes de poder continuar. En realidad el resto de su discurso se vio interrumpido tantas veces por las ovaciones que no había llegado ni a la mitad cuando se le acabó el tiempo asignado.

Los aplausos dieron paso a la rechifla en el momento que Fletcher se levantó de la silla. Ya había decidido que ese sería el primer y último discurso en público. Esperó en vano a que se hiciera el silencio y cuando alguien le gritó: «Venga, comienza de una vez», pronunció las primeras palabras.

– Griegos, romanos e ingleses… todos asumieron, cuando fue su momento, la responsabilidad del liderazgo mundial.

– ¡Ese no es motivo para que lo hagamos nosotros! -gritó alguien desde el fondo de la sala.

– Después de la descomposición del Imperio británico al finalizar la Segunda Guerra Mundial -continuó Fletcher-, dicha responsabilidad pasó a Estados Unidos. La más grande de las naciones sobre la tierra. -Se escuchó una salva de aplausos-. Por supuesto, podemos echarnos atrás y reconocer que no somos dignos de tal responsabilidad, o podemos ser los líderes para millones de personas en todo el mundo que admiran nuestro ideal de libertad y desean emular nuestra manera de vida. También podríamos abandonar la lucha y dejar que esos mismos millones se vean sometidos al yugo del comunismo a medida que se engulle al mundo libre, o darles nuestro apoyo mientras ellos también intentan vivir en democracia. Solo quedará la historia para registrar la decisión que tomamos, y la historia no debe dejar constancia de que no estuvimos a la altura.

Jimmy se sorprendió al ver que los estudiantes habían escuchado hasta el momento casi sin ninguna interrupción; también le sorprendió el respetuoso aplauso que recibió Fletcher cuando volvió a sentarse veinte minutos más tarde. Al final del debate, todos admitieron que Fletcher había sido el verdadero ganador, aunque fue Tom quien ganó la moción con más de doscientos votos.

Jimmy consiguió mantener una expresión animada después de que anunciaran el resultado a una multitud delirante.

– Es casi un milagro -opinó.

– Vaya milagro -protestó Fletcher-. ¿No has visto que hemos perdido por doscientos veintiocho votos?

– Pues yo esperaba que nos barrieran del mapa y por tanto considero que doscientos veintiocho votos es todo un milagro. Nos quedan cinco días para cambiar la opinión de ciento catorce votantes, porque la mayoría de los chicos aceptan que tú eres el candidato ideal para representarlos en el consejo de estudiantes -comentó Jimmy mientras salían de Woolsey Hall.

Fueron varios los estudiantes que al pasar le susurraron a Fletcher: «¡Bien hecho!» y «Buena suerte».

– Creo que Tom Russell habló muy bien -declaró Fletcher-, y lo que es más importante, representa sus puntos de vista.

– Él no hará más que mantener la silla caliente para ti.

– No estés tan seguro. A Tom bien podría gustarle la idea de ser el representante de los estudiantes.

– No tendrá ninguna posibilidad con el plan que he puesto en práctica.

– ¿Puedo saber qué te traes entre manos?

– Tengo a alguien de nuestro equipo presente cada vez que da un discurso. Durante la campaña ha hecho cuarenta y tres promesas, la mayoría de las cuales no podrá mantener. Nuestro hombre se las recuerda veinte veces al día. No creo que su nombre aparezca en las papeletas de las elecciones para representante estudiantil.

– Jimmy, ¿has leído El príncipe de Maquiavelo?

– No. ¿Crees que debería leerlo?

– No, no te preocupes, no puede enseñarte nada. ¿Qué cenaremos esta noche? -le preguntó Fletcher, al ver que se acercaba Annie.

Los jóvenes se abrazaron.

– Tu discurso ha sido brillante. Has estado muy bien -afirmó Annie.

– Es una pena que doscientos chicos no hayan estado de acuerdo contigo.

– Lo estuvieron, pero la mayoría de ellos ya habían decidido el voto mucho antes de entrar en la sala.

– Eso es precisamente lo que he estado intentando decirle. -Jimmy se volvió hacia Fletcher-. Mi hermanita tiene razón y lo que es más…

– Jimmy, cumpliré los dieciocho en menos de un mes -le interrumpió Annie, enfadada-, por si acaso no te has dado cuenta.

– Me he dado cuenta; algunos de mis amigos incluso me dicen que no eres fea, algo que sigo sin ver.

Fletcher se echó a reír.

– ¿Vendréis con nosotros a Dino’s?

– No. Ya veo que has olvidado que Joanna y yo os invitamos a cenar en su casa.

– No lo había olvidado y me muero de impaciencia por conocer a la mujer que ha conseguido retener a mi hermano durante más de una semana.

– No he mirado a otra mujer desde el día que la conocí -afirmó Jimmy en voz baja.


– Así y todo, sigo queriendo casarme contigo -dijo Nat, sin soltarla.

– ¿Aunque no puedas estar seguro de quién es el padre?

– Esa es la razón más importante para que nos casemos, así no tendrás ninguna duda de mi compromiso.

– Nunca lo he puesto en duda -replicó Rebecca-; sé bien que eres un hombre bueno y sincero, pero ¿no has considerado la posibilidad de que no te ame hasta el punto de querer pasar el resto de mi vida contigo? -Nat apartó los brazos y la miró a los ojos-. Le pregunté a Ralph qué haría si resultaba ser su hijo y estuvo de acuerdo conmigo en que debería abortar. -Rebecca apoyó una mano en la mejilla de Nat-. No abundan las personas lo bastante dignas para vivir con Sebastián y desde luego yo no soy Olivia. -Apartó la mano y salió rápidamente de la habitación sin decir palabra.

Nat se tendió en la cama sin darse cuenta de que anochecía. Le resultaba imposible no pensar en su amor por Rebecca y el odio que le profesaba a Elliot. Se quedó dormido y solo se despertó cuando sonó el teléfono.

Nat escuchó la voz de su viejo amigo y lo felicitó cuando se enteró de la noticia.

13

Nat fue a la oficina del estudiante a recoger el correo; no ocultó su placer cuando se encontró con tres cartas: toda una cosecha. Una de ellas mostraba la inconfundible letra de su madre. La segunda llevaba matasellos de New Haven, así que supuso que sería de Tom. El tercero era un sobre de papel manila con el cheque mensual de la beca. Lo cobraría inmediatamente porque andaba escaso de fondos.

Entró en McConaughy y se sirvió un cuenco de copos de maíz y un par de tostadas; ese día no le apetecían los huevos revueltos. Se sentó en un extremo del local y abrió la carta de su madre. Se sentía un tanto culpable por no haberle escrito desde hacía dos semanas. Solo faltaban unos días para las vacaciones de Navidad y esperaba que ella le comprendiera si no le contestaba inmediatamente. Había mantenido una larga conversación telefónica con su madre el día que rompió con Rebecca. No le había mencionado el embarazo ni tampoco le dio ninguna razón de la ruptura.

«Mi querido Nathaniel»; ella nunca le llamaba Nat. Si alguien alguna vez leía una carta de su madre, estaba seguro de que no tardaría en saber todo lo necesario sobre ella. Pulcra, precisa, informativa, solícita, aunque de un modo u otro transmitía la impresión de que llegaría tarde a su próxima cita. Siempre acababa con las mismas palabras: «Tengo que dejarte, cariños, mamá». La única noticia que le ofrecía esta vez era el ascenso de su padre a director regional; esto significaba que ya no tendría que pasarse horas en la carretera, sino que en el futuro trabajaría en Hartford.

«Papá está encantado con el ascenso y el aumento de sueldo, cosa que nos permitirá comprar un segundo coche. Sin embargo, comienza a echar de menos el contacto personal con los clientes.»

Nat comió un par de cucharadas de copos antes de abrir la carta de New Haven. La misiva de Tom estaba mecanografiada y presentaba algunos errores de ortografía que probablemente se debían al entusiasmo a la hora de describir su victoria electoral. Con su habitual sinceridad, Tom informaba que había ganado solo porque su oponente había dado un apasionado discurso en defensa de la participación norteamericana en la guerra de Vietnam, cosa que no había ayudado a su causa cuando llegó la hora de ir a las urnas. A Nat le agradó la descripción que hacía de Fletcher Davenport y comprendió que quizá hubiese sido él su oponente de haber estado en Yale. Mordió la tostada mientras continuaba con la lectura: «Lamenté mucho enterarme de la ruptura con Rebecca. ¿Es definitiva?». Nat dejó la carta a un lado sin tener clara la respuesta a la pregunta, aunque se daba cuenta de que su amigo no se sentiría sorprendido en cuanto supiera que Ralph Elliot estaba implicado.

Untó de mantequilla la segunda tostada y, por un momento, consideró si todavía era posible una reconciliación, pero inmediatamente volvió al mundo real. Después de todo, mantenía el plan de ingresar en Yale el curso siguiente.

Finalmente Nat se ocupó de la tercera carta y decidió que pasaría por el banco para ingresar el cheque antes de la primera clase; a diferencia de algunos de sus compañeros, no podía permitirse el lujo de esperar hasta el último momento para cobrar su magra asignación. Abrió el sobre, y para su gran sorpresa descubrió que no se trataba del cheque sino que era una carta. Desplegó la hoja y cuando la leyó se quedó de piedra.



Nat dejó la carta sobre la mesa y pensó en las consecuencias. Aceptaba que el reclutamiento era una lotería y había salido su número. ¿Era moralmente correcto solicitar una exención solo porque estaba cursando estudios superiores, o, como había hecho su padre en 1942, debía alistarse y servir a su país? Su padre había pasado dos años en Europa con la octogésima división antes de regresar a casa con el Corazón Púrpura. Veinticinco años después era un firme partidario de que Estados Unidos debía intervenir con contundencia en Vietnam. ¿Dichos sentimientos solo eran válidos para los norteamericanos sin estudios a quienes no se le daba ninguna opción?

Llamó inmediatamente a su casa y no se sorprendió cuando sus padres mantuvieron una de sus muy poco frecuentes discusiones sobre el tema. Su madre tenía muy claro que debía acabar los estudios y luego reconsiderar su situación; para entonces quizá la guerra habría terminado. ¿No lo había prometido el presidente Johnson durante la campaña electoral? Su padre, por su parte, estaba convencido de que si bien se podía considerar como algo desafortunado, el deber de Nat era responder a la llamada. Si todos decidían quemar las tarjetas de reclutamiento, reinaría la anarquía, fue la opinión final de su padre.

Luego llamó a Tom a Yale para averiguar si él había recibido la notificación.

– Sí, la recibí -dijo Tom.

– ¿La quemaste?

– No llegué tan lejos, aunque sé de muchos estudiantes que lo han hecho.

– ¿Eso quiere decir que te alistarás?

– No, carezco de tu fuerza moral, Nat. Voy a seguir el camino legal. Mi padre ha establecido contacto con un abogado en Washington especializado en exenciones; está seguro de que podrá conseguirme una prórroga, por lo menos hasta que acabe la carrera.

– ¿Qué hay del tipo que fue tu rival en las elecciones y que defendió con tanta convicción la responsabilidad de nuestro país hacia aquellos «que desean vivir en democracia»? ¿Cuál ha sido su decisión?

– No lo sé, pero si lo han llamado, es probable que te lo encuentres en primera línea.


A medida que pasaban los meses y el sobre de papel manila seguía sin aparecer en su casilla, Fletcher comenzó a creer que estaba entre los afortunados cuyo número no había salido en el sorteo. Sin embargo, ya había decidido cuál sería la respuesta si finalmente recibía la carta.

Cuando llamaron a filas a Jimmy, su amigo consultó inmediatamente con su padre, quien le aconsejó que solicitara una exención mientras cursaba sus estudios, pero que debía dejar clara su voluntad de reconsiderar su situación al cabo de unos años. También le recordó a Jimmy que para entonces bien podía haber un nuevo presidente, un cambio en la legislación y la posibilidad muy verosímil de que los norteamericanos ya no estuviesen en Vietnam. Jimmy siguió el consejo de su padre y acabó derrotado cuando discutió el aspecto moral del caso con Fletcher.

– No tengo la menor intención de arriesgar mi vida contra el ejército del Vietcong, que, al final, sucumbirán al capitalismo, incluso si a corto plazo no se doblegan ante la superioridad militar.

Annie compartía el punto de vista de su hermano y se tranquilizó al ver que Fletcher no había recibido la tarjeta de reclutamiento. No tenía ninguna duda de cuál sería la respuesta.


El 5 de enero de 1967, Nat se presentó en la junta de reclutamiento local.

Después de un riguroso examen médico, fue entrevistado por el comandante Willis. El comandante estaba impresionado; después de pasar toda una mañana con jóvenes que pretextaban mil y una razones por las que debía declararlos ineptos para el servicio, aquí tenía uno con una calificación de 9,2 en el examen físico previo. Por la tarde, hizo la prueba de clasificación general y sacó una nota de 9,7.

A la noche siguiente, junto con otros cincuenta reclutas, Nat subió a un autocar con destino a New Jersey. Durante el lento e interminable viaje a través de los estados, Nat se entretuvo jugando con los pequeños recipientes de plástico en los que había comido, antes de sumirse en un sueño intranquilo.

El autocar llegó a Fort Dix de madrugada. Los reclutas se apearon del vehículo en medio de los gritos de los encargados de la tropa. Los llevaron rápidamente hasta unos alojamientos prefabricados y luego los dejaron dormir durante un par de horas.

Nat se levantó a la mañana siguiente -no le dieron otra opción- a las cinco, y después de que lo raparan, le entregaron la ropa de faena. A continuación ordenaron a los cincuenta nuevos reclutas que escribieran una carta a sus padres y devolvieran sus prendas civiles y todas las demás pertenencias a sus casas.

Después de esto, Nat fue entrevistado por el especialista de cuarta clase Jackson, quien, tras consultar la documentación, solo le formuló una pregunta.

– ¿Eres consciente, Cartwright, de que podrías haber solicitado la exención?

– Sí, señor.

El especialista Jackson enarcó una ceja.

– ¿Has tomado la decisión de no hacerlo después de ser asesorado?

– No necesité que nadie me asesorara, señor.

– De acuerdo, estoy seguro de que querrás presentar la solicitud de ingreso en la academia de oficiales en cuanto acabes con el entrenamiento básico, soldado Cartwright. -Guardó silencio un momento-. Lo consiguen dos de cada cincuenta, así que no te hagas muchas ilusiones. Por cierto, no me llames señor. Ya vale con especialista de cuarta clase.

Después de años de participar en las carreras de campo a través, Nat se consideraba en una excelente forma física, pero muy pronto descubrió que el ejército daba un significado muy diferente a la palabra entrenamiento, que no aparecía explicado en el Webster’s. En cuanto a la otra palabra -básico-, todo era básico: la comida, la ropa, la calefacción y sobre todo la cama donde se suponía que debía dormir. Nat llegó a la conclusión de que el ejército importaba los colchones directamente de Vietnam del Norte, para que pasaran por los mismos sufrimientos que el enemigo.

Durante las ocho semanas siguientes se levantó todas las mañanas a las cinco, se duchaba con agua fría -caliente era un vocablo desconocido en el léxico militar-, se vestía, desayunaba y tenía las prendas correctamente ordenadas a los pies de la cama antes de formar a las seis en el patio de armas con todos los demás integrantes del segundo pelotón de la compañía Alfa.

La primera persona que se dirigía a él por la mañana era el sargento mayor Al Quamo, siempre tan impecable que Nat no dudaba que se levantaba a las cuatro para plancharse el uniforme. Si Nat intentaba hablar con cualquiera durante las catorce horas siguientes, Quamo quería saber quién era y por qué. Aunque el sargento mayor tenía la misma estatura que Nat, ahí se acababa cualquier parecido. Nat nunca tenía tiempo para contar las medallas del sargento.

– Soy vuestra madre, vuestro padre y vuestro mejor amigo -vociferaba a todo pulmón-. ¿Está claro?

– Sí, señor -gritaban los treinta y seis novatos del segundo pelotón-. Es nuestra madre, nuestro padre y nuestro mejor amigo, señor.

La mayoría del pelotón había solicitado la exención sin conseguirla. Muchos de ellos consideraban que Nat estaba loco al presentarse voluntario y tardaron varias semanas en cambiar la opinión que tenían del muchacho de Cromwell. Mucho antes de que acabaran la etapa del entrenamiento básico, Nat se había convertido en el consejero del pelotón, el escriba y confidente. Incluso le enseñó a leer a un par de reclutas. Prefirió no contarle a su madre lo que ellos le habían enseñado a cambio.

Al final de los dos meses, Nat era el primero en todo lo relacionado con la escritura. También sorprendió a sus compañeros al derrotarlos a todos en la carrera a campo través y aunque nunca había disparado un arma antes del entrenamiento básico, superó incluso a los muchachos de Queens en el manejo de la ametralladora M60 y el lanzagranadas M70. Ellos tenían más práctica con las armas cortas.

Quamo no tardó ocho semanas en cambiar de opinión en lo referente al ingreso de Nat en la escuela de oficiales. A diferencia de la mayoría de los «zánganos» que enviaban a Vietnam, vio que Nat era un líder nato.

– Te lo advierto -le dijo a Nat-, un subteniente de pacotilla tiene las mismas probabilidades que un soldado raso de que le vuelen el culo, porque hay una cosa muy clara: el Vietcong no conoce la diferencia.

El sargento no se había equivocado. Solo dos reclutas fueron seleccionados para ir a Fort Benning. El otro era un estudiante universitario del tercer pelotón llamado Dick Tyler.


La principal actividad al aire libre durante las tres primeras semanas en Fort Benning la desarrolló junto a los cascos negros. Los instructores paracaidistas se ocuparon de enseñarles a los nuevos reclutas las técnicas de aterrizaje, primero desde lo alto de una pared de diez metros y luego desde la temida torre de cien metros de altura. De los doscientos soldados que habían comenzado el curso, menos de un centenar pasaron a la siguiente etapa. Nat estuvo entre los diez escogidos para llevar el casco blanco durante la semana de saltos. Quince saltos más tarde, fue su turno de recibir las alas de plata de los paracaidistas que llevaría prendidas en la camisa.

Cuando Nat regresó a casa para disfrutar de una semana de permiso, su madre apenas reconoció al chico que se había despedido de ella tres meses antes. Se había convertido en todo un hombre, tres centímetros más alto y cinco kilos menos, con un corte de pelo que le recordó a su padre los años pasados en Italia.

Acabado el permiso, Nat volvió a Fort Benning, se calzó una vez más las brillantes botas Corcoran, se echó el macuto al hombro y abandonó la escuela de paracaidismo para ir al otro lado de la carretera.

Allí comenzó su preparación como oficial de infantería. Si bien tenía que levantarse a la misma hora todas las mañanas, entonces pasaba mucho más tiempo en el aula para estudiar la historia militar, la interpretación de mapas y tácticas y estrategias de mando, junto con otros setenta futuros oficiales que se estaban preparando para ir a Vietnam. La única estadística que nadie citaba era que más de la mitad de ellos volvería metido en una bolsa para cadáveres.


– Joanna tendrá que enfrentarse a una comisión disciplinaria -le dijo Jimmy mientras se sentaba a los pies de la cama de Fletcher-. Cuando tendría que ser yo quien se enfrentara a la furia del comité de ética -añadió.

Fletcher intentó calmar a su amigo, porque nunca lo había visto enfadado hasta tales extremos.

– ¿Por qué no comprenden que no es un delito enamorarse? -gritó Jimmy.

– Creo que si lo pensaras un poco verías que les preocupan mucho más las consecuencias si ocurriera a la inversa -señaló Fletcher.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Jimmy, muy atento.

– Sencillamente a que a la administración le preocupa mucho que los profesores se aprovechen de su posición para ligar con las alumnas.

– ¿Es que no son capaces de entender que lo nuestro es sincero? -replicó Jimmy-. Cualquiera puede ver que adoro a Joanna y que ella corresponde a mis sentimientos.

– Quizá hubiesen hecho la vista gorda en tu caso si ambos hubieseis sido más discretos.

– Creía que tú más que cualquier otro respetaría a Joanna por su decisión de no andar con subterfugios.

– La respeto, pero no les ha dejado a las autoridades otra opción que responder a esa sinceridad, a la vista de las normas universitarias.

– Entonces es necesario que cambien las normas. Joanna cree que, como profesora, no tiene que ocultar sus verdaderos sentimientos. Quiere asegurarse de que la próxima generación nunca tenga que pasar por la misma situación.

– Jimmy, no estoy en desacuerdo contigo y conociendo a Joanna, no dudo que habrá analizado cuidadosamente las normas, y que debe de tener una opinión bien fundada de la importancia de la norma diecisiete b.

– Por supuesto que sí, pero Joanna no quiere que formalicemos nuestras relaciones, solo para que la junta se despreocupe del tema.

– Menuda mujer a la que se te ocurrió decirle que le llevarías los libros.

– No me lo recuerdes -replicó Jimmy-. Aunque no te lo creas, los alumnos la vitorean al principio y al final de cada una de sus clases.

– ¿Cuándo se reúne el comité de ética para tomar la decisión?

– El miércoles a las diez. Los periodistas se lo pasarán en grande. Solo lamento que mi padre tenga que presentarse a la reelección en otoño.

– Yo no me preocuparía por tu padre. Estoy seguro de que encontrará la manera de utilizar todo este asunto en su beneficio.


Nat nunca había imaginado que tendría la ocasión de hablar con su comandante en jefe, y no lo hubiese hecho de no haber sido porque su madre aparcó el coche en la plaza del coronel. En cuanto el padre de Nat vio el cartel con la palabra comandante le aconsejó que diera marcha atrás inmediatamente. Susan realizó la maniobra sin mirar por el espejo retrovisor y colisionó con el jeep del coronel Tremlett, que llegaba en ese momento.

– Oh, Dios -exclamó Nat, que se apeó del coche en el acto.

– Yo no llegaría tan alto -dijo Tremlett-. Me conformo con coronel.

Nat saludó mientras su padre aprovechaba para mirar subrepticiamente las condecoraciones del comandante.

– Tuvimos que servir juntos -comentó al ver una cinta roja y verde entre las medallas. El coronel, que inspeccionaba la abolladura en el parachoques lo miró-. Estuve en Italia con la octogésima -le explicó el padre de Nat.

– Pues espero que maniobrara los Sherman mucho mejor que como conduce un coche -manifestó el coronel. Los dos hombres se estrecharon las manos. Michael no mencionó que era su esposa quien conducía el coche. Tremlett miró a Nat-. Cartwright, ¿no es así?

– Sí, señor -contestó Nat, sorprendido de que el comandante supiera su nombre.

– Su hijo parece estar destinado a ser el primero de su curso cuando acaben la próxima semana -le comentó Tremlett al padre de Nat-. Quizá tenga un destino para él -añadió sin dar más explicaciones-. Preséntese en mi despacho mañana por la mañana a las ocho, Cartwright. -El coronel le sonrió a la madre de Nat y volvió a estrechar la mano de Michael, antes de mirar de nuevo a Nat-. Si cuando me marche esta noche, Cartwright, veo la más mínima marca en el parachoques, ya se puede olvidar de su próximo permiso. -El coronel le dedicó un guiño a la madre de Nat mientras el muchacho le saludaba.

Nat se pasó la tarde de rodillas con un martillo y un bote de pintura caqui.

A la mañana siguiente, Nat se presentó en el despacho del coronel a las ocho menos cuarto y se sorprendió cuando le hicieron pasar inmediatamente a su presencia. El comandante le señaló una silla delante de su mesa escritorio.

– Así que se presentó voluntario y le aceptaron, Nat -fueron las primeras palabras del coronel cuando echó una ojeada a su expediente-. ¿Qué ha pensado para el futuro?

Nat miró al coronel Tremlett, un hombre con cinco hileras de condecoraciones en la pechera. Había estado en Italia y Corea y hacía poco que había regresado de una temporada de servicio en Vietnam. Le habían puesto el apodo de Terrier, porque le gustaba tanto acercarse al enemigo que hubiese podido morderle los tobillos. El joven respondió a la pregunta en el acto.

– Espero estar entre aquellos destinados a Vietnam, señor.

– No es necesario que sirva en el sector asiático -dijo el comandante-. Ya ha demostrado su valía y hay otros destinos que le puedo recomendar, desde Berlín a Washington, de forma tal que cuando finalice los dos años de servicio pueda regresar a la universidad.

– Eso echaría por tierra el propósito, ¿no es así, señor?

– Algo que casi nunca se hace es enviar a un oficial que no sea de carrera a Vietnam -manifestó el coronel-, sobre todo a alguien con sus méritos.

– Entonces quizá haya llegado el momento de cambiar la costumbre. Después de todo, usted mismo no ha dejado de repetirnos que esa es la base del liderazgo.

– ¿Cuál sería su respuesta si le pidiera que completase su período de servicio como oficial de mi plana mayor? Así podría ayudarme en la academia con los nuevos alumnos.

– ¿Para que ellos sí vayan a Vietnam a que los maten? -Nat miró a su comandante en jefe y en el acto lamentó haberse pasado de la raya.

– ¿Sabe quién fue la última persona que se sentó en esa misma silla y me dijo que estaba absolutamente decidido a ir a Vietnam y que nada que yo pudiera decir le haría cambiar de opinión?

– No, señor.

– Mi hijo, Daniel -dijo Tremlett-, y en aquella ocasión no tuve otro remedio que aceptarlo. -El coronel guardó silencio y miró la foto que tenía en la mesa que Nat no podía ver-. Sobrevivió once días.


profesora seduce al hijo de un senador, proclamaba el titular de primera plana del New Haven Register.

– Eso es una condenada mentira -afirmó Jimmy.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Fletcher.

– Fui yo quien la sedujo a ella.

Fletcher se echó a reír y luego continuó con la lectura de la noticia:


Joanna Palmer, profesora de historia europea en Yale, ha visto rescindido su contrato por decisión del comité de ética de la universidad, después de que la profesora admitiera que mantenía una relación sentimental con James Gates, uno de sus alumnos del primer curso durante los últimos seis meses. El señor Gates es hijo del senador Gates. Anoche, desde su casa en East Hartford…


– ¿Cómo se lo ha tomado tu padre?

– Me dijo que ganará las elecciones de calle. Los grupos proderechos femeninos respaldan a Joanna y todos los hombres creen que soy el tío con más suerte desde Dustin Hoffman en El graduado. Papá también cree que al comité no le quedará otra opción que rectificar la decisión mucho antes de que acabe el curso.

– ¿Qué pasará si no lo hacen? -preguntó Fletcher-. ¿Qué posibilidades tiene Joanna de que le ofrezcan otro empleo?

– Ese es el menor de sus problemas, porque el teléfono no ha dejado de sonar desde que el comité anunció su decisión. Tanto Radcliffe, donde se licenció, como Columbia, donde hizo la tesis doctoral, le han ofrecido un empleo, y eso antes de que la encuesta de opinión realizada por Today Show mostrara que el ochenta y dos por ciento de los telespectadores creían que debían rectificar.

– ¿Qué se propone hacer ahora?

– Apelará y me juego lo que quieras a que el comité no podrá pasar por alto la opinión pública.

– ¿Cómo quedas tú en todo este baile?

– Yo insisto en casarme con Joanna, pero no quiere ni oír hablar del tema hasta que no se conozca el resultado de la apelación. Se niega a formalizar nuestra relación ante la posibilidad de que eso influya al comité a su favor. Está decidida a ganar el caso por sus propios méritos, no echando mano de la sensiblería.

– La verdad es que te has enamorado de una mujer notable.

– Estoy absolutamente de acuerdo y eso que tú no sabes ni la mitad.

14

En la puerta de su pequeño despacho en el cuartel general del MACV [2] habían puesto el rótulo teniente nat cartwright incluso antes de que llegara a Saigón. Nat no tardó mucho en darse cuenta de que estaría atado a su mesa durante todo el período de servicios y que ni siquiera le permitirían saber dónde estaba el frente. Cuando se presentó, no le enviaron con su regimiento que estaba en el frente, sino que lo destinaron al servicio de intendencia. Los despachos del coronel Tremlett habían llegado a Saigón mucho antes que él.

Nat aparecía en el boletín como intendente, cosa que permitía a los de arriba pasarle todo el papeleo y a los de abajo tomarse su tiempo para cumplir sus órdenes. Todos parecían estar compinchados en una conjura, con el resultado de que se pasaba las horas de servicio rellenando formularios para material diverso que iba desde los botes de alubias a helicópteros Chinook. Todas las semanas llegaban por vía aérea a la capital setecientas veintidós toneladas de suministros y la obligación de Nat era ocuparse de que llegaran al frente. En un mes podía enviar más de nueve mil artículos. Todos y cada uno de ellos conseguían llegar allí menos él. Incluso probó a acostarse con la secretaria del comandante, pero no tardó en descubrir que Mollie no tenía ninguna influencia sobre su jefe, aunque sí demostró ser una experta en el combate cuerpo a cuerpo.

Nat se marchaba del despacho cada día más tarde, e incluso comenzó a preguntarse si de verdad estaba en un país extranjero. Cuando comías un Big Mac y una Coca-Cola, cenabas Kentucky Fried Chiken con una Budweiser y volvías a la residencia de oficiales para ver el ABC News y reposiciones de 77 Sunset Strip, ¿qué pruebas tenías de que te habías marchado de casa?

Hizo algunos intentos subrepticios para unirse a su regimiento en el frente, pero acabó comprendiendo que la influencia del coronel Tremlett llegaba a todas partes; sus solicitudes reaparecían sobre su mesa al cabo de un mes, con un sello que decía: «Rechazada; puede presentarla de nuevo dentro de un mes».

Cada vez que Nat solicitaba una entrevista para discutir el tema con algún oficial de campo, nunca conseguía pasar más allá de este o aquel comandante. En cada ocasión, un oficial diferente dedicaba media hora a intentar convencerlo de que hacía un muy valioso y digno trabajo en la intendencia. Su hoja de servicios era la más delgada de todo Saigón.

Comenzó a comprender que su alistamiento por «cuestión de principios» no había servido de nada. Al cabo de un mes, Tom comenzaría su segundo curso en Yale y él no tenía nada para demostrar sus esfuerzos salvo la cabeza rapada y la información certera de la cantidad de clips mensuales que necesitaba el ejército en Vietnam.

Se encontraba en su oficina, ocupado en disponer los alojamientos para una compañía de reemplazos que llegaría el lunes siguiente, cuando todo aquello cambió.

Las diligencias de alojamiento, vestuarios y documentos de viaje lo habían tenido ocupado todo el día y hasta bien entrado el anochecer. Varios de los documentos llevaban el sello de urgente, porque el comandante en jefe siempre quería estar bien informado de los antecedentes de las compañías de reemplazo antes de que aterrizaran en Saigón. Nat no se había dado cuenta de lo tarde que era, así que cuando acabó con el último formulario, decidió dejarlos en el despacho del adjunto antes de ir a comer un bocado en el comedor de oficiales.

Al pasar por delante de la sala de operaciones, le dominó la furia; todo el entrenamiento que había recibido en Fort Dix y Fort Benning había sido una absoluta pérdida de tiempo y dinero. Aunque eran casi las ocho, aún quedaban una docena o más de operadores, algunos de los cuales conocía, que atendían los teléfonos y actualizaban el enorme mapa de Vietnam del Norte.

Al volver del despacho del adjunto, Nat entró en la sala de operaciones para ver si había alguien libre para acompañarle a cenar y se encontró escuchando los movimientos de tropas del segundo batallón del 503 regimiento de infantería paracaidista. De no haber sido porque se trataba de su regimiento, no habría vacilado en marcharse al comedor solo. El segundo batallón estaba soportando un duro ataque de morteros del Vietcong y se había atrincherado en el lado peligroso del río Dyng, para protegerse de una matanza. El teléfono rojo sobre la mesa delante de Nat comenzó a sonar con insistencia. Nat no movió ni un músculo.

– No se quede ahí sin hacer nada, teniente. Coja el teléfono y averigüe lo que quieren -le ordenó el jefe de operaciones.

Nat se apresuró a atender la llamada.

– Llamando a la base, situación crítica, soy el capitán Tyler, ¿me recibe?

– Sí, capitán, soy el teniente Cartwright. ¿Cómo puedo ayudarle, señor?

– Victor Charlie [3] ha tendido una emboscada a mi pelotón un poco más arriba del río Dyng, coordenadas SE42 NNE71. Necesito una formación de Hueys con equipo médico. Tengo noventa y seis hombres, once bajas, tres muertos y ocho heridos.

– ¿Cómo me pongo en contacto con el equipo de rescate de emergencia? -le preguntó Nat a un sargento que acababa de colgar el teléfono.

– Llame a la base Blackbird en el campamento Eisenhower. Coja el teléfono blanco y comuníquele las coordenadas al oficial de guardia.

Nat cogió el teléfono blanco y una voz somnolienta atendió la llamada.

– Soy el teniente Cartwright. Tenemos una emergencia. Dos pelotones atrapados en el lado norte del río Dyng, coordenadas SE42 NNE71: han caído en una emboscada y requieren asistencia inmediata.

– Dígales que estaremos en vuelo dentro de cinco minutos -le informó la voz ya absolutamente alerta.

– ¿Puedo ir con ustedes? -preguntó Nat que se tapó la boca con la mano mientras se preparaba para la inevitable negativa.

– ¿Está autorizado para volar en misiones de rescate con helicópteros?

– Lo estoy -mintió Nat.

– ¿Experiencia con paracaídas?

– Hice el curso de entrenamiento en Fort Benning. Dieciséis saltos desde doscientos metros en S-123; en cualquier caso, se trata de mi regimiento.

– Entonces si consigue llegar a tiempo, queda invitado.

Nat colgó el teléfono blanco y cogió de nuevo el rojo.

– Están de camino, capitán -le comunicó, y colgó.

Nat salió corriendo de la sala de operaciones y fue hasta el aparcamiento. Un cabo dormitaba sentado al volante de un jeep. Saltó al asiento del acompañante, hizo sonar la bocina y le ordenó:

– Lléveme a la base Blackbird en cinco minutos.

– Pero si está a ocho kilómetros de aquí, señor -replicó el conductor.

– Razón de más para que no pierda un segundo, cabo -le gritó Nat.

El cabo arrancó el motor y se puso en marcha, con los faros encendidos, con una mano en el volante y la otra en la bocina.

– Deprisa, deprisa -repitió Nat, mientras aquellos que todavía estaban en las calles de Saigón después del toque de queda se apartaban corriendo junto con varias gallinas espantadas.

Tres minutos más tarde, Nat vio a una docena de helicópteros Huey aparcados en la pista. Los rotores de uno de ellos ya estaban en marcha.

– Pise a fondo -insistió Nat.

– Ya toca el suelo, señor -replicó el cabo cuando apareció a la vista la entrada del campo.

Nat volvió a contar: en esos momentos eran siete los aparatos con los rotores en marcha.

– ¡Maldición! -gritó al ver que despegaba uno de los helicópteros.

El jeep frenó en seco delante de la garita de la guardia. Un policía militar les pidió las tarjetas de identificación.

– Me queda un minuto para subir a uno de esos helicópteros -vociferó Nat al tiempo que le daba su tarjeta-. ¿No puede darse prisa?

– Solo hago mi trabajo, señor -le respondió el policía militar.

En cuanto le devolvieron las tarjetas y levantaron la barrera, Nat señaló al único helicóptero que aún tenía los rotores parados y el cabo volvió a acelerar. Se detuvo con gran estrépito de los frenos a un paso de la cabina cuando los rotores comenzaron a girar. El piloto sonrió al ver a Nat.

– Justo por los pelos, teniente. Suba. -El aparato despegó antes incluso de que Nat pudiera abrocharse el arnés de seguridad-. ¿Quiere escuchar las malas noticias o las peores? -le preguntó el piloto.

– Lo que usted quiera.

– La regla en cualquier emergencia es siempre la misma. El último que despega es el primero que aterriza en territorio enemigo.

– ¿Cuál es la mala noticia?


– ¿Te casarás conmigo? -preguntó Jimmy.

Joanna se volvió para mirar al hombre que en el último año la había hecho más feliz de lo que hubiese podido imaginar.

– Si todavía quieres hacerme la misma pregunta cuando acabes los estudios, pipiolo, mi respuesta será que sí, pero hoy la respuesta sigue siendo que no.

– ¿Por qué? ¿Qué podría cambiar en un año o dos?

– Serás algo mayor y con un poco de suerte incluso una pizca más sabio -replicó Joanna, con una sonrisa-. Tengo veinticinco años y tú no has cumplido los veinte.

– ¿Qué importancia puede tener si queremos pasar el resto de nuestra vida juntos?

– Pues quizá que tú no creas lo mismo cuando yo tenga cincuenta y tú cuarenta y cinco.

– Estás en el más completo error -afirmó Jimmy-. A los cincuenta estarás en tu plenitud y yo seré un libertino en las últimas, así que más te valdrá que me pilles cuando todavía me quede algo de fuerza.

Joanna se echó a reír al escuchar el comentario.

– Procura no olvidar, jovencito, que todo lo que hemos pasado durante las últimas semanas puede estar afectando a tu razonamiento.

– No estoy de acuerdo. Creo que la experiencia solo puede haber fortalecido nuestra relación.

– Es posible -admitió Joanna-, pero siempre es mejor no tomar una decisión irreversible a caballo de una buena o mala noticia, porque es posible que uno de los dos pueda ver las cosas de otra manera cuando todo esto se acabe.

– ¿Tú lo ves de otra manera? -preguntó Jimmy en voz baja.

– No, yo no -respondió Joanna sin vacilar. Le acarició la mejilla-. Mis padres llevan casados casi treinta años y mis abuelos han celebrado sus bodas de oro, así que cuando me case quiero que sea para toda la vida.

– Razón de más para que nos casemos cuanto antes -afirmó Jimmy-. Después de todo, tendré que vivir hasta los setenta si esperamos celebrar nuestras bodas de oro.

Joanna se echó a reír.

– Estoy segura de que tu amigo Fletcher estará de acuerdo conmigo.

– No lo niego, pero no vas a casarte con Fletcher. De todas maneras, creo que él y mi hermana estarán juntos como mínimo durante cincuenta años.

– Jimmy, no podría amarte más aunque quisiera, pero recuerda que el otoño que viene estaré en Columbia y tú continuarás en Yale.

– Bien podrías cambiar de parecer respecto a lo de aceptar el empleo en Columbia.

– No, la junta revocó su decisión solo por la presión de la opinión pública. Si hubieses visto la expresión de sus rostros cuando dieron a conocer la resolución, te hubieses dado cuenta de que no veían la hora de que me largara. Ya hemos dejado bien sentados nuestros principios, así que a mi juicio lo mejor para todos será que me marche.

– No para todos -manifestó Jimmy en voz baja.

– Tienes que entenderlo. En cuanto no esté por aquí para tocarles las narices, les resultará mucho más sencillo cambiar las normas -dijo Joanna, sin hacer caso del comentario-. Dentro de veinte años, los estudiantes no se podrán creer que existiera alguna vez una norma así de ridícula.

– Pues entonces tendré que sacarme un abono de tren para Nueva York, porque no pienso perderte de vista.

– Estaré esperándote siempre en la estación, pipiolo, pero mientras esté lejos, espero que salgas con otras chicas. Entonces, si todavía sientes lo mismo cuando acabes la carrera, me sentiré muy feliz de casarme contigo -añadió Joanna cuando sonó el despertador.

– ¡Demonios! -exclamó Jimmy, y se levantó en el acto-. ¿Te importa si utilizo el baño primero? Tengo una clase a las nueve y ni siquiera sé cuál es el tema de hoy.

– Napoleón y su influencia en el desarrollo de las leyes estadounidenses -contestó Joanna.

– Pensaba que nos habías dicho que nuestras leyes habían estado influidas más por el derecho romano y el inglés que por cualquier otra nación.

– No está mal, pipiolo, pero así y todo tendrás que asistir a mi clase de las nueve si esperas saber la razón. Por cierto, ¿crees que podrías hacer dos cosas por mí?

– ¿Solo dos? -replicó Jimmy, camino de la ducha.

– ¿Podrías dejar de poner cara de cordero degollado cada vez que doy una clase?

Jimmy asomó la cabeza por la puerta del baño.

– No -contestó mientras miraba cómo Joanna se quitaba el camisón-. ¿Cuál es la segunda?

– La segunda es que por lo menos podrías mostrar algo de interés en lo que digo y tomar apuntes de vez en cuando.

– ¿Por qué voy a molestarme en tomar apuntes cuando tú eres quien pone las notas a mis trabajos?

– Porque no te gustará nada ver la nota que te he puesto en el último -replicó Joanna y se metió con él en la ducha.

– Vaya, y yo que esperaba haber sacado un sobresaliente con mi obra maestra. -Jimmy comenzó a enjabonarle los pechos.

– Solo por curiosidad, ¿recuerdas a quién mencionaste como la persona con más influencia sobre Napoleón?

– Josefina -afirmó Jimmy sin vacilar.

– Esa incluso podría haber sido la respuesta correcta, pero no fue lo que escribiste en el trabajo.

Jimmy salió de la ducha y cogió la toalla.

– ¿Qué escribí? -preguntó mientras la miraba embelesado.

– Joanna.


En cuestión de minutos, los doce helicópteros volaban en una formación en V. Nat miró a los dos artilleros a popa que observaban atentamente en la oscuridad de la noche sin una nube en el cielo. Se puso los auriculares y escuchó al teniente de vuelo.

– Blackbird Uno al grupo, saldremos del espacio aéreo aliado dentro de cuatro minutos. Espero un informe de la situación a las veintiuna horas.

Nat se sentó muy erguido en cuanto escuchó las palabras del joven piloto. Contempló a través de la ventanilla las estrellas que eran invisibles en el continente americano. Sentía los efectos de la adrenalina que le corría por las venas mientras volaban cada vez más cerca de las líneas enemigas. Por fin se sentía partícipe de esa condenada guerra. La única sorpresa era que no tenía miedo. Quizá aparecería después.

– Entramos en territorio enemigo -anunció el piloto como quien cruza una carretera con mucho tráfico-. ¿Me recibe, líder tierra?

Se oyó una descarga de estática antes de la respuesta.

– Le recibo, Blackbird Uno. ¿Cuál es su posición?

Nat reconoció el acento sureño del capitán Dick Tyler.

– Nos encontramos aproximadamente a unos ochenta kilómetros.

– Copiado. Les espero dentro de quince minutos.

– Roger. No nos verá hasta el último momento, porque volamos con todas las luces de posición apagadas.

– Copiado.

– ¿Han escogido la zona de aterrizaje?

– Hay un pequeño sector protegido en una cresta un poco más abajo de donde estoy -le informó Tyler-, pero solo hay sitio para un helicóptero a la vez y debido a la lluvia, por no hablar del fango, el aterrizaje será algo infernal.

– ¿Cuál es su actual posición?

– Continúo en las mismas coordenadas un poco al norte del río Dyng. -Tyler guardó silencio unos instantes-. Creo que el VC [4] ha comenzado a cruzar el río.

– ¿Cuántos hombres tiene?

– Setenta y ocho.

Nat sabía que el número total de dos pelotones era de noventa y seis.

– ¿Cuántos cadáveres? -preguntó el piloto, como si le preguntara al capitán cuántos huevos quería para desayunar.

– Dieciocho.

– Bien. Prepárese para cargar seis hombres y dos cadáveres en cada helicóptero; asegúrese de que podrá subir a bordo en cuanto me vea.

– Estaremos preparados -respondió el capitán-. ¿Qué hora tiene?

– Las veinte y treinta y tres -dijo el piloto.

– Entonces, a las veinte y cuarenta y ocho, encenderé una bengala roja.

– A las veinte y cuarenta y ocho, una bengala roja -repitió el piloto-. Roger.

Nat estaba impresionado por la aparente tranquilidad del piloto, cuando él, su copiloto y los dos artilleros de popa podían estar muertos al cabo de veinte minutos. No obstante, como el coronel Tremlett había repetido hasta el cansancio, los hombres tranquilos salvaban muchas más vidas que los impacientes. Nadie dijo ni una palabra durante el siguiente cuarto de hora. Nat tuvo tiempo para pensar en la decisión que había tomado; ¿él también estaría muerto al cabo de veinte minutos?

Vivió el cuarto de hora más largo de su vida, entretenido en observar la extensión de la selva alumbrada por la media luna mientras mantenían escrupulosamente el silencio radiofónico. Echó un vistazo a los artilleros de popa mientras el helicóptero volaba casi a ras de las copas de los árboles. Habían comprobado el funcionamiento de las armas y desde entonces permanecían concentrados con el dedo en el gatillo, alertas a cualquier peligro. Nat miraba por la ventanilla lateral cuando súbitamente vio que una bengala roja brillaba en el cielo. Pensó que en ese mismo momento hubiese estado tomando café en el comedor de oficiales.

– Blackbird Uno a formación -llamó el piloto-. No encendáis los focos de abajo hasta que estemos a treinta segundos del encuentro y recordad que yo voy primero.

Una ráfaga de balas trazadoras color verde pasó por delante del aparato y los artilleros contestaron al fuego inmediatamente.

– El VC nos acaba de identificar -informó el piloto, impávido.

Inclinó el aparato hacia la derecha y Nat vio al enemigo por primera vez. Los soldados avanzaban colina arriba, a pocos centenares de metros del terreno donde el helicóptero intentaría aterrizar.


Fletcher leyó el artículo en el Washington Post. Había sido un acto de heroísmo que había captado la atención del público norteamericano hacia una guerra de la que nadie quería saber nada. Un grupo de setenta y ocho soldados de infantería paracaidista, cercados en la selva de Vietnam del Norte, superados ampliamente en número por el Vietcong, había sido rescatado por una escuadrilla de helicópteros que había volado por una zona de grandes peligros, sin poder aterrizar en medio del fuego enemigo. Fletcher observó con atención el detallado esquema de la página opuesta. El teniente de vuelo Chuck Philips había sido el primero en descender para rescatar a media docena de los hombres atrapados. Se había mantenido a medio metro del suelo mientras se realizaba la operación. No se había dado cuenta de que otro oficial, el teniente Cartwright, había saltado del aparato en el preciso momento que se elevaba para dar paso al segundo helicóptero.

Entre los cadáveres cargados en el tercer helicóptero estaba el del oficial al mando, el capitán Dick Tyler. El teniente Cartwright había tomado el mando para dirigir el contraataque al tiempo que coordinaba el rescate de los soldados restantes. Había sido el último en abandonar el campo de batalla y en subir al último helicóptero de rescate. Los doce aparatos emprendieron el vuelo de regreso a Saigón, pero solo once aterrizaron en la base Eisenhower.

El general de brigada Hayward envió sin demora un equipo de rescate y los mismos once pilotos y sus tripulaciones se ofrecieron voluntarios para buscar el Huey desaparecido, pero a pesar de los repetidos vuelos por territorio enemigo, no encontraron ninguna señal del Blackbird Doce. En rueda de prensa, Hayward describió a Nat Cartwright -un recluta, que había dejado la Universidad de Connecticut donde cursaba el primer año para alistarse- como un ejemplo para todos sus compatriotas de alguien que, en palabras de Lincoln, había dado «el más completo testimonio de patriotismo». «Vivo o muerto, lo encontraremos», prometió Hayward.

Fletcher buscó en todos los periódicos los artículos que mencionaban a Nat Cartwright después de leer una nota biográfica donde se recogía que había nacido el mismo día, en la misma ciudad y el mismo hospital que él.


Nat saltó del primer helicóptero en cuanto el aparato llegó a un metro del suelo. Ayudó al capitán Tyler a enviar al primer grupo a bordo del Huey, sin preocuparse de las bombas de mortero y las ráfagas de las ametralladoras.

– Hágase cargo de esta parte de la operación -le ordenó Tyler-, mientras me ocupo de organizar a mis hombres. Se los enviaré de seis en seis.

– Adelante -gritó Nat en el momento en que el primer helicóptero se inclinaba hacia la izquierda hasta remontar el vuelo.

En cuanto apareció el segundo, a pesar del incesante fuego enemigo, Nat organizó con serenidad al segundo grupo para que subieran al aparato. Miró por un instante colina abajo donde Dick Tyler dirigía a sus hombres en la defensa de la retaguardia al tiempo que enviaba al siguiente grupo para que se reuniera con Nat. Cuando Nat se volvió, el tercer helicóptero ya estaba en posición sobre el pequeño cuadrado de suelo fangoso. Un cabo primero y cinco soldados se acercaron a la carrera dispuestos a subir.

– ¡Maldita sea! -gritó el cabo primero al mirar atrás-. Le han dado al capitán.

Nat vio a Tyler tumbado boca abajo en el fango y a los dos soldados que lo levantaban. Sin perder ni un segundo llevaron el cadáver hasta el helicóptero.

– Le cedo el mando, primero -dijo Nat.

Echó a correr hacia el risco. Cogió el M60 del capitán, buscó una posición y comenzó a disparar contra el enemigo. Sin saber cómo, se las arregló para enviar a otros seis hombres que corrieran colina arriba para montarse en el cuarto helicóptero. Solo estuvo en aquel risco durante unos veinte minutos, dedicado a repeler a las oleadas de vietcongs, mientras su propio grupo de apoyo se iba reduciendo cada vez más porque no dejaba de enviar a sus soldados en busca del refugio de los siguientes helicópteros.

Los últimos seis defensores no abandonaron sus puestos hasta no ver que aparecía el Blackbird Doce. Nat se volvió y echó a correr con todas sus fuerzas cuando una bala le alcanzó en una pierna. Era consciente de que debía de sentir dolor, pero no por eso dejó de correr como nunca lo había hecho antes. Cuando llegó a la escotilla abierta del helicóptero, sin dejar de disparar la ametralladora, escuchó al cabo primero que le gritaba:

– ¡Por Dios, señor, suba de una puñetera vez!

El cabo le ayudó a subir y el helicóptero se elevó bruscamente, escorado a estribor, lo que hizo que Nat rodara por el suelo.

– ¿Está bien? -le preguntó el piloto.

– Eso creo -jadeó Nat, tumbado sobre el cadáver de un soldado raso.

– Típico del ejército -comentó el piloto-, ni siquiera saben si están vivos. Con un poco de suerte y viento de popa -añadió-, estaremos de regreso a tiempo para el desayuno.

Nat miró el cuerpo del soldado, que unos minutos antes había estado a su lado. La familia podría asistir a su funeral, en lugar de tener que conformarse con la escueta información de que el enemigo se había encargado de enterrarlo sin ninguna ceremonia.

– Maldita sea -oyó que gritaba el piloto.

– ¿Algún problema?

– Ya lo puede decir. Estamos perdiendo combustible muy rápidamente; los muy cabrones le han dado al depósito.

– Creía que estos aparatos tenían dos depósitos.

– ¿Cuál cree que utilicé para venir hasta aquí, soldado?

El piloto dio unos golpecitos en el medidor de combustible y después comprobó el odómetro. El parpadeo de una luz roja le indicó que podría recorrer unos cincuenta kilómetros antes de verse forzado a aterrizar. Volvió la cabeza y miró a Nat, que continuaba tumbado sobre el soldado muerto.

– Tendré que buscar algún lugar donde aterrizar.

Nat miró a través de la escotilla abierta, pero lo único que se veía era la extensión de la selva.

El piloto encendió los reflectores, atento a la aparición de algún claro entre los árboles; entonces Nat sintió las sacudidas del aparato.

– Voy a bajar -anunció el piloto con la misma serenidad que había demostrado a lo largo de toda la operación-. Supongo que tendremos que postergar el desayuno.

– A la derecha -gritó Nat al ver un claro en la selva.

– Ya lo veo. -El piloto intentó que el helicóptero pusiera rumbo al claro, pero los mandos no le respondieron-. Bajamos, nos guste o no.

Los rotores giraron cada vez más lentamente hasta que se detuvieron del todo; Nat tuvo la sensación de que planeaban. Pensó en su madre y le dolió no haber respondido a su última carta y luego en su padre, quien sin duda se sentiría muy orgulloso, en Tom y su triunfo como delegado de los alumnos de primero en el consejo de Yale; ¿llegaría a ser el representante? Pensó también en Rebecca, a quien todavía amaba y seguramente continuaría amando. Mientras se aferraba a los enganches en el suelo, Nat se sintió de pronto muy joven; después de todo, solo tenía diecinueve años. Más tarde se enteraría de que el piloto, al que conocía como Blackbird Doce, solo era un año mayor que él.

En el momento en que los rotores dejaron de girar y el helicóptero planeó silenciosamente hacia los árboles, el cabo primero le dijo:

– Por si no volvemos a vernos, señor, mi nombre es Speck Foreman. Ha sido un placer conocerlo.

Se dieron las manos, como se hace al final de cualquier encuentro.


Fletcher miró la foto de Nat en la primera página del New York Times debajo del titular a toda plana: un héroe americano. Un hombre que en cuanto había recibido la carta de reclutamiento la había firmado, aunque podría haber alegado tres razones diferentes para solicitar una exención. Había ascendido a teniente y más tarde, como oficial de intendencia, había tomado el mando de una operación para rescatar a un pelotón cercado en el lado peligroso del río Dyng. Nadie parecía tener una explicación referente a qué podía estar haciendo un oficial de intendencia en un helicóptero durante una operación de combate.

Fletcher era consciente de que se pasaría el resto de su vida preguntándose cuál hubiese sido su decisión en el caso de haber recibido la carta de reclutamiento, una pregunta que solo podían responder correctamente aquellos que habían pasado por la prueba. Incluso Jimmy había reconocido que el teniente Cartwright debía de ser un hombre extraordinario.

– Si esto hubiese ocurrido una semana antes de las elecciones -le dijo a Fletcher-, quizá hubieses podido derrotar a Tom Russell; todo se reduce al momento oportuno.

– No hubiese ganado -afirmó Fletcher.

– ¿Por qué no?

– Eso es lo más extraño de todo -replicó Fletcher-. Resulta ser que es el mejor amigo de Tom.


Una formación de once helicópteros se había dedicado a buscar a los hombres desaparecidos, pero lo único que encontraron después de una semana fueron los restos de un aparato que seguramente había estallado en el momento de estrellarse contra los árboles. Habían identificado a tres cadáveres, uno de ellos el del teniente aviador Carl Mould, pero a pesar de la búsqueda en una amplia zona selvática, no encontraron ni un solo rastro del teniente Cartwright y del cabo primero Speck Foreman.

Henry Kissinger, el consejero de Seguridad Nacional, pidió a la nación que honrara la memoria de unos hombres que ejemplificaban el coraje de los soldados en el frente de batalla.

– No tendría que haber dicho que honraran la memoria -comentó Fletcher.

– ¿Por qué no? -quiso saber Jimmy.

– Porque Cartwright todavía está vivo.

– ¿Cómo puedes saberlo con tanta certeza?

– No me preguntes cómo lo sé -replicó Fletcher-, pero te aseguro que todavía está vivo.


Nat no recordaba el choque contra los árboles ni que saliera despedido del helicóptero. Cuando recuperó el conocimiento, el sol ardiente le abrasaba el rostro ensangrentado. Permaneció tumbado y se preguntó dónde estaba; luego, el recuerdo de lo ocurrido reapareció en toda su fiereza.

Durante unos momentos el hombre que ni siquiera estaba seguro de la existencia de Dios, rezó con todas sus fuerzas. Después levantó el brazo derecho. Se movió como debía moverse un brazo, así que abrió y cerró los dedos, los cinco. Bajó el brazo derecho y levantó el izquierdo. Este también obedeció la orden de su cerebro, así que movió los dedos y, una vez más, todos respondieron. Bajó el brazo y esperó. Levantó lentamente la pierna derecha y realizó el mismo ejercicio con los dedos del pie. Bajó la pierna antes de levantar la otra y entonces sintió el dolor.

Movió la cabeza a un lado y a otro y a continuación apoyó las palmas de las manos en el suelo. Rezó una vez más y luego hizo fuerza para incorporarse; se mareó en el acto. Esperó durante unos momentos hasta que los árboles dejaran de dar vueltas a su alrededor y después intentó levantarse. En cuanto lo consiguió, adelantó un pie con mucho cuidado, de la misma manera que haría un niño que comienza a caminar, y cuando no se desplomó, probó a mover el otro pie en la misma dirección. Sí, sí, sí, gracias a Dios, sí, y entonces de nuevo sintió el dolor, casi como si hasta aquel momento hubiese estado bajo los efectos de la anestesia.

Se dejó caer de rodillas y se miró la pantorrilla. El proyectil la había atravesado limpiamente. Las hormigas entraban y salían del orificio, sin preocuparse de que ese ser humano aún se consideraba vivo. Nat tardó unos minutos en quitarlas una a una, antes de vendarse la herida con la manga de la camisa. Vio que el sol comenzaba a desaparecer detrás de las colinas. Disponía de muy poco tiempo para averiguar si alguno de sus compañeros había sobrevivido.

Se levantó de nuevo y realizó una vuelta completa; solo se detuvo cuando vio una columna de humo que se elevaba entre los árboles. Caminó a la pata coja en aquella dirección y le fue imposible contener el vómito cuando se encontró con el cadáver carbonizado del joven piloto, cuyo nombre desconocía, con la casaca del uniforme colgada de una rama. Solo las barras de teniente en la solapa indicaban quién había sido. Nat se ocuparía más tarde de su sepultura, pero en esos momentos tenía que correr contra el sol. Entonces escuchó un gemido.

– ¿Dónde está? -gritó. El gemido se repitió un poco más fuerte. Nat se volvió. El corpachón del cabo primero Foreman estaba enganchado en unas ramas, a poco más de un metro por encima de los restos del helicóptero. Cuando tendió las manos para sujetar al herido, los gemidos subieron de volumen-. ¿Puede escucharme? -El hombre abrió y cerró los ojos mientras Nat lo bajaba hasta el suelo-. No se preocupe, lo llevaré de regreso a casa -se oyó decir a sí mismo como un héroe de tebeo.

Nat cogió la brújula del cinto del cabo Foreman, miró la posición del sol y fue entonces cuando vio un objeto en un árbol. Sería fantástico si encontraba la manera de recuperarlo. Caminó lentamente hasta el árbol. Comenzó a saltar con la pierna sana hasta que consiguió sujetar la rama y la sacudió con la intención de que se desprendiera de su carga. Ya estaba a punto de renunciar al esfuerzo cuando se movió unos centímetros. Sacudió la rama con renovados bríos; se movió un poco más y súbitamente, sin previo aviso, cayó sin más. Hubiese caído directamente sobre la cabeza de Nat de no haberse él apartado con presteza, a la vista de que no podía saltar.

Nat descansó unos momentos; luego, movió poco a poco al cabo Foreman y lo colocó en la camilla. Después se sentó en el suelo y contempló cómo el sol desaparecía detrás del árbol más alto, tras completar su tarea del día en aquella zona del planeta.

Había leído en alguna parte sobre una madre que consiguió mantener vivo a su hijo después de un accidente de tráfico, gracias a que estuvo hablándole toda la noche. Nat le habló al cabo Foreman durante toda la noche.


Fletcher leyó, dominado por la incredulidad más absoluta, cómo con la ayuda de los campesinos, el teniente Nat Cartwright había transportado la camilla de aldea en aldea en un recorrido de trescientos treinta y siete kilómetros y había visto salir y ponerse el sol diecisiete veces antes de llegar a las afueras de la ciudad de Saigón, donde los dos hombres fueron trasladados al hospital de campaña más cercano.

El cabo primero Speck Foreman murió tres días más tarde, sin llegar a saber el nombre del teniente que lo había rescatado y que entonces luchaba por salvar su propia vida.

Fletcher buscó todas las noticias que mencionaban al teniente Cartwright, con la más absoluta seguridad de que viviría.

Una semana más tarde trasladaron a Nat por vía aérea al campamento Zama en Japón, donde fue sometido a una intervención quirúrgica que le salvó la pierna. Al mes lo trasladaron al centro médico Walter Reed en la ciudad de Washington para completar la recuperación.

La siguiente vez que Fletcher vio a Nat Cartwright fue en la primera plana del New York Times. Aparecía estrechando la mano del presidente Johnson en la rosaleda de la Casa Blanca.

Le habían otorgado la medalla al honor.

15

Michael y Susan Cartwright se quedaron anonadados con su visita a la Casa Blanca para presenciar la ceremonia en la rosaleda durante la cual su único hijo recibió la medalla al honor. Después de la ceremonia, el presidente Johnson escuchó atentamente al padre de Nat, que le explicó los problemas a los que se enfrentarían los norteamericanos si todos vivían hasta los noventa sin contar con un seguro de vida. «Durante el siglo venidero, los norteamericanos vivirán jubilados el mismo tiempo que ahora dedican al trabajo», fueron las palabras que Lyndon B. Johnson repitió a los miembros de su gabinete a la mañana siguiente.

En el viaje de regreso a Cromwell, la madre de Nat le preguntó cuáles eran sus planes para el futuro.

– No estoy muy seguro, porque es algo que no depende de mí -le respondió él-. Tengo órdenes de presentarme el lunes en Fort Benning. Entonces sabré qué es lo que el coronel Tremlett me tiene preparado.

– Otro año desperdiciado -se lamentó su madre.

– Fortalecerá su carácter -manifestó el padre, rebosante de entusiasmo después de su larga charla con el presidente.

– No creo que a Nat le haga mucha falta -replicó la madre.

Nat sonrió mientras miraba a través de la ventanilla el paisaje de Connecticut. Durante los diecisiete días con sus correspondientes noches que había arrastrado la camilla casi sin comer ni dormir, se había preguntado si alguna vez vería de nuevo su tierra natal. Pensó en las palabras de su madre y estuvo de acuerdo con ella. Le enfurecía la idea de desperdiciar otro año sin hacer otra cosa que rellenar formularios y saludar a sus superiores mientras preparaba a su sustituto. Los jefes habían dejado claro que no le permitirían regresar a Vietnam y arriesgar así la vida de uno de los grandes héroes norteamericanos.

Aquella noche mientras cenaban su padre, después de repetir varias veces la conversación que había mantenido con el presidente, le pidió a Nat que les contara más cosas de Vietnam.

Nat dedicó más de una hora a describirles Saigón, el campo y sus pobladores, sin hacer casi ninguna referencia a su trabajo como oficial de intendencia.

– Los vietnamitas son personas amistosas y muy trabajadoras -les dijo a sus padres-. Parecen sinceros cuando dicen que les gusta tenernos allí, pero nadie, ni aquí ni allá, cree que podamos quedarnos para siempre. Mucho me temo que la historia considere todo el episodio como algo inútil y que en cuanto se acabe se borrará rápidamente de la memoria nacional. -Miró a su padre-. Al menos tu guerra tenía un sentido.

La madre asintió y Nat se sorprendió al ver que su padre no le respondía inmediatamente con una opinión contraria.

– ¿Hay alguna cosa que te llamara especialmente la atención y que guardas en tus recuerdos? -le preguntó su madre, en la ilusión de que su hijo le hablaría de su experiencia en el frente.

– Sí. La desigualdad entre los hombres.

– Estamos haciendo todo lo posible para ayudar a los vietnamitas.

– No me refiero al pueblo vietnamita, papá. Hablo de aquello que Kennedy describió como «mis compañeros norteamericanos».

– ¿Mis compañeros norteamericanos? -repitió la madre.

– Sí, porque lo que nunca olvidaré es el trato que damos a las minorías, sobre todo a los negros. La mayoría de los soldados en el campo de batalla son negros por la única y sencilla razón de que no pueden permitirse contratar a un buen abogado que les diga cómo librarse del reclutamiento.

– Tu mejor amigo…

– Lo sé -dijo Nat-, y me alegra que Tom pidiera una prórroga, porque bien podría haber corrido la misma suerte de Dick Tyler.

– O sea, que te arrepientes de tu decisión -afirmó su madre en voz baja.

Nat se tomó unos momentos antes de responder.

– No, pero muy a menudo pienso en Speck Foreman, en su esposa y sus tres hijos en Alabama; me pregunto para qué sirvió su muerte.


Nat se levantó temprano a la mañana siguiente para coger el primer tren con destino a Fort Benning. Miró la hora cuando el tren entró en la estación de Columbus. Todavía disponía de una hora antes de su cita con el coronel, así que decidió recorrer a pie los poco más de tres kilómetros que había hasta la academia. Mientras caminaba, el verse obligado a responder a los saludos de cualquiera por debajo del rango de capitán le recordó que se encontraba en una ciudad cuya vida se desarrollaba alrededor de la guarnición. Algunas personas le sonrieron al ver la medalla al honor, como si se hubiesen cruzado con una estrella deportiva.

Se presentó en la antesala del despacho del coronel Tremlett quince minutos antes de la hora convenida.

– Buenos días, capitán Cartwright -le saludó un ayudante de campo, todavía más joven que él-. El coronel me dijo que le hiciera pasar en cuanto llegara.

Nat entró en el despacho del coronel y se cuadró para saludarlo militarmente. Tremlett se levantó en el acto y se acercó para abrazarlo con grandes muestras de afecto. El ayudante de campo no disimuló su sorpresa porque hasta entonces había creído que solo los oficiales franceses se saludaban de esa guisa. El coronel le señaló una silla a Nat, y luego volvió a su asiento. Abrió un grueso expediente que estaba encima de la mesa y echó una ojeada a varias páginas.

– ¿Tiene alguna idea de lo que quiere hacer durante el año que viene, Nat?

– No, señor, pero a la vista de que no se me permite que vuelva a Vietnam, estoy más que dispuesto a aceptar su oferta anterior y permanecer en la academia para ayudarle con los nuevos alumnos.

– Ese trabajo ha sido asignado a otro -dijo Tremlett-; ya no tengo muy claro de que a largo plazo fuese lo más conveniente para usted.

– ¿Ha pensado en alguna otra cosa, señor?

– Ahora que lo menciona, así es -admitió el coronel-. En cuanto me confirmaron que regresaba a casa, llamé a los mejores abogados de la academia para que me aconsejaran. Por norma, desprecio a los abogados, unos tipejos que solo libran sus batallas en los juzgados, pero debo reconocer que en esta ocasión a uno de ellos se le ha ocurrido un plan verdaderamente genial. -Nat no hizo comentario alguno, porque quería saber cuanto antes qué se traía el coronel entre manos-. Las normas y los reglamentos se pueden interpretar de muchas maneras. ¿Cómo si no podrían los abogados conservar su trabajo? -comentó-. Hace un año, usted firmó el reclutamiento y después de recibir sus galones lo enviaron a Vietnam, donde, gracias a Dios, demostró que me había equivocado.

Nat quería decirle al coronel que dejara de andarse por las ramas, pero se contuvo.

– Por cierto, Nat, me he olvidado de preguntarle si le apetece un café.

– No, muchas gracias, señor -contestó Nat, que hizo todo lo posible por no mostrarse impaciente.

– Pues creo que yo me tomaré uno. -El coronel sonrió, mientras cogía el teléfono-. Prepáreme un café, Dan, y también un par de donuts. -Miró a Nat-. ¿Está seguro de que no cambiará de opinión?

– Se lo está pasando en grande, ¿no es así, coronel? -replicó Nat, con otra sonrisa.

– Para serle sincero, sí. Verá, me ha costado varias semanas conseguir que Washington aceptara mi propuesta y por tanto espero que me perdone si me divierto durante unos minutos más.

Nat mostró una expresión resignada y se acomodó en la silla.

– Por lo que se ve, hay muchas puertas abiertas a su disposición, aunque desde mi punto de vista casi todas ellas son una pérdida de tiempo. Podría, por ejemplo, solicitar la baja por las heridas en el campo de batalla. Si siguiésemos por ese camino, se le concedería una pequeña pensión y se podría marchar de aquí dentro de unos seis meses; después de sus servicios como oficial de intendencia no es necesario que le diga lo lento que es el papeleo. También podría, por supuesto, acabar su período de servicio aquí mismo, en la academia, pero la verdad sea dicha, ¿quiero a un lisiado a mi servicio? -preguntó el coronel, muy complacido consigo mismo, cuando el ayudante de campo entró en el despacho con una cafetera y dos tazas-. Por otro lado, podría aceptar un destino en un entorno mucho más agradable, pongamos Honolulú, aunque supongo que no necesita ir hasta allí para conseguirse a una bailarina. Sin embargo, por lo que se ve cualquier oferta solo serviría para que continúe dando taconazos durante otro año. Así que ahora me veo en la necesidad de formularle una pregunta, Nat. ¿Qué tiene planeado hacer, después de terminar los dos años de servicio?

– Volver a la universidad, señor, y continuar con mis estudios.

– Esa es exactamente la respuesta que esperaba -afirmó el coronel-, así que eso es justo lo que hará.

– El nuevo curso comienza la semana que viene -le recordó Nat-; usted mismo ha dicho que el papeleo tardará como…

– A menos que quiera firmar por otros seis años. Entonces verá cómo el papeleo se soluciona con una rapidez sorprendente.

– ¿Firmar por otros seis años? -repitió Nat, dominado por la incredulidad más absoluta-. Confiaba en abandonar el ejército, no en quedarme.

– Se marchará -replicó el coronel-, pero solo si firma por otros seis años. Verá, con sus calificaciones, Nat -añadió mientras se levantaba para pasearse por el despacho-, puede solicitar inmediatamente el ingreso en cualquier clase de estudios superiores; lo que es más, el ejército se los pagará.

– Ya tengo una beca -le recordó Nat a su comandante.

– Soy muy consciente de ello, está todo aquí -dijo el coronel y le señaló el expediente abierto-. Pero la universidad no le ofrece además la paga de capitán.

– ¿Me pagarán por ir a la universidad?

– Sí, recibirá la paga íntegra de capitán, además de una asignación por servicios en ultramar.

– ¿Servicios en ultramar? No pienso solicitar una plaza en la universidad de Vietnam. Quiero ir a Connecticut y después a Yale.

– Es lo que hará, porque la reglamentación estipula que si, y solo si, ha servido en el extranjero, en una zona de combate, y, cito textualmente -el coronel buscó la página en el expediente-, «entonces la solicitud para cursar estudios superiores recibirá el mismo trato que el de su último destino». He decidido que los abogados son merecedores de mi estimación -añadió-, porque aunque no se lo crea, han dado con algo todavía mejor. -Tremlett bebió un trago de café mientras Nat permanecía en silencio-. No solo recibirá la paga completa de capitán y la asignación por servicios en el extranjero, sino que debido a su herida, al final de los seis años, pasará automáticamente a la reserva y estará en condiciones de solicitar la pensión de capitán.

– ¿Cómo consiguieron colarle algo así al Congreso? -preguntó Nat.

– Supongo que nunca se les ocurrió pensar que alguien podría entrar en las cuatro categorías al mismo tiempo -contestó el coronel.

– En alguna parte tiene que estar la trampa.

– Sí, hay una -comentó el comandante con una expresión seria-, porque incluso el Congreso tiene que protegerse la retaguardia. -Nat esperó a que se la dijera-. En primer lugar, tendrá que presentarse en Fort Benning todos los años para dos semanas de entrenamiento intensivo.

– Eso es algo que me encanta -afirmó Nat.

– Luego, cuando pasen los seis años -continuó el coronel sin hacer caso de la interrupción-, permanecerá en la lista de servicio activo hasta que cumpla los cuarenta y cinco años, así que si hay alguna otra guerra, podrían llamarle a filas.

– ¿Eso es todo? -preguntó Nat, incrédulo.

– Eso es todo -le confirmó el coronel.

– ¿Qué tengo que hacer ahora?

– Firmar los seis documentos que han redactado los abogados; después le enviaremos de vuelta a la Universidad de Connecticut de aquí a una semana. Por cierto, ya he hablado con el secretario y me ha dicho que le esperan para las clases del lunes. Me pidió que le comunicara que la primera clase es a las nueve de la mañana. A mí me parece un poco tarde.

– Usted ya sabía cuál sería mi respuesta, ¿no es así, señor?

– Debo reconocer que me pareció que lo consideraría una alternativa mejor a la de tener que prepararme el café durante los próximos doce meses. ¿Está seguro de que no quiere acompañarme? -preguntó el coronel, mientras se servía una segunda taza.


– ¿Aceptas a esta mujer como tu legítima esposa? -preguntó el obispo de Connecticut.

– Sí -respondió Jimmy.

– ¿Aceptas a este hombre como tu legítimo esposo?

– Sí -contestó Joanna.

– ¿Aceptas a esta mujer como tu legítima esposa? -repitió el obispo.

– Sí -respondió Fletcher.

– ¿Aceptas a este hombre como tu legítimo esposo?

– Sí -contestó Annie.

Los casamientos dobles eran un acontecimiento muy poco frecuente en Hartford y el obispo declaró que eran los primeros que había oficiado.

El senador Gates ocupaba el primer lugar en la fila de la recepción y le dedicaba una sonrisa a cada uno de los invitados que llegaba. Los conocía a casi todos ellos. Después de todo, eran sus dos hijos quienes se casaban el mismo día.

– ¿Quién hubiese dicho que Jimmy acabaría casándose con la chica más brillante de su clase? -comentaba Harry, con orgullo.

– ¿Por qué no? -replicó Martha-. Tú lo hiciste y no te olvides de que, gracias a Joanna, consiguió acabar cum laude.

– Cortaremos la tarta en el momento en que todos estén sentados a la mesa -anunció el jefe del comedor-. Necesito que los recién casados se coloquen delante y los padres detrás de la tarta cuando se hagan las fotos.

– No tendrá que preocuparse de mi marido -le dijo Martha Gates-. En cuanto aparezca la primera cámara, Harry estará delante en menos que canta un gallo; es deformación profesional.

– Una verdad como un templo -admitió el senador. Se volvió hacia Ruth Davenport, quien miraba con expresión pensativa a su nuera.

– Hay momentos en los que me pregunto si ambos no son demasiado jóvenes.

– Tienen veinte años -afirmó el senador-. Martha y yo nos casamos cuando ella tenía la misma edad.

– Pero Annie aún no ha terminado la carrera.

– ¿Importa mucho eso? Han estado juntos durante los últimos seis años. -El senador se volvió para saludar a un nuevo invitado.

– Algunas veces desearía… -comenzó Ruth.

– ¿Qué es lo que algunas veces deseas? -le preguntó Robert, que se encontraba junto a su esposa.

Ruth se giró para que el senador no oyera su respuesta.

– Nadie quiere a Annie más que yo, pero algunas veces lamento que… -titubeó- no hubiesen salido más con otros chicos y chicas.

– Fletcher conoce a muchísimas chicas, pero sencillamente no ha querido salir con ninguna. -Robert se mantuvo callado mientras el camarero le llenaba de nuevo la copa de champán-. Por cierto, ¿cuántas veces he ido contigo de compras, para que después acabaras comprando el primer vestido que te habías probado?

– Eso es algo que no me impidió considerar a otros hombres antes de que me decidiera por ti -le recordó Ruth.

– Sí, pero aquello fue diferente, porque ninguno de ellos te quería.

– Robert Davenport, te diré que…

– Ruth, ¿has olvidado cuántas veces te pedí que te casaras conmigo antes de que me aceptaras? Incluso traté de dejarte embarazada.

– Nunca me lo dijiste -exclamó Ruth, con una mirada de sorpresa.

– Es evidente que has olvidado los años que pasaron antes de que naciera Fletcher.

Ruth volvió a mirar de nuevo a su nuera.

– Confiemos en que ella no tenga que enfrentarse al mismo problema.

– No hay ningún motivo para suponerlo. No es Fletcher quien dará a luz. Yo diría que Fletcher, como yo, nunca volverá a mirar a otra mujer durante el resto de su vida.

– ¿Nunca has vuelto a mirar a otra mujer desde que nos casamos? -le preguntó Ruth después de estrechar las manos de otros dos invitados.

– No -contestó Robert antes de beber otro trago de champán-. Me he acostado con varias, pero nunca las miré.

– Robert, ¿cuánto has bebido?

– No he contado las copas -admitió Robert, mientras Jimmy se apartaba de la fila.

– ¿De qué se ríen ustedes dos, señor Davenport?

– Le hablaba a Ruth de mis muchas conquistas, pero se niega a creerme. Dime una cosa, Jimmy, ¿a qué te dedicarás cuando te gradúes?

– Me uniré a Fletcher para estudiar derecho. Es probable que no me resulte algo sencillo, pero con su hijo para que me saque adelante durante el día y Joanna por la noche, quizá lo consiga. Seguramente están muy orgullosos de él.

– Magna cum laude y representante del claustro de estudiantes -manifestó Robert-. Claro que lo estamos. -Levantó la copa vacía para que el camarero la volviera a llenar.

– Estás borracho -le reprochó Ruth, divertida.

– Como siempre, querida, tienes toda la razón, pero eso no impedirá que me sienta tremendamente orgulloso de mi único hijo.

– Pues nunca hubiese llegado a representante estudiantil sin la colaboración de Jimmy -afirmó Ruth rotundamente.

– Es muy amable de su parte decirlo, señora Davenport, pero no olvide que Fletcher obtuvo una victoria aplastante.

– Así es, pero solo después de que tú convencieras a Tom… como se llame, que debía retirarse y respaldar a Fletcher.

– Quizá fue una ayuda. Así y todo, Fletcher fue quien propuso los cambios que afectarán a las futuras generaciones de estudiantes de Yale -dijo Jimmy. Annie se reunió con ellos-. Hola, hermanita.

– Cuando sea presidenta de la General Motors, ¿continuarás llamándome de esa manera tan absurda?

– Claro que sí, y lo que es más, nunca volveré a conducir un Cadillac.

Annie estaba a punto de golpearlo, cuando el jefe de comedor les anunció que había llegado el momento de cortar la tarta.

Ruth cogió a su nuera por el talle.

– No hagas el más mínimo caso de tu hermano -le dijo-, porque en cuanto acabes la carrera, le habrás puesto en su lugar.

– No tengo nada que demostrarle a mi hermano -replicó Annie-. Es su hijo quien siempre ha marcado el paso.

– Creo que también podrás ganarle a él -afirmó Ruth.

– No estoy muy segura de querer hacerlo -opinó Annie-. Dice que quiere dedicarse a la política en cuanto sea abogado.

– Eso no tendría que impedirte acabar tus estudios universitarios.

– No, pero tampoco soy tan orgullosa como para no hacer los sacrificios que sean si con ello le ayudo a realizar sus ambiciones.

– Tienes todo el derecho a tener tu propia profesión -proclamó Ruth.

– ¿Por qué? ¿Porque de pronto se ha puesto de moda? Quizá no soy como Joanna -señaló la joven mientras miraba a su cuñada-. Sé lo que quiero, Ruth, y haré todo lo que sea necesario para conseguirlo.

– ¿Qué es lo que deseas? -le preguntó Ruth en voz baja.

– Apoyar al hombre que amo durante el resto de mi vida, criar a sus hijos, disfrutar con sus éxitos, y a la vista de todas las presiones de los setenta, eso puede resultar mucho más duro que obtener un magna cum laude de Vassar -dijo Annie mientras cogía el cuchillo de plata con el mango de marfil-. Sospecho que celebraremos muchas menos bodas de oro en el siglo veintiuno que en este.

– Eres un hombre afortunado, Fletcher -le comentó su madre en el momento que Annie empezaba a cortar la tarta.

– Lo sé incluso desde antes de que le quitaran el aparato de ortodoncia -afirmó Fletcher.

Annie le pasó el cuchillo a Joanna.

– Pide un deseo -le susurró Jimmy.

– Ya lo he hecho, pipiolo -replicó ella-, y lo que es más: se me ha concedido.

– Ah, ¿te refieres al privilegio de casarte conmigo?

– Dios bendito, no, es muchísimo más importante que eso.

– ¿Qué puede haber que sea más importante?

– Vamos a tener un hijo.

Jimmy abrazó a su esposa.

– ¿Cuándo sucedió?

– No sé el momento exacto, pero dejé de tomar la píldora en cuanto me convencí de que te licenciarías.

– Eso es maravilloso. Venga, vamos a compartir la noticia con nuestros invitados.

– Si les dices una sola palabra, te clavaré el cuchillo a ti en lugar de cortar la tarta. Siempre he sabido que sería un error casarme con un pipiolo pelirrojo.

– Estoy seguro de que el bebé será pelirrojo.

– No estés tan seguro, jovenzuelo, porque si se lo dices a alguien, declararé no saber quién es el padre.

– Damas y caballeros -gritó Jimmy, mientras su esposa levantaba el cuchillo-, quiero comunicarles algo. -El silencio se impuso en la sala-. Joanna y yo vamos a tener un bebé.

El silencio se prolongó una fracción de segundo y luego los quinientos invitados comenzaron a aplaudir con entusiasmo.

– Estás muerto, pipiolo -afirmó Joanna y clavó el cuchillo en la tarta.

– Lo supe desde el momento en que te conocí, señora Gates, pero creo que debemos tener por lo menos tres hijos antes de que me mates.

– Bueno, senador, está usted camino de convertirse en abuelo -comentó Ruth-. Le felicito. No veo la hora de ser abuela, aunque sospecho que pasará algún tiempo antes de que Annie tenga su primer hijo.

– Estoy seguro de que ni siquiera pensará en el tema hasta que acabe los estudios -respondió Harry Gates-, sobre todo cuando se enteren de lo que tengo pensado para Fletcher.

– ¿No podría ocurrir que Fletcher no quiera seguir sus planes? -indicó Ruth.

– No mientras Jimmy y yo consigamos hacerle sentir desde el primer momento que ha sido idea suya.

– ¿No cree que en estos momentos quizá ya sepa qué se trae usted entre manos?

– Ha sido capaz de hacerlo desde el día que le conocí en el partido de Hotchkiss contra Taft hace casi diez años. En aquel momento tuve claro que él sería capaz de poner el listón mucho más alto que yo. -El senador rodeó la cintura de Ruth con el brazo-. Sin embargo, hay un problema y quizá pueda necesitar su ayuda.

– ¿De qué se trata?

– No creo que Fletcher haya decidido todavía si es demócrata o republicano, y sé la opinión de su marido…

– ¿No es una noticia maravillosa que Joanna esté embarazada? -le dijo Fletcher a su suegra.

– Desde luego que sí -admitió Martha-. Harry ya está contando la renta de votos que tendrá en cuanto se convierta en abuelo.

– ¿Por qué cree que ganará votos?

– Las personas de la tercera edad son el sector del electorado que más crece, así que puede representar un porcentaje de un punto el que vean a Harry pasear a su nieto en el cochecito.

– Si Annie y yo tenemos un hijo, ¿también representará un punto más?

– No, no, todo es cuestión del momento oportuno. Recuerda que Harry se presentará a la reelección dentro de dos años.

– ¿No cree que podríamos planear el nacimiento de nuestro hijo para que coincida con la fecha de las elecciones?

– Te sorprendería saber cuántos políticos lo hacen -replicó Martha.

– Enhorabuena, Joanna -dijo el senador y abrazó a su nuera.

– ¿Cree que su hijo será alguna vez capaz de guardar un secreto? -le susurró ella mientras sacaba el cuchillo de la tarta.

– No lo hará si así consigue hacer felices a sus amigos -admitió el senador-, pero si creyera que podría dañar a alguien que quiere, se llevaría el secreto a la tumba.

16

El profesor Karl Abrahams entró en el aula cuando el reloj marcaba las nueve en punto. El profesor daba ocho conferencias por semestre y se decía que nunca había faltado a ninguna en treinta y siete años. Muchos otros comentarios referentes a Karl Abrahams no tenían ningún fundamento, así que él los descartaba como rumores y, por tanto, inadmisibles.

Sin embargo, dichos comentarios habían persistido hasta convertirse en parte de la leyenda del personaje. No había ninguna duda de que poseía un ingenio sardónico, como bien podían testimoniar los alumnos que habían sido sus víctimas. Si era verdad que tres presidentes lo habían invitado a formar parte del Tribunal Supremo solo los tres dirigentes lo sabían. No obstante, había constancia de que al responder a una pregunta sobre este tema, Abrahams había manifestado que el mejor servicio que podía dar a la nación era formar a la siguiente generación de abogados y conseguir que fuesen honrados y sinceros, más que ocuparse de arreglar los desaguisados cometidos por tantos malos letrados.

El Washington Post, en una nota biográfica no autorizada, señalaba que Abrahams había sido profesor de dos jueces del actual Tribunal Supremo, veintidós jueces federales y varios de los decanos de las principales facultades de derecho.

Cuando Fletcher y Jimmy asistieron a la primera de las ocho conferencias de Abrahams, no se habían llevado a engaño respecto al duro trabajo que tenían por delante. Así y todo, Fletcher creía que durante su último año de estudios había dedicado horas más que suficientes, y en muchas ocasiones se había ido a dormir bien pasada la medianoche. Al profesor Abrahams le llevó alrededor de una semana habituarle a trabajar en las horas que antes dedicaba al sueño.

El profesor Abrahams recordaba constantemente a sus alumnos de primero que no todos asistirían a su última conferencia dirigida a los licenciados en derecho al final del curso. Jimmy agachó la cabeza. Fletcher comenzó a dedicar tantas horas al trabajo de documentación que Annie casi nunca lo veía antes de que las puertas de la biblioteca estuvieran cerradas a cal y canto. Jimmy a veces se marchaba un poco antes para estar con Joanna, pero casi nunca lo hacía sin cargar con varios libros. Fletcher le comentó a Annie que nunca había visto a su cuñado trabajar tanto.

– No lo tendrá nada fácil cuando nazca el bebé -le recordó Annie a su marido uno de los días en que fue a buscarlo a la biblioteca.

– Joanna lo ha organizado de manera que el bebé nazca durante las vacaciones y así volver al trabajo cuando comience el curso.

– No quiero que nuestro hijo crezca de esa manera -le comentó Annie-. Quiero criar a mis hijos en nuestra casa; que tengan una madre dedicada exclusivamente a ellos y un padre que regrese del trabajo lo bastante temprano como para leerles un cuento antes de que se vayan a la cama.

– Por mí de acuerdo -dijo Fletcher-. Pero si cambias de opinión y decides llegar a dirigir la General Motors, no tendré el menor inconveniente en cambiarles los pañales.


Lo primero que sorprendió a Nat cuando regresó a la universidad fue lo inmaduros que parecían sus antiguos compañeros. Tenía créditos suficientes para pasar a segundo curso, pero los estudiantes que había frecuentado antes de alistarse seguían interesados por los grupos musicales o las estrellas de cine que estaban de moda; él ni siquiera había escuchado a los Doors. Hasta que no asistió a la primera clase no comprendió del todo lo mucho que la experiencia de Vietnam había cambiado su vida.

También se dio cuenta de que sus compañeros no lo trataban como si fuese uno de ellos y que algunos de los profesores se mostraban un tanto impresionados. Nat disfrutaba del respeto que le otorgaban, pero descubrió muy pronto que no siempre lo miraban con buenos ojos. Discutió el tema con Tom durante las vacaciones de Navidad y su amigo le dijo que era hasta cierto punto lógico que algunos le vieran con cierto recelo: después de todo, creían que él había matado por lo menos a un centenar de soldados del Vietcong.

– ¿Por lo menos un centenar? -repitió Nat.

– Mientras que otros han leído artículos sobre el trato que las mujeres vietnamitas les dispensan a nuestros soldados.

– Pues no he sido yo uno de los afortunados; de no haber sido por Mollie, me hubiese mantenido célibe.

– Mi consejo es que no les saques del error -afirmó Tom-, porque no dudo que los hombres te envidian y las mujeres se sienten intrigadas. Lo que menos te interesa es que descubran que eres un ciudadano respetuoso de las leyes como cualquier otro.

– Algunas veces me gustaría que recordaran que yo también tengo diecinueve años -replicó Nat.

– El problema es que el capitán Cartwright, distinguido con la medalla al honor, no da la impresión de tener diecinueve años; además, mucho me temo que la cojera es un recuerdo permanente.

Nat siguió el consejo de su amigo y decidió consumir sus energías en el aula, el gimnasio y las carreras campo a través. Los médicos le habían advertido que tardaría por lo menos un año en estar en condiciones de correr, si es que llegaba a poder hacerlo. Después de tan pesimista pronóstico, nunca dedicó menos de una hora al día a ejercitarse en el gimnasio: trepaba por las cuerdas, hacía pesas y de cuando en cuando jugaba un partido de paddle. Para finales del primer semestre ya podía recorrer la pista a buen paso, aunque tardaba una hora y veinte minutos en cubrir los nueve kilómetros. Miró su viejo horario de entrenamiento y vio que su marca cuando estaba en primero aún se mantenía en treinta y cuatro minutos dieciocho segundos. Se prometió a sí mismo que la batiría antes de acabar el segundo curso.

Otro problema al que se enfrentó Nat fue la respuesta que escuchaba cada vez que quería salir con una chica. Algunas solo pretendían acostarse con él en el acto, mientras que otras lo rechazaban de mala manera. Tom le había advertido que llevárselo a la cama era algo así como un trofeo que se disputaban muchas estudiantes y Nat no tardó mucho en descubrir que había algunas que se jactaban falsamente de haberlo conseguido.

– La fama tiene sus desventajas -comentó Nat.

– Si quieres cambiamos -le replicó Tom.

La única excepción resultó ser Rebecca, quien dejó claro desde el día que Nat regresó al campus que deseaba una segunda oportunidad. Nat se mostró algo escéptico en el tema de reavivar la vieja llama y llegó a la conclusión de que si querían reanudar la relación, tendría que ser poco a poco. Rebecca, en cambio, tenía otros planes.

Después de la segunda cita, lo invitó a su habitación para tomar un café e intentó desnudarlo apenas cerró la puerta. Nat se apartó y lo único que se le ocurrió dar como excusa fue que al día siguiente tenía programada una carrera. Rebecca no se dio por vencida y cuando reapareció unos minutos más tarde con dos tazas de café, llevaba como única prenda un camisón casi transparente. Nat comprendió de pronto que no sentía nada por ella, así que se bebió el café de un trago y volvió a decirle que necesitaba irse a dormir temprano.

– En el pasado los entrenamientos no te preocupaban en lo más mínimo -se burló Rebecca.

– Entonces tenía un buen par de piernas -le replicó Nat.

– Quizá lo que ocurre es que ya no estoy a tu altura -señaló Rebecca-, ahora que todo el mundo te considera un héroe.

– No tiene nada que ver con eso. Solo…

– Solo es que Ralph acertó contigo desde el primer momento.

– ¿Qué quieres decir? -le preguntó Nat vivamente.

– Que sencillamente eres inferior a él. -Rebecca guardó silencio un momento-. Dentro o fuera de la cama.

Nat iba a responderle, pero decidió que no valía la pena. Se marchó sin decir palabra. Más tarde, mientras estaba en la cama, se dio cuenta de que Rebecca, como muchas otras cosas, formaba parte de su pasado.

Uno de los descubrimientos más sorprendentes que hizo Nat a su regreso a la universidad fue ver el número de condiscípulos que le presionaban para que fuese el rival de Elliot en las elecciones para representante del claustro de estudiantes. Pero Nat dejó bien claro que no tenía el menor interés en presentarse a unas elecciones cuando todavía necesitaba hacer grandes esfuerzos para recuperar el tiempo perdido.

Cuando regresó a casa al final de su segundo curso, Nat le comentó a su padre que estaba tan satisfecho con que su tiempo en la carrera de campo a través hubiera bajado de una hora como por haber terminado el curso entre los seis primeros de la clase.


Nat y Tom viajaron a Europa durante el verano. Nat descubrió que una de las muchas ventajas del sueldo de capitán era que le permitía acompañar a su amigo íntimo sin tener la sensación de que no podía permitirse ese lujo.

La primera escala fue Londres, donde presenciaron el desfile de la guardia por Whitehall. Nat se dijo a sí mismo que hubiesen sido una fuerza formidable en Vietnam. En París, pasearon por los Campos Elíseos y lamentaron tener que recurrir al diccionario cada vez que veían a una mujer hermosa. Luego viajaron a Roma, donde en los pequeños restaurantes de callejuelas perdidas descubrieron el verdadero sabor de la pasta; juraron que nunca más volverían a comer en un McDonald’s.

Pero hasta que no llegaron a Venecia Nat no cayó rendido del todo; en un santiamén se convirtió en un joven promiscuo y sus gustos iban desde los desnudos a las vírgenes. Todo comenzó con Da Vinci, seguido por Bellini y luego Luini. Tal era la intensidad de su emoción que Tom estuvo de acuerdo en que pasarían algunos días más en Italia y que añadirían Florencia a su itinerario. En cada esquina se encontraba con una nueva amante: Miguel Ángel, Caravaggio, Canaletto, Tintoretto. Prácticamente cualquiera con una o al final del apellido era digno de figurar en el harén de Nat.


El profesor Karl Abrahams llegó puntualmente para dar su quinta clase del semestre y miró a los alumnos que llenaban el aula.

Comenzó la clase sin un libro, una carpeta o siquiera una nota delante, mientras les explicaba el caso de Carter contra Amalgamated Steel, que hizo historia.

– El señor Carter -comenzó el profesor- perdió un brazo en un accidente laboral en mil novecientos veintitrés y fue despedido sin recibir ni un céntimo como indemnización. Estaba incapacitado para buscar un nuevo empleo en su ramo, dado que ninguna otra siderúrgica le hubiera dado trabajo a un hombre manco, y cuando no le aceptaron para trabajar como portero en un hotel local, comprendió que no volvería a trabajar nunca más. La ley de indemnizaciones laborales no se aprobó hasta mil novecientos veintisiete, así que el señor Carter decidió dar el paso nada habitual y casi desconocido en aquel entonces de demandar a sus patronos. No podía permitirse contratar a un abogado, eso es algo que no ha cambiado con los años, pero un joven estudiante de derecho, que consideraba que el señor Carter no había recibido la indemnización que se merecía, se ofreció voluntario para representarlo en el juzgado. Ganó el caso y Carter fue indemnizado con cien dólares, una cantidad que seguramente ustedes considerarán como mínimo exigua para la lesión sufrida. No obstante, la actuación de estos dos hombres fue la responsable de que se modificara la ley. Confiemos en que alguno de ustedes pueda hacer en algún momento futuro que se modifique una ley para reparar una injusticia. Un inciso: el joven abogado se llamaba Theo Rampleiri. Se libró por los pelos de que no le echaran de la facultad por dedicar tanto tiempo al caso Carter. Más tarde, años después, fue designado como miembro del Tribunal Supremo.

Abrahams se calló un momento y frunció el entrecejo.

– El año pasado la General Motors le pagó al señor Cameron cinco millones de dólares por la pérdida de una pierna. Esto a pesar de que la empresa demostró que la lesión se había debido a la negligencia del señor Cameron. -Abrahams les explicó paso a paso el juicio, antes de añadir-: La ley es muy a menudo, como el señor Charles Dickens deseaba hacernos creer, una bestia, y quizá todavía más importante, indiscriminadamente imperfecta. No tengo palabras para el abogado que solo busca la manera de saltarse las leyes, sobre todo cuando saben exactamente qué pretendían el Senado y el Congreso cuando las aprobaron. Habrá aquellos entre vosotros que olvidarán estas palabras en cuanto entren en alguna ilustre firma de abogados, cuyo único interés es ganar como sea. Pero habrá otros, quizá no muchos, que recordarán las palabras de Lincoln: «Que se haga justicia».

Fletcher dejó de tomar apuntes por un momento y miró a su profesor.

– Para la clase siguiente -dijo Abrahams-, espero que hayan buscado los cinco casos que siguieron al de Carter contra Amalgamated Steel, hasta Demetri contra Demetri, todos los cuales dieron pie a modificaciones en la ley. Podrán trabajar en parejas, pero las parejas no se podrán consultar entre ellas. Espero que haya quedado claro. -El reloj marcó las once-. Buenos días, damas y caballeros.

Fletcher y Jimmy compartieron el trabajo de buscar documentación de los casos y para el final de la semana, habían encontrado tres que eran relevantes. Joanna recordó por casualidad un cuarto que había oído mencionar en Ohio durante la infancia, aunque rehusó darles cualquier otra pista.

– ¿Qué hay de aquello de obedecerás, honrarás y respetarás? -le recriminó Jimmy.

– Nunca prometí obedecerte, jovenzuelo -se limitó a decir ella-. Por cierto, si Elizabeth se despierta durante la noche te toca a ti cambiarle el pañal.

– Sumner contra Sumner -exclamó Jimmy con tono triunfal cuando se acostó pasada la medianoche.

– No está mal, pipiolo, pero aún tienes que encontrar el quinto para las diez de la mañana del lunes si confías en arrancarle una sonrisa al profesor Abrahams.

– Creo que necesitaremos bastante más que eso para mover los labios de ese bloque de piedra -replicó Jimmy.


Nat la vio correr delante de él mientras subía la colina y calculó que la adelantaría en la pendiente de bajada. Controló el tiempo cuando llegó a la mitad del recorrido. Diecisiete minutos y nueve segundos. Estaba seguro de que superaría su mejor marca personal y que volvería a formar parte del equipo en los primeros juegos de la temporada.

Se sentía pletórico de energía cuando superó la cima de la colina y entonces maldijo en voz alta. Aquella estúpida mujer había tomado por el camino erróneo. Tenía que ser una estudiante de primero. Comenzó a gritarle, pero no le respondió. Volvió a maldecir, cambió de dirección y fue tras ella. En el momento que bajaba la pendiente, la muchacha se volvió súbitamente y pareció sorprenderse.

– Vas en la dirección equivocada -le gritó Nat, dispuesto a dar media vuelta para seguir con el recorrido cuanto antes, pero entonces decidió acercarse para verla mejor. Corrió hasta llegar junto a ella y se mantuvo en movimiento para no enfriarse.

– Muchas gracias. Es la segunda vez que recorro el circuito y no recordaba cuál era el camino correcto en la cima de la colina.

– Tienes que seguir el sendero más angosto. -Nat le sonrió-. El más ancho te lleva directamente al bosque.

– Muchas gracias -repitió ella, y echó a correr ladera arriba sin añadir nada más.

Nat la persiguió y en cuanto le dio alcance, corrió a su lado hasta que llegaron a la cima. Se despidió de ella después de asegurarse de que esta vez seguía el camino correcto.

– Nos veremos más tarde -le dijo, pero si ella respondió a la despedida, Nat no la escuchó.

Volvió a controlar el tiempo cuando cruzó la línea de meta. Cuarenta y tres minutos cincuenta y un segundos. Maldijo una vez más mientras calculaba cuánto tiempo había perdido en acompañar a la muchacha. No le importaba. Comenzó con los ejercicios de enfriamiento y les dedicó más tiempo del habitual, mientras esperaba la llegada de la muchacha.

La joven no tardó mucho en aparecer en la cima y bajó la ladera hacia la línea de meta, sin darse mucha prisa.

– Lo has conseguido -comentó Nat con una sonrisa mientras se acercaba sin dejar de correr. Ella no le devolvió la sonrisa-. Soy Nat Cartwright.

– Sé quién eres -replicó la muchacha secamente.

– ¿Nos conocemos?

– No. Solo te conozco por tu reputación.

Acto seguido, la joven se alejó corriendo hacia el vestuario de mujeres sin darle más explicaciones.


– De pie todos aquellos que han encontrado los cinco casos.

Fletcher y Jimmy se levantaron con sendas expresiones de triunfo, algo que les duró muy poco cuando vieron que por lo menos un setenta por ciento de la clase se había levantado también.

– ¿Cuatro? -preguntó el profesor que procuró no parecer demasiado desdeñoso. La mayoría de los que habían permanecido sentados se levantaron y solo quedó un diez por ciento sin moverse de sus asientos. Fletcher se preguntó cuántos de ellos acabarían el curso-. Pueden sentarse -dijo Abrahams-. Comenzaremos con el caso de Maxwell River Gas contra Pennstone. ¿Cuáles fueron los cambios que se introdujeron en la ley a partir de este caso en particular? -Señaló a un alumno de la tercera fila.

– En mil novecientos treinta y dos se convirtió en responsabilidad de las empresas asegurar que la maquinaria cumpliera con las normas de seguridad y que los empleados aprendieran los procedimientos de emergencia.

El profesor señaló a otro alumno.

– Se dispuso que se colocarían instrucciones escritas para que todos los trabajadores pudieran leerlas.

– ¿Cuándo se convirtió en redundante dicha disposición?

El dedo se movió y respondió otra voz.

– Reynolds contra McDermond Timber.

– Correcto. -Otro alumno-. ¿Por qué?

– Reynolds sufrió la amputación de tres dedos mientras aserraba un tronco. Su defensa demostró que no sabía leer y que no le habían dado ninguna instrucción oral referente al manejo de la máquina.

– ¿Cuál fue el fundamento de la nueva ley? -El dedo se movió de nuevo.

– La ley laboral de mil novecientos treinta y cuatro, cuando se convirtió en responsabilidad del patrono enseñar a todo el personal, oralmente y por escrito, cómo utilizar las máquinas.

– ¿Cuándo fue necesario introducir nuevas modificaciones? -El profesor señaló a otro alumno.

– Rush contra el gobierno.

– Correcto. Pero ¿por qué el gobierno ganó el caso a pesar de ser culpable? -Otra selección.

– No lo sé, señor.

El dedo se desvió despectivamente y buscó a algún otro que sí lo supiera.

– El gobierno defendió su posición cuando se demostró que Rush había firmado una declaración donde se decía… -El dedo se movió.

– … que había recibido todas las instrucciones estipuladas por la ley.

El dedo se movió otra vez.

– Además, había continuado en su trabajo una vez transcurrido el período de tres años.

El dedo siguió moviéndose.

– … pero el gobierno demostró que no era una empresa en el sentido literal de la palabra, dado que la ley había sido mal redactada por los políticos.

– No culpen a los políticos -les advirtió Abrahams-. Son los abogados quienes redactan las leyes, así que deben asumir la responsabilidad. Los políticos no fueron los culpables en esta ocasión y, por tanto, después de que el tribunal aceptara que el gobierno no estaba obligado a cumplir su propia legislación, ¿cuál fue la causa de que se volviera a modificar la ley? -Señaló a otro alumno aterrorizado.

– Demetri contra Demetri -respondió el alumno.

– ¿Cuál fue la diferencia con las leyes anteriores? -El dedo señaló a Fletcher.

– Fue la primera vez que un miembro de una familia demandó a otro por negligencia mientras aún estaban casados, además de ser propietarios al cincuenta por ciento de la empresa en cuestión.

– ¿Por qué no prosperó la demanda? -preguntó Abrahams, sin desviar la mirada.

– Porque la señora Demetri se negó a testificar contra su marido.

El dedo señaló a Jimmy.

– ¿Por qué se negó? -quiso saber Abrahams.

– Porque era estúpida.

– ¿Por qué era estúpida? -preguntó el profesor.

– Porque probablemente el marido se acostó con ella la noche anterior o le dio una paliza, o las dos cosas a la vez, y la mujer decidió cerrar el pico.

Se escucharon algunas risas.

– ¿Fue usted testigo del acto amoroso, señor Gates, o de la paliza? -preguntó Abrahams, y las risas sonaron más con más fuerza.

– No, señor, pero estoy seguro de que ocurrió algo parecido.

– Puede que tenga usted razón, señor Gates, pero no hubiese podido probar lo que tuvo lugar aquella noche en el dormitorio a menos de que dispusiera de un testigo ocular. De haber hecho una declaración de ese calibre en el juicio, el abogado de la otra parte habría protestado, el juez habría admitido la protesta y el jurado le habría tomado por un tonto, señor Gates. Pero todavía más importante es que le hubiese fallado a su cliente. Nunca confíe en lo que quizá pasó, por muy probable que parezca, a menos que pueda demostrarlo. Si no puede, guarde silencio.

– Pero… -comenzó Fletcher.

Varios alumnos se apresuraron a agachar la cabeza, otros contuvieron la respiración, mientras que los restantes miraban a Fletcher, estupefactos.

– ¿Nombre?

– Davenport, señor.

– ¿Por casualidad está usted en condiciones de explicarnos qué ha querido decir con ese «pero», señor Davenport?

– La señora Demetri fue informada por su abogado de que si ganaba el caso, dado que ninguno de los dos era el socio mayoritario, la empresa cesaría su actividad económica. La ley Kendall de mil novecientos cuarenta y uno. Entonces ella puso a la venta sus acciones, que fueron adquiridas por el principal competidor de su marido, un tal señor Canelli, por cien mil dólares. No puedo probar que el señor Canelli se estuviera, o no, acostando con la señora Demetri, pero sí sé que la empresa se declaró en quiebra un año más tarde; entonces ella recompró las acciones a diez centavos cada una, por un monto de siete mil trescientos dólares, y a continuación formó una nueva sociedad con su marido.

– ¿El señor Canelli pudo demostrar que los Demetri habían actuado en complicidad?

Fletcher pensó la respuesta a fondo. ¿Abrahams le estaba tendiendo una trampa?

– ¿Por qué vacila? -le preguntó Abrahams.

– No constituye una prueba, profesor.

– No importa. ¿Qué es lo que quiere decirnos?

– La señora Demetri tuvo su segundo hijo un año más tarde y en la partida de nacimiento consta como padre el señor Demetri.

– Tiene usted razón, no es una prueba. Entonces, ¿cuál fue la acusación?

– Ninguna. La verdad es que la nueva empresa fue todo un éxito.

– Si fue así, ¿cómo fue que contribuyeron a la modificación de la ley?

– El juez puso el caso en manos del fiscal general de aquel estado para que lo estudiara.

– ¿Qué estado?

– El estado de Ohio y la consecuencia fue que aprobaron la ley de sociedades matrimoniales.

– ¿En qué año?

– En mil novecientos cuarenta y nueve.

– ¿Cuáles fueron los cambios relevantes?

– Los cónyuges no pueden recomprar las acciones vendidas de una antigua sociedad de la que fueron socios, si eso les beneficia directamente como individuos.

– Muchas gracias, señor Davenport -dijo el profesor, en el momento en que el reloj marcaba las once-. Su «pero» ha estado bien explicado. -Se escucharon algunos aplausos-. Pero no hasta ese extremo -añadió Abrahams mientras abandonaba el aula.


Nat se sentó a la sombra delante del edificio del comedor y esperó pacientemente. Después de haber visto salir del comedor a unas quinientas chicas, llegó a la conclusión de que la delgadez extrema de la muchacha se debía pura y simplemente al hecho de que no comía. Entonces la vio salir a la carrera por la puerta giratoria. El joven había tenido tiempo más que suficiente para ensayar sus palabras, pero le dominaron los nervios cuando la alcanzó.

– Hola, soy Nat. -Ella lo miró sin sonreír-. Nos conocimos el otro día.

Ella siguió sin responder.

– En la cumbre de la colina.

– Sí, lo recuerdo.

– No me dijiste tu nombre.

– No, no te lo dije.

– ¿He hecho algo que te ha enfadado?

– No.

– Entonces, ¿puedo preguntarte qué querías decir con «tu reputación»?

– Cartwright, quizá te sorprenda saber que en esta universidad hay algunas mujeres a las que no les parece correcto que te creas con el derecho automático a reclamar su virginidad solo porque hayas ganado la medalla al honor.

– Nunca he creído tal cosa.

– Pues en ese caso deberías saber que la mitad de las mujeres del campus afirman haberse acostado contigo.

– Pueden decir lo que quieran -replicó Nat-. La verdad es que solo hay dos que pueden demostrarlo.

– Todo el mundo sabe la cantidad de chicas que te persiguen.

– Pues si lo hacen, no parecen capaces de alcanzarme, como estoy seguro de que recordarás. -Se echó a reír, pero ella no le secundó-. ¿Por qué no puede gustarme una chica como a todos los demás?

– Porque no eres como los demás -respondió ella en voz baja-. Eres un héroe de guerra que cobras la paga de capitán y como tal esperas que los demás te obedezcan.

– ¿Quién te ha dicho eso?

– Alguien que te conoce desde el instituto.

– ¿Me equivoco si digo que se trata de Ralph Elliot?

– No, no te equivocas. El mismo a quien intentaste robarle el cargo de representante del claustro de estudiantes en Taft…

– ¿Que yo hice qué? -exclamó Nat.

– … y después copiaste su trabajo para presentarlo en Yale -acabó ella, sin hacer caso de la interrupción.

– ¿Es eso lo que te dijo?

– Sí -contestó la muchacha tranquilamente.

– En ese caso, quizá tendrías que preguntarle cómo es que no está en Yale.

– Me explicó que tú le acusaste a él de lo mismo, así que rechazaron su solicitud. -Nat ya iba a estallar de nuevo, cuando ella añadió-: Ahora pretendes ser el representante del claustro de estudiantes y al parecer tu única estrategia consiste en conseguir los votos que necesitas en la cama.

Nat hizo lo imposible por dominarse.

– En primer lugar, no quiero presentarme como candidato a representante estudiantil, y segundo, solo me he acostado con tres mujeres en mi vida: una estudiante de aquí que conocí en el instituto, una secretaria en Vietnam y una cita de una noche que ahora lamento. Si te enteras de alguna más, por favor, preséntamela porque me gustaría conocerla. -La muchacha se detuvo y miró a Nat por primera vez-. La que sea -repitió él-. ¿Ahora puedo saber cuál es tu nombre?

– Su Ling -contestó ella con voz muy suave.

– Su Ling, si te prometo que no intentaré seducirte hasta después de haber pedido tu mano en matrimonio, conseguir el permiso de tus padres, comprar la alianza, reservar la iglesia y publicar los edictos, ¿aceptarás que te invite a cenar?

Su Ling se echó a reír.

– Me lo pensaré. Perdona que me marche, pero es que llego tarde a clase.

– ¿Cómo haré para dar contigo? -le preguntó Nat, desesperado.

– Si pudiste dar con el Vietcong, capitán Cartwright, ¿crees que te resultará muy difícil dar conmigo?

17

– Todos en pie. El estado contra la señora Anita Kirsten. Preside su señoría el juez Abernathy.

El juez ocupó su sitio y miró hacia la mesa de la defensa.

– ¿Cómo se declara, señora Kirsten?

Fletcher se levantó detrás de la mesa de la defensa.

– Mi cliente se declara inocente, su señoría.

– ¿Representa usted a la acusada? -preguntó el magistrado.

– Sí, su señoría.

El juez Abernathy echó una ojeada al pliego de cargos.

– No creo haberle visto antes, señor Davenport.

– No, su señoría, esta es mi primera intervención en su juzgado.

– ¿Quiere acercarse al estrado, señor Davenport?

– Sí, señor. -Fletcher abandonó su sitio y se acercó al estrado.

El fiscal se reunió con ellos.

– Buenos días, caballeros -dijo el juez Abernathy-. ¿Puedo saber si tiene la titulación necesaria para que sea reconocido en mi juzgado, señor Davenport?

– No, su señoría.

– Comprendo. ¿Su cliente lo sabe?

– Sí, señor, lo sabe.

– Así y todo, ¿está dispuesta a que la represente, a pesar de que se la acusa de un crimen capital?

– Sí, señor.

El juez miró al fiscal general de Connecticut.

– ¿Tiene usted alguna objeción a que el señor Davenport represente a la señora Kirsten?

– Ninguna en absoluto, su señoría; el estado lo agradece.

– No me cabe duda -manifestó el juez-. Aun así, debo preguntarle, señor Davenport, si tiene algún tipo de experiencia en leyes.

– Muy poca, su señoría -admitió Fletcher-. Estoy cursando el segundo curso de derecho en Yale y este será mi primer caso.

El juez y el fiscal sonrieron al escucharle.

– ¿Puedo preguntarle quién es su director de estudios? -dijo el juez.

– El profesor Karl Abrahams, su señoría.

– Entonces es para mí un orgullo presidir su primer caso, señor Davenport, porque eso es algo que usted y yo tenemos en común. ¿Qué dice usted, señor Stamp?

– Yo me licencié en Carolina del Sur.

– Aunque esto no deja de ser muy irregular, quien tiene la última palabra es el acusado, así que comencemos con el caso.

El fiscal y Fletcher volvieron a sus asientos. El juez miró a Fletcher.

– ¿Solicitará la libertad bajo fianza, señor Davenport?

Fletcher se levantó para responder.

– Sí, su señoría.

– ¿Qué alega?

– La señora Kirsten carece de antecedentes delictivos y no representa amenaza alguna para la comunidad. Es madre de dos hijos: Alan, de siete años, y Della, de cinco, quienes en estos momentos están al cuidado de su abuela en Hartford.

El juez miró al fiscal.

– ¿La fiscalía tiene alguna objeción a la libertad bajo fianza, señor Stamp?

– Por supuesto que sí, su señoría. Nos oponemos a la fianza no solo sobre la base de que este es un delito capital, sino porque el asesinato fue premeditado. Por tanto, consideramos que la señora Kirsten representa un peligro para la sociedad y que podría intentar huir de la jurisdicción del estado.

Fletcher se levantó en el acto.

– Debo protestar, su señoría.

– ¿Cuál es el motivo de la protesta, señor Davenport?

– Que siendo esta efectivamente una acusación capital, salir del estado es irrelevante, su señoría, y en cualquier caso, la casa de la señora Kirsten está en Hartford, donde se gana la vida como empleada de la limpieza en el hospital de Santa María, y que sus dos hijos asisten a clase en una escuela local.

– ¿Alguna cosa más, señor Davenport?

– No, su señoría.

– Se rechaza la fianza -anunció el juez. Golpeó con el mazo-. Se levanta la sesión hasta el lunes diecisiete. Todos en pie.

El juez Abernathy le guiñó un ojo a Fletcher mientras salía de la sala.


Treinta y cuatro minutos y diez segundos. Nat no podía disimular su satisfacción al ver que no solo había superado su mejor marca personal, sino que había acabado sexto en las pruebas de clasificación y por tanto era seguro que formaría parte del equipo en los juegos contra la Universidad de Boston.

Tom se le acercó mientras Nat hacía la habitual tanda de ejercicios de estiramiento para enfriarse.

– Enhorabuena. Estoy convencido de que antes del final de la temporada habrás bajado otro minuto de la marca.

Nat se miró la profunda cicatriz roja de la pantorrilla y acabó de ponerse el pantalón del chándal.

– ¿Qué te parece si esta noche salimos a cenar y lo celebramos? -añadió Tom-. Hay algo que quiero discutir contigo antes de regresar a Yale.

– Esta noche no puedo -respondió Nat. Los dos amigos caminaron en dirección a los vestuarios-. Tengo una cita.

– ¿Alguien que yo conozca?

– No, y es mi primera cita en varios meses. Debo admitir que estoy algo nervioso.

– ¿El capitán Cartwright nervioso? Venga ya -se burló Tom.

– Te lo juro. Ella cree que soy una mezcla de don Juan y Al Capone.

– Por lo que parece, es alguien que sabe juzgar a las personas -opinó Tom-. Cuéntamelo todo.

– No hay gran cosa que contar. Nos cruzamos en lo alto de la colina mientras corríamos. Es brillante, apasionada, muy hermosa, y cree que soy un malnacido. -Nat le relató la conversación que habían mantenido delante del comedor.

– Es evidente que Ralph Elliot tuvo la oportunidad de dar primero su versión.

– Al demonio con Elliot. ¿Crees que debo llevar americana y corbata?

– No me habías pedido esa clase de consejos desde que estábamos en Taft.

– En aquellos días tenía que pedirte prestada la americana y la corbata. ¿Qué me recomiendas?

– El uniforme de gala con todas las medallas.

– Hablo en serio.

– Creo que confirmaría totalmente la opinión que tiene de ti.

– Eso es precisamente lo que pretendo evitar.

– Pues, en ese caso, intenta mirarlo desde su punto de vista.

– Te escucho.

– ¿Cómo crees que se vestirá ella?

– No tengo ni idea. Solo la he visto dos veces en mi vida y en una de esas ocasiones llevaba pantalones cortos salpicados de barro.

– Dios, eso tuvo que ser muy sexy, pero supongo que no se presentará vestida con un chándal. ¿Qué llevaba en la otra ocasión?

– Iba elegante y discreta.

– Entonces sigue su estilo, cosa que no te será nada fácil, porque no tienes nada de elegante, y por lo que dices, tampoco cree que puedas ser discreto.

– Responde a la pregunta.

– Yo me inclinaría por lo informal -respondió Tom-. Camisa, no camiseta, pantalón y un jersey. Yo podría, por supuesto, acompañaros en la cena en calidad de tu asesor de imagen.

– No quiero verte a menos de un kilómetro del lugar, porque acabarías enamorándote de ella.

– Esa chica te interesa mucho, ¿no es así? -preguntó Tom en voz baja.

– Creo que es divina, pero eso no impide que tenga serias dudas respecto a mí.

– Lo importante es que ha aceptado cenar contigo, o sea, que no puede pensar que seas detestable del todo.

– Sí, pero para conseguirlo hemos tenido que llegar a un acuerdo con unas cláusulas no muy habituales -replicó Nat y le contó a Tom lo que le había propuesto antes de que ella aceptara la invitación.

– Es evidente que te ha dado muy fuerte, pero eso no cambia el hecho de que necesito hablar contigo. ¿Qué te parece si desayunamos juntos? ¿O es que también piensas compartir los huevos fritos y el beicon con la misteriosa dama oriental?

– Me sorprendería mucho que lo aceptara -manifestó Nat con tono de anhelo- y también me desilusionaría.


– ¿Cuánto crees tú que durará el juicio? -le preguntó Annie.

– Si rechazamos el cargo de asesinato, pero se declara culpable de homicidio sin premeditación, se podría acabar en una mañana y quizá haya que ir otro día para saber la sentencia.

– ¿Es eso posible? -quiso saber Jimmy.

– Sí, la fiscalía me ofrece un trato.

– ¿Qué clase de trato? -preguntó Annie.

– Si acepto la acusación de homicidio sin premeditación, Stamp solicitará una pena de tres años, no más, lo que significa que con la reducción por buena conducta y la libertad condicional, Anita Kirsten podría estar fuera en dieciocho meses. De lo contrario, el fiscal la acusará de asesinato en primer grado y pedirá la pena de muerte.

– En este estado jamás enviarían a una mujer a la silla eléctrica por matar a su marido.

– Estoy de acuerdo -manifestó Fletcher-, pero un jurado duro podría condenarla a noventa y nueve años y como la acusada solo tiene veinticinco, debo aceptar el hecho de que le convendría más aceptar los dieciocho meses; al menos de esa manera podría pasar el resto de su vida con la familia.

– Muy cierto -señaló Jimmy-. Sin embargo, ¿por qué el fiscal te ofrece tres años si cree que tiene un caso absolutamente sólido? No olvides que es una mujer negra, acusada de asesinar a un blanco, y que al menos dos miembros del jurado serán negros. Si juegas bien tus cartas, podrían ser tres, y entonces casi podrías garantizar un jurado dividido.

– Además del hecho de que mi cliente tiene buena reputación, es responsable en su trabajo y carece de antecedentes. Eso tendría que bastar para influir a cualquier jurado, con independencia del color de su piel.

– Yo no me fiaría mucho de eso -opinó Annie-. Tu cliente envenenó a su marido con una sobredosis de curare, que paraliza los músculos, y luego se sentó en la escalera a esperar que se muriera.

– Llevaba años dándole una paliza tras otra y también maltrataba a sus hijos -señaló Fletcher.

– ¿Tienes alguna prueba de eso, letrado? -le preguntó Jimmy.

– No muchas, pero el día que aceptó contratarme, saqué varias fotos de los golpes que tenía por todo el cuerpo y de la quemadura en la palma de la mano que conservará durante el resto de sus días.

– ¿Cómo se la hizo? -preguntó Annie.

– El malnacido del marido le aplastó la mano contra el fogón de la cocina y no la soltó hasta que ella perdió el conocimiento.

– Un tipo encantador -opinó Annie-. En ese caso, ¿qué te impide no aceptar el cargo de homicidio sin premeditación e insistir con las circunstancias atenuantes?

– Solo el miedo de perder el caso y que la señora Kirsten pase el resto de su vida en la cárcel.

– ¿Cómo es que te pidió a ti que fueses su abogado defensor? -intervino Jimmy.

– No había nadie más que quisiera el trabajo -le contestó Fletcher-. Además, mis honorarios le parecieron irresistibles.

– Te enfrentas al fiscal general del estado.

– Cosa que también resulta un misterio, porque no acabo de entender por qué se molesta a representar al estado en un caso como este.

– La respuesta es muy sencilla -dijo Jimmy-. Una mujer negra mata a un hombre blanco en un estado donde solo un veinte por ciento de la población es negra, más de la mitad de ellos no se molestan en votar y, sorpresa, sorpresa, hay elecciones en mayo.

– ¿Cuánto tiempo te ha dado Stamp para que le comuniques tu decisión? -le preguntó Annie.

– El juicio se reanuda el próximo lunes.

– ¿Puedes permitirte el tiempo que te requeriría un juicio largo? -le interrogó Annie.

– No, pero no puedo convertir eso en una excusa para aceptar el trato de buenas a primeras.

– Por tanto, pasaremos las vacaciones en el juzgado número tres, ¿no es así? -Annie sonrió.

– Bien podría ser que nos tocara el número cuatro -contestó Fletcher y cogió a su esposa por la cintura.

– ¿Se te ha ocurrido pedirle al profesor Abrahams que te aconseje sobre qué debería hacer tu cliente?

Jimmy y Fletcher la miraron, incrédulos.

– Él aconseja a presidentes y jefes de Estado -señaló Fletcher.

– Y quizá a algún gobernador -añadió Jimmy.

– Entonces quizá le ha llegado el momento de que comience a aconsejar a un alumno de segundo de derecho. Después de todo, para eso le pagan.

– No sabría ni por dónde empezar -protestó Fletcher.

– Podrías coger el teléfono y preguntarle si te puede recibir -dijo Annie-. Estoy segura de que se sentirá halagado.


Nat llegó a Mario’s quince minutos antes de la hora. Había escogido ese restaurante porque era sencillo: manteles a cuadros rojos y blancos, flores frescas en las mesas y fotos de Florencia en blanco y negro en las paredes. Tom le había dicho que la pasta era casera y que la cocinaba la esposa del dueño; esto le había recordado su viaje a Roma. Había seguido el consejo de Tom y se había vestido con una camisa azul, pantalones grises y un jersey azul marino. Nada de americana y corbata. Tom le había dado su aprobación.

Nat habló con Mario, quien le ofreció una mesa discreta al fondo del local. Leyó el menú varias veces y consultó su reloj otras tantas, cada vez más nervioso. Comprobó una docena de veces que llevaba dinero suficiente por si no aceptaban tarjetas de crédito. Quizá tendría que haber dado unas vueltas a la manzana antes de entrar.

En el momento que la vio, se dio cuenta de que había metido la pata. Su Ling vestía un impecable traje chaqueta azul, blusa de color crema y zapatos azules. Nat se levantó y la llamó con un gesto. Ella sonrió; una sonrisa que no había visto hasta entonces y que la hizo parecer todavía más seductora. Su Ling se acercó.

– Tengo que pedirte disculpas -dijo Nat, mientras le acercaba la silla.

– ¿Por qué? -replicó ella, intrigada.

– Mi ropa. Confieso que dediqué mucho tiempo a pensar cómo me vestiría y veo que me equivoqué por completo.

– Yo también -admitió Su Ling-. Supuse que te presentarías con el uniforme cubierto de medallas. -Se quitó la chaqueta y la dejó en el respaldo de la silla.

Nat se echó a reír y les resultó imposible dejar de hacerlo durante las dos horas siguientes, hasta que él le preguntó si quería café.

– Sí, solo, por favor.

– Te he hablado de mi familia, ahora háblame de la tuya -dijo Nat-. ¿Tú también eres hija única?

– Sí, mi padre era brigada en Corea cuando conoció a mi madre. Se casaron solo unos pocos meses antes de que lo mataran en la batalla de Yudam-ni.

Nat sintió el deseo de cogerle la mano.

– Lo siento.

– Muchas gracias -respondió ella sencillamente-. Mamá decidió venir a Estados Unidos para que nos reuniéramos con mis abuelos. Pero nunca dimos con su paradero. -Esta vez sí le cogió la mano-. Yo era muy pequeña para saber lo que pasaba, pero mi madre no es de las que se rinden fácilmente. Encontró un empleo en la lavandería Storrs, cerca de la librería, y el propietario nos dejó ocupar las habitaciones de encima del local.

– Conozco la lavandería -afirmó Nat-. Mi padre lleva allí las camisas. Lo hacen muy bien y…

– … y ha sido desde que mi madre se hizo cargo, pero tuvo que sacrificarlo todo para darme una buena educación.

– Tu madre se parece mucho a la mía -señaló Nat en el momento en que Mario se acercaba a la mesa.

– ¿Todo a su gusto, señor Cartwright?

– Una cena excelente, muchas gracias, Mario. Ya puede traer la cuenta.

– Desde luego, señor Cartwright, y permítame decirle que ha sido un honor para nosotros tenerle en nuestro restaurante.

– Muchas gracias -respondió Nat, que hizo todo lo posible por disimular la vergüenza.

– ¿Cuánto le has dado de propina para que dijera eso? -le preguntó Su Ling.

– Diez dólares; siempre lo dice a la perfección.

– ¿Sale a cuenta?

– Por supuesto. La mayoría de las chicas comienzan a desnudarse antes de que lleguemos al coche.

– O sea, ¿que siempre las traes aquí?

– No. Si creo que solo será cosa de una noche, las llevo al McDonald’s y luego a un motel; si es algo más serio, entonces vamos al hostal Altnaveigh.

– Así pues, ¿cuál es el grupo escogido para Mario’s? -preguntó Su Ling.

– Es una pregunta que no te puedo responder, porque nunca había traído a nadie a Mario’s hasta ahora.

– Me siento halagada -comentó Su Ling mientras él la ayudaba a ponerse la chaqueta. Cuando salieron del restaurante, la muchacha le cogió de la mano-. En realidad eres muy tímido, ¿no es así?

– Sí, supongo que sí -respondió Nat.

– A diferencia de tu enemigo número uno, Ralph Elliot. -Nat no dijo nada-. Me invitó a salir a los pocos minutos de conocernos.

– Si quieres saber la verdad, yo también lo hubiese hecho, pero te marchaste.

– Si no recuerdo mal, salí corriendo. -Nat sonrió-. Lo interesante de verdad es saber cuánto tiempo te llevó convertirte en un héroe nacional. -Nat se disponía a protestar cuando ella añadió-: Una media hora.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque te he estado investigando, capitán Cartwright, y para citar a Steinbeck, «estás navegando con falsos colores». Aprendí la cita hoy mismo -le aclaró-. No vayas a creer que soy muy leída. Cuando subiste al helicóptero, ni siquiera llevabas un arma. Eras un oficial de intendencia que nunca tendría que haber estado a bordo de aquel aparato. En realidad, ya fue bastante malo que subieras al helicóptero sin permiso, pero es que también te bajaste sin autorización. Por cierto, que si no lo hubieses hecho podrías haber acabado ante un consejo de guerra.

– Una verdad como un templo -afirmó Nat-. Por favor, no se lo digas a nadie más, o me quedaré sin mis habituales tres chicas por noche.

Su Ling se llevó la mano a la boca para disimular la risa.

– Pero seguí leyendo y vi que tu comportamiento después de que el helicóptero se estrellara en la selva fue el de un hombre de extraordinario coraje. Haber arrastrado a aquel pobre soldado en una camilla con una pierna casi destrozada tuvo que ser una auténtica proeza y luego saber que había muerto sin duda te ha dejado una cicatriz para toda la vida. -Nat permaneció callado-. Lo siento -añadió ella cuando ya entraban en el recinto universitario-. El último comentario ha estado fuera de lugar.

– Ha sido muy amable de tu parte buscar la verdad -manifestó Nat con la mirada puesta en sus hermosos ojos castaño oscuro-. Muy pocos se han tomado la molestia.

18

– Miembros del jurado, en la mayoría de los juicios por asesinato es responsabilidad del estado, y es correcto que así sea, demostrar que el acusado es culpable de homicidio. Esto no ha sido necesario en el caso que nos ocupa. ¿Por qué? Porque la señora Kirsten firmó una confesión cuando aún no había transcurrido ni una hora del brutal asesinato de su marido. Incluso ahora, ocho meses más tarde, habrán tomado debida nota de que su abogado no ha planteado ni una sola vez durante este juicio que su cliente no cometiera el crimen, o haya puesto en duda cómo lo hizo.

»Por consiguiente, consideremos los hechos de este caso, puesto que no se trata de lo que podríamos entender como un acto de protección de la propia vida donde una mujer busca defenderse con la primera arma que tiene a mano. No, a la señora Kirsten no le interesaba un arma cualquiera, ya que dedicó varias semanas a planear este asesinato a sangre fría, absolutamente consciente de que la víctima no tendría la más mínima oportunidad de defenderse.

»¿Qué hizo la señora Kirsten para ejecutar su plan? A lo largo de casi tres meses, se hizo con varias ampollas de curare que compró a los traficantes de drogas que se mueven en los bajos fondos de Hartford. La defensa intentó alegar que las declaraciones de los traficantes no son fiables, algo que podría haberles influido de no haber confirmado la propia señora Kirsten desde el banquillo que todos ellos decían la verdad.

»Después de reunir las ampollas durante varias semanas, ¿qué hizo después la señora Kirsten? Esperó hasta un sábado por la noche, cuando sabía que su marido saldría de copas con sus amigos, abrió media docena de botellas de cerveza, vertió el veneno en las seis y las volvió a tapar. Luego dejó las botellas en la mesa de la cocina y sin apagar la luz, se fue a la cama. Incluso dejó un abridor y un vaso junto a las botellas. Lo hizo todo excepto servirle la cerveza.

»Damas y caballeros del jurado, este fue un asesinato bien planeado e impecablemente ejecutado. Sin embargo, aunque les resulte increíble, lo que siguió fue mucho peor.

»Cuando su marido regresó a su casa aquella noche, cayó en la trampa. Primero fue a la cocina, probablemente para apagar la luz, y cuando vio las botellas encima de la mesa, Alex Kirsten se sintió tentado de beberse una cerveza antes de irse a la cama. Incluso antes de que pudiera acercar la segunda a los labios, el veneno ya había comenzado a hacer su efecto. Cuando pidió ayuda, su esposa salió del dormitorio y bajó tranquilamente hasta el vestíbulo, donde se escuchaban claramente los gritos de dolor de su marido. ¿Llamó para pedir una ambulancia? No, no lo hizo. ¿Se acercó para prestarle asistencia? No, no lo hizo. Se sentó en los escalones y esperó pacientemente hasta que se acallaron los gritos de agonía y estuvo segura de que había muerto. Entonces, y solo entonces, dio la voz de alarma.

»¿Cómo podemos estar seguros de que fue así como ocurrió? No solo porque los vecinos se despertaron al oír los desesperados gritos del marido que pedía ayuda, sino porque cuando uno de los vecinos se presentó para ver si podía ayudar, la señora Kirsten se dejó llevar por el pánico y olvidó vaciar el contenido de las otras cuatro botellas. -El fiscal hizo una larga pausa-. Cuando se analizó la bebida, se vio que había curare suficiente para matar a todo un equipo de fútbol.

»Miembros del jurado, el único argumento que el señor Davenport ha ofrecido para exculpar a su defendida es que el marido de esta le daba palizas con frecuencia. Si este es el caso, ¿por qué no lo denunció a la policía? Si es verdad, ¿por qué no se fue a vivir con su madre que reside al otro lado de la ciudad? Si hemos de creer en su historia, ¿por qué no le dejó? Les diré por qué. Porque cuando muriera su marido, se convertiría en propietaria de la casa donde vivían y cobraría la pensión de la empresa para la que el difunto había trabajado, cosa que le permitiría vivir con cierta holgura durante el resto de su vida.

»En circunstancias normales, el estado no vacilaría en solicitar la pena de muerte por un crimen realmente espantoso, pero consideramos que no es apropiado en esta ocasión. No obstante, tarea de ustedes es enviar un mensaje bien claro a cualquier persona que crea que puede cometer un asesinato y salir bien librada. En algunos otros estados un crimen de esta clase puede que sea tratado con ligereza, pero no queremos que se cometan en Connecticut. ¿Queremos que se nos conozca como el estado que no castiga el asesinato?

El fiscal general bajó la voz hasta convertirla en un susurro y miró directamente al jurado.

– Cuando sientan compasión por la señora Kirsten, y estoy seguro de que la sentirán, aunque solo sea porque son seres humanos piadosos, pónganla en uno de los platillos de la balanza llamada justicia. En el otro, coloquen los hechos: el asesinato a sangre fría de un hombre de cuarenta y dos años que hoy estaría vivo si no fuese por un crimen premeditado y astutamente ejecutado por una mujer malvada. -Se volvió para señalar a la acusada-. El estado no vacila a la hora de pedirles que declaren culpable a la señora Kirsten y le impongan una pena de acuerdo con la ley.

El señor Stamp volvió a su asiento, con la sombra de una sonrisa en su rostro.

– Señor Davenport -dijo el juez-. Dispondré un receso para comer. Cuando volvamos, podrá hacer su alegato.


– Pareces muy complacido contigo mismo -comentó Tom mientras se sentaban a desayunar en la cocina.

– Fue una velada inolvidable.

– ¿Debo entender que tuvo lugar la consumación?

– No, no puedes deducir nada de eso. Pero te diré que le cogí la mano.

– ¿Hiciste qué?

– Le cogí la mano -repitió Nat.

– Eso no es nada bueno para tu reputación.

– Confío en que la deje por los suelos de una vez para siempre -afirmó Nat. Echó leche en el cuenco de copos de cereales-. ¿Qué me dices de ti?

– Si te refieres a mi vida sexual, en la actualidad es inexistente, aunque no por falta de ofertas, una incluso pertinaz. Pero la verdad es que no me interesa. -Nat miró a su amigo y enarcó una ceja-. Rebecca Armitage ha dejado muy claro que está disponible.

– Creía que…

– ¿Que estaba otra vez con Elliot?

– Sí.

– Es posible, pero cada vez que la veo, prefiere hablar de ti, diría que en términos muy halagadores, aunque me han dicho que cuenta una historia diferente cuando está con Elliot.

– Si es así, ¿por qué crees que se toma la molestia de perseguirte?

Tom apartó el cuenco vacío y se concentró en los dos huevos pasados por agua que tenía delante. Quitó un trozo de cáscara y miró la yema antes de responder.

– Si se sabe que eres hijo único y tu padre tiene millones, la mayoría de las mujeres te miran de una manera muy distinta. Así que nunca puedo estar seguro de si les intereso yo o mi dinero. Da gracias de que no padezcas del mismo problema.

– Lo sabrás cuando des con la persona adecuada -dijo Nat.

– ¿Tú crees? No lo sé. Tú eres una de las pocas personas que nunca ha demostrado el más mínimo interés por mi fortuna y casi eres el único que siempre insistes en pagar tu parte. Te sorprendería saber cuántos creen que debo pagar la cuenta solo porque me lo puedo permitir. Desprecio a esas personas y eso hace que mi círculo de amigos acabe siendo muy pequeño.

– Pues mi última amiga es muy pequeña -comentó Nat, en un intento por sacar a Tom de su malhumor-; sé que te gustará.

– ¿La chica a quien le cogiste la mano?

– Sí, Su Ling. Calculo que mide un metro cincuenta y ocho y ahora que está de moda ser delgada, será la mujer más buscada de toda la universidad.

– ¿Su Ling? -dijo Tom.

– ¿La conoces? -le preguntó Nat.

– No, pero mi padre me ha dicho que ella se ha hecho cargo del nuevo centro informático que ha fundado su empresa y que los profesores prácticamente han desistido de enseñarle nada.

– Anoche no mencionó nada sobre ordenadores -replicó Nat.

– Pues más te vale que actúes deprisa, porque papá también mencionó que el MIT y Harvard intentan llevársela de aquí. Ya estás avisado, hay un gran cerebro en ese pequeño cuerpo.

– Una vez más me he comportado como un verdadero imbécil -comentó Nat-, porque incluso me burlé de ella por su inglés, cuando es capaz de dominar un nuevo lenguaje que todo el mundo desea conocer. Por cierto, ¿esta es la razón por la que querías verme?

– No, no tenía idea de que salieras con un genio.

– No salgo con ella -replicó Nat-. Es una mujer amable, inteligente y hermosa, que piensa que cogerse de la mano es el paso previo a la promiscuidad. -Se calló un momento-. Por tanto, si no ha sido para discutir mi vida sexual, ¿se puede saber a qué viene este desayuno casi de trabajo?

Tom renunció a los huevos y los apartó.

– Antes de regresar a Yale, quiero saber si te presentarás para representante estudiantil. -Esperó las frases habituales: «No cuentes conmigo», «No me interesa», «Te has equivocado de persona», pero Nat no dijo nada por el estilo.

– Anoche lo hablé con Su Ling -respondió finalmente-, y a su manera deliciosamente encantadora, me comentó que no era que yo les entusiasmara, sino que no querían a Elliot. «El menos malo», fueron sus palabras exactas, si no recuerdo mal.

– Estoy seguro de que tiene razón -manifestó Tom-, pero eso podría cambiar si les dieras una oportunidad para que te conocieran mejor. Has llevado una vida casi de recluso desde que has vuelto a la universidad.

– Tenía que ponerme al día -se defendió Nat.

– Pues ese ya no es el caso, como bien demuestran las notas que has sacado, así como que te hayan seleccionado para correr en el equipo de la universidad.

– Si tú estuvieses aquí, Tom, no vacilaría en presentarme como candidato a representante de los estudiantes, pero mientras estés en Yale…


Fletcher se levantó para enfrentarse al jurado y, en su imaginación, vio en los rostros de todos la sentencia: noventa y nueve años. Si en ese momento hubiese podido dar marcha atrás, hubiera aceptado la oferta de los tres años de condena sin vacilar. En cambio, ya solo le quedaba una tirada de dados para conseguirle la libertad a la señora Kirsten. Tocó por un segundo el hombro de su clienta y se volvió para buscar la sonrisa de Annie, que le apoyaba totalmente en la defensa de la mujer. La sonrisa desapareció en cuanto vio quién estaba sentado dos filas más atrás. El profesor Karl Abrahams le dedicó una inclinación de cabeza. Al menos Jimmy sabría por fin lo que hacía falta para conseguir un saludo del dios.

– Miembros del jurado -comenzó Fletcher con un leve temblor en la voz-. Han escuchado ustedes las persuasivas palabras del fiscal general mientras dirigía su ponzoña contra mi clienta, así que quizá este sea el momento de demostrar dónde tendría en realidad que volcar su inquina. Pero primero deseo dedicar unos momentos a hablar de ustedes. Los periódicos han mencionado hasta el cansancio que no he puesto objeción alguna en la selección de los miembros de raza blanca y, como se puede comprobar, son ustedes diez. La prensa, además, señaló que si hubiese conseguido un jurado con mayoría de mujeres negras, eso hubiese sido un gran paso para asegurarme de que la señora Kirsten fuera absuelta. Pero no quise que fuese así. Apoyé la elección de cada uno de ustedes por otra razón.

Los miembros del jurado lo miraron, intrigados.

– Tampoco el fiscal general ha conseguido averiguar por qué no he planteado ninguna objeción -añadió Fletcher, que se volvió por un instante para mirar al señor Stamp-. Crucé los dedos para que tampoco ninguno de los miembros de su considerable equipo adivinara por qué los había seleccionado. Por consiguiente, ¿qué es lo que todos ustedes tienen en común? -El fiscal general tenía en ese momento la misma expresión de desconcierto que los jurados. Fletcher señaló a la señora Kirsten-. Como la acusada, todos ustedes llevan casados más de nueve años. -El joven volvió a mirar al jurado-. No hay entre ustedes solteros ni solteras sin experiencia en la vida conyugal, o de lo que ocurre entre dos personas detrás de una puerta cerrada. -Fletcher vio a una mujer en la segunda fila del jurado que se estremeció. Recordó el comentario de Abrahams referente a que en un jurado de doce personas, es muy probable que haya por lo menos una que haya pasado por la misma experiencia del acusado. Acababa de identificarla-. ¿Quién entre ustedes se estremece al pensar que su pareja regresará pasada la medianoche, borracho perdido y dispuesto a descargar su violencia? Para la señora Kirsten, esto se convirtió en algo habitual seis noches de cada siete, durante nueve años. Miren a esta frágil mujer y pregúntense: ¿qué posibilidades tenía de enfrentarse a un hombretón de casi un metro noventa de estatura y ciento diez kilos de peso?

Fletcher hizo una pausa, sin apartar la mirada de la mujer que se había estremecido.

– ¿Quién de ustedes llega a su casa por la noche y teme que su marido coja un rodillo de amasar, un rallador o incluso un cuchillo, no con la intención de utilizarlo en la cocina en la preparación de la comida, sino en el dormitorio para desfigurar a su esposa? ¿De qué disponía la señora Kirsten para defenderse, esta mujer que mide un metro cincuenta y cinco de estatura y pesa cincuenta kilos? ¿Una almohada? ¿Una toalla? ¿Un matamoscas quizá? -Fletcher hizo otra pausa-. Es algo que ninguno de ustedes ha considerado, ¿no es así? -Miró a los demás jurados-. ¿Por qué? Porque sus esposas y maridos no son malvados. Damas y caballeros, ¿cómo pueden llegar siquiera a entender lo que ha soportado esta mujer un día sí y otro también?

»No satisfecho con semejantes agresiones, una noche ese matón regresó a su casa borracho, subió las escaleras, cogió a su esposa por los cabellos y la arrastró escaleras abajo hasta la cocina; ya estaba aburrido de golpearla. -Fletcher caminó hacia su clienta-. Necesitaba probar algo nuevo que lo excitara, y ¿qué vio Anita Kirsten en el momento en que su marido la arrastraba a la cocina? Uno de los fogones de la cocina está al rojo vivo y espera a su víctima. -Se volvió bruscamente para enfrentarse al jurado-. ¿Pueden ustedes imaginar cuál fue su pensamiento cuando vio aquel anillo de fuego? Él le sujetó la mano como si fuese un bistec y la aplastó contra el fogón durante quince segundos. -Fletcher cogió la mano de la señora Kirsten y se la levantó para que los jurados vieran la terrible huella de la cicatriz en la palma, miró su reloj y contó quince segundos, antes de añadir-: Entonces ella perdió el conocimiento.

»¿Quién entre ustedes puede imaginar este horror? ¿Quién entre ustedes sería capaz de soportarlo? Entonces, ¿por qué el fiscal general solicita una pena de noventa y nueve años? Porque, según dice, el asesinato fue premeditado. Nos asegura que no se trató de un crimen perpetrado en un momento de desesperación con el único propósito de acabar con la tortura. -Fletcher se encaró entonces con el fiscal-. Por supuesto que fue premeditado y por supuesto que ella sabía exactamente lo que hacía. Si usted midiese un metro cincuenta y cinco, y se viera atacado por un hombretón de casi un metro noventa, ¿confiaría en poder defenderse con un cuchillo, un revólver o algún instrumento romo que el matón podría arrebatarle sin problemas y utilizar contra usted? -Fletcher caminó lentamente hacia el jurado-. ¿Quién entre ustedes cometería semejante estupidez? ¿Quién entre ustedes, de haber pasado por lo mismo que ella, no lo planearía? Piensen en esta pobre mujer la próxima vez que tengan una pelea con su pareja. Después de algunas palabras agrias, ¿recurrirían a un fogón al rojo vivo para demostrar que tienen razón? -Miró uno a uno a los siete hombres del jurado-. ¿Un hombre así merece compasión alguna?

»Si esta mujer es culpable de asesinato, ¿quién de ustedes no hubiese hecho lo mismo en el caso de haber tenido la desgracia de casarse con Alex Kirsten? -les preguntó esta vez a las cinco mujeres-. Sé que me dirían: “Yo no lo hice. Me casé con un hombre honrado y trabajador”. Por tanto, ahora ya estamos de acuerdo en el delito de la señora Kirsten. Se casó con un hombre malvado.

Fletcher se apoyó en la barandilla que separaba los asientos del jurado.

– Solicito la indulgencia del jurado por mi pasión juvenil, porque no es otra cosa. Acepté este caso ante el temor de que no se hiciera justicia con la señora Kirsten y en mi entusiasmo juvenil me sentí con fuerzas para convencer a doce ciudadanos justos de que lo vieran a mi manera y que decidieran no condenar a esta mujer a pasar el resto de sus días en la cárcel.

»Como final de mi alegato, les repetiré las palabras que pronunció la señora Kirsten cuando nos entrevistamos esta mañana en su celda: “Señor Davenport, aunque solo tengo veinticinco años, prefiero mil veces pasar el resto de mi vida en la cárcel que aguantar una sola noche más bajo el mismo techo con ese monstruo”.

»Gracias a Dios, ya no tiene que regresar a su casa y encontrarse con él. Está en el poder de ustedes, como miembros del jurado, dejar que esta mujer vuelva esta noche a su casa para ocuparse de sus hijos, con la ilusión de que podrán reconstruir sus vidas, porque doce personas justas comprendieron la diferencia entre el bien y el mal. -Fletcher bajó la voz hasta que sonó como un susurro-. Cuando esta noche ustedes vuelvan a sus casas donde les esperan sus parejas, díganles lo que hicieron hoy en nombre de la justicia, porque estoy seguro de que si el veredicto es de inocencia, sus parejas no encenderán el fogón sencillamente porque no están de acuerdo. La señora Kirsten ya ha cumplido una pena de nueve años. ¿Creen que se merece otros noventa?

Fletcher volvió a su mesa, pero no se giró para mirar a Annie por miedo a que Karl Abrahams viera cómo luchaba por contener las lágrimas.

19

– Hola, me llamo Nat Cartwright.

– ¿No será usted el capitán Cartwright?

– Sí, el héroe que mató a todos aquellos guerrilleros del Vietcong a mano limpia porque se olvidó de llevar clips.

– No me lo puedo creer -exclamó Su Ling con burlona admiración-. ¿El mismo que voló solo en un helicóptero a través de una selva infestada de enemigos cuando no tenía licencia de piloto?

– El mismo que viste y calza. Mató a tantos enemigos que se cansaron de contarlos y al mismo tiempo rescató a todo un pelotón al que tenían rodeado.

– Y como premio a tanto bulo, no solo le condecoraron sino que también le entregaron una considerable recompensa y cien vestales.

– Solo me dan cuatrocientos dólares al mes y nunca he conocido a una vestal.

– Ahora ya conoces a una -replicó Su Ling con una sonrisa.

– En ese caso, dile que me han escogido para correr contra el equipo de la Universidad de Boston.

– Sin duda esperas que ella soporte la lluvia y aguarde tu llegada el último, como harán todas tus admiradoras, ¿no es así?

– No. La verdad es que necesito lavar el chándal y me han dicho que su madre es lavandera. -Su Ling se echó a reír-. Por supuesto que me encantará verte en Boston -añadió Nat y la cogió en brazos.

– Tengo reservado un asiento en el autocar de la comitiva.

– Tom y yo iremos en coche el día antes. ¿Por qué no vienes con nosotros?

– ¿Dónde me alojaría?

– Una de las muchas tías de Tom tiene una casa en Boston y nos ha invitado a alojarnos con ella. -Su Ling vaciló-. Me han dicho que tiene nueve dormitorios, e incluso un ala separada, pero si con eso no basta, siempre puedo dormir en el coche.

Su Ling no le respondió porque en aquel momento apareció Mario con el café.

– Este es mi amigo Mario -dijo la muchacha-. Ha sido muy amable al reservarme mi mesa habitual.

– ¿Siempre traes aquí a todas tus conquistas?

– No. Prefiero seleccionar un restaurante distinto cada vez, para que de esa manera nadie se entere de mi reputación de vestal.

– ¿Como tu reputación de genio de la informática?

Su Ling se sonrojó hasta las cejas.

– ¿Cómo te has enterado?

– ¿Qué quieres decir con cómo me he enterado? Al parecer, era el único tipo en toda la universidad que no lo sabía. Me lo dijo mi mejor amigo y él está en Yale.

– Estaba dispuesta a decírtelo, pero nunca hiciste la pregunta correcta.

– Su Ling, puedes decirme lo que sea sin necesidad de que te haga la pregunta correcta.

– Entonces debo preguntarte si también te has enterado de que Harvard y el MIT me han invitado a unirme a sus departamentos de informática.

– Sí, pero no sé cuál ha sido tu respuesta.

– Dime una cosa, capitán, ¿puedo preguntarte algo yo primero?

– Una vez más intentas cambiar de tema, Su Ling.

– Así es, Nat, porque necesito que respondas a mi pregunta antes de contestar a la tuya.

– Muy bien, ¿cuál es la pregunta?

Su Ling agachó la cabeza como hacía cada vez que se sentía avergonzada.

– ¿Cómo pueden dos personas absolutamente diferentes… -titubeó-… acabar apreciándose tanto?

– Creo que intentas decir enamorándose. Si supiera la respuesta a tu pregunta, Pequeña Flor, sería profesor de filosofía y no estaría sufriendo por los exámenes de final de curso.

– En mi país -replicó Su Ling-, el amor es algo de lo que no se habla hasta que no se conoce a la otra persona de muchos años.

– Entonces te prometo no volver a mencionar el tema durante muchos años, con una condición.

– ¿De qué se trata?

– Que aceptes venir con nosotros a Boston el viernes.

– Sí, siempre que me facilites el número de teléfono de la tía de Tom.

– Por supuesto, pero ¿por qué?

– Mi madre querrá hablar con ella. -Su Ling levantó el pie derecho debajo de la mesa y lo apoyó en el pie izquierdo de Nat.

– No sé por qué, pero estoy seguro de que eso que haces tiene algún significado en tu país.

– Así es. Significa que quiero caminar contigo por algún lugar donde no haya mucha gente.

Nat apoyó el pie derecho en el pie izquierdo de la muchacha.

– ¿Qué significa esto?

– Que aceptas mi petición. -Vaciló un momento-. No podía hacerlo primero, porque entonces sería considerada como una mujer casquivana. -Nat se apresuró a retirar el pie y luego lo apoyó de nuevo-. Salvado el honor -dijo Su Ling.

– Después de que demos nuestro paseo por algún lugar donde no haya mucha gente, ¿qué sigue?

– Tendrás que esperar la invitación para tomar el té con mi familia.

– ¿Cuánto tiempo se tarda?

– En circunstancias normales, un año sería lo apropiado.

– ¿No podríamos acelerar un poco el proceso? -preguntó Nat-. ¿Qué te parece la semana que viene?

– De acuerdo. Te invitaremos a tomar el té el domingo por la tarde, porque el domingo es el día señalado por la tradición para que el hombre comparta su primera comida con la mujer ante la atenta mirada de la familia.

– Ya hemos comido juntos varias veces.

– Lo sé y por tanto debes venir a tomar el té antes de que mi madre lo descubra. Si no lo haces, me desheredará y me echará de casa.

– En ese caso no aceptaré la invitación para tomar el té -manifestó Nat.

– ¿Por qué no?

– Me instalaré delante de la puerta de tu casa y te cogeré al vuelo cuando tu madre te eche; así no tendré que esperar otros dos años. -Nat apoyó los dos pies en los de ella y la muchacha se apartó en el acto-. ¿Qué he hecho de malo esta vez?

– Dos pies significan algo completamente diferente.

– ¿Qué? -preguntó Nat.

– No te lo diré, pero a la vista de que has sido capaz de averiguar la traducción correcta de Su Ling, estoy segura de que descubrirás el significado de los dos pies y que nunca más lo volverás a hacer, a menos…


El viernes por la tarde, Tom llevó a Nat y Su Ling en su coche a la casa de su tía, en uno de los arbolados barrios residenciales de Boston. Era evidente que la señorita Russell había hablado con la madre de Su Ling, porque la instaló en un dormitorio en la planta alta, contiguo al suyo, y a Nat y Tom los envió al ala este.

A la mañana siguiente, después del desayuno, Su Ling se marchó a la entrevista que tenía con el profesor de estadística de Harvard, mientras que Nat y Tom recorrían el circuito de la carrera, algo que Nat siempre hacía cuando tenía que correr en un terreno que no conocía. Comprobaba todos los senderos más trillados y cada vez que llegaba a un arroyo, un muro o un desnivel, practicaba cruzarlo varias veces.

En el camino de regreso a través del campo, Tom le preguntó qué haría si Su Ling aceptaba la oferta de Harvard.

– Pues yo también vendré. Me matricularé en empresariales.

– ¿Hasta ese punto estás enamorado?

– Sí, y no puedo correr el riesgo de que algún otro apoye los dos pies en los de ella.

– ¿De qué estás hablando?

– Te lo explicaré en alguna otra ocasión. -Nat se detuvo en la orilla de una corriente de agua-. ¿Cómo crees que lo cruzarán?

– No lo sé, pero parece demasiado ancho para saltarlo.

– Estoy de acuerdo, así que supongo que intentarán alcanzar el área de cantos rodados que aflora en el centro.

– ¿Qué harás si no estás seguro? -preguntó Tom.

– Me pegaré a los talones de uno de su equipo, porque harán lo correcto sin pensarlo.

– ¿En qué puesto crees que quedarás? Recuerda que es el inicio de la temporada.

– Me daré por satisfecho si estoy en el grupo de los que cuentan.

– No te entiendo. ¿Es que no cuentan todos?

– No. Hay ocho corredores en cada equipo, pero solo cuentan seis para el resultado final. Si entro entre los doce primeros, cuento.

– ¿Cómo se hace la cuenta?

– El primero en cruzar cuenta como uno, el segundo dos, y así los demás. Cuando acaba la carrera, se suman los puntos de los seis primeros de cada equipo, y el equipo que menos puntos suma se proclama ganador. De esta manera, el séptimo y el octavo solo pueden contribuir si se sitúan por delante de cualquiera de los seis primeros del otro equipo. ¿Lo entiendes ahora?

– Sí, me parece que sí. -Tom miró su reloj-. Me voy. Le prometí a la tía Abigail que comería con ella. ¿Vienes?

– No. Comeré con el resto del equipo: un plátano, una hoja de lechuga y un vaso de agua. ¿Podrías recoger a Su Ling y ocuparte de que llegue a tiempo para que vea la carrera?

– No será necesario que se lo recuerde.

Cuando llegó a la casa, Tom se encontró a Su Ling y a su tía enfrascadas en una conversación mientras compartían un cuenco de sopa de almejas. Tom se dio cuenta de que su tía había cambiado de tema en el instante en que él había entrado en la habitación.

– Será mejor que comas algo -le dijo la tía-, si quieres llegar a tiempo para presenciar la salida.

Después de un segundo cuenco de sopa de almejas, Tom acompañó a Su Ling a través del circuito. Le explicó que Nat les había buscado un lugar desde donde verían a todos los participantes durante al menos un par de kilómetros y que si después cogían un atajo, llegarían a tiempo para ver al vencedor cruzar la línea de meta.

– ¿Tú entiendes lo que es un «contador»? -le preguntó Tom.

– Sí, Nat me lo explicó; es un sistema muy ingenioso que consigue que el ábaco parezca absolutamente moderno -respondió la muchacha-. ¿Quieres que te lo explique?

– Me parece una excelente idea.

Llegaron al lugar que les había indicado Nat y no tuvieron que esperar mucho para ver al primer corredor en la cumbre de la colina. Observaron al capitán del equipo de Boston pasar como una exhalación; otros diez competidores pasaron y se perdieron en la distancia antes de que apareciera Nat. Les dedicó un saludo mientras pasaba.

– Es el último contador -dijo Su Ling mientras se encaminaban hacia el atajo que los llevaría a la línea de meta.

– Calculo que mejorará dos o tres puestos ahora que sabe que estás tú aquí para ver la llegada.

– ¡Qué halagador! -exclamó Su Ling.

– ¿Aceptarás la oferta de Harvard? -le preguntó Tom en voz baja.

– ¿Nat te pidió que lo averiguaras? -replicó ella.

– No, aunque casi es de lo único que habla.

– He dicho que sí, pero con una condición.

Tom permaneció en silencio. Su Ling no le dijo cuál era la condición, así que él no preguntó.

Casi tuvieron que correr los últimos doscientos metros para asegurarse de que llegarían a tiempo para ver cómo el capitán del equipo de Boston levantaba los brazos en señal de triunfo al cruzar la meta. Tom no se equivocó, porque Nat acabó noveno y fue el cuarto contador de su equipo. Ambos corrieron a felicitarlo como si hubiese sido el vencedor. Nat se tumbó en el suelo agotado y se llevó una desilusión al saber que Boston había ganado por 31 a 24.

Después de cenar con la tía Abigail, emprendieron el largo viaje de regreso a Storrs. Nat apoyó la cabeza en la falda de Su Ling y se quedó profundamente dormido.

– No quiero pensar en lo que diría mi madre sobre nuestra primera noche juntos -le susurró la joven a Tom, que permanecía atento a la conducción.

– ¿Por qué no le cuentas toda la verdad y le dices que fue un ménage à trois?


– Mamá opina que eres maravilloso -le dijo Su Ling mientras caminaban lentamente hacia el campus sur después de tomar el té.

– Qué mujer -exclamó Nat-. Sabe cocinar, lleva la casa y es una empresaria de éxito.

– No te olvides -señaló Su Ling- que fue rechazada en su propia tierra por dar a luz a la hija de un extranjero y que ni siquiera fue bien recibida en este país cuando llegó, que es la razón para que me criara de una manera tan estricta. Como muchos hijos de inmigrantes, no soy más inteligente que mi madre, pero al sacrificarlo todo para darme una educación de primera clase, me ha proporcionado unas oportunidades que ella nunca tuvo. Quizá ahora comprendas por qué siempre intento respetar sus deseos.

– Lo comprendo -dijo Nat-, y ahora que conozco a tu madre, quiero que tú conozcas a la mía, porque estoy muy orgulloso de ella.

Su Ling se echó a reír.

– ¿De qué te ríes, Pequeña Flor? -le preguntó Nat.

– En mi país, cuando el hombre conoce a la madre de una mujer es que admite la relación. Si el hombre después te pide que conozcas a su madre, eso significa casamiento. Si a continuación él no se casa con la chica, ella será una solterona durante el resto de su vida. Así y todo, asumiré el riesgo, porque ayer Tom me pidió que me casara con él mientras tú estabas corriendo.

Nat se inclinó para besarla en los labios y después apoyó los dos pies muy suavemente en los de ella. Su Ling sonrió.

– Yo también te quiero -dijo.

20

– ¿A ti qué te parece? -preguntó Jimmy.

– No tengo ni la menor idea -respondió Fletcher, que miró hacia la mesa del fiscal general, pero los representantes del estado no parecían preocupados ni complacidos.

– Siempre le podrías pedir su opinión al profesor Abrahams -dijo Annie.

– ¿Todavía está por aquí?

– Le vi rondando por los pasillos hace solo unos momentos.

Fletcher se levantó, abrió la portezuela de la barandilla que separaba a los asistentes y salió rápidamente de la sala. Miró a un lado y a otro del gran pasillo de mármol, pero no vio al profesor hasta que un nutrido grupo que aguardaba al pie de las escaleras comenzó a subirlas y dejó a la vista a un hombre de aspecto distinguido que estaba sentado en un banco, muy atareado en escribir en un cuaderno. Los funcionarios y la gente pasaban a toda prisa sin advertir su presencia. Fletcher se acercó un tanto intranquilo y aguardó mientras Abrahams continuaba escribiendo. Le pareció que no debía interrumpirle y esperó pacientemente hasta que el profesor lo miró.

– Ah, Davenport. -El profesor dio unos golpes en el banco-. Siéntese. Veo una expresión interrogativa en su rostro. ¿En qué puedo ayudarle?

Fletcher se sentó a su lado.

– Solo quería preguntarle si sabe usted la razón por la que el jurado lleva reunido tanto tiempo. ¿Cómo debo interpretarlo?

– Solo llevan poco más de cinco horas -respondió Abrahams, después de consultar su reloj-. No, yo no diría que es mucho para un caso de asesinato. A los jurados les gusta que los demás vean que se toman sus responsabilidades muy en serio, a menos que sea un caso donde no haya ninguna duda, y este no entra en esa categoría.

– ¿Tiene usted alguna impresión referente al fallo? -preguntó Fletcher, inquieto.

– Nunca se sabe qué decidirá un jurado, señor Davenport; doce personas escogidas al azar, con poco o nada en común, aunque con un par de excepciones, parecen personas sensatas. ¿Cuál es su siguiente pregunta?

– No lo sé, señor. ¿Cuál es mi siguiente pregunta?

– ¿Qué debe hacer si el veredicto es contrario? -El profesor Abrahams guardó silencio un momento-. Es una posibilidad para la que debe estar preparado. -Fletcher asintió-. ¿Respuesta? Tendrá que solicitar inmediatamente al juez un plazo para la apelación. -El profesor arrancó una de las hojas amarillas de su cuaderno y se la entregó a su alumno-. Espero que no lo considere como un atrevimiento de mi parte, pero he escrito algunas frases para cualquier circunstancia.

– ¿Incluida la de culpable? -le preguntó Fletcher.

– No es todavía el momento para mostrarse pesimista. Primero debemos considerar todas las posibilidades. He visto en el centro de la última fila a un jurado que no miró a la acusada ni una sola vez mientras estuvo en el banquillo. Pero he observado que usted también se fijó en la mujer sentada en el extremo de la primera fila que agachó la cabeza cuando levantó la mano quemada de la señora Kirsten.

– ¿Qué haré si es un jurado despiadado?

– Nada. El juez, aunque no sea una de las mentes brillantes de la profesión, es meticuloso y justo cuando se trata de aplicar la ley, así que le preguntará al jurado si el veredicto ha sido aprobado por mayoría.

– Que en este estado es de diez a dos.

– Como lo es en otros cuarenta y tres estados -le recordó el profesor.

– ¿Qué pasará si no se ponen de acuerdo en un veredicto mayoritario?

– Al juez no le quedará más alternativa que disolver el jurado y preguntarle al fiscal general si quiere solicitar la repetición del juicio. Antes de que me lo pregunte, le diré que no sé cuál será la reacción del señor Stamp si ese es el caso.

– Al parecer ha tomado muchas notas -comentó Fletcher, mientras echaba una ojeada a la hoja llena.

– Sí, tengo la intención de referirme a este caso el próximo semestre en la clase sobre la diferencia legal entre el homicidio sin premeditación y el asesinato. Será en el curso de los alumnos de tercero, así que no pasará mucha vergüenza.

– ¿Debí aceptar la oferta del fiscal general de homicidio sin premeditación y una condena de tres años?

– Sospecho que no tardaremos mucho en conocer la respuesta a esa pregunta.

– ¿He cometido muchos errores? -quiso saber Fletcher.

– Unos pocos -manifestó el profesor, que pasó las páginas del cuaderno.

– ¿Cuál ha sido el peor?

– El único error craso, en mi opinión, fue no llamar a un médico para que describiera de la manera más gráfica posible, algo que a los médicos les encanta hacer, cómo se produjeron los moratones en los brazos y las piernas de la señora Kirsten. Los jurados admiran a los médicos. Suponen que son personas honradas y la mayoría lo son. Pero como cualquier otro grupo de profesionales, si se les hacen las preguntas correctas, y después de todo son los abogados quienes seleccionan las preguntas, tienden a la exageración como cualquiera de nosotros.

Fletcher se sintió culpable por haber pasado por alto una estratagema absolutamente obvia y lamentó no haber hecho caso a la recomendación de Annie de buscar antes del juicio el asesoramiento del profesor.

– No se preocupe -añadió Abrahams-. Al estado aún le quedan por salvar algunos obstáculos, porque el juez nos concederá una demora en la ejecución.

– ¿Nos concederá?

– Sí -respondió el profesor tranquilamente-, aunque hace muchos años que no intervengo en un juicio y quizá esté un poco desentrenado. Confiaba en que quizá me permitiría asistirle en esta ocasión.

– ¿Quiere ser mi ayudante? -le preguntó Fletcher, incrédulo.

– Sí, Davenport -dijo Abrahams-, porque creo que me ha convencido de una cosa. Su clienta no debería pasar el resto de su vida en la cárcel.

– El jurado vuelve a la sala -gritó una voz que resonó por todo el pasillo.

– Buena suerte, Davenport -añadió el profesor-. Quiero decirle antes de escuchar el veredicto, que para ser solo un alumno de segundo, su defensa ha sido francamente meritoria.


Nat se dio cuenta de cómo la inquietud de Su Ling crecía por momentos a medida que se aproximaban a Cromwell.

– ¿Estás seguro de que tu madre aprobará la manera como voy vestida? -le preguntó ella, mientras intentaba bajarse la falda un poco más.

El muchacho desvió la mirada por un instante de la carretera para admirar el sencillo pero muy elegante vestido amarillo que había escogido Su Ling y que insinuaba toda la gracia de su figura.

– Mi madre lo aprobará y mi padre será incapaz de quitarte el ojo de encima.

Su Ling le apretó el muslo cariñosamente.

– ¿Cómo crees que reaccionará tu padre cuando sepa que soy coreana?

– Le hablaré de tu padre irlandés -replicó Nat-. En cualquier caso, se ha pasado toda la vida entre números, así que solo tardará unos minutos en darse cuenta de lo brillante que eres.

– Todavía estamos a tiempo de volvernos -dijo Su Ling-. Podríamos venir a visitarles el próximo domingo.

– Ya es demasiado tarde -afirmó Nat-. De todas maneras, ¿se te ha ocurrido pensar en lo nerviosos que estarán mis padres? Después de todo, ya les he dicho que estoy perdidamente enamorado de ti.

– Sí, pero el caso es que mi madre te adora.

– La mía te adorará a ti.

Su Ling permaneció en silencio hasta que Nat le anunció que estaban llegando a la periferia de Cromwell.

– No sé qué voy a decirles -protestó la muchacha.

– Su Ling, este no es un examen que debas aprobar.

– Sí que lo es, no es otra cosa.

– Esta es la ciudad donde nací -le explicó Nat, en un intento por conseguir que se tranquilizara mientras recorrían la calle principal-. Cuando era pequeño creía que era una gran metrópoli. Claro que para ser sincero, también creía que Hartford era la capital del mundo.

– ¿Cuánto falta para que lleguemos?

Nat miró a través de la ventanilla.

– Diría que unos diez minutos. Por favor, no esperes encontrarte con nada extraordinario, vivimos en una casa pequeña.

– Mi madre y yo vivimos encima de la lavandería -le recordó Su Ling.

Nat se echó a reír.

– También Harry Truman.

– Pues ya has visto de qué le sirvió -replicó ella.

Nat tomó por Cedar Avenue.

– La nuestra es la tercera casa a mano derecha.

– ¿No podríamos dar unas cuantas vueltas a la manzana? Necesito tiempo para pensar en lo que voy a decir.

– De ninguna manera -respondió Nat con voz firme-. Intenta recordar cómo reaccionó el profesor de estadística de Harvard cuando te conoció.

– Sí, pero no quería casarme con su hijo.

– Estoy seguro de que no hubiese puesto el más mínimo inconveniente si con ello conseguía que te unieras a su equipo.

Su Ling se echó a reír por primera vez en más de una hora, justo en el momento en que Nat detenía el coche delante de la casa. Se bajó y corrió a abrirle la puerta a la muchacha. Su Ling salió del coche con tan mala fortuna que el tacón del zapato se enganchó en la rejilla de una boca de desagüe.

– Lo siento, lo siento -dijo ella mientras recuperaba el zapato y se calzaba-. Lo siento.

Nat se echó a reír y la abrazó.

– No, no -protestó Su Ling-, tu madre podría vernos.

– Eso espero -afirmó Nat.

El joven sonrió y la cogió de la mano mientras recorrían el corto sendero que llevaba hasta el porche.

La puerta se abrió mucho antes de que llegaran y Susan corrió a recibirles. Abrazó a Su Ling inmediatamente y exclamó:

– Nat no ha exagerado ni un ápice. Eres muy hermosa.


Fletcher no se dio mucha prisa en volver a la sala y se sorprendió al ver que el profesor seguía a su lado mientras caminaban por el pasillo. Cuando llegaron a la barandilla, el joven supuso que su mentor ocuparía su asiento un par de filas detrás de Annie y Jimmy, pero no fue así sino que continuó para ir a sentarse junto a Fletcher. Annie y Jimmy apenas podían disimular el asombro. El ujier anunció:

– Todos en pie. Preside su señoría el juez Abernathy.

En cuanto ocupó su lugar en el estrado, el juez saludó al fiscal general y luego dirigió su atención al equipo de la defensa; por segunda vez durante el juicio, en su rostro apareció una expresión de sorpresa.

– Veo que ha conseguido un ayudante, señor Davenport. ¿Debo consignar su nombre en las actas antes de que llame al jurado?

Fletcher miró al profesor, quien se levantó para responder:

– Ese es mi deseo, su señoría.

– ¿Su nombre? -preguntó el juez, como si no le hubiese visto en toda su vida.

– Karl Abrahams, su señoría.

– ¿Está usted cualificado para intervenir ante mi tribunal? -preguntó el juez con voz solemne.

– Creo que sí, señor -contestó Abrahams-. Soy miembro del colegio de abogados de Connecticut desde mil novecientos treinta y siete, aunque nunca he tenido el privilegio de intervenir delante de su señoría.

– Muchas gracias, señor Abrahams. Si el fiscal general no tiene ninguna objeción, consignaré su nombre en las actas como ayudante del señor Davenport.

El fiscal general se levantó, saludó al profesor con una leve inclinación y manifestó:

– Es un privilegio estar en la misma sala con el ayudante del señor Davenport.

– Entonces creo que no debemos esperar más para llamar al jurado -señaló el juez.

Fletcher observó atentamente los rostros de los siete hombres y cinco mujeres mientras ocupaban sus asientos. El profesor le había advertido que estuviese atento a los miembros del jurado que miraran directamente a su clienta, porque eso podría indicar un veredicto de inocencia. Le pareció que dos o tres lo hacían, pero no podía estar seguro.

El portavoz del jurado se levantó.

– ¿Han llegado ustedes aun veredicto en este caso? -preguntó el magistrado.

– No, su señoría, no hemos podido hacerlo -respondió el portavoz.

Fletcher notó que le sudaban las manos todavía más que en su primer discurso al jurado. El juez probó una segunda vez:

– ¿Han podido llegar a un veredicto mayoritario?

– No, no hemos podido, su señoría.

– ¿Creen que, si disponen de más tiempo, podrían llegar a un veredicto mayoritario?

– No lo creo, su señoría. Hemos estado divididos por partes iguales durante las últimas tres horas.

– Entonces no tengo más opción que declarar nulo el juicio y disolver el jurado. En nombre del estado, les doy las gracias por sus servicios.

El juez ya se dirigía al fiscal general, cuando el señor Abrahams se levantó.

– Me pregunto, su señoría, si podría solicitar su consejo en una pequeña cuestión técnica.

El juez lo miró intrigado y lo mismo hizo el fiscal general.

– Estoy impaciente por escuchar esa pequeña cuestión técnica.

– Permítame primero preguntarle a su señoría si me equivoco al creer que, en caso de celebrarse un nuevo juicio, los representantes de la defensa deben ser anunciados dentro de un plazo de catorce días.

– Esa es la práctica habitual, señor Abrahams.

– Entonces colaboraré con el tribunal al comunicar que si se presenta dicha situación, el señor Davenport y yo continuaremos representando a la acusada.

– Le doy las gracias por su pequeña cuestión técnica -manifestó el juez, que ya no parecía intrigado. Se dirigió al fiscal general-. Debo preguntarle ahora, señor Stamp, si tiene usted la intención de solicitar un nuevo juicio.

La atención de todos los presentes se centró en los cinco abogados del estado, que mantenían una animada conversación con las cabezas muy juntas. El juez Abernathy no hizo nada por meterles prisa y esperó pacientemente hasta que el señor Stamp se levantó.

– Consideramos, su señoría, que no beneficiará al interés del estado solicitar la celebración de un nuevo juicio.

El público aplaudió con entusiasmo mientras el profesor arrancaba una hoja de su cuaderno y se la pasaba a su alumno. Fletcher le echó un vistazo, se levantó una vez más y leyó textualmente:

– Su señoría, dadas las circunstancias, solicito la inmediata puesta en libertad de mi cliente. -Miró la siguiente frase del profesor y continuó con la lectura-: Quiero manifestar, además, mi agradecimiento por la corrección y la profesionalidad demostradas por el señor Stamp y su equipo durante todo el juicio.

El juez asintió y el señor Stamp se puso de pie.

– A mi vez felicito al señor letrado y a su ayudante por su labor en este su primer caso delante de su señoría. Asimismo, le deseo al señor Davenport todos los éxitos en la que estoy seguro será una brillante carrera.

Fletcher miró a Annie con una sonrisa de felicidad mientras el profesor Abrahams se levantaba.

– Protesto, su señoría.

Todos se volvieron para mirar al profesor.

– Yo no lo afirmaría con tanto convencimiento. Creo que aún le queda mucho trabajo por delante antes de que veamos realizada esa promesa.

– Se admite la protesta -dijo el juez Abernathy.


– Mi madre me enseñó los dos idiomas hasta que cumplí nueve años y para entonces ya estaba preparada para introducirme en el sistema escolar de Storrs.

– Allí fue donde di mis primeras clases -comentó Susan.

– No tardé en descubrir que me sentía mucho más a gusto con los números que con las palabras. -Michael Cartwright asintió, comprensivo-. Fui muy afortunada al tener a una maestra de matemáticas aficionada a la estadística y que además estaba fascinada por la importancia que tendrían los ordenadores en el futuro.

– Cada día dependemos más de ellos en las empresas de seguros -comentó Michael, mientras cargaba la pipa.

– ¿Qué tamaño tiene el ordenador de su empresa, señor Cartwright? -le preguntó Su Ling.

– Aproximadamente el tamaño de esta habitación.

– La próxima generación de estudiantes trabajará con ordenadores que no serán más grandes que las tapas de sus pupitres; la generación siguiente podrá tenerlos en la palma de la mano.

– ¿Crees realmente que eso es posible? -preguntó Susan, fascinada.

– La tecnología avanza a mucha velocidad y la demanda alcanzará unos niveles que obligará a bajar los precios rápidamente. En cuanto eso ocurra, los ordenadores serán como los teléfonos y los televisores en los años cuarenta y cincuenta. A medida que aumente el número de usuarios, más baratos y pequeños serán.

– Así y todo, habrá algunos ordenadores que continuarán siendo grandes -opinó Michael-. Piensa que mi empresa tiene más de cuarenta mil clientes.

– No necesariamente -replicó la muchacha-. El ordenador que llevó al primer hombre a la luna era más grande que esta casa, pero viviremos para ver cómo una nave espacial llega a Marte controlada por un ordenador no más grande que esta mesa de cocina.

– ¿No más grande que esta mesa? -repitió Susan, que intentaba hacerse a la idea.

– Silicon Valley, en California, se ha convertido en la nueva meca de la tecnología. IBM y Hewlett Packard comienzan a darse cuenta de que sus últimos modelos se quedan anticuados en cuestión de meses; en cuanto los japoneses se lancen a toda marcha, quizá será cuestión de semanas.

– ¿Qué tendrán que hacer las empresas como la mía para mantenerse al día? -preguntó Michael.

– Sencillamente tendrá que cambiar de ordenador con la misma frecuencia que un coche; en un futuro no muy lejano, podrá llevar en su bolsillo la información detallada de cada uno de sus clientes.

– Te lo repito -insistió Michael-, mi empresa tiene en la actualidad cuarenta y dos mil clientes.

– Aunque tenga cuatrocientos veinte mil, señor Cartwright, un ordenador que podrá llevar en la mano le informará de todo lo que necesita.

– Piensa en las consecuencias -apuntó Susan.

– Son muy emocionantes, señora Cartwright -dijo Su Ling. Se calló un momento con el rostro arrebolado-. Perdón, he hablado demasiado.

– No, no -la tranquilizó Susan-, es fascinante, pero quería preguntarte cosas de Corea, un país que siempre he deseado visitar. Si no es una pregunta ridícula, ¿os parecéis más a los chinos o a los japoneses?

– A ninguno de los dos -la informó Su Ling-. Somos tan diferentes como un ruso de un italiano. La nación coreana estaba formada por tribus y probablemente comenzó a existir por el siglo segundo…


– Pensar que les dije que eras tímida -comentó Nat mientras se acostaba junto a Su Ling, pasada la medianoche.

– Lo siento mucho -se disculpó ella-. No respeté la regla de oro de tu madre.

– ¿Cuál de ellas?

– Aquella que cuando dos personas se encuentran, la conversación se repartirá por partes iguales; tres personas, un tercio; cuatro, el veinticinco por ciento. Yo estuve hablando durante casi un noventa por ciento del tiempo. Me siento avergonzada por haberme comportado de una manera absolutamente incorrecta. No sé lo que me pasó. Supongo que habrá sido cosa de los nervios. Estoy segura de que no les haría gracia tenerme como nuera.

– Te adoran -replicó Nat, muy contento-. Mi padre se quedó hipnotizado con tus conocimientos de informática y mi madre fascinada con las costumbres coreanas, aunque no le comentaste nada de lo que ocurre si una muchacha coreana toma el té con los padres de su pretendiente.

– Eso no se aplica a una norteamericana de primera generación, como es mi caso.

– Que se pinta con lápiz de labios rosa y viste minifaldas -dijo Nat, que cogió un pintalabios rosa y lo agitó en el aire.

– No sabía que te pintaras los labios, Nat. ¿Otra moda que adoptaste en Vietnam?

– Solo durante las operaciones nocturnas. Ahora date la vuelta.

– ¿Darme la vuelta?

– Sí -dijo Nat, con un tono firme-. Creía que las mujeres coreanas eran obedientes, así que haz lo que te digo y date la vuelta.

Su Ling se puso boca abajo y apoyó la cabeza en la almohada.

– ¿Cuál es la próxima orden, capitán Cartwright?

– Quítate el camisón, Pequeña Flor.

– ¿Esto es lo que les sucede a todas las chicas norteamericanas durante la segunda noche?

– Quítate el camisón.

– Sí, capitán. -Su Ling deslizó lentamente el camisón de seda blanca hacia arriba y después de pasarlo por encima de la cabeza, lo dejó caer en el suelo-. ¿Qué pasa ahora? ¿Es cuando me pegas?

– No, eso no ocurrirá hasta la tercera noche, pero te haré una pregunta.

Nat cogió el pintalabios y le escribió en la espalda tres palabras entre signos de interrogación.

– ¿Qué has escrito, capitán Cartwright?

– ¿Por qué no lo averiguas tú misma?

Su Ling se levantó de la cama y se miró la espalda por encima del hombro en el espejo de cuerpo entero. Pasaron unos segundos antes de que apareciera una sonrisa en su rostro. Cuando se volvió, Nat estaba despatarrado en la cama y sostenía el pintalabios por encima de la cabeza. La muchacha se acercó lentamente, le quitó la barra de carmín y se quedó mirándole el pecho durante unos instantes. Luego le escribió en la piel las palabras: sí, quiero.

21

– Annie está embarazada.

– Eso es fantástico -exclamó Jimmy mientras salían del comedor y cruzaban el campus para ir a su primera clase de la mañana-. ¿De cuántos meses?

– Solo de dos, así que ahora es tu turno de dar consejos.

– ¿A qué te refieres?

– No te olvides que eres tú quien tiene experiencia en esto. Eres padre de una niña de seis meses. Primera pregunta: ¿cómo puedo ayudar a Annie durante los próximos siete meses?

– Limítate a darle todo tu apoyo. Nunca olvides decirle que está preciosa aunque parezca una ballena varada en la playa, y si se le ocurren ideas tontas, tú síguele la corriente.

– ¿Qué ideas?

– A Joanna le encantaba comerse medio kilo de helado de chocolate con virutas todas las noches antes de irse a la cama, así que yo también comía; si se despertaba de madrugada a menudo se comía otro medio kilo.

– Eso tuvo que ser todo un sacrificio -opinó Fletcher.

– Efectivamente, sobre todo porque al helado le seguía una cucharada de aceite de hígado de bacalao.

– Cuéntame más cosas -le pidió Fletcher, cuando dejó de reírse y se acercaban al edificio Andersen.

– Annie tendrá que ir muy pronto a las clases de preparación al parto; los instructores por lo general recomiendan que asistan los maridos para que aprendan a valorar lo que están pasando las esposas.

– Estoy seguro de que me gustará -afirmó Fletcher-, sobre todo si tengo que comerme todas esas montañas de helado.

Subieron las escalinatas y entraron en el edificio.

– En el caso de Annie, bien podría darle por las cebollas o por los pepinillos en vinagre -le advirtió Jimmy.

– Si es así, quizá no me muestre muy entusiasta.

– Después tenemos los preparativos para el nacimiento. ¿Quién ayudará a Annie en todo eso?

– Mamá le preguntó si quería a la señorita Nichol, mi vieja niñera, pero Annie no ha querido ni oír hablar del tema. Está decidida a criar al bebé sin la ayuda de nadie.

– Joanna no hubiese vacilado en aprovechar los servicios de la señorita Nichol, porque por lo que recuerdo de la mujer, hubiese accedido a pintar la habitación del bebé además de cambiarle los pañales.

– No tenemos habitación para el bebé, solo el cuarto de los invitados.

– Pues a partir de hoy queda convertido en la habitación del bebé y Annie esperará que te encargues de pintarla, mientras ella se compra todo un vestuario nuevo.

– Tiene vestidos más que suficientes -replicó Fletcher.

– Ninguna mujer tiene vestidos más que suficientes -afirmó Jimmy-. Además, dentro de un par de meses no podrá usar ninguna de las prendas que tiene y eso será antes de que comience a pensar en las necesidades del bebé.

– Entonces ya puedo dedicarme a buscar trabajo como camarero -dijo Fletcher mientras caminaban por el pasillo.

– No creo que tu padre…

– No pretendo pasar toda mi vida aprovechándome de mi padre.

– Si mi padre tuviese tanto dinero como el tuyo -comentó Jimmy-, te juro que no hubiese pegado sello.

– Sí que lo hubieses hecho, porque de lo contrario Joanna nunca hubiese aceptado casarse contigo.

– No creo que acabes trabajando de camarero, Fletcher, porque después de tu triunfo en el caso Kirsten podrás escoger entre los mejores empleos de la bolsa de trabajo de la facultad. Si hay algo que sé de mi hermanita, es que no permitirá que nada se interponga en el objetivo de que seas el primero del curso. -Jimmy guardó silencio un momento-. ¿Qué te parece si hablo con mi madre? Ella ayudó mucho a Joanna en multitud de cosas sin que pareciera demasiado evidente. Claro que esperaría recibir algo a cambio.

– ¿En qué has pensado? -preguntó Fletcher.

– ¿Qué te parece la fortuna de tu padre? -replicó con una sonrisa.

Fletcher soltó la carcajada.

– ¿Quieres la fortuna de mi padre a cambio de pedirle a tu madre que ayude a su hija con el nacimiento de su nieto? Sabes, Jimmy, tengo la sensación de que serías un extraordinario abogado matrimonialista.


– He decidido presentarme como candidato a representante estudiantil -dijo sin ni siquiera preguntar quién le llamaba por teléfono.

– Es una gran noticia -declaró Tom-. ¿Qué ha dicho Su Ling al respecto?

– No hubiese dado el primer paso de no habérmelo propuesto ella. Además, quiere participar en la campaña. Dijo que se encargará de las encuestas y todo lo que tenga que ver con las estadísticas.

– Pues ya tienes resuelto uno de tus problemas. ¿Has escogido a tu director de campaña?

– Sí, poco después de que tú regresaras a Yale. Me decidí por un tipo llamado Joe Stein. Ha dirigido un par de campañas y aportará el voto judío.

– ¿Hay un voto judío en Connecticut? -le preguntó Tom.

– En este país siempre hay un voto judío y en esta universidad hay cuatrocientos dieciocho judíos. Puedes estar seguro de que necesitaré del voto de todos.

– En ese caso, ¿qué opinas sobre el futuro de los Altos del Golán?

– Ni siquiera sé dónde están los Altos del Golán -respondió Nat.

– Te recomiendo que lo averigües para mañana por la mañana.

– Me pregunto qué opinará Elliot sobre los Altos del Golán.

– Que forman parte de Israel y que de ninguna manera se puede ceder ni un palmo a los palestinos.

– ¿Qué crees que les dirá a los palestinos?

– Es probable que no haya más de un par de palestinos en la universidad, así que no necesita preocuparse por ellos.

– Evidentemente eso le simplificaría mucho las cosas.

– El siguiente paso que hay que considerar es tu discurso inaugural y dónde piensas darlo.

– Había pensado en el Russell Hall.

– Solo tiene capacidad para cuatrocientas personas. ¿No hay una sala más grande?

– Sí. El salón de actos tiene un aforo de más de mil, pero Elliot ya cometió el error. Cuando inauguró su campaña, el sitio parecía medio vacío. No, prefiero reservar el Russell Hall y tener a la gente sentada en las cornisas, colgados de las arañas, incluso de pie en las escalinatas de la entrada, algo que resultará mucho más impresionante para los votantes.

– En ese caso, más te vale que fijes una fecha y reserves la sala cuanto antes; al mismo tiempo, tienes que acabar de seleccionar a los integrantes de tu equipo.

– ¿De qué más debo ocuparme? -le preguntó Nat.

– Del discurso, para que cale bien en la gente; ah, y no te olvides de hablar con todos los estudiantes que te encuentres. Recuerda el saludo habitual «Hola, me llamo Nat Cartwright. Me presento como candidato a representante estudiantil y confío en contar con tu apoyo». Después escucha lo que te digan, porque si creen que estás interesado en sus opiniones, te resultará mucho más fácil conseguir su apoyo.

– ¿Alguna cosa más?

– No tengas piedad a la hora de utilizar a Su Ling y pídele que haga lo mismo con todas las estudiantes, porque es posible que sea una de las muchachas más admiradas del campus después de su decisión de no cambiar de universidad. No son muchas las personas capaces de rechazar una invitación de Harvard.

– No me lo recuerdes -replicó Nat-. ¿Eso es todo? Parece que has pensado hasta en el más mínimo detalle.

– Sí, solo una cosa más: me reuniré contigo durante los últimos diez días de campaña, pero oficialmente no seré un integrante de tu equipo.

– ¿Por qué no?

– Porque Elliot le diría a todo el mundo que tu campaña la lleva alguien de fuera y, lo que es peor, el hijo de un banquero que estudia en Yale. Procura no olvidar que hubieses ganado tus últimas elecciones de no haber sido por el fraude cometido por Elliot, así que prepárate para cualquier jugarreta que pueda apartarte de la carrera electoral.

– ¿Qué se le podría ocurrir?

– Si pudiera saberlo, sería el jefe de gabinete de Nixon.


– ¿Qué tal estoy? -preguntó Annie, sentada en el asiento del acompañante; mantenía estirado el cinturón de seguridad para que no le oprimiera la barriga.

– Estás preciosa, cariño -respondió Fletcher, sin ni siquiera dedicarle una mirada.

– No lo estoy. Tengo un aspecto horrible y este es un acontecimiento importante.

– Probablemente no sea más que una de sus habituales reuniones con una docena o más de alumnos.

– Lo dudo -replicó Annie-. Envió una invitación escrita a mano y recuerda lo que decía: «Haga todo lo posible por asistir. Quiero presentarle a una persona».

– Bueno, no tardaremos mucho en aclarar el misterio -señaló Fletcher, mientras aparcaba el viejo Ford detrás de una limusina vigilada por una docena de agentes del servicio secreto.

– ¿Quién podrá ser? -susurró Annie, que aceptó la mano que le ofrecía su marido para bajar del coche.

– No tengo ni idea, pero…

– Qué alegría verle, Fletcher -exclamó el profesor, que se encontraba en el umbral para recibir a los invitados-. Le agradezco mucho que esté aquí -añadió. Hubiese sido una estupidez por mi parte no venir, pensó Fletcher-. Y a usted también, señora Davenport. La recuerdo muy bien, porque durante un par de semanas estuve sentado dos filas más atrás de usted en la sala del juzgado.

– Entonces estaba un poco más delgada -comentó Annie con una amplia sonrisa.

– Pero no menos hermosa -replicó Abrahams-. ¿Para cuándo espera al bebé?

– Dentro de diez semanas, señor.

– Por favor, llámeme Karl -dijo el profesor-. Me siento muchísimo más joven cuando una estudiante de Vassar me llama por mi primer nombre. Un privilegio, debo añadir, que no extenderé a su marido hasta dentro de un año por lo menos -añadió mientras pasaba el brazo por los hombros de Annie-. Pasen. Quiero que conozcan a alguien.

Seguidos por el profesor, Fletcher y Annie entraron en la sala, donde ya había una docena de invitados que conversaban animadamente. Al parecer eran los últimos en llegar.

– Señor vicepresidente, quiero presentarle a Annie Cartwright.

– Buenas noches, señor vicepresidente.

– Hola, Annie -dijo Spiro Agnew y le estrechó la mano efusivamente-. Me han comentado que se ha casado con un tipo muy brillante.

– Procure no olvidar, Annie -intervino Karl-, que los políticos tienen cierta tendencia a la exageración, porque siempre confían en obtener su voto.

– Lo sé, Karl, mi padre se dedica a la política.

– ¿Es de los nuestros? -le preguntó Agnew.

– No, señor, de los otros -respondió Annie, con un tono divertido-. Es el líder de la mayoría del Senado del estado de Connecticut.

– ¿Es que no hay ningún republicano en esta reunión?

– Y este, señor vicepresidente, es el marido de Annie, Fletcher Davenport.

– Encantado, Fletcher. ¿Su padre también es demócrata?

– No, señor, está afiliado al partido republicano.

– Fantástico, así al menos tenemos dos votos seguros en su casa.

– No, señor, mi madre no le permitiría cruzar el umbral.

El vicepresidente se echó a reír.

– No parece que todo esto ayude mucho a su reputación, Karl.

– Continuaré siendo neutral como siempre, Spiro, porque el juego político es algo que no me concierne. En cualquier caso, si me lo permite, dejaré a Annie con usted, porque quiero que Fletcher conozca a alguien más.

Fletcher se sintió intrigado porque había supuesto que el profesor se refería al vicepresidente en la invitación, pero siguió obedientemente a su anfitrión para reunirse con un grupo de hombres que se encontraban al otro lado de la sala, junto a la chimenea encendida.

– Bill, este es Fletcher Davenport. Fletcher, le presento a Bill Alexander, de Alexander…

– … Dupont y Bell -acabó Fletcher, y estrechó la mano del socio principal de una de las firmas de abogados más prestigiosas de Nueva York.

– Hace tiempo que buscaba la ocasión de conocerle, Fletcher -dijo Bill Alexander-. Ha conseguido algo que yo no he sido capaz de conseguir en treinta años.

– ¿A qué se refiere, señor?

– A que Karl interviniera en uno de mis casos como ayudante. ¿Cómo lo consiguió?

Los dos hombres esperaron ansiosos la respuesta.

– No me dejó muchas alternativas, señor. Me incordió de una manera muy poco profesional, pero era comprensible, dada su desesperación. Nadie le había ofrecido un empleo desde mil novecientos treinta y ocho.

Los dos mayores se echaron a reír.

– Así y todo, me siento obligado a preguntar si valió la pena pagarle sus honorarios, que sin duda debieron de ser considerables, si tenemos en cuenta que la mujer salió absuelta de los cargos.

– Desde luego que lo fueron -intervino Abrahams antes de que su joven invitado pudiera responder.

El profesor buscó en la biblioteca detrás de Bill Alexander y sacó un ejemplar en tapa dura de Los juicios de Clarence Darrow. El señor Alexander miró el libro.

– Yo también lo tengo, por supuesto -comentó Alexander.

– Y yo. -Fletcher pareció desilusionado al escucharlo-. Pero no una primera edición firmada y con la cubierta en perfecto estado. Es un ejemplar de coleccionista.

Fletcher pensó en su madre y en su valioso consejo: «Procura escoger algo que él aprecie y no es necesario que valga una fortuna».


Nat le pidió a cada uno de los ocho hombres y seis mujeres que formaban su equipo que ofreciera una breve biografía para el resto del grupo. Luego les asignó las responsabilidades que tendrían en la campaña electoral. Nat admiraba sinceramente el trabajo de Su Ling, porque como le había aconsejado Tom, la joven había seleccionado a una notable muestra de estudiantes, la mayoría de los cuales habían deseado desde el principio que Nat se presentara como candidato.

– Muy bien, comencemos a ponernos al día -dijo Nat.

El primero en hablar fue Joe Stein, quien se puso de pie.

– Como el candidato ha dejado bien claro que los donativos no pueden exceder de un dólar por persona, he aumentado el número de voluntarios para la campaña financiera, de forma que podemos pedir su aportación al mayor número de estudiantes posible. Dicho grupo se reúne una vez por semana, generalmente los lunes. Sería muy útil si el candidato pudiera hablar con ellos en algún momento.

– ¿Qué te parece el próximo lunes? -preguntó Nat.

– Estupendo. Hasta ahora, hemos recaudado trescientos siete dólares; la mayor parte de los donativos la recibimos después de tu discurso en Russell Hall. A la vista de que la sala estaba hasta los topes, casi todos se quedaron convencidos de que estaban respaldando al ganador.

– Gracias, Joe. Veamos ahora cómo va la campaña opositora. ¿Tim?

– Me llamo Tim Ulrich. Mi trabajo consiste en seguir la campaña de la oposición y asegurarnos de saber en todo momento qué se traen entre manos. Tenemos por lo menos a dos personas que toman nota de todo lo que dice Elliot. Ha hecho tantas promesas durante los últimos días, que si pretende cumplirlas todas la universidad estará en la ruina en menos de un año.

– ¿Qué hay de los grupos, Ray?

– Los grupos se dividen en tres clases: étnicos, religiosos y actividades, así que tengo a tres colaboradores para que se ocupen de ellos. Por supuesto, hay muchos que se entremezclan: por ejemplo, los italianos con los católicos.

– ¿Sexo? -preguntó alguien.

– No -respondió Ray-. Liemos descubierto que el sexo es universal, por tanto no lo hemos podido agrupar, pero la ópera, la comida y la moda es donde más se entremezclan los italianos. Para colmo, en Mario’s ofrecen café gratis a aquellos clientes que prometen votar a Cartwright.

– Ten cuidado. Elliot podría decir que es un gasto electoral -le advirtió Joe-. No vayamos a perder por un estúpido tecnicismo.

– De acuerdo -dijo Nat-. ¿Los deportes?

Jack Roberts, el capitán del equipo de baloncesto, no necesitaba presentarse.

– Las secciones de atletismo están bien cubiertas por la participación personal de Nat, sobre todo después de su victoria en la carrera campo a través contra la Universidad de Cornell. Yo me encargo del equipo de béisbol y baloncesto. Elliot se ha hecho con el equipo de fútbol, pero la sorpresa la tenemos en el lacrosse femenino; hay más de trescientas chicas que lo practican.

– Salgo con una chica del segundo equipo -comentó Tim.

– Creía que eras homosexual -dijo Chris.

Algunos se echaron a reír.

– ¿Hay alguien que se ocupe del voto gay? -quiso saber Nat. Nadie le respondió-. Si alguien reconoce públicamente que es gay, le buscaremos un lugar en el equipo y se habrán acabado los comentarios malintencionados.

– Lo siento, Nat -se disculpó Chris.

– Solo nos quedan las encuestas y las estadísticas, Su Ling.

– Me llamo Su Ling. Hay nueve mil seiscientos veintiocho estudiantes: cinco mil quinientos diecisiete hombres y cuatro mil ciento once mujeres. Una encuesta muy casera realizada en el campus el sábado pasado por la mañana señala que Elliot contaría con seiscientos once votos y Nat con quinientos cuarenta y uno, pero no olvidemos que Elliot cuenta con la ventaja de haber comenzado la campaña hace más de un año y que sus carteles están por todas partes. Los nuestros los colocaremos el viernes.

– Los habrán arrancado todos para el sábado.

– Pues los volveremos a colocar inmediatamente -afirmó Joe-, sin recurrir a las mismas tácticas. Siento haberte interrumpido, Su Ling.

– Tranquilo, no pasa nada. Todos los miembros del equipo deben fijarse el objetivo de hablar todos los días con un mínimo de veinte votantes. Como todavía tenemos por delante sesenta días de campaña, intentaremos hablar con cada estudiante varias veces antes del día de las elecciones. Esto es algo que no se puede realizar de cualquier manera. En esa pared hay un tablón con la lista de todos los estudiantes por orden alfabético. En la mesa he dejado lápices de colores. He destinado un color para cada miembro del equipo. Al final de la jornada, cada uno marcará a los votantes que ha entrevistado. De este modo también sabremos quiénes son los que hablan y quiénes los que trabajan.

– Has dicho que hay diecisiete lápices de colores -intervino Joe-, aunque nosotros solo somos catorce.

– Correcto, pero también hay lápices de color negro, amarillo y rojo. Si la persona dijo que votará a Elliot, la marcaréis en negro; si es dudosa, le corresponde una marca amarilla, y si están seguros de que votará por Nat, entonces usaréis el rojo. A última hora entraré toda la nueva información en el ordenador; os entregaré copias de los resultados a primera hora de la mañana siguiente. ¿Alguna pregunta?

– ¿Te casarás conmigo? -preguntó Chris.

Todos se echaron a reír.

– Sí, lo haré -respondió Su Ling-. Por cierto, recuerda que no debes creer todo lo que te dicen, porque Elliot también me lo pidió y le dije que sí.

– Eh, ¿qué pasa conmigo? -protestó Nat.

– No te olvides que a ti te contesté por escrito. -Su Ling le dedicó una sonrisa.


– Buenas noches, señor, y muchas gracias por tan grata velada.

– Buenas noches, Fletcher. Me alegra que os hayáis divertido.

– Desde luego que sí -afirmó Annie-. Ha sido fantástico conocer al vicepresidente. Ahora podré burlarme de mi padre durante semanas -añadió mientras Fletcher la ayudaba a subir al coche.

Incluso antes de cerrar la puerta de su lado, Fletcher exclamó:

– Annie, has estado fabulosa.

– Solo procuraba sobrevivir. No esperaba que Karl me colocara entre el vicepresidente y el señor Alexander durante la cena. Incluso me pregunté si no habría sido un error.

– El profesor no comete esa clase de errores -señaló Fletcher-. Sospecho que Bill Alexander le pidió que lo hiciera.

– ¿Por qué haría tal cosa?

– Es el socio principal de una firma con una larga tradición y chapada a la antigua, así que seguramente creyó que averiguaría muchas cosas referentes a mí a través de mi esposa; si te invitan a unirte a Alexander Dupont y Bell, es un equivalente a que te propongan matrimonio.

– Entonces confiemos en que no haya puesto trabas a una proposición en toda regla.

– Todo lo contrario. Has conseguido que llegue a la etapa del cortejo. No vayas a creer que fue una coincidencia que la señora Alexander se sentara a tu lado cuando sirvieron el café.

Annie soltó un suave gemido y Fletcher la miró preocupado.

– Oh, Dios mío -exclamó la muchacha-. Han comenzado las contracciones.

– Pero si todavía faltan diez semanas -replicó Fletcher-. Relájate y estaremos en casa en un santiamén. En cuanto te acuestes te sentirás bien.

Annie volvió a gemir, esta vez un poco más fuerte.

– Olvídate de volver a casa; llévame al hospital.

Fletcher pisó el acelerador, aunque no podía ir muy rápido porque necesitaba mirar los nombres de las calles para orientarse y encontrar el camino más corto hasta el hospital de Yale-New Haven. Entonces vio una parada de taxis. Viró bruscamente y se detuvo junto al primer taxi de la cola. Bajó la ventanilla.

– Mi mujer está a punto de dar a luz -gritó-. ¿Cuál es el camino más corto hasta Yale-New Haven?

– Sígame -le ordenó el taxista y arrancó.

Fletcher hizo lo imposible para no separarse del taxi que se movía como una anguila entre los demás coches; el conductor hacía sonar el claxon sin cesar mientras seguía una ruta absolutamente nueva para él. Annie se sujetaba la barriga; los gemidos aumentaban de intensidad por momentos.

– No te preocupes, amor mío, ya casi hemos llegado -le dijo a Annie, mientras se saltaba otro semáforo en rojo para no perder de vista al taxi.

Cuando los dos coches llegaron finalmente al hospital, Fletcher se sorprendió al ver a un médico y una enfermera junto a una camilla en la puerta; era evidente que les estaban esperando. El taxista levantó el puño con el pulgar en alto en dirección a la enfermera y Fletcher se dijo que seguramente había llamado a su supervisor para que comunicara la emergencia al hospital; confió en llevar bastante dinero para pagarle la carrera y añadir una generosa propina.

Fletcher saltó del coche para ayudar a Annie, pero el taxista ya se le había adelantado. Entre los dos la sacaron del vehículo y la colocaron con mucho cuidado en la camilla. La enfermera comenzó a desabrocharle el vestido incluso antes de que la camilla entrara en el hospital. Fletcher sacó el billetero y se volvió hacia el taxista.

– Muchas gracias, ha sido usted muy amable. ¿Cuánto le debo?

– Ni un centavo; invita la casa -contestó el taxista.

– Pero… -comenzó Fletcher.

– Si le digo a mi esposa que le he cobrado, me matará. Buena suerte. -El taxista dio media vuelta sin decir nada más y caminó hacia su coche.

– Gracias -repitió Fletcher antes de correr hacia la entrada.

Tardó un minuto en alcanzar a su esposa y le cogió la mano.

– Todo irá a la perfección, cariño -le aseguró.

El enfermero le hizo a Annie una serie de preguntas que fueron contestadas desde la primera hasta la última con un lacónico sí. En cuanto acabó con el cuestionario, llamó al quirófano para avisar al doctor Redpath y a su equipo de que tardarían un minuto en llegar. El lento y enorme ascensor se detuvo en la quinta planta. Llevaron a Annie a tanta velocidad por el pasillo que Fletcher casi corría a su lado para no soltarle la mano. Vio a dos enfermeras que mantenían abiertas las puertas de la sala para que la camilla no tuviera que detenerse.

Annie se aferró a la mano de su marido mientras la colocaban en la mesa. Otras tres personas entraron en el quirófano, con las mascarillas puestas. La primera comprobó el instrumental, la segunda se ocupó de la máscara de oxígeno y la tercera intentó que Annie le respondiera a más preguntas, aunque ya gritaba sin cesar. Fletcher no le soltó la mano, hasta que apareció un hombre mayor. Se calzó los guantes de goma.

– ¿Estamos preparados? -preguntó sin mirar a la parturienta.

– Sí, doctor Redpath -contestó la enfermera.

– Bien. -Miró a Fletcher-. Lamento tener que pedirle que se retire, señor Davenport. Le llamaremos en cuanto haya nacido el bebé.

Fletcher besó a su mujer en la frente.

– Estoy muy orgulloso de ti -le susurró.

22

Nat se despertó a las cinco el día de las elecciones y reparó en que Su Ling ya estaba en la ducha. Releyó el horario que tenía en la mesilla de noche. Reunión con todo el equipo a las siete, seguida de una hora y media delante de las puertas del comedor para recibir y saludar a los votantes que acudían a desayunar.

– Ven y dúchate conmigo -le gritó Su Ling-, no podemos perder ni un minuto.

Tenía razón, porque llegaron a la reunión del equipo solo un minuto antes de que el reloj marcara las siete. Todos los demás ya estaban presentes y Tom, que había venido de Yale para la ocasión, les comentaba las experiencias de su reciente reelección. Su Ling y Nat ocuparon las sillas a cada lado del asesor de campaña, que continuó presidiendo la reunión como si ellos no estuviesen allí.

– Nadie se detiene, ni siquiera para respirar, hasta las seis en punto, cuando se haya depositado el último voto. Ahora propongo que el candidato y Su Ling se instalen a la entrada del comedor y permanezcan allí entre las siete y media y las ocho y media mientras el resto va a desayunar.

– ¿Tendremos que comer toda esa basura durante una hora? -preguntó Joe.

– No, no quiero que comas nada, Joe. Necesito que vayáis de mesa en mesa, nunca dos de vosotros a la misma mesa; recordad que el equipo de Elliot probablemente estará haciendo la misma operación, así que no perdáis el tiempo pidiéndoles el voto. Muy bien, vamos allá.

Los catorce salieron de la habitación y corrieron a través del prado para desaparecer en el interior del comedor. Nat y Su Ling se quedaron junto a la entrada.

– Hola, soy Nat Cartwright. Me presento como candidato a representante del consejo de estudiantes. Espero contar con tu voto en las elecciones de hoy.

– Vale, tío, ya tienes el voto gay -le respondieron al unísono dos estudiantes con expresiones somnolientas.

– Hola, soy Nat Cartwright. Me presento como candidato a representante del consejo de…

– Sí, sé quién eres, pero ¿cómo puedes entender los problemas que se tienen para sobrevivir con una miserable beca, cuando a ti te pagan cuatrocientos dólares todos los meses? -fue la réplica mordaz del estudiante.

– Hola, soy Nat Cartwright. Me presento como candidato a representante del…

– No pienso votar a nadie -afirmó otro estudiante, y siguió su camino.

– Hola, soy Nat Cartwright. Me presento como candidato a…

– Lo siento mucho. Solo estoy de visita, así que no puedo votar.

– Hola, soy Nat Cartwright y…

– Te deseo buena suerte, pero te votaré solo porque tu novia es una preciosidad.

– Hola, soy Nat Cartwright…

– Pues yo soy del equipo de Ralph Elliot; os vamos a dar una paliza.

– Hola, soy Nat…

Nueve horas más tarde, Nat había perdido la cuenta de las veces que había repetido las mismas palabras y las manos que había estrechado. Solo sabía a ciencia cierta que se había quedado ronco y que en cualquier momento perdería los dedos. A las seis y un minuto, se volvió hacia Tom y dijo:

– Hola, soy Nat Cartwright y…

– Olvídalo -replicó Tom y se echó a reír-. Soy el representante de Yale y todo lo que sé es que si no fuese por Ralph Elliot tú tendrías mi puesto.

– ¿Qué me tienes reservado ahora? Mi programa de actividades termina a las seis y no tengo idea de lo que debo hacer -le comentó Nat.

– Muy típico de todos los candidatos. Creo que lo más conveniente es que nos vayamos a cenar tranquilamente a Mario’s.

– ¿Qué pasa con el resto del equipo? -quiso saber Su Ling.

– Joe, Chris, Sue y Tim asistirán al recuento de votos, mientras los demás se toman un bien merecido descanso. Como el recuento comienza a las siete y tardarán como mínimo un par de horas, propongo que todos estéis presentes en la sala a las ocho y media.

– Por mí de acuerdo -dijo Nat-. Podría comerme un caballo.

Mario los acompañó hasta la mesa en el rincón y no dejó de tratar a Nat como señor representante. Mientras los tres disfrutaban de sus bebidas e intentaban relajarse, Mario reapareció con una gran fuente de espaguetis a la boloñesa y los espolvoreó con una generosa ración de queso parmesano. Pese a los esfuerzos de Nat la cantidad de espaguetis no parecía disminuir. Tom advirtió que el nerviosismo de su amigo iba en aumento y comía cada vez menos.

– Me pregunto qué estará haciendo Elliot en estos momentos -comentó Su Ling.

– Estará en el McDonald’s junto con todos esos tipejos de su equipo, comiendo hamburguesas y patatas fritas a cuatro carrillos y haciendo ver que todo va sobre ruedas -replicó Tom y bebió un trago de vino de la casa.

– Bueno, al menos podemos estar tranquilos de que ya no podrá hacernos ninguna jugarreta -declaró Nat.

– Yo no pondría las manos en el fuego -opinó Su Ling en el mismo momento en que Joe Stein entraba en el local.

– ¿Qué querrá Joe? -preguntó Tom que se levantó para llamar al colaborador.

Nat le sonrió a su director de campaña cuando este se acercó a la mesa, pero Joe no le devolvió la sonrisa.

– Tenemos un problema -les informó Joe-. Será mejor que vayamos inmediatamente a la sala donde están haciendo el recuento.


Fletcher caminó de un extremo al otro del pasillo, de la misma manera que había hecho su padre veinte años antes, durante una tarde que la señorita Nichol le había descrito en muchas ocasiones. Era como ver una vieja película en blanco y negro, siempre con el mismo final feliz. Fletcher se dio cuenta de que siempre acababa a unos pasos de la puerta del quirófano, como si esperara que alguien -cualquiera- hiciera su aparición.

Por fin se abrieron las puertas y salió una enfermera, pero pasó a la carrera junto a Fletcher sin decir palabra. Pasaron unos minutos más antes de que saliera el doctor Redpath. Se quitó la mascarilla y su expresión era grave.

– Acaban de trasladar a su esposa a su habitación -dijo-. Está bien, cansada, pero bien. Podrá verla dentro de unos minutos.

– ¿Cómo está el bebé?

– Han llevado a su hijo a la incubadora. Permítame que le acompañe.

El médico guió a Fletcher a lo largo del pasillo y se detuvo delante de un gran ventanal. Al otro lado había tres incubadoras. Dos estaban ocupadas. Vio cómo acomodaban suavemente a su hijo en la tercera. Su cuerpo diminuto se veía rojo y arrugado como una pasa. La enfermera le colocó un tubo de goma en la nariz. Luego le fijó un sensor en el pecho y lo conectó a un monitor. Su última tarea fue colocarle una pequeña pulsera en la muñeca izquierda con el nombre de Davenport. La pantalla del monitor entró en funcionamiento e incluso Fletcher, a pesar de sus muy rudimentarios conocimientos de medicina, se dio cuenta de que el corazón de su hijo latía muy débilmente. Miró preocupado al doctor Redpath.

– ¿Qué posibilidades tiene?

– Se ha adelantado diez semanas, pero si conseguimos que supere la noche, entonces es muy probable que sobreviva.

– ¿Qué posibilidades tiene? -insistió Fletcher.

– No hay reglas, ni porcentajes, ninguna ley que nos dé una garantía. Cada bebé es único, incluido el suyo -declaró el médico.

Se les acercó una enfermera.

– Ya puede ver a su esposa, señor Davenport. Si quiere acompañarme, por favor.

Fletcher le dio las gracias al doctor Redpath y siguió a la enfermera por las escaleras hasta la siguiente planta, donde estaba la habitación de su esposa. Annie estaba reclinada en la cama, contra varias almohadas.

– ¿Cómo está nuestro hijo? -le preguntó nada más verlo entrar.

– Muy bien. Es precioso, señora Davenport, y es muy afortunado al tener una madre absolutamente maravillosa.

– No me dejan verlo -protestó Annie en voz baja-, y deseo tanto tenerlo en mis brazos…

– Por el momento está en la incubadora -le explicó Fletcher-; hay una enfermera que lo vigila constantemente.

– Tengo la sensación de que hubiese pasado un siglo desde la cena con el profesor Abrahams.

– Sí, vaya noche -comentó Fletcher-. Un doble triunfo para ti. Has hechizado al socio principal de la firma donde quiero trabajar y luego has dado a luz a nuestro hijo. ¿Qué más quieres?

– Todo eso me parece sin importancia ahora que tenemos que ocuparnos de nuestro hijo. -Se calló un momento-. Harry Robert Davenport.

– Suena de maravilla -afirmó Fletcher-, nuestros padres estarán encantados.

– ¿Cómo lo llamaremos? -preguntó Annie-. ¿Harry o Robert?

– Yo sé cómo voy a llamarlo -contestó Fletcher en el momento en que la enfermera entraba en la habitación.

– Creo que es hora de que duerma, señora Davenport. Ha sido una jornada agotadora.

– Estoy de acuerdo -manifestó Fletcher.

Retiró las almohadas para que Annie no hiciera ningún esfuerzo y la ayudó a acomodarse. Annie le dedicó una sonrisa mientras apoyaba la cabeza en la almohada y su marido le dio un beso en la frente. La enfermera apagó la luz en cuanto Fletcher salió de la habitación.

Fletcher corrió escaleras arriba para ir a comprobar si los latidos del corazón de su hijo eran más fuertes. Miró la pantalla del monitor a través de la ventana; era tanta su desesperación por ver que marcaba una mayor intensidad, que se convenció a sí mismo de que así era. Mantuvo la nariz pegada al cristal.

– Sigue luchando, Harry -dijo y comenzó a contar los latidos por minuto. De pronto, le dominó el cansancio-. Aguanta, chico, lo conseguirás.

Se apartó de la ventana y fue a sentarse en una silla al otro lado del pasillo. En cuestión de minutos, dormía profundamente.

Se despertó sobresaltado cuando una mano le tocó suavemente en el hombro. Abrió los ojos con un gran esfuerzo; no tenía idea de cuánto tiempo había estado durmiendo. Primero vio a la enfermera, en cuyo rostro se reflejaba una expresión solemne. El doctor Redpath se encontraba a un paso más atrás de ella. No fue necesario que le dijeran que Harry Robert Davenport no lo había conseguido.


– Veamos, ¿cuál es el problema? -preguntó Nat mientras corrían hacia la sala donde se realizaba el escrutinio.

– Llevábamos una amplia ventaja hasta hace solo unos minutos -le explicó Joe, que jadeaba visiblemente después del esfuerzo de ir hasta el restaurante y en ese momento procurar seguir a la par de Nat a un ritmo que el candidato hubiese dicho que era un trote. Agotado, acortó el paso-. Entonces, aparecieron dos urnas llenas a rebosar y casi el noventa por ciento de los votos son para Elliot -añadió cuando llegaron a las escalinatas del edificio.

Nat y Tom no esperaron a Joe mientras subían los escalones de dos en dos y entraban en la sala. Al primero que vieron fue a Ralph Elliot, que parecía muy complacido consigo mismo. Nat volvió su atención hacia Tom, quien ya estaba atendiendo las explicaciones de Sue y Chris. Se apresuró a reunirse con ellos.

– Íbamos ganando por unos cuatrocientos votos -dijo Chris-; supusimos que ya estaba definido el resultado, cuando aparecieron dos urnas como surgidas de la nada.

– ¿Qué quieres decir con surgidas de la nada? -le preguntó Tom.

– Verás, las descubrieron debajo de una mesa, pero no estaban incluidas en el recuento original. En una de las urnas -añadió Chris, después de consultar la planilla- había trescientos diecinueve votos para Elliot contra cuarenta y ocho de Nat y en la otra, trescientos veintidós y cuarenta y uno respectivamente, cosa que le dio la vuelta al resultado y lo situó como ganador por un puñado de votos.

– Dime los resultados de las otras urnas -le pidió Su Ling.

– En general respondían a las estimaciones -respondió Chris, que consultó de nuevo la planilla-. En la que obtuvimos más votos, había doscientos nueve para Nat, frente a ciento setenta y seis para Elliot. De hecho, Elliot solo nos superó en una urna: doscientos uno a ciento noventa y seis.

– Los votos de las dos últimas urnas son estadísticamente imposibles -afirmó Su Ling- si los comparas con las diez que ya han contabilizado. Alguien ha tenido que llenarlas con las papeletas de Elliot para conseguir cambiar el resultado.

– ¿Cómo pudieron hacer tal cosa? -preguntó Tom.

– Es algo muy sencillo si consigues hacerte con las papeletas en blanco -dijo Su Ling.

– Cosa que seguramente no les planteó ningún problema -señaló Joe.

– ¿Cómo puedes estar seguro de que fue así? -le preguntó Nat.

– Porque cuando voté en mi residencia durante la hora de la comida, solo había una persona para controlar la votación y estaba redactando un trabajo de clase. Podría haberme llevado un puñado de papeletas sin que se diera cuenta.

– Eso no explica la súbita aparición de las dos urnas -declaró Tom.

– No necesitas ser un genio para resolver el misterio -intervino Chris-, porque una vez acabada la votación, todo lo que tuvieron que hacer fue retener dos urnas y llenarlas con sus votos.

– No tenemos manera de probarlo -opinó Nat.

– Las estadísticas lo prueban -señaló Su Ling-. Nunca mienten, aunque reconozco que no tenemos ninguna prueba de primera mano.

– ¿Qué podemos hacer para desenmascarar el fraude? -preguntó Joe, mientras miraba a Elliot, que mantenía la misma expresión satisfecha.

– No hay mucho que podamos hacer aparte de comunicar nuestras sospechas a Chester Davies. Después de todo, es el funcionario a cargo de la junta electoral.

– De acuerdo, Joe. Ve y díselo; después esperaremos a ver qué decide.

Joe se marchó para hablar con el decano. Vieron cómo la expresión del señor Davies se hacía cada vez más seria. En cuanto Joe acabó su exposición, el decano llamó inmediatamente al jefe de campaña de Elliot, quien no hizo más que encogerse de hombros y señalar que todos los votos eran válidos.

Nat observó con desconfianza mientras el señor Davies interrogaba a los dos jóvenes; vio cómo Joe asentía, antes de que cada jefe de campaña se dirigiera a informar a sus respectivos equipos.

– El decano convocará ahora mismo una reunión urgente de la junta electoral en su despacho; nos comunicará la decisión dentro de una media hora.

– El señor Davies es un hombre bueno y justo -dijo Su Ling, que cogió a Nat de la mano-. Puedes estar seguro de que llegará a la conclusión correcta.

– Puede que llegue a la conclusión correcta -replicó Nat-, pero al final no podrá hacer otra cosa que aplicar las normas electorales con independencia de sus opiniones personales.

– Estoy de acuerdo -afirmó una voz detrás de ellos. Nat se volvió rápidamente y se encontró con Elliot, que le sonreía-. No necesitarán mirar en el reglamento para dictaminar que la persona con más votos es el ganador -añadió Elliot, con un tono de desdén.

– A menos que revisen la norma que dice: una persona, un voto -dijo Nat.

– ¿Me estás acusando de tramposo? -le espetó Elliot, en un tono de voz que llamó de inmediato la atención de sus partidarios, los cuales se apresuraron a rodearlo.

– Digámoslo de otra manera. Si ganas estas elecciones, puedes ir a Chicago y pedir el empleo de cajero en Cook County, porque el alcalde Daly no tiene nada que enseñarte.

Elliot ya había dado un paso adelante y levantado el puño cuando el decano entró en la sala, con una hoja de papel en la mano. Subió al estrado.

– Te acabas de librar de una buena zurra -susurró Elliot.

– Pues lo mismo digo -replicó Nat.

Los dos jóvenes se volvieron hacia el estrado.

Se apagaron todas las conversaciones mientras el señor Davies ajustaba la altura del micrófono y miraba a todos aquellos que se habían dado cita para escuchar el resultado. El decano leyó con voz pausada el texto de la nota.

– Se me ha comunicado un incidente en las elecciones para representante del claustro de estudiantes. Al parecer, se encontraron dos urnas después de acabado el recuento. Cuando se procedió a la apertura de las mismas y se contaron los votos, resultó que se invirtió el resultado de la votación. Por tanto, como miembros de la junta electoral, nos correspondió consultar el reglamento de las elecciones. Por mucho que buscamos, no encontramos ninguna referencia a la aparición de urnas no contabilizadas, ni las acciones que hay que emprender en el caso de que se advirtiera un número de votos absolutamente anormal en una urna determinada.

– Porque en el pasado nunca se le ocurrió a nadie cometer un fraude -gritó Joe desde el fondo de la sala.

– Tampoco se ha hecho ahora -le respondieron de inmediato-. Lo que pasa es que no sabéis perder.

– ¿Cuántas urnas más teníais preparadas por si…?

– No necesitamos más.

– Silencio -ordenó el decano-. Estos comentarios no favorecen a ninguna de las partes. -Esperó a que se hiciera silencio antes de proseguir con la lectura de la nota-. Así y todo, conscientes de nuestra responsabilidad como miembros de la junta electoral, hemos llegado a la conclusión de dar por válido el resultado.

Los partidarios de Elliot estallaron en una estruendosa ovación.

Elliot miró a Nat.

– Creo que acabas de saber quién ha recibido una paliza.

– Esto aún no se ha acabado -le advirtió Nat, sin desviar la mirada del señor Davies.

Pasaron unos minutos antes de que el decano pudiera continuar, porque la mayoría había supuesto que había acabado su intervención.

– Como se han cometido varias irregularidades en el proceso electoral, una de las cuales en nuestra opinión sigue sin aclararse, he decidido que de acuerdo con el artículo siete b del reglamento del claustro de estudiantes, el candidato derrotado tiene la oportunidad de apelar. Si lo hace, el comité podrá optar entre tres decisiones. -Abrió el libro del reglamento y leyó-: a) confirmar el resultado original; b) no dar por válido el resultado original, y c) convocar nuevas elecciones que se celebrarán durante la primera semana del próximo semestre. Por tanto, damos al señor Cartwright un plazo de veinticuatro horas para presentar su apelación.

– No necesitamos veinticuatro horas -gritó Joe-. Apelamos.

– Es preciso que el candidato presente la apelación por escrito -aclaró el decano.

Tom miró a Nat, que solo tenía ojos para Su Ling.

– ¿Recuerdas lo que acordamos en el caso de que no ganara?

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