Libro séptimo
Números

54

Nat tardó casi una hora en llegar a Madison y cuando llegó a la periferia, se le podía perdonar que pensara que la pequeña ciudad costera hubiese sido escogida como el escenario del séptimo partido de las series mundiales de béisbol.

La carretera estaba abarrotada de coches con los emblemas rojos, blancos y azules, y los carteles de burros y elefantes adornaban muchísimas de las ventanas traseras. Cuando llegó a la entrada de Madison, con una población de 12.372 habitantes según el cartel de bienvenida, la mitad de los vehículos lo siguieron como virutas de acero atraídas por un imán.

– Si descartamos a los que no tienen edad para votar, supongo que serán unos cinco mil los inscritos en el padrón -comentó Nat.

– No necesariamente. Sospecho que habrá algunos más -replicó Tom-. No olvides que Madison es donde los jubilados vienen a visitar a sus padres, así que no encontrarás la ciudad llena de bares y discotecas para jóvenes.

– Entonces eso nos beneficiará -concluyó Nat.

– He decidido abandonar el juego de las adivinanzas -dijo Tom y exhaló un suspiro.

No les hizo falta seguir los indicadores para ir al ayuntamiento, dado que todo el mundo parecía ir en la misma dirección, seguros de que la persona delante de ellos sabía exactamente adónde iban. Cuando la pequeña comitiva de Nat llegó al centro de la ciudad, las madres que paseaban a sus hijos en los cochecitos los adelantaban. Circular por la calle principal se convirtió en un continuo parar y arrancar. Nat decidió que era el momento de salir del coche y cubrir el resto del trayecto a pie cuando los rebasó un hombre en silla de ruedas. Esto, sin embargo, le retrasó todavía más porque, en el momento en que lo reconocieron, fueron muchos quienes corrieron para estrecharle la mano y varios le preguntaron si no le importaría hacerse una foto con sus respectivas esposas.

– Me complace ver que ya has iniciado la campaña para la reelección -se burló Tom.

– Primero espera a que me elijan -le recordó Nat.

Por fin llegaron al ayuntamiento y mientras subía las escalinatas Nat no dejó de estrechar las manos de todos aquellos que le deseaban éxito como si se tratara del día previo a las elecciones y no el día después. No pudo evitar preguntarse si sería diferente cuando saliera y esas mismas personas supieran el resultado. Tom vio al alcalde, en lo alto de las escalinatas, que los buscaba entre el público.

– Paul Holbourn -le susurró Tom-. Lleva tres mandatos como alcalde y con setenta y siete años cumplidos acaba de ganar el cuarto sin oposición.

– Me alegra volver a verle, Nat -dijo el alcalde, como si fuesen viejos amigos, aunque en realidad solo se habían visto una vez.

– Lo mismo digo, señor -respondió Nat y estrechó la mano que le tendía el alcalde-. Le felicito por la reelección. Creo que no tuvo rivales.

– Muchas gracias. Fletcher ya está aquí, nos espera en mi despacho, así que quizá ya sea hora de ir a reunimos con él. -Mientras entraban en el edificio, Holbourn añadió-: Solo quiero dedicar unos momentos a explicarles a los dos cómo hacemos las cosas en Madison.

– Me parece perfecto -manifestó Nat, a sabiendas de que el alcalde lo haría de todas maneras.

Una multitud de funcionarios y periodistas los escoltó hasta el despacho de Holbourn, donde Nat y Su Ling se reunieron con Fletcher, Annie y otras treinta personas al parecer con derecho a asistir a la selecta reunión.

– ¿Quiere un café, Nat, antes de que comencemos? -le ofreció el alcalde.

– No, muchas gracias, señor.

– ¿Qué me dice de su encantadora mujercita? -Su Ling sacudió la cabeza cortésmente, sin ofenderse por el poco adecuado comentario, propio de la vieja generación-. Entonces, comenzaré -anunció el alcalde, que se volvió para mirar a los que se apiñaban en su despacho-. Damas y caballeros, futuro gobernador… -El anciano intentó mirar a los dos candidatos a la vez-. El recuento comenzará a las diez, como ha sido la costumbre en Madison durante más de un siglo, y no veo ninguna razón para que nos retrasemos más sencillamente porque hay un poco más de interés que el habitual en este procedimiento.

A Fletcher le pareció divertida la puntualización, pero no había ninguna duda de que el alcalde tenía la intención de disfrutar al máximo cada momento de sus quince minutos de fama.

– La ciudad tiene censados diez mil novecientos cuarenta y dos votantes, que residen en once distritos. Las veintidós urnas fueron recogidas, como siempre se ha hecho en el pasado, pocos minutos después de cerrarse los colegios electorales, y luego confiadas a la custodia de nuestro jefe de policía, quien las encerró en una de sus celdas para que pasaran la noche.

Algunos de los presentes rieron cortésmente el chiste del alcalde, cosa que le hizo sonreír y también perder la concentración. Pareció titubear, hasta que su ayudante le susurró al oído: «Urnas».

– Sí, por supuesto, sí. Las urnas fueron recogidas y traídas al ayuntamiento esta mañana a las nueve, donde le pedí al secretario que verificara que los precintos estuviesen intactos, cosa que me confirmó. -El alcalde miró a los funcionarios superiores y todos asintieron-. A las diez romperé los precintos y se vaciará el contenido de las urnas en la mesa colocada en el centro de la sala de plenos. El primer recuento solo será para verificar el número de votos emitidos. Hecho esto, los votos se clasificarán en tres grupos: los votos republicanos, los demócratas y las papeletas que presenten alguna irregularidad. Debo añadir, sin embargo, que esto no es algo habitual en Madison, porque para muchos de nosotros bien pueden ser nuestros últimos comicios.

Este último comentario provocó algunas risas nerviosas, aunque Nat no tenía ninguna duda de que era una gran verdad.

– Mi última tarea como funcionario electoral será anunciar los resultados, que a su vez decidirá quién ha resultado electo como nuevo gobernador de nuestro gran estado. Confío en que todo este proceso concluya para el mediodía. -No si seguimos a este paso, pensó Fletcher-. ¿Hay alguna pregunta que quieran hacer antes de que pasemos a la sala donde se hará el recuento?

Tom y Jimmy comenzaron a hablar al mismo tiempo y Tom le cedió cortésmente la palabra a su oponente, porque sospechaba que ambos querían hacer las mismas preguntas.

– ¿Cuántas personas se ocuparán del recuento? -preguntó Jimmy.

El secretario susurró de nuevo al oído del alcalde.

– Veinte -respondió Holbourn-, y todos ellos son funcionarios del ayuntamiento, además de ser miembros de nuestro club de bridge.

Ninguno de los candidatos comprendió qué importancia podía tener esto último, pero prefirieron no pedir ninguna explicación.

– ¿Cuántos observadores tendremos cada uno? -preguntó Tom.

– Permitiré la presencia de diez representantes de cada partido -explicó el alcalde-, que podrán situarse a un paso de cada funcionario encargado del recuento, aunque en ningún momento podrán hablar con ellos. Si tienen alguna duda, tendrán que consultarla con mi secretario y si no están conformes, él consultará conmigo.

– ¿Quién actuará de árbitro si hay discusión por algún voto? -prosiguió Tom.

– Comprobará que no encontraremos casi ninguno -insistió el alcalde sin recordar que ya lo había dicho-, a la vista de que para muchos de nosotros quizá estas hayan sido nuestras últimas elecciones. -Esta vez nadie se rió, mientras que la pregunta de Tom se quedó sin respuesta. Tom prefirió no repetirla-. Bien, si no hay más preguntas, les acompañaré hasta nuestra histórica sala de plenos, construida en mil ochocientos sesenta y siete y de la que estamos profundamente orgullosos.

La sala se había construido con una capacidad apenas por debajo del millar de personas, porque la población de Madison no era muy dada a salir por las noches. Pero en esta ocasión, incluso antes de que el alcalde, sus ayudantes, Fletcher, Nat y sus respectivos acompañantes entraran, ya se parecía más a una estación de metro japonesa en hora punta que al salón de actos de una muy tranquila ciudad balnearia de Connecticut. Nat rogó para que el jefe de bomberos no estuviese entre la concurrencia porque seguramente estaban quebrantando todas las disposiciones de seguridad.

– Comenzaré este proceso con la explicación de cómo pienso realizar el recuento -dijo el alcalde, y caminó hacia el estrado.

Los candidatos se preguntaron si conseguiría subir los peldaños. Por fin la pequeña figura canosa apareció en el estrado y ocupó su lugar delante del micrófono que habían acomodado a su altura.

– Damas y caballeros -comenzó-, mi nombre es Paul Holbourn y solo los forasteros no sabrán que soy el alcalde de Madison. -Fletcher sospechó que para la mayoría de los presentes esta sería su primera y última visita a la histórica sala-. Pero hoy me presento ante ustedes como presidente de la junta electoral de Madison. Ya he explicado antes a los candidatos cuál es el procedimiento que voy a seguir y ahora se lo repetiré a ustedes.

Fletcher echó una ojeada al público; no tardó en darse cuenta de que casi nadie escuchaba las palabras del anciano porque la mayoría buscaba asegurarse un lugar lo más cercano posible al sector acordonado donde se efectuaría el recuento.

El alcalde acabó con la homilía y después de bajar del estrado puso todo su empeño en llegar al centro de la sala, cosa que nunca hubiese conseguido de no haber sido porque el proceso no podía comenzar sin su presencia.

Cuando por fin llegó al lugar del recuento, el secretario le ofreció unas tijeras. Holbourn cortó los precintos de las veintidós cajas como quien corta la cinta al inaugurar una carretera. Completada esta parte, los funcionarios vaciaron el contenido de las urnas en la mesa. El alcalde comprobó a continuación el interior de cada caja: primero las puso boca abajo y después las sacudió, como un mago que le enseña al público que no hay nada en la caja que utiliza en su espectáculo. Luego invitó a los candidatos a que hicieran lo mismo.

Tom y Jimmy permanecieron atentos a lo que ocurría en la mesa central mientras los funcionarios comenzaban a distribuir las papeletas entre los encargados de contar los votos como un crupier en la mesa de juego. Los encargados clasificaron las papeletas por decenas y cuando tenían diez, las sujetaban con una goma elástica. Este sencillo proceso les llevó casi una hora y para entonces el alcalde se había quedado sin más comentarios que hacer sobre Madison a quien estuviese dispuesto a escucharle. Los fajos de papeletas fueron verificados por el secretario, quien confirmó que había cincuenta y nueve con cien votos y uno con menos de cien.

Cuando se llegaba a este punto, la costumbre había sido que el alcalde volviera a subir al estrado, pero esta vez el secretario consideró que sería más sencillo que le acercaran el micrófono. Paul Holbourn aceptó la innovación y habría sido algo muy inteligente si el cable hubiese sido lo bastante largo para llegar al sector acordonado. De todas maneras, el alcalde no tuvo que caminar tanto para hacer su anuncio. Sopló en el micro y en la sala se escuchó un sonido como el de un tren que entra en un túnel; el anciano esperó que sirviera para imponer un poco de orden en la sala.

– Damas y caballeros -comenzó con la mirada puesta en la hoja que le había dado el secretario-, cinco mil novecientos treinta y cuatro dignos ciudadanos de Madison han participado en estas elecciones, que, según me informan, corresponde al cincuenta y cuatro por ciento del electorado y supera en uno por ciento la participación de los anteriores comicios.

– Ese uno por ciento quizá nos dé la ventaja que necesitamos -susurró Tom al oído de Nat.

– Por lo general, los aumentos en la participación siempre benefician a los demócratas -le recordó Nat.

– No cuando el promedio de edad del electorado es de sesenta y tres años -replicó Tom.

– Nuestra próxima tarea -continuó el alcalde- será separar los votos de ambos partidos antes de comenzar el recuento.

Nadie se sorprendió de que esa tarea llevara todavía más tiempo que la primera, dado que el alcalde y sus funcionarios tuvieron que atender mil y una reclamaciones. Por fin se acabó con el trámite y llegó el momento de contar los votos. Los fajos de diez pasaron a ser de cien antes de ser dispuestos ordenadamente como soldados en un desfile.

A Nat le hubiese gustado dar una vuelta por el salón y seguir todo el proceso, pero estaba abarrotado hasta tal extremo que se tuvo que conformar con los informes de su gente junto a las mesas. Tom decidió abrirse camino como fuera y llegó a la conclusión de que si bien Nat parecía ir en cabeza, no podía estar seguro de que superara los ciento dieciocho votos de ventaja que le llevaba Fletcher tras el escrutinio de la noche pasada.

Transcurrió otra hora antes de que se acabara el recuento y los dos montones de papeletas estaban uno delante del otro. El alcalde invitó a los candidatos a que se reunieran con él junto a la mesa. Luego explicó que había dieciséis votos anulados por los funcionarios y, por consiguiente, quería consultar con ellos antes de decidir si alguno se podía considerar válido.

Nadie podía acusar al alcalde de no creer en un gobierno abierto, porque los dieciséis votos se exhibían a la vista de todos. Ocho no tenían marca alguna y ambos candidatos acordaron que no eran válidos. También descartaron sin vacilar uno que decía: «A Cartwright lo tendrían que haber ejecutado en la silla eléctrica», y otro con la frase: «Ningún abogado está capacitado para ejercer un cargo público». Los seis restantes llevaban marcas que no eran cruces junto a los nombres de uno u otro de los candidatos, pero como estaban repartidos por partes iguales, el alcalde propuso que se dieran por buenos. Jimmy y Tom verificaron los seis votos y consideraron que la propuesta del alcalde era válida.

A la vista de que el inciso no había dado ventaja a ninguno de los dos candidatos, el alcalde dio la autorización para que comenzara el recuento. Una vez más se dispusieron los fajos de papeletas de un centenar delante de los funcionarios y Nat y Fletcher intentaron calcular desde lejos si llevaban o no la ventaja suficiente para cambiar la cabecera de su correspondencia durante los siguientes cuatro años.

Cuando acabó el recuento, el secretario le pasó al alcalde la hoja con los resultados. No fue necesario que pidiera silencio porque todo el mundo estaba atento. El alcalde, sin pensar ya en cualquier intento de subir al estrado, anunció sencillamente que los republicanos habían ganado por 3.019 votos contra 2.905. Luego estrechó las manos de los candidatos, con la sensación de que había acabado con su cometido, mientras todos los demás intentaban deducir el significado de esas cifras.

En cuestión de segundos, varios de los partidarios de Fletcher comenzaron a dar vivas en cuanto comprendieron que, si bien habían perdido en Madison por 114 votos, habían ganado el cómputo total del estado por cuatro votos. El alcalde ya iba camino de su despacho, dispuesto a disfrutar de una opípara comida, cuando Tom lo alcanzó. Russell le explicó la verdadera importancia del resultado local y añadió que, en nombre de su candidato, solicitaba un segundo recuento. Holbourn volvió a desandar el camino hecho a paso lento y entró en la sala, donde fue recibido con un sonoro coro que gritaba «¡Recuento! ¡Recuento! ¡Recuento!», y, sin consultar con sus funcionarios, anunció que esa siempre había sido su intención.

Varios de los que habían hecho el primer recuento y que ya habían recogido sus cosas, volvieron a ocupar sus asientos sin más demora. Fletcher escuchó atentamente las palabras que Jimmy le susurraba al oído. Lo pensó durante unos momentos y luego respondió que no con tono decidido.

Jimmy le había señalado al candidato que el alcalde no tenía autoridad para ordenar un nuevo recuento, dado que era Fletcher quien había perdido las elecciones en Madison y únicamente el candidato perdedor podía solicitar otro recuento. El Washington Post manifestó en un comentario publicado a la mañana siguiente que el alcalde también había excedido sus atribuciones en otro punto y era que Nat había superado a su rival por más del uno por ciento y, por tanto, el recuento era innecesario. Sin embargo, el columnista aceptaba que rechazar la propuesta del nuevo recuento hubiese provocado una revuelta, por no mencionar las interminables disputas legales, que no hubiesen estado en consonancia con la manera como ambos candidatos habían realizado sus campañas.

Una vez más, se contaron los fajos, antes de verificarlos. Esto dio como consecuencia el descubrimiento de que tres fajos tenían ciento un votos, mientras que otro solo tenía noventa y ocho. El secretario no confirmó este resultado hasta que estuvo seguro de que las sumas realizadas con las máquinas y manualmente coincidían. Luego le entregó al alcalde el papel con los nuevos resultados para que los leyera.

El alcalde leyó el resultado del nuevo recuento, que era de 3.021 votos para Cartwright y 2.905 para Fletcher, cosa que acortaba la diferencia en el cómputo general del estado a dos votos.

Tom solicitó inmediatamente un tercer recuento, aunque sabía que ya no tenía derecho para pedirlo. Pero lo hizo pensando que, dada la mínima diferencia de la mayoría de Fletcher, el alcalde se lo concedería. Cruzó los dedos mientras el secretario consultaba al alcalde, quien se limitó a asentir después de escucharlo y se acercó al micrófono.

– Autorizaré un tercer recuento -anunció-, pero si los demócratas mantienen la mayoría por tercera vez, por mínima que sea, declararé a Fletcher Davenport como nuevo gobernador del estado de Connecticut.

Esta declaración fue recibida con grandes aclamaciones de los partidarios de Fletcher y un gesto de asentimiento de Nat mientras se ponía en marcha el nuevo recuento.

Cuarenta minutos más tarde, se confirmó que todos los fajos eran correctos y pareció que la batalla se había acabado, hasta que alguien advirtió que uno de los observadores de Nat mantenía levantada la mano. El alcalde se acercó con el secretario pegado a sus talones y preguntó cuál era el problema. El observador señaló uno de los fajos de cien papeletas en el lado de Davenport y afirmó que uno de los votos le correspondía a Cartwright.

– Bien, solo hay una manera de averiguarlo -opinó el alcalde y comenzó a pasar las papeletas, mientras la multitud coreaba: «Uno, dos, tres…».

Nat se sentía muy incómodo ante la situación y le susurró a Su Ling:

– Esperemos que tenga razón.

– Veintisiete, veintiocho… -Fletcher no dijo nada cuando Jimmy se unió a los que contaban en voz alta.

– Treinta y nueve, cuarenta, cuarenta y uno…

De pronto se hizo un silencio absoluto; el observador no se había equivocado, porque la papeleta cuarenta y dos tenía marcada una cruz junto al nombre de Cartwright. El alcalde, el secretario, Tom y Jimmy verificaron la papeleta en cuestión y aceptaron que se había cometido un error y que, en consecuencia, el resultado total arrojaba un empate. Tom se sorprendió al escuchar el comentario de Nat.

– Me pregunto a quién habrá votado el doctor Renwick.

– Creo que se habrá abstenido -susurró Tom.

El alcalde parecía agotado y estuvo de acuerdo con su secretario de que habría un receso, para que los funcionarios se tomaran un descanso y comieran algo antes de iniciar el siguiente recuento a las dos. El viejo político invitó a comer a Fletcher y Nat, pero ambos declinaron cordialmente la invitación, porque no tenían la intención de abandonar la sala o separarse más de un par de metros del lugar donde estaban los votos.

– ¿Qué pasará si continúa siendo un empate? -escuchó Nat que el alcalde le preguntaba al secretario mientras caminaban hacia la salida.

Como no oyó la respuesta, le hizo a Tom la misma pregunta. Su jefe de campaña ya estaba muy ocupado en consultar el Reglamento de las elecciones en el estado de Connecticut.


Su Ling sí que abandonó la sala y caminó lentamente por el pasillo, unos pocos pasos atrás del grupo del alcalde. Cuando vio una puerta de roble donde estaba escrito biblioteca en letras doradas, se detuvo. Agradeció encontrar la puerta abierta y entró sin demora. Se sentó en una de las cómodas butacas junto a una estantería e intentó relajarse por primera vez en el día.

– Tú también -dijo una voz.

Su Ling abrió los ojos y vio a Annie sentada en el otro extremo. Le sonrió.

– Tenía que elegir entre pasar otra hora en la sala o…

– … comer con el alcalde y escuchar más epístolas de san Pablo sobre las virtudes de Madison.

Ambas se echaron a reír.

– Solo lamento que no se decidiera todo anoche -comentó Su Ling-. Ahora uno de los dos se pasará el resto de su vida preguntándose si tendría que haber visitado un centro comercial más…

– No creo que se les escapara ninguno -dijo Annie.

– O escuela, hospital, fábrica o estación ferroviaria, tanto da.

– Tendrían que haber acordado gobernar seis meses cada uno y al cabo del año dejar que los votantes decidieran a quién de los dos querían para el resto del mandato -opinó Annie.

– No creo que eso hubiese resuelto el problema.

– ¿Por qué no? -quiso saber Annie.

– Tengo la sensación de que esta es la primera de las muchas competiciones entre ellos que no demostrará nada hasta la prueba final.

– Quizá el problema para los votantes es que son hasta tal punto parecidos que resulta imposible elegir a uno de los dos -apuntó Annie, que miró a Su Ling atentamente.

– Tal vez sea que no hay tirantez entre ellos -replicó Su Ling, que le sostuvo la mirada.

– Sí, mi madre a menudo comenta lo parecidos que son cada vez que aparecen en la tele y la coincidencia del grupo sanguíneo solo recalca la sensación.

– Como matemática que soy, no creo en tantas coincidencias -declaró Su Ling.

– Es interesante que lo digas -manifestó Annie-, porque cada vez que saco el tema, Fletcher sencillamente se cierra como una ostra.

– Pues Nat es una tumba.

– Sospecho que si uniéramos nuestros conocimientos…

– Solo viviríamos para lamentarlo.

– ¿A qué te refieres? -le preguntó Annie.

– Que si esos dos han decidido no hablar del tema, ni siquiera con nosotras, es porque tienen un muy buen motivo.

– Por tanto, crees que nosotras también debemos callarnos.

Su Ling asintió.

– Sobre todo después de lo que ha tenido que soportar mi madre.

– Por no hablar de lo que tendría que soportar mi suegra -opinó Annie.

Su Ling sonrió al tiempo que se levantaba de la butaca. Miró directamente a su cuñada.

– No nos queda más que rogar que no compitan por la presidencia de la nación, porque entonces todo esto saldría a la luz.

Annie asintió con un gesto.

– Yo saldré primera -dijo Su Ling-, así nadie sabrá nunca que esta conversación tuvo lugar.


– ¿Has conseguido comer algo? -preguntó Nat.

Su Ling no tuvo que responderle porque su marido se distrajo al ver que se acercaba el alcalde con un papel en la mano. Parecía mucho más tranquilo que cuando se había marchado a su despacho. En cuanto se situó junto a la mesa, dio la orden para que comenzara el nuevo recuento. La satisfacción reflejada en el rostro del anciano no era el resultado de una opípara comida o de algún vino excelente; en realidad, el alcalde se había saltado la comida y había dedicado la hora del receso a llamar al Departamento de Justicia en Washington para pedir el asesoramiento del fiscal general sobre cómo debían proceder en el caso de mantenerse el empate.

Los funcionarios encargados del recuento fueron, como siempre, absolutamente meticulosos y al cabo de cuarenta y nueve minutos presentaron el mismo resultado. Un empate.

El alcalde releyó el fax del fiscal general y, para la incredulidad de todos, dispuso que se efectuara un nuevo recuento, que, treinta y cuatro minutos más tarde, confirmó el empate.

Una vez que el secretario informó debidamente a su jefe, el alcalde se dirigió al estrado, después de pedir a ambos candidatos que lo acompañaran. Fletcher se encogió de hombros cuando su mirada se cruzó con la de Nat. Tal era la ansiedad de los espectadores por saber qué se había decidido que se apartaron rápidamente para ceder el paso a los tres hombres, como si Moisés hubiese metido su vara en las aguas de Madison.

El alcalde subió al estrado con los dos candidatos. Cuando se detuvo en el centro, los candidatos se pusieron uno a cada lado: Fletcher a su izquierda y Nat a la derecha, como correspondía a sus respectivos idearios políticos. Holbourn tuvo que esperar unos momentos a que devolvieran el micrófono a la posición original antes de poder dirigirse a la audiencia, que no había disminuido a pesar de los considerables retrasos.

– Damas y caballeros, durante la pausa de la comida, aproveché la oportunidad para llamar al Departamento de Justicia en Washington y pedir su asesoramiento sobre el procedimiento en el caso de un empate. -Este anuncio tuvo como resultado que reinara un silencio que no se había conseguido desde que el salón abriera las puertas a las nueve de la mañana-. Con ese fin, tengo aquí un fax firmado por el fiscal general donde confirma el procedimiento legal que ahora corresponde realizar.

Alguien tosió y en el silencio que reinaba en la sala sonó como si el Vesubio hubiese entrado en erupción. El alcalde esperó un momento antes de leer el texto del fiscal.

– Si en unas elecciones a gobernador, cualquiera de los candidatos gana el recuento tres veces seguidas, dicho candidato será proclamado ganador, por pequeña que sea la diferencia. Pero si el resultado final continúa siendo un empate después del tercer recuento, entonces el resultado se decidirá… -el alcalde volvió a callarse unos instantes y esta vez nadie tosió-… arrojando una moneda.

Todos comenzaron a hablar al mismo tiempo, mientras intentaban comprender el significado del dictamen y pasaron unos minutos antes de que el alcalde pudiera continuar.

Esperó a que el silencio fuera completo y entonces sacó un dólar de plata del bolsillo del chaleco. Apoyó la moneda sobre la uña del pulgar antes de mirar a los candidatos como si esperase su aprobación. Ambos asintieron.

Uno de ellos gritó: «¡Cara!», pero él siempre pedía cara.

El alcalde hizo una leve inclinación antes de lanzar la moneda al aire. Todas las miradas siguieron su trayectoria ascendente y la rápida caída, antes de golpear en el suelo del estrado junto a los pies de Holbourn. Los tres hombres miraron el rostro del presidente en la moneda, que les devolvió la mirada impertérrito.

El alcalde recogió la moneda y se giró para mirar a los dos candidatos. Le sonrió al hombre que ahora tenía a su derecha.

– Permítame que sea yo el primero en felicitarle, gobernador.

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