Parte Primera 21 de marzo de 1927

12 y media de la noche

¿Intentaría Chen levantar el mosquitero? ¿Golpearía a través de él? La angustia le retorcía el estómago. Conocía su propia firmeza; pero sólo era capaz, en aquel instante,, de pensarlo con el embrutecimiento, fascinado por aquel montón de muselina blanca que caía desde el techo sobre un cuerpo menos visible que una sombra y de donde emergía sólo aquel pie medio inclinado por el sueño, vivo, no obstante, de la carne de hombre. La única luz procedía del building vecino; un gran rectángulo pálido de electricidad, cortado por los barrotes de la ventana, uno de los cuales rayaba el lecho precisamente por debajo del pie, como para acentuarle el volumen y la vida. Cuatro o cinco claxons sonaron a la vez. ¿Descubierto? ¡Combatir, combatir con enemigos que se defienden, con enemigos despiertos, qué liberación!

La ola de estruendo decreció: algún estrépito de carruajes -todavía había estrépito de carruajes allá, en el mundo de los hombres… -. Volvió a verse frente a la gran mancha blanca de la muselina y del rectángulo de luz, inmóviles en aquella noche en que el tiempo había dejado de existir.

Se repetía que aquel hombre debía morir. Tontamente, porque él sabía que lo mataría, capturado o no, ejecutado o no, poco importaba. Sólo existía aquel pie, aquel hombre al que debía herir sin que se defendiese, porque, si llegara a defenderse, llamaría.

Parpadeando, nauseado, Chen descubría en sí, no el combatiente que esperaba, sino a un sacrificador. Y no sólo ante los dioses que había elegido; bajo su sacrificio a la revolución surgía un mundo de profundidades, ante el cual aquella noche agobiada de angustia no era más que claridad. «Asesinar no es sólo matar, ¡ay!…» En los bolsillos, sus manos vacilantes empuñaban, la derecha, una navaja de afeitar cerrada y, la izquierda, un puñal corto. Los escondía lo más posible, como si la noche no bastase para ocultar sus movimientos. La navaja era más segura; pero Chen comprendía que no podría servirse de ella; el puñal le repugnaba menos. Soltó la navaja, cuyo dorso penetraba en sus dedos crispados; el puñal se hallaba desnudo en su bolsillo, sin vaina. Lo hizo pasar a su mano derecha, dejando caer la izquierda sobre la lana de su tricota, donde quedó adherida. Levantó ligeramente el brazo derecho, estupefacto ante el silencio que seguía rodeándole, como si su ademán hubiera debido soltar el resorte de una caída. Pero no; no pasaba nada: seguía siendo él quien tenía que obrar.

Aquel pie vivía, como un animal dormido. ¿Terminaba en él un cuerpo? «¿Pero es que me vuelvo loco?» Había que ver aquel cuerpo. Verlo; ver aquella cabeza; para ello entrar en la luz; dejar que pasase sobre el lecho su abultada sombra. ¿Cuál era la resistencia de la carne? Convulsivamente, Chen se hundió el puñal en el brazo izquierdo. El dolor (ya no era capaz de pensar en aquel brazo suyo), la idea del suplicio seguro si el durmiente despertaba, le libertaron por un segundo: el suplicio era preferible a aquella atmósfera de locura. Se acercó. Aquél era el hombre que había visto, dos horas antes, en plena luz. El pie, que casi rozaba el pantalón de Chen, giró de pronto, como una llave, y volvió a su primitiva posición en la noche tranquila. Quizá el durmiente presintiese aquella presencia, aunque no lo bastante para despertar… Chen se estremeció: un insecto corría sobre su piel. No; era la sangre de su brazo, que corría en un reguero. Y aquella sensación de mareo continuaba.

Un solo movimiento, y el hombre quedaría muerto. Matarlo no era nada: lo que resultaba imposible era tocarlo. Y había que herir con precisión. El durmiente, acostado sobre la espalda, en medio del lecho a la europea, sólo se hallaba vestido con unos calzoncillos cortos; pero, bajo la piel grasienta, las costillas no eran visibles. Chen tenía que orientarse por las puntas de las tetillas. Sabía cuan difícil es herir de arriba abajo. Tenía, pues, el puñal con la hoja en el aire; pero la tetilla izquierda quedaba más alejada: a través del tul del mosquitero hubiera tenido que herir alargando el brazo, con un movimiento curvo, como el del swing. Cambió la posición del puñal: la hoja, horizontal. Tocar aquel cuerpo inmóvil era tan difícil como herir un cadáver, quizá por las mismas razones. Como atraído por aquella idea de cadáver, se elevó un estertor. Chen ya no podía retroceder; las piernas y los brazos se le habían aflojado por completo. Pero el estertor se regularizó: el hombre no jadeaba, roncaba. Se hizo vivo, vulnerable; y, al mismo tiempo, Chen se sintió burlado. El cuerpo resbaló, con un ligero movimiento hacia la derecha. ¡Despertaría ahora! Con un golpe capaz de atravesar una tabla, Chen lo detuvo, con un ruido de muselina desgarrada unido a un choque sordo. Sensible hasta el extremo de la hoja, sintió el cuerpo rebotar hacia él, rechazado por el colchón elástico. Endureció rabiosamente el brazo para retenerlo: las piernas retrocedían juntas hacia el pecho, como ligadas la una a la otra. Se distendieron de golpe. Habría que herir de nuevo; pero, ¿cómo arrancar el puñal? El cuerpo continuaba de costado, inestable, y, a pesar de la convulsión que acababa de sacudirlo, Chen recibía la impresión de tenerlo fijo en el lecho con su arma corta, sobre la cual pesaba toda su masa. Por el gran agujero del mosquitero, lo veía muy bien: los párpados se habían abierto -¿habría podido despertar?-, y los ojos estaban en blanco. A lo largo del puñal, la sangre comenzaba a brotar, negra en aquella falsa luz. Con su peso, el cuerpo, presto a caer hacia la derecha o hacia la izquierda, encontraba aún vida. Chen no podía soltar el puñal. A través del arma, de su brazo extendido y de su hombro dolorido, se establecía una comunicación, toda angustia, entre el cuerpo y él, hasta el fondo de su pecho, hasta su corazón convulso, única cosa que se movía en la estancia. Permanecía en absoluto inmóvil; la sangre que continuaba brotando de su brazo le parecía ser la del hombre acostado. Sin que nada exterior sobreviniese, tuvo la certidumbre de que aquel hombre estaba muerto. Respiraba apenas, y continuaba manteniéndose de costado, en la luz inmóvil y turbia, en la soledad de la habitación. Nada indicaba que hubiera habido lucha; ni siquiera el desgarrón de la muselina, que parecía dividida en dos: allí no había más que silencio y una embriaguez abrumadora en la que él zozobraba, separado del mundo de los vivos, aferrado a su arma. Sus dedos se apretaban cada vez más; pero los músculos del brazo se aflojaban, y el brazo entero comenzó a temblar como una cuerda. Aquello no era miedo; era un espanto, a la vez atroz y solemne, que no había vuelto a conocer desde su infancia: estaba solo con la muerte, solo en un lugar sin hombres, muellemente aplastado, a la vez, por el horror y por el placer de la sangre.

Consiguió abrir la mano. El cuerpo se inclinó suavemente sobre el vientre. Quedando sesgado el mango del puñal, una mancha oscura comenzó a extenderse sobre la sábana y creció, como un ser vivo. Y, a su lado, creciendo como ella, apareció la sombra de dos orejas puntiagudas.

La puerta estaba próxima; el balcón, más alejado; pero era del balcón de donde venía la sombra. Aunque Chen no creía en los genios, estaba paralizado, incapacitado de darse vuelta. Se sobresaltó: un maullido. Medio repuesto, se atrevió a mirar. Era un gato de los tejados, que con patas silenciosas entraba por la ventana, los ojos fijos en él. Una rabia furiosa sacudía a Chen, a medida que avanzaba la sombra, no contra el animal mismo, sino contra esa presencia; nada vivo debía deslizarse en la hosca región donde estaba arrojado: aquello que lo había visto empuñar aquel cuchillo, lo imposibilitaba de volver entre los hombres. Abrió la navaja y dio un paso hacia adelante. El animal huyó por el balcón. Chen lo persiguió. Se encontró, de pronto, frente a Shanghai.

Sacudida por su angustia, la noche bullía como una enorme humareda negra, llena de chispas; al ritmo de su respiración, cada vez menos anhelante, se inmovilizó, y, en el desgarrón de las nubes, aparecieron las estrellas, con su movimiento eterno, que le invadió, con el aire más fresco de fuera. Una sirena se elevó y luego se perdió en aquella serenidad punzante.

Abajo, muy abajo, las luces de medianoche, reflejadas a través de una bruma amarilla por el macadam mojado, por las pálidas rayas de los rieles, palpitaban con la vida de los hombres que no matan. Eran millones de vidas, y todas ahora rechazaban a la suya; pero, ¿qué significaba su condenación miserable, al lado de la muerte que se retiraba de él, que parecía deslizarse fuera de su cuerpo a grandes oleadas, como la sangre del otro? Toda aquella sombra, inmóvil o centelleante, era la vida, como el río, como el mar, invisible a lo lejos -el mar… -. Respirando, por fin, hasta lo más profundo de su pecho, le pareció unirse a aquella vida con un agradecimiento sin límite, al borde del llanto, tan trastornado como antes. «Hay que escapar…» Permaneció contemplando el movimiento de los autos y de los transeúntes, que corrían bajo sus pies por la calle iluminada, como un ciego curado mira, como un hambriento come. Ávidamente, insaciable de vida, hubiese querido tocar aquellos cuerpos. Una sirena llenó todo el horizonte, más allá del río: el relevo de los obreros de noche, en el arsenal. ¡Que los imbéciles obreros fuesen a fabricar las armas destinadas a matar a quienes combatían por ellos! ¿Aquella ciudad iluminada continuaría poseída como un campo por su dictador militar, vendida hasta la muerte, como un rebaño, a los jefes de guerra y a los comercios de Occidente? Su gesto criminal tenía el mismo valor que un prolongado trabajo de los arsenales de China: la insurrección inminente que pretendía entregar Shanghai a las tropas revolucionarias no poseía doscientos fusiles. Si poseyese las pistolas -unas trescientas- cuya venta con el gobierno acababa de negociar aquel intermediario -el muerto-, los rebeldes, cuyo primer acto debía consistir en desarmar a la policía para armar sus tropas, duplicarían sus posibilidades. Pero, desde hacía diez minutos, Chen no había pensado en ello ni siquiera una sola vez.

Y todavía no había cogido el papel por el cual había matado a aquel hombre. Entró de nuevo, como si hubiera entrado en la cárcel. Las ropas estaban colgadas al pie de la cama, bajo el mosquitero. Buscó en los bolsillos: pañuelos, cigarrillos… No tenía cartera. La habitación seguía siendo la misma: mosquitero, paredes blancas, nítido rectángulo de luz… El crimen, pues, no había cambiado nada… Metió la mano debajo de la almohada, cerrando los ojos. Tocó la cartera, muy pequeña, como un portamonedas. Por vergüenza o angustia, porque el ligero peso de la cabeza atravesada en la almohada se hacía más inquietante cada vez, volvió a abrir los ojos: no había sangre en la almohada, y el hombre no parecía muerto. ¿Debería, pues, matarle de nuevo? Pero ya su mirada, que volvía a encontrar los ojos en blanco y la sangre sobre las sábanas, lo liberaba. Para registrar la cartera, retrocedió hacia la luz: era ésta la de un restaurante, lleno de jugadores. Encontró el documento, se guardó la cartera, atravesó la habitación casi corriendo, cerró con doble vuelta de llave y se guardó ésta en el bolsillo. En el extremo del corredor del hotel -se esforzaba por caminar despacio-, no estaba el ascensor. ¿Llamaría?… Descendió. En el piso inferior, el del dancing, el bar y los billares, unas diez personas esperaban el ascensor, que ya llegaba. Las siguió. «La dancing-girl roja está estupenda, maravillosa», le dijo, en inglés, su vecino, birmano o siamés, un poco borracho. Le dieron ganas, a la vez, de abofetearle para hacerle callar, y de abrazarlo, porque estaba vivo. Rezongó, en lugar de responder. El otro le golpeó en el hombro, con aire de cómplice. «Cree que yo estoy borracho también…» Pero el interlocutor abría de nuevo la boca. «Ignoro las lenguas extranjeras», dijo Chen, en pequinés. El otro se calló, miró, intrigado, a aquel hombre joven, sin cuello, aunque con una tricota de magnífica lana. Chen estaba frente a la luna interior del ascensor. El crimen no dejaba ninguna huella en su rostro… Sus facciones, más mongólicas que chinas -pómulos salientes y nariz muy aplastada, aunque con la arista ligeramente marcada, como un pico-, no habían cambiado: no expresaban más que fatiga. Hasta en sus sólidos hombros y en sus gruesos labios, de buen muchacho, parecía no pesar nada extraño. Sólo el brazo, pegajoso cuando lo doblaba, caliente… El ascensor se detuvo. Salió con el grupo.

Una de la mañana

Compró una botella de agua mineral y llamó a un taxi -un coche cerrado- donde se lavó el brazo y se lo vendó con un pañuelo. Los rieles desiertos y los charcos de los aguaceros de la tarde relucían débilmente. El cielo luminoso se reflejaba en ellos. Sin saber por qué, Chen lo contempló. ¡Cuánto más cerca de él había estado antes, cuando había descubierto las estrellas! Se alejaba de él, a medida que su angustia se debilitaba y volvía a encontrar a los hombres… En el extremo de la calle, las autoametralladoras, tan grises como los charcos, y los trazos claros de las bayonetas, llevadas por sombras silenciosas; el puesto, el final de la concesión francesa. El taxi no podía ir más lejos. Chen mostró su pasaporte falso, de electricista empleado en la concesión. El funcionario examinó el papel con indiferencia («Decididamente lo que acabo de hacer no se nota») y lo dejó pasar. Delante de él, perpendicular, la avenida de las Dos Repúblicas, frontera de la ciudad china.

Abandono y silencio. Cargadas con todos los ruidos de la mayor ciudad de China, las ondas zumbadoras se perdían allí, como en el fondo de un pozo los sonidos procedentes de las profundidades de la tierra: todos los de la guerra, y las últimas sacudidas nerviosas de una multitud que no quiere dormir. Pero era lejos donde vivían los hombres; allí, nada quedaba del mundo, como no fuese una noche, en la cual Chen se ponía de acuerdo con su instinto, como adquiriendo una amistad súbita: aquel mundo nocturno, inquieto, no se oponía a su crimen. Mundo en que los hombres habían desaparecido; mundo eterno. ¿Volvería el día, acaso, sobre aquellas tejas podridas, sobre todas aquellas callejuelas, en el fondo de las cuales una linterna iluminaba un muro sin ventanas o un nido de hilos telegráficos? Existía un mundo del crimen, y él se hallaba en ese mundo, como en el calor. Ninguna vida; ninguna presencia; ningún ruido próximo. Ni siquiera los gritos de los modernos comerciantes; ni siquiera los ladridos de los perros abandonados…

Por fin, una tienda mugrienta: Lu-Yu-Shuen y Hemmelrich, Fonos. Había que volver entre los hombres… Esperó algunos minutos, sin entregarse por completo, y por fin golpeó un postigo. La puerta se abrió casi inmediatamente: era una tienda llena de discos alineados con cuidado, con un vago aspecto de biblioteca pobre; luego, la trastienda, grande, desnuda, y cuatro camaradas en mangas de camisa.

Al cerrarse de nuevo, la puerta hizo que oscilase la lámpara. Los semblantes desaparecieron y volvieron a aparecer. A la izquierda, muy orondo, Lu-Yu-Shuen y la cabeza de boxeador inutilizado de Hemmelrich, rapado, con la nariz rota y los hombros hundidos. Detrás, en la sombra, Katow. A la derecha Kyo Gisors; al pasar por encima de su cabeza, la lámpara marcó exageradamente las comisuras caídas de su boca de estampa japonesa; al alejarse, apartó la sombra, y aquel rostro mestizo casi pareció europeo. Las oscilaciones de la lámpara se fueron haciendo cada vez más cortas. Los dos semblantes de Kyo fueron apareciendo alternativamente, cada vez menos diferentes el uno del otro.

Invadidos por la necesidad de interrogar, todos miraban a Chen con una intensidad idiota, pero no decían nada. Él contempló las baldosas, acribilladas de semillas de girasol. Podía informar a aquellos hombres; pero jamás podría explicarse. Le obsesionaba la resistencia opuesta por el cuerpo al cuchillo, mucho mayor que la de su brazo: sin el impulso de la sorpresa, el arma no habría penetrado profundamente. «Nunca hubiera creído que fuese tan duro…»

– Eso es -dijo.

En la habitación, ante el cuerpo, pasada la inconsciencia, no había dudado: había sentido la muerte.

Tendió la orden de la entrega de armas. Su texto era largo. Kyo lo leía.

– Sí; pero…

Todos esperaban. Kyo no aparecía impaciente ni irritado; no se había movido; apenas se había contraído su semblante. Sin embargo, todos comprendían que lo que acababa de descubrir lo trastornaba. Se decidió:

– Las armas no están pagadas. Pagaderas a su entrega. Chen sintió que la ira caía sobre él, como si hubiera sido estúpidamente robado. Se había asegurado de que aquel papel era el que buscaba; pero no había tenido tiempo de leerlo. Por otra parte, no hubiera podido hacer que cambiase nada. Sacó la cartera del bolsillo y se la entregó a Kyo: unas fotos y unos recibos, ningún otro documento.

– Creo que se podrá arreglar con los hombres de las secciones de combate -dijo Kyo.

– Con tal que podamos subir a bordo -respondió Katow-, todo marchará.

Silencio. La presencia de aquellos hombres arrancaba a Chen de su terrible soledad, suavemente, como una planta a la que se arranca de la tierra donde sus raíces más finas la retienen aún. Y al mismo tiempo que, poco a poco, volvía hacia ellos, parecíale que los reconociese -como a su hermana, la primera vez que había vuelto de una casa de prostitución-. Allí se sentía la tensión que se experimentaba en las salas de juego, al final de la noche.

– ¿Qué tal? -preguntó Katow, dejando, por fin, su disco y avanzando hacia la luz.

Sin responder, Chen contempló aquella hermosa cabeza de Pierrot ruso -ojillos burlones y nariz al aire- que ni siquiera aquella luz podía hacer dramática. Él, sin embargo, sabía lo que era la muerte. Se levantaba. Fue a ver el grillo dormido en su jaula minúscula: Chen podría tener sus razones para callar. Éste observaba el movimiento de la luz, que le permitía no pensar: el grito tembloroso del grillo, despierto por su llegada, se unía a las últimas vibraciones de la sombra sobre los rostros. Siempre la obsesión de la dureza de la carne, aquel deseo de apoyar el brazo con fuerza sobre la primera cosa que encontrase. Las palabras sólo servían para turbar la familiaridad con la muerte, que se había albergado en su corazón.

– ¿A qué hora saliste del hotel? -preguntó Kyo.

– Hace veinte minutos.

Kyo consultó su reloj; la una menos diez.

– Bien. Acabemos aquí, y larguémonos.

– Quiero ver a tu padre, Kyo.

– ¿Sabes que eso será, sin duda, para mañana?

– Tanto mejor.

Todos sabían lo que era eso: la llegada de las tropas revolucionarias a las últimas estaciones del ferrocarril, que debía determinar la insurrección.

– Tanto mejor -repitió Chen. Como todas las sensaciones, la del crimen y el peligro, al alejarse, le dejaban completamente vacío. Aspiraba a recuperarlas-. Sin embargo, quiero verlo.

– Ve esta noche; nunca duerme antes del alba.

– Iré a eso de las cuatro.

Por instinto, cuando se trataba de ser comprendido, Chen se dirigía a papá Gisors. Que su actitud le era dolorosa a Kyo -tanto más dolorosa cuanto que ninguna vanidad intervenía en ella- lo sabía; pero no podía hacer nada; Kyo era uno de los organizadores de la insurrección; el comité central tenía confianza en él; Chen también, pero no mataría nunca a nadie, como no fuera combatiendo. Katow estaba más cerca de él; Katow, condenado a cinco años de presidio en 1905, cuando, siendo estudiante de medicina, había tratado de derribar la puerta de la cárcel de Odesa. Y, sin embargo…

El ruso comía caramelos, uno a uno, sin dejar de contemplar a Chen; y Chen, de pronto, comprendió su glotonería. Ahora que había matado, tenía derecho a sentir deseo de algo. Derecho. Aquello era hasta pueril… Extendió su mano cuadrada. Katow creyó que quería marcharse y se la estrechó. Chen se levantó. En efecto: quizá ya no tuviese que hacer nada allí; Kyo estaba prevenido, y a él le correspondía obrar. Y él, Chen, sabía lo que quería hacer ahora. Se dirigió a la puerta; volvió, no obstante.

– Dame unos caramelos.

Katow le dio la bolsa. Él quiso repartir el contenido. No tenía papel. Se llenó el hueco de la mano, tomó unos cuantos con la boca, salió.

– No ha debido ir completamente solo -dijo Katow.

Refugiado en Suiza desde 1905 a 1912, fecha de su regreso clandestino a Rusia, hablaba el francés sin ningún acento ruso, pero tragándose cierto número de vocales, como si hubiera querido compensar así la necesidad de articular rigurosamente cuando hablaba el chino. Casi debajo de la lámpara ahora, su rostro estaba poco iluminado. Kyo lo prefería así; la expresión de ingenuidad irónica que los ojillos y, sobre todo, la nariz saliente -pájaro de cuenta, le decía Hemmelrich- daban al semblante de Katow, era tanto más viva cuanto más se oponía a sus propias facciones, y le molestaba con frecuencia.

– Acabemos -dijo-: ¿Tienes los discos, Lu?

Lu-Yu-Shuen, sonriendo y como dispuesto a doblar mil veces el espinazo, colocó sobre dos «fonos» los dos discos examinados por Katow. Había que ponerlos en movimiento al mismo tiempo.

– Una, dos, tres -contó Kyo.

El silbido del primer disco cubrió al segundo. De pronto, se detuvo -se oyó: enviar-; luego, continuó. Otra palabra más: treinta. Nuevo silbido. Luego, hombres. Silbido.

– Perfectamente -dijo Kyo. Detuvo el movimiento, y puso en marcha el primer disco solo. Silbido: silencio; silbido. Parada. Bien. Etiqueta de los discos de desecho.

En el segundo: Tercera lección. Correr, marchar, ir, venir, enviar, recibir. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, veinte, treinta, cuarenta, cincuenta, sesenta, ciento. He visto correr a diez hombres. Veinte mujeres están aquí. Treinta…

Aquellos falsos discos para la enseñanza de idiomas eran excelentes. La etiqueta estaba imitada a maravilla. Kyo se hallaba inquieto, sin embargo.

– ¿Mi impresión era mala?

– Muy buena; perfecta.

Lu se esponjaba en una sonrisa. Hemmelrich parecía indiferente. En el piso de arriba, un niño gritó de dolor.

Kyo no comprendía.

– ¿Entonces, por qué la han cambiado?

– No la han cambiado -dijo Lu-. Es la misma. Es raro que reconozca uno su propia voz, ¿sabe?, cuando se oye por primera vez.

– ¿El «Fono» la desfigura?

– No es eso; es que todos reconocen sin trabajo la voz de los demás; pero uno, ¿sabe?, no está acostumbrado a oírse a sí mismo…

Lu se sentía lleno de júbilo chino de explicar una cosa a un espíritu distinguido que la ignora.

«Lo mismo ocurre en nuestro idioma…»

– Bueno. ¿Tienen que venir a buscar los discos esta noche?

– Los barcos partirán mañana, al amanecer, para Han-Kow…

Los discos silbadores eran expedidos por un barco; los discos de texto, por otro. Éstos eran franceses o ingleses, según que la misión de la región fuese católica o protestante. Los revolucionarios empleaban algunas veces verdaderos discos impresionados por ellos mismos.

«El día -pensaba Kyo-. ¡Cuántas cosas, antes de que llegue el día!…» Se levantó.

– Se necesitan voluntarios para las armas. Y algunos europeos, si es posible.

Hemmelrich se acercó a él. El niño arriba gritó de nuevo.

– Te responde el muchacho -dijo Hemmelrich-. ¿Basta eso?… ¿Qué harías tú, con el chico que va a reventar y la mujer que gime arriba… no lo bastante fuerte para molestamos?…

La voz, casi rencorosa, era precisamente la de aquel rostro de la nariz rota, de los ojos hundidos que la luz vertical sustituía por dos manchas negras.

– Cada uno a su trabajo -pronunció Kyo-. Los discos también son necesarios… Katow y yo, a lo nuestro. Pasemos a buscar los tipos (entonces sabremos si atacamos mañana o no); y yo…

– Pueden descubrir el cadáver en el hotel, ¿comprendes? -dijo Katow.

– Antes de que amanezca, no. Chen ha cerrado con llave. No hay rondas.

– Quizá el intermediario tuviese alguna cita.

– ¿A estas horas? Es poco probable. Ocurra lo que ocurra, lo esencial es cambiar el anclaje del barco. Así, si tratan de alcanzarlo, perderán, por lo menos, tres horas antes de encontrarlo. Está en el límite del puerto.

– ¿Adónde quieres hacerlo pasar?

– Al puerto mismo. No al muelle, naturalmente. Allí hay centenares de vapores. Tres horas perdidas, por lo menos. Por lo menos.

– El capitán desconfiará…

El semblante de Katow no expresaba casi nunca sus sentimientos: la alegría irónica subsistía en él. Sólo, en aquel instante, el tono de la voz traducía su inquietud, cada vez más intensa.

– Conozco a un especialista en negocios de armas -dijo Kyo-. Con él, el capitán adquirirá confianza. No tenemos mucho dinero; pero podemos pagar una comisión… Creo que estamos de acuerdo: nos servimos del papel para subir a bordo, y ya nos las arreglaremos después.

Katow se encogió de hombros, como ante la evidencia. Se puso su blusa, cuyo cuello no abotonaba nunca, y alargó a Kyo la chaqueta de sport, que estaba colgada en una silla. Ambos estrecharon fuertemente la mano a Hemmelrich. La lástima sólo conduciría a humillarle más. Salieron.

Abandonaron inmediatamente la avenida y entraron en la ciudad china.

Unas nubes muy bajas, pesadamente amontonadas, sólo dejaban ya aparecer las últimas estrellas en la profundidad de sus desgarraduras. Aquella vida de las nubes animaba la oscuridad, ora más ligera, ora más intensa, como si inmensas sombras llegasen, a veces, a profundizar la noche. Katow y Kyo llevaban calzado de sport, con suela de goma, y sólo oían sus pasos cuando se deslizaban por el barro. Del lado de las concesiones -el enemigo-, un resplandor bordeaba los tejados. Lentamente henchido por el prolongado grito de una sirena, el viento, que traía el rumor casi extinto de la ciudad en estado de sitio y el silbido de los vapores, que volvían hacia los barcos de guerra, pasó sobre las miserables bombillas eléctricas encendidas en el fondo de los callejones sin salida y de las callejuelas. En torno a ellas, unos muros en descomposición salían de la sombra desierta, develados con todas sus manchas por aquella luz a la que nada hacía vacilar y de donde parecía emanar una eternidad sórdida. Oculto por aquellos muros, había medio millón de hombres: los de las hilanderías, que trabajaban durante dieciséis horas diarias, desde la infancia; el pueblo de la úlcera, de la escoliosis, del hambre. Los vidrios que protegían las bombillas se empañaron, y, durante algunos minutos, la gran lluvia de China, furiosa, precipitada, tomó posesión de la ciudad.

«Un buen barrio», pensó Kyo. Desde hacía más de un mes, que, de comité en comité, preparando la insurrección, había dejado de ver las calles; no caminaba ya por el barro, sino sobre terreno llano. La agitación de los millones de modestas vidas cotidianas desaparecía, aplastada por otra vida. Las concesiones, los barrios ricos, con sus verjas lavadas por la lluvia al final de las calles, no existían ya más que como amenazas, como barreras, como los prolongados muros de una prisión sin ventanas. Aquellos barrios atroces, por el contrario -donde las tropas de encuentro eran más numerosas-, palpitaban con el estremecimiento de una multitud en acecho. Al volver una callejuela, su mirada se abismó de pronto en la profundidad de las luces de una ancha calle; velada por la copiosa lluvia, conservaba en su imaginación una perspectiva horizontal, pues habría sido preciso atacarla con los fusiles y las ametralladoras, que disparan horizontalmente. Después del fracaso de las sublevaciones de febrero, el comité central del partido comunista chino había encargado a Kyo la coordinación de las fuerzas insurrectas. En cada una de aquellas calles silenciosas, donde el perfil de las casas desaparecía bajo el aguacero con olor a humo, el número de los militantes se había duplicado. Kyo había pedido que se le facilitasen de 2 000 a 5 000, y la dirección militar los había conseguido en un mes. Pero no poseía doscientos fusiles. (Y había trescientos revólveres en aquel Shang-Tung, que dormía con los ojos abiertos en medio del río chapoteante.) Kyo había organizado ciento noventa y dos grupos de combate de unos veinticinco hombres, todos provistos de sus jefes. Sólo aquellos jefes estaban armados… Pasaron por delante de un garaje popular, lleno de camiones viejos transformados en autobuses. Todos los garajes estaban «registrados». La dirección militar había constituido un estado mayor y la asamblea del partido había elegido un comité central. Desde el comienzo de la insurrección, era preciso mantenerlos en contacto con los grupos de encuentro. Kyo había creado un primer destacamento de unión, de ciento veinte ciclistas.

A los primeros disparos, ocho grupos deberían ocupar los garajes y apoderarse de los autos. Los jefes de aquellos grupos habían visitado ya los garajes, y no se equivocarían. Cada uno de los demás jefes, desde hacía diez días, estudiaba el barrio donde debían combatir. ¡Cuántos visitantes, aquel mismo día, habían penetrado en los edificios principales, habían preguntado por un amigo al que nadie conocía, y habían hablado y ofrecido el té, antes de irse! ¡Cuántos obreros, a pesar del aguacero copioso, reparaban los tejados! Todas las posiciones de algún valor para el combate en las calles estaban reconocidas; las mejores posiciones de tiro estaban señaladas con los trazos rojos en los planos, para la permanencia de los grupos de encuentro. Lo que Kyo sabía acerca de la vida subterránea de la insurrección alimentaba lo que ignoraba; algo que le sobrepasaba infinitamente venía de las grandes alas desgarradas de Tchapei y de Pootung, cubiertas de fábricas y de miseria, para hacer estallar los enormes ganglios del centro.

Una invisible multitud animaba aquella noche de juicio final.

– ¿Mañana? -interrogó Kyo.

Katow vaciló y detuvo el balanceo de sus grandes manos. No; la pregunta no se dirigía a él. Ni a nadie.

Caminaba en silencio. Poco a poco, el chaparrón se transformaba en llovizna; el crepitar de la lluvia sobre los tejados se debilitaba, y la calle negra se llenó con el ruido entrecortado de los arroyos. Los músculos de sus semblantes se aflojaron. Al descubrir entonces la calle como aparecía ante su mirada -larga, negra, indiferente-, Kyo la percibió como un pasado: de tal modo la obsesión le impulsaba hacia adelante.

– ¿Adónde crees tú que habrá ido Chen? -preguntó-. Dijo que no iría a casa de mi padre hasta eso de las cuatro… ¿A dormir?

Había en su pregunta una admiración incrédula.

– No sé… Al burdel, quizá… Él no se emborracha…

Llegaron a una tienda: Shia, comerciante de lámparas. Como en todas partes, los postigos estaban puestos. Abrieron. Un chinito horroroso quedó en pie delante de ellos, mal iluminado por detrás. Al menor movimiento, de la aureola de luz que rodeaba su cabeza le bajaba un reflejo oleoso sobre la enorme nariz, acribillada de granos. Los vidrios de unos centenares de lámparas, que aparecían colgadas, reflejaban las llamas de dos linternas encendidas sobre el mostrador y se perdían en la oscuridad, hasta el fondo invisible del negocio.

– ¿Qué hay? -pronunció Kyo.

Shia le contemplaba y se frotaba las manos con unción. Se volvió sin decir nada, dio algunos pasos y hurgó en algo oculto. El roce de su uña doblada sobre una hoja de lata hizo rechinar los dientes de Katow; pero ya volvía, con los tirantes a la izquierda y a la derecha… Leyó el papel que llevaba, con la cabeza iluminada por debajo, casi pegada a una de las lámparas. Era un informe de la organización militar que trabajaba con los obreros ferroviarios. Los refuerzos que defendían Shanghai contra los revolucionarios de Nankín: los obreros ferroviarios habían decretado la huelga, los guardias blancos y los soldados del ejército gubernamental obligaban a los que cogían a que condujesen los trenes militares, bajo pena de muerte.

– Uno de los obreros ferroviarios detenido ha hecho descarrilar el tren que conducía -leyó el chino-. Muerto. Otros tres trenes militares descarrilaron ayer; los rieles habían sido levantados.

– Que se generalice el sabotaje y se indique en los misinos informes el medio de reparar los daños en el plazo más breve -dijo Kyo.

– Por todo acto de sabotaje, los guardias blancos fusilan.

El comité lo sabe. Nosotros fusilaremos también.

– Otra cosa: ¿no hay trenes de armas?

– No.

– ¿Se sabe cuándo estarán los nuestros en Tcheng-Tcheu? [1]

– No tengo aún las noticias de medianoche. El delegado del Sindicato cree que será esta noche o mañana…

La insurrección comenzaría, pues, al día siguiente o al otro. Había que esperar las informaciones del Comité Central. Kyo tenía sed. Salieron.

Ya no estaban lejos del sitio donde tenían que separarse. Una nueva sirena de barco llamó tres veces, a intervalos, y, luego, una vez más, prolongada. Parecía que su grito se esparciese en aquella noche saturada de agua. Por último, retumbó, como un cohete. «¿Comenzarían a inquietarse, en el Shang-Tung?» Absurdo. El capitán sólo atendería a sus clientes hacia las 8. Reanudaron la marcha, prisioneros de ese barco, anclado allá en las aguas verdosas y frías con sus cajas de pistolas. Ya no llovía.

– Con tal que encuentre a ese tipo -dijo Kyo-. Quedaría, no obstante, más tranquilo si el Shang-Tung cambiara de anclaje.

Sus rutas no eran ya las mismas. Se dieron cita y se separaron. Katow iba a buscar a los hombres.

Kyo llegó, por fin, a la puerta enrejada de las concesiones. Dos tiradores anamitas y un agente de la colonial llegaron para examinar sus papeles: tenía su pasaporte francés. Para tantear el puesto, un comerciante chino había ensartado unos pastelillos en las puntas de las alambradas. («Buen sistema para envenenar a un puesto, eventualmente», pensó Kyo.)

El agente le devolvió el pasaporte. Kyo encontró pronto un taxi y dio la dirección del Black Cat.

El auto, que el chófer conducía a toda velocidad, encontró algunas patrullas de voluntarios europeos. «Las tropas de ocho naciones vigilan aquí», decían los periódicos. Poco importaba; no entraba en las intenciones del Kuomintang atacar a las concesiones. Boulevards desiertos; sombras de modestos comerciantes, con sus tiendas en forma de balanza sobre los hombros… El auto se detuvo a la entrada de un jardín exiguo, alumbrado por el letrero luminoso del Black Cat. Al pasar por delante del guardarropa, Kyo miró la hora: las dos de la mañana. «Afortunadamente, aquí se admiten todos los trajes.» Bajo su chaqueta de sport, de tela de terciopelo gris oscuro, llevaba un pullover.

El jazz estaba en el colmo de la nerviosidad. Desde hacía cinco horas mantenía, no la alegría, sino una embriaguez salvaje a la que cada pareja se aferraba ansiosamente. De pronto, se detuvo, y la multitud se disgregó. En el fondo los clientes; a los lados las danzarinas profesionales: chinas, con sus vestidos de brocados; rusas y mestizas, con su ticket para el baile o para la conversación. Un viejo con aspecto de clergyman aturdido permanecía en medio de la pista, esbozando con el codo movimientos de ganso. A los cincuenta y dos años, había trasnochado por primera vez, y, aterrorizado por su mujer, ya no se había atrevido a volver a su casa. Desde hacía ocho meses, se pasaba las noches en aquellos lugares; ignoraba dónde estaban los lavaderos, y se mudaba de ropa blanca en las camiserías chinas, entre dos biombos. Negociantes próximos a la ruina; danzarinas y prostitutas; cuantos se sabían amenazados -casi todos- mantenían sus miradas sobre aquel fantasma, como si sólo él los retuviese al borde de la nada. Irían a acostarse, anonadados, al amanecer -cuando el paseo del verdugo comenzase de nuevo en la ciudad china-. A aquella hora, no habría más que las cabezas cortadas en las jaulas, todavía oscuras, con los cabellos chorreando de lluvia.

– ¡De talapuinos, querida amiga! ¡Los vestirán de ta-la-pui-nos!

La voz bufonesca, directamente inspirada por Polichinela, parecía llegar de una columna. Gangosa, aunque amarga, no evocaba mal el espíritu de aquel lugar, aislado en un silencio invadido por el entrechocarse de los vasos sobre el clergyman aturdido. El hombre que Kyo buscaba estaba presente.

Lo descubrió, en cuanto hubo rodeado la columna, en el fondo de la sala, donde, a algunas filas de profundidad, se hallaban dispuestas las mesas que no ocupaban las danzarinas.

Por encima de una confusión de espaldas y de pechos, en un montón de trapos sedosos, un Polichinela delgado y sin joroba, aunque con una voz muy apropiada, dirigía un discurso bufonesco a una rusa y a una mestiza filipina, sentadas a su mesa. De pie, con los codos pegados al cuerpo, gesticulando con las manos, hablaba con todos los músculos de su rostro en tensión, molesto por el cuadro de seda negra, estilo Pied-Nickelé, que protegía su ojo derecho, magullado, -sin duda. De cualquier manera que fuese vestido -llevaba un smoking, aquella noche-, el barón de Clappique parecía ir disfrazado. Kyo estaba decidido a no abordarle allí; a esperar a que saliese.

– ¡Perfectamente, querida amiga, perfectamente! Chiang Kaishek entrará aquí con sus revolucionarios y gritará, en estilo clásico, le digo, ¡clá-si-co!, como cuando se toman las ciudades: «¡Que me vistan de talapuinos a esos negociantes y de leopardos a estos militares (como cuando se sientan en los bancos recién pintados)!» Semejante al último príncipe de la dinastía Leang, perfectamente, subamos sobre los juncos imperiales y contemplemos a nuestros sujetos vestidos, para distraemos, a cada uno del color de su profesión, azul, rojo, verde, con trenzas y pompones. ¡Ni una palabra, querida amiga, ni una palabra le digo!

Y confidencial:

– La única música permitida será la del sombrero chino.

– ¿Y usted, qué hará allá?

Quejumbroso, sollozando:

– ¿Cómo, querida amiga? ¿No lo adivina? Seré el astrólogo de la corte, y moriré al ir a coger la luna en un estanque, una noche en que esté borracho… ¿Esta noche?…

Científico:

– … como el poeta Thu-Fu, cuyas obras seguramente encantan (¡Ni una palabra, estoy seguro!) sus jornadas desocupadas. Además…

La sirena de un buque de guerra llenó el salón. Inmediatamente, un golpe furioso de platillos se unió a ella, y se reanudó la danza. El barón se había sentado. A través de las mesas y de las parejas, Kyo ocupó una mesa libre, un poco detrás de la suya. La música había cubierto todos los ruidos; pero, ahora que se había aproximado a Clappique, oía su voz de nuevo. El barón toqueteaba a la filipina; pero continuaba hablando hacia el rostro demacrado, todo ojos, de la rusa.

– … la desgracia, querida amiga, consiste en que ya no hay fantasía. De vez en cuando…

Índice levantado:

– … un ministro europeo envía a su mujer un paquetito postal; ella lo abre… ¡Ni una palabra!…

Con el índice sobre la boca:

– … es la cabeza de su amante. ¡Todavía se habla de ello, después de tres años!

Desconsolado:

– ¡Lamentable, querida amiga, lamentable! ¡Míreme! ¿Ve usted mi cabeza? He aquí a dónde conducen veinte años de fantasía hereditaria. Se parece a la sífilis… ¡Ni una palabra!

Pleno de autoridad:

– ¡Mozo! Champaña para estas dos señoras y para mí…

De nuevo confidencial:

– … un pequeño Martini…

Severo:

– … muy seco.

(«Admitiendo lo peor, aun con esa política, tengo una hora por delante -pensó Kyo-. Sin embargo, ¿durará esto mucho tiempo?»)

La filipina reía o lo aparentaba. La rusa, abriendo mucho los ojos, trataba de comprender. Clappique continuaba gesticulando, con el dedo índice vivo, estirado, con expresión de autoridad, llamando la atención hacia la confidencia. Pero Kyo apenas le escuchaba; el calor le entorpecía, y, además, una preocupación que aquella noche había rondado en su camino se expandía en un confuso cansancio: aquel disco; su voz que no había reconocido antes, en casa de Hemmelrich. Pensaba en esto con la misma compleja inquietud con que había contemplado, cuando niño, las amígdalas que el cirujano acababa de cortarle. Pero imposible seguir su pensamiento.

– … en una palabra -gañía el barón, guiñando el ojo que llevaba al descubierto y volviéndose hacia la rusa-: tenía un castillo en Hungría del Norte…

– ¿Es usted húngaro?

– De ningún modo. Soy francés. (¡Y me fastidia, por cierto, querida amiga, lo-ca-men-te!) Pero mi madre era húngara.

»Pues bien, mi bisabuelo vivía allí en un castillo, con unos salones grandes (muy grandes), con unos cofrades muertos debajo y unos abetos alrededor; muchos a-be-tos. Viudo. Vivía solo, con un gi-gan-tes-co cuerno de caza colgando de la chimenea. Pasa un circo ambulante. Con una amazona. Preciosa…

Doctoral:

– Ya digo: pre-cio-sa.

Guiñando de nuevo el ojo:

– … La rapta… No es difícil… La conduce a una de aquellas grandes habitaciones…

Llamando la atención, con la mano levantada:

– ¡Ni una palabra! Vive allí. Continúa. Se aburre. Tú también, pequeña mía -haciendo cosquillas a la filipina-; pero, paciencia… Él no se divertía tampoco, por cierto: se pasaba la mitad de la tarde haciendo que le arreglase su pedicuro las uñas de las manos y de los pies (además había un barbero contratado en el castillo), y mientras su secretario, hijo de un siervo asqueroso, le leía (y le releía) en voz alta la historia de la familia. ¡Encantadora ocupación, querida amiga; vida perfecta! Por otra parte, generalmente estaba borracho… Ella…

– ¿Ella se enamoró del secretario? -preguntó la rusa.

– ¡Magnífica! ¡Esta pequeña es magnífica! ¡Querida amiga, es usted magnífica! ¡Notable perspicacia!

Le besó la mano.

– … pero se acostó con el pedicuro, no estimando tanto como ustedes las cosas del espíritu. Entonces se dio cuenta de que mi bisabuelo le pegaba. ¡Ni una palabra! Fue inútil. Se escaparon.

»El abandonado, que era muy malo, recorre sus vastos salones (siempre con sus cofrades debajo), se declara burlado por los dos galopines, que se dislocaban los riñones en la capital, en una posada a lo Gogol, con un cacharro de agua desportillado y unas berlinas en el patio. Descuelga el gi-gan-tes-co cuerno de caza, no para soplar en él, y encarga al intendente que haga un llamamiento a sus campesinos. (Entonces se tenía derecho a hacerlo, en aquellos tiempos.) Los arma: cinco escopetas de caza y dos pistolas. ¡Pero, querida amiga, eran demasiados!

»Entonces, mudanza del castillo: he aquí a mis harapientos en marcha (imagíneselos; i-ma-gí-ne-se-los, le digo), armados de floretes, arcabuces, mosquetes… ¡qué sé yo…!, espadones y otras zarandajas, el abuelo a la cabeza, hacia la capital: la venganza persiguiendo al crimen. Los anuncian. Llega el guardia rural, con los gendarmes… ¡Magnífica plancha!

– ¿Y después?

– Nada. Les habían ganado la partida. El abuelo llegó a la ciudad; pero los culpables habían abandonado la posada Gogol en una de las berlinas polvorientas. Sustituyó a la amazona por una campesina y al pedicuro por otro y se emborrachó en compañía del secretario. De vez en cuando, trabajaba en uno de sus pequeños testamentos…

– ¿A quién le dejó el dinero?

– Cuestiones sin interés, querida amiga. Pero, cuando murió…

Con los ojos desorbitados:

– … se supo todo; todo lo que había ido cociendo, a fuego lento, el noble ebrio… Se le obedeció; se le enterró debajo de la capilla, en una inmensa bóveda, de pie sobre su caballo muerto, como Atila…

El barullo del jazz cesó. Clappique continuó, mucho menos en Polichinela, como si sus payasadas se hubieran suavizado con el silencio:

– Cuando murió Atila, le irguieron sobre su caballo encabritado por encima del Danubio; el sol poniente proyectó tal sombra sobre la llanura, que los caballeros se hicieron humo, espantados..

Desvariaba, invadido por sus sueños, por el alcohol y por la calma súbita. Kyo sabía qué proposiciones debía hacerle; pero lo conocía mal, aunque su padre lo conocía bien; y peor aún en aquel papel. Le escuchaba con impaciencia (hasta que se encontrara libre una mesa delante del barón, donde se instalaría y le haría seña de que saliese; no quería abordarlo ni llamarlo ostensiblemente), pero no sin curiosidad. Era la rusa la que hablaba ahora, con voz lenta, desgarrada -ebria, tal vez, de insomnio:

– Mi bisabuelo tenía también muchas tierras… Nos marchamos a causa de los comunistas, ¿verdad? Para no estar con todo el mundo; para ser respetadas. ¡Y aquí somos dos por mesa y cuatro por habitación! Cuatro por habitación… Y hay que pagar el alquiler. Respetadas… ¡Y si el alcohol no me pusiera enferma!…

Clappique miró su vaso: la rusa apenas había bebido. La filipina, por el contrario… Tranquilamente, se calentaba como un gato al calor de la semiembriaguez. Inútil contar con ella. Se volvió hacia la rusa:

– ¿No tiene usted dinero?

Ella se encogió de hombros. El barón llamó al camarero, pagó con un billete de cien dólares. Cuando recibió el cambio, tomó diez dólares y dio el resto a la mujer. Ella le miró, con una precisión cansada.

– Bien.

Se levantaba.

– No -dijo él.

Tenía un aspecto lamentable, de buen perro.

– No, esta noche la aburriría.

Le tenía cogida la mano. Ella le miró otra vez.

– Gracias.

Vaciló.

– Sin embargo… Si le causa placer…

– Me causaría más placer un día que no tenga dinero…

Polichinela reapareció:

– Que no tardará…

Le juntó las manos y se las besó varias veces. Kyo, que ya había pagado, le alcanzó en el pasillo vacío.

– ¿Quiere que salgamos juntos?

Clappique le miró y le reconoció.

– ¿Usted aquí?… ¡Es inaudito! Pero…

Aquel balido fue detenido por el levantarse de su índice:

– ¡Se pervierte usted, joven!

– ¡Bah!…

Ya salían. Aunque la lluvia había cesado, el agua estaba tan presente como el aire. Dieron algunos pasos por la arena del jardín.

– En el puerto -dijo Kyo- hay un vapor cargado de armas.

Clappique se había detenido. Kyo había dado un paso más; tuvo que volverse. El rostro del barón apenas era visible; pero el gran gato luminoso, insignia del Black Cat, Ir rodeaba como una aureola.

El Shang-Tung -dijo.

La oscuridad y su posición -a contraluz- le permitían no expresar nada; y no añadía nada.

– Hay una proposición -prosiguió Kyo-, a 30 dólares por revólver, del gobierno. Todavía no tiene respuesta. Yo tengo comprador a 35 dólares, más 3 de comisión. Entrega inmediata, en el puerto. Donde el capitán quiera, pero en el puerto. Que recoja el ancla en seguida. Se recibirá la entrega esta noche mediante el dinero. De acuerdo con su delegado: aquí está el contrato.

Le alargó el papel y encendió su mechero, protegiéndolo con la mano.

«Quiere raspar al otro comprador -pensaba Clappique, contemplando el contrato-. Piezas destacadas… y cobrar 5 dólares por arma. Está claro. ¡A mí qué! Quedan 3 para mí.»

– Bueno -dijo, en voz alta-. Por supuesto, me dejará usted el contrato.

– Sí. ¿Conoce usted al capitán?

– Amigo mío, hay otros a quienes conozco mejor; pero, en fin, lo conozco.

– Podría desconfiar (y más aún, desde luego por el sitio donde está la garantía). El gobierno puede hacer que se recojan las armas, en vez de pagar. ¿No?

– ¡Ni mucho menos!

Otra vez polichinela. Pero Kyo esperaba la continuación: ¿de qué disponía el capitán para impedir que los suyos (y no los del gobierno) se apoderaran de las armas? Clappique continuó, con voz más sorda:

– Esos objetos son enviados por un proveedor regular. Lo conozco.

Irónico:

– Es un traidor…

Voz regular en la oscuridad, cuando ya no la acompañaba ninguna expresión del rostro. Subió, como si hubiese pedido un cocktail.

– ¡Un verdadero traidor, muy seco! Porque todo esto pasa por una legación que… ¡Ni una palabra! Voy a ocuparme de eso. Pero, desde luego, va a costarme un gasto serio de taxi: el barco está lejos… Y me queda…

Se registró el bolsillo, sacó un solo billete y se volvió, para que la insignia lo iluminase.

– … Diez dólares, amigo mío. No hay bastante. Sin duda, pronto compraré los cuadros de su tío Kama para Ferral; pero, mientras…

– ¿Habrá bastante con cincuenta?

– Es más de lo que necesito.

Kyo se los dio.

– Me avisará usted a mi casa cuando eso quede terminado.

– Entendido.

– ¿Dentro de una hora?

– Más tarde, supongo; pero en cuanto pueda.

Y con el mismo tono con que la rusa había dicho: «Si el alcohol no me pusiera enferma…»; casi con la misma voz, como si todos los seres de aquel lugar se encontrasen sumidos en el mismo abismo de desesperación, dijo:

– Todo esto no tiene maldita la gracia…

Se alejó, con la nariz baja, la espalda encorvada, la cabeza al descubierto y las manos en los bolsillos del smoking.

Kyo llamó un taxi y se hizo conducir al límite de las concesiones, a la primera callejuela de la ciudad china, donde había citado a Katow.

Diez minutos después de haber abandonado a Kyo, Katow, una vez atravesados los corredores y pasadas las rejas, había llegado a una habitación blanca, desnuda, bien iluminada por unas lámparas de tormenta. No había ventana. Bajo el brazo del chino que le abrió la puerta, cinco cabezas que estaban inclinadas sobre la mesa dirigieron la mirada hacia él, hacia la elevada silueta conocida de todos los grupos de encuentro: piernas separadas, brazos colgantes, blusa sin abrochar, nariz prominente, cabellos mal peinados. Manejaban granadas de diferentes modelos. Era un tchon -una de las organizaciones de combate comunistas que Kyo y él habían creado en Shanghai.

– ¿Cuántos hombres hay inscritos? -preguntó en chino.

– Ciento treinta y ocho -respondió el chino más joven, un adolescente de cabeza pequeña, con la nuez muy marcada y los hombros caídos, vestido de obrero.

– Necesito imprescindiblemente doce hombres para esta noche.

«Imprescindiblemente» pasaba a todos los idiomas que hablaba Katow.

– ¿Cuándo?

– Ahora.

– ¿Aquí?

– No; delante del pontón Yen Tang.

El chino dio instrucciones. Uno de los hombres salió.

– Estarán allí antes de las tres -dijo el jefe.

Por sus mejillas hundidas, su gran cuerpo delgado, parecía muy débil; pero la resolución del tono, la fijeza de los músculos del rostro denotaban una voluntad apoyada sobre los nervios.

– ¿La instrucción? -preguntó Katow.

– Respecto a las granadas, se conseguirá. Todos los camaradas conocen ahora nuestros modelos. En cuanto a los revólveres (los Nagan y los Máuser, al menos) se conseguirá también. Los hago trabajar con los cartuchos vacíos; pero convendría, por lo menos, poder tirar al blanco… Me han propuesto facilitarnos una cueva completamente segura. En cada una de las cuarenta habitaciones donde se preparaba la insurrección se había presentado el mismo problema.

– No hay pólvora. Quizá se reciba. Por lo pronto, no hablemos de eso. ¿Y los fusiles?

– Se manejarán. Lo que me inquieta es la ametralladora, si no se ejercita un poco el tiro al blanco.

Su nuez ascendía y descendía bajo la piel, a cada una de las respuestas. Continuó:

– Además, ¿no habría medio de conseguir unas cuantas armas más? ¡Siete fusiles, trece revólveres, cuarenta y dos granadas cargadas! De cada dos hombres, uno no tiene arma de fuego.

– Iremos a tomárselas a los que las tienen. Quizá tengamos revólveres muy pronto. Si fuera para mañana, ¿cuántos hombres no sabrían servirse de sus armas de fuego en su sección?

El hombre reflexionó. La atención le dio una actitud de ausencia. «Un intelectual», pensó Katow.

– ¿Cuándo nos hayamos apoderado de los fusiles de la policía?

– Indudablemente.

– Más de la mitad.

– ¿Y las granadas?

– Todos sabrán servirse de ellas, y muy bien. Aquí tengo treinta hombres, parientes de los supliciados de febrero… A menos, no obstante…

Vaciló, y terminó la frase con un ademán confuso. Mano deformada, pero fina.

– ¿A menos?…

– Que esos cochinos no empleen los tanques contra nosotros.

Los seis hombres miraron a Katow.

– Eso no importa -respondió-. Tomas tus granadas, unidas de seis en seis, y las colocas bajo el tanque: a partir de cuatro, salta. En rigor, podéis abrir unos fosos. ¿Tenéis herramientas?

– Muy pocas. Pero yo sé dónde tomarlas.

– Procura también tomar bicicletas: en cuanto se comience será preciso que cada sección tenga su agente de unión, además del centro.

– ¿Tú estás seguro de que los tanques saltarán?

– ¡En absoluto! Pero no te preocupe eso: los tanques no abandonarán el frente. Si lo abandonan, acudiré con un equipo especial. De eso me encargo yo.

– ¿Y si somos sorprendidos?

– Los tanques se ven: tenemos observadores al lado. Coges tú mismo un paquete de granadas, se las das a cada uno de los tres o cuatro individuos de quienes estés seguro…

Todos los hombres de la sección sabían que Katow, condenado, a causa del asunto de Odesa, a permanecer en uno de los presidios menos duros, había solicitado, para instruirlos, acompañar voluntariamente a los desdichados enviados a las minas de plomo. Confiaban en él, pero estaban inquietos. No tenían miedo a los fusiles ni a las ametralladoras, pero tenían miedo a los tanques: se consideraban desarmados contra ellos. Hasta en aquella habitación, adonde no habían ido más que voluntarios, casi todos parientes de supliciados, el tanque heredaba el poder de los demonios.

– Si llegan los tanques, no hagan nada; nosotros iremos allá -pronunció Katow.

¿Cómo salir de aquella vana promesa? Por la tarde, había inspeccionado una quincena de secciones, pero no había encontrado el miedo. Aquellos hombres no eran menos valerosos que los otros, sino más calculadores. Sabía que no los sustraería a su temor, que, con excepción de los especialistas que él mandaba, las formaciones revolucionarias huirían ante los tanques. Era probable que los tanques no abandonasen el frente; pero si llegaban a la ciudad, sería imposible detenerlos a todos por medio de fosos en los barrios donde se entrecruzaban tantas callejuelas.

– Los tanques no abandonarán, ni mucho menos, el frente -dijo.

– ¿Cómo hay que unir las granadas? -preguntó el chino más joven.

Katow se lo enseñó. La atmósfera quedó algo menos pesada, como si aquella manipulación hubiese sido el presagio de una acción futura. Katow aprovechó la ocasión para irse, muy inquieto. La mitad de los hombres no sabría servirse de sus armas. Al menos, podría contar con aquellos con quienes había formado los grupos de combate, encargados de desarmar a la policía. Al día siguiente. Pero ¿y al otro?… El ejército avanzaba, se aproximaba de hora en hora. Quizá estuviese tomada ya la última estación. Cuando Kyo estuviese de regreso, sin duda lo sabrían ya en alguno de los centros de información. El comerciante de lámparas no había recibido información desde las diez.

Katow esperó algún tiempo en la callejuela, sin dejar de andar. Por fin llegó Kyo. Cada uno dio a conocer al otro lo que había hecho. Reanudaron la marcha por el lodo, sobre sus suelas de goma, al paso; Kyo, menudo y flexible, como un gato japonés; Katow, balanceando los hombros, pensando si las tropas que avanzaban con los fusiles brillantes de lluvia, hacia Shanghai, rojizo en el fondo de la noche… También Kyo hubiera querido saber si aquel avance se habría detenido.

La callejuela por donde caminaban -la primera de la ciudad china- era, a causa de la proximidad de las casas europeas, la de los comerciantes de animales. Todas las tiendas estaban cerradas: ni un animal fuera, ni un solo grito turbaba el silencio entre las llamadas de las sirenas y las últimas gotas que caían de los cuernos de los tejados en los charcos. Las bestias dormían. Entraron, después de haber llamado, en una de las tiendas: la de un comerciante de peces. Por única luz, una bujía colocada en una guindola se reflejaba en las vasijas fosforescentes, alineadas como las de Alí Baba y donde dormían, invisibles, los ilustres cípridos chinos.

– ¿Mañana? -preguntó Kyo.

– Mañana; a la una.

En el fondo de la estancia, detrás de un mostrador, dormía, sobre su codo replegado, un personaje indistinto. Apenas había levantado la cabeza para responder. Aquel almacén era una de las ochenta pertenencias del Kuomintang por las que se transmitían las noticias.

– ¿Oficial?

– Sí. El ejército está en Tcheng-Tcheu. Huelga general a las doce.

Sin que nada cambiase en la sombra; sin que el comerciante, adormilado en el fondo de su alvéolo, hiciese un movimiento, la superficie fosforescente de todas las vasijas comenzó a agitarse débilmente: blandas oleadas negras, concéntricas, se levantaban en silencio. El ruido de las voces despertaba a los peces. De nuevo se perdió, a lo lejos, una sirena.

Salieron y reanudaron la marcha. Otra vez por la avenida de las Dos Repúblicas.

Un taxi. El coche arrancó a una velocidad de film. Katow, sentado a la izquierda, se inclinó y contempló al chófer con atención.

– Está nghien [2]. Qué lástima. De ningún modo quisiera morir antes de mañana por la noche. ¡Calma, amigo!

– Pues Clappique va a hacer venir el barco -dijo Kyo-. Los camaradas que están en el almacén de ropas del gobierno pueden suministrarnos unos trajes de policías.

– No hace falta. Tengo más de quince en la permanencia.

Tomaremos el vapor con tus doce individuos.

– Sería mejor sin ti…

Kyo le miró sin decir nada.

– No es muy peligroso, aunque tampoco en extremo fácil, ¿sabes? Más peligroso resulta que este endemoniado chófer se halla dispuesto a reanudar la velocidad. Y no es este el momento de hacer que te apees.

– Ni a ti tampoco.

– No es lo mismo… A mí se me puede sustituir ahora, ¿comprendes?… Preferiría que tú te ocupases del camión, que estará esperando, y de la distribución.

Vacilaba, preocupado, con la mano sobre el pecho. «Hay que dejarle que se dé cuenta», pensaba. Kyo no decía nada. El coche continuaba deslizándose por entre las líneas de luz esfumadas en la bruma. Que él fuese más sutil que Katow, era indudable; el Comité Central conocía al detalle todo cuanto él había organizado, aunque en fichas, y él lo vivía; tenía la ciudad en la piel, con sus puntos débiles como heridas. Ninguno de sus camaradas podía reaccionar tan de prisa como él ni con tanta seguridad.

– Bien -dijo.

Luces, cada vez más numerosas… De nuevo los camiones blindados de las concesiones, y luego, una vez más, la sombra.

El auto se detuvo. Kyo se apeó.

– Voy a buscar los trastos -dijo Katow-; te los entregaré cuando todo esté dispuesto.


* * *

Kyo vivía con su padre en una casa china de un solo piso: cuatro naves alrededor de un jardín. Atravesó la primera, luego el jardín, y entró en el hall: a derecha e izquierda, sobre las blancas paredes, unos cuadros de Song, unos fénix azules Chandin; en el fondo, un Buda de la dinastía Wei, de un estilo casi romano. Divanes limpios, una mesa de opio. Detrás de Kyo, las vidrieras, desnudas, como las de un estudio de pintor. Su padre, que lo había oído, entró: desde hacía algunos años, sufría de insomnio; no dormía más que algunas horas, durante el amanecer, y acogía con júbilo todo cuanto pudiera ocuparle las horas de la noche.

– Buenas noches, padre. Chen va a venir a verte.

– Bien.

Las facciones de Kyo no eran las de su padre. Parecía, sin embargo, que había bastado la sangre japonesa de su madre para dulcificar la máscara de abate ascético del viejo Gisors -máscara cuyo carácter acentuaba aquella noche una bata de pelo de camello- para crear la cara de samurai de su hijo.

– ¿Le ha ocurrido algo?

– Sí.

No le hizo otra pregunta. Ambos se sentaron. Kyo no tenía sueño. Relató el espectáculo que Clappique acababa de proporcionarle, sin hablar de las armas. No, por cierto, porque desconfiase de su padre, sino porque se consideraba demasiado ser el único responsable de su vida para hacerle conocer algo más que el conjunto de sus actos. Aunque el antiguo profesor de sociología de la Universidad de Pekín, sustituido por Chang-Solin, a causa de sus enseñanzas, había formado el mejor de los grupos revolucionarios de la China del Norte, no participaba en la acción. Desde que Kyo hubo entrado allí, su voluntad se transformaba en inteligencia, lo cual no le agradaba mucho: se interesaba por los seres, en lugar de interesarse por las fuerzas. Y, cuando hablaba de Clappique a su padre, que lo conocía bien, el barón le pareció más misterioso que antes, cuando lo contemplaba.

– … acabó sacándome cincuenta dólares…

– Es desinteresado, Kyo…

– Pues acababa de gastar cien dólares: yo lo vi. La mitomanía es siempre una cosa bastante inquietante.

Quería saber hasta dónde podía continuar sirviéndose de Clappique. Su padre, como siempre, buscaba lo que había en aquel hombre de profundo, de singular. Pero lo que hay de más profundo en un hombre, rara vez es aquello por lo cual se le puede hacer obrar inmediatamente, y Kyo pensaba en sus pistolas.

– Si tiene necesidad de considerarse rico, ¿qué no intentará para enriquecerse?

– Ha sido el primer anticuario de Pekín…

– ¿Para qué se gasta todo su dinero en una noche, si no es para hacerse la ilusión de que es rico?

Gisors entornó los ojos y se echó hacia atrás los cabellos, algo largos; su voz de hombre entrado en años, a pesar de su timbre debilitado, adquirió la claridad de una línea:

– Su mitomanía es un medio de negar la vida, ¿no?; de negar y no de olvidar. Desconfía de la lógica, en estas materias…

Extendió confusamente la mano; sus ademanes angostos casi nunca se dirigían hacia la derecha o hacia la izquierda, sino hacia el frente; sus movimientos, cuando prolongaban una frase, no parecían apartar, sino asir algo.

– Es como si hubiese querido demostrarte ayer que, aunque haya vivido durante dos horas como un hombre rico, la riqueza no existe. Porque entonces la pobreza no existe tampoco. Que es lo esencial. Nada existe: todo es un sueño. No olvida el alcohol, que le ayuda…

Gisors sonrió. La sonrisa de sus labios, de comisuras abatidas, adelgazadas ya, expresaba las ideas con más complejidad que sus palabras. Desde hacía veinte años dedicaba su inteligencia a hacerse querer de los hombres justificándolos, y ellos le estaban reconocidos ante una bondad cuyas raíces no adivinaban nacidas en el opio. Se le atribuía la paciencia de los budistas; era la de los intoxicados.

– Ningún hombre vive de negar la vida -respondió Kyo.

– Se vive mal… Necesita vivir mal.

– Y está obligado a ello.

– La parte de la necesidad está determinada por los corretajes de las antigüedades y quizá de las drogas y por el tráfico de armas… De acuerdo con la policía, a la que detesta, sin duda, pero con la que colabora en esos pequeños trabajos, a cambio de una justa retribución…

Poco importaba; la policía sabía que los comunistas no tenían dinero bastante para comprar armas a los importadores clandestinos.

– Todo hombre se parece a su dolor -dijo Kyo-. ¿Qué es lo que le hace sufrir?

– Su dolor no tiene importancia, ni tampoco sentido, ¿no?; no roza nada más profundo que su mentira o su goce; no tiene verdadera profundidad, y eso es, quizá, lo que le retrata mejor, porque es raro. Hace lo que puede para conseguirlo, pero le faltan facultades… Cuando tú no estás ligado a un hombre, Kyo, piensas en él para prever sus actos. Los actos de Clappique…

Señaló el acuarium, donde los cípridos negros, blandos y dentados como oriflamas, subían y bajaban.

– Ahí los tienes… Bebe, pero estaba hecho para el opio; se engaña, también, respecto al vicio; muchos hombres no encuentran el que los salvaría. Lástima, porque está lejos de carecer de valor. Pero su dominio no te interesa.

Era verdad. Si Kyo, aquella noche, no pensaba en su acción, no podía pensar más que en sí mismo. El calor le penetraba poco a poco, como antes en el Black Cat; y de nuevo le invadía la obsesión del disco, como el ligero calor del descanso le invadía las piernas. Refirió su asombro ante los discos, pero como si se tratase de uno de los registros de voz que habían tenido lugar en los almacenes ingleses. Gisors le escuchaba, acariciándose el mentón anguloso con la mano izquierda. Sus manos, de delgados dedos, eran muy bellas. Había inclinado la cabeza hacia adelante; los cabellos le cayeron sobre los ojos, aunque su frente estaba desprovista de ellos. Se los apartó con un movimiento de cabeza, pero su mirada siguió perdida.

Me ha ocurrido encontrarme de improviso ante un espejo y no reconocerme.

Su pulgar frotaba suavemente los otros dedos de su mano derecha, como si deshiciese un polvo de recuerdos. Hablaba para sí; proseguía un pensamiento que suprimía su hijo.

– Es sin duda una cuestión de medios: oímos la voz de los demás con los oídos.

– ¿Y la nuestra?

– Con la garganta; porque, con los oídos tapados, tú oyes tu voz. El opio también encierra un mundo que no oímos con nuestros oídos…

Kyo se levantó. Apenas le vio su padre.

– Tengo que volver a salir en seguida.

– ¿Puedo serte útil cerca de Clappique?

– No. Gracias. Buenas noches.

– Buenas noches.


* * *

Acostado, para tratar de debilitar su cansancio, Kyo esperaba. No había encendido la luz, no se movía. No era él quien pensaba en la insurrección; era la insurrección viva en tantos cerebros como el sueño en tantos otros, la que pensaba sobre él, hasta el punto de que ya no era más que inquietud y espera. Menos de cuatrocientos fusiles, en total. Victoria; o tiroteo, con algunos perfeccionamientos. Al día siguiente. No: en seguida. Cuestión de rapidez: desarmar en todas partes a la policía, y, con los quinientos Máusers, armar los grupos de combate, antes de que los soldados del tren blindado gubernamental entrasen en acción. La insurrección debía comenzar a la una -la huelga general, por tanto, a las doce-, y era preciso que la mayor parte de los grupos de combate estuviesen armados antes de las cinco. Las masas se hallaban dispuestas. La mitad de la policía, abrumada por la miseria, se pasaría, sin duda, a los insurrectos. Quedaba lo otro. «La China soviética», pensaba. Conquistar aquí la dignidad de los suyos. Y la URSS aumentaba a seiscientos millones de hombres. Victoria o derrota, el destino del mundo, aquella noche, vacilaba allí. A menos que el Kuomintang, después de tomada Shanghai, no tratase de aplastar a sus aliados, los comunistas… Se sobresaltó: la puerta del jardín se abrió. El recuerdo recubrió la inquietud. ¿Su mujer? Escuchaba: la puerta de la casa se volvió a cerrar. May entró. Su capuchón de cuero azul, de un corte casi militar, acentuaba lo que había de viril en su andar y hasta en su semblante -boca grande, nariz corta, pómulos abultados, propios de las alemanas del Norte.

¿Es eso para ahora mismo, Kyo?

– Sí.

May era médica de uno de los hospitales chinos, pero venía de la sección de mujeres revolucionarias, cuyo hospital clandestino dirigía.

– Siempre la misma cosa, ¿sabes? Acabo de ver a una muchacha de dieciocho años que ha intentado suicidarse con una hoja de afeitar en el palanquín del matrimonio. La obligaban a casarse con un bruto respetable… La han llevado con su vestido rojo de novia, todo él manchado de sangre. La madre iba detrás: una sombra minúscula, desmirriada, que sollozaba como es natural… Cuando le hice saber que la muchacha no se moriría me dijo: «¡Pobrecilla! Sin embargo, casi sería una suerte para ella que se muriera…» Una suerte… Eso dice más que nuestros discursos acerca del estado de las mujeres aquí…

Alemana, aunque nacida en Shanghai; doctora en Heidelberg y de París, hablaba el francés sin acento extranjero. Arrojó su boina sobre la cama. Sus cabellos ondulados estaban echados hacia atrás, para que fuese más fácil peinarlos. Él sintió deseos de acariciarlos. La frente, muy despejada, tenía también algo de masculino; pero, desde que había cesado de hablar, se feminizaba -Kyo no apartaba de ella los ojos-, a la vez porque el abandono de la voluntad dulcificaba sus facciones, porque el cansancio las distendía, y porque estaba sin boina. Aquel rostro vivía por su boca sensual y por sus ojos muy grandes, transparentes y lo bastante claros para que la intensidad de la mirada no pareciese producida por la pupila, sino por la sombra de la frente en las órbitas alargadas.

Llamado por la luz, entró un pequinés blanco, corriendo. Ella lo llamó, con voz fatigada.

– ¡Perro velloso, perro musgoso, perro peludo!

Lo cogió con la mano izquierda y lo levantó hasta su rostro, acariciándolo.

– Conejo -dijo, sonriendo-; conejo, conejovich…

– Se parece a ti -pronunció Kyo.

– ¿No es verdad?

Contemplaba en el espejo la cabeza blanca, arrimada a la suya, por encima de las patitas unidas. La encantadora semejanza nacía de sus altos pómulos germánicos. Aunque ella no era muy bonita, él pensó, modificándola, en la frase de Otelo; «¡Oh querida guerrera mía!…»

Soltó el perro y se levantó. El capuchón, a medio abrir, ponía de manifiesto, a la sazón, los senos, muy altos, que hacían pensar en los pómulos. Kyo le contó lo que había hecho aquella noche.

– En el hospital -dijo ella- han entrado esta noche unas treinta mujeres jóvenes de la propaganda, escapadas de las tropas blancas… Heridas. Cada vez ocurre esto con más frecuencia. Dicen que el ejército está muy cerca. Y que hay muchos muertos…

– Y la mitad de las heridas morirán… El sufrimiento no puede tener sentido más que cuando no conduce a la muerte, y conduce a ella casi siempre.

May reflexionó.

– Sí -dijo, al fin-. Y, sin embargo, quizá sea ésa una idea masculina. En mi opinión, para la mujer, el sufrimiento (resulta extraño) más hace pensar en la vida que en la muerte… A causa de los partos, quizá…

Reflexionó de nuevo.

– Cuanto más heridos hay, cuanto más se aproxima la insurrección, más se copula.

– Se comprende.

– Es preciso que te diga una cosa que acaso te moleste un poco…

Apoyado en el codo, él la interrogó con la mirada. May era inteligente y valiente; pero, con frecuencia, torpe.

– Acabé por acostarme con Langlen, esta tarde.

Kyo se encogió de hombros, como para decir: «¡Allá tú!» Pero su gesto y la expresión violenta de su rostro se compaginaban mal con aquella indiferencia. Ella le contemplaba, extenuada, con los pómulos acentuados por la luz vertical. También él contemplaba sus ojos sin mirada, sumidos en la sombra, y no decía nada. Se preguntaba si la expresión de sensualidad de su semblante vendría de lo que aquellos ojos ahogados y la ligera hinchazón de sus labios acentuaban con violencia por, contraste con sus facciones, con su feminidad… Ella se sentó en la cama y luego le tomó una mano. A él le faltó poco para retirarla, pero la dejó. May notó, sin embargo, su movimiento.

– ¿Te disgusto?

– Ya te he dicho que eres libre… No pido demasiado -añadió, con amargura.

El perrito saltó sobre el lecho. Él retiró su mano para acariciarlo quizá.

– Eres libre -repitió-. Lo demás, poco importa.

– En fin, yo debía decírtelo. Hasta por mí.

– Sí.

Que ella debiera decírselo, no hacía al caso, ni para el uno ni para el otro. Kyo quiso, de pronto, levantarse: así acostado, y ella sentada sobre el lecho, como un enfermo cuidado por ella… Pero, ¿para qué? Todo era igualmente inútil. Continuaba, sin embargo, contemplándola, para darle a entender que ella podía hacerle sufrir, pero que, desde hacía unos meses, la contemplase o no, ya no la veía; algunas expresiones, a veces… Aquel amor, frecuentemente crispado, que los unía como un niño enfermo; aquel sentido común de su vida y de su muerte; aquella correspondencia camal entre ambos, nada de todo aquello existía frente a la fatalidad que decolora las formas de que están saturadas nuestras miradas. «¿La amaré menos de lo que creo?», pensó. No. Hasta en aquel momento estaba seguro de que, si ella muriese, él no serviría ya a su causa con esperanza, sino con desesperación, como un muerto. Nada, no obstante, prevalecía contra la decoloración de aquel rostro sepultado en el fondo de su vida común como en la bruma, como en la tierra. Se acordó de un amigo que había visto morir la inteligencia de la mujer que amaba, paralizada durante unos meses; le parecía ver morir a May así; ver desaparecer absurdamente, como una nube que se reabsorbe en el cielo gris, la forma de su felicidad. Como si hubiese muerto dos veces: por efecto del tiempo y de lo que le decía.

May se levantó y fue hasta la ventana. Andaba con soltura, a pesar de su cansancio. Decidiendo, por temor y pudor sentimental mezclados, no volver a hablar de lo que acababa de decir puesto que él callaba; deseando huir de aquella conversación, a la que ella, no obstante, comprendía que no escaparía, trató de expresar su ternura diciendo cualquier cosa, y recurrió, por instinto, a un animismo que a él le agradaba: frente a la ventana, uno de los árboles de Marte se había cubierto de brotes durante la noche; la luz de la habitación iluminaba sus hojas, todavía abarquilladas, de un verde tierno sobre el fondo oscuro.

– Ha ocultado sus hojas en el tronco durante el día -dijo-, y las descubre esta noche, mientras no se le ve.

Parecía hablar para sí misma; pero, ¿cómo Kyo habría podido sustraerse al tono de su voz?

– Hubieras podido elegir otro día -pronunció, no obstante, entre dientes.

También él se veía en el espejo, apoyado sobre el codo; con máscara tan japonesa entre sus sábanas blancas. «Si yo no fuese mestizo…» Hacía un esfuerzo intenso para rechazar los pensamientos odiosos o bajos, listos para justificar y alimentar su cólera. Y la miraba; la miraba, como si aquel semblante hubiera debido volver a encontrar, por el sufrimiento que infligía, toda la vida que él había perdido.

– Pero, Kyo, precisamente era hoy cuando eso no tenía importancia… y…

Iba a añadir: «él lo deseaba tanto». Frente a la muerte, aquello suponía tan poco… Pero solamente dijo:

– … yo también, mañana, puedo morir…

Tanto mejor. Kyo sufría con el dolor más humillante: el que se desprecia experimentar. Realmente, ella era libre para acostarse con quien quisiese. ¿De dónde procedía, pues, aquel sufrimiento sobre el cual no se reconocía ningún derecho y que se reconocía tantos derechos sobre él?

– Cuando tú comprendiste que yo… contaba contigo, Kyo, me preguntaste un día, no en serio (un poco, no obstante), si yo creía que iría contigo a la cárcel, y yo te respondí que no sabía nada; que lo difícil, sin duda, era permanecer en ella. Sin embargo, tú pensaste que sí, puesto que me poseíste a mí también. ¿Por qué no creerlo ahora?

– Siempre son los mismos los que van a la cárcel. Katow iría, aunque no me quisiera profundamente. Iría por la idea que tiene de la vida y de sí mismo. No es por alguien por lo que se va a la cárcel.

– Kyo, cómo son de hombre esas ideas…

Él pensaba.

– Y, sin embargo -dijo-, amar a los que son capaces de hacer eso y ser amado por ellos, quizá, ¿qué más esperar del amor? ¡Qué rabia que le pregunten a uno semejantes cosas!… Hasta si lo hacen por su… moral.

– No es por moral -dijo ella, con lentitud-. Por moral seguramente yo no sería capaz de ello.

– Pero -él también hablaba con lentitud- ese amor no te impediría el acostarte con un tipo, cuando tú pensabas (acabas de decirlo) que eso… me molestaría…

– Kyo, voy a decirte algo singular, y que es verdadero, sin embargo… Hasta hace cinco minutos, creí que te sería igual. Quizá eso me hacía creerlo… Hay llamadas, sobre todo cuando se está tan cerca de la muerte (es de las otras de las que yo tengo costumbre, Kyo…) que no tienen nada que ver con el amor…

Sin embargo los celos existían, tanto más turbios cuanto que el deseo sexual que ella le inspiraba descansaba sobre la ternura. Con los ojos cerrados, todavía apoyado sobre el codo, trataba -triste oficio- de comprender. No oía más que la respiración oprimida de May y el roce de las patas del perrito. Su herida venía en primer lugar (luego las consecuencias, ¡ay!, las sentía emboscadas en él, como sus camaradas detrás de las puertas, aún cerradas) de que atribuía al hombre que acababa de acostarse con May (¡sin embargo, no puedo llamarle su amante!) desprecio hacia ella. Era uno de los antiguos camaradas de May; apenas él lo conocía. Pero conocía la misoginia fundamental de casi todos los hombres. «La idea de que, habiéndose acostado con ella, porque se ha acostado con ella, pueda pensar: “Esta gallinita”, me dan ganas de pegarle. ¿No se estará siempre celoso, sino de lo que se supone que supone el otro? Triste humanidad…» Para May, la sexualidad no comprometía a nada. Era preciso que aquel tipo lo supiese. Que se acostase con ella, bueno; pero que no se imaginara que la poseía. «Estoy hecho una calamidad…» Pero no podía hacer nada, y aquello no era lo esencial: lo sabía. Lo esencial; lo que le trastornaba hasta producirle angustia, era que, de pronto, se había separado de ella, no por odio -aun cuando existiese el odio en él-; no por los celos (¿o es que, precisamente, aquello eran celos?), sino por un sentimiento sin nombre, tan destructor como el tiempo o la muerte: no acertaba con ello. Había vuelto a abrir los ojos. ¿Qué ser humano era ese cuerpo deportivo y familiar, ese perfil perdido: un ojo amplio, que comenzaba en la sien, hundido entre la frente despejada y el pómulo?… ¿La que acababa de copular?… Pero, ¿no era, también, la que soportaba sus debilidades, sus dolores, sus irritaciones; la que había cuidado con él a sus camaradas heridos, velado con él a sus amigos muertos?… La suavidad de su voz todavía en el aire… No se olvida lo que se quiere. Sin embargo, aquel cuerpo recobraba el misterio punzante del ser conocido, transformado de pronto -o mudo o ciego o loco-. Y era una mujer. No una especie de hombre. Otra cosa…

Se le escapaba por completo. Y, a causa de ello, quizá, la llamada rabiosa de un contacto intenso con ella le cegaba; cualquiera que fuese; espanto, gritos, golpes. Se levantó, se acercó a ella. Sabía que se hallaba en un estado de crisis; que al día siguiente, tal vez, ya no comprendería nada de cuanto experimentaba; pero estaba frente a ella como ante una agonía; y, como hacia una agonía, el instinto le impulsaba hacia ella: tocar, palpar, retener a los que nos abandonan, aferrarse a ellos… ¡Con qué angustia le contemplaba ella, detenido a dos pasos!… La revelación de lo que quería cayó, por fin, sobre él; acostarse con ella; refugiarse allí, contra aquel vértigo, en el cual la perdía toda entera; no tenían que conocerse cuando empleaban todas sus fuerzas en apretar sus brazos sobre sus cuerpos.

Ella se volvió de pronto: acababan de llamar. Demasiado pronto para Katow. ¿Estaría descubierta la insurrección? Lo que habían dicho, sentido, amado, odiado, zozobraba brutalmente. Llamaron de nuevo. Kyo extrajo su revólver de debajo de la almohada, atravesó el jardín y fue a abrir, en pijama. No era Katow; era Clappique que continuaba vestido de smoking. Se quedaron en el jardín.

– ¿Qué hay?

– Ante todo le devuelvo su documento: aquí está. Todo marcha bien. El barco ha salido. Va a anclar a la altura del consulado de Francia. Casi al otro lado del río.

– ¿Dificultades?

– Ni una palabra. Antigua confianza; si no, se pregunta cómo hay que hacerlo. En estos asuntos, joven, la confianza es tanto mayor cuanto menos razón de ser tiene…

– ¿Alusión?

Clappique encendió un cigarrillo. Kyo no vio más que la mancha del cuadro de seda negra sobre el rostro confuso. Fue a buscar la cartera -May esperaba-, volvió, pagó la comisión convenida. El barón se guardó los billetes en el bolsillo, arrugados, sin contarlos.

– La bondad da felicidad -dijo-. Amigo mío, la historia de mi noche es una no-ta-ble historia moral: ha comenzado por la limosna y acaba con la fortuna. ¡Ni una palabra!

Con el índice levantado, se inclinó hacia el oído de Kyo.

– ¡Fantomas le saluda!

Dio media vuelta y salió. Como si Kyo sintiese temor de entrarse, le contemplaba irse, con el smoking agitándose a lo largo del muro blanco. «Mucho se parece a Fantomas, en efecto, con ese traje. ¿Habrá adivinado, o supuesto, o…?» Tregua de lo pintoresco: Kyo oyó una tos, y la reconoció tanto más pronto cuanto que la esperaba: Katow. Todos se apresuraban, esa noche.

Tal vez para hacerse menos visible, caminaba por en medio de la calzada. Kyo adivinaba su blusa, más que verla, en alguna parte, arriba, en la sombra, una nariz saliente… Sobre todo, apreciaba el balanceo de sus manos. Salió a su encuentro.

– ¿Qué hay? -le preguntó, como había preguntado a Clappique.

– Todo va bien. ¿Y el barco?

– Frente al consulado de Francia. Lejos del muelle. Dentro de media hora.

– El vapor y los hombres están a cuatrocientos metros de allí. ¿Vamos?

– ¿Y los trajes?

– No se necesitan. Los tipos están completamente listos.

Volvió a entrar y se vistió en un instante: pantalón y tricota. Alpargatas (quizá hubiera que trepar). Estaba listo. May le tendió los labios. El espíritu de Kyo quería besarla; su boca, no -como si, independiente, ella le guardase rencor-. La besó, por fin, mal. Ella le miró con tristeza, con los párpados abatidos; sus ojos plenos de sombra, se tornaban poderosamente expresivos, puesto que la expresión procedía de los músculos. Kyo salió.

Caminaba al lado de Katow, una vez más. No podía, sin embargo, librarse de ella. «Ahora mismo, me parecía una loca o una ciega. No la conozco. No la conozco. No la conozco más que en la medida en que la amo, en el sentido en que la amo. No se posesiona uno de un ser, sino de lo que cambia en él, dice mi padre… ¿Y después?» Se sumergía en sí mismo, como en aquella callejuela, cada vez más oscura, donde hasta los aisladores del telégrafo no brillaban ya sobre el cielo. Volvía a experimentar angustia y se acordó de los discos. «Se oye la voz de los demás con los oídos; la de uno mismo, con la garganta.»

Sí. La vida de uno también se oye con la garganta. ¿Y la de los demás?… En primer término, allí había soledad; soledad inmutable, tras la multitud mortal, como la gran noche primitiva detrás de aquella noche densa y pesada, bajo la cual acechaba la ciudad desierta, llena de desesperación y de odio. «Pero yo, para mí, por la garganta, ¿qué soy? Una especie de afirmación absoluta, de afirmación de loco: una intensidad más grande que la de todo el resto. Para los demás, yo soy lo que he hecho.» Sólo para May no era lo que había hecho; sólo para él, ella era otra cosa completamente distinta de su biografía. El abrazo, mediante el cual el amor mantiene a los seres unidos el uno al otro contra la soledad, no era al hombre al que proporcionaba su ayuda; era al loco, al monstruo incomparable, preferible a todo, que todo ser es para sí mismo y al que elige en su corazón. Desde que su madre había muerto, May era el único ser para quien él no era Kyo Gisors, sino la más estricta complicidad. «Una complicidad consentida, conquistada, elegida», pensó, extraordinariamente de acuerdo con la noche, como si su pensamiento ya no estuviese hecho para la luz. «Los hombres no son mis semejantes; son los que me ven y me juzgan; mis semejantes son aquellos que me aman y no me miran; los que me aman contra todo; los que me aman contra la decadencia, contra la bajeza, contra la traición; a mí, y no lo que yo haya hecho o haga; quienes me amen tanto como yo me amo a mí mismo; hasta el suicidio, incluso… Sólo con ella tengo en común este amor, desgarrado o no, como otros, juntos, tienen hijos enfermos y que pueden morir…» Aquello no era, por cierto, la felicidad; era algo primitivo que concordaba con las tinieblas y hacía subir hasta él un calor que acababa en una opresión inmóvil, como de una mejilla contra otra mejilla -la única cosa en él que era fuerte como la muerte.

Sobre los tejados, ya había sombras en su puesto.

4 de la mañana

El viejo Gisors arrugó el trozo de papel mal cortado en que Chen había escrito su nombre con lápiz, y se lo guardó en el bolsillo. Estaba impaciente por volver a ver a su antiguo alumno. Su mirada se dirigió de nuevo a su interlocutor presente, un chino muy viejo, con la cabeza de mandarín de la Compañía de las Indias, vestido con túnica; se dirigía hacia la puerta, con menudos pasos y con el índice levantado, y hablaba inglés: «Es bueno que existan la sumisión absoluta de la mujer, el concubinato y la institución de las cortesanas. Continuaré la publicación de mis artículos. Porque nuestros antepasados pensaron así, es por lo que existen esas bellas pinturas -mostraba con la mirada el fénix azul, sin mover el rostro, como si le hubiese guiñado el ojo-, de las que usted está orgulloso, y yo también. La mujer está sometida al hombre, como el hombre está sometido al Estado; y servir al hombre es menos duro que servir al Estado. ¿Vivimos para nosotros? No somos nada. Vivimos para el Estado, en el presente; para el orden de los muertos, a través de la duración de los siglos…»

¿Se iría por fin? Aquel hombre, aferrado a su pasado, aun hoy (las sirenas de los navíos de guerra no bastaban para llenar la noche…), frente a la China roída por la sangre como sus bronces de los sacrificios, adquiría la poesía de algunos locos. ¡El orden! Multitudes de esqueletos con túnicas bordadas, perdidos hacia el fondo del tiempo en asambleas inmóviles: enfrente, Chen, los doscientos mil obreros de las hilanderías, la multitud aplastante de los coolies. ¿La sumisión de las mujeres? Todas las noches, May refería los suicidios de las novias… El viejo salió, con el índice levantado; «¡El orden, señor Gisors!…» Después, un postrer saludo, brincándole la cabeza y los hombros.

En cuanto oyó que se había vuelto a cerrar la puerta, Gisors llamó a Chen y volvió con él al salón de los fénix.

Chen comenzó a pasear. Cada vez que pasaba por delante de él, que era con frecuencia, Gisors, sentado en uno de los divanes, recordaba a un gavilán de bronce egipcio cuya fotografía había conservado Kyo por simpatía hacia Chen, «a causa de su parecido». Era verdad, a pesar de que los gruesos labios aparentaban expresar bondad. «En definitiva, un gavilán convertido por Francisco de Asís», pensó.

Chen se detuvo delante de él.

– Yo he sido quien ha matado a Tang-Yen-Ta -dijo.

Había visto en la mirada de Gisors algo casi afectuoso. Despreciaba los afectos, y los temía. Su cabeza, empotrada entre los hombros, y que la marcha inclinaba hacia adelante, con la arista corta de la nariz, acentuaba el parecido con el gavilán, a pesar de su cuerpo rechoncho; y hasta sus ojos pequeños, casi sin pestañas, hacían pensar en un pájaro.

– ¿Era de eso de lo que querías hablarme?

– Sí.

Gisors reflexionaba. Puesto que no quería responder por medio de prejuicios, no podía hacer otra cosa que aprobarlo. Le costaba, no obstante, algún trabajo hacerlo. «He envejecido», pensó.

Chen renunció a caminar.

– Estoy extraordinariamente solo -dijo, mirando por fin, de frente a Gisors.

Éste estaba turbado. Que Chen recurriese a él, no le extrañaba: había sido, durante algunos años, su maestro, en el sentido chino de la palabra -un poco menos que su padre, más que su madre; desde que ambos habían muerto, Gisors era, sin duda, el único hombre del que tenía necesidad Chen-. Lo que no comprendía era que Chen, que sin duda había vuelto a ver a los terroristas aquella noche, puesto que él acababa de ver a Kyo, pareciese tan lejos de ellos.

– ¿Y los demás? -preguntó.

Chen volvió a verlos, en la trastienda del vendedor de discos, hundiéndolos en la sombra o sacándolos de ella el balanceo de la lámpara, mientras cantaba el grillo.

– No saben.

– ¿Que has sido tú?

– Eso, lo saben: no tiene importancia.

Calló de nuevo. Gisors se guardaba de volver a preguntar.

Chen prosiguió, al fin.

– … Que es la primera vez.

Gisors experimentó, de pronto, la impresión de comprender. Chen lo notó.

– No. Usted no comprende.

Hablaba el francés con una acentuación de garganta sobre las palabras de una sola sílaba nasal, cuya mezcla con ciertos idiotismos que había aprendido de Kyo sorprendía. Su brazo derecho, instintivamente, había caído a lo largo de la cadera: sentía de nuevo el cuerpo herido que el colchón elástico rechazaba contra el cuchillo. Aquello no significaba nada. Se encontraba dispuesto a repetirlo. Pero, sin embargo, anhelaba un refugio. Aquella afección profunda, que no tenía necesidad de explicar nada, Gisors no la atribuía más que a Kyo. Chen lo sabía. ¿Cómo explicarse?

– Usted nunca ha matado a nadie, ¿verdad?

– Demasiado lo sabes.

Aquello le parecía evidente a Chen; pero, a la sazón, desconfiaba de tales evidencias. Sin embargo, le pareció, de pronto, que algo le faltaba a Gisors. Alzó los ojos. Aquél le contemplaba de arriba abajo, pareciendo más largos sus cabellos blancos a causa del movimiento de su cabeza hacia atrás, intrigado por su ausencia de ademanes. Ésta procedía de su herida, de la que Chen no le había dicho nada; no porque le doliese (un compañero enfermero se la había desinfectado y vendado), pero le molestaba. Como siempre cuando reflexionaba, Gisors daba vueltas entre sus dedos a un invisible cigarrillo.

– Quizá…

Se detuvo, con los claros ojos fijos en su máscara de templario afeitado. Chen esperaba. Gisors prosiguió, casi brutalmente:

– No creo que sea bastante el recuerdo de un crimen para que te alteres así.

«Se ve que no sabe de qué habla», intentó pensar Chen. Pero Gisors había acertado en lo justo. Chen se sentó y miró los pies.

– No -dijo-; yo no creo, tampoco, que el recuerdo baste. Hay otra cosa, esencial. Quisiera saber qué.

¿Era para saber eso, para lo que había ido?

– ¿La primera mujer con quien te acostaste fue una prostituta, como es natural? -preguntó Gisors.

– Soy chino -respondió Chen con rencor.

No -pensó Gisors-. Salvo por sexualidad, quizá, Chen no era chino. Los emigrados de todos los países, de que rebosaba Shanghai, habían enseñado a Gisors hasta qué punto el hombre se separa de su nación, de una manera nacional; pero Chen no pertenecía ya a China, ni aun por la manera como la había abandonado: una libertad total le entregaba totalmente a su idea.

– ¿Qué experimentaste después? -preguntó Gisors.

Chen crispó los dedos.

– Orgullo.

– ¿De ser un hombre?

– De no ser una mujer.

Su voz ya no expresaba rencor, sino un desprecio completo.

– Me parece que quiere usted decir -prosiguió- que he debido sentirme… separado.

Gisors se guardaba de responder.

– … Sí. Terriblemente. Y tiene usted razón para hablar de mujeres. Quizá se desprecia mucho a aquel a quien se mata. Pero menos que a los otros.

– ¿Que a los que no matan?

– Que a los que no matan: los vírgenes.

Caminaba de nuevo. Las dos últimas palabras habían caído como una carga arrojada al suelo, y el silencio se ensanchaba alrededor de ambos. Gisors comenzaba a experimentar, no sin tristeza, la separación de que Chen hablaba. Recordó, de pronto, que Chen le había dicho tener horror a la caza.

– ¿No has sentido horror ante la sangre?

– Sí; pero no solamente horror.

Pronunció aquella frase mientras se alejaba de Gisors. Se volvió, de pronto, y, contemplando el fénix, aunque tan directamente como si hubiese mirado a Gisors a los ojos, preguntó:

– ¿Entonces? Yo sé lo que se hace con las mujeres, cuando quieren continuar poseyéndonos: se vive con ellas. ¿Y la muerte, entonces?

Y más amargamente aún, pero sin cesar de contemplar al fénix:

– ¿Un concubinato?

La pendiente de la inteligencia de Gisors le inclinaba siempre a acudir en ayuda de sus interlocutores; sentía afecto hacia Chen. Pero comenzaba a ver claro: la acción en los grupos de encuentro ya no bastaba al joven; el terrorismo constituía para él una fascinación. Sin dejar de dar vueltas a su cigarrillo imaginario; con la cabeza tan inclinada hacia adelante, como si contemplase la alfombra; con la afilada nariz batida por su mechón blanco, dijo, esforzándose por dar a su voz una entonación de despego:

– Crees que ya no saldrás de eso…

Pero, ganado por los nervios, terminó tartamudeando:

– … y es contra esa… angustia, contra lo que vienes a… defenderte junto a mí.

Silencio.

– Una angustia, no -dijo, por fin, Chen entre dientes-. ¿Una fatalidad?

Nuevo silencio. Gisors comprendía que ningún gesto era posible; que no podía tomarle la mano, como hacía en otro tiempo. Se decidió, a su vez, y dijo, con desfallecimiento, como si hubiese adquirido, de pronto, el hábito de la angustia:

– Entonces, hay que pensar en ella y llevarla al extremo. Y, si quieres vivir con ella…

– Pronto me matarán.

«¿No es eso, sobre todo, lo que quiere? -se preguntó Gisors-. No aspira a ninguna gloria, a ninguna felicidad. Capaz de vencer, pero no de vivir en su victoria, ¿qué puede desear, sino la muerte? Sin duda, pretende darle el sentido que otros dan a la vida. Morir lo más alto posible. ¿Alma de ambicioso, lo bastante lúcida, lo bastante separada de los hombres o lo bastante para despreciar todos los objetos de su ambición y hasta su ambición misma?»

– Si quieres vivir con esa… fatalidad, no hay más que un recurso: transmitirla.

– ¿Quién sería digno de ella? -preguntó Chen, también entre dientes.

El aire se hacía cada vez más pesado, como si todo lo que aquellas frases evocaban de muerte violenta estuviese allí. Gisors ya no podía decir nada: cada palabra habría tenido un sonido falso, frívolo, imbécil.

– Gracias -dijo Chen.

Se inclinó ante él, con todo el busto, a la usanza china (lo que no hacía nunca), como si prefiriese no tocarle, y salió.

Gisors volvió a sentarse y comenzó de nuevo a darle vueltas a su cigarrillo. Por primera vez, se encontraba, no frente al combate, sino ante la sangre. Y, como siempre, pensaba en Kyo. Kyo habría encontrado irrespirable aquel universo en que se movía Chen… ¿Estaba muy seguro de ello? Chen también detestaba la caza; Chen también tenía horror a la sangre -antes-. En esa profundidad, ¿qué sabía él de su hijo? Cuando su amor no podía desempeñar ningún papel; cuando no podía referirse a muchos recuerdos, sabía muy bien que dejaba de conocer a Kyo. Un intenso deseo de volver a verle le invadió -el que se siente por volver a ver a los familiares muertos-. Sabía que se había ido.

¿Adónde? La presencia de Chen animaba aún la habitación. Aquél se había arrojado en el mundo del crimen, y ya no saldría de él: con su encarnizamiento, entraba en la vida terrorista como en una cárcel. Antes de diez años, a lo sumo, sería apresado y torturado o muerto; hasta entonces, viviría como un obseso decidido, en el mundo de la decisión y de la muerte. Sus ideas le hacían vivir; ahora, iban a matarle.

Y precisamente por eso era por lo que Gisors sufría. Que Kyo impulsara a matar, estaba en su papel. Y si no, poco importaba: lo que hacía Kyo estaba bien hecho. Pero se hallaba espantado ante aquella sensación súbita, ante aquella certidumbre de la fatalidad del crimen, de una intoxicación, tan terrible, que la suya apenas lo era. Comprendía qué mal había prestado a Chen la ayuda que éste le pedía, cuan solitario es el crimen -y cuánto, con aquella angustia, Kyo se alejaba de él-. Por primera vez, la frase que había repetido con tanta frecuencia: «No existe conocimiento de los seres», se aferró en su imaginación al semblante de su hijo.

¿A Chen lo conocía? Apenas creía que los recuerdos permitiesen comprender a los hombres. Conocía la primera educación de Chen, que había sido religiosa; cuando había comenzado a interesarse por aquel adolescente huérfano -los padres habían muerto en el saqueo de Kalgan-, silenciosamente insolente. Chen procedía del colegio tísico, llegado tarde al pastorado, que se esforzaba con paciencia, a los cincuenta años, por vencer, mediante la caridad, una inquietud religiosa intensa. Obsesionado por la vergüenza del cuerpo, que atormentaba a san Agustín; del cuerpo caído en el cual hay que vivir con el Cristo -por el horror de la civilización ritual de la China que le rodeaba y le hacía más imperiosa aún la llamada de la verdadera vida religiosa-, aquel pastor había elaborado con su angustia la imagen de Lutero, del que a veces hablaba a Gisors: «No hay vida más que en Dios; porque el hombre, a causa del pecado, ha caído hasta tal punto; se ha manchado tan irremediablemente, que llegar hasta Dios es una especie de sacrilegio. De aquí el Cristo; de aquí su crucifixión eterna.» Quedaba la Gracia, es decir, el amor ilimitado o el terror, según la fuerza o la debilidad de la esperanza; y este terror era un nuevo pecado. Quedaba también la caridad; pero la caridad no siempre basta para agotar la angustia.

El pastor había tomado cariño a Chen. No sospechaba que el tío de éste, que se había encargado de él, sólo lo había enviado con los misioneros para que aprendiese el inglés y el francés, y le había puesto en guardia contra su enseñanza, contra la idea del infierno, sobre todo, de que desconfiaba aquel confucionista. El niño, que reconocía a Cristo, y no a Satanás ni a Dios -la experiencia del pastor le había enseñado que los hombres no se convierten nunca más que a los mediadores-, se abandonaba al amor con el rigor que ponía en todo. Pero experimentaba bastante respeto hacia el maestro -la única cosa que China le había inculcado con fuerza-, para que a pesar del amor aprendido volviese a encontrar la angustia del pastor, y le pareciese un infierno más terrible y más convincente que aquel contra el cual se había intentado prevenirle.

Llegó el tío. Espantado ante la clase de sobrino que encontraba, manifestó una delicada satisfacción y envió unos arbolillos de jade y de cristal al director, al pastor y a algunos otros. Al cabo de ocho días, llamaba a Chen a su casa, y a la semana siguiente lo enviaba a la Universidad de Pekín.

Gisors, dando vueltas, como siempre, a su cigarrillo entre las rodillas, con la boca entreabierta y absorto ante lo que reflexionaba, se esforzaba por recordar al adolescente de entonces. Pero, ¿cómo separarlo, cómo aislarlo de aquel en el cual se había convertido? «Pienso en su espíritu religioso, porque Kyo jamás lo tuvo, y porque, en este momento, toda diferencia profunda entre ambos me libera… ¿Por qué tendré la impresión de conocerle mejor que a mi hijo?» Era que veía mucho mejor en qué lo había modificado; esta modificación capital, obra suya, era precisa, limitable, y no conocía nada, en los demás seres, mejor que lo que él le había suministrado. Desde que había observado a Chen, había comprendido que aquel adolescente no podría vivir de una ideología que no se transformase inmediatamente en actos. Privado de caridad, no podría ser conducido, por la vida religiosa, más que a la contemplación o a la vida interior; pero odiaba la contemplación, y no había soñado más que con un apostolado al que le impulsaba precisamente su ausencia de caridad. Para vivir, era preciso, pues, en primer término, que se sustrajese a su cristianismo. (Por semiconfidencias, parecía que el trato con las prostitutas y los estudiantes había hecho desaparecer el único pecado, siempre más fuerte que la voluntad de Chen: la masturbación; y, con él, un sentimiento ininterrumpido de angustia y de caída.) En cuanto al cristianismo, su nuevo maestro había opuesto, no argumentos, sino otras formas de grandeza; la fe se le había desvanecido entre los dedos a Chen, poco a poco, sin crisis, como si fuese arena. Apartado por ella de la China; acostumbrado por ella a separarse del mundo, en lugar de someterse a él, había comprendido, a través de Gisors, que todo había pasado como si aquel período de su vida no hubiese sido más que una iniciación en el sentido heroico: ¿qué hacer de un alma, no existiendo ni Dios ni Cristo?

Aquí Gisors volvía a encontrar a su hijo, indiferente al cristianismo, pero a quien la educación japonesa (Kyo había vivido en el Japón desde los ocho hasta los diecisiete años) había impuesto también la convicción de que las ideas no debían ser pensadas, sino vividas. Kyo había elegido la acción de una manera grave y premeditada, como otros eligen las armas o el mar: había abandonado a su padre, y vivido en Cantón y en Tientsin la vida de las maniobras y de la excitación de los coolies para organizar los sindicatos. Chen -habiendo sido apresado su tío en rehenes, y no habiendo podido pagar su rescate, por lo que fue ejecutado en la toma de Swteu- se había encontrado sin dinero y provisto de unos diplomas sin valor, ante sus veinticuatro años y en la China, chófer de camión, mientras las pistas del Norte habían sido peligrosas; luego, ayudante de químico; luego, nada. Todo le precipitaba hacia la acción política: la esperanza de un mundo diferente; la posibilidad de comer, aunque fuera miserablemente (era naturalmente austero, quizá por orgullo); la satisfacción de sus odios, de sus ideas y de su carácter. Daba un sentido a su soledad. En cambio, en Kyo todo era más simple. El sentido heroico le había dado como una disciplina, no como una justificación de la vida. No era inquieto. Su vida tenía un sentido, y él lo conocía: poner a cada uno de aquellos hombres, a quienes el hambre, en aquel mismo momento, hacía morir como una peste lenta, en posesión de su propia dignidad. Él era uno de ellos: tenían los mismos enemigos. Mestizo, fuera de casta, desdeñado por los blancos, y más aún por las blancas, Kyo no había intentado seducirlas: había buscado a los suyos, y los había encontrado. «No hay dignidad posible ni vida real para un hombre que trabaja doce horas al día, sin saber para qué trabaja.» Era preciso que aquel trabajo adquiriese un sentido, se convirtiese en una patria. Las cuestiones individuales no existían para Kyo más que en su vida privada.

Todo esto Gisors lo sabía. «Y, sin embargo, si Kyo entrase y me dijese, como Chen hace poco: “yo he sido quien ha matado a Tang-Yen-Ta”; si lo dijese, yo pensaría que “ya lo sabía”. Todo cuanto hay de posible en él resuena en mí con tanta fuerza, que cualquier cosa que me dijese, yo pensaría que “ya lo sabía… ”» Contempló por la ventana la noche inmóvil e indiferente. «Pero, si verdaderamente lo supiera, y no de esta manera incierta y pavorosa, lo salvaría…» Dolorosa afirmación, en la que él no creía, en absoluto. ¿Qué confianza tenía en su pensamiento?

Desde la partida de Kyo, no había servido más que para justificar la acción de su hijo, aquella acción entonces íntima, que comenzaba en cualquier parte (con frecuencia, durante tres meses, no sabía siquiera dónde), en la China central o en las provincias del Sur. Si los estudiantes, inquietos, comprendían que aquella inteligencia acudía en su ayuda con tanto calor y con tanta penetración, no era, como creían entonces los idiotas de Pekín, porque se distrajese en jugar con la procuración de las vidas, de las que le separaba su edad; era porque, en todos aquellos dramas semejantes, encontraba el de su hijo. Cuando enseñaba a sus estudiantes, casi todos modestos burgueses, que estaban obligados a unirse a los jefes militares o al proletariado; cuando decía a aquellos a quienes había elegido: «El marxismo no es una doctrina; es una voluntad; es, para el proletariado y los suyos, vosotros, la voluntad de conocerse, de sentirse como tales, de vencer como tales; no debéis ser marxistas para tener razón, sino para vencer sin traicionaros», hablaba para Kyo, lo defendía. Y, si sabía que no era el alma rigurosa de Kyo la que le respondía, cuando al final del curso encontraba, según la costumbre china, su habitación abarrotada de flores blancas por los estudiantes, al menos sabía que aquellas manos que se preparaban para matar, al llevarle unas camelias, estrecharían mañana las de su hijo, que tendría necesidad de ellas. Porque la fuerza del carácter le atraía hasta aquel punto, se había interesado por Chen. Pero, cuando se amistó con él, ¿previo aquella noche lluviosa en la que el joven, hablando de la sangre apenas coagulada, iría a decirle: «No tengo solamente horror…»?

Se levantó, abrió el cajón de la mesa baja donde guardaba su platillo de opio, encima de una colección de pequeños cactos. Debajo del platillo, una foto: Kyo. La sacó, la contempló, sin pensar en nada preciso, sumido ásperamente en la certidumbre de que, allí, donde estaba, nadie conocía ya a nadie, y de que la presencia del mismo Kyo, que tanto había anhelado hacía poco, no habría cambiado nada; sólo habría tornado más desesperada su separación, como la de los amigos a quienes se abraza en sueños y que murieron hace años. Contemplaba la foto entre sus dedos: estaba tibia, como una mano. La dejó caer de nuevo dentro del cajón, sacó el platillo, apagó la luz eléctrica y encendió la lámpara.

Dos pipas. En otro tiempo, cuando su avidez comenzaba a saciarse, miraba a los seres con benevolencia y consideraba al mundo como una infinidad de posibilidades. Ahora, en lo más profundo de sí mismo, las posibilidades no encontraban cabida: tenía sesenta años, y sus recuerdos estaban llenos de tumbas. Su sentido tan puro del arte chino, de aquellas pinturas azuladas que apenas iluminaba la lámpara, de toda la civilización de sugestión de que la China le rodeaba y que, treinta años antes, había sabido tan finamente aprovechar son sens du bonheur, no era más que una delgada cubierta bajo la cual despertaban, como perros ansiosos que se agitaran al final del sueño, la angustia y la obsesión de la muerte.

Su pensamiento vagaba, sin embargo, en torno al mundo y en torno a los hombres con una áspera pasión y que la edad no había extinguido. Que en todo ser, y en él, desde luego, había un paranoico, hacía mucho tiempo que estaba seguro de ello. Había creído, en otro tiempo -tiempo pasado… -, que se soñaba héroe. No. Aquella fuerza, aquella furiosa imaginación subterránea que llevaba en sí mismo (me volvería loco -había pensado- y sólo ella quedaría de mí…) se hallaba dispuesta a adoptar todas las formas, como también la luz. Como Kyo, y casi por las mismas razones, pensó en los discos de que éste le había hablado, y casi de la misma manera, porque las modalidades del pensamiento de Kyo habían nacido de las suyas. Del mismo modo que Kyo no había reconocido su propia voz porque la había oído con la garganta, así la conciencia que él, Gisors, tenía de sí mismo, era, sin duda, irreducible a la que él pudiera adquirir de otro ser, porque no era adquirida por los mismos medios. No debía nada a los sentidos. Se sentía penetrar, con su conciencia intrusa, en un dominio que le pertenecía más que cualquier otro y poseer con angustia una soledad vedada, donde nadie vendría nunca a unírsele. Durante un segundo, experimentó la sensación de que era aquello lo que debía escapar a la muerte… Sus manos, que preparaban una nueva bolita, temblaban ligeramente. Aquella soledad total y aun el amor que tenía a Kyo, no le libraban. Pero si no sabía refugiarse en otro ser, sabía liberarse: tenía opio.

Cinco bolitas. Desde hacia algunos años, se limitaba a ellas, no sin pena; no sin dolor, a veces. Raspó la cabeza de su pipa; la sombra de su mano pasó de la pared al techo. Apartó la lámpara algunos centímetros; los contornos de la sombra se perdieron. Los objetos también se perdían: sin cambiar de forma, dejaban de ser claros para él, le unían al fondo de un mundo familiar en que una benevolente indiferencia confundía todas las cosas -un mundo más verdadero que el otro, por ser más constante, más semejante a sí mismo; seguro como una amistad, siempre indulgente y siempre recuperado: formas, recuerdos, ideas-. Todo se sumergía con lentitud hacia un universo liberado. Se acordó de una tarde de septiembre en que el gris perfecto del cielo tornaba lechosa el agua de un lago, en los claros de vastos campos de nenúfares; desde los cuernos carcomidos de un pabellón abandonado hasta el horizonte magnífico y sombrío, no le llegaba ya más que un mundo penetrado de una melancolía solemne. Sin agitar su campanilla, un bonzo se había acodado en la rampa del pabellón, abandonando su santuario al polvo, al perfume de las maderas olorosas que ardían; los campesinos pasaban en barcas recogiendo los granos de nenúfar sin producir el menor ruido; cerca de las últimas flores, nacieron del timón dos prolongados pliegues, y fueron a perderse en el agua gris, con una extrema indolencia. Se perdían ahora en él mismo, recogiendo en su abanico todo el agobio del mundo, pero un agobio sin amargura, llevado por el opio a una pureza suprema. Con los ojos cerrados, transportados por las grandes alas inmóviles, Gisors contemplaba su soledad: una desolación que se unía a lo divino, al mismo tiempo que se ensanchaba hasta lo infinito aquella estela de serenidad que recubría suavemente las profundidades de la muerte.

4 y media de la mañana

Vestidos ya como soldados del gobierno, con los capotes sobre las espaldas, los hombres descendían, uno a uno, al vapor, balanceados por los remolinos del río.

– Dos de los marinos son del partido. Habrá que interrogarlos: deben de saber dónde están las armas -dijo Kyo a Katow.

Con excepción de las botas, el uniforme modificaba poco el aspecto de Katow. Su blusa militar aparecía tan mal abrochada como la otra; pero la gorra, que era nueva y a la cual no estaba acostumbrado, dignamente colocada sobre el cráneo, le daba un aspecto idiota. «¡Sorprendente conjunto, el de una gorra de oficial chino y una nariz semejante!», pensó Kyo. Era de noche…

– Ponte el capuchón del capote -dijo, no obstante.

El vapor se separó del muelle, tomó finalmente impulso en la noche. Bien pronto desapareció, detrás de un junco. De los cruceros, los haces de proyectores dirigidos en bandada desde el cielo sobre el puerto confuso, se entrecruzaban como sables.

Mientras avanzaban, Katow no apartaba la vista del Shang-Tung, que parecía aproximarse poco a poco. Al mismo tiempo que le invadía el olor del agua corrompida, del pescado y del humo del puerto (estaba casi a ras del agua) que sustituía poco a poco el del carbón del desembarcadero, el recuerdo que acudía a él al aproximarse cada combate tomaba posesión una vez más de su espíritu. Sobre el frente de Lituania, su batallón había sido apresado por los blancos. Los hombres desarmados estaban alineados en la inmensa llanura de nieve, apenas visible al ras del alba verdosa. «¡Que los comunistas salgan de las filas!» La muerte; lo sabían. Los dos tercios del batallón habían avanzado. «Quitaos las túnicas.» «Cavad la fosa.» La habían cavado. Con lentitud, porque estaba helado el suelo. Los guardias blancos, con un revólver en cada mano (las palas podían convertirse en armas), inquietos e impacientes, esperaban, a derecha e izquierda -el centro vacío a causa de que las ametralladoras estaban dirigidas hacia los prisioneros-. El silencio no tenía límites; tan vasto como aquella nieve, que se perdía de vista. Sólo los trozos de tierra helada caían produciendo un ruido seco, cada vez más precipitado: a pesar de la muerte, los hombres se daban prisa para entrar en calor. Varios habían comenzado a estornudar. «Bueno. ¡Alto!» Se habían vuelto. Detrás de ellos, más allá de sus camaradas, mujeres, niños, viejos de la aldea estaban amontonados, a medio vestir, envueltos en unas mantas, movilizados para que presenciaran aquel ejemplo, agitando las cabezas como si se sintiesen obligados a no mirar, pero fascinados por la angustia. «¡Quitaos los pantalones!» Porque eran escasos los uniformes. Los condenados vacilaban, a causa de las mujeres. «¡Quitaos los pantalones!» Las heridas habían aparecido, una a una, vendadas con harapos: las ametralladoras habían disparado muy hacia abajo, y casi todos estaban heridos en las piernas. Muchos doblaban los pantalones, aunque habían arrojado el capote. Se habían alineado de nuevo, al borde de la fosa esta vez, frente a las ametralladoras, destacados sobre la nieve: carne y camisas. Invadidos por el frío, estornudaban sin cesar, unos después de otros, y aquellos estornudos eran tan intensamente humanos, en aquel amanecer de ejecución, que los ametralladores, en lugar de disparar, habían esperado -esperado a que la vida fuese menos indiscreta-. Por fin, se habían decidido. Al día siguiente por la tarde, los rojos recuperaban la aldea: diecisiete, mal ametrallados, entre ellos Katow, fueron salvados. Aquellas sombras, claras sobre la nieve verdosa del alba, transparentes, sacudidas por los estornudos convulsos frente a las ametralladoras, estaban allí, en la lluvia y en la noche china, frente a la sombra del Shang-Tung.

El vapor continuaba avanzando: el vaivén era lo bastante fuerte para que la silueta, baja y turbia, del barco pareciese balancearse lentamente sobre el río; apenas iluminada, sólo se distinguía como una masa más sombría sobre el cielo cubierto. Sin duda alguna, el Shang-Tung estaba guardado. El proyector de un crucero alcanzó al vapor, lo observó por un instante y lo abandonó. Había descrito una curva profunda y se dirigía hacia el barco por la popa, derivando ligeramente hacia la derecha, como si fuese hacia el barco vecino. Todos los hombres llevaban el capote de los marinos, con el capuchón bajado sobre el uniforme. Por orden de la dirección del puerto, las escalas de saltillo de todos los barcos estaban echadas; Katow contempló la del Shang-Tung, a través de sus gemelos, ocultos bajo su capote: se detenía a un metro del agua, apenas iluminada por tres luces. Si el capitán pedía el dinero, que ellos no tenían, antes de autorizarlos para subir a bordo, los hombres deberían saltar uno a uno del vapor; sería difícil detenerlos bajo la escala de saltillo. Todo dependería, pues, de aquella pequeña pasarela oblicua. Si desde el barco intentaban recogerla, podría disparar sobre los que manejaban el cordaje: bajo las poleas nada los protegía. Pero el barco se pondría en estado de defensa.

El vapor viró 90 grados, llegó sobre el Shang-Tung. La corriente, poderosa a aquella hora, le cogía de través; el vapor, muy alto (estaba al pie de él), parecía partir a toda velocidad en la noche, como un buque fantasma. El maquinista impulsó al motor toda su fuerza: el Shang-Tung pareció aminorar la marcha, inmovilizarse, retroceder. Se acercaron a la escala de saltillo. Katow la agarró al pasar; de un salto, se encontró sobre la escalera.

– ¿El documento? -preguntó el hombre del saltillo.

Katow se lo entregó. El hombre lo transmitió y permaneció en su puesto, con el revólver empuñado. Era preciso, pues, que el capitán reconociese su propio documento; era probable que lo hubiese hecho, cuando Clappique se lo había comunicado. Sin embargo… Bajo el saltillo, el vapor, sombrío, subía y bajaba con el movimiento del río.

Volvió el mensajero. «Puede usted subir.» Katow no se movió; uno de sus hombres, que llevaba galones de teniente (el único que hablaba inglés), abandonó el vapor subió y siguió al marinero mensajero, que le condujo adonde estaba el capitán.

Éste, un noruego rapado, de mejillas barrosas, le esperaba en su camarote, detrás de su pupitre. El mensajero salió.

– Venimos a recoger las armas -dijo el teniente en inglés.

El capitán le miró sin responder, estupefacto. Los generales habían pagado siempre las armas; la venta de éstas había sido negociada clandestinamente, hasta el envío del intermediario Tang-Yen-Ta por el agregado de su consulado, contra una justa retribución. Si no cumplían ya sus compromisos respecto de los importadores clandestinos, ¿quiénes los iban a abastecer? Pero, puesto que no había negocio más que en el gobierno de Shanghai, podía tratarse de salvar las armas.

Well! Aquí está la llave.

Se registró el bolsillo interior de la americana, tranquilamente, sacó, de pronto, su revólver y lo asestó a la altura del pecho del teniente, del que no le separaba más que la mesa. En el mismo instante, oyó detrás de él: «¡Arriba las manos!» Katow, por la ventana abierta que daba al callejón de combate, le apuntaba. El capitán ya no comprendía nada, porque aquél era un blanco: pero, por lo pronto, no había que insistir. Las cajas de armas no valían lo que su vida. «Un viaje que habrá de pasar a pérdidas y ganancias.» Vería lo que podía intentar con su equipo. Dejó su revólver, que recogió el teniente.

Katow entró y lo registró: no tenía otra arma.

– No valía la pena, absolutamente, tener tantos revólveres a bordo para no llevar más que uno solo consigo -dijo, en inglés. Seis hombres de los suyos entraban detrás de él, uno a uno, en silencio. El andar pesado, el aspecto recio, la nariz al aire de Katow y sus cabellos, de un rubio claro, eran los de un ruso. ¿Escocés? Pero aquel acento…

– Usted no es del gobierno, ¿verdad?

– No te ocupes de eso.

Llevaban al segundo, debidamente atado por la cabeza y por los pies, sorprendido durante su sueño. Los hombres ataron fuertemente al capitán. Dos de ellos se quedaron para vigilarle. Los otros descendieron con Katow. Los hombres del equipo que eran del partido les enseñaron dónde estaban escondidas las armas; la única precaución de los importadores de Macao había consistido en escribir sobre las cajas: «Piezas sueltas.» Empezaron a trasladarlas. Con la escala de saltillo echada, se hizo con facilidad, pues las cajas eran pequeñas. Cuando estuvo la última caja en el vapor, Katow fue a destruir el puesto de T.S.H.; luego pasó adonde estaba el capitán.

– Si tiene usted demasiada prisa por bajar a tierra, le prevengo que lo bajaremos del todo al volver la primera esquina de una calle. ¡Buenas noches!

Pura fanfarronería; pero las cuerdas, que se introducían en los brazos de los prisioneros, le daban fuerza.

Los revolucionarios, acompañados por los hombres del equipo que les habían informado, volvieron al vapor; éste se apartó del saltillo, se dirigió hacia el muelle sin desviarse esta vez. Sacudidos por el vaivén, los hombres se cambiaban de traje, encantados pero ansiosos: hasta que llegasen a la orilla, nada estaba seguro.

Allí los esperaba un camión, con Kyo sentado al lado del chófer.

– ¿Qué hay?

– Nada. Negocios de principiantes.

Terminado el trasbordo, el camión partió, llevándose a Kyo, Katow y cuatro hombres, uno de los cuales había conservado el uniforme. Los demás se dispersaron.

Corría a través de las calles de la ciudad china, con un ronquido que a cada sacudida ahogaba un estrépito de latas: los costados, cerca de los enrejados, estaban provistos de tambores de petróleo. Se detenían en cada tchon importante: tienda, bodega, departamento. Una caja era descargada; fija en un lado, una nota cifrada de Kyo determinaba el reparto de armas, algunas de las cuales debían ser distribuidas a las organizaciones de combate secundarias. Apenas si el camión se detenía unos cinco minutos. Pero tenía que visitar más de veinte puestos.

No tenían que temer más que la traición: aquel camión ruidoso, conducido por un chófer con uniforme del ejército gubernamental, no despertaba desconfianza alguna. Encontraron una patrulla. «Soy el lechero que hace su reparto», pensó Kyo.

El día llegaba.

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