Ferral, abanicándose con el periódico donde el Consorcio era más violentamente atacado, llegó el último al gabinete de espera del ministro de Hacienda; en grupos esperaban el director adjunto del Movimiento General de Fondos -el hermano de Ferral había caído prudentemente enfermo la semana anterior-, el representante del Banco de Francia, el del banco principal de negocios francés y los de los establecimientos de crédito. Ferral los conocía a todos: un hijo, un yerno y antiguos funcionarios de la Inspección de Hacienda y del Movimiento General de Fondos; el lazo entre el Estado y los Establecimientos era demasiado estrecho para que éstos no tuviesen ventaja al agregar funcionarios que encontraban, cerca de sus antiguos colegas, una acogida favorable. Ferral comprobó su sorpresa: parecía natural que hubiese llegado antes que ellos; al no verle allí, habrían pensado que no se le había convocado. Que se permitiese llegar el último, les sorprendía. Todo les separaba: lo que él pensaba acerca de ellos; lo que ellos pensaban acerca de él, y su manera de vestir; casi todos estaban vestidos con una negligencia impersonal, y Ferral llevaba su traje arrugado y chinesco, y la camisa de seda gris, con cuello blando de Shanghai. Dos razas.
Fueron introducidos, casi inmediatamente.
Ferral conocía poco al ministro. Aquella expresión de semblante de otra época, ¿procedía de sus cabellos blancos, espesos como los de las pelucas de la Regencia? Aquel rostro fino de ojos claros, aquella sonrisa tan acogedora -antiguo parlamentario-, armonizaban con la leyenda de cortesía del ministro, leyenda paralela a la de su brusquedad, cuando le picaba una mosca napoleoniana. Ferral, mientras cada uno ocupaba su puesto, pensaba en una anécdota famosa: el ministro, entonces ministro de Estado, sacudía por los faldones de su chaquet al enviado de Francia en Marruecos; y, habiéndose descosido el chaquet por la espalda, de pronto, llamó y dijo: «Traiga usted uno de mis chaquets para el señor.» Luego llamando de nuevo, en el momento en que desaparecía el ujier, añadió: «¡El más viejo! ¡No se merece otro!» Su semblante habría parecido muy seductor, si no hubiera sido por una mirada que parecía negar lo que prometía la boca: herido en un accidente, tenía un ojo de vidrio.
Se habían sentado: el director del Movimiento General de Fondos, a la derecha del ministro; Ferral a la izquierda; los representantes, al fondo del despacho, en un canapé.
– Ya saben ustedes, señores -dijo el ministro-, para qué los he convocado. Sin duda, habrán examinado la cuestión. Dejo al señor Ferral el cuidado de resumírsela y de presentarles su punto de vista.
Los representantes esperaron pacientemente a que Ferral, según costumbre, les contase sus embustes.
– Señores -dijo Ferral-, es corriente en una entrevista como ésta, presentar unos balances optimistas. Tienen ustedes ante los ojos el informe de la Inspección de Hacienda. La situación del Consorcio, prácticamente, es peor de lo que deja suponer ese informe. No les someto empleos ostentosos ni créditos inseguros. El pasivo del Consorcio, lo conocen ustedes, con toda evidencia: deseo atraer vuestra atención sobre dos puntos del activo que no puede señalar ningún balance y en cuyo nombre se solicita su ayuda.
»El primero consiste en que el Consorcio representa la única obra francesa de ese orden en el Extremo Oriente. Aunque con déficit, incluso en vísperas de quiebra, su estructura permanece intacta. Su red de agentes; sus puestos de compra o de venta en el interior de la China; las relaciones establecidas entre sus compradores chinos y sus sociedades de producción indochina, todo eso es y puede ser mantenido. No exagero al decir que, para la mitad de los comerciantes del Yang-Tsé, Francia es el Consorcio, como el Japón es el concern Mitsubishi; nuestra organización, ustedes lo saben, puede ser comparada, en extensión, a la de la Standard Oil. Ahora bien: la Revolución china no será eterna.
»Segundo punto: gracias a los lazos que unen al Consorcio con una gran parte del comercio chino, he participado de la manera más eficaz en la toma del poder por el general Chiang Kaishek. Desde ahora, está conforme en que la parte de la construcción de los Ferrocarriles chinos, prometida a Francia por los tratados, será confiada al Consorcio. Ya conocen ustedes la importancia de eso. Sobre este elemento, pido a ustedes que se pongan de acuerdo para conceder al Consorcio la ayuda que les solicita; a causa de su presencia, me parecería defendible desear que no desapareciese de Asia la única organización poderosa que representa allí a nuestro país -aunque tuviese que salir de las manos de quienes la fundaron.
Los representantes examinaban cuidadosamente el balance, que conocían de antemano y que ya no les enseñaba nada: todos esperaban que el ministro hablase.
– No es solamente de interés del Estado -dijo éste-, sino también del de los establecimientos, que el crédito no sea perjudicado. La caída de organismos tan importantes como el Banco Industrial de China y el Consorcio no puede ser más que enojosa para todos…
Hablaba con indolencia, apoyado en el respaldo de su sillón con la mirada perdida, golpeando con el extremo del lápiz la carpeta colocada delante de él. Los representantes esperaban que su actitud se hiciese más precisa.
– ¿Quiere usted permitirme, señor ministro -dijo el representante del Banco de Francia-, que le someta una opinión un tanto diferente? Sólo he venido aquí para representar a un establecimiento de crédito, y, por tanto, para ser imparcial. Durante algunos meses, los cracs hacen disminuir los depósitos: eso es verdad; pero desde hace seis meses, las sumas retiradas vuelven a entrar, de un modo automático, y, precisamente, en los principales establecimientos, que presentan las mayores garantías. Quizá la caída del Consorcio, lejos de ser perjudicial a los establecimientos que representan esos señores, les fuese, por el contrario, favorable…
– Exceptuando que siempre es imprudente jugar con el crédito: quince quiebras de los bancos de provincias no serían provechosas a los establecimientos; no lo serían más que en razón de las medidas políticas a que dieran lugar.
«Todo eso es hablar por hablar -pensó Ferral-; lo que ocurre es que el Banco de Francia tiene miedo a verse comprometido y a tener que pagar, si los establecimientos pagan.» Silencio. La mirada interrogativa del ministro encontró la de uno de los representantes: rostro de teniente de húsares; mirada insistente, próxima a la reprimenda; voz clara:
– Contrariamente a lo que de ordinario encontramos en entrevistas semejantes a la que celebramos, debo decir que soy algo menos pesimista que el señor Ferral sobre el conjunto de las partidas del balance que se nos ha sometido. La situación de los bancos del grupo es desastrosa: eso es verdad; pero ciertas sociedades pueden ser defendidas, incluso bajo su forma actual.
– Es el conjunto de una obra lo que yo les pido que mantengan -dijo Ferral-. Si el Consorcio queda destruido, sus negocios pierden todo sentido para Francia.
– Por el contrario -dijo otro representante, de rostro enjuto y fino-, el señor Ferral me parece optimista a pesar de todo, en cuanto al activo principal del Consorcio. El empréstito no está aún emitido.
Mientras hablaba, contemplaba la solapa de la americana de Ferral; éste, intrigado, dirigió a ella la mirada y acabó de comprender: sólo él no estaba condecorado. A propósito. Su interlocutor era comendador y contemplaba con hostilidad aquel ojal desdeñoso; Ferral no había esperado nunca otra consideración que la de su fuerza.
– Sabe usted que será emitido -dijo-; emitido y cubierto. Eso incumbe a los bancos americanos, y no a sus clientes, que tomarán lo que se les haga tomar.
– Supongámoslo. Cubierto el empréstito, ¿quién nos asegura que los ferrocarriles serán construidos?
– Pero -dijo Ferral, con cierto asombro (su interlocutor no podía ignorar lo que iba a responder)- no se trata de que la mayor parte de los fondos sea entregada al gobierno chino. Irán, directamente, de los bancos americanos a las empresas encargadas de la fabricación del material, con toda evidencia. Si no, ¿cree usted que los americanos admitirían el empréstito?
– Desde luego. Pero Chiang Kaishek puede ser muerto o destituido; si el bolchevismo reina, el empréstito no será emitido. Por mi parte, no creo que Chiang Kaishek se mantenga en el poder. Nuestras informaciones consideran su caída como inminente.
– Los comunistas están exterminados en todas partes -respondió Ferral-. Borodin acaba de abandonar Han-Kow y de volver a Moscú.
– Los comunistas, sin duda; pero no el comunismo. La China no volverá ya nunca a ser lo que era, y, después del triunfo de Chiang Kaishek, son de temer nuevas oleadas comunistas…
– Mi opinión es la de que todavía continuará en el poder durante diez años; pero no es éste asunto que nos reporte ningún riesgo.
(«No escucháis -pensaba- más que a vuestro valor, que nunca os dice nada. ¿Y cuando Turquía no os devolvía un céntimo y compraba con vuestro dinero los cañones para la guerra? Solos, no habríais hecho nunca un gran negocio. Cuando habéis acabado vuestra cópula con el Estado, tomáis por prudencia vuestra cobardía y creéis que basta ser manco para convertirse en la Venus de Milo, lo cual es excesivo.»)
– Si Chiang Kaishek se mantiene en el gobierno -dijo con voz suave un representante joven, de cabellos rizados-, la China recobrará su autonomía aduanera. ¿Quién nos dice que, aun concediéndole al señor Ferral todo cuanto supone, su actividad en China no perderá todo valor, el día en que soporte las leyes chinas para reducirla a la nada? Ya sé que a esto pueden oponerse varias respuestas…
– Varias -corroboró Ferral.
– No es menos cierto -respondió el representante de rostro de oficial- que este negocio es inseguro, o, aun admitiendo que no implique ningún riesgo, implica un crédito a largo plazo, y, en realidad, una participación en la vida de un negocio… Todos sabemos que el señor Germain ha podido conducir a la ruina al Crédit Lyonnais por estar interesado en los Colores de Anilina, uno de los mejores negocios franceses, no obstante. Nuestra función no consiste en participar en los negocios, sino en prestar dinero con garantías y a plazos breves. Fuera de esto, ya no nos corresponde a nosotros la palabra, sino a los bancos de negocios.
Silencio, de nuevo. Prolongado silencio.
Ferral reflexionaba acerca de las razones por las cuales el ministro no intervenía. Todos, y él mismo, hablaban en lenguaje convencional y adornado, como los lenguajes rituales de Asia: por otra parte, no había motivo para que todo aquello no fuese pasablemente chino. Que las garantías del Consorcio fuesen insuficientes, era muy evidente; si no, ¿se habría encontrado él allí? Desde la guerra, las pérdidas experimentadas por el ahorro francés («como dicen los periódicos chantajistas» -pensaba-: la indignación le proporcionaba inspiración), que había suscrito las acciones u obligaciones de los negocios comerciales recomendados por los establecimientos y por los grandes bancos de negocios, ascendían a unos 40 000 millones -sensiblemente más que el tratado de Francfort-. Un mal negocio pagaba una comisión mayor que otro bueno, y eso era todo. Pero todavía era preciso que este mal negocio fuese presentado a los establecimientos por uno de los suyos. No pagarían, salvo en el caso en que el ministro interviniera formalmente, porque Ferral no era de los suyos. No estaba casado: historias de mujeres conocidas. Sospechoso de fumar opio. Había desdeñado la Legión de Honor. Demasiado orgulloso para ser, ya un conformista, ya un hipócrita. Acaso el gran individualismo no pudiese desenvolverse plenamente sino en un pudridero de hipocresía: Borgia no fue papa por casualidad… No era a fines del siglo xviii, entre los revolucionarios franceses, ebrios de virtud, cuando se paseaban los grandes individualistas, sino en el Renacimiento, en una estructura social que correspondía evidentemente al cristianismo…
– Señor ministro -dijo el delegado de más edad, comiéndose, a la vez, algunas sílabas y su recortado bigote, blanco como sus cabellos ondulados-, que estamos dispuestos a acudir en ayuda del Estado, por supuesto. De acuerdo. Usted lo sabe.
Se quitó los lentes, y los movimientos de sus manos, de dedos ligeramente separados, se convirtieron en tanteo de ciego.
– Pero, en definitiva, no obstante, habría que saber en qué medida. No digo que cada uno de nosotros no pueda intervenir con cinco millones. Bueno.
El ministro se encogió levemente de hombros.
– Pero no es de eso de lo que se trata, puesto que el Consorcio debe reembolsar, como mínimo, 250 millones de depósitos. ¿Entonces, qué? Si el Estado piensa que un crac de esa importancia es enojoso, puede encontrar él mismo los fondos; para salvar a los depositarios franceses y a los depositarios annamitas, el Banco de Francia y el Gobierno general de la Indochina están más indicados, sin embargo, que nosotros, que tenemos también nuestros depositarios y nuestros accionistas. Cada uno de nosotros está aquí en nombre de su Establecimiento…
(«Bien entendido -pensaba Ferral- que si el ministro diese claramente a entender que exige que el Consorcio sea puesto a flote, ya no habría ni depositarios ni accionistas.»)
– … ¿Quién de nosotros puede afirmar que sus accionistas aprobarían un empréstito que sólo está destinado a mantener un establecimiento vacilante? Lo que piensan esos accionistas, señor ministro (y no ellos, solamente) lo sabemos muy bien: que el mercado debe ser saneado; que los negocios que no son viables deben cesar; que mantenerlos artificialmente es el peor servicio que se puede hacer a todos. ¿En qué se convierte la eficacia de la competencia, que es la vida del comercio francés, si los negocios condenados son automáticamente mantenidos?
(«Amigo mío -pensó Ferral-, tu Establecimiento exigió del Estado, el mes pasado, una rebaja de tarifas aduaneras del 32 %, para facilitar, sin duda, la libre competencia.»)
– … ¿Entonces? Nuestro oficio consiste en prestar dinero con garantías, como se ha dicho muy certeramente. Las garantías que nos propone el señor Ferral… Ya ha oído usted al mismo señor Ferral. ¿El Estado quiere sustituir aquí al señor Ferral y damos garantías, a cambio de las cuales concederemos al Consorcio los fondos que le sean necesarios? En una palabra: ¿el Estado hace, sin compensación, un llamamiento a nuestra abnegación, o nos pide (él y no el señor Ferral) que facilitemos una operación de tesorería, aunque sea a largo plazo? En el primer caso, ¿verdad?, nuestra abnegación la tiene concedida, aunque, en definitiva, hay que tener en cuenta a nuestros accionistas. En el segundo caso, ¿qué garantías nos ofrece?
«Lenguaje cifrado completo -pensaba Ferral-. Si sólo estuviésemos dispuestos a representar una comedia, el ministro respondería: Saboreo lo cómico de la palabra abnegación. Lo esencial de vuestros sacrificios procede de vuestras relaciones con el Estado. Vivís de comisiones, función de la importancia de vuestro Establecimiento, y no de un trabajo ni de una eficacia. El Estado os ha dado este año cien millones, bajo una forma o bajo otra; os retira veinte, bendecid su nombre y romped con él. Pero ello no encierra ningún peligro.» El ministro sacó del cajón de su mesa una caja de caramelos y los fue ofreciendo a todos. Cada uno tomó uno, salvo Ferral. Ahora sabía lo que querían los delegados de los Establecimientos: pagar, puesto que era imposible abandonar aquel despacho sin conceder algo al ministro; pero pagar lo menos posible. En cuanto a éste… Ferral esperaba, seguro de que se hallaba propicio a pensar: «¿Qué hubiera aparentado hacer Choiseul, en mi puesto?» Aparentado: el ministro no pedía a los grandes del reino lecciones de voluntad, sino de aplomo o de ironía.
– El señor director adjunto del Movimiento General de Fondos -dijo, golpeando la mesa ligeramente con el lápiz- les dirá a- ustedes cómo no puedo concederles esas garantías sin un voto del Parlamento. Les he reunido a ustedes, señores, porque la cuestión que debatimos interesa al prestigio de Francia; ¿creen ustedes que sea una manera de defenderla llevar esta cuestión ante la opinión pública?
– Sin duda, sin duda; pero, permita usted, señor ministro…
Silencio; los representantes, masticando sus caramelos, rehuían, en actitud meditativa, el acento auvernés de que se sentían amenazados, de pronto, si abrían la boca. El ministro les contemplaba sin sonreír, a uno después de otro, y Ferral, que le veía de perfil, por el lado de su ojo de vidrio, le veía como un gran guacamayo blanco, inmóvil y amargado, entre unos pájaros.
– Veo, pues, señores -continuó el ministro-, que estamos de acuerdo en ese punto. De cualquier manera que afrontemos el problema, es necesario que sean reembolsados los depósitos. El Gobierno General de la Indochina participaría en la restauración del Consorcio con un quinto. ¿Cuál podría ser la parte de ustedes?
Ahora cada uno se refugiaba en su caramelo. «Breve placer -se dijo Ferral-. Tienen ganas de distraerse; pero el resultado hubiera sido el mismo sin caramelos…» Conocía el valor del argumento anticipado por el ministro. Había sido su hermano, quien había respondido a los que pedían al Movimiento General de Fondos una conversión sin votación del Parlamento: «¿Por qué no dar después, porque me da la gana, doscientos millones a mi amiguita?»
Silencio. Más largo aún que los precedentes. Los representantes cuchicheaban entre ellos.
– Señor ministro -dijo Ferral-, si los negocios sanos del Consorcio son, de una manera o de otra, recuperados; si los depósitos, de cualquier modo, deben ser reembolsados, ¿no cree usted que hay que desear un esfuerzo mayor, del que la conservación del Consorcio no quede excluida? La existencia de un organismo francés tan extenso, ¿no tiene, ante los ojos del Estado, una importancia igual a la de algunas centenas de millones de depósito?
– Cinco millones no es una cifra importante, señores -dijo el ministro-. ¿Debo hacer otro llamamiento, de una manera más apremiante, a la abnegación de que han hablado ustedes? Sé que tienden ustedes, que sus Consejos tienden a evitar el control de los bancos por el Estado ¿Creen que la caída de negocios como el Consorcio no impulsa a la opinión pública a exigir ese control de una manera que podría tornarse imperiosa, y quizá urgente?
«Cada vez más chinos -pensaba Ferral-. Esto quiere decir, únicamente: “Cesad de proponerme cinco millones ridículos.” El control de los bancos supone una amenaza absurda, cuando está hecho por un gobierno cuya política es opuesta a medidas de este género. Y el ministro no desea ya recurrir a ella realmente, como los representantes que tiene en juego la agencia Havas no desean emprender una campaña de prensa contra el ministro. El Estado no puede ya actuar en serio contra los bancos, ni éstos contra él. Todas las complicidades: personal común, intereses, psicología. Lucha entre los jefes de servicio de una misma casa, y de la que la casa vive, además.» Aunque mal. Como antes en el Astor, Ferral no se salvaba más que por la necesidad de no debilitar ni manifestar ninguna cólera. Pero estaba abatido: habiendo hecho de la eficacia su valor esencial, nada compensaba que se encontrase frente a aquellos hombres, cuya personalidad y cuyos métodos había despreciado siempre, en aquella posición humillada. Era más débil que ellos, y, por eso, en su sistema mismo, todo lo que pensaba era vano.
– Señor ministro -dijo el delegado de más edad-, queremos demostrar una vez más al Estado nuestra buena voluntad; pero si no hay garantías, no podemos, respecto de nuestros accionistas, afrontar un crédito consorcial más elevado que el total de los depósitos de reembolso, y garantizado por el reintegro que haríamos con los beneficios líquidos del grupo. Dios sabe que no contamos para nada con ese reintegro; que lo haremos por respeto al interés superior del Estado…
«Este personaje -pensaba Ferral- es verdaderamente inaudito, con su aspecto de profesor jubilado convertido en Edipo griego. ¡Y todos los brutos, y Francia misma, que viene a pedir consejos a sus directores de agencias y a quienes se les entregan los fondos del Estado en piel de zapa, cuando hay que construir ferrocarriles estratégicos en Rusia, en Polonia o en el Polo Norte! Desde la guerra, aquella broqueta, sentada sobre el canapé, había costado al ahorro francés, sólo en fondos del Estado, dieciocho mil millones. Muy bien: como decía él hace diez años: “Todo hombre que pide consejos para colocar su fortuna a una persona a la que no conoce íntimamente, queda justamente arruinado.” Dieciocho mil millones. Sin hablar de los cuarenta mil millones de negocios comerciales. Ni de mí.»
– ¿El señor Damiral? -pronunció el ministro.
– No puedo hacer más que asociarme, señor ministro, a las palabras que acaba usted de oír. Como el señor de Morelles, no puedo comprometer al Establecimiento que represento sin las garantías de que ha hablado. No podría hacerlo sin faltar a los principios y a las tradiciones, que han hecho de este Establecimiento uno de los más poderosos de Europa, principios y tradiciones atacados con frecuencia, pero que le permiten poner su abnegación al servicio del Estado, cuando éste recurre a él, como lo hizo hace cinco meses, como lo hace hoy, y como lo hará, quizá, mañana. La frecuencia de estos llamamientos, señor ministro, y la resolución que hemos adoptado de atenderlos me obligan a solicitar las garantías que tales principios y tradiciones exigen para que aseguremos a nuestros depositarios, y gracias a los cuales -me permito decírselo, señor ministro- estamos a su disposición. Sin duda, podremos disponer de veinte millones.
Los representantes se miraban con consternación: los depósitos serían reembolsados. Ferral comprendía ahora lo que había pretendido el ministro: dar satisfacción a su hermano sin comprometerse; hacer que se reembolsasen los depósitos; conseguir que pagasen los Establecimientos, aunque lo menos posible; poder redactar un comunicado satisfactorio. El regateo continuaba. El Consorcio sería destruido; pero poco importaba su aniquilamiento, si los depósitos eran reembolsados. Los Establecimientos adquirirían las garantías que habían solicitado (perderían, sin embargo, aunque poco). Algunos negocios, mantenidos, se convertirían en filiales de los Establecimientos; en cuanto a lo demás… Todos los acontecimientos de Shanghai iban a disolverse allí, en un contrasentido total. Hubiera preferido sentirse despojado; ver viva, fuera de sus manos, su obra conquistada o robada. Pero el ministro no vería más que el miedo que tenía a la Cámara; no desgarraría ningún chaquet, ahora. En su lugar, Ferral hubiera comenzado por inhibirse de un Consorcio saneado que después hubiera mantenido a toda costa. En cuanto a los Establecimientos, siempre había afirmado su incurable avaricia. Recordó, con orgullo, la frase de uno de sus adversarios: «Quiere que un banco sea una casa de juego.»
Sonó el teléfono, muy cerca. Entró uno de los agregados.
– Señor ministro, el señor presidente del Consejo llama por la línea especial.
– Dígale que las cosas se arreglan muy bien… No; voy yo.
Salió, volvió al cabo de un instante e interrogó con la mirada al delegado del principal banco de negocios francés, el único que estaba representado allí. Bigotes erguidos, paralelos a sus lentes, calvicie y cansancio. Aún no había dicho una palabra.
– El mantenimiento del Consorcio no nos interesa en manera alguna -dijo con lentitud-. La participación en la construcción de los ferrocarriles está asegurada en Francia por los tratados. Si el Consorcio cae, otro negocio se formará o se desarrollará y constituirá su sucesión.
– Y esa nueva sociedad -dijo Ferral-, en lugar de haber industrializado la Indochina, distribuirá dividendos. Pero como no habrán hecho nada por Chiang Kaishek, se encontrará en la situación en que se encontrarían ustedes hoy si nunca hubieran hecho nada por el Estado: y los tratados serán modificados por cualquier sociedad americana o británica, con el amparo francés, evidentemente. A la que prestarán ustedes, además, el dinero que a mí me niegan. Nosotros creamos el Consorcio, porque los bancos franceses de Asia hacían tal política de garantías, que hubieran acabado por prestar a los ingleses, para no prestar a los chinos. Hemos soportado una política del riesgo; está…
– Yo no me atrevía a decirlo.
– … claro. Es normal que toquemos las consecuencias. El ahorro será protegido -sonrió con un solo lado de la boca- hasta cincuenta y ocho mil millones de pérdida, y no cincuenta y ocho mil millones y algunas centenas de millones. Vean, pues, a grandes rasgos, cómo el Consorcio dejará de existir.
En plena luz de la primavera, May, demasiado pobre para alquilar un coche, ascendía hacia la casa de Kama. Si el equipaje de Gisors era pesado, habría que pedir prestado algún dinero al anciano pintor para llegar hasta el barco. Al abandonar Shanghai, Gisors le había dicho que se refugiaba en casa de Kama; al llegar, le había enviado su dirección. Luego, nada. Ni siquiera cuando ella le había hecho saber que había sido nombrado profesor en el instituto Sun-Yat-Sen, de Moscú. ¿Por temor a la policía japonesa?
Mientras caminaba, leía una carta de Pei, que le había sido entregada a la llegada del barco a Kobe, cuando había ido a que le visasen su pasaporte.
… y todos los que han podido huir de Shanghai les esperan. He recibido los folletos…
Había publicado, anónimamente, dos relatos de la muerte de Chen; uno de ellos, de acuerdo con su corazón: «El asesinato del dictador constituye el deber del individuo ante sí mismo, y debe ser separado de la acción política determinada por las fuerzas colectivas.» El otro, para los tradicionalistas: «Del mismo modo que el deber final -la influencia que ejercen sobre nosotros nuestros antepasados- nos obliga a buscar nuestra vida más noble, así exige de cada uno el asesinato del usurpador.» Las imprentas clandestinas reimprimían ya aquellos folletos.
… Ayer vi a Hemmelrich, que se acuerda de ustedes. Es montador en la fábrica de electricidad. Me ha dicho: «Antes, comenzaba a vivir cuando salía de la fábrica; ahora, comienzo a vivir cuando entro en ella. Esta es la primera vez en mi vida que trabajo sabiendo para qué, y no esperando pacientemente a que llegue el momento de reventar…» Dígale a Gisors que lo esperamos. Desde que estoy aquí pienso en el curso en que decía: «Una civilización se transforma, ¿verdad?, cuando su elemento más doloroso -humillación en el esclavo, el trabajo en el obrero moderno- se convierte, de pronto, en un valor; cuando ya no se trata de escapar a esa humillación, sino de esperar de ella la propia salvación; cuando no se trata de escapar de ese trabajo, sino de encontrar en él la propia razón de ser. Es preciso que la fábrica, que no es aún más que una especie de iglesia de catacumbas, se convierta en lo que fue la catedral, y que los hombres vean en ella, en lugar de los dioses, la fuerza humana en lucha contra la Tierra…»
Sí: sin duda, los hombres sólo valían por lo que habían transformado. La Revolución acababa de pasar por una terrible enfermedad, pero no había muerto. Y eran Kyo y los suyos, vivos o no, quienes la habían lanzado al mundo.
Iré de nuevo a China como agitador: nunca seré un comunista puro. Nada ha terminado allá. Quizá allí volvamos a encontrarnos; me dicen que su solicitud está aceptada…
Un recorte de periódico cayó de la carta, doblado. May lo recogió:
«El trabajo debe ser el arma principal de la lucha de clases. El plan de industrialización más importante del mundo está actualmente en estudio: se trata de transformar en cinco años toda la U.R.S.S.; de hacer de ella una de las primeras potencias industriales de Europa, luego alcanzar y dejar atrás a América. Esta empresa gigantesca…»
Gisors la esperaba, de pie, junto al marco de la puerta. En quimono. No había equipaje en el corredor.
– ¿Ha recibido usted mis cartas? -preguntó May, entrando en una habitación desnuda, estera y papel, cuyos paneles arrancados dejaban ver por completo la bahía.
– Sí.
– Démonos prisa: el barco vuelve a salir dentro de dos horas.
– No me iré, May.
Ella le miró: «Inútil interrogarle -pensó-; ya se explicará.» Pero fue Gisors el que interrogó:
– ¿Qué va usted a hacer?
– Procuraré servir en las secciones de agitadoras. Parece que eso está casi arreglado. Llegaré a Vladivostok pasado mañana, y saldré inmediatamente para Moscú. Si eso no se arregla, prestaré servicio como médico en Moscú o aunque sea en Siberia. Con tal de que la primera cosa se consiga… Estoy tan cansada de cuidar… Para vivir siempre con los enfermos, cuando no proceden de un combate, se necesita cierto estado de gracia; ya no hay en mí gracia de ninguna especie. Además, ahora, se me ha hecho casi intolerable el ver morir… En fin, si hay que hacerlo… Es también una manera de vengar a Kyo.
– Ya no se venga uno a mi edad.
En efecto: algo en él había cambiado. Aparecía lejano, separado, como si sólo una parte de sí mismo se encontrase en la habitación con ella. Gisors se echó en el suelo: no había sillas. May se echó también, junto a su platillo de opio.
– ¿Y usted qué va a hacer? -preguntó.
Gisors se encogió de hombros, con indiferencia.
– Gracias a Kama, soy aquí profesor libre de historia del arte occidental… Vuelvo a mi primitivo oficio; ya ve usted…
May buscaba sus ojos, estupefacta.
– Aun ahora -dijo-, cuando estamos políticamente vencidos; cuando nuestros hospitales están cerrados, vuelven a formarse los grupos clandestinos en todas las provincias. Los nuestros no olvidarán ya que sufren a causa de otros hombres, y no a causa de sus vidas anteriores. Usted decía: «Han despertado sobresaltados de un sueño de treinta siglos, y ya no se volverán a dormir.» Usted decía, también, que los que han inculcado la conciencia de su sublevación a trescientos millones de miserables no son sombras como los hombres que pasan -ni aun golpeados, martirizados, muertos…
Calló un instante.
– Ahora están muertos -añadió.
– Y sigo pensando así, May. Es otra cosa… La muerte de Kyo no es sólo dolor; no es sólo cambio; es… una metamorfosis. Yo nunca he amado mucho al mundo: era Kyo quien me unía a los hombres; era por él por quien los hombres existían para mí… No deseo ir a Moscú. Allí enseñaría miserablemente. El marxismo ha dejado de vivir en mí. Ante los ojos de Kyo, era una voluntad, ¿no es cierto?, pero, ante los míos, es una fatalidad, y me ponía de acuerdo con él porque mi angustia de la muerte armonizaba con la fatalidad. Ya casi no hay angustia en mí, May; desde que Kyo ha muerto, me es indiferente morir. Estoy a la vez libertado (¡libertado!…) de la muerte y de la vida. ¿Qué iría a hacer allá?
– Cambiar de nuevo, tal vez.
– No tengo otro hijo que perder.
Atrajo hacia sí el platillo de opio y preparó una pipa. Sin decir nada, ella señaló con el dedo a una de las colinas próximas: cogidos de los hombros, un centenar de coolies arrastraban un gran peso que no se veía, con el gesto milenario de los esclavos.
– Sí -dijo Gisors-, sí. Sin embargo -prosiguió, después de un instante-, tenga cuidado: ésos están dispuestos a dejarse matar por el Japón.
– ¿Por cuánto tiempo, aún?
– Por mucho más tiempo del que yo viva.
Gisors se fumó su pipa de una bocanada. Volvió a abrir los ojos.
– Puede uno errar su vida durante mucho tiempo; pero siempre acaba por convertirse en aquello para lo cual hemos sido hechos. Todo viejo es una confesión, y si hay tantas vejeces vacías es porque otros tantos hombres lo estaban y lo ocultaban. Pero aun esto carece de importancia. Sería preciso que los hombres pudiesen saber que no hay nada real, que hay mundos de contemplación -con o sin opio-, en los que todo es vano…
– ¿Dónde se contempla qué?
– Quizá otra cosa distinta de esta vanidad… Ya es mucho.
Kyo había dicho a May: «El opio desempeña un gran papel en la vida de mi padre; pero, a veces, me pregunto si la determina o si justifica determinadas fuerzas que le inquietan a él mismo…»
– Si Chen -prosiguió Gisors- hubiera vivido fuera de la Revolución, piense usted que, sin duda, habría olvidado sus crímenes. Olvidado…
– Los otros no los han olvidado, por cierto; ha habido dos atentados terroristas después de su muerte. No le gustaban las mujeres; apenas le conocí, pero creo que no habría podido vivir fuera de la Revolución ni siquiera un año. No hay dignidad que no se base en el dolor.
Gisors apenas la había escuchado.
– Olvidado… -repitió-. Desde que murió Kyo, he descubierto la música. Sólo la música puede hablar de la muerte. Escucho a Kama, ahora, cuando toca. Y, no obstante, sin esfuerzo por parte mía -hablaba para sí mismo tanto como para May-, ¿de qué me acuerdo aún? Mis deseos y mi angustia, ni siquiera el peso de mi destino, mi vida, no existen…
(«Pero, mientras usted se liberta de su vida -pensaba May-, otros como Katow arden en las calderas, y otros como Kyo…»)
La mirada de Gisors, como si hubiese seguido su gesto de olvido, se perdió fuera: más allá de la carretera, los mil rumores del trabajo del puerto parecían marchar con las olas hacia la mar radiante. Respondía el esplendor de la primavera japonesa con todo el esfuerzo de los hombres, con los navíos, con los elevadores, con los autos, con la multitud activa. May pensaba en la carta de Pei: era en el trabajo, a fuerza de guerra desencadenada sobre toda la tierra rusa; en la voluntad de una multitud para la que aquel trabajo se había convertido en vida, donde se habían refugiado sus muertos. El cielo resplandecía entre los pinos como el sol; el viento, que inclinaba ligeramente las ramas, resbaló sobre los cuerpos tendidos. Le pareció a Gisors que aquel viento pasaba a través de él como un río, como el Tiempo mismo, y, por primera vez, la idea de que se deslizaba en él el tiempo que le aproximaba a la muerte no le separó del mundo, sino que le unió a él en un acorde sereno. Contemplaba el enredo de las grúas junto a la ciudad, los paquebotes y las barcas en el mar, las tareas humanas en la carretera. «Todos sufren -pensó-, y cada uno sufre porque piensa. En el fondo, el espíritu del hombre no piensa más que en lo eterno, y la conciencia de la vida no puede ser más que angustia. No hay que pensar la vida con la imaginación, sino con el opio. ¡Cuántos sufrimientos, esparcidos en esta luz, desaparecerían, si desapareciese el pensamiento!…» Emancipado de todo, hasta de ser hombre, acariciaba con reconocimiento el tubo de su pipa, mientras contemplaba la agitación de todos aquellos seres desconocidos que caminaban hacia la muerte bajo el esplendor solar, mimando cada uno, en lo más secreto de sí mismo, su paraíso criminal. «Todo hombre es un loco -pensó-; pero, ¿qué es un destino humano, sino una vida de esfuerzo para unir a ese loco con el universo?» Volvió a ver a Ferral, iluminado apenas por la lámpara abatida, en la noche llena de bruma, escuchando: «Todo hombre sueña con ser un dios…»
Cincuenta sirenas a la vez invadieron el aire: aquel día era víspera de fiesta, y el trabajo cesaba. Antes que hubiera cambio alguno en el puerto, unos hombres minúsculos alcanzaron, como exploradores, la carretera recta que conducía a la ciudad, y bien pronto la cubrió la multitud, lejana y negra, en una barahúnda de claxons: patronos y obreros abandonaban juntos el trabajo. Venían como al asalto, con ese gran movimiento inquieto de toda multitud contemplada a distancia. Gisors había visto la huida de los animales hacia los arroyos, a la caída de la tarde: uno, algunos, todos precipitados hacia el agua por una fuerza que descendía con las tinieblas; en su recuerdo, el opio daba a aquella marcha cósmica una armonía salvaje, y los hombres, perdidos en la lejana barahúnda de sus zuecos, parecíanle todos locos, separados del universo cuyo corazón, latiendo en alguna parte, allá arriba, en la luz palpitante los acogía y volvía a arrojarlos a la soledad, como granos de una mies desconocida. Ligeras, muy elevadas, las nubes pasaban por encima de los pisos sombríos y se reabsorbían poco a poco en el cielo; y le pareció que uno de sus grupos, aquél precisamente, expresaba a los hombres a quienes había conocido o amado y que habían muerto. La humanidad era espesa y pesada; pesada de carne, de sangre, de sufrimiento, eternamente adherida a sí misma, como todo lo que muere; pero, aun la sangre, aun la carne, aun el dolor, aun la muerte se reabsorbían allá arriba en la luz, como la música en la noche silenciosa; pensó en la de Kama, y el dolor humano le pareció ascender y perderse como el canto mismo de la tierra; sobre la paz estremecida y oculta en él, como su corazón, el dolor poseído volvía a cerrar con lentitud sus brazos inhumanos.
– ¿Fuma usted mucho? -repitió May.
Se lo había preguntado ya, pero él no la había oído. Su mirada volvió a la habitación.
– ¿Cree usted que no adivino lo que piensa, y que no lo sé mejor que usted? ¿Cree usted, además, que no me sería fácil preguntarle con qué derecho se permite juzgarme?
La miró.
– ¿No tiene usted ningún deseo de un hijo?
May no respondió: aquel deseo, siempre apasionado, le parecía entonces una traición. Pero contemplaba con espanto aquel rostro sereno. Gisors volvía, en verdad, del fondo de la fosa común. En la represión abatida sobre la China agotada; en la angustia o la esperanza de la multitud, la acción de Kyo continuaba incrustada, como las inscripciones de los imperios primitivos en las gargantas de los ríos. Pero hasta la vieja China, a la que aquellos hombres habían arrojado, sin remisión, a las tinieblas, con un gruñido de avalancha, no estaba más borrada del mundo que el sentido de la vida de Kyo del rostro de su padre. Continuó:
– La única cosa que amaba me ha sido arrancada, ¿no es cierto?, y quiere usted que continúe siendo el mismo. ¿Cree que mi amor no ha valido tanto como el suyo, el de usted, cuya vida ni siquiera ha cambiado?
– Como no cambia el cuerpo de un vivo que se convierte en muerto…
Gisors le cogió una mano.
– Ya conoce usted la frase: «Se necesitan nueve meses para hacer un hombre, y un solo día para matarlo.» Lo hemos sabido tanto como puede saberse, el uno y el otro… May, escúcheme: ¡no se necesitan nueve meses; se necesitan cincuenta años para hacer un hombre; cincuenta años de sacrificio, de voluntad, de… tantas cosas! Y, cuando ese hombre está hecho; cuando ya no queda en él nada de la infancia ni de la adolescencia; cuando, verdaderamente, es un hombre, no sirve más que para morir.
Ella le miraba, aterrada; él contemplaba las nubes.
– He querido a Kyo como pocos hombres quieren a sus hijos: usted lo sabe…
Retenía la mano de May; la atrajo hacia él y la tomó entre las suyas.
– Escúcheme: hay que amar a los vivos, y no a los muertos.
– No voy a Moscú para amar.
Gisors contemplaba la bahía magnífica, saturada de sol. Ella había retirado su mano.
– En el camino de la venganza, mi buena May, se encuentra la vida…
– No es una razón para llamarla.
Se levantó y le dio la mano, en señal de despedida. Pero él le tomó el rostro entre las manos y lo besó. Kyo la había besado así, el último día, exactamente así, y nunca, desde entonces, las manos de nadie habían vuelto a tomar su cabeza.
– Apenas lloro ya -dijo May, con amargo orgullo.