Parte Quinta

Las 11 y 15

A través de la bruma, el auto se introdujo en la larga avenida enarenada que conducía a una casa de juego. «Tengo tiempo de subir -pensó Clappique-, antes de ir al Black-Cat.» Se había propuesto no faltar a la cita de Kyo, a causa del dinero que esperaba de él, y porque quizá aquella vez no iba a prevenirle, sino a salvarle. Había obtenido sin trabajo los informes que Kyo le había pedido: los indicadores sabían que para las once estaba previsto un movimiento de tropas especiales de Chiang Kaishek, y que todos los comités comunistas quedarían cercados. Ya no se trataba de decir: «La reacción es inminente», sino: «No piense usted esta noche en ningún comité.» No había olvidado que Kyo tenía que marcharse antes de las once y media. Aquella noche, pues, tendría alguna reunión comunista, que Chiang Kaishek pretendería impedir. Lo que sabían los policías era algunas veces falso; pero la coincidencia resultaba demasiado evidente. Una vez prevenido, Kyo podía hacer que se suspendiera la reunión, o, si ya fuese demasiado tarde, no acudir a ella. «Si me da cien dólares, quizá tenga bastante dinero: cien y los ciento diecisiete adquiridos esta tarde por las vías simpáticas y uniformemente ilegales, doscientos diecisiete… Pero tal vez no tenga nada: esta vez no hay armas a la vista. Tratemos, primero, de desenvolvernos solos.» El auto se detuvo. Clappique, vestido de smoking, entregó dos dólares. El chófer, descubriéndose, le dio las gracias, con una ancha sonrisa; la carrera costaba un dólar.

– Esta liberalidad va encaminada a que te puedas comprar un sombrero hongo.

Y, con el índice levantado, anunciador de verdad:

– He dicho: hongo. El chófer partía de nuevo.

– Porque, desde el punto de vista plástico, que es el de todos los buenos espíritus -continuaba Clappique, plantado en medio de la grava-, este personaje exige un buen sombrero hongo.

El auto había partido. No se dirigía más que a la noche, y, como si ésta le hubiese respondido, el perfume de los bojes y de los evónimos subió del jardín. Aquel perfume amargo era Europa. El barón se palpó el bolsillo derecho, y, en lugar de su cartera, sintió su revólver: la cartera estaba en el bolsillo izquierdo. Miró las ventanas, no iluminadas, apenas distintas. «Reflexionemos…» Sabía que sólo se esforzaba por prolongar aquel instante, en el que el juego no estaba aún entablado, en el que la huida era aún posible. «Pasado mañana, si ha llovido, habrá aquí este olor, y tal vez esté yo muerto… ¿Muerto? ¿Qué digo? ¡Qué locura! ¡Ni una palabra! Yo soy inmortal.» Entró y subió al primer piso. Un ruido de fichas y la voz del croupier parecían elevarse y descender de nuevo, con los extractos de humo. Los boys dormían; pero los detectives de la policía privada, con las manos en los bolsillos de la americana (la derecha extendida sobre el Colt), adosados a los umbrales de las puertas o paseando con indolencia, no dormían. Clappique llegó al gran salón; en una bruma de tabaco, donde brillaban confusamente las rocallas del muro, unas manchas alternas -negro de smokings y blanco de espaldas- se inclinaban sobre el tapete verde.

¡Hello, Toto! -gritaron unas voces.

El barón era con frecuencia Toto, en Shanghai. Sólo había ido al acaso, por acompañar a los amigos: no era jugador. Con los brazos abiertos tenía el aspecto de un buen padre que vuelve a encontrar con júbilo a sus hijos.

– ¡Bravo! Estoy emocionado al poder agregarme a esta pequeña fiesta de familia…

Pero el croupier lanzó su bola; la atención abandonó a Clappique. Allí perdía su valor: los concurrentes no tenían necesidad de ser distraídos. Sus rostros estaban fijados por la mirada en aquella bola, sujetos a una disciplina absoluta.

Poseía ciento diecisiete dólares. Jugar sobre los números hubiera sido demasiado peligroso. Había elegido, de antemano, pares o impares.

– Unas simpáticas fichitas -dijo al distribuidor.

– ¿De cuánto?

– De veinte.

Decidió jugar una ficha cada vez; siempre a los pares. Tenía que ganar, por lo menos, trescientos dólares.

Apuntó. Salió el 5. Había perdido. Aquello no tenía importancia ni interés. Apuntó de nuevo, también a los pares. El 2: había ganado. De nuevo. El 7: perdido. Luego, el 9: perdido. El 4: ganado. El 3: perdido. El 7, el 1: perdido. Perdía ochenta dólares. No le quedaba más que una ficha.

Su última jugada.

La lanzó con la mano derecha; ya no movía la izquierda, como si la inmovilidad de la bola estuviese fija en aquella mano, unida a ella. Y, sin embargo, aquella mano le atraía hacia sí mismo. Se acordó, de pronto: no era la mano lo que le estorbaba, era el reloj, que llevaba en la muñeca. Las once y veinticinco. Le quedaban cinco minutos para encontrar a Kyo.

Durante la antepenúltima jugada, había estado seguro de ganar; y, aunque debiera perder, no podía perder tan de prisa. Había hecho mal en no conceder importancia a su primera pérdida: era, seguramente, de mal agüero. Pero casi siempre se gana en la última jugada, y los impares acaban de salir tres veces seguidas. Desde su llegada, no obstante, los impares salían con más frecuencia que los pares, puesto que perdía… ¿Qué resolver? ¿Cambiar y jugar a los impares? Pero algo le impulsaba ahora a permanecer pasivo, a soportar: le pareció que había ido tan sólo para eso. Todo gesto hubiera sido un sacrilegio. Dejó su puesta en los pares.

El croupier lanzó la bola. Partió blandamente, como siempre, y pareció vacilar. Desde el comienzo, Clappique no había visto salir todavía ni rojo ni negro. Aquellas casillas tenían entonces las mayores probabilidades. La bola continuaba su paseo. ¿Que no había jugado rojo? La bola iba más despacio. Se detuvo en el 2. Había ganado.

Había que trasladar los cuarenta dólares al 7 y jugar el número. Era evidente: para lo sucesivo, debía abandonar la banda. Puso sus dos fichas, y ganó. Cuando el croupier arrojó hacia él catorce fichas y cuando él las tocó, descubrió con estupefacción que podía ganar; no era aquello una imaginación, una lotería fantástica de ganadores desconocidos. Le pareció, de pronto, que la banca le debía dinero; no porque había apuntado al número que ganaba, ni porque primeramente había perdido, sino desde toda la eternidad, a causa de la fantasía y de la libertad de su espíritu; porque aquella bola ponía a la casualidad a su favor para pagar todas las deudas de la suerte. Sin embargo, si jugaba de nuevo un número, perdería. Dejó doscientos dólares en los impares -y perdió.

Indignado, abandonó la mesa un instante y se aproximó a la ventana.

Fuera, la noche. Bajo los árboles, las luces rojas de las linternas en las traseras de los autos. A pesar de los cristales, oyó una gran confusión de voces y de risas, y, de pronto, sin distinguir las palabras, una frase pronunciada con entonación de cólera. Pasiones… Todos aquellos seres que atravesaban la bruma, ¿de qué vida imbécil y fofa vivían? Ni siquiera unas sombras: unas voces en la noche. Era en aquella sala donde la sangre afluía a la vida. Los que no jugaban no eran hombres. ¿Todo su pasado, no sería más que una prolongada locura? Volvió a la mesa.

Puso sesenta dólares en los pares, de nuevo. Aquella bola, cuyo movimiento iba a debilitarse, era un destino, y, desde luego, su destino. No luchaba contra una criatura, sino contra una especie de dios; y aquel dios, al mismo tiempo, era él mismo. La bola volvió a partir.

Recuperó en seguida el desnivel pasivo que buscaba: de nuevo le pareció tomar su vida y suspenderla de aquella bola irrisoria. Gracias a ella, saciaba a un tiempo, por primera vez, a los dos Clappiques que le formaban: el que quería vivir y el que quería ser destruido. ¿Para qué mirar el reloj? Relegaba a Kyo en un mundo de ensueño. Le parecía alimentar a aquella bola, no ya con jugadas, sino con su propia vida -si no veía a Kyo, perdía toda posibilidad de encontrar dinero- y con la de otro; y, que aquel otro lo ignorase, prestaba a la bola, cuyas curvas se ablandaban, la vida de las conjunciones de los astros, de las enfermedades crónicas, de todo de cuanto los hombres creen pendiente su destino. ¿Qué tenía que ver con el dinero aquella bola, que vacilaba en los bordes de los agujeros, como un hocico, y por medio de la cual estrechaba él su propio destino, único medio que había encontrado para poseerse a sí mismo? ¡Ganar; no ya para irse, sino para quedarse, para arriesgar más, para que la apuesta de su libertad conquistada hiciese el gesto más absurdo aún! Apoyado sobre el antebrazo; sin mirar ya siquiera a la bola, que continuaba su camino, cada vez más lenta; temblándole los músculos de las pantorrillas y de los hombros, descubría el sentido mismo del juego, el frenesí de perder.

Casi todos perdían; el humo llenó la sala, al mismo tiempo que una distensión desolada de los nervios y el sonido de las fichas, recogidas por la raqueta. Clappique sabía que no había acabado. ¿Para qué conservar sus diecisiete dólares? Sacó el billete de diez y lo colocó en los pares.

Estaba de tal modo seguro de que perdería, que no lo había jugado todo -como para poder sentirse perder más tiempo-. En cuanto la bola comenzó a vacilar, su mano derecha la siguió, pero la izquierda permanecía quieta en la mesa. Ahora comprendía la vida intensa de los instrumentos de juego: aquella bola no era una bola como otra cualquiera -como esas que no se emplean para jugar-: la vacilación misma de su movimiento vivía. Aquel movimiento, a la vez ineluctible y blando, temblaba así porque unas vidas influían en él. Mientras la bola daba vueltas, ningún jugador entró en un alvéolo rojo, volvió a salir, erró aún, entró en el del número 9. Con su mano izquierda apoyada sobre la mesa. Clappique esbozó imperceptiblemente el ademán de querer arrancarla. Había perdido una vez más. Cinco dólares a los pares: la última ficha, de nuevo. La bola lanzada recorría grandes circunferencias, no viva todavía. El reloj, sin embargo, desviaba la mirada de Clappique. No lo llevaba sobre la muñeca, sino debajo, en el sitio donde se toma el pulso. Apoyó la mano de plano sobre la mesa, y llegó a no ver nada más que la bola. Descubría que el juego es un suicidio sin muerte: le bastaba poner allí su dinero, contemplar aquella bola y esperar, como habría esperado después de haber ingerido un veneno; veneno renovado sin cesar, con el orgullo de tomarlo. La bola se detuvo en el 4. Había ganado.

La ganancia le fue casi indiferente. Sin embargo, si hubiera perdido… Ganó una vez más, y perdió otra vez. Le quedaban de nuevo cuarenta dólares; pero quería recuperar el desnivel de la última jugada. Las apuestas se acumulaban sobre el rojo, que no había salido desde hacía mucho tiempo. Aquella casilla, hacia la cual convergían las miradas de casi todos los jugadores, le fascinaba a él también; pero abandonar los pares le parecía abandonar el combate. Conservó los pares y puso los cuarenta dólares. Ninguna jugada valdría nunca lo que aquélla. Kyo no se habría ido aún; quizá dentro de diez minutos, ya no podría, seguramente, atraparlo; pero, a la sazón, acaso aún lo consiguiera. Ahora, ahora se jugaba sus últimas monedas, su vida y la del otro: sobre todo, la del otro. Sabía que peligraba Kyo; era Kyo el que estaba encadenado a aquella bola y aquella mesa, y era él, Clappique, quien era aquella bola, dueña de todos y de él mismo -de él, que, sin embargo, la veía, viva como él jamás había vivido, fuera de él, agotado por una vergüenza vertiginosa.

Salió a la una: el «círculo» se cerraba. Le quedaban veinticuatro dólares. El aire de fuera le apaciguó, como el de un bosque. La bruma era mucho más débil que a las once. Quizá hubiera llovido: todo estaba mojado. Aunque no veía, en la oscuridad, los bojes y los evónimos, adivinaba su follaje sombrío por el olor amargo. «Es notable -pensó- que se haya dicho tantas veces que la sensación del jugador nace con la esperanza de la ganancia. Es como si se dijese que los hombres se baten en duelo para hacerse campeones de esgrima…» Pero la serenidad de la noche parecía haber disipado, con la niebla, todas las inquietudes y todos los dolores de los hombres. Sin embargo, sonaban descargas, a lo lejos. «Se ha comenzado a fusilar…»

Abandonó el jardín, esforzándose por no pensar en Kyo, y comenzó a caminar. Ya los árboles eran raros. De pronto, a través de lo que quedaba de bruma, apareció sobre la superficie de las cosas la luz mate de la luna. Clappique levantó los ojos. La luna acababa de surgir de una playa desgarrada de nubes muertas, y derivaba con lentitud por un agujero inmenso, sombrío y transparente, como un lago con sus profundidades llenas de estrellas. Su luz, cada vez más intensa, prestaba a todas aquellas casas cerradas, en el abandono total de la ciudad, una vida extraterrestre, como si la atmósfera de la luna hubiese ido a instalarse de pronto en aquel gran silencio, con su claridad. Sin embargo, tras aquel decorado de astro muerto, había hombres. Casi todos dormían, y la vida inquietante del sueño armonizaba con aquel abandono de ciudad sumergida, como si recibiese, también ella, la vida de otro planeta. «En Las mil y una noches, hay pequeñas ciudades llenas de durmientes abandonadas desde hace muchos siglos, con sus mezquitas bajo la luna, las ciudades del desierto dormido. Lo cual no impediría, quizá, que yo reviente.» La muerte, su muerte misma, no era muy verdadera en aquella atmósfera tan poco humana, en la que se sentía intruso. ¿Y los que no dormían? «Hay los que leen. Los que se corroen. (¡Qué bella expresión!) Los que hacen el amor.» La vida futura vibraba tras todo aquel silencio. ¡Humanidad rabiosa, a la que nada podía librar de sí misma! El olor de los cadáveres de la ciudad china pasó con el viento que de nuevo se levantaba. Clappique tuvo que hacer un esfuerzo para respirar: volvía la angustia. Soportaba con más facilidad la idea de la muerte que su olor. Éste iba tomando posesión poco a poco de aquel decorado que escondía la locura del mundo bajo su apaciguamiento de eternidad, y, soplando siempre el viento, sin el menor silbido, la luna alcanzó la plaza opuesta y todo volvió a caer en las tinieblas. «¿Es un sueño?» Pero el terrible olor le restituía a la vida, a la noche ansiosa, en la que los reverberos, antes empañados por la niebla, ponían grandes redondeles sobre las aceras, donde la lluvia había desvanecido las pisadas.

¿Adónde ir? Vacilaba. No podría olvidar a Kyo, si trataba de dormir. Recorría, ahora, una calle de modestos bares, burdeles minúsculos con los letreros redactados en las lenguas de todas las naciones. Entró en el primero.

Se sentó junto a las vidrieras. Las tres camareras -una mestiza y dos blancas- estaban sentadas con unos clientes, uno de los cuales se disponía a marcharse. Clappique esperó y miró hacia afuera: nada; ni siquiera un marino. A lo lejos, unos tiros de fusil. Se sobresaltó, ex profeso: una sólida camarera rubia, liberada, iba a sentarse a su lado. «Un Rubens -pensó-; pero no perfecto: debe de ser de Jordaens. Ni una palabra…» Comenzó a dar vueltas a su sombrero con el índice, a toda velocidad, lo hizo saltar, volvió a cogerlo por los bordes con delicadeza y lo colocó sobre las rodillas de la mujer.

– Ten cuidado, querida amiga, de este sombrerito. Es único en Shanghai. Además, está domesticado…

La mujer se regocijó: era un bromista. Y la alegría prestó una vida súbita a su semblante, hasta entonces inexpresivo.

– ¿Se bebe o se sube? -preguntó.

– Las dos cosas.

Trajo Schiedam. Constituía «una especialidad de la casa».

– ¿Sin bromas? -preguntó Clappique.

Ella se encogió de hombros.

– ¿Qué quieres que me importe a mí eso?

– ¿Te aburres?

Ella le miró. De los bromistas había que desconfiar. Sin embargo, pensándolo bien, iba solo, y no había nadie que pudiera reírse; verdaderamente, no parecía burlarse de ella.

– ¿Qué otra cosa quieres que haga una, con una vida como ésta?

– ¿Fumas?

– El opio es demasiado caro. Se puede mandar picar, desde luego; pero tengo miedo: con las agujas sucias se atrapan abscesos; y, si tiene una abscesos, la casa nos pone en la calle. Hay diez mujeres esperando una plaza. Además… «Flamenca», pensó… Le cortó la palabra.

– Se puede obtener opio que no sea demasiado caro. Yo pago del de dos dólares setenta y cinco.

– ¿Tú eres del Norte, también?

Le dio una caja, sin responder. Ella estaba reconocida de encontrar a un compatriota y de aquel obsequio.

– Todavía es demasiado caro para mí… Pero éste no me habrá costado caro. Comeré esta noche.

– ¿No te gusta fumar?

– ¿Tú crees que tengo pipa? ¿Qué es lo que te imaginas?

Sonrió con amargura, satisfecha, no obstante. Pero la desconfianza habitual volvió.

– ¿Por qué me la das?

– Déjalo… Eso me causa placer. He estado en «el centro»…

En efecto: no tenía el aspecto de «miché». Pero ya no estaba en «el centro», desde hacía mucho tiempo. (A veces, tenía necesidad de inventarse biografías completas, aunque pocas, cuando la sexualidad entraba en juego.) La mujer se acercó a él, sobre la banqueta.

– Sencillamente, procura ser amable: ésta será la última vez que me acueste con una mujer.

¿Por qué?

Era de inteligencia lenta, pero no estúpida. Después de haber preguntado, comprendió.

– ¿Te quieres matar?

No era el primero. Tomó entre sus manos la de Clappique, que estaba apoyada sobre la mesa, y se la besó, con un ademán torpe y casi maternal.

– Es una lástima…

– ¿Y quieres subir?

Había oído decir que aquel deseo se les presentaba algunas veces a los hombres antes de la muerte. Pero no se atrevía a levantarse la primera: hubiera creído que le hacía su suicidio más cercano. Había conservado la mano entre las suyas. Aferrado a la banqueta, con las piernas cruzadas y los brazos pegados al cuerpo, como un insecto friolento, con la nariz hacia adelante, Clappique la contemplaba desde muy lejos, a pesar del contacto de los cuerpos. Aunque apenas había bebido, estaba ebrio de aquella mentira, de aquel calor, del universo ficticio que creaba. Cuando decía que iba a matarse, no se creía; pero puesto que ella lo creía, entraba en un mundo donde la verdad ya no existía. Aquello no era ni verdadero ni falso, sino vivido. Y, puesto que no existían en su pasado, que acababa de inventar, el gesto elemental y que se suponía tan próximo, en el cual se fundaban sus relaciones con aquella mujer, nada existía. El mundo había dejado de pesar sobre él. Libertado, ya no vivía más que en el universo novelesco que acababa de crear, fuerte por la unión que establece toda piedad humana ante la muerte. La sensación de embriaguez era tal, que su mano tembló. La mujer lo notó, y creyó que aquélla era la angustia.

– ¿No hay medio de arreglar… eso?

– No.

El sombrero, colocado en una esquina de la mesa, parecía contemplarle con ironía. Lo trasladó a la banqueta, para no verlo.

– ¿Historia de amor? -preguntó ella de nuevo.

Una descarga crepitó a lo lejos. «Como si no hubiera habido bastante con los que tenían que morir aquella noche», pensó.

Clappique se levantó sin haber respondido. Ella creyó que su pregunta le despertaba recuerdos. A pesar de su curiosidad, le dieron ganas de pedirle perdón; pero no se atrevió. Se levantó también. Deslizando la mano por debajo del mostrador, sacó un paquete (un inyector y unos paños) de entre dos frascos. Subieron.

Cuando salió -no se volvía, pero sabía que ella le seguía con la mirada, a través de las vidrieras-, ni su espíritu ni su sensualidad estaban saciados. Había vuelto la bruma. Después de un cuarto de hora de marcha (el aire fresco de la noche no le calmaba), se detuvo delante de un bar portugués. Los vidrios no estaban esmerilados. Separada de los clientes, una morena delgada, de ojos muy grandes, con las manos sobre los senos, como para protegerlos, contemplaba la noche. Clappique la miró sin moverse. «Soy como las mujeres, que no saben lo que un nuevo amante exigirá de ellas… Vamos a suicidarnos con ésta.»

Las 11 y 30

En la baraúnda del Black-Cat, Kyo y May habían estado esperando.

Los últimos cinco minutos. Ya debieran haberse ido. A Kyo le extrañaba que no hubiera acudido Clappique (había reunido para él cerca de doscientos dólares), aunque no del todo: cada vez que Clappique obraba así, se parecía a sí mismo hasta tal punto, que sólo sorprendía a medias a los que le conocían. Kyo le había considerado en un principio como un extravagante bastante pintoresco; pero le estaba agradecido de que le hubiera avisado, e iba sintiendo poco a poco hacia él una simpatía real. Sin embargo, comenzaba a dudar del valor de la noticia que el barón le había transmitido, y el haber faltado a aquella cita le hacía dudar más aún.

Aunque el fox-trot no se había terminado, se produjo gran revuelo hacia un oficial de Chiang Kaishek, que acababa de entrar: unas parejas abandonaron el baile, se acercaron y, aunque Kyo no oyó nada, adivinó que se trataba de un acontecimiento capital. May se dirigía ya hacia el grupo. En el Black-Cat, una mujer era sospechosa de todo, y, por consiguiente, de nada. Volvió muy pronto.

– Una bomba ha sido arrojada al coche de Chiang Kaishek -le dijo, en voz baja-. Él no iba en el coche.

– ¿Y el asesino? -preguntó Kyo.

May volvió al grupo, seguida de un sujeto que quería a toda costa que bailase con él, pero que la abandonó en cuanto vio que no estaba sola.

– Ha escapado -dijo.

– Deseémoslo…

Kyo sabía cuan inexactas eran casi siempre aquellas informaciones. Pero era poco probable que Chiang Kaishek hubiese sido muerto: la importancia de aquella muerte hubiera sido tal, que el oficial no la habría ignorado. «Nos enteraremos en el comité militar -dijo Kyo-. Vamos allá en seguida.»

Deseaba demasiado que Chen se hubiera evadido para dudarlo plenamente. Que Chiang Kaishek estuviese aún en Shanghai o que ya hubiese salido para Nankín, el atentado frustrado daba una importancia capital a la reunión del comité militar. Sin embargo, ¿qué esperar de ella? Había transmitido la afirmación de Clappique, aquella tarde, a su Comité Central escéptico, que se esforzaba por serlo: aquel golpe confirmaba demasiado las tesis de Kyo para que su confirmación por él no perdiese su valor. Además, el comité representaba la unión, y no la lucha. Algunos días antes, el jefe político de los rojos y uno de los jefes de los azules habían pronunciado en Shanghai sendos discursos conmovedores. Y el fracaso de la toma de la concesión japonesa por la multitud, en Han-Kow, comenzaba a mostrar que los rojos estaban paralizados en la China central misma; las tropas manchúes marchaban sobre Han-Kow, que debería combatirlas antes de que las de Chiang Kaishek… Kyo avanzaba entre la niebla, con May a su lado, sin hablar. Si los comunistas tenían que luchar aquella noche, apenas podrían defenderse. Entregadas o no sus últimas armas, ¿cómo combatirían, uno contra diez, en desacuerdo con las instrucciones del Partido Comunista chino, contra un ejército que les opondría sus cuerpos de voluntarios burgueses, armados a la europea y disponiendo de las ventajas del ataque? El mes anterior, toda la ciudad estaba unida por el ejército revolucionario: el dictador había representado al extranjero, y la ciudad era xenófoba; la inmensa burguesía modesta era demócrata, pero no comunista: el ejército, esta vez, estaba allí, amenazador, y no en fuga hacia Nankín; Chiang Kaishek no era el verdugo de febrero, sino un héroe nacional, salvo para los comunistas. Todos contra la policía, el mes anterior; los comunistas, contra el ejército, ahora. La ciudad permanecería neutral, y más bien favorable al general. Apenas podrían defender los barrios obreros; ¿Chapei, quizá? ¿Y luego?… Si Clappique se había equivocado; si la reacción tardaba un mes, el comité militar, Kyo y Katow organizarían doscientos mil hombres. Los nuevos grupos de encuentro, formados con comunistas convencidos, se encargaban de las uniones: pero se necesitaría, por lo menos, un mes para crear una organización lo bastante precisa para manejar las masas.

Y el problema de las armas continuaba en pie. Habría que saber, no si dos o tres mil fusiles deberían ser devueltos, sino cómo se armarían las masas, en el caso de un esfuerzo por parte de Chiang Kaishek. Mientras se discutiera, los hombres serían desarmados. Y, si el comité militar, de cualquier modo que fuese, exigía armas, el Comité Central, sabiendo que las tesis trotskistas atacaban a la unión con el Kuomintang, se espantaría ante toda actitud que pudiera parecer, con razón o sin ella, unida a la de la oposición rusa. Kyo comenzaba a ver en la bruma, todavía no disuelta -que le obligaba a caminar por la acera, por temor a los autos-, la luz turbia de la casa donde se reunía el comité militar. Bruma y noche opacas: tuvo que recurrir a su encendedor para conocer la hora. Llevaba algunos minutos de retraso. Resuelto a apresurarse, pasó el brazo de May por debajo del suyo. May se estrechó suavemente contra él. Después de haber dado algunos pasos, sintió en el cuerpo de May una sacudida y una flojedad súbitas: caía, resbalando, delante de él. «¡May!» Tropezó y cayó a cuatro pies, y, en el instante en que volvía a levantarse, recibió un mazazo dado con gran fuerza sobre la nuca. Volvió a caer hacia adelante, sobre ella, cuan largo era.

Tres policías que habían salido de una casa se unieron al que había golpeado. Un auto vacío estaba parado un poco; más lejos. Introdujeron en él a Kyo, y partieron, comenzando después a atarlo por el camino.

Cuando May volvió en sí (lo que Kyo había tomado por una sacudida, era un mazazo en la parte baja de la espalda), un piquete de soldados de Chiang Kaishek guardaba la entrada del comité militar; a causa de la bruma, no los distinguió hasta que estuvo muy cerca de ellos. Continuó andando en la misma dirección (apenas podía respirar y le dolía el golpe), y volvió lo más de prisa que pudo a casa de Gisors.

12 de la noche

En cuanto supo que había sido arrojada una bomba contra Chiang Kaishek, Hemmelrich corrió en busca de noticias. Le habían dicho que el general había muerto y que el criminal había huido; pero, delante del auto retorcido, con la capota arrancada, vio el cadáver de Chen sobre la acera -pequeño y ensangrentado, todo mojado ya por la bruma-, guardado por un soldado sentado a su lado; y se enteró de que el general no iba dentro del auto. Absurdamente, le pareció que el haber negado asilo a Chen era una de las causas de su muerte; corrió a la Permanencia comunista de su barrio, desesperado, y se pasó allí una hora, discutiendo en vano acerca del atentado. Entró un camarada.

– La Unión de los hilanderos de Chapei, acaba de ser cerrada por los soldados de Chiang Kaishek.

– ¿Los camaradas no se han resistido?

– Todos los que han protestado han sido fusilados inmediatamente. En Chapei se fusila también a los militantes o se prende fuego a sus casas… El Gobierno Municipal acaba de ser dispersado. Se cierran las uniones.

No había instrucciones del Comité Central. Los camaradas casados habían huido inmediatamente, para salvar a sus mujeres y a sus hijos.

En cuanto Hemmelrich hubo salido, oyó una descarga; corría el riesgo de ser reconocido; pero, ante todo, había que llevarse al chico y a la mujer. Por delante de él, pasaron entre la niebla dos autos blindados y camiones llenos de soldados de Chiang Kaishek. A lo lejos, continuaban las descargas; y otras, muy cerca.

No había soldados en la avenida de las Dos Repúblicas ni en la calle a la que su tienda hacía esquina. No: no había soldados. La puerta del almacén estaba abierta. Corrió hacia ella: en el suelo, había unos trozos de discos esparcidos, entre grandes manchas de sangre. La tienda había sido «barrida» por una granada, como una trinchera. La mujer estaba abatida sobre el mostrador, casi acurrucada, con el pecho del color de la herida. En un rincón, un brazo del niño; la mano, así aislada, parecía aún más pequeña. «¡Con tal que hayan muerto!…», pensó Hemmelrich. Sentía miedo, ante todo, por una agonía a la cual tendría que asistir, impotente, bueno sólo para sufrir, como de costumbre -más por miedo mismo que por la presencia de aquellos anaqueles, acribillados de manchas rojas y de cascos de granada-. A través de la suela, sintió el suelo pegajoso. «Su sangre.» Permanecía inmóvil, sin atreverse ya a moverse, mirando, mirando… Descubrió, por fin, el cuerpo del niño, junto a la puerta que lo ocultaba. A lo lejos, explotaron dos granadas. Hemmelrich apenas respiraba, asfixiado por el olor de la sangre vertida. «No es cosa de enterrarlos…» Cerró la puerta con llave, y se quedó allí. «Si vienen y me reconocen, me matarán.» Pero no podía irse.

Sabía que sufría; pero un halo de indiferencia rodeaba su dolor, de esa indiferencia que sigue a las enfermedades y a los golpes recibidos en la cabeza. Ningún dolor le habría sorprendido: en definitiva, la suerte había realizado contra él, aquella vez, un golpe mejor que los otros. La muerte no le asombraba: era igual que la vida. La única cosa que le inquietaba era pensar que detrás de aquella puerta había tenido tanto sufrimiento como sangre había ahora. Sin embargo, aquella vez, el destino había obrado mal: arrancándole todo cuanto poseía aún, le libertaba.

Volvió a entrar y cerró la puerta. A pesar de su desolación, de aquella sensación de bastonazo bajo la nuca y de aquellos hombros sin fuerza, no podía apartar de su atención el júbilo atroz, pesado, profundo, de la liberación. Con horror y satisfacción, la oía subir dentro de sí, como un río interior, y aproximarse; los cadáveres estaban allí; sus pies, que se adherían al suelo, estaban empapados en su sangre; nada podía ser más irrisorio que aquellos asesinatos -sobre todo, el del niño enfermo: éste le parecía aún más inocente que la muerta-; pero, ahora, ya no era impotente. Ahora, podía matar, él también. Le había sido revelado, de pronto, que la vida no era el único medio de contacto entre los seres; que no era, siquiera, el mejor; que los conocía, los amaba y los poseía más en la venganza que en la vida. Sintió, una vez más, adherirse sus suelas, y vaciló: los músculos no eran ayudados por el pensamiento. Pero una exaltación intensa sacudía su espíritu, la más poderosa que jamás había conocido; se abandonaba a aquella espantosa embriaguez con un entero consentimiento. «Se puede matar con amor. ¡Con amor, Dios mío!», repitió, golpeando en el mostrador con el puño, contra el universo quizá… Retiró inmediatamente la mano, con la garganta oprimida, en el límite de los sollozos; el mostrador también estaba ensangrentado. Miró la mancha, ya oscura, sobre su mano, que temblaba, sacudida como por un ataque de nervios: unas escamillas caían de ella. Reír, llorar, escapar a aquel pecho anudado, retorcido… Nada se movía, y la inmensa indiferencia del mundo se establecía con la luz inmóvil sobre los discos, sobre los muertos, sobre la sangre. La frase «Se arrancaban los miembros de los condenados con tenazas enrojecidas» subía y bajaba por su cerebro; no la conocía ya, desde que había salido de la escuela; pero presentía que significaba confusamente que debía partir, que debía arrancarse, él también.

Por fin, sin que supiese cómo, la marcha se hizo posible. Pudo salir, y comenzó a caminar con una euforia abrumada que ocultaba entre remolinos de un odio sin límites. A unos treinta metros, se detuvo. «He dejado la puerta abierta ante ellos.» Volvió sobre sus pasos. A medida que se aproximaba, sentía formársele los sollozos, anudársele más abajo de la garganta, en el pecho, y quedarse allí. Cerró los ojos y tiró de la puerta. La cerradura crujió: estaba cerrada. Reanudó su marcha. «Esto no ha terminado -gruñó mientras caminaba-. Empieza. Empieza…» Con los hombros hacia adelante, avanzaba, como un sirgador, hacia un país confuso, del cual sólo sabía que allí se mataba, llevando sobre sus hombros y en el cerebro el peso de todos sus muertos, que -¡por fin!- no le impedirían ya avanzar.

Con las manos temblorosas, castañeteándole los dientes, transportado por su terrible libertad, estuvo en diez minutos en la Permanencia. Era una casa de un solo piso. Detrás de las ventanas, habían sido colocados, sin duda, unos colchones: a pesar de la ausencia de persianas, no se veían los rectángulos luminosos en la niebla, sino sólo unas rayas verticales. La calma de la calle, casi una callejuela, era absoluta, y aquellas rayas luminosas adquirían la intensidad, a la vez mínima y aguda, de los puntos de ignición. Llamó. Se entreabrió la puerta: no le conocían. Detrás, cuatro militantes, con el máuser en la mano, le miraron al pasar. Como en las sociedades de insectos, el vasto corredor vivía con una vida de sentido confuso, pero de movimiento claro: todo procedía de la cueva; el piso estaba muerto. Aislados, los obreros instalaban en lo alto de la escalera una ametralladora que dominaba el corredor. No brillaba siquiera; pero llamaba la atención, como el tabernáculo en una iglesia. Unos estudiantes, y unos obreros corrían. Pasó por delante de las marañas de las alambradas (¿para qué podría servir aquello?); subió, rodeó la ametralladora y llegó al rellano. Katow salía de un despacho y le miró interrogativamente. Sin hablar, Hemmelrich extendió su mano ensangrentada.

– ¿Herido? Hay vendajes abajo. ¿El chico está oculto?

Hemmelrich no podía hablar. Mostraba obstinadamente su mano, con un aspecto idiota. «Es sangre», pensaba. Pero no podía decirlo.

– Tengo un cuchillo -dijo, por fin-. Dame un fusil.

– No hay muchos fusiles.

– Unas granadas.

Katow vacilaba.

– ¿Crees que tengo miedo, grandísimo idiota?

– Baja: granadas, hay en las cajas ¿Sabes dónde está Kyo?

– No lo he visto. He visto a Chen: está muerto.

– Ya lo sé.

Hemmelrich bajó. Con los brazos hundidos hasta los hombros, unos camaradas hurgaban en una caja abierta. La provisión, por tanto, tocaba a su fin. Los hombres, revueltos, se agitaban hacia la plena luz de las lámparas -no había tragaluces-, y el volumen de aquellos cuerpos abultados alrededor de la caja, encontrado después de las sombras que desfilaban bajo las bombillas veladas del corredor, le sorprendió, como si, ante la muerte, aquellos hombres tuviesen derecho, de pronto, a una vida más intensa que la de los demás. Se llenó los bolsillos y volvió a subir. Los otros, las sombras, habían terminado la instalación de la ametralladora y habían colocado las alambradas detrás de la puerta, un poco hacia atrás, para que pudiera abrirse: los campanillazos se repetían minuto a minuto. Miró por el ventanillo: la calle brumosa continuaba tranquila y vacía: los camaradas llegaban, informes en la niebla, como peces en el agua turbia, bajo la línea de sombra que proyectaban los tejados. Se volvía para ir en busca de Katow: a la vez, dos campanillazos precipitados, un disparo y el ruido de un ahogo; luego, la caída de un cuerpo.

– «¡Aquí están!» -gritaron, a la vez, varios guardianes de la puerta. El silencio cayó sobre el corredor, batido en sordina por las voces y por el ruido de las armas que subían desde la cueva. Los hombres llegaron a los puestos de combate.

Una y media

Clappique, cociendo su mentira, como otros su borrachera, avanzaba por el corredor de su hotel chino, donde los boys, adosados a una mesa redonda, debajo del cuadro de llamada, escupían granos de girasol alrededor de las salivaderas. Sabía que no dormiría. Abrió melancólicamente la puerta, arrojó su americana sobre el ejemplar familiar de los Cuentos de Hoffmann y se escanció whisky: solía ocurrir que el alcohol disipaba la angustia que algunas veces caía sobre él. Algo había cambiado en aquella habitación. Se esforzó por no pensar en ello: la ausencia inexplicable de ciertos objetos hubiera sido demasiado inquietante. Había conseguido escapar a casi todo aquello sobre lo que los hombres fundan su vida: amor, familia, trabajo; no al miedo. Éste surgía en él, como una conciencia aguda de su soledad; para rehuirlo, iba de ordinario al Black-Cat, el sitio más próximo, y se refugiaba en las que abren las piernas y el corazón, pensando en otra cosa. Era imposible, aquella noche; excedido, harto de mentira y de fraternidades provisionales… Se vio en el espejo, se acercó.

«Sin embargo, amigo mío -dijo al Clappique del espejo-, ¿para qué escapar, en el fondo? ¿Cuánto tiempo irá a durar todo eso aún? Has tenido una mujer: ¡bueno, bueno! Unas queridas, por el dinero; siempre podrás pensar en ello cuando tengas necesidad de unos fantasmas para burlarte de ti. ¡Ni una palabra! Tienes unos dones, como dicen, de fantasía y todas las cualidades necesarias para ser un parásito: siempre podrás ser ayuda de cámara en casa de Ferral, cuando la edad te haya conducido a la perfección. También existe la profesión de gentilhombre alcahuete, la policía y el suicidio. ¿Souteneur? [5] Todavía la manía de grandeza. Queda el suicidio, te digo. Pero tú no quieres morir. ¡Tú no quieres morir, marrano! Mira, en cambio, cómo tienes una de esas preciosas caras que tienen los muertos…»

Se acercó más aún, casi tocando con la nariz en el espejo; deformó su máscara, abriendo la boca, con una mueca de gárgola; y, como si la máscara le hubiese respondido:

«¿No puede morir cada uno de nosotros? Evidentemente: de todo tiene que haber en el mundo. ¡Bah! Cuando hayas muerto, irás al Paraíso. Pues sí que el buen Dios tendrá una compañía agradable con un tipo como el tuyo.»

Transformó su semblante, con la boca cerrada y estirada hacia el mentón y los ojos entreabiertos, como un samurai de carnaval. E inmediatamente, como si la angustia que las palabras no bastaban para traducir se hubiese expresado directamente en toda su potencia, comenzó a gesticular, transformándose en mono, en idiota, en espantado, en un individuo con un flemón, en todo lo grotesco que puede expresar el semblante humano. Aquello no bastaba; se sirvió de sus dedos, tirándose de los ángulos de los ojos, agrandándose la boca con la expresión de sapo, del hombre que ríe, aplastándose la nariz, tirándose de las orejas. Cada uno de aquellos semblantes le hablaba, le revelaba, de sí mismo, una parte oculta de la vida; aquel exceso de lo grotesco en la habitación solitaria, con la bruma de la noche amontonada en la ventana, tomaba la comicidad atroz y terrorífica de la locura. Oyó su risa -un solo sonido de voz, lo mismo que el de su madre-; y, descubriendo, de pronto, su semblante, retrocedió con terror, y se sentó, anhelante. Había un block de papel blanco y un lápiz sobre la butaca. Si continuaba así, acabaría, realmente, por volverse loco. Para defenderse del espantoso espejo, comenzó a escribir:

«Acabarás siendo rey, mi buen Toto, Rey: bien caliente, en un confortable asilo de locos, gracias al delirium tremens, tu único amigo, si continúas bebiendo. Pero en este momento, ¿estás borracho, o no?… Tú, que te imaginas tan bien tantas cosas, ¿qué esperas para imaginarte que eres feliz? ¿Crees?…»

Llamaron.

Rodó a la realidad. Libertado, pero aturdido.

Llamaron de nuevo.

– Adelante.

Una capa de lana, un fieltro negro y unos cabellos blancos: el padre de Gisors.

– Pero yo… yo -murmuró Clappique.

– Kyo acaba de ser detenido -dijo Gisors-. Conoce usted a König, ¿verdad?

– Yo… Pero si yo no sirvo para nada…

Gisors le miró con cuidado. «Con tal de que no esté demasiado borracho…», pensó.

– ¿Usted conoce a König? -repitió.

– Sí; yo, yo… lo conozco. Le he hecho… un favor. Un gran favor.

¿Puede usted pedirle uno?

– ¿Por qué no? ¿Pero, cuál?

– Mientras sea jefe de seguridad de Chiang Kaishek, König puede hacer que se ponga en libertad a Kyo. O por lo menos, impedir que sea fusilado: eso es lo más urgente, ¿verdad?

– Enten… Entendido…

Tenía, sin embargo, tan poca confianza en el agradecimiento de König, que había considerado inútil y quizá imprudente ir a verle, incluso después de las indicaciones de Chpilewski. Se sentó en la cama, con la nariz hacia el suelo. No se atrevía a hablar. La entonación de la voz de Gisors le demostraba que éste no sospechaba, en absoluto, su complicidad en la detención: Gisors veía en él al amigo que había ido a prevenirle aquella tarde, y no al hombre que se ponía a jugar a la hora de la cita. Pero Clappique no podía convencerse de ello. No se atrevía a mirarle ni se tranquilizaba. Gisors se preguntaba de qué drama o de qué extravagancia saldría, sin adivinar que su propia presencia era una de las causas de aquella respiración anhelante. Parecíale a Clappique que Gisors le acusaba.

– Sepa usted, amigo mío, que no soy… En fin, que no soy tan loco como todo eso; yo, yo…

No podía cesar de balbucear; unas veces, le parecía que Gisors era el único hombre que le comprendía; otras veces, que le tenía por un bufón. El viejo le miraba, sin decir nada.

– Yo… ¿Qué es lo que piensa de mí?

Gisors sentía más deseos de agarrarle de los hombros y conducirlo a casa de König que de hablar con él; pero tal trastorno aparecía bajo la embriaguez que le atribuía, que no se atrevió a negarse a seguirle la corriente.

– Existen los que tienen necesidad de escribir, los que tienen necesidad de soñar y los que tienen necesidad de hablar… Es la misma cosa. El teatro no es serio; las corridas de toros lo son en cambio, las novelas no son serias y la mitomanía sí lo es.

Clappique se levantó.

– ¿Tiene usted algo en el brazo? -le preguntó Gisors.

– Agujetas. Ni una palabra…

Clappique acababa de retorcerse torpemente el brazo para ocultar su reloj de pulsera a las miradas de Gisors, como si le traicionase aquel reloj que le había señalado la hora en la casa de juego. Por la pregunta de Gisors, se dio cuenta de que aquello era del género idiota.

– ¿Cuándo irá usted a ver a König?

– ¿Mañana por la mañana?

– ¿Por qué no ahora? La policía vela esta noche -dijo Gisors, con amargura-, y todo puede suceder…

Clappique no deseaba otra cosa mejor. No por remordimiento: si de nuevo estuviese en la casa de juego, de nuevo se habría quedado, sino por comprensión.

– Corramos, amigo mío.

El cambio que había comprobado al entrar le inquietó de nuevo. Miró con toda atención, y quedó estupefacto de no haberlo visto antes: una de sus pinturas taoístas «como un ensueño» y sus dos estatuas más bellas habían desaparecido. Encima de la mesa, una carta. Letra de Chpilewski. Lo adivinó. Pero no se atrevió a leer la carta. Chpilewski le había prevenido que Kyo estaba amenazado: si cometía la imprudencia de hablar de él, no podría por menos de contarlo todo. Cogió la carta y se la echó al bolsillo.

En cuanto hubieron salido, encontraron los autos blindados y los camiones llenos de soldados.

Clappique casi había recobrado su calma; para ocultar su turbación, a la cual no podía sustraerse aún, se hizo el loco, como de costumbre.

– Quisiera ser encantador y enviar al califa un unicornio (un unicornio, le digo) que apareciese del color del sol, en el palacio, gritando: «¡Sabes, califa, que la primera sultana te engaña! ¡Ni una palabra!» ¡Yo mismo, de unicornio, estaría asombroso, con mi nariz! Y, por supuesto, no sería verdad. Diríase que nadie sabe cuan voluptuoso es vivir, con los ojos de un ser, otra vida distinta de la suya. De una mujer, sobre todo…

– ¿Qué mujer no está dotada de una falsa vida, por lo menos para cada uno de los hombres que se le han acercado en la calle?

– ¿Usted… cree que todos los seres son mitómanos?

Los párpados de Clappique pestañeaban nerviosamente; anduvo menos de prisa.

– No; escuche usted; hábleme con franqueza: ¿por qué cree usted que no lo son?

Sentía ahora un deseo, raramente extraño a él mismo, aunque muy fuerte, de preguntarle a Gisors qué pensaba acerca del juego; y, sin embargo, seguramente, si hablara del juego, le confesaría todo. ¿Iba a hablar? El silencio le hubiera obligado a ello. Por fortuna, Gisors respondió:

– Quizá sea yo el ser menos a propósito para responder… El opio no enseña más que una cosa, y es que, fuera del sufrimiento físico, no hay nada real.

– El sufrimiento, sí… Y… el miedo.

– ¿El miedo?

– ¿No ha tenido usted nunca miedo, bajo la acción del o… del opio?

– No. ¿Por qué?

– ¡Ah!…

A decir verdad, Gisors pensaba que si el mundo no tenía realidad, los hombres, aun aquellos mismos que se hallan más opuestos al mundo, tienen una realidad muy fuerte; y que Clappique, precisamente, era uno de los muy raros seres que no tenían ninguna. Y lo comprobaba con angustia, porque era entre aquellas manos de niebla entre las que ponía el destino de Kyo. Bajo las actitudes de todos los hombres, hay un fondo que puede ser tocado, y pensar en su sufrimiento deja presentir su naturaleza. El sufrimiento de Clappique era independiente de él, como el de un niño: Clappique no era responsable de tal sufrimiento; éste hubiera podido destruirle, pero no podía modificarle. Podía dejar de existir, desaparecer en un vicio o en una monomanía; no podía convertirse en un hombre. «Un corazón de oro, pero hueco.» Gisors se daba cuenta de que, en el fondo de Clappique, no existían ni el dolor ni la soledad, como en los demás hombres, sino la sensación. Gisors juzgaba, a veces, a los hombres suponiendo su vejez: Clappique no podía envejecer: la edad no le conducía a la experiencia humana, sino a la intoxicación -erotismo o droga- donde se conjugarían, al fin, todos sus medios de ignorar la vida. «Quizá -pensaba el barón- si yo le contase todo lo encontrara completamente normal…» Disparaban, a la sazón, por todas partes, en la ciudad china. Clappique rogó a Gisors que le abandonase en el límite de la concesión: König no le habría recibido. Gisors se detuvo y vio desaparecer en la bruma su silueta delgada y desordenada.

La sección especial de policía de Chiang Kaishek estaba instalada en una modesta villa construida hacia 1920: estilo Bécon-les-Bruyères, pero con ventanas encuadradas en extravagantes ornamentos portugueses, amarillos y azulados. Dos empleados, y más ordenanzas de los precisos; todos los hombres armados: eso era todo. En la papeleta que un secretario le tendió, Clappique escribió: «Toto»; dejó en blanco el motivo de la visita, y esperó. Era la primera vez que se encontraba en un lugar iluminado, desde que había dejado su habitación: sacó del bolsillo la carta de Chpilewski:


Mi querido amigo:

He cedido a su insistencia. Mis escrúpulos eran fundados; pero he reflexionado; así, pues, me permitirá usted volver a la tranquilidad, y los beneficios que promete mi negocio, en este momento, son tan importantes y tan seguros que indudablemente podré, antes de un año, ofrecerle, en testimonio de agradecimiento, otros objetos de la misma naturaleza y más bonitos. El comercio de la alimentación en esta ciudad…


Seguían cuatro carillas de explicaciones.

«Esto no va mejor -pensó Clappique-; ni mucho menos…» Pero un funcionario llegaba en su busca.

König le esperaba, sentado ante su mesa, enfrente de la puerta. Rechoncho, moreno, con la nariz torcida en su rostro cuadrado, llegó hacia él y le estrechó la mano de una manera rápida y vigorosa, que más bien los separaba en lugar de acercarlos.

– ¿Qué tal? Bueno. Sabía que le vería a usted hoy. He tenido la dicha de poder serle útil, a mi vez.

– Es usted formidable -respondió Clappique, bromeando a medias-. Sólo me pregunto si habrá algún error: ya sabe usted que yo no hago política…

– No ha habido error.

«Tiene un agradecimiento más bien condescendiente», pensó Clappique.

– Dispone usted de dos días para largarse. Me hizo usted un favor en otro tiempo: hoy he hecho que le avisen.

– ¿Có… cómo? ¿Usted ha sido el que ha encargado que me avisen?

– ¿Cree usted que Chpilewski se habría atrevido? Tiene usted un asunto con la policía de seguridad china; pero ya no son los chinos quienes la dirigen. Basta de pavadas.

Clappique comenzaba a admirar a Chpilewski, pero no sin indignación.

– Pues bien; puesto que ha tenido a bien acordarse de mí, permítame que le pida otra cosa.

– ¿Qué?

Clappique no abrigaba ya una gran esperanza: cada nueva réplica de König le demostraba que la camaradería con que contaba no había existido o no existía ya. Si König le había prevenido, ya no le debía nada.

Fue más por escrúpulo de conciencia que por esperanza por lo que dijo:

– ¿No se podría hacer nada por el joven Gisors? Supongo que a usted no le importará nada ese asunto.

– ¿Qué es?

– Comunista. Importante, según creo.

– En primer término, ¿por qué es comunista, ése? ¿Y su padre? ¿Mestizo? ¿No ha encontrado puesto? Que un obrero sea comunista, ya es idiota; ¡pero él!… En fin, ¿qué?

– Eso no es muy fácil resumirlo.

Clappique reflexionaba.

– Mestizo, quizá… Pero hubiera podido arreglarse: su madre era japonesa. No lo ha procurado. Dijo algo como por voluntad de dignidad…

– ¡Por dignidad!

Clappique quedó estupefacto; König le remedaba. No esperaba tanto efecto de aquella palabra. «¿Habré metido la pata?», se preguntó.

– En primer término, ¿qué es lo que quiere decir eso? -preguntó König, agitando el índice, como si hubiese continuado hablando sin que se le oyera-. Por dignidad -repetía.

Clappique no podía sustraerse al tono de su voz: era el del odio. Se hallaba a la derecha de Clappique, y su nariz, que así parecía muy aguileña, acentuaba enérgicamente su semblante.

– Dígame, mi buen Toto, ¿usted cree en la dignidad?

– En los demás…

– ¿En los demás? Clappique se calló.

– ¿Sabe usted lo que los rojos hacían con los oficiales prisioneros?

Clappique se guardaba muy bien de responder. Aquello se ponía serio. Y presentía que aquella frase era una preparación, una ayuda que König se facilitaba a sí mismo: no esperaba respuesta.

– En Siberia, yo era intérprete en un campo de prisioneros. Pude salir de allí sirviendo en el ejército blanco, con Semenoff. Blancos o rojos, a mí lo mismo me daba: lo que quería era volver a Alemania. Fui apresado por los rojos. Me dieron de puñetazos, llamándome «mi capitán» (era teniente), hasta que caí al suelo. Me levantaron. No llevaba ya el uniforme de Semenoff, con las calaveritas. Tenía una estrella en cada hombrera.

Se detuvo. «Podía rehusar, sin contar tantas historias», pensó Clappique. Jadeante, pesado, la voz implicaba una necesidad, que él trataba, no obstante, de comprender.

– Me clavaron un clavo en cada hombro, por encima de cada estrella. Como un dedo de largo. Escúcheme bien, mi buen Toto.

Le cogió de un brazo, con los ojos fijos en los suyos, con una mirada de hombre enamorado:

– Lloré como una mujer, como un ternero… Lloré delante de ellos. ¿Comprende usted? ¿Sí? Pues dejémoslo. Nadie perderá nada.

Aquella mirada de hombre que desea iluminó a Clappique. La confidencia no era sorprendente: no era una confidencia, era una venganza. Seguramente, relataba aquella historia -o se la relataba- cada vez que podía matar, como si aquel relato hubiera podido arañar, hasta hacer sangre, en la humillación sin límites que le torturaba.

– Amigo mío, más valdría que no me hablase demasiado de dignidad… Mi dignidad, para mí, consiste en matarlos. ¿Qué quiere usted que a mí me importe China? ¿Eh? ¡ La China, sin bromas! No estoy en el Kuomintang nada más que para mandar matar. No revivo como en otro tiempo, como un hombre, como cualquiera, como el último de los brutos que pasan por delante de esta ventana, sino cuando se mata. Pasa como a los fumadores con sus pipas. ¡Cómo! Un pingajo. ¿Venía usted a pedirme su piel? Aunque me hubiera usted salvado tres veces la vida…

Se encogió de hombros, y continuó, rabiosamente:

– ¿Sabe usted, siquiera, mi buen Toto, lo que es ver que la vida de uno adquiere un sentido, un sentido absoluto: repugnarse uno a sí mismo?

Acabó su frase entre dientes, pero sin moverse, con las manos en los bolsillos, con los cabellos sacudidos por las palabras arrancadas.

– El olvido… -dijo Clappique a media voz.

– ¡Hace más de un año que no me he acostado con una mujer! ¿Le basta eso? Y…

Se detuvo, de pronto, y continuó, más bajo:

– Pero, dígame, mi buen Toto: el joven Gisors; el joven Gisors… Hablaba usted de un error. ¿Quiere saber por qué ha sido usted condenado? Voy a decírselo: ¿fue usted el que trató el asunto de los fusiles del Shang-Tung? ¿Sabe usted a quiénes estaban destinados esos fusiles?

– No se hacen preguntas en semejante oficio. ¡Ni una palabra!

Acercó el índice a su boca, según sus más puras tradiciones. Y quedó, en seguida, cohibido.

– A los comunistas. Y como arriesgaba usted en ello su piel, hubiera podido decírselo. Y aquello era una estafa. Se sirvieron de usted para adelantar tiempo: aquella misma noche, robaron el buque. Si no me equivoco, su protegido actual fue quien le embarcó en aquel asunto.

Clappique estuvo a punto de responder: «Sin embargo, yo cobré mi comisión.» Pero la revelación que su interlocutor acababa de hacerle ponía tal satisfacción en el semblante de éste, que el barón no deseaba ya más que irse. Aunque Kyo había cumplido su promesa, le había hecho que se jugase la vida sin decírselo. ¿Se la hubiese jugado? No. Kyo se había servido de él en favor de su causa: él aprovechaba la ocasión para desinteresarse de Kyo. Tanto más, cuanto que, en realidad, no podía hacer nada. Se encogió de hombros, simplemente.

– ¿Entonces tengo cuarenta y ocho horas para largarme?

– Sí. No insista usted. Tiene usted razón. Adiós.

«Dice que hace un año que no se ha acostado con una mujer -pensaba Clappique, mientras bajaba la escalera-. ¿Impotencia? ¿O qué? Yo creía que esa clase de… dramas le harían a uno erotómano. Debe de hacer tales confidencias, de ordinario, a los que van a morir: de todas maneras, es preferible que me escape.» No se libraba del tono con que König había dicho: «Para vivir como un hombre, como cualquiera…» Continuaba aturdido, ante aquella intoxicación total, que sólo saciaba la sangre: había visto bastantes desechos de las guerras civiles de China y de Siberia para saber a qué negación del mundo conduce la humillación intensa: sólo la sangre, obstinadamente vertida, las drogas y la neurosis alimentaban tales soledades. Ahora comprendía por qué a König le había agradado su compañía, no ignorando cuánto se debilitaba a su lado toda realidad. Caminaba con lentitud, espantado de volver a encontrar a Gisors, que le esperaba al otro lado de las alambradas. ¿Qué decirle?… Demasiado tarde, impulsado por la impaciencia, Gisors, que había salido a su encuentro, acababa de destacarse en la bruma, a dos metros de él. Le miraba con la intensidad huraña de los locos.

Clappique tuvo miedo y se detuvo. Gisors le cogía ya del brazo.

– ¿No se puede hacer nada? -preguntó con voz triste, aunque no alterada.

Sin hablar, Clappique sacudió negativamente la cabeza.

– Vámonos. Voy a pedir ayuda a otro amigo. Cuando había visto a Clappique salir de la bruma, había tenido la revelación de su propia locura. Todo el diálogo que había imaginado entre ellos, al regresar el barón, era absurdo. Clappique no era un intérprete ni un mensajero: era una carta. Jugada la carta -y perdida, como lo demostraba el rostro de Clappique-, había que buscar otra. Colmado de angustia, de desesperación, se conservaba lúcido, en el fondo de su desolación. Había pensado en Ferral; pero Ferral no intervendría en un conflicto de aquel orden. Intentaría la intervención de dos amigos…

König había llamado a un secretario:

– Mañana traiga aquí al joven Gisors, en cuanto los consejos hayan terminado.

Las cinco

Por encima de los breves relámpagos de los disparos, amarillentos en el final de la noche, Katow y Hemmelrich veían, desde las ventanas del primer piso, la débil luz del alba, que nacía con reflejos plúmbeos sobre los tejados vecinos, al mismo tiempo que el perfil de las casas se hacía más claro. Con los cabellos llenos de lluvia, pálidos, cada uno comenzaba de nuevo a distinguir el semblante del otro y sabía lo que pensaba. El último día. Casi no había más municiones. Ningún movimiento popular había llegado en su socorro. Unas descargas, hacia Chapei: unos camaradas, sitiados, como ellos. Katow había explicado a Hemmelrich por qué estaban perdidos: en cualquier momento, los hombres de Chiang Kaishek llevarían los cañones de pequeño calibre de que disponía la guardia del general: en cuanto uno de los cañones pudiera ser introducido en la casa de enfrente de la Permanencia los colchones y los muros caerían como barracas de feria. La ametralladora de los comunistas dominaba aún la puerta de aquella casa; cuando ya no hubiera balas, cesaría de dominarla. Lo cual no tardaría mucho. Desde hacía una hora, disparaban rabiosamente, impulsados por una venganza anticipada: una vez condenados, matar constituía el único sentido que podían dar a sus últimas horas. Pero comenzaban a cansarse de eso, también. Los adversarios, cada vez mejor protegidos, sólo aparecían ya muy raras veces. Parecía que el combate se debilitaba con la noche -y era absurdo que aquel día naciente, que no ponía de manifiesto una sola sombra enemiga, les trajera la liberación, como la noche les había traído el encarcelamiento-. El reflejo del día, sobre los tejados, se tornaba gris pálido; por encima del combate detenido, la luz parecía aspirar grandes trozos de noche, no dejando delante de la casa más que unos rectángulos negros. Las sombras se iban encogiendo poco a poco; contemplarlas permitía no pensar en los hombres que iban a morir allí. Se contraían como todos los días, con su movimiento eterno, de una salvaje majestad aquel día, porque ellos no volverían a verlo nunca. De pronto, todas las ventanas de enfrente se iluminaron, y las balas golpearon alrededor de la puerta, como una nube de guijarros: uno de los suyos había colgado una americana del extremo de un bastón. El enemigo se contentaba con estar en acecho.

– Once, doce, trece, catorce… -dijo Hemmelrich.

Contaba los cadáveres, visibles en la calle ahora.

– Todo eso no es más que para distraerse -respondió Katow, en voz casi imperceptible-. No tienen más que esperar. El día es para ellos.

No había más que cinco heridos, tendidos en la habitación; no se quejaban: dos de ellos fumaban, mirando cómo aparecía la luz del día por entre el muro y los colchones. Más lejos, Suen y otro combatiente guardaban la segunda ventana. Ya casi no se oían descargas. ¿Esperarían en todas partes las tropas de Chiang Kaishek? El mes anterior, vencedores los comunistas, conocían sus progresos de hora en hora; a la sazón, no sabían nada, como entonces los vencidos.

Como para confirmar lo que Katow acababa de decir, la puerta de la casa enemiga se abrió (los dos corredores estaban el uno enfrente del otro); inmediatamente, la crepitación de una ametralladora avisó a los comunistas. «Viene por los tejados», pensó Katow.

– ¡Por aquí!

Eran sus ametralladoras las que avisaban. Hemmelrich y él salieron corriendo y lo comprobaron: la ametralladora enemiga, sin duda protegida por un blindaje, disparaba sin interrupción. No había comunistas en el corredor de la Permanencia, puesto que se encontraba bajo los disparos de su propia ametralladora, que, desde lo más alto de la escalera, la dominaba, impidiendo la entrada a sus adversarios. Pero el blindaje, entonces, protegía a éstos. Era preciso, no obstante, ante todo, mantener el fuego. El apuntador había caído a un lado, muerto sin duda; era el artillero quien había gritado. Vigilaba y apuntaba, aunque con lentitud. Las balas hacían saltar los trozos de maderas de las escaleras, el yeso de las paredes, y, con sonidos sordos, entre silencios de una rapidez desconocida, indicaban que algunas entraban en la carne del vivo y del muerto. Hemmelrich y Katow se adelantaron. «¡Tú no!», aulló el belga. De un puñetazo en la barbilla, hizo rodar a Katow por el corredor, y saltó al puesto del apuntador. El enemigo disparaba ahora un poco más bajo. No por mucho tiempo. «¿Hay todavía vendas?», preguntó Hemmelrich. En lugar de responder, el ayudante cayó de cabeza y rodó toda la escalera. Y Hemmelrich se dio cuenta de que no sabía manejar una ametralladora.

Volvió a subir de un salto: se sintió herido en un ojo y en una pantorrilla. En el corredor, por encima del ángulo del tiroteo enemigo, se detuvo: su ojo sólo había sido alcanzado por un trozo de yeso arrancado por una bala; la pantorrilla sangraba -otra bala, en la superficie-. Ya estaba en la habitación donde Katow, resistiéndose, atraía con una mano hacia sí el colchón (no para protegerse, sino para ocultarse) y sostenía en la otra un paquete de granadas: sólo éstas, si estallaban muy cerca, obrarían contra el blindaje.

Había que lanzarlas por la ventana al corredor enemigo. Katow había colocado otro paquete detrás de él; Hemmelrich lo cogió y lo lanzó, al mismo tiempo que Katow, por encima del colchón. Katow se encontró de nuevo en el suelo, derribado por las balas, como si lo hubiese sido por sus propias granadas: cuando las cabezas y los brazos habían aparecido por encima del colchón, habían disparado sobre ellos desde todas las ventanas -aquel crujido como de cerillas, tan próximo, ¿no procedía de sus piernas?-, se preguntaba Hemmelrich, que se había agachado a tiempo. Las balas continuaban entrando, pero el muro protegía a los dos hombres, ahora que habían caído: la ventana no se abría más que a sesenta centímetros del suelo. A pesar de los tiros de fusil, Hemmelrich tenía una sensación de silencio, pues las dos ametralladoras estaban muertas. Avanzó sobre los codos hacia Katow, que no se movía; le tiró de los hombros. Fuera del campo de tiro, ambos se contemplaron en silencio: a pesar del colchón y de las defensas que cubrían las ventanas, la luz del día invadía ahora la habitación. Katow se desvanecía, con el muslo agujereado, con una mancha roja que aumentaba sobre la baldosa como sobre un papel secante. Hemmelrich oyó todavía a Suen, que gritaba: «¡El cañón!» Luego, una detonación enorme, sorda, y, en el instante en que levantaba la cabeza, un choque en la base de la nariz. Se desvaneció, a su vez.

Hemmelrich volvió en sí poco a poco, ascendiendo de las profundidades hacia aquella superficie de silencio, tan extraña, que le pareció que le reanimaba: el cañón no disparaba ya. El muro había sido demolido oblicuamente. En el suelo cubierto de escombros y de restos, Katow y los otros estaban desvanecidos o muertos. Tenía mucha sed y fiebre. Su herida de la pantorrilla no era grave. Arrastrándose, llegó hasta la puerta, y, en el corredor, se levantó, pesadamente, apoyado en la pared. Salvo en la cabeza, donde le había alcanzado un trozo de mampostería, su dolor era difuso; agarrado a la rampa, descendió, no por la escalera de la calle, donde, sin duda, continuaba esperando el enemigo, sino por la del patio. Ya no disparaban. Las paredes del corredor de entrada tenían unos huecos donde estaban colocadas antes unas mesas. Se escondió en el primero y miró al patio.

A la derecha de una casa que parecía abandonada (aunque tenía la seguridad de que no lo estaba), había un cobertizo de hierro; a lo lejos, una casa de cuernos y una hilera de postes que se perdían, repitiéndose, en el campo que no volvería a ver más. Las alambradas, enmarañadas a través de la puerta, rayaban de negro aquel espectáculo muerto y el día gris, como grietas en la loza. Una sombra apareció detrás, una especie de oso: un hombre, de frente, con la espalda encorvada, comenzó a agarrarse a los alambres.

Hemmelrich no tenía ya balas. Contemplaba a aquella masa que pasaba de un alambre a otro antes de que él pudiera prever su movimiento (los alambres aparecían con claridad en la luz, aunque sin perspectiva). Se agarraba: volvía a caer: se agarraba de nuevo, como un insecto enorme. Hemmelrich se acercó, a lo largo del muro. Estaba claro que el hombre iba a pasar; en aquel momento, no obstante, entorpecido, trataba de desenredarse la alambrada, prendida a sus ropas, con un gruñido extraño; le parecía a Hemmelrich que aquel monstruoso insecto podía quedarse allí para siempre, enorme y encogido, suspendido en aquel día gris. Pero la mano se irguió, destacada y negra, abierta, con los dedos separados, para agarrar otro alambre y el cuerpo reanudó su movimiento.

Aquello era el final. Detrás, la calle y la ametralladora. Arriba, Katow y sus hombres, por el suelo. Aquella casa desierta, enfrente, con toda seguridad estaba ocupada, sin duda, por algunos ametralladores que todavía tenían balas. Si salía, los enemigos le dispararían a las rodillas para cogerle prisionero (sintió, de pronto, la fragilidad de aquellos huesecillos, las rótulas…). Al menos, quizá matase a aquél.

El monstruo, mixto de oso, hombre y araña, continuaba desenredándose de los alambres. Al lado de su masa negra, una línea de luz marcaba la arista de su pistola. Hemmelrich se sentía, en el fondo de un agujero, menos fascinado por aquel ser que con tanta lentitud se aproximaba como la muerte misma, que por todo cuanto le seguía, todo lo que iba una vez más a aplastarle, como la tapa de un ataúd cerrado sobre un ser vivo; aquello era todo lo que había ahogado su vida de todos los días, que volvía allí para aplastarle de un golpe. «Me han apisonado durante treinta años, y ahora me van a matar.» No era sólo su propio sufrimiento el que se aproximaba; era el de su mujer despedazada, el de su hijo enfermo asesinado; todo se entremezclaba en una niebla de sed, de fiebre, de odio. De nuevo, sin mirarla, vio la mancha de sangre de su mano izquierda. No como una quemadura, ni como una molestia: sencillamente, sabía que estaba allí y que el hombre iba a salir, por fin, de las alambradas. Aquel hombre que pasaba el primero no era por el dinero por lo que acababa de matar a los que se arrastraban allá arriba, sino por una idea, por una fe: a aquella sombra, detenida ahora ante la maraña de alambres, Hemmelrich la odiaba hasta en su pensamiento: no era bastante que aquella raza de afortunados le asesinasen; era preciso, además, que creyesen tener razón. La silueta, con el cuerpo ahora erguido, estaba prodigiosamente empinada hacia el patio gris, sobre los hilos telegráficos que se sumergían en la paz ilimitada de la mañana lluviosa de primavera. Desde una ventana, se elevó un grito de llamada, al cual respondió el hombre; su respuesta llenó el corredor y rodeó a Hemmelrich. La línea de luz de la pistola desapareció dentro de la funda y fue sustituida por una barra plana, casi blanca en aquella oscuridad: el hombre sacaba su bayoneta. Ya no era un hombre, era todo aquello por lo cual había sufrido Hemmelrich hasta entonces. En el corredor oscuro, con aquellas ametralladoras emboscadas más allá de la puerta y aquel enemigo que se aproximaba, el belga se volvía loco de odio. «Ellos nos habrán estado reventando durante toda nuestra vida; pero éste lo pagará, lo pagará…» El hombre se acercaba, paso a paso, con la bayoneta hacia adelante. Hemmelrich se acurrucó, y vio en seguida agrandarse la silueta y disminuir el torso por encima de las piernas, fuertes como estacas. En el instante en que la bayoneta llegaba por encima de su cabeza, se levantó, se agarró con la mano derecha al cuello del hombre, y apretó. A causa del encuentro, la bayoneta había caído. El cuello era demasiado grueso para una sola mano; el pulgar y las yemas de los otros dedos se hundían convulsivamente en la carne, más bien que detener la respiración; pero la otra mano, impulsada por la locura, frotaba con furor en el rostro anhelante. «¡Tú la borrarás! ¡Tú la borrarás!» El hombre se tambaleaba. Por instinto, se agarró al muro. Hemmelrich le golpeó la cabeza contra aquel muro, con toda su fuerza, y se agachó un segundo; el chino sintió que un cuerpo enorme entraba en él y le desgarraba los intestinos; la bayoneta. Abrió las dos manos, se las llevó al vientre, con un gemido agudo, y cayó, con los brazos hacia adelante, entre las piernas de Hemmelrich; luego, se aflojó de pronto. Sobre su mano abierta, cayó una gota de sangre de la bayoneta y luego otra. Como si aquella mano, manchada de segundo en segundo, le hubiese vengado, Hemmelrich se atrevió, por fin, a mirar la suya, y comprendió que la mancha de sangre se había borrado desde hacía dos horas.

Descubrió que quizá no fuese a morir. Desnudó precipitadamente al oficial, lleno, a la vez, de afecto hacia aquel hombre, que había llegado hasta él para llevarle su libertad, y de rabia, porque las ropas no se desprendían con bastante rapidez del cuerpo, como si éste las hubiese retenido. Sacudía aquel cuerpo salvador, como si lo mantease. Por fin, vestido con su uniforme, se asomó a la ventana de la calle, con el rostro inclinado, oculto por la visera de la gorra. Los enemigos, enfrente, abrieron sus ventanas, gritando. «Es preciso que huya, antes de que estén aquí.» Salió por el lado de la calle, torció hacia la izquierda, como lo hubiera hecho el que había matado para ir a reunirse con su grupo.

– ¿Prisioneros? -gritaron los hombres, desde las ventanas.

Hizo un gesto al azar hacia aquellos con quienes aparentaba que se iba a reunir. Que no se disparase sobre él, era a la vez estúpido y natural. Ya no quedaba en él asombro. Volvió otra vez hacia la izquierda, y salió en dirección a las concesiones: estaban guardadas; pero él conocía todas las casas con doble entrada en la calle de las Dos Repúblicas.

Uno tras otro, los Kuomintang salieron.

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