Parte Tercera 29 de marzo

TC "29 de marzo" \l 3 Han-Kow estaba muy cerca: el movimiento de los sampanes casi llenaba el río. Las chimeneas del arsenal se fueron destacando poco a poco de una colina, casi invisible bajo su enorme humareda: a través de una luz azulada, de tarde de primavera, la ciudad apareció, por fin, con todos sus bancos, de columnas, en los huecos de un primer plano liso y negro -los buques de guerra de las naciones de Occidente-. Desde hacía seis días, Kyo ascendía por el río, sin noticias de Shanghai.

Al pie del barco, silbó un vapor extranjero. Los papeles de Kyo se hallaban en regla, y él estaba acostumbrado a la acción clandestina. Llegó sólo hasta la proa, por prudencia.

– ¿Qué quieren? -preguntó a un mecánico.

– Quieren saber si tenemos arroz o carbón. Está prohibido transportarlo.

– ¿En nombre de quién?

– Un pretexto. Si llevamos carbón, no se nos dice nada, pero se las arreglan de manera que puedan desarmar el barco en el puerto. Es imposible abastecer la ciudad.

A lo lejos, chimeneas, elevadores, depósitos: los aliados de la Revolución. Pero Shanghai había enseñado a Kyo lo que es un puerto activo. El que veía, sólo estaba lleno de juncos y de torpederos. Tomó sus gemelos: un vapor mercante, dos, tres. Algunos otros… El suyo atracaba por la parte de U-Chang; debería tomar el transbordador para ir a Han-Kow.

Descendió. En el muelle, un oficial vigilaba el desembarco.

– ¿Por qué hay tan pocos barcos? -preguntó Kyo.

– Las compañías han hecho desalojar todo: tienen miedo a la requisición.

Todos, en Shanghai, creían que la requisición estaba hecha desde hacía mucho tiempo.

– ¿Cuándo sale el transbordador?

– Cada media hora.

Había que esperar veinte minutos. Caminó al azar. Las lámparas de petróleo se encendían en el fondo de las tiendas; aquí y allá, algunas siluetas de árboles y de los ángulos de las casas ascendían por el cielo del Oeste, donde persistía una luz sin origen que parecía emanar de la suavidad misma del cielo y reunirse, en lo más alto, al apaciguamiento de la noche. A pesar de los soldados y de las uniones obreras, en el fondo de sus tenderetes los médicos que ostentaban un sapo como insignia, los vendedores de hierbas y de monstruos, los escribanos públicos, los echadores de suertes, los astrólogos y los que decían la buena ventura continuaban sus oficios lunares en la luz turbia en que desaparecían las manchas de sangre.

Las sombras se perdían en el suelo, más bien que alargarse, bañadas de una azulada fosforescencia; el último resplandor de aquella tarde única, que se iba muy lejos, a cualquier parte del mundo, y cuyo único reflejo acababa de bañar la tierra, lucía débilmente en el fondo de un arco enorme, que remataba una pagoda cubierta de hiedra, ya negra. A lo lejos, un batallón se perdía en la noche cargada de niebla a ras del río, más allá de una baraúnda de campanillas y de fonógrafos, acribillado todo por la iluminación. Kyo descendió también hasta una cantera de bloques enormes: los de las murallas derruidas en señal de liberación de la China. El transbordador estaba muy cerca.

Un cuarto de hora más sobre el río, para ver ascender la ciudad en la noche. Por fin Han-Kow.

Unos pousses esperaban en el muelle; pero la ansiedad de Kyo era demasiado grande para que pudiese permanecer inmóvil. Prefirió caminar: la concesión británica, que Inglaterra había abandonado en enero, y los grandes bancos mundiales cerrados pero no ocupados… «Extraña sensación la de la angustia: sentimos en el ritmo del corazón que se respira mal, como si respirásemos con el corazón…» Cada vez se hacía más fuerte que la lucidez. En la esquina de una calle, en el claro de un gran jardín, lleno de árboles en flor, grises en la bruma de la noche, aparecieron las chimeneas de las manufacturas del Oeste. Sin humo. De todas cuantas veía, sólo las del arsenal se hallaban en actividad. ¿Era posible que Han-Kow, la ciudad de la cual los comunistas del mundo entero esperaban la salvación de China, estuviese en huelga? El arsenal trabajaba; ¿se podría contar, al menos, con el ejército rojo? Ya no se atrevía a correr. Si Han-Kow no era lo que todo el mundo creía que era, todos los suyos, en Shanghai, estaban condenados a muerte. Y May también. Y él mismo.

Por fin, la Delegación de la Internacional.

La ciudad entera estaba iluminada. Kyo sabía que en el último piso trabajaba Borodin; en el piso bajo, funcionaba la imprenta, con su estruendo de enorme ventilador en mal estado.

Un guardia examinó a Kyo, vestido con una tricota gris, con gran cuello. Creyéndole japonés, le señalaba ya con el dedo al ordenanza encargado de conducir a los extranjeros, cuando su mirada encontró los papeles que Kyo le tendía; por la entrada abarrotada de gente, lo condujo, pues, a la sección de la Internacional encargada de Shanghai. Del secretario que lo recibió, Kyo sólo sabia que había organizado las primeras insurrecciones en Finlandia; un camarada, con la mano extendida por encima de la mesa, mientras pronunciaba su propio nombre: Vologuin. Parecía grueso, más bien como una mujer madura que como un hombre; ¿se debía aquello a la finura de facciones, a la vez aguileñas y mofletudas, ligeramente levantinas a pesar de tener la tez muy clara, o a los largos mechones casi grises, cortos para estar echados hacia atrás, y que caían sobre sus mejillas como crenchas tiesas?

– Erramos el camino en Shanghai -dijo Kyo.

Su frase le sorprendió: su pensamiento iba más rápido que él. Sin embargo, decía lo que hubiera querido decir: si Han-Kow no podía suministrar el socorro que las secciones esperaban, entregar las armas era un suicidio.

Vologuin se hundió las manos en las mangas caqui de su uniforme e inclinó la cabeza hacia adelante, arrellanado en su sillón.

– ¡Todavía!… -murmuró.

– En primer término, ¿qué pasa aquí?

– Continúa: ¿en qué erramos el camino de Shanghai?

– Pero, ¿por qué, por qué las manufacturas no trabajan?

– Espera. ¿Qué camaradas protestan?

– Los de los grupos de combate. Los terroristas.

– Los terroristas, al diablo. Los otros…

Miró a Kyo.

– ¿Qué es lo que quieren?

– Salir del Kuomintang. Organizar un Partido Comunista independiente. Entregar el poder a las uniones. Y, sobre todo, no entregar las armas. Eso, ante todo.

– Siempre la misma cosa.

Vologuin se levantó y miró por la ventana, hacia el río y las colinas, sin la menor expresión de pasión o de voluntad: una intensidad fija, semejante a la de un sonámbulo, prestaba vida sólo a aquel rostro inexpresivo. Era bajito, y su espalda, tan abultada como su vientre, casi le hacía aparecer jorobado.

– Voy a decirte. Suponte que hubiéramos salido del Kuomintang. ¿Qué hacemos?

– En primer término, una milicia para cada unión de trabajo, para cada sindicato.

– ¿Con qué armas? Aquí el arsenal está en las manos de los generales. Chiang Kaishek tiene ahora el de Shanghai. Y nosotros estamos separados de la Mongolia: no tenemos, pues, armas rusas.

– En Shanghai, las hemos cogido del arsenal.

– Con el ejército revolucionario detrás de vosotros. No delante. ¿A quiénes armaríamos aquí? A diez mil obreros, quizá. Además del núcleo comunista del «ejército de hierro». ¡Diez balas para cada uno! Contra ellos, más de 75 000 hombres solamente aquí. Sin hablar, en fin… de Chiang Kaishek ni de los demás. Demasiado afortunados para hacer alianzas contra nosotros, ante la primera medida realmente comunista. ¿Y con qué abasteceríamos nuestras tropas?

– ¿Y las fundiciones? ¿Y las manufacturas?

– Las materias primas no llegan ya.

Inmóvil, con el perfil perdido entre las greñas, frente a la ventana, ante la noche que ascendía, Vologuin continuaba:

– Han-Kow no es la capital de los trabajadores; es la capital de los obreros sin trabajo. No tenemos armas, y quizá sea esto lo mejor. Hay momentos en que pienso: si los armásemos, dispararían sobre nosotros. Y, sin embargo, están todos los que trabajan quince horas al día sin presentar reivindicaciones, porque «nuestra revolución está amenazada…»

Kyo naufragaba, como el que se sumerge en un sueño cada vez más profundo.

– El poder no es nuestro -continuaba Vologuin-; es de los generales del «Kuomintang de izquierda», como ellos dicen. No aceptarían ya a los soviets, como no los acepta Chiang Kaishek. Eso es seguro. Podemos servirnos de ellos y nada más. Prestándoles mucha atención.

Si Han-Kow fuese sólo un escenario ensangrentado… Kyo no se atrevería a llevar más lejos su pensamiento: «Es preciso que vea a Possoz, cuando salga», se decía. Era el único camarada de Han-Kow en quien tenía confianza. «Es preciso que vea a Possoz…»

– No abras la boca con ese gesto, así… atontado -dijo Vologuin-. Si la gente cree que Han-Kow es comunista, tanto mejor. Eso hace honor a nuestra propaganda. Pero no es una razón para que sea verdad.

– ¿Cuáles son las instrucciones actuales?

– Reforzar el núcleo comunista del ejército de hierro. No podemos ayudar a un platillo de la balanza en contra del otro. No constituimos una fuerza por nosotros mismos. Los generales que combaten aquí con nosotros odian tanto a los soviets y al comunismo como Chiang Kaishek. Lo sé y lo veo, en fin… todos los días. Toda contraseña comunista los lanzará contra nosotros. Y, sin duda, los conducirá a una alianza con Chiang. La única cosa que podríamos hacer es derribar a Chiang sirviéndonos de ellos. Luego, a Fen-Yu-Shiang, de la misma manera, si fuese preciso. Como hemos derribado, en fin, a los generales a quienes hemos combatido hasta ahora, sirviéndonos de Chiang. Porque la propaganda nos proporciona tantos hombres como la victoria les reporta a ellos. Ascenderemos al par que ellos. Por eso, lo esencial es ganar tiempo. La Revolución no puede mantenerse, en fin, bajo su forma democrática. Por su naturaleza misma, debe hacerse socialista. Hay que dejarla obrar. Se trata de hacerla parir. Y no de hacerla abortar.

– Sí; pero, en el marxismo, existe el sentido de una fatalidad y la exaltación de una voluntad. Cada vez que la fatalidad pasa por delante de la voluntad, desconfío.

– Una contraseña puramente comunista, hoy, conduciría a la unión, en fin, inmediata de todos los generales contra nosotros: 200 000 hombres contra 20 000. Por eso, tenéis que arreglaros en Shanghai con Chiang Kaishek. Si no hay otro medio, entregad las armas.

– Para eso, no merecía la pena intentar la Revolución de octubre. ¿Cuántos eran los bolcheviques?

– La contraseña de «la paz» nos facilitó las masas.

– Hay otras contraseñas.

– Prematuras. ¿Y cuáles?

– Supresión total, inmediata, de los arrendamientos y de los créditos. La revolución campesina, sin combinaciones ni reticencias.

Los seis días que había empleado en remontar el río habían confirmado a Kyo en su pensamiento: en aquellas ciudades de arcilla, fijas sobre los confluentes desde milenios, los pobres seguirían tan bien al campesino como al obrero.

– El campesino sigue siempre -dijo Vologuin- o al obrero, o al burgués. Pero sigue.

– No; un movimiento campesino no dura más que aferrándose a las ciudades, y está visto que los campesinos solos no pueden hacer más que una sublevación popular. Pero no se trata de separarlos del proletariado: la supresión de los créditos es una contraseña de combate, la única que puede movilizar a los campesinos.

– En una palabra: el reparto de tierras -dijo Vologuin.

– Más concretamente: muchos campesinos muy pobres son propietarios, pero trabajan para el usurero. Todos lo saben. Por otra parte, es preciso, en Shanghai, atraerse lo más pronto posible los guardias de las uniones obreras. No dejarlos desarmar bajo ningún pretexto. Crear nuestra fuerza frente a la de Chiang Kaishek.

– En cuanto esa contraseña sea conocida, quedamos aplastados.

– Entonces lo seremos de todas maneras. Las contraseñas comunistas siguen su camino, incluso cuando las abandonamos. Bastan unos discursos para que los campesinos deseen las tierras, y no bastarán unos discursos para que no las deseen. O debemos aceptar el participar en la represión con las tropas de Chiang Kaishek, ¿no te parece?, y comprometernos definitivamente, o deberán aplastarnos, quieran o no.

– Todo el mundo en Moscú está de acuerdo en que será preciso romper, al fin. Pero no tan pronto.

– Entonces, si, ante todo, se trata de ser astutos, no hay que entregar las armas. Entregarlas es entregar a los compañeros.

– Si siguen las instrucciones, Chiang no se moverá.

– Que las sigan o no, eso no cambiará nada. El Comité, Katow y yo mismo hemos organizado la guardia obrera. Si pretendéis disolverla, todo el proletariado de Shanghai creerá en la traición.

– Entonces, dejadla desarmar.

– Las Uniones obreras se organizan en todas partes por sí mismas, en los barrios pobres. ¿Vais a suprimir los sindicatos en nombre de la Internacional?

Vologuin había vuelto a la ventana. Inclinó sobre el pecho la cabeza, que se rodeó de un doble mentón. Venía la noche, llena de estrellas, todavía pálidas.

– Romper, supone una derrota segura. Moscú no tolerará que salgamos del Kuomintang ahora. Y el Partido comunista chino es más favorable aún a la espera que Moscú.

– Solamente arriba: abajo, los camaradas no entregarán todas las armas, aunque se lo ordenemos. Nos sacrificaríais sin dar la tranquilidad a Chiang Kaishek. Borodin puede decirlo en Moscú.

– Moscú lo sabe: la orden de entregar las armas fue dada anteayer.

Estupefacto, Kyo no respondió, al pronto.

– ¿Y las secciones, las han entregado?

– La mitad, apenas…

La antevíspera, mientras reflexionaba o dormía en el barco… Él sabía, también, que Moscú mantendría su norma de conducta. La conciencia de la situación dio, de pronto, un confuso valor al proyecto de Chen.

Otra cosa (quizá la misma): Chen-Ta-Eul, de Shanghai, quiere ejecutar a Chiang.

– ¡Ah! ¡Es para eso!

– ¿El qué?

– Me ha mandado unas palabras, diciéndome que quería verme cuando tú estuvieses de vuelta.

Tomó un mensaje de encima de la mesa. Kyo no había reparado aún en sus manos eclesiásticas.

«¿Por qué no le ha hecho subir en seguida?», se preguntó.

– … Cuestión grave… -Vologuin leía el mensaje-. Todos dicen: cuestión grave…

– ¿Está aquí?

– ¿No tenía que venir? Todos hacen lo mismo. Casi siempre terminan por cambiar de opinión. Está aquí, en fin, desde hace dos o tres horas: tu barco se ha detenido mucho.

Telefoneó que se hiciese venir a Chen. No gustaba mantener entrevistas con los terroristas, a quienes consideraba limitados, orgullosos y desprovistos de sentido político.

– Peor marchaba lo de Leningrado -dijo- cuando Yudenich se hallaba ante la ciudad, y hubo modo de zafarse, sin embargo…

Chen entró, también de tricota; pasó por delante de Kyo, se sentó enfrente de Vologuin. Sólo el ruido de la imprenta llenaba el silencio. En la gran ventana, perpendicular a la mesa de despacho, la noche, a la sazón completa, separaba a los dos hombres, de perfil. Chen, con los codos sobre la mesa, el mentón entre las manos, tenaz, tenso, no se movía. «La extrema densidad de un hombre adquiere algo de inhumano -pensó Kyo, contemplándole-. ¿Es porque nos sentimos fácilmente en contacto por nuestras debilidades?…» Pasada la sorpresa consideraba inevitable que Chen estuviese allí; que hubiese ido él mismo a afirmar (porque no pensaba que discutiría) su decisión. Al otro lado de la noche, acribillada de estrellas, Vologuin, en pie, con los mechones sobre el rostro, las manos abultadas cruzadas sobre el pecho, esperaba también.

– ¿Te lo ha dicho? -preguntó Chen, indicando a Kyo con la cabeza.

– Ya sabes lo que piensa la Internacional de los actos terroristas -respondió Vologuin-. En fin, no voy a pronunciarte un discurso a este respecto.

– El caso presente es particular. Sólo Chiang Kaishek es lo bastante popular y lo bastante fuerte para mantener a la burguesía unida contra nosotros. ¿Os oponéis a esta ejecución? ¿Sí o no?

Estaba siempre inmóvil, acodado sobre la mesa, con el mentón entre las manos. Kyo sabía que la discusión no tenía valor esencial para Chen aunque se hubiera producido. Sólo la destrucción le ponía de acuerdo consigo mismo.

– La Internacional no va a aprobar ese proyecto. -Vologuin hablaba con una entonación de evidencia-. Sin embargo, desde tu mismo punto de vista… -Chen continuaba sin moverse-… El momento, en fin, ¿está bien elegido?

– ¿Preferís esperar a que Chiang haya hecho asesinar a los nuestros?

– Expedirá decretos, nada más. Su hijo está en Moscú; no lo olvides. Los oficiales rusos de Gallen, en fin, no han podido abandonar a su estado mayor. Serán torturados, si él es muerto. Ni Gallen ni el estado mayor rojo lo admitirán…

«Así pues, la cuestión se ha discutido aquí mismo», pensó Kyo. En aquella discusión encontraba no sabía qué de vano, de vacío, que le turbaba: encontraba singularmente más firme a Vologuin cuando ordenaba que se entregasen las armas que cuando hablaba de la muerte de Chiang Kaishek.

– Si los oficiales rusos son torturados -dijo Chen-, lo serán. Yo también lo seré. Eso no tiene interés alguno. Unos millones de chinos valen por cierto más que quince oficiales rusos. Bueno. Y Chiang abandonará a su hijo.

– ¿Qué sabes tú de eso?

– ¿Y tú? Y, sin duda, ni siquiera os atreveríais a matarlo.

– Sin duda, quiere a su hijo menos que a sí mismo -dijo Kyo-. Y si no intenta aniquilarnos, está perdido. Si no contiene la acción campesina, sus propios oficiales le abandonarán. Temo, pues, que no abandone al muchacho, después de las promesas de los cónsules europeos y de otras zarandajas. Y toda la pequeña burguesía a la que tú quieres conquistar, Vologuin, le seguirá, al día siguiente a aquel en que nos tenga desarmados: se pondrá de parte de la fuerza. Lo conozco.

– Evidentemente, no. No tiene más que Shanghai.

– Dices que os morís de hambre. Perdido Shanghai, ¿quién nos abastecerá? Fen-Yu-Shiang os ha separado de la Mongolia, y os traicionará, si somos aniquilados. Así pues, nada por el Yang-Tsé y nada de Rusia. ¿Creéis que los campesinos, a quienes habéis prometido el programa del Kuomintang (25 % de reducción en el arriendo, ¡sin bromas, pero sin bromas!), se morirán de hambre por mantener el ejército rojo? Os pondréis en las manos del Kuomintang, más aún de lo que estáis. Intentar ahora la lucha contra Chiang, con verdaderas contraseñas revolucionarias, apoyándose en los campesinos el proletariado de Shanghai, es aventurado, pero no imposible: la primera división es comunista casi por completo, comenzando por su general, y combatirá con nosotros. Y tú dices que hemos conservado la mitad de las armas. No intentarlo es aguardar con tranquilidad nuestro degüello.

»El Kuomintang está ahí. Nosotros no lo hemos hecho. Ahí está, Y más fuerte que nosotros provisionalmente. Podemos conquistarlo por la base, introduciendo en él todos los elementos comunistas de que disponemos. Sus miembros son, en una inmensa mayoría, extremistas.

– Tú sabes, tan bien como yo, que el número no supone nada, en una democracia, contra el organismo dirigente.

– Demostremos que el Kuomintang puede ser empleado, empleándolo. No discutiendo. No hemos dejado de emplearlo, desde hace dos años. Todos los meses; todos los días.

– Mientras, habéis aceptado sus fines; ni una sola vez, cuando se trató de que él aceptase los vuestros. Le habéis conducido a aceptar los presentes por conseguir los cuales ardía en deseos: oficiales, voluntarios, dinero, propaganda. Los soviets de soldados, las uniones campesinas, ya es otra cosa.

¿Y la exclusión de los elementos anticomunistas? Chiang Kaishek no poseía Shanghai.

– Antes de un mes, habremos obtenido del Comité Central del Kuomintang que sea puesto fuera de la ley.

– Cuando nos haya aniquilado. ¿Qué mierda les puede importar a esos generales del Comité Central que se mate o no a los militantes comunistas? ¡Otro tanto habrán ganado! ¿Es que crees, verdaderamente, que la obsesión de las fatalidades económicas impidan al Partido comunista chino, y quizá a Moscú, ver la necesidad elemental que tenemos delante de nuestras narices?

– Es cuestión de oportunismo.

– ¡Claro! En tu opinión, Lenin no debía considerar el reparto de tierras como consigna (figuraba, por otra parte, en el programa de los socialistas revolucionarios, que no ha tenido inconveniente en aplicarla, mucho más que en el de los bolcheviques). El reparto de tierras suponía la constitución de la pequeña propiedad; hubiera debido, pues, hacerse, no el reparto, sino la colectivización inmediata, los sovkhozes. Como triunfo, sabéis ver que fue a causa de la táctica. ¡Tampoco se trata, para nosotros, más que de la táctica! Estáis perdiendo la confianza de las masas…

– ¿Te imaginas que Lenin la conservó de febrero a octubre?

– La perdió por instantes. Pero siempre conservó su sentido. Vosotros, vuestras consignas van contra la corriente. No se trata de un broche, sino de direcciones que irán siempre alejándose, cada vez más. Para obrar sobre las masas como vosotros pretendéis hacerlo, sería preciso estar en el poder. Y no es precisamente ése el caso.

– No se trata de nada de eso -dijo Chen.

Se levantó.

– No detendréis la acción campesina -prosiguió Kyo-. Ahora, nosotros, los comunistas, damos instrucciones a las masas que no pueden considerar más que como traiciones. ¿Creéis que comprenderán vuestras consignas de espera?

– Hasta si fuera yo un coolie del puerto de Shanghai, pensaría que la obediencia al partido es la única actitud lógica, en fin, de un militante comunista. Y que todas las armas deben ser entregadas.

Chen se levantó.

– No es por obediencia por lo que se hace matar. Ni que se mata. Salvo a los cobardes.

Vologuin se encogió de hombros.

– No hay que considerar el asesinato, en fin, como la vía principal de la verdad política. Chen salía.

– Propondré, en la primera reunión del Comité Central, el reparto inmediato de tierras -dijo Kyo, tendiendo la mano a Vologuin-, la destrucción de los créditos.

– El Comité no los votará -respondió Vologuin, sonriendo por primera vez.

Chen, abultada sombra sobre la acera, esperaba. Kyo se unió a él, después de haber obtenido la dirección de su amigo Possoz: estaba encargado de la dirección del puerto.

– Escucha… -dijo Chen.

Transmitido por tierra, el estremecimiento de las máquinas de imprenta, regulado, dominado, como el del motor de un navío, los penetraba, de los pies a la cabeza; en la ciudad adormecida, la delegación velaba, con todas sus ventanas iluminadas por las que atravesaban unos bustos negros. Caminaron, con sus dos sombras semejantes delante de ellos: el mismo tamaño y el mismo efecto del cuello de la tricota. Los paillottes que se divisaban en la perspectiva de las calles, con sus siluetas de purgatorio, se perdían en el fondo de la noche calma y casi solemne, en el olor a pescado y a grasas quemadas: Kyo no podía sustraerse a aquella conmoción de las máquinas, transmitida a sus músculos por el suelo -como si aquella máquina de fabricar la verdad hubiese reunido en él las vacilaciones y las afirmaciones de Vologuin-. Mientras subían por el río, no había cesado de experimentar cuan débil era su información, cuan difícil le era fundar su acción, si ya no se sometía a obedecer, pura y simplemente, las instrucciones de la Internacional. Pero la Internacional se equivocaba. Ganar tiempo, ya no era posible. La propaganda comunista había anegado las masas, como una inundación, porque era suya. Cualquiera que fuese la prudencia de Moscú, ya no se detendría; Chiang lo sabía, y ahora debía aniquilar a los comunistas. Allí estaba la única certidumbre. Acaso la Revolución hubiera podido ser conducida de otro modo; pero ya era demasiado tarde. Los campesinos comunistas tomarían las tierras; los obreros comunistas exigirían otro régimen de trabajo; los soldados comunistas no combatirían ya sino sabiendo por qué, quisiese o no quisiese Moscú. Moscú y las capitales de Occidente enemigas podrían organizar, allá en la noche, sus pasiones opuestas e intentar la creación de un mundo. La Revolución había llevado a término su preñez: ahora era preciso que diese a luz o muriese. Al mismo tiempo que le aproximaba a Chen la camaradería nocturna, una gran dependencia penetraba a Kyo: la angustia de no ser más que un hombre, de no ser más que él mismo; se acordó de los musulmanes chinos, a quienes había visto, en noches semejantes, prosternados en las estepas de espliego quemado, aullar esos cantos que desgarran desde hace miles de años al hombre que sufre y sabe que morirá. ¿Qué había ido a hacer en Han-Kow? A poner a la Internacional al corriente de la situación de Shanghai. La Internacional estaba tan resuelta como él había llegado a estarlo. Lo que había oído era, más bien que los argumentos de Vologuin, el silencio de las máquinas, la angustia de la ciudad que moría, abrumada de gloria revolucionaria, si bien no por eso moría menos. Se podía legar aquel cadáver a la próxima oleada insurreccional, en lugar de dejar que se licuase en la astucia. Sin duda, todos estaban condenados: lo esencial era que no fuese en vano. Estaba seguro de que también Chen se unía en aquel instante a él con amistad de prisionero.

– No saber… -dijo éste-. Se trata de matar a Chiang Kaishek, ya lo sé. A ese Vologuin, le da lo mismo; pero él, en lugar de representar al crimen, representa a la obediencia. Cuando se vive como nosotros, es preciso tener certidumbre. Creo que, para él, aplicar las órdenes es seguro, como para mí lo es matar. Es preciso que algo sea seguro. Es preciso.

Calló.

– ¿Sueñas mucho? -continuó.

– No. O, por lo menos, no me acuerdo de los sueños.

– Yo sueño casi todas las noches. Hay también distracción, hay el ensueño. Cuando me dejo llevar de él, veo, a veces, la sombra de un gato, en el suelo: más terrible que cualquier cosa verdadera. Pero no hay nada peor que los sueños.

– ¿Que cualquier cosa verdadera?…

No tengo facha de sentir remordimiento. En el crimen, lo difícil no es matar. Es no decaer. Ser más fuerte que… lo que pasa en uno, durante ese momento.

¿Amargura? Imposible juzgar por el tono de voz, y Kyo no veía su semblante. En la soledad de la calle, el estruendo ahogado de un auto lejano se perdió con el viento, cuya recaída abandonó entre los olores alcanforados de la noche el perfume de los vegetales.

– … Si no hubiese más que eso… No. Es peor. Bestias.

Chen repitió:

– Bestias. Pulpos, sobre todo. Y me acuerdo siempre.

Kyo, a pesar de los grandes espacios de la noche, se sintió junto a él como si se encontrara en una habitación cerrada.

– ¿Hace mucho tiempo que dura eso?

– Mucho. Tan lejano está como puede alcanzar mi imaginación. Desde hace algún tiempo, es menos frecuente. Y no me acuerdo más que de… esas cosas. Detesto el recordar, en general. Y no recuerdo: mi vida no está en el pasado; está delante de mí.

Silencio.

– … Lo único que me da miedo -miedo- es dormirme. Y me duermo todos los días.

Dieron las diez. Alguna gente disputaba, con los breves chillidos chinos, en el fondo de la noche.

– … O volverme loco. Esos pulpos, de día y de noche, durante toda una vida… Y no se les mata nunca, cuando se está loco, al parecer… Nunca.

– ¿El matar cambia tus sueños?

– Ya no sé. Te lo diré después… de Chiang.

Kyo había admitido, de una vez para siempre, que se jugaba su propia vida, y vivía entre hombres conscientes de que la suya estaba todos los días amenazada: el valor no le asombraba. Pero era aquélla la primera vez que encontraba la fascinación de la muerte, en aquel amigo apenas visible que hablaba con voz distraída -como si sus palabras hubiesen sido suscitadas por la misma fuerza de la noche que su propia angustia, por la intimidad todopoderosa de la ansiedad, del silencio y del cansancio… Sin embargo, su voz acababa de cambiar.

– ¿Piensas en ello… con inquietud?

– No. Con…

Vaciló.

– Busco una palabra que sea más fuerte que gozo. No la hay. Una especie de… ¿cómo diríamos?… de… no sé. No hay más que una cosa que sea aún más profunda. Más lejos del hombre y más cerca de… ¿Conoces el opio?

Apenas.

– Entonces, mal puedo explicártelo. Más cerca de lo que vosotros llamáis… éxtasis. Sí, un éxtasis, pero espeso. Profundo. No ligero. Un éxtasis hacia… hacia abajo.

– ¿Y es una idea lo que te da eso?

– Sí: mi propia muerte.

Siempre aquella voz distraída. «Se matará», pensó Kyo. Había escuchado bastante a su padre para saber que el que busca tan ásperamente lo absoluto no lo encuentra más que en la sensación. Sed de absoluto, sed de inmortalidad, por consiguiente, miedo a morir. Chen debiera haber sido cobarde; pero comprendía, como todo místico, que su absoluto no podía ser apresado más que en el instante. De ahí, sin duda, su desdén hacia todo lo que no tendiese al instante que le uniese a sí mismo en una posición vertiginosa. De aquella forma humana, que Kyo no veía siquiera, emanaba una fuerza ciega que la dominaba, la informe materia de que se hace la fatalidad. Aquel camarada, entonces silencioso, perdido en sus familiares visiones de espanto, tenía algo de loco, pero también algo de sagrado -lo que siempre tiene de sagrado la presencia de lo inhumano-. Quizá no matase a Chiang sino para matarse a sí mismo. Procurando volver a ver en la oscuridad aquel semblante agudo de bondadosos labios, Kyo sentía temblar en sí mismo la angustia primordial, la que lanzaba a Chen, a la vez, hacia los pulpos del sueño y hacia la muerte.

– Mi padre cree -dijo, lentamente, Kyo- que el fondo del hombre es la angustia, la conciencia de su propia fatalidad, de donde nacen todos los temores, incluso el de la muerte.. pero que el opio emancipa de eso, y que ése es su sentido.

– Siempre encuentra uno el espanto en sí mismo. Basta con buscarlo lo suficientemente profundo: afortunadamente, se puede obrar; si Moscú me aprueba, me da igual. Si Moscú me desaprueba, lo más sencillo es no saberlo. ¿Quieres quedarte?

– Quiero, ante todo, ver a Possoz. Y tú no podrás marcharte: no tienes refrendo.

– Me iré. Seguramente.

– ¿Cómo?

– No sé. Pero me iré. Estoy seguro. Era preciso que matase a Tan-Yen-Ta, y ahora es preciso que me vaya. Seguramente, me iré.

En efecto: Kyo sentía que la voluntad de Chen desempeñaba un papel en los acontecimientos. Si el destino vivía en alguna parte, era allí, aquella noche, a su lado.

– ¿Consideras importante ser tú quien organice el atentado contra Chiang?

No… Y, sin embargo, no quisiera dejar que lo hiciese otro…

– ¿Porque no tendrías confianza?

– Porque no me gusta que las mujeres a quienes amo sean besadas por los demás.

La frase hizo brotar en Kyo todo el sufrimiento que había olvidado: se sintió, de pronto, separado de Chen. Habían llegado al río. Chen cortó la cuerda de una de las canoas amarradas, y abandonó la orilla. Kyo no le veía ya; pero oía el chapoteo de los remos, que dominaba, a intervalos regulares, la ligera resaca del agua contra las márgenes. Conocía a los terroristas. No se planteaban problemas. Formaban parte de un grupo: insectos matadores, vivían de su unión en una estrecha colectividad trágica. Pero, Chen… Continuando su pensamiento, sin cambiar de paso, Kyo caminaba en dirección al puerto. «Su barca será detenida a la salida…» Llegó hasta unos grandes edificios guardados por el ejército, casi vacíos en comparación con el de la Internacional. En los corredores, los soldados dormían o jugaban a les trente-six bêtes. Encontró sin trabajo a su amigo. Buena cabeza en forma de manzana, llena de granos, con bigotes grises a lo galo -con traje caqui de paisano-, Possoz era un antiguo obrero anarco-sindicalista de Chaux-de-Fonds, que había ido a Rusia después de la guerra y se había hecho bolchevique. Kyo le había conocido en Pekín y tenía confianza en él. Se estrecharon tranquilamente la mano: en Han-Kow, ya de regreso, era el más normal de los visitantes.

– Los descargadores están ahí -decía un soldado.

– Hazlos venir.

El soldado salió. Possoz se volvió hacia Kyo.

– Ya ves que no me preocupo de nada, muchacho. Se ha previsto la dirección del puerto para trescientos barcos, y no hay ni diez…

El puerto dormía, bajo las ventanas abiertas; no se oían las sirenas; nada más que la constante resaca del agua contra las orillas y las estacas. Un gran resplandor pálido pasó sobre las paredes de la habitación: los faros de las cañoneras lejanas acababan de barrer aquella parte del río. Ruido de pasos.

Possoz sacó su revólver de la funda y lo puso sobre la mesa.

– Han atacado a la guardia roja con unas barras de hierro -dijo Kyo.

– La guardia roja está armada.

– El peligro no estaba en que mataran a los guardias, muchacho, sino en que los guardias se pasasen a su bando.

Volvió la luz del faro, reflejó en el muro blanco del fondo sus sombras enormes, y volvió a la noche, en el instante mismo en que los descargadores entraban: cuatro, cinco, seis, siete. Con el traje azul del trabajo, uno con el torso desnudo. Maniatados. Unos semblantes diferentes, poco visibles en la sombra; pero, en común, un magnífico odio. Con ellos, dos guardias chinos, con pistolas Nagan al costado. Los descargadores permanecían aglutinados, en enjambre. Odio; pero también miedo.

– Los guardias rojos son obreros -dijo Possoz en chino.

Silencio.

– Si son guardias, es para la Revolución, no para ellos.

– Y para comer -dijo uno de los descargadores.

– Justo es que tengan sus raciones los que combaten. ¿Qué queréis hacer con ellas? ¿Jugároslas a les trente-six bêtes?

– Dárnoslas a todos.

– Ya no hay más que para algunos. El gobierno está decidido a emplear la mayor indulgencia con los proletarios, incluso cuando se equivocan. Si en todas partes se mata a la guardia roja, los generales y los extranjeros volverán a ocupar el poder, como antes, y ya sabéis bien lo que es eso. ¿Qué? ¿Es que es eso lo que queréis?

– Antes, se comía.

– No -dijo Kyo a los obreros-, antes no se comía. Lo sé, he sido docker. Y es preferible morir, siempre que sea para convertirse en hombres.

Lo blanco de todos aquellos ojos, donde se reflejaba la débil luz, se agrandó imperceptiblemente; trataban de ver mejor a aquel tipo de aspecto japonés, con tricota, que hablaba con el acento de las provincias del Norte y que pretendía y se jactaba de haber sido coolie.

Promesas -respondió uno de ellos, a media voz.

– Sí -dijo otro-. Sobre todo, tenemos derecho a declaramos en huelga y a morirnos de hambre. Mi hermano está en el ejército. ¿Por qué se ha echado de su división a los que han pedido la formación de las uniones de soldados?

El tono de voz subía.

– ¿Creéis que la Revolución rusa se hizo en un solo día? -preguntó Possoz.

– Los rusos han hecho lo que han querido.

Inútil discutir: sólo se trataba de saber cuál era la profundidad de la sublevación.

– El ataque a la guardia roja es un acto contrarrevolucionario, punible con la pena de muerte. Ya lo sabéis.

Una pausa.

– Si se os dejase en libertad, ¿qué haríais?

Se miraron unos a otros. La sombra no permitía ver la expresión de los semblantes. A pesar de las pistolas y de las esposas, Kyo presentía que se aproximaba la atmósfera de la porfía china, que con tanta frecuencia había encontrado en la Revolución.

– ¿Con trabajo? -preguntó uno de los prisioneros.

– Cuando lo haya.

– Entonces, entretanto, si la guardia roja nos impide que comamos, atacaremos a la guardia roja. Yo no había comido, desde hacía tres días, absolutamente nada.

– ¿Es verdad que se come en la cárcel? -preguntó uno de los que no habían dicho nada.

– Ya lo verás.

Possoz llamó, sin añadir nada, y los milicianos se llevaron a los detenidos.

– Es estúpido -pronunció, en francés esta vez-; comienzan a creer que en la cárcel se los alimenta con peritas en dulce.

– ¿Por qué no has insistido más en tratar de convencerlos, puesto que los habías hecho subir?

Possoz se encogió de hombros abrumado.

– Muchacho, los he hecho subir porque siempre espero que me digan alguna otra cosa. Y, sin embargo, están los otros, los mozos que trabajan quince y dieciséis horas al día, sin presentar una sola reivindicación, y que lo harán hasta que estemos tranquilos, comme que comme.

La expresión suiza sorprendió a Kyo. Possoz sonrió, y sus dientes, como los ojos de los descargadores antes, brillaron en la luz turbia, bajo la línea confusa del bigote.

– Tienes la suerte de haber conservado unos dientes como ésos, con la vida que se hace en campaña.

– No, muchacho, ni mucho menos: no es más que un aparato que me pusieron en Chang-Cha. Los dentistas no parecen haber sido perjudicados por la Revolución. ¿Y tú? ¿Eres delegado? ¿Qué es lo que haces aquí?

Kyo se lo explicó, sin hablar de Chen. Possoz le escuchaba, cada vez más inquieto.

– Todo eso, muchacho, es muy posible, y, además, es una lástima. He trabajado en los relojes durante quince años: sé lo que es eso de los engranajes, que dependen unos de otros. Si no se tiene confianza en la Internacional, no hay para qué ser del Partido.

– La mitad de la Internacional opina que debemos crear los soviets.

– Hay una línea general que nos dirige; es preciso seguir.

– ¡Y entregar las armas! Una línea de conducta que nos obliga a disparar sobre el proletariado es, necesariamente, mala. Cuando los campesinos se apoderan de las tierras, los generales tratan ahora de comprometer algunas tropas comunistas en la represión. ¿Sí o no? ¿Aceptarías tú el disparar contra los campesinos?

– Muchacho, eso no es perfecto: dispararía al aire, y es probable que sea eso lo que hagan los compañeros. Preferiría que eso no ocurriera. Pero la cosa no es primordial.

– Comprendo, querido: es como si yo viese a un individuo que te estuviese apuntando, y mientras se discutiese el peligro de las balas de revólver… Chiang Kaishek no puede hacer otra cosa que asesinarnos. Y pasará, después, como con los generales de aquí, nuestros «aliados». Y serán lógicos. Nos dejaremos asesinar todos, sin mantener siquiera la dignidad del Partido, al que llevamos todos los días al burdel, con un montón de generales, como si fuese ése su puesto…

– Si cada uno obra a su gusto, todo se va al diablo. Si la Internacional tiene éxito gritarán: ¡bravo!; y, sin embargo, no se tendría razón. Pero si le tiramos de las piernas, fracasará seguramente, y lo esencial es que triunfe… Y que se haya hecho a los comunistas que disparen sobre los campesinos, sé muy bien que se dice. Pero, ¿estás seguro de eso, lo que se llama verdaderamente seguro? No lo has visto por ti mismo, y, a pesar de todo (ya sé que no lo haces a propósito, pero sin embargo…), eso justifica tu teoría de creerlo…

– Que se pudiera decir entre nosotros bastaría. No es éste el momento de abrir informaciones que duren seis meses.

¿Para qué discutir? No era Possoz a quien Kyo quería convencer, sino a los de Shanghai; y, sin duda, ahora estaban ya convencidos, como lo había confirmado en su decisión por Han-Kow mismo, por la escena a la cual acababa de asistir. No tenía más que un deseo: marcharse.

Entró un suboficial chino, con todas las facciones alargadas y el cuerpo ligeramente encorvado hacia adelante, como los personajes de marfil que se adaptan a la curva de los colmillos.

– Se ha detenido a un hombre embarcado clandestinamente.

Kyo no respiraba.

– Pretende haber obtenido de usted autorización para abandonar Han-Kow. Es un comerciante.

Kyo recobró la respiración.

– Yo no he dado ninguna autorización -dijo Possoz-. Eso no me incumbe. Mándalo a la policía.

Los ricos detenidos reclamaban ante cualquier funcionario; a veces, iban a visitarle a solas y le ofrecían dinero. Era más prudente que dejarse fusilar sin tentar nada.

– ¡Espera!

Possoz sacó una lista de su carpeta y murmuró unos nombres.

– Eso es. Aquí está. Estaba señalado. ¡Que la policía se las entienda con él!

El suboficial salió. La lista -una hoja de cuaderno- continuaba sobre la carpeta. Kyo seguía pensando en Chen.

– Es la lista de las personas señaladas -dijo Possoz, al ver que la mirada de Kyo permanecía fija en el papel-. Los últimos son los denunciados por teléfono, antes de la salida de los barcos (cuando salen barcos…).

– ¿Puedo verla?

Possoz se la alargó. Catorce nombres. Chen no estaba inscrito. Era imposible que Vologuin no hubiera comprendido que intentaría abandonar Han-Kow cuanto antes. Y, aun así, avisar su salida como posible hubiera constituido una simple prudencia. «La Internacional no quiere cargar con la responsabilidad de hacer matar a Chiang Kaishek -pensó Kyo-; pero quizá acepte sin desesperación que esa desgracia se produzca… Por eso las respuestas de Vologuin parecían tan inseguras…» Devolvió la lista.

– Me iré -había dicho Chen. Era fácil de explicar aquella partida; la explicación no bastaba. La llegada imprevista de Chen; las reticencias de Vologuin; la lista… Kyo comprendía todo aquello, pero cada uno de los gestos de Chen le acercaba de nuevo al crimen, y las cosas mismas parecían arrastradas por su destino. Unas luciérnagas zumbaban alrededor de la lamparilla. «Quizá Chen sea una luciérnaga que segrega su propia luz, en la cual se va a destruir… Tal vez el hombre mismo…» ¿No se verá nunca sino la fatalidad de los demás? Él mismo, ¿no quería ahora, como una luciérnaga, volver a Shanghai cuanto antes y mantener las secciones a toda costa? Volvió el oficial, lo que le permitió abandonar a Possoz.

Tornó a encontrar la paz nocturna. Ni una sirena; sólo el ruido del agua. A lo largo de las orillas, junto a los reverberos, crepitantes de insectos, los coolies dormían en actitudes de pestíferos. Aquí y allá, sobre las aceras, pequeños carteles rojos, redondos como las placas de los sumideros. Una sola palabra figuraba en ellos: Hambre. Como le había ocurrido poco antes con Chen, comprendió que aquella misma noche, en toda la China y a través del Oeste, hasta la mitad de Europa, unos hombres vacilaban como él, desgarrados por el mismo tormento entre su disciplina y la mortandad de los suyos. Aquellos descargadores que protestaban no comprendían. Pero, aun comprendiendo, ¿cómo elegir el sacrificio, allí, en aquella ciudad de la que el Occidente esperaba el destino de cuatrocientos millones de hombres y quizá el suyo, y que dormía a la orilla del río, con un sueño inquieto de hambriento; en la impotencia, en la miseria, en el odio?

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