«Esto marcha mal», pensó Ferral. Su auto -el único Voisin de Shanghai, pues el presidente de la Cámara de Comercio francesa no podía emplear un coche americano- corría a lo largo del muelle. A la derecha, bajo los estandartes verticales cubiertos de rótulos: «No más doce horas de trabajo al día.» «No más trabajo para los niños menores de ocho años», millares de obreros de las hilanderías estaban en pie, acurrucados sobre la acera, en un desorden completo. El auto pasó por delante de un grupo de mujeres, reunidas bajo un cartel en que se leía: «Derecho de asiento para las obreras.» Hasta el arsenal estaba vacío: los metalúrgicos se hallaban en huelga. A la izquierda millares de marineros en harapos azules, sin banderas, esperaban, acurrucados, a lo largo del río. La multitud de los manifestantes se perdía, por el lado del muelle, hasta el fondo de las calles perpendiculares; por la parte del río, se agarraba a los pontones y ocultaba el límite del agua. El coche abandonó el muelle y entró en la avenida de las Dos Repúblicas. Apenas avanzaba, empotrado, ahora, en el movimiento de la multitud china, que se volcaba de todas las calles hacia el refugio de la concesión francesa. Como un caballo de carrera adelanta a otro con la cabeza, el pescuezo, el pecho, la multitud «adelantaba» el auto lentamente, constantemente. Carretillas de una rueda, con cabezas de bebé que colgaban entre unos tazones; carretas de Pekín; pousse-pousse; caballitos peludos; coches de mano; camiones cargados con sesenta personas; colchones monstruosos, poblados de todo un mobiliario, erizados de patas de mesa; gigantes que protegían con sus brazos extendidos, de cuyo extremo pendía una jaula con un mirlo, a mujeres pequeñitas, con las espaldas cubiertas de niños… El chófer pudo, por fin, volver a introducirse en una de las calles, también llena de gente, pero donde el estruendo del claxon rechazaba a la multitud a algunos metros delante del auto. Llegó a los vastos edificios de la policía francesa. Ferral subió la escalera casi corriendo.
A pesar de sus cabellos echados hacia atrás, de su indumentaria chinesca, casi de sport, y de su camisa de seda gris, su semblante conservaba algo de 1900, de su juventud. Se sonreía de las gentes «que se disfrazan de capitanes de industria», lo que le permitía disfrazarse de diplomático: no había renunciado más que al monóculo. El bigote caído, casi gris, que parecía prolongar la línea abatida de la boca, daba al perfil una expresión de fina brutalidad; la fuerza estaba en cómo concordaban la nariz respingona y el mentón medio bolsudo, mal afeitado aquella mañana: los empleados de los servicios de distribución de agua estaban en huelga, y el agua calcárea, llevada por los coolies, disolvía mal el jabón. Desapareció en medio de los saludos.
En el fondo del despacho de Martial, director de policía, un indicador chino, hércules paternal, preguntaba:
– ¿Nada más, señor jefe?
– Trabaje también para desorganizar el sindicato -respondía Martial, vuelto de espaldas-. ¡Y hágame el favor de acabar con ese trabajo estúpido! Merecería usted que se le pusiese en la calle: ¡la mitad de sus hombres revientan de complicidad! Yo no le pago para mantener cuadrillas de revolucionarios que no se atreven a decir francamente que lo son: la policía no es una fábrica de facilitar coartadas. A todos los agentes que trafiquen con el Kuomintang, échelos usted a la calle, y que yo no tenga que volver a decírselo. ¡Y procure usted comprender, en lugar de mirarme como un idiota! ¡Si yo no conociera la psicología de mi gente mejor que usted la de la suya, estaríamos frescos!
– Señor…
– Arreglado. Entendido. Clasificado. Lárguese cuanto antes. Buenos días, señor Ferral.
Acababa de volverse: una carita militar de amplias facciones regulares e impersonales, menos significativas que sus hombros.
– Buenos días, Martial. ¿Qué hay?
– Para guardar la vía férrea, el gobierno se ve obligado a inmovilizar millares de hombres. No se puede hacer nada contra un país entero, ¿sabe?, a menos que se disponga de una policía como la nuestra. La única cosa con la cual el gobierno puede contar es con el tren blindado y con sus instructores blancos. Es una cosa seria.
– Una minoría soporta aún a una mayoría de imbéciles. En fin; bien está.
– Todo depende del frente. Aquí van a tratar de sublevarse. Y tal vez les cueste caro, porque apenas están armados.
Ferral no podía hacer más que escuchar y esperar, que era lo que más detestaba en el mundo. Las negociaciones entabladas por los jefes de los grupos anglosajones y japoneses, por él y por algunos consulados, con los intermediarios de que rebosan los grandes hoteles de las concesiones, continuaban sin conclusión. Aquella tarde, quizá…
En manos del ejército revolucionario Shanghai, sería preciso que el Kuomintang eligiese al fin entre la democracia y el comunismo. Las democracias tienen siempre buenos clientes. Y una sociedad puede obtener beneficios sin apoyarse en los tratados. Por el contrario, sovietizada la ciudad, el Consorcio Francoasiático -y con él todo el comercio francés de Shanghai- se derrumbaría; Ferral suponía que las potencias abandonarían a sus nacionales, como había hecho Inglaterra en Han-Kow. Su objeto inmediato consistía en que la ciudad no fuese tomada antes de la llegada del ejército; en que los comunistas no pudiesen hacer nada solos.
– ¿Cuántas tropas hay además del tren blindado?
– Dos mil hombres de policía y una brigada de infantería, señor Ferral.
– ¿Y de revolucionarios capaces de hacer otra cosa que no sea charlar?
– Armados, algunos centenares apenas… En cuanto a los demás, no creo que merezca la pena hablar de ellos. Como aquí no hay servicio militar, no saben servirse de un fusil: no lo olvide usted. Esos muchachos, en febrero, eran dos o tres mil, contando a los comunistas… Son, sin duda, un poco más numerosos ahora.
Pero, en febrero, el ejército del gobierno no estaba destruido.
– ¿Cuántos le seguirán? -continuó Martial-. Porque, vea usted, señor Ferral, que con eso no adelantamos mucho. Hay que conocer la psicología de los jefes… La de los hombres la conozco un poco. El chino, ya ve usted…
Algunas veces -pocas- Ferral miraba al director como lo hacía en aquel momento, lo que bastaba -para hacerle callar. Expresión menos de desprecio y de irritación que de juicio: Ferral no decía con su voz cortante y un poco mecánica: «¿Va a durar esto mucho tiempo?»; pero lo expresaba. No podía soportar que Martial atribuyese a su perspicacia los informes de sus indicadores.
Si Martial se hubiese atrevido a ello, él habría respondido: «¿Qué es lo que eso puede importarle?» Estaba dominado por Ferral, y sus relaciones con él habían sido establecidas mediante órdenes a las que no tenía más remedio que someterse; humanamente, incluso, lo consideraba más fuerte que él; pero no podía soportar aquella insolente indiferencia, aquella manera de reducirle al estado de máquina, de negárselo todo en cuanto pretendía hablar como un individuo, y no transmitirle los informes. Los parlamentarios en misión le habían hablado de la acción de Ferral, antes de su caída, en los Comités de la Cámara. Con cualidades que prestaban a sus discursos su claridad y su fuerza, hacía en las sesiones tal empleo de ellas, que sus colegas le detestaban más cada año: tenía un talento único para refutarles su existencia. Cuando un Jaurès o un Briand le conferían una vida personal de la que ellos estaban tan frecuentemente privados, le daban la ilusión de hacer llamada a cada uno de ellos, de querer convencerlos, de atraerlos a una complicidad en la que los hubiese reunido una común experiencia de la vida y de los hombres. Ferral levantaba toda una arquitectura de hechos y terminaba con: «Frente a tales condiciones, señores, sería, pues, de toda evidencia absurdo…» Obligaba o pagaba. Martial comprobaba que aquello no habría cambiado.
– ¿Y por la parte de Han-Kow? -preguntó Ferral.
– Hemos recibido informaciones esta noche. Allí hay 220 000 obreros sin trabajo, con los cuales se puede hacer un nuevo ejército rojo…
Desde hacía semanas las existencias de tres de las compañías que Ferral controlaba se pudrían al lado del suntuoso muelle: los coolies se negaban a realizar todo transporte.
– ¿Qué noticias hay acerca de las relaciones de los comunistas con Chiang Kaishek?
– Ahí está su último discurso -contestó Martial-. Yo apenas creo en los discursos, ¿sabe?
– Yo, sí. En éste, al menos. Poco importa.
El timbre del teléfono. Martial cogió el receptor.
– Es para usted, señor Ferral.
– ¿Quién es?… Sí.
– …
– Le tienden un lazo para desorientarle. Es hostil a la intervención; esta convencido. Sólo se trata de saber si es preferible atacarle como pederasta o afirmar que está pagado. Eso es todo.
– …
– Bien entendido que no es ni lo uno ni lo otro. Además, no me gusta que uno de mis colaboradores me crea capaz de atacar a un hombre a propósito de una tara sexual que realmente presentase. ¿Me toma usted por un moralista? Adiós.
Martial no se atrevía a preguntarle nada. Que Ferral no le pusiese al corriente de sus proyectos, no dijese lo que esperaba de sus conciliábulos con los miembros más activos de la cámara de comercio internacional y con los jefes de las grandes asociaciones de comerciantes chinos, le parecía a la vez insultante y frívolo. Sin embargo, si es vejatorio para un director de policía no saber lo que hace, lo es más aún perder el puesto. Ahora bien: Ferral, nacido en la República como en una reunión de familia, con la memoria repleta de los semblantes benevolentes de los antiguos señores que eran Renan, Berthelot y Victor Hugo; hijo de un gran jurisconsulto; catedrático, por oposición, de historia a los veintisiete años; director a los veintinueve, de la primera historia colectiva de Francia, diputado muy joven (servido por la época que había hecho a Poincaré y a Barthou ministros antes de los cuarenta años); presidente del Consorcio Francoasiático; Ferral, a pesar de su caída política, poseía en Shanghai una potencia y un prestigio por lo menos iguales a los del cónsul general de Francia, del cual era, además, amigo. El director, pues, era con él respetuoso y cordial. Le tendió el discurso.
He gastado 18 millones de piastras en todo, y he tomado seis provincias en cinco meses. Que los descontentos busquen, si quieren, otro general en jefe que gaste tan poco y haga tanto como yo…
– Con toda evidencia, la cuestión del dinero estaría resuelta mediante la toma de Shanghai -dijo Ferral-. Las aduanas le darían 7 millones de piastras al mes, casi lo que hace falta para cubrir el déficit del ejército.
– Sí, pero se dice que Moscú ha transmitido a los comisarios políticos la orden de que hagan batirse a sus tropas delante de Shanghai. La insurrección aquí podría entonces acabar mal…
– ¿Para qué esas órdenes?
– Para hacer derrotar a Chiang Kaishek, destruir su prestigio y sustituirle por un general comunista, a quien correspondería entonces el honor de la toma de Shanghai. Es casi seguro que la campaña contra Shanghai ha sido emprendida sin el asentimiento del Comité Central de Han-Kow.
Los mismos informadores afirman que el estado mayor rojo protesta contra ese sistema…
Ferral era interesado, aunque escéptico. Continuó la lectura del discurso:
Abandonado por gran número de sus miembros; muy incompleto, el Comité Central ejecutivo de Han-Kow entiende, sin embargo, que es la autoridad suprema del Partido Kuomintang… Sé que Sun-Yat-Sen ha admitido a los comunistas como auxiliares del Partido. No he hecho nada contra ellos, y con frecuencia he admirado sus bríos. Pero ahora, en lugar de contentarse con ser auxiliares, se las dan de maestros y pretenden gobernar el Partido con violencia e insolencia. Les advierto que me opondré a esas pretensiones exageradas, que sobrepasan cuanto fue estipulado al admitírseles…
Emplear a Chiang Kaishek resultaba posible. El gobierno presente no significaba nada, sino a causa de su fuerza (la perdía con la derrota de su ejército) y del miedo que los comunistas del ejército revolucionario inspiraban a la burguesía. Muy pocos hombres tenían interés en su mantenimiento. Detrás de Chiang estaba un ejército victorioso y toda la pequeña burguesía china.
– ¿Nada más? -preguntó en voz alta.
– Nada, señor Ferral.
– Gracias.
Bajó la escalera, se encontró a la mitad con una Minerva castaña en traje de sport, con una soberbia máscara inmóvil. Era una rusa del Cáucaso, que pasaba por ser la querida de Martial.
«Quisiera saber la cara que pones cuando gozas», pensó.
– Perdón, señora.
Siguió adelante, con una inclinación subió en su auto, que comenzó a hundirse entre la multitud, contra la corriente, esta vez. El claxon aullaba en vano, impotente contra la fuerza del éxodo, contra el bullir milenario que levantan ante si las invasiones. Modestos comerciantes, como balanzas, con los dos platillos al aire y los balancines enloquecidos, calesines y carretillas dignas de los emperadores de Tang, enfermos y jaulas. Ferral avanzaba contra todos los ojos a los que la angustia hacía mirar hacia adentro; si su vida agrietada debía derrumbarse que fuera en aquella baraúnda, entre aquellas desesperaciones despavoridas que llegaban a golpear los cristales de su auto. Como si, herido, hubiese meditado sobre el sentido de su vida, amenazado en sus empresas, meditaba sobre ellas, y sentía, además, en qué punto era vulnerable. Ni por pienso había elegido el combate; se había visto obligado a emprender sus negocios chinos para facilitar salidas nuevas a su producción de la Indochina. Jugaba aquí una partida de espera: apuntaba a Francia. Y ya no podía esperar mucho tiempo.
Su mayor debilidad procedía de la ausencia de Estado. El desarrollo de tan vastos negocios era inseparable de los gobiernos. Desde su juventud -todavía en el Parlamento había sido presidente de la Sociedad de Energía Eléctrica y de Aparatos, que fabricaba el material eléctrico del Estado francés; después había organizado la transformación del puerto de Buenos Aires-, siempre había trabajado para ellos. Integro, con esa integridad orgullosa que rechaza las comisiones y recibe los pedidos, había esperado de las colonias de Asia el dinero que necesitaba después de su caída; porque no quería jugar de nuevo, sino cambiar las reglas del juego. Apoyado en la situación personal de su hermano, superior a su función de director del Movimiento General de Fondos; habiendo permanecido a la cabeza de uno de los poderosos grupos financieros franceses, Ferral había hecho aceptar al Gobierno General de la Indochina -sus mismos adversarios no tenían inconveniente en suministrarle medios para que abandonase Francia- la ejecución de 400 millones de trabajos públicos. La República no podía rehusar al hermano de uno de sus más altos funcionarios la ejecución de aquel programa civilizador; éste fue excelente, y sorprendió en aquel país, donde hasta la combinación reina en unión de la indolencia. Ferral sabía obrar. Una buena acción nunca se pierde: el grupo pasó a la industrialización de la Indochina. Poco a poco, fueron apareciendo: dos establecimientos de crédito (financiero y agrícola); cuatro sociedades de cultura: heveas, culturas tropicales, algodonerías y azucareras, controlando la transformación inmediata de sus materias primas en productos manufacturados; tres sociedades mineras: carbón de hulla, fosfatos y minas de oro, y un anexo de «explotación de salinas»; cinco sociedades industriales: alumbrado y energía, electricidad, fábricas de vidrio, fábrica de papel e imprentas; tres sociedades de transportes: en caballería, de remolque y tranvías. En el centro, la sociedad de trabajos públicos, reina de aquel pueblo de esfuerzos, de rencor y de papel, madre o comadrona de casi todas aquellas sociedades hermanas, ocupadas en vivir mediante provechosos incestos, supo hacerse adjudicar la construcción del ferrocarril del Centro de Annam, cuyo trazado -¿quién lo hubiera creído?- atravesó la mayor parte de las concesiones del grupo Ferral. «Esto no iba mal», decía el vicepresidente del consejo de administración a Ferral, quien callaba, ocupado en colocar sus millones formando escala para subir a ella y vigilar París.
Hasta con el proyecto de una nueva sociedad china en cada bolsillo, no pensaba más que en París. Volver a Francia lo bastante rico para comprar la agencia Havas o tratar con ella; reanudar el juego político, y, una vez llegado prudentemente al ministerio, jugarse la unión del ministerio y de una opinión pública comprada contra el Parlamento. Allí estaba el poder. Pero ahora ya no se trataba de tales sueños: la proliferación de sus empresas indochinas había embargado por completo al grupo Ferral en la penetración comercial de la cuenca del Yang-Tsé; Chiang Kaishek marchaba sobre Shanghai con el ejército revolucionario; la multitud, cada vez más densa, se aglomeraba a sus puertas. No había ni una de las sociedades poseídas o intervenidas en China por el Consorcio Francoasiático que no fuera afectada; las de construcciones navales, en Hong-Kong, por la inseguridad de la navegación; todas las demás -trabajos públicos, construcciones, electricidad, seguros y bancos-, por la guerra y por la amenaza comunista. Lo que importaban se quedaba en sus almacenes de Hong-Kong o de Shanghai; lo que exportaban, en los de Han-Kow y, a veces, en el muelle.
El auto se detuvo. El silencio -la multitud china es, de ordinario, una de las más ruidosas- anunciaba como un fin del mundo. Un cañonazo. ¿El ejército revolucionario, tan cerca? No; era el cañón de las doce. La multitud se apartó; el auto no arrancó. Ferral agarró el tubo acústico. No obtuvo respuesta: ya no tenía chófer ni ayudante.
Permanecía inmóvil, estupefacto, en aquel auto inmóvil, que la multitud rodeaba pesadamente. El tendero más próximo salió, con un enorme postigo sobre los hombros; se volvió, y faltó poco para que rompiese el cristal del auto: cerraba su almacén. A la derecha, a la izquierda y al frente, otros tenderos, otros artesanos salieron con un postigo cubierto de caracteres sobre los hombros: la huelga general comenzaba.
Aquello no era ya la huelga de Hong-Kong, puesta en marcha lentamente, épica y lúgubre: era una maniobra del ejército. A una distancia tan grande como su vista podía alcanzar, no quedaba ya ni un solo almacén abierto. Había que marcharse cuanto antes; se apeó y llamó a un pousse. El coolie no le respondió; corría a grandes zancadas hacia su coche de alquiler, tan solo, a la sazón, sobre la calzada, como el auto abandonado: la multitud iba a refluir hacia las aceras. «Temen a las ametralladoras», pensó Ferral. Los niños, dejando de jugar, huían por entre las piernas de la gente, a través de la actividad pululante de las aceras. Silencio, lleno de vidas, a la vez lejanas y muy próximas, como el de un bosque saturado de insectos; la llamada de un crucero ascendió, se perdió después. Ferral caminaba hacia su casa tan de prisa como podía con las manos en los bolsillos y los hombros y el mentón echados hacia adelante. Dos sirenas reanudaron juntas, una octava más alto, el grito de la que acababa de extinguirse, como si un animal enorme, envuelto en aquel silencio, hubiese anunciado así su proximidad. La ciudad entera estaba en acecho.
– Menos cinco -dijo Chen.
Los hombres de su grupo esperaban. Eran todos obreros de las hilanderías, vestidos de azul. Él llevaba su traje. Todos afeitados, todos delgados, todos vigorosos: antes de Chen, la muerte había hecho su selección. Dos tenían sus fusiles bajo el brazo, con el cañón hacia el suelo. Siete llevaban revólveres de los del Shang-Tung; uno, una granada; algunos otros las ocultaban en los bolsillos. Unos treinta llevaban cuchillos, mazas y bayonetas; ocho o diez, sin arma alguna, permanecían agachados junto a un montón de trapos, de latas de petróleo y de rollos de alambre. Un adolescente examinaba, como si fuesen granos, grandes clavos de ancha cabeza que extraía de un saco. «Seguramente, más grandes que los de las herraduras de los caballos…» La corte de los Milagros, pero bajo el uniforme del odio y de la decisión.
No era de los suyos. A pesar del asesinato; a pesar de; su presencia. Si moría aquel día moriría solo. Para ellos, todo era sencillo: iban a la conquista de su pan y de su dignidad. Para él… Salvo de su dolor y de su combate común, no sabía siquiera hablarles. Por lo menos, sabía que el más fuerte de los lazos es el combate. Y el combate estaba allí.
Se levantaron con los sacos sobre la espalda, las latas en las manos y el alambre debajo del brazo. No llovía aún; la tristeza de aquella calle vacía, que un perro atravesó en dos saltos, como si algún instinto le previniera lo que se preparaba, era tan profunda como el silencio. Cinco tiros de fusil sonaron en una calle próxima: tres a un tiempo; luego otro, y otro más. «Esto comienza», dijo Chen. Se estableció el silencio, pero parecía que ya no fuese el mismo. Lo llenó un ruido de pisadas de caballos, precipitado, cada vez más próximo. Y como, después de un trueno prolongado, sobreviene el desgarramiento vertical del rayo, siempre sin que viesen nada, un tumulto llenó de golpe la calle, producido por gritos entremezclados, disparos de fusil, relinchos furiosos, caídas; luego, mientras los clamores producidos se ahogaban pesadamente bajo el indestructible silencio, ascendió el grito de un perro, que aulló, recortadamente, a la muerte: un hombre degollado.
A todo correr, ganaron en algunos minutos una calle más importante. Todos los almacenes estaban cerrados. En el suelo, tres cuerpos; arriba, acribillado de hilos telegráficos, el cielo inquieto, por el que atravesaban negros humos; al final de la calle, unos veinte jinetes (había muy poca caballería en Shanghai) se revolvían, vacilantes, sin ver a los insurgentes, adosados al muro con sus instrumentos, con la mirada fija en el movimiento vacilante de los caballos. Chen no podía pensar en atacarlos; sus hombres estaban demasiado mal armados. Los jinetes se volvieron hacia la derecha y ellos llegaron, por fin, al puesto; los centinelas penetraron tranquilamente detrás de Chen.
Los agentes jugaban a los naipes, con los fusiles y los máuseres en el armero. El suboficial que los mandaba abrió una ventana y gritó, hacia un patio muy sombrío:
– Todos los que me escuchan son testigos de la violencia que se nos ha hecho. ¡Ya veis que somos injustamente obligados a ceder ante la fuerza!
Iba a cerrar de nuevo la ventana; Chen la mantuvo abierta, miró: nadie en el patio. Pero las apariencias estaban cubiertas y la justificación teatral se había hecho en un buen momento. Chen conocía a sus compatriotas: puesto que aquél «aceptaba el papel», no obraría. Distribuyó las armas. Los amotinados salieron, todos armados esta vez: inútil que se ocupasen de los pequeños puestos de policía desarmados. Los policías vacilaron. Tres se levantaron y quisieron seguirlos. (Quizá hubiese saqueo…) A Chen le costó trabajo desembarazarse de ellos. Los demás recogieron los naipes y comenzaron a jugar de nuevo.
– Si resultan vencedores -dijo uno-, quizá se nos pague este mes.
– Tal vez -respondió el suboficial. Y distribuyó las cartas.
– En cambio, si son vencidos, acaso nos digan que hemos hecho traición.
– ¿Qué habríamos podido hacer? Hemos cedido ante la fuerza. Todos somos testigos de que no hemos hecho traición.
Reflexionaban, con el cuello recogido, como cormoranes aplastados por el pensamiento.
– No somos responsables -dijo uno.
Todos aprobaron. Se levantaron, sin embargo, y fueron a continuar su juego en una tienda próxima, cuyo propietario no se atrevió a echarlos. Un montón de uniformes quedó solo, en medio del puesto.
Alegre y desconfiado, Chen caminaba hacia uno de los puestos centrales: «Todo va bien -pensaba-, pero éstos son casi tan pobres como nosotros…» Los rusos blancos y los soldados del tren blindado se batirían. Los oficiales, también. Detonaciones lejanas, sordas, como si el cielo bajo las hubiese debilitado, sacudían el aire hacia el centro de la ciudad.
En una plazuela, la tropa -todos los hombres iban armados ya, incluso los portadores de latas- vaciló un instante, buscó algo con la mirada. De los cruceros y de los paquebotes, que no podían descargar sus mercancías, ascendían las masas oblicuas de humo que el viento pesado disipaba en la misma dirección en que corrían los insurrectos, como si el cielo participase de la insurrección. El nuevo puesto era un antiguo hotel de ladrillo rojo, de un solo piso; dos centinelas, uno a cada lado de la puerta, con la bayoneta calada. Chen sabía que la policía especial estaba alerta desde hacía tres días, y sus hombres destrozados a causa de aquella guardia perpetua. Allí había algunos oficiales, unos cincuenta mauseristas de la policía, bien pagados, y diez soldados. ¡Vivir, vivir, por lo menos durante los ocho días siguientes! Chen se había detenido en la esquina de la calle. Las armas se encontraban, sin duda, en los armeros del piso bajo, en la habitación de la derecha -el cuerpo de guardia-, que precedía al despacho de un oficial. Chen y dos de sus hombres se habían introducido allí varias veces, durante aquella semana. Eligió diez hombres sin fusil, les hizo que ocultasen los revólveres en las blusas y avanzó con ellos. Pasada la esquina de la calle, los centinelas los vieron acercarse; desconfiando de todos, no se defendían ya; las delegaciones obreras iban con frecuencia a entrevistarse con el oficial, de ordinario para llevarle propinas, operación que requería muchas garantías y personas.
– ¿El teniente Shuei-Tun? -dijo Chen.
Mientras ocho hombres pasaban, los dos últimos, como empujados por la ligera aglomeración, se deslizaban entre los centinelas y el muro. En cuanto los primeros estuvieron en el corredor, los centinelas sintieron contra las costillas los cañones de los revólveres. Se dejaron desarmar; aunque mejor pagados que sus miserables colegas, no lo estaban lo bastante para arriesgar sus vidas. Cuatro hombres de Chen, que no se habían unido al primer grupo y parecían pasar por la calle, los condujeron a lo largo del muro. Nada había sido visible desde las ventanas.
Desde el corredor, Chen distinguió los armeros, provistos de sus fusiles. En el cuerpo de guardia no había más que seis policías armados con pistolas automáticas, y éstas se hallaban a sus lados, encerradas en sus fundas. Se lanzó hacia los armeros con el revólver levantado.
Si los policías hubieran sido decididos, el ataque habría fracasado. A pesar de su conocimiento de los lugares, Chen no había tenido tiempo de designar a cada uno de sus hombres a quiénes debían amenazar; uno o dos policías habrían podido disparar. Pero todos levantaron las manos. Inmediatamente fueron desarmados. Entraba un nuevo grupo de hombres de Chen. Comenzó una nueva distribución de armas.
«En este momento -pensó Chen-, doscientos grupos, en la ciudad, obran como nosotros. Si tienen suerte…» Apenas tomaba el tercer fusil, cuando oyó venir desde la escalera el ruido de una carrera precipitada: alguien subía corriendo. Salió. En el instante en que franqueaba la puerta, partió un disparo desde el primer piso. Pero, después, nada más. Uno de los oficiales, al bajar, había visto a los insurrectos, había disparado desde la escalera y había vuelto inmediatamente al descanso.
El combate iba a comenzar. Una puerta, en medio del descanso del primer piso, dominaba las gradas. ¿Enviar un parlamento a la asiática? Todo el buen sentido que encontraba en sí, Chen lo odiaba. Intentar tomar la escalera por asalto era tanto como suicidarse: los policías poseían, sin duda, granadas de mano. Las instrucciones del comité militar, transmitidas por Kyo a todos los grupos, consistían en que, en caso de fracaso parcial, prendiesen fuego, turnasen posiciones en las casas vecinas y pidiesen ayuda a los equipos especiales. Ninguna otra cosa se podía hacer.
– ¡Prended fuego!
Los hombres con las latas de nafta trataron de arrojarlas a voleo, como el agua de un cubo; pero las estrechas aberturas no dejaban salir más que unos chorros irrisorios. Tuvieron que dejarla correr con lentitud sobre los muebles y a lo largo de los muros. Chen miró por la ventana: enfrente, almacenes cerrados, unas ventanas estrechas que daban a la salida del puesto; arriba, los tejados podridos y alabeados de las casas chinas y la calma infinita del cielo gris, que no empañaba ningún humo, del cielo Intimo y bajo sobre la calle vacía. Todo combate era absurdo; nada existía enfrente de la vida; se repuso, justamente en el momento en que vio bajar unos ladrillos y unos vidrios, en un estruendo cristalino unido al ruido de una descarga: disparaban sobre ellos desde fuera.
Segunda descarga. A la sazón se hallaban entre los policías, prevenidos y dueños del piso, y los nuevos asaltantes a quienes no veían, en aquella habitación por donde corría la nafta. Todos los hombres de Chen estaban echados boca abajo y tenían a los prisioneros atados en un rincón. Que estallase una granada, y arderían. Uno de los hombres que estaban echados rezongó señalando con el dedo: un francotirador en un tejado y, en el extremo izquierdo de la ventana, deslizándose con un hombro hacia atrás en el campo de la visión, surgían prudentemente otros irregulares. Eran unos insurrectos; de los suyos.
«Esos idiotas disparan antes de haber enviado un explorador», pensó Chen. Tenía en el bolsillo la bandera azul del Kuomintang. La sacó y se precipitó hacia el corredor. En el instante en que salía, recibió en los riñones un golpe a la vez furioso y envuelto, al mismo tiempo que un estruendo formidable le penetraba hasta el vientre. Abrió los brazos hacia atrás, hasta donde daban, para sostenerse, y se encontró en el suelo, molido. Cesó el ruido; luego, cayó un objeto de metal, e inmediatamente entraron en el corredor unos gemidos con el humo. Se levantó: no estaba herido. Volvió a cerrar a medias la puerta, abierta por la incomprensible explosión, y tendió su bandera azul hacia afuera, con el brazo izquierdo, por el espacio libre: un balazo en la mano no le habría sorprendido. Pero no; gritaban de júbilo. El humo que salía con lentitud por la ventana impedía ver a los insurrectos de la izquierda; pero los de la derecha le llamaban.
Faltó poco para que una segunda explosión le derribase de nuevo. Desde las ventanas del primer piso, los policías sitiados les lanzaban granadas de mano. (¿Cómo podrían abrir sus ventanas sin ser alcanzados desde la calle?) La primera, la que le había arrojado al suelo, había estallado delante de la casa, y los cascos habían entrado por la puerta abierta y por la ventana, pulverizados, como si hubiesen explotado en el cuerpo de guardia mismo; aterrorizados por la explosión aquellos de sus hombres que no habían quedado muertos habían saltado afuera, mal protegidos por el humo. Bajo los disparos de los policías desde las ventanas, dos habían caído en medio de la calle, con las rodillas en el pecho, como conejos, hechos una bola; otro, con la cara convertida en una mancha roja, parecía sangrar por la nariz. Los irregulares habían reconocido a los suyos; pero la actitud de los que llamaban a Chen había hecho comprender a los oficiales que alguien iba a salir, y habían arrojado su segunda granada. Había estallado en la calle, a la izquierda de Chen: el muro lo había protegido.
Desde el corredor, examinó el cuerpo de guardia. El humo volvía a bajar del techo, con un movimiento corvo y lento. Había unos cuerpos en el suelo: unos gemidos llenaban la estancia, a ras del suelo, como ladridos. En el rincón, uno de los prisioneros, con una pierna arrancada, aullaba a los suyos: «¡No tiréis más!» Sus gritos anhelantes parecían horadar el humo, que continuaba, por encima del sufrimiento su curva indiferente, como una fatalidad visible. Aquel hombre que aullaba, con la pierna arrancada, no podía continuar atado; era imposible. Sin embargo, ¿iría a estallar una nueva granada, de un momento a otro? «Eso a mí no me importa -pensó Chen-; es un enemigo.» Pero estaba allí, con un agujero en la carne más allá del muslo, en lugar de la pierna, y además atado. El sentimiento que experimentaba era mucho más fuerte que la lástima: era él mismo, aquel hombre atado. «Si la granada estalla afuera, me arrojaré al suelo boca abajo; si llega hasta aquí, será preciso que la rechace inmediatamente. Hay una probabilidad contra veinte para que me disparen. ¿Qué cuerno hago aquí? ¿Qué cuerno hago aquí?» Muerto, poco importaba. Su angustia era ser herido en el vientre; sin embargo, le era aquello menos intolerable que la presencia de aquel torturado y atado, de aquella impotencia humana en el dolor. Sin poder obrar de otro modo, fue hacia el hombre, con el cuchillo en la mano para cortar la cuerda. El prisionero creyó que iba a matarlo; quiso aullar más: su voz debilitada se convirtió en un silbido. Saturado de horror, Chen le palpaba con su mano izquierda, a la que se le adherían las ropas, llenas de sangre pegajosa, incapaz, no obstante, de apartar su mirada de la ventana rota, por donde podía caer la granada. Encontró, por fin, las cuerdas, deslizó su cuchillo por debajo, y las cortó. El hombre ya no gritaba, estaba muerto, o desvanecido. Chen, siempre con la mirada fija en la ventana destrozada, volvió al corredor. El cambio de olor le sorprendió; como si sólo hubiese comenzado a entender, comprendió que los gemidos de los heridos se habían cambiado, también, en aullidos: en la habitación, los restos impregnados de nafta, encendidos por las granadas, comenzaban a arder.
No había agua. Antes de la toma del puesto por los insurrectos, los heridos (ahora ya no contaba con los prisioneros: no pensaba más que en los suyos) quedarían carbonizados… ¡Salir, salir! Primero, reflexionar, para hacer después los menores gestos posibles. Aunque temblaba, con la imaginación fascinada por la fuga, no había perdido la lucidez: era preciso ir hacia la izquierda, donde le protegería un porche. Abrió la puerta con la mano derecha, haciendo seña con la izquierda de que se guardase silencio. Los enemigos, arriba, no podían verle; sólo la actitud de los insurrectos hubiera podido informarles. Sentía todas las miradas de los suyos fijas en aquella puerta abierta, sobre su abultada silueta, azul sobre el fondo sombrío del corredor. Comenzó a deslizarse hacia la izquierda, adosado al muro, con los brazos en cruz y el revólver en la mano derecha. Mientras avanzaba, paso a paso, miraba a las ventanas, hacia arriba: una estaba protegida por una placa de blindaje, colocada en forma de cobertizo. «Si tratan de disparar debo ver la granada y sin duda el brazo -pensó Chen, sin dejar de avanzar-. Si la veo, es preciso que la atrape, como si fuera un paquete, y la vuelva a arrojar lo más lejos posible…» No cesaba en su marcha de cangrejo. «No podré lanzarla lo bastante lejos; si no quedo protegido, recibiré unos cuantos cascos en el vientre…» Seguía avanzando. El intenso olor a quemado y la ausencia súbita de apoyo detrás de él (no se volvía) le hicieron comprender que pasaba por delante de la ventana del piso bajo. «Si atrapo la granada, la arrojo al cuerpo de guardia antes de que estalle. Con el espesor del muro, una vez pasada la ventana, estoy salvado.» ¿Qué importaba que el cuerpo de guardia no estuviese vacío, que se encontrase allí aquel hombre cuyas cuerdas había cortado, y sus propios heridos? No veía a los insurrectos, ni aun por entre los claros del humo, porque no podía apartar del cobertizo los ojos; pero continuaba sintiendo las miradas que le buscaban a él: a pesar de los disparos contra las ventanas, que molestaban a los policial, estaba estupefacto de que no comprendiesen que algo pasaba por allí. Pensó, de pronto, que poseerían pocas granadas y que observarían, antes de arrojarlas; inmediatamente, como si aquella idea hubiera nacido de una sombra, apareció una cabeza bajo el cobertizo -oculta para los insurrectos, pero no para él-. Frenéticamente, abandonando su actitud de funámbulo, disparó al azar, dio un salto hacia adelante, y alcanzó su porche. Una descarga partió de las ventanas, una granada explotó en el sitio que él acababa de abandonar: el policía, sobre el cual había errado el tiro, había vacilado antes de pasar por debajo del cobertizo la mano en que tenía la granada, temiendo un segundo disparo. Chen había recibido un golpe en el brazo izquierdo; algún desplazamiento de aire, al que la herida que se había hecho con el puñal, antes de matar a Tan-Yen-Ta, era sensible. Sangraba de nuevo, pero no le dolía. Apretándose más el apósito con un pañuelo, se unió a los insurrectos atravesando los patios.
Los que dirigían el ataque se hallaban reunidos en un pasadizo muy oscuro.
– ¡No podríais enviar unos exploradores, no!
El jefe del tchon, un chino afeitado, grande, con las mangas muy cortas, contempló aquella sombra que se le aproximaba y levantó lentamente las cejas, resignado.
– He mandado telefonear -respondió, sencillamente-. Ahora esperamos un camión blindado.
– ¿Dónde están las otras secciones?
– Hemos tomado la mitad de los puestos.
– ¿Nada más?
– Ya es bastante…
Todas aquellas descargas lejanas eran de los suyos, que convergían hacia la estación del Norte.
Chen resoplaba, como si hubiese salido del agua a pleno viento. Se adosó al muro, cuyo ángulo los protegía a todos, recobrando poco a poco su respiración, pensando en el prisionero cuyas ligaduras había cortado. «No había más que dejar a aquel tipo. ¿Para qué haber ido a cortarle las cuerdas, lo cual no podía hacer que cambiase nada?» Todavía, ahora, ¿hubiera podido no ver a aquel hombre, que se debatía, atado, con la pierna arrancada? A causa de su herida pensó en Tan-Yen-Ta. ¡Qué idiota había sido durante toda aquella noche y aquella mañana! Nada más sencillo que matar.
En el puesto los escombros continuaban ardiendo y los heridos aullando ante la proximidad de las llamas; su clamor repetido, constante, resonaba en aquel pasadizo bajo, que se tomaba extraordinariamente próximo por el alejamiento de las detonaciones, de las sirenas, de todos los ruidos de guerra perdidos en el aire lúgubre. Un sonido lejano de herrajes se acercó, los cubrió: el camión llegaba. Había sido blindado durante la noche, aunque muy mal: todas las planchas se movían. A causa de haber echado el freno, cesó el ruido de los hierros y se oyeron de nuevo los gritos.
Chen, que era el único que había penetrado en el puesto, expuso la situación al jefe del equipo de socorro. Era un antiguo cadete de Whampoo; a su equipo de jóvenes burgueses, Chen hubiera preferido uno de los grupos de Katow. Si, ante aquellos compañeros, muertos en medio de la calle, con las rodillas en el vientre, no llegaba a unirse totalmente a sus hombres, sabía que, en todo tiempo, odiaba a la burguesía china; el proletariado era, al menos, la forma de su esperanza.
El oficial conocía su oficio. «No se puede disparar desde el camión -dijo-; ni siquiera tiene techo. Basta con que arrojen dentro una granada para que todo salte; pero también traigo granadas.» Los hombres de Chen que las llevaban estaban en el cuerpo de guardia -¿muertos?- y los del segundo grupo no habían podido procurárselas.
– Probemos por arriba.
– De acuerdo -dijo Chen.
El oficial le miró con irritación: no le había pedido su opinión; pero no dijo nada.
Ambos -el militar, a pesar de su traje civil, con los cabellos hirsutos, su bigote recortado y su blusa ajustada por el cinturón del revólver, y Chen, rechoncho y cárdeno- examinaron el puesto. A la derecha de la puerta, el humo de las llamas, que se aproximaban a los cuerpos de sus camaradas heridos, salía con una regularidad mecánica ordenada, como los gritos que su constancia habría hecho pueriles, sin su sonido atroz. A la izquierda, nada. Las ventanas del primer piso habían volado. De vez en cuando, unos asaltantes disparaban aún sobre una de las ventanas y algunos escombros iban a engrosar sobre la acera una elevada polvareda de cascote, de astillas, de molduras, en la que brillaban los trozos de vidrio, a pesar de que el día estaba oscuro. El puesto no disparaba ya más que cuando alguno de los insurrectos abandonaba su escondite.
– ¿Dónde están las otras secciones? -preguntó, de nuevo Chen.
– Casi todos los puestos están tomados. El principal, por sorpresa, a la una y media. Allí hemos cogido ochocientos fusiles. Ya podemos enviar refuerzos contra los que se resisten: ustedes forman el tercer equipo a quienes socorremos. Ellos no reciben ya refuerzos; nosotros estamos bloqueando ahora los cuarteles, la estación del Sur, el arsenal. Pero es preciso acabar con esto: necesitamos el mayor número de hombres posible para el asalto. Y quedará el tren blindado.
La idea de los doscientos grupos que operasen como el suyo exaltaba y turbaba a la vez a Chen. A pesar del tiroteo, que el viento blando traía desde toda la ciudad, la violencia le daba la sensación de una acción solitaria.
Un hombre sacó del camión una bicicleta y partió. Chen le reconoció en el momento en que saltaba sobre el sillín: Ma, uno de los principales agitadores. Tipógrafo, había consagrado toda su vida, desde hacía doce años, a crear en todas partes uniones de obreros impresores, con la esperanza de agrupar a todos los tipógrafos chinos; después de perseguido, condenado a muerte y evadido, continuaba organizando. Unos gritos de júbilo: al mismo tiempo que Chen, los hombres lo habían reconocido y le aclamaban. Él los miró. El mundo que preparaban juntos le condenaba a él, a Chen, tanto como el de sus enemigos. ¿Qué haría él en la fábrica futura, emboscado tras de sus trajes azules?
El oficial distribuyó granadas, y diez hombres se fueron por los tejados para tomar posiciones sobre el del puesto. Se trataba de emplear contra los policías su propia táctica, de hacer entrar los explosivos por las ventanas: éstas daban a la calle, pero no al tejado, y una sola estaba protegida por un cobertizo. Los insurrectos avanzaron de tejado en tejado, menudos sobre el cielo. El puesto no modificaba su tiro. Como si sólo los moribundos hubieran adivinado aquella proximidad, los gritos cambiaron de pronto y se convirtieron en gemidos. Apenas se los oía. Ahora eran gritos ahogados, casi mudos. Las siluetas llegaban al caballete del tejado inclinado del puesto y fueron descendiendo poco a poco; Chen los vio con más dificultad en cuanto dejaron de recortarse sobre el cielo. Un aullido gutural, como de una mujer que da a luz, atravesó los gemidos, que se reanudaron, como un eco, y luego se detuvieron. A pesar del ruido, la ausencia súbita de los gritos dio la impresión de un feroz silencio: ¿habían alcanzado las llamas a los heridos? Chen y el oficial se miraron, cerraron los ojos para escuchar mejor. Nada. Cada uno, al volver a abrir los ojos, se encontró de nuevo con la mirada silente del otro.
Uno de los hombres, agarrado a la cornisa del tejado, adelantó el brazo libre por encima de la calle y arrojó su granada hacia la ventana del primer piso, sobre la cual se hallaba: demasiado baja. Estalló sobre la acera. Arrojó una segunda: ésta penetró en la habitación donde se encontraban los heridos. Salieron unos gritos por la ventana; no ya los gritos de antes, sino un aullido entrecortado por la muerte, por el sobresalto de un sufrimiento aún no agotado.
El hombre arrojó su tercera granada y se equivocó, otra vez, de ventana.
Era uno de los hombres conducidos por el camión. Se hallaba hábilmente echado hacia atrás, por temor a las explosiones. Se inclinó de nuevo, con el brazo levantado, terminado por una cuarta granada. Detrás de él, uno de los hombres de Chen descendía. No se abatió el brazo: todo el cuerpo quedó destrozado como por una enorme bala de cañón.
Una explosión intensa resonó sobre la acera; a pesar del humo, una mancha de sangre de un metro apareció sobre el muro. El humo se apartó: el muro estaba constelado de sangre y de carne. El segundo insurrecto, por falta de apoyo y deslizándose con todo su peso a lo largo del tejado, había arrancado al primero. Ambos habían caído sobre sus propias granadas, cuyas alegras habían desprendido.
Por el otro lado del tejado, a la derecha, unos hombres de los dos grupos burgueses kuomintang y obreros comunistas llegaban con prudencia. Ante la caída, se habían detenido: ahora comenzaban a descender de nuevo. La represión de febrero había sido hecha mediante demasiadas torturas para que en la insurrección faltasen hombres resueltos. Por la derecha, otros hombres se aproximaban. -¡Haced la cadena! -gritó Chen, desde abajo. Muy cerca del puesto, unos insurrectos repitieron el grito. Los hombres se dieron unos a otros las manos, rodeando fuertemente, el más alto, con su brazo izquierdo, un sólido ornamento del tejado. Se reanudó el lanzamiento de las granadas. Los sitiados no podían responder.
En cinco minutos, entraron tres granadas por las dos ventanas a las que se había apuntado; otra hizo que saltase el cobertizo. Sólo la del centro no era alcanzada. «¡La del medio!», gritó el cadete. Chen lo miró. Aquel hombre experimentaba en el mando el júbilo de un deporte perfecto. Apenas se protegía. Era valiente, sin duda alguna; pero no se hallaba compenetrado con sus hombres. Chen estaba compenetrado con los suyos, aunque no lo bastante.
No lo bastante.
Abandonó al cadete y atravesó la calle, hasta ponerse fuera del radio de acción de los sitiados. Subió al tejado. El hombre que se agarraba al saliente se debilitaba: lo sustituyó. Con su brazo herido replegado sobre aquel adorno de cemento y de yeso, sosteniendo con su mano derecha la del primer hombre de la cadena, no escapaba a su soledad. El peso de tres hombres que se deslizaban quedaba suspendido de su brazo y pasaba a través de su pecho, como una barra. Las granadas estallaban en el interior del puesto, que ya no disparaba. «Estamos protegidos por el desván -pensó-; pero no por mucho tiempo. El tejado saltará.» A pesar de la intimidad con la muerte; a pesar de aquel peso fraternal que le descuartizaba, no era de los suyos. «¿Acaso la misma sangre es vana?»
El cadete, desde abajo, le miraba sin comprender. Uno de los hombres, que había subido detrás de Chen, le propuso sustituirle.
– Bien, lanzaré también yo.
Pasó aquella cadena de cuerpos. Por sus músculos extenuados, subía una desesperación sin límite. Su semblante de lechuza, de ojos menudos, estaba en tensión, absolutamente inmóvil; sintió con estupefacción que una lágrima le corría a lo largo de la nariz. «La nerviosidad», pensó. Sacó una granada del bolsillo y comenzó a descender, agarrándose a los brazos de los hombres de la cadena. Pero la cadena tenía su apoyo sobre el adorno en que terminaba el tejado a los lados. Desde allí era casi imposible alcanzar la ventana del medio. Cuando llegó a ras del tejado, Chen abandonó el brazo del lanzador, se suspendió de una pierna y luego del canalón y descendió por el tubo vertical: estaba demasiado alejado de la ventana para poder tocarla, y lo bastante cerca para poder disparar. Sus camaradas no se movían ya. Por encima del piso bajo un saliente le permitió detenerse. Que le doliera tan poco la herida le extrañaba. Agarrado con la mano izquierda a uno de los ganchos que sujetaban el canalón, sopesó su primera granada: «Si cae a la calle, debajo de mí, estoy muerto.» La lanzó con tanta fuerza como se lo permitió su posición: entró y estalló en el interior.
Abajo, se reanudaba el tiroteo.
Por la puerta del puesto que había quedado abierta, los policías, expulsados de la última habitación, dispararon al azar, se lanzaban afuera atropellándose, como ciegos espantados. Desde los tejados, desde los porches, desde las ventanas, disparaban los insurrectos. Uno tras otro, los cuerpos cayeron, muchos cerca de la puerta, y luego, cada vez más dispersados.
El fuego cesó. Chen descendió, siempre agarrándose al canalón: no veía lo que había a sus pies, y saltó sobre un cuerpo.
El cadete entraba en el puesto. Le siguió, sacando del bolsillo la granada que no había lanzado. A cada paso que daba, adquiría más violentamente conciencia de que las quejas de los heridos habían cesado. En el cuerpo de guardia no había más que muertos. Los heridos aparecían carbonizados. En el primer piso había más muertos y algunos heridos.
– Ahora, a la estación del Sur -dijo el oficial-. Cojamos todos los fusiles: otros grupos los necesitarán.
Las armas fueron llevadas al camión; cuando todas estuvieron recogidas, los hombres subieron al coche, de pie, apretados unos contra otros, sentados sobre los capotes, agarrados a los estribos, montados en la trasera. Los que quedaban se fueron por las callejuelas, corriendo a paso gimnástico. La gran mancha de sangre abandonada resultaba inexplicable, en medio de la calle desierta; por la esquina, desaparecía el camión, erizado de hombres, con su estrépito de hierro viejo, hacia la estación del Sur y hacia los cuarteles.
Bien pronto tuvo que detenerse: la calle estaba interceptada por cuatro caballos muertos y tres cadáveres, ya desarmados. Eran los de los jinetes que Chen había visto al comienzo de la jornada: el primer auto blindado había llegado a tiempo. En el suelo, unos cristales rotos, y nadie más que un chino viejo, con la barba terminada en punta, que gemía. Habló con toda claridad, en cuanto Chen se aproximó:
– ¡Esto es una cosa injusta y muy triste! ¡Cuatro! ¡Cuatro! ¡Ay!
– Tres solamente -dijo Chen.
– ¡Cuatro! ¡Ay!
Chen miró de nuevo: no había más que tres cadáveres; uno de lado, como si hubiera sido arrojado de voleo, y dos boca abajo, entre las casas muertas también, bajo el cielo pesado.
– Me refiero a los caballos -dijo el viejo, con desprecio y temor: Chen llevaba revólver.
– Yo, a los hombres. ¿Alguno de los caballos te pertenecía?
Sin duda, habían sido requisados aquella mañana.
– No; pero yo era cochero. Las bestias me interesan. ¡Cuatro muertas!… ¡Y para nada! El chófer intervino:
– ¿Para nada?
– No perdamos tiempo -dijo Chen.
Ayudado por dos hombres, apartó los caballos. El camión pasó. En el extremo de la calle, Chen, sentado en uno de los estribos, miró hacia atrás: el anciano cochero continuaba entre los cadáveres, gimiendo sin duda, negro en la calle gris.
«La estación del Sur ha sido tomada.»
Ferral colgó de nuevo el receptor. Mientras daba unas citas (una parte de la Cámara de Comercio Internacional era hostil a toda intervención, pero él disponía del periódico más importante de Shanghai), los progresos en la insurrección le alcanzaban, uno después de otro. Había pretendido telefonear solo. Volvió a su estudio donde Martial, que acababa de llegar, discutía con el enviado de Chiang Kaishek: éste no había accedido a recibir al jefe de la policía, ni en la dirección de Seguridad ni en su casa. Antes de abrir la puerta, Ferral oyó, a pesar del tiroteo:
– Comprenderá usted, yo represento aquí algo muy importante. Los intereses franceses…
– Pero, ¿qué apoyo puedo prometerle? -respondía el chino, con una entonación de insistencia indolente-. El mismo señor cónsul general me dice que espera de usted datos precisos. Porque usted conoce muy bien a nuestro país y a sus hombres.
El teléfono del estudio sonó.
– El Consejo Municipal se ha rendido -dijo Martial.
Y, cambiando de tono:
– No niego que tengo cierta experiencia psicológica de este país y de los hombres en general. Psicología y acción: tal es mi oficio; y, respecto a…
– Pero si unos individuos tan peligrosos para su país como para el nuestro, peligrosos para la paz de la civilización, se refugian, como siempre, en la concesión… La policía internacional…
«Ya estamos -pensó Ferral, que entraba-. Pretende saber si Martial, en caso de ruptura, dejaría que los comunistas se refugiasen entre nosotros.»
– … nos ha prometido toda su benevolencia… ¿Qué hará la policía francesa?
– Todo se arreglará. Presten ustedes atención solamente a esto: nada de líos con las mujeres blancas, salvo las rusas. Sobre eso tengo instrucciones muy firmes. Pero ya se lo he dicho: nada oficial. Nada oficial.
En el estudio moderno -en las paredes, Picassos del período rosa y un boceto erótico de Fragonard- los interlocutores, de pie, se hallaban a ambos lados de una enorme Kwannyn de piedra negra, de la dinastía Tang, comprada por consejo de Clappique y que Gisors consideraba falsa. El chino, un coronel joven, con la nariz encorvada, vestido de paisano, abotonado de abajo arriba, miraba a Martial y sonreía, con la cabeza inclinada hacia atrás.
– Doy a usted las gracias, en nombre de mi partido… Los comunistas son unos solemnes traidores, nos traicionan a nosotros, sus fieles aliados. Se convino en que colaboraríamos juntos, y la cuestión social se plantearía cuando China quedase unificada. Y ya la plantean. No respetan nuestro contrato. No quieren restablecer la China, sino los soviets. Los muertos del ejército no han muerto por los soviets, sino por la China. Los comunistas son capaces de todo. Por eso es por lo que le pregunto, señor director, si la policía francesa consideraría oportuno pensar en la seguridad personal del general.
Estaba claro que había pedido el mismo favor a la policía internacional.
– Con mucho gusto -respondió Martial-. Envíeme al jefe de su policía. ¿Sigue siendo König?
– Sí. Dígame, señor director, ¿usted ha estudiado historia romana?
– Naturalmente.
«En la escuela nocturna», pensó Ferral.
El teléfono, de nuevo. Martial tomó el receptor.
– Los puentes están tomados -dijo, con calma-. Dentro de un cuarto de hora la insurrección ocupará la ciudad.
– Mi opinión -prosiguió el chino, como si no hubiera oído nada- es que la corrupción de las costumbres perdió al Imperio romano. ¿No cree usted que una organización técnica de la prostitución y una organización occidental como la de la policía podrían acabar con los jefes del Han-Kow, que no valen lo que valían los del Imperio romano?
– Es una idea… Pero no creo que sea aplicable. Habría que reflexionar mucho sobre eso…
– Los europeos no comprenden nunca a la China, sino por lo que se les asemeja.
Un silencio. Ferral se divertía. El chino intrigaba: aquella cabeza echada hacia atrás, casi desdeñosa, y, al mismo tiempo, aquella dificultad… «Han-Kow, sumergido bajo los trenes de prostitutas… -pensó-. Conoce a los comunistas. Y de que tenga un conocimiento exacto de la economía política, no cabe duda. ¡Asombroso!…» Acaso los soviets se preparasen en la ciudad, y aquél pensaba en las sagaces enseñanzas del Imperio romano. «Gisors tiene razón; siempre buscan los trucos.»
Otra vez el teléfono.
– Los cuarteles están bloqueados -dijo Martial-. Los refuerzos del gobierno no llegan más.
– ¿Y la estación del Norte? -preguntó Ferral.
– Todavía no ha sido tomada.
– ¿Pero el gobierno puede traer tropas del frente?
– Tal vez, señor -dijo el chino-; sus tropas y sus tanques se repliegan sobre Nankín. Puede enviarlas aquí. El tren blindado puede combatir todavía seriamente.
– Sí; alrededor del tren y de la estación, desde luego -pronunció Martial-. Todo cuanto se ha tomado está organizado poco a poco. Seguramente, la insurrección tiene cuadros rusos y europeos; los empleados revolucionarios de cada administración guían a los insurrectos. Hay un comité militar que lo dirige todo. La policía entera está ya desarmada. Los rojos tienen puntos de reunión, desde donde las tropas son dirigidas contra los cuarteles.
– Los chinos tienen un gran sentido de la organización -dijo el oficial.
– ¿Cómo está protegido Chiang Kaishek?
– Su auto siempre va precedido del de su guardia personal. Y nosotros tenemos nuestros indicadores.
Ferral comprendió, por fin, la razón de aquella actitud desdeñosa de la cabeza, que comenzaba a excitarle (al principio le parecía siempre que el oficial, por encima de la cabeza de Martial, miraba su boceto erótico): una nube en el ojo derecho obligaba al oficial a mirar de arriba abajo.
– No basta -respondió Martial-. Hay que arreglar eso. Lo mejor será cuanto antes. Ahora, tengo que salir volando: se trata de elegir el comité ejecutivo que tomará el gobierno en sus manos. Allí quizá pueda hacer algo. También se trata de la elección del prefecto, que no es poco…
Ferral y el oficial se quedaron solos.
– Entonces, señor -dijo el chino, con la cabeza hacia atrás-, ¿podemos, desde ahora, contar con usted?
– Liu-Ti-Yu espera -respondió.
Jefe de la asociación de los banqueros shanghayeses; presidente honorario de la Cámara de Comercio china; aliado con todos los jefes de guildas, aquél podía obrar en aquella ciudad china que, sin duda, comenzaban a ocupar las secciones insurrectas mejor aún que Ferral las concesiones. El oficial se inclinó y se despidió. Ferral subió al primer piso. En un rincón de un despacho moderno, adornado por todas partes con esculturas de remotas épocas chinas; con un traje blanco, sobre un chaleco de punto, blanco también, como sus cabellos hirsutos; sin cuello; con las manos adheridas a los tubos niquelados de su sillón, Liu-Ti-Yu esperaba, en efecto. Toda su fisonomía estaba en la boca y en las mandíbulas: una enérgica rana vieja.
Ferral no se sentó.
– Usted está decidido a acabar con los comunistas -no interrogaba, afirmaba-. Nosotros también, evidentemente. -Comenzó a pasearse por el cuarto, con los hombros hacia adelante-. Chiang Kaishek está dispuesto a la ruptura.
Ferral nunca había encontrado la desconfianza en el semblante de un chino. ¿Aquél le creía? Le tendió una caja con cigarrillos. Aquella caja, desde que había decidido no volver a fumar, estaba siempre abierta sobre su mesa, como si, viéndola sin cesar, afirmase la fuerza de su carácter, confirmando así su decisión.
– Hay que ayudar a Chiang Kaishek. Para usted, eso constituye una cuestión de vida o muerte. No es cosa de que la situación actual se mantenga. En la retaguardia del ejército y en el campo, los comunistas comienzan a organizar las uniones campesinas. El primer decreto de las uniones será la desposesión de los prestamistas. -Ferral no decía los usureros-. La enorme mayoría de sus capitales están en los campos; el más saneado de los depósitos de sus bancos está garantizado por sus tierras. Los soviets campesinos…
– Los comunistas no se atreverán a formar soviets en China.
– No juguemos con las palabras, señor Liu. Uniones o soviets, las organizaciones comunistas van a nacionalizar la tierra y a declarar ilegales los créditos. Estas dos medidas suprimen lo esencial de las garantías, en nombre de las cuales les han sido concedidos los créditos extranjeros. Más de mil millones, contando a mis amigos japoneses y americanos. No es cosa de garantizar esta suma con un comercio paralizado. Y aun sin hablar de nuestros créditos, esos decretos bastan para que quiebren todos los bancos chinos. Evidente.
– El Kuomintang no dejará que se haga eso.
– No hay Kuomintang. Hay azules y rojos. Hasta aquí han colaborado, aunque mal, porque Chiang Kaishek no tenía dinero. Tomada Shanghai mañana, Chiang Kaishek casi puede pagar su ejército con las aduanas. No por completo. Cuenta con nosotros. Los comunistas han predicado por todas partes la vuelta a la posesión de las tierras. Se dice que se esfuerzan por retrasarlo: demasiado tarde. Los campesinos han oído sus discursos, y no son miembros de su partido. Harán lo que quieran.
– Nada puede detener a los campesinos, como no sea la fuerza. Ya se lo he dicho al señor cónsul general de la Gran Bretaña.
Encontrando casi el tono de su voz en el de su interlocutor, Ferral recibió la impresión de que le ganaba.
– Ya han tratado de recuperar las tierras. Chiang Kaishek está dispuesto a no dejarlos obrar. Ha dado orden de que no se toque ninguna de las tierras que pertenecen a oficiales o a parientes de oficiales. Es preciso…
– Todos nosotros somos parientes de oficiales. Liu sonrió.
«¿Existe una sola tierra en China cuyo propietario no sea pariente de un oficial?…»
Ferral conocía el parentesco chino.
Otra vez el teléfono.
– El arsenal está bloqueado -dijo Ferral-. Todos los establecimientos gubernamentales están tomados. El ejército revolucionario entrará en Shanghai mañana. Es preciso que la cuestión quede resuelta ahora. Compréndame bien. A consecuencia de la propaganda comunista, numerosas tierras les han sido tomadas a sus propietarios; Chiang Kaishek debe aceptarlo o dar la orden de que se fusile a los que las han cogido. El gobierno rojo de Han-Kow no puede aceptar semejante orden.
– Contemporizará.
– Ya sabe usted en lo que se convirtieron las acciones de las sociedades inglesas, después de la toma de la concesión de Han-Kow. Ya sabe en lo que se convertirá su situación cuando las tierras, cualesquiera que sean, hayan sido arrancadas legalmente a sus poseedores. Chiang Kaishek sabe y dice que está obligado a romper ahora. ¿Quiere usted ayudarle? ¿Sí o no?
Liu escupió, con la cabeza hundida entre los hombros. Cerró los ojos; los volvió a abrir, y contempló a Ferral con la mirada desplegada del viejo usurero de no importa qué lugar sobre la tierra:
– ¿Cuánto?
– Cincuenta millones de dólares.
Escupió de nuevo.
– ¿Para nosotros solos?
– Sí.
Volvió a cerrar los ojos. Por encima del ruido desgarrador del tiroteo, de minuto en minuto, el tren blindado disparaba.
Si los amigos de Liu se decidían, todavía habría que luchar; si no se decidían, el comunismo triunfaría, sin duda, en China. «He aquí uno de los instantes en que el destino del mundo cambia…», pensó Ferral, con un orgullo en el que había exaltación e indiferencia. No quitaba la mirada de su interlocutor. El viejo, con los ojos cerrados, parecía dormir; pero, sobre el dorso de sus manos, las venas azules, enmarañadas, temblaban como nervios. «Será preciso, también, un argumento individual», pensó Ferral.
– Chiang Kaishek -dijo- no puede dejar que se despoje a sus oficiales. Y los comunistas están decididos a asesinarlo. Lo sabe.
Se decía eso desde hacía algunos días; pero Ferral lo dudaba.
– ¿De cuánto tiempo disponemos? -preguntó Liu.
E inmediatamente, con un ojo cerrado y el otro abierto, astuto el derecho, vergonzoso el izquierdo:
– ¿Está usted seguro de que no tomará el dinero sin ejecutar sus promesas?
– También existe nuestro dinero, y no es de promesas de lo que se trata. No puede obrar de otro modo. Y, compréndame bien: no es porque usted lo pague por lo que debe destruir a los comunistas: porque debe destruir a los comunistas es por lo que usted le paga.
– Voy a reunir a mis amigos.
Ferral conocía la costumbre china y la influencia del que habla.
– ¿Cuál será su consejo?
– Chiang Kaishek puede ser combatido por la gente de Han-Kow. Allí hay doscientos mil obreros sin trabajo.
– Si no le ayudamos, lo será, seguramente.
– Cincuenta millones… Es… mucho…
Por fin miró de frente a Ferral.
– Menos de lo que usted se verá obligado a dar a un gobierno comunista.
El teléfono.
– El tren blindado está aislado -pronunció Ferral-. Aunque el gobierno quisiera enviar nuevas tropas del frente, ya no podría hacer nada.
Tendió la mano.
Liu se la estrechó y abandonó el aposento. Desde la alta ventana, cubierta de jirones de nubes, Ferral vio alejarse el auto, cubriendo por un momento el ruido del motor al de las descargas. Aunque resultase vencedor, el estado de sus empresas le obligaría quizá a solicitar la ayuda del gobierno francés, que rehusaba tan a menudo, que acababa de rehusar al Banco Industrial de China; pero ahora era de aquéllos a través de los cuales se jugaba la suerte de Shanghai. Todas las fuerzas económicas, casi todos los consulados hacían el mismo juego que él: Liu pagaría. El tren blindado continuaba disparando. Sí; por primera vez, había una organización del otro lado. Le hubiera gustado conocer a los hombres que la dirigían. Y mandarlos fusilar también.
La tarde de guerra se perdía en la noche. A ras del suelo se encendían las luces, y el río invisible llamaba hacia sí como siempre la poca vida que quedaba en la ciudad. Venía de Han-Kow, aquel río. Liu tenía razón, y Ferral lo sabía: allí estaba el peligro. Allí se formaba el ejército rojo. Allí, los comunistas dominaban. Desde que las tropas revolucionarias, como las máquinas quitanieves, rechazaban a los nordistas, toda la izquierda soñaba con aquella tierra prometida: la patria de la Revolución estaba en la sombra verdosa de aquellas fundiciones, de aquellos arsenales, aun antes de que los hubieran tomado; ahora, la poseían, y aquellos mercaderes miserables, que se perdían en la bruma pegajosa donde las linternas se hacían cada vez más numerosas, avanzaban en dirección al río, como si todos hubiesen llegado también de Han-Kow con sus fauces de derrota, como presagios expulsados hacia él por la noche amenazadora.
Las once. Desde la salida de Liu, antes y después de la comida, los jefes de guildas, los banqueros, los directores de las compañías de seguros y de transportes fluviales, los importadores y los jefes de las hilanderías. Todos dependían, en alguna medida, del grupo Ferral o de uno de los grupos extranjeros que habían unido su política a la del Consorcio Francoasiático: Ferral no contaba más que con Liu. Corazón viviente de la China, Shanghai palpitaba al paso de todo cuanto le hacía vivir; hasta de lo último de los campos -la mayor parte de los propietarios terratenientes dependían de los bancos-, los vasos sanguíneos confluían, como canales, hacia la capital donde se jugaba el destino chino. El tiroteo continuaba. Ahora, había que esperar.
Al lado, Valeria estaba acostada. Aunque era su querida desde hacía una semana, nunca había pretendido amarla: ella habría sonreído, con insolente complicidad. Tampoco ella le había dicho nada, por la misma razón, quizá. Los obstáculos de que estaba hecha su vida presente la lanzaban hacia el erotismo, no hacia el amor. Él sabía que ya no era joven, y se esforzaba por persuadirse de que su leyenda suplía a la juventud. Él era Ferral y conocía a las mujeres. A tal punto, en efecto, que no creía una palabra de cuanto se decía. Se acordaba de uno de sus amigos, inteligente, enfermizo, al que había envidiado sus queridas. Un día en que, a tal respecto, había interrogado a Valeria, ésta le había dicho: «No hay nada más atractivo en un hombre que la unión de la fuerza y la debilidad.» Persuadido de que ningún ser se explica simplemente por medio de su vida, retenía esta frase con mayor intensidad que todo cuanto ella le había confiado acerca de la suya.
Aquella gran modista rica no era venal (todavía, al menos). Afirmaba que el erotismo de muchas mujeres consistía en ponerse desnudas delante de un hombre escogido, y no actuaba plenamente más que una vez. ¿Pensaba en sí misma? Era aquélla, no obstante, la tercera vez que se acostaba con él. Ferral apreciaba en ella un orgullo semejante al suyo. «Los hombres tienen los viajes, y las mujeres tienen a sus amantes», había dicho Valeria la víspera. ¿Le gustaba, como a muchas mujeres, por el contraste entre su dureza y las atenciones que le prodigaba? No ignoraba que comprometía en aquel juego su orgullo -lo esencial de su vida-. No dejaba de haber peligro en una compañera que decía: «Ningún hombre puede hablar de las mujeres, querido, porque ningún hombre comprende que todo nuevo maquillaje, todo nuevo vestido y todo nuevo amante proponen una alma nueva…», con la sonrisa necesaria.
Entró en la habitación. Acostada, con los cabellos en el hueco del brazo, bien torneado, le contempló sonriendo.
La sonrisa le proporcionaba la vida, a la vez intensa y abandonada, que proporciona el placer. Durante el descanso, la expresión de Valeria era de tristeza tierna, y Ferral recordaba que la primera vez que la había visto había dicho que tenía un semblante turbio -el semblante que convenía a lo que sus ojos grises tenían de dulces-. Pero cuando la coquetería entraba en juego, la sonrisa que entreabría su boca en forma de arco, más en las comisuras que en el centro, armonizando de una manera imprevista con sus cabellos, cortos y ondulados a trozos, y con sus ojos, entonces menos tiernos, le daba, a pesar de la fina regularidad de sus facciones, la expresión compleja del gato en el abandono. A Ferral le gustaban los animales, como a todos aquellos cuyo orgullo es demasiado grande para acomodarse a los hombres; los gatos, sobre todo.
La besó. Ella tendió la boca. ¿Por sensualidad o por horror a la ternura? -se preguntaba él, mientras se desnudaba en el cuarto de baño-. La bombilla se había roto y los objetos del tocador aparecían rojizos, iluminados por los incendios. Miró por la ventana: en la avenida, una multitud en movimiento, millones de peces bajo el temblor de un agua negra; le pareció, de pronto, que el alma de aquella multitud la había abandonado, como el pensamiento a los durmientes que sueñan, y que ardían con una energía alegre en aquellas llamas abundantes que iluminaban los límites de los edificios.
Cuando volvió, Valeria soñaba y no sonreía ya. Aunque estaba acostumbrado a aquella diferencia de expresión, le pareció, una vez más, salir de una locura. ¿No quería más que ser amado de la mujer, en la sonrisa que aquella mujer sin sonrisa le deparaba, como una extraña? El tren blindado disparaba de minuto en minuto, como para un triunfo: estaba aún en manos de los gubernamentales, con el cuartel, el arsenal y la iglesia rusa.
– Querido -preguntó ella-, ¿ha vuelto usted a ver al señor Clappique?
Toda la colonia francesa de Shanghai conocía a Clappique. Valeria había vuelto a encontrarle durante una cena, la antevíspera; su fantasía la encantaba.
– Sí. Le he encargado que me compre algunas aguadas de Kama.
– ¿Se encuentran en las casas de los anticuarios?
– No. Pero Kama vuelve de Europa; pasará por aquí dentro de unos quince días. Clappique estaba cansado, y no ha contado más que dos lindas historias: la de un ladrón chino que fue absuelto por haberse introducido por un agujero en forma de lira en el Monte Pío, que se puso a desvalijar, y esta otra: Ilustre Virtud, desde hacía veinte años, domesticaba a unos conejos. A un lado de la aduana interior, estaba su casa; al otro, sus cabañas. Los aduaneros, sustituidos una vez más, se olvidaron de prevenir a sus sucesores acerca de su paso cotidiano. Llega él con su cesta, llena de hierba debajo del brazo. «¡Eh! Enseñe usted su cesta.» Debajo de la hierba, relojes, cadenas, lámparas eléctricas, aparatos fotográficos. «¿Es esto lo que da usted de comer a los conejos?» «Sí, señor director de aduanas. Y (como dirigiéndose a los citados conejos) si no les gusta eso, no tendrán otra cosa.»
– ¡Oh! -exclamó ella-. Es una historia científica; ahora lo comprendo todo. Los conejos-campanilla, los conejos-tambor, ¿sabe usted?, todos esos lindos animalitos que viven tan bien en la luna y en sitios semejantes, y tan mal en las habitaciones de los niños; de ahí es de donde vienen… Constituye una dolorosa injusticia, esa triste historia de Ilustre Virtud. Y me parece que los periódicos revolucionarios van a protestar mucho: porque, en verdad, tenga usted la seguridad de que los conejos comían aquellas cosas.
– ¿Ha leído usted Alicia en el país de las maravillas, querida?
Despreciaba bastante a las mujeres, sin las cuales no podía pasar, para llamarlas «querida».
– Cómo, ¿lo duda usted? Me lo sé de memoria.
– Su sonrisa me hace pensar en el fantasma del gato que no se materializa nunca y del que no se veía más que una encantadora sonrisa de gato flotante en el aire. ¡Ah! ¿Por qué la inteligencia de las mujeres quiere siempre elegir otro objeto distinto al suyo?
– ¿Cuál es el suyo, querido?
– El encanto y la comprensión, con toda evidencia.
Ella reflexionó.
– Lo que los hombres nombran así es la sumisión del espíritu. Usted no reconoce en una mujer más que la inteligencia que le aprueba. Eso es tan descansado…
– Entregarse, para una mujer, y poseer, para un hombre, son los dos únicos medios de que los seres puedan comprenderlo todo, sea lo que sea…
– ¿No cree usted, querido, que las mujeres no se entregan nunca (o casi nunca), y que los hombres no poseen nada? Se trata de un juego: «Creo que la poseo, puesto que ella cree que es poseída…» ¿Sí? ¿Verdaderamente? Lo que voy a decir está muy mal, pero ¿no cree usted que ésa es la historia del corcho, que se creía mucho más importante que la botella?
La libertad de costumbres, en una mujer, excitaba a Ferral; pero la libertad de espíritu le irritaba. Se sintió ávido de hacer que renaciese el único sentimiento que le prestaba superioridad sobre una mujer: la vergüenza cristiana, el reconocimiento ante la vergüenza sufrida. Si Valeria no lo adivinó, adivinó que se separaba de ella, y, sensible, por otra parte, a un deseo físico que veía aumentar, recreada en la idea de que podría recuperarlo a voluntad, le miró con la boca entreabierta (puesto que le gustaba su sonrisa…), ofreciéndole la mirada, segura de que, como casi todos los hombres, tomaría el deseo que abrigaba de seducirle por el de un abandono.
Se reunió con ella en el lecho. Las caricias prestaban a Valeria una expresión hermética que él quiso ver transformarse. Llamaba a la otra expresión con demasiada pasión para no esperar que la voluptuosidad la fijase en el semblante de Valeria, creyendo que destruía una máscara, y que lo que tenía de más profundo, de más secreto, era necesariamente lo que prefería en ella: nunca había copulado con Valeria más que en la sombra. Pero apenas, con la mano, le apartaba suavemente las piernas, ella apagó la luz. Él volvió a encenderla.
Había buscado el interruptor a tientas, y ella tomó aquello por un desprecio. Apagaba de nuevo. Él volvió a encenderla inmediatamente. Como tenía los nervios muy sensibles, Valeria se sintió a la vez muy cerca de la risa y de la cólera; pero volvió a encontrar su mirada. Ferral había apartado el interruptor, y ella adquirió la seguridad de que él esperaba lo más claro de su placer en la transformación sensual de sus facciones. Sabía que no era verdaderamente dominada por su sexualidad sino al comienzo de una unión y en la sorpresa; cuando vio que no encontraba el interruptor, le invadió la tibieza que conocía y le subió a lo largo del torso hasta las puntas de los senos y hasta los labios, de los que adivinó, ante la mirada de Ferral, que se henchían insensiblemente. Aprovechó aquella tibieza, y oprimiéndole entre los muslos y los brazos, se sumergió, entre prolongadas pulsaciones, lejos de una playa adonde sabía que sería arrojado al punto, con ella misma, la resolución de no perdonarle.
Valeria dormía. La respiración regular y la dejadez del sueño henchían sus labios con dulzura y también con la expresión perdida que le suministraba el goce. «Un ser humano -pensó Ferral-; una vida individual, aislada, única, como la mía…» Se la imaginó habitando en su cuerpo, experimentando en su lugar aquel goce que él no podía volver a sentir más que como una humillación; se veía él también humillado por aquella voluptuosidad pasiva, por aquel sexo de mujer. «Eso es idiota; ella siente en función de su sexo, como yo en función del mío; ni más ni menos. Siente como un nudo de deseos, de tristeza, de orgullo; como un destino… Evidentemente.» Pero no en aquel momento: el sueño y sus labios la entregaban a una sensualidad perfecta, como si hubiese aceptado el no ser ya un ser vivo y libre, sino solamente aquella expresión de reconocimiento de una conquista física. El gran silencio de la noche china, con su olor a alcanfor y a hojas, adormecido él también hasta el Pacífico, la recubría fuera del tiempo: ni un navío llamaba; ni un tiro de fusil. No encerraba Valeria en su sueño los recuerdos y las esperanzas que él no poseería nunca: ella no era nada más que el otro polo de su propio placer. Jamás había vivido: nunca había sido una niña.
El cañón, de nuevo: el tren blindado comenzaba otra vez a disparar.
Desde una relojería, transformada en puesto, Kyo observaba el tren blindado. A 200 metros hacia adelante y hacia atrás, los revolucionarios habían hecho saltar los rieles y arrancado el paso a nivel. Del tren que obstruía la calle -inmóvil, muerto-, Kyo no veía más que dos vagones, uno cerrado, como un vagón para ganado, y el otro aplastado, como bajo un receptáculo de petróleo, bajo su torrecilla, de donde salía un cañón de pequeño calibre. No había hombres: ni sitiados ocultos tras de sus rejas cerradas como las de una cárcel, ni asaltantes dentro de las casas que dominaban la vía. Detrás de Kyo, hacia la iglesia rusa o hacia la imprenta comercial no cesaban las descargas. Los soldados dispuestos a dejarse desarmar no entraban en cuenta; los otros iban a morir. Todas las secciones insurrectas estaban armadas ahora; las tropas gubernamentales, con el frente deshecho, huían hacia Nankín en los trenes saboteados y por los barrancos fangosos de las carreteras, bajo el viento lluvioso. El ejército del Kuomintang llegaría a Shanghai dentro de algunas horas: de momento en momento, venían los correos.
Entró Chen, como siempre, vestido de obrero; se sentó al lado de Kyo, y contempló el tren. Sus hombres estaban de guardia detrás de una barricada a cien metros de allí, aunque no debían atacar.
El cañón del tren, de perfil, se movía. Como nubes muy bajas, unos velos de humo, última vida del incendio extinto, se deslizaban por delante de él.
– No creo que tengan ya muchas municiones -dijo Chen.
El cañón salía de la torrecilla como el telescopio de un observatorio, y se movía con una movilidad prudente; a pesar de los blindajes, la vacilación de aquel movimiento le hacía parecer frágil.
– En cuanto nuestros propios cañones estén allá… -dijo Kyo.
El que contemplaba dejó de moverse y disparó. En respuesta, una descarga crepitó contra el blindaje. Un claro apareció en el cielo gris y blanco precisamente por encima del tren.
Un correo llevó algunos documentos a Kyo.
– No tenemos mayoría en el comité -dijo éste.
La asamblea de delegados, reunida clandestinamente por el partido Kuomintang, antes de la insurrección, había elegido un comité central de 26 miembros, 15 de ellos comunistas; pero este comité acababa de elegir, a su vez, el comité ejecutivo, que iba a organizar el gobierno municipal. Allí estaba la eficacia; allí, los comunistas ya no tenían mayoría.
Un segundo correo con uniforme entró y se detuvo junto al marco de la puerta.
– El arsenal está tomado.
– ¿Y los tanques? -preguntó Kyo.
– Han salido para Nankín.
– ¿Tú vienes del ejército?
Era un soldado de la 1.ª División, la que contaba mayor número de comunistas. Kyo le interrogó. El hombre estaba amargado: se preguntaba para qué servía la Internacional. Todo se había entregado a la burguesía del Kuomintang; los parientes de los soldados, campesinos casi todos, se veían obligados a hacer efectiva la crecida cotización de los fondos de guerra, en tanto que la burguesía sólo estaba gravada con moderación. Si pretendían apoderarse de las tierras, las órdenes superiores se lo impedían. La toma de Shanghai iba a cambiar todo aquello -pensaban los soldados comunistas-; el mensajero no estaba muy seguro de ello. Informado de una sola parte, exponía malos argumentos; pero era fácil deducirlos mejores. La guardia roja -respondía Kyo- y la milicia obrera iban a ser creadas en Shanghai; en Han-Kow había más de doscientos mil obreros sin trabajo. Ambos, de minuto en minuto, se detenían y escuchaban.
– Han-Kow -dijo el hombre-; sé muy bien lo que hay en Han-Kow…
Sus voces ensordecidas parecían permanecer junto a ellos, retenidas por el aire estremecido, que parecía esperar también el cañón. Ambos pensaban en Han-Kow, «la ciudad más industrial de toda China». Allí se organizaba un nuevo ejército rojo; a aquella misma hora, las secciones obreras aprendían allí a manejar los fusiles…
Con las piernas separadas, los puños en las rodillas, la boca entreabierta, Chen contemplaba a los correos y no decía nada.
– Todo va a depender del prefecto de Shanghai -prosiguió Kyo-. Si éste es de los nuestros, poco importa la mayoría. Si es de la derecha…
Chen consultó la hora. En aquella relojería, por lo menos treinta relojes, en marcha o parados, señalaban horas diferentes. Descargas precipitadas se reunieron, en un alud. Chen dudó si miraría o no hacia afuera: no podía apartar los ojos de aquel universo de movimientos de relojería, impasibles ante la Revolución. El movimiento de los correos que salían le repuso; se decidió, por fin, a consultar su propio reloj.
– Las cuatro. Se puede saber…
Hizo funcionar el teléfono de campaña, soltó rabiosamente el receptor y se volvió hacia Kyo.
– El prefecto es de la derecha.
– Extender por ahora la Revolución, y después profundizarla… -dijo Kyo, más como una pregunta que como una respuesta-. La línea de conducta de la Internacional parece consistir en dejar aquí el poder a la burguesía. Provisionalmente… seremos robados. He visto a unos correos del frente: todo movimiento obrero está prohibido en la retaguardia. Chiang Kaishek ha mandado disparar sobre los huelguistas, adoptando algunas precauciones.
Entró un rayo de sol. Allí arriba, la mancha azul del claro se agrandaba. La calle se llenó de sol. A pesar de las descargas, el tren blindado, bajo aquella luz, parecía abandonado. Disparó de nuevo. Kyo y Chen lo observaban, con menos atención ahora: quizá el enemigo estuviese más cerca de ellos. Muy inquieto, Kyo miraba confusamente a la acera, que brillaba bajo el sol provisional. Una gran sombra se extendió. Levantó la cabeza: era Katow.
– Antes de quince días -prosiguió-, el gobierno Kuomintang suprimirá nuestras secciones de asalto. Acabo de ver a unos oficiales azules, enviados del frente para sondearnos e insinuarnos astutamente que las armas estarían mejor entre ellos que entre nosotros. Desarmar a la guardia obrera: tendrán a la policía, al comité, al prefecto, el Ejército y las armas. Y habremos hecho la insurrección para eso. Debemos abandonar el Kuomintang, aislar el partido comunista y, si es posible, entregarle el poder. No se trata de jugar al ajedrez, sino de pensar seriamente en el proletariado, en todo esto. ¿Qué le aconsejaremos?
Chen se miraba los pies, finos y sucios, desnudos dentro de unos zuecos.
– Los obreros tienen razón al declararse en huelga. Nosotros les ordenamos que cesen en la huelga. Los campesinos quieren apoderarse de las tierras. Tienen razón. Nosotros se lo prohibimos.
Su acento no subrayaba las palabras más largas.
– Nuestras contraseñas son las de los azules -continuó Kyo-, con unas cuantas promesas más. Pero los azules dan a los burgueses lo que les prometen, y nosotros no damos a los obreros lo que prometemos a los obreros.
– Basta -dijo Chen, sin levantar siquiera los ojos-. En primer término, hay que matar a Chiang Kaishek.
Katow escuchaba en silencio.
– Eso, para lo futuro -dijo, por fin-. Ahora, están matando a los nuestros. Sí. Y, sin embargo, Kyo, no estoy seguro de ser de tu opinión: ya ves. Al comienzo de la Revolución, cuando no era todavía socialista revolucionario, todos estábamos en contra de la táctica de Lenin en Ucrania. Antonov, comisario allá, había detenido a los propietarios de las minas y los había condenado a diez años de trabajos forzados, por sabotaje. Sin juicio. Por su propia autoridad de comisario de la Cheka, Lenin le felicitó; todos protestamos. Eran unos verdaderos explotadores los propietarios, ¿sabes?, y varios de nosotros fuimos a las minas, como condenados; porque creíamos que había que ser particularmente justos con ellos; nada menos. Sin embargo, si los hubiéramos puesto en libertad, el proletariado no habría comprendido nada. Lenin tenía razón. La justicia estaba de nuestra parte; pero Lenin tenía razón. Y nosotros estábamos también contra los poderes extraordinarios de la Cheka. Hay que prestar atención. La contraseña actual es buena: extender la Revolución, y después profundizarla. Lenin nos dijo, de pronto: «Todo el poder para los soviets.»
– Pero nunca dijo: el poder para los mencheviques. Ninguna situación puede obligarnos a que entreguemos nuestras armas a los azules. Ninguna. Porque, entonces, no hay duda alguna, la Revolución está perdida, y no existe…
Entraba un oficial del Kuomintang, bajito, estirado, casi japonés. Saludó.
– El ejército estará aquí dentro de media hora -dijo-. Nos faltan armas. ¿Cuántas pueden ustedes proporcionarnos?
Chen se paseaba por la habitación. Katow esperaba.
– Las milicias obreras deben permanecer armadas -dijo Kyo.
– Mi pedido ha sido hecho de acuerdo con el gobierno de Han-Kow -declaró el oficial.
Kyo y Chen sonrieron.
– Les ruego que se informen -agregó.
Kyo utilizó el teléfono.
– Hasta con la orden… -comenzó Chen, entre dientes.
– ¡Bueno! -exclamó Kyo.
Escuchaba. Katow cogió el segundo receptor. Lo colgaron de nuevo.
– Bien -dijo Kyo-. Pero los hombres están aún en las filas.
– La artillería estará allí muy pronto -dijo el oficial-. Acabaremos con estas cosas… -señaló el tren blindado, encallado en el sol-… nosotros mismos. ¿Podrán ustedes entregar las armas a las tropas mañana por la tarde? Tenemos una urgente necesidad de ellas. Continuamos avanzando hacia Nankín.
– Dudo que sea posible recuperar más de la mitad de las armas.
– ¿Por qué?
– Todos los comunistas no se avendrán a entregarlas.
– ¿Ni aun con la orden de Han-Kow?
– Ni aun con la orden de Moscú. Por lo menos, inmediatamente.
Apreciaban la exasperación del oficial, aunque éste no la manifestaba.
– Vea usted lo que puede hacer -dijo-. Enviaré a uno, a eso de las siete.
Salió.
– ¿Eres tú de la opinión que se entreguen las armas? -preguntó Kyo a Katow.
– Trato de comprender. Es preciso, ante todo, ir a Han-Kow, ¿sabes? ¿Qué quiere la Internacional? Desde luego, servirse del ejército del Kuomintang para unificar China. Desarrollar después por medio de la propaganda y demás, esa Revolución que debe, por sí misma, transformarse de Revolución democrática en Revolución socialista.
– Hay que matar a Chiang Kaishek -dijo secamente Chen.
– Chiang Kaishek no nos dejará ya que lleguemos a eso -respondió Kyo-. No puede. No puede mantenerse aquí más que apoyándose en las aduanas y en las contribuciones de la burguesía, y la burguesía no pagará nada: será preciso que le devuelva la moneda en comunistas degollados.
– Todo eso -dijo Chen- es hablar para no decir nada.
– Déjanos en paz -dijo Katow-. No pienses que vas a poder matar a Chiang Kaishek sin el acuerdo del Comité Central, o, por lo menos, del delegado de la Internacional.
Un rumor lejano iba llenando, poco a poco, el silencio.
– ¿Vas a ir a Han-Kow? -preguntó Chen a Kyo.
– Desde luego.
Chen se paseaba por la habitación, bajo todos los péndulos de los despertadores y de los relojes de cuclillo, que continuaban llevando el compás.
– Lo que he dicho es muy sencillo -pronunció al fin-. Lo esencial. La única cosa que hay que hacer. Avísalos.
– ¿Tú esperarás?
Kyo sabía que, si Chen, en lugar de responder, vacilaba, no era porque Katow le hubiera convencido. Era porque ninguna de las órdenes presentes de la Internacional satisfacía la pasión profunda que le había hecho revolucionario; si, por disciplina, las aceptaba, ya no podía obrar. Kyo contemplaba, bajo los relojes, aquel cuerpo hostil que había hecho a la Revolución el sacrificio de sí mismo y de los demás, y al que la Revolución iba tal vez a lanzar a su soledad con el recuerdo de sus asesinatos. A la vez de los suyos y contra él, ya no podía unírsele ni separársele. Bajo la fraternidad de las armas en el instante mismo en que contemplaba aquel tren blindado al que quizá atacasen juntos, sentía la ruptura posible como hubiese sentido la amenaza de la crisis en un amigo epiléptico o loco, en el momento de su mayor lucidez.
Chen había reanudado sus paseos. Sacudió la cabeza, como para protestar, y dijo, por fin: «Bueno», encogiéndose de hombros, como si hubiese respondido así para satisfacer a Kyo, en un deseo pueril.
Volvió el rumor más fuerte, aunque tan confuso, que tuvieron que escuchar con mucha atención para distinguir qué era lo que producía. Parecía que subía del suelo.
– No -dijo Kyo-; son gritos.
Se acercaban y se hacían más precisos.
– ¿Tomarán la iglesia rusa? -interrogó Katow.
Muchos gubernamentales estaban atrincherados allá. Pero los gritos se aproximaban, como si viniesen de los arrabales hacia el centro. Eran cada vez más fuertes. Resultaba imposible distinguir las palabras. Katow echó una ojeada al tren blindado.
– ¿Les llegarán refuerzos?
Los gritos, siempre sin palabras, se producían cada vez más cerca, como si alguna noticia capital hubiese sido transmitida de multitud en multitud. Luchando con ellos, otro ruido se sobrepuso y se hizo distinto, por fin: la conmoción regular del suelo bajo los pasos.
– El ejército -dijo Katow-. Son los nuestros.
Sin duda. Los gritos eran aclamaciones. Siendo aún imposible distinguirlos de los aullidos del miedo: Kyo había oído aproximarse así los de la multitud fugitiva a causa de la inundación. El martilleo de los pasos se cambió en un chapaleo y luego se reanudó: los soldados se habían detenido y volvían a partir en otra dirección.
– Se les ha avisado que el tren blindado está aquí -dijo Kyo.
Los del tren oirían, sin duda, los gritos peor que ellos, pero mucho mejor el martilleo, transmitido por la resonancia de los blindajes.
Un estruendo formidable sorprendió a los tres: por cada pieza, por cada ametralladora y por cada fusil, el tren disparaba. Katow había formado parte de uno de los trenes blindados de Siberia; más fuerte que él, su imaginación le hacía seguir la agonía de éste. Los oficiales habían ordenado el fuego a discreción. ¿Qué podrían hacer en sus torrecillas, con el teléfono en una mano y el revólver en la otra? Cada soldado adivinaba, sin duda, lo que significaba aquel martilleo. ¿Se preparaban a morir juntos, o arrojarse los unos sobre los otros, en aquel enorme submarino que no volvería a elevarse jamás?
El tren mismo entraba en un ansia furiosa. Disparando por todas partes: conmovido por su frenesí mismo, parecía querer arrancarse de los rieles, como si la rabia desesperada de los hombres que albergaba hubiese pasado a aquella armadura prisionera y se debatiese ella también. Lo que en aquel desencadenamiento fascinaba a Katow no era la mortal embriaguez en que zozobraban los hombres del tren; era el estremecimiento de los rieles, que contenía todos aquellos aullidos como una camisa de fuerza: un movimiento con el brazo hacia adelante, para convencerse de que no se le había paralizado. Treinta segundos, y el estruendo cesó. Por encima de la conmoción sorda de los pasos y del tictac de todos los relojes de la tienda, se estableció un fragor de pesados hierros: la artillería del ejército revolucionario.
Detrás de cada blindaje, un hombre del tren escuchaba aquel ruido como la voz misma de la muerte.