Parte Cuarta 11 de abril

12 y media

Clappique, casi solo, en el bar del hotelito Grosvenor -nogal pulido, botellas, níquel, banderas-, hacía girar un cenicero sobre su índice extendido. El conde Chpilewski, a quien esperaba, entró. Clappique arrugó un papel, en el cual acababa de hacer a cada uno de sus amigos un regalo imaginario.

– ¿Esta aldea soleada ve prosperar sus negocios, amigo mío?

– Poco. Pero irán bien a últimos de mes. Colocaré unos comestibles. Entre los europeos solamente, como es natural.

A pesar del traje blanco, muy sencillo, de Chpilewski, su nariz curva y delgada, su frente calva, sus cabellos grises echados hacia atrás y sus pómulos le daban siempre el aspecto de estar disfrazado de águila. El monóculo acentuaba la caricatura.

– Ya ve usted, querido amigo; la cuestión consistiría, naturalmente, en encontrar unos veinte mil francos. Con esta suma se puede obtener un puesto muy honroso en el ramo de la alimentación.

– ¡Un abrazo, amigo! ¿Quiere usted un puestecito, no, un puesto honroso en la alimentación? ¡Bravo!…

– No le creía a usted tan… lleno de… este… prejuicios.

Clappique miraba al águila con el rabillo del ojo: antiguo campeón de sable de Cracovia, sección de oficiales.

– ¿Yo? ¡Vuélvase bajo tierra! ¡Estallo! Figúrese que, si yo tuviese ese dinero, lo emplearía en imitar a un alto funcionario holandés de Sumatra, que se paseaba todos los años, cuando volvía a acariciar sus tulipanes, ante la costa de Arabia. Amigo mío, eso le sugirió la idea (conviene decir que esto pasaba hacia 1860) de ir a hurgar los tesoros de La Meca. Parece que son considerables, y, dorados, dorados, están en grandes cuevas oscuras, donde siempre los han escondido los peregrinos. En una de esas cuevas es donde yo quisiera vivir… Por fin, mi tulipanista tuvo una herencia y se fue a las Antillas para reclutar un equipo de piratas, a fin de conquistar La Meca por sorpresa con una porción de armas modernas: fusiles de dos caños, bayonetas de tornillo, ¡qué sé yo! Las embarca… ¡Ni una palabra!… Se las lleva para allá…

Se llevó el índice a los labios, gozando con la nerviosidad del polaco, que parecía una complicidad.

– ¡Bueno! Se sublevan; lo degüellan meticulosamente y se entregan con el barco y una piratería nada poética, en un mar cualquiera. Es una historia verdadera; y, además, moral. Pero, le decía yo, es una locura, una locura que usted cuente conmigo para encontrar los veinte mil. ¿Quiere usted que vea a algunos sujetos, o algo por el estilo? Lo haré. Por otra parte, puesto que, por cada combinación, debo pagar a su bendita policía, prefiero que sea a usted, y no a otro. Pero a esos sujetos, mientras las casas arden, les interesa más el opio y la cocaína.

Comenzó otra vez a hacer girar el cenicero.

– Le hablo a usted -dijo Chpilewski- porque, si quiero obtener éxito, como es natural, tengo que hablar a todos. Hubiera debido, al menos, esperar. Pero sólo quería hacerle un favor, cuando le rogué que viniese a ofrecerme el alcohol (es una falsificación). Es éste: abandone Shanghai mañana.

– ¡Ah, ah, ah! -exclamó Clappique, en escala ascendente. Como un eco, la bocina de un auto sonó fuera en arpegio-. ¿Por qué?

– Porque… Mi policía, como usted dice, para algo sirve. Váyase.

Clappique sabía que no podía insistir. Por un segundo se preguntó si acaso encerraría aquello una maniobra para obtener los veinte mil francos. ¡Oh, locura!

– ¿Y será preciso que me vaya mañana?

Miraba aquel bar, sus shakers, su barra niquelada, como viejas cosas amigables.

– Lo más tarde. Pero no se irá usted. Lo veo. Por lo menos, ya le habré prevenido.

Un agradecimiento vacilante (menos combatido por la desconfianza que por el carácter del consejo que se le daba, por la ignorancia de lo que le amenazaba) penetraba a Clappique.

– ¿Tendré más suerte de lo que yo creía? -continuó el polaco. Le cogió el brazo-. Váyase. Hay la historia de un barco…

– ¡Pero yo no figuro en ella para nada!

– Váyase.

– ¿Puede decirme si Gisors padre corre peligro?

– No lo creo. El hijo, más bien.

Decididamente, el polaco estaba informado. Clappique puso la mano en la suya.

– Lamento vivamente no tener ese dinero para pagarle su mercancía, amigo mío: quizá me salve usted… Pero todavía tengo algunos restos, dos o tres estatuas: lléveselas.

– No…

– ¿Por qué?

– ¡Ah!… ¡Ni una palabra! Bien. Sin embargo, me gustaría saber por qué no quiere usted llevarse mis estatuas.

Chpilewski le miró.

– Cuando se ha vivido como yo, ¿cómo podría hacerse… ese… este… oficio, si no se… compensase algunas veces?

– Dudo que existan muchos oficios que no obliguen a compensar…

– Sí. Por ejemplo, imagínese hasta qué punto están mal guardados los almacenes…

¿Qué relación? -iba a preguntar Clappique-. Pero consideraba, por experiencia, que las frases así encadenadas son siempre interesantes. Y quería favorecer, en absoluto, a su interlocutor, aunque no fuese más que dejándole hablar. Sin embargo, se sentía preocupado hasta el malestar.

– ¿Vigila usted los almacenes?

Para él la policía era una mezcla de combinaciones y de chantaje, un cuerpo encargado de cobrar impuestos clandestinos sobre el opio y las casas de juego. Los policías con los cuales tenía que vérselas (y particularmente Chpilewski) eran siempre unos adversarios semicómplices. Por el contrario, tenía repugnancia y miedo a la delación. Pero Chpilewski respondía:

– ¿Vigilar? No; ni mucho menos. Este… Lo contrario.

– ¡Calle! ¿Reparos individuales?

– Sólo para los juguetes, ¿sabe usted? No tengo bastante dinero para comprar juguetes a mi chico. Es muy lamentable. Tanto más cuanto que, a decir verdad, no quiero a ese chico más que cuando le causo… ese… placer. Y no sé producírselo de otro modo. Es muy difícil.

– Pues ya ve; llévese mis estatuas. No todas, si no quiere.

– Le ruego, le ruego… Voy a los almacenes, y digo… -Echó la cabeza hacia atrás y crispó los músculos de su frente y de su mejilla izquierda, alrededor del monóculo, sin ironía-. «Soy inventor. Inventor y constructor, naturalmente. Vengo a ver sus modelos.» Me dejan mirar. Llevo uno, nunca más de uno. A veces, se me vigila; pero pocas.

– ¿Y si fuese usted descubierto?

Sacó su cartera del bolsillo y la entreabrió ante Clappique, por donde estaba su tarjeta de policía. La volvió a cerrar e hizo con la mano un ademán de los más imprecisos.

– A veces, llevo dinero… También podrían echarme… Pero todo llega…

Muy extrañado, Clappique se manifestaba de pronto como hombre formal y de peso. Como no se consideraba nunca responsable de sí mismo, quedó sorprendido.

«Es preciso que prevenga al joven Gisors», pensó.


* * *

Entretanto, Chen caminaba a lo largo del muelle con una cartera debajo del brazo, cruzándose con los europeos uno a uno, cuyas fisonomías conocía: a aquella hora, casi todos iban a beber y a reunirse en el bar de Shanghai-Club o en los de los hoteles vecinos. Una mano se apoyó suavemente sobre su hombro, por detrás. Se sobresaltó, echó mano al bolsillo interior, donde llevaba el revólver.

– Hace mucho tiempo que no nos hemos visto, Chen… ¿Quiere usted…?

Se volvió; era el pastor Smithson, su primer maestro. Reconoció en seguida su hermoso rostro de americano, un poco piel-roja, tan estragado ahora.

– ¿… que caminemos juntos?

– Sí.

Chen prefería, para mayor seguridad e ironía, caminar en compañía de un blanco: llevaba una bomba en su cartera. La americana correcta que vestía aquella mañana le daba la impresión de que hasta su pensamiento estaba cohibido; la presencia de un acompañante completaba aquel disfraz -y, por una oscura superstición, no quería al pastor-. Había contado los coches durante un minuto, aquella mañana, para saber (par o impar) si obtendría éxito: respuesta favorable. Estaba exasperado contra sí mismo. Por lo tanto, hablar con Smithson era sustraerse a su irritación.

Ésta no escapaba al pastor; pero se hizo el desentendido:

– ¿Sufre usted, Chen?

– No.

Guardaba afecto a su antiguo maestro, aunque no exento de rencor.

El viejo pasó el brazo por debajo del suyo.

– Rezo por usted todos los días, Chen. ¿Qué ha encontrado, en lugar de la fe que abandonó?

Le miraba con una afección profunda, que, sin embargo, no tenía nada de paternal, como si se ofreciese. Chen vaciló.

– … No soy de esos de quienes se ocupa la felicidad.

– No sólo existe la felicidad, Chen; existe también la paz.

– No. Para mí, no.

– Para todos…

El pastor cerró los ojos, y Chen recibió la impresión de tener debajo de su brazo el de un ciego.

– Yo no busco la paz. Busco… lo contrario.

Smithson le miró, sin dejar de andar.

– Tenga cuidado con la soberbia.

– ¿Quién le dice que yo no haya encontrado mi fe?

– ¿Qué fe política acabará con el sufrimiento del mundo?

– Prefiero disminuirlo a buscarle explicación. El tono de su voz está lleno de… humanitarismo. No me gusta el humanitarismo que está hecho con la contemplación del sufrimiento.

– ¿Está usted seguro de que hay otro, Chen?

– Aguarde. Eso es difícil de explicar… Hay otro, que, al menos, no sólo está hecho de él.

– Qué fe política destruirá la muerte…

El tono del pastor no era de interrogación; de tristeza, más bien. Chen se acordó de su entrevista con Gisors, al que no había vuelto a ver. Gisors había puesto su inteligencia a su propio servicio, y no al de Dios.

– Ya le he dicho que no busco la paz.

– La paz…

El pastor calló. Caminaban.

– Mi pobre muchacho -continuó luego-, cada uno conoce sólo su propio dolor. -Su brazo oprimía el de Chen-. ¿Cree usted que toda la vida, realmente religiosa, no es una conversión cada día?…

Ambos miraban a la acera y parecían no estar ya en contacto más que por los brazos, «… de cada día…», repitió el pastor, con una fuerza cansada, como si aquellas palabras no fueran más que el eco de una obsesión. Chen no respondía. Aquel hombre hablaba de sí mismo y decía la verdad. Como él, aquél vivía su pensamiento; era otra cosa que un andrajo ávido. Bajo el brazo izquierdo, la cartera con la bomba; bajo el brazo derecho, aquel brazo opresor. «… una conversión de cada día…»

Aquella confidencia de índole secreta prestaba al pastor una perspectiva súbita y patética. Tan próximo al crimen, Chen se sentía acorde con toda angustia.

– Todas las noches, Chen, rezaré para que Dios le libre de la soberbia. (Rezo, sobre todo, de noche; ésta es favorable al rezo.) Si le concede la humildad, estará usted salvado. Ahora encuentro y sigo su mirada, que no podía encontrar antes…

Era con su sufrimiento, y no con sus palabras, con lo que Chen había entrado en comunión: aquella última frase; aquella frase de pescador que cree oler el pescado producía en él una cólera que subía penosamente, sin suprimir por completo una furtiva piedad. Ya no comprendía, en absoluto, sus sentimientos.

– Escuche usted bien -dijo-. Dentro de dos horas, mataré.

Fijó la mirada en los ojos de su acompañante, esta vez. Sin motivo, elevó hacia su rostro la mano derecha, que temblaba, y la crispó junto a la solapa de su americana correcta.

– ¿Sigue usted encontrando mi mirada?

No. Estaba solo. Todavía solo. Su mano abandonó la americana y se aferró a la solapa de la del pastor, como si hubiera querido sacudirle; éste puso la mano sobre la suya. Permanecían así, en medio de la acera, inmóviles, como dispuestos a luchar. Un transeúnte se detuvo: un blanco, y creyó que era un altercado.

– Eso es una atroz mentira -dijo el pastor, a media voz.

El brazo de Chen volvió a caer. Ni siquiera podía reír. «¡Una mentira!», gritó al transeúnte. Éste se encogió de; hombros y se alejó. Chen se volvió, de pronto, y se fue, casi corriendo.

Encontró, por fin, a sus dos compañeros, a menos de dos kilómetros. «Muy buena facha», con sus sombreros hendidos y sus trajes de empleados, elegidos para justificar sus carteras, una de las cuales contenía una bomba y la otra unas granadas. Suen -nariz aguileña, chino con tipo de piel-roja- pensaba; no miraba nada; Pei… Nunca se había dado cuenta Chen, antes, hasta qué punto aquel semblante parecía el de un adolescente. Las gafas redondas de concha le acentuaban, quizá, la juventud. Partieron y llegaron a la avenida de las Dos Repúblicas; con todas las tiendas abiertas, recuperada su vida, bajo el cielo turbio.

El auto de Chiang Kaishek llegaría a la avenida por una estrecha calle perpendicular. Disminuiría la velocidad para dar la vuelta. Había que verlo venir y arrojar la bomba cuando aminorara la marcha. Pasaba todos los días, de una a una y cuarto: el general comía a la europea. Era preciso, pues, que el que vigilase la calle, en cuanto viese el auto, hiciese seña a los otros dos. La presencia de un comerciante de antigüedades, cuyo almacén se abría precisamente enfrente de la calle, le ayudaría, a no ser que el hombre perteneciese a la policía. Chen quería vigilar por sí mismo. Situó a Pei en la avenida, muy cerca del sitio donde el auto terminaría la curva, antes de reanudar la velocidad: a Suen, un poco más lejos. Él, Chen, avisaría y arrojaría la primera bomba. Si el auto no se detenía, alcanzado o no, los otros dos arrojarían sus bombas, a su vez. Si se detenía, irían hacia él: la calle era demasiado estrecha para que diese la vuelta. Allí, el fracaso era posible: si erraban el golpe, los guardias, que iban de pie en el estribo, harían fuego para impedir que alguien se acercase.

Chen y sus compañeros debían ya separarse. Seguramente, habría espías entre la multitud, sobre todo, en el camino seguido por el auto. Desde un pequeño bar chino, Pei iba a acechar la seña de Chen; desde más lejos, Suen esperaría a que Pei saliese. Quizá uno de los tres, por lo menos, quedase muerto. Chen, sin duda. No se atrevían a decirse nada. Se separaron sin estrecharse siquiera la mano.

Chen entró en la tienda del anticuario y pidió que le enseñasen unos bronces pequeños de las excavaciones. El comerciante sacó de un cajón un gran puñado de cajitas de raso violeta, colocó sobre la mesa su mano erizada de cubos y empezó a ordenarlos. No era un shanghayano, sino un chino del Norte o del Turquestán: su bigote y su barba eran ralos y flojos; sus ojos embridados eran los de un musulmán de la clase baja, y su boca era obsequiosa; pero no así su semblante sin aristas, de macho cabrío, con la nariz achatada.

El que denunciase a un hombre encontrado al paso del general con una bomba recibiría una fuerte suma de dinero y muchas consideraciones entre los suyos. Y aquel burgués rico quizá fuese un partidario sincero de Chiang Kaishek.

– ¿Hace mucho tiempo que está usted en Shanghai? -preguntó a Chen. ¿Quién podría ser aquel cliente singular? Su cortedad, su ausencia de abandono, de curiosidad hacia los objetos expuestos, le inquietaban. Acaso aquel joven no tuviese costumbre de llevar los trajes europeos. Los gruesos labios de Chen, a pesar de su perfil agudo, le hacían simpático. ¿Sería hijo de algún campesino rico del interior? Pero los grandes colonos no coleccionaban bronces antiguos. ¿Compraría para algún europeo? No era un boy ni un corredor -y, si era aficionado, miraba los objetos que se le enseñaban con muy poco interés: parecía que estuviese pensando en otra cosa.

Porque ya Chen vigilaba la calle. Desde aquella tienda, podía distinguir a doscientos metros de distancia. ¿Durante cuánto tiempo vería el auto? Pero, ¿cómo calcular, bajo la curiosidad de aquel imbécil? Ante todo, había que responder. Permanecer silencioso, como había hecho hasta entonces, era estúpido.

– Vivía en el interior -dijo-, y he sido echado por la guerra.

El otro iba a preguntar de nuevo. Chen comprendía que le inquietaba. El comerciante se preguntaba ahora si sería un ladrón que había ido a examinar su almacén para saquearlo durante los próximos desórdenes. Sin embargo, aquel joven no deseaba ver los mejores objetos. Sólo bronces o hebillas de zorro, y de un precio moderado. A los japoneses les gustaban los zorros; pero aquel cliente no era japonés. Había que continuar interrogándole con habilidad.

– ¿Habitaba usted, sin duda, en el Hupé? Dicen que la vida se ha hecho muy difícil en las provincias del centro.

Chen se preguntó si le convendría hacerse algo el sordo. No se atrevió, por temor a parecer más extraño aún.

– Ya no vivo ahí -respondió solamente. Su tono y la estructura de sus frases, aun en chino, tenían no se sabía qué de breves: expresaban directamente su pensamiento, sin emplear los giros usuales. Pero pensó en la compra.

– ¿Cuánto? -preguntó, señalando con el dedo uno de esos broches de zorro que se encuentran en gran número dentro de las tumbas.

– Quince dólares.

– Ocho me parecería un buen precio…

– ¿Por un objeto de esta calidad? ¿Cómo puede usted creer eso?… Tenga en cuenta que yo he pagado diez… Fije usted mismo mi beneficio.

En lugar de responder, Chen miraba a Pei, que estaba sentado ante una mesita, en el bar abierto, con un juego de luces sobre los cristales de sus gafas. Éste no le veía, sin duda a causa del cristal del almacén de antigüedades. Pero lo vería salir.

– No pagaría más si fuese nuevo -dijo, como si hubiese expresado la resolución de una meditación-. Y, aun así, lo pensaría mucho.

Las fórmulas, en aquel dominio, eran rituales, y las empleaban sin trabajo.

– Ésta es mi primera venta de hoy -respondió el anticuario-. Quizá deba aceptar esa pequeña pérdida de un dólar, porque cerrar el primer trato emprendido es un presagio favorable…

La calle estaba desierta. Un pousse la atravesó, a lo lejos. Otro. Aparecieron dos hombres. Un perro. Una bicicleta. Los hombres volvieron hacia la derecha; el pousse había atravesado. La calle quedaba desierta, de nuevo; sólo el perro…

– ¿No dará usted, siquiera, 9 dólares y medio?

– Sólo por expresarle la simpatía que usted me inspira.

Otro zorro de porcelana. Nuevo regateo. Chen, después de su compra, inspiraba más confianza. Había adquirido el derecho a reflexionar: pagaba el precio que ofrecía, el que correspondía sutilmente a la calidad del objeto; su respetable meditación de ningún modo debía ser turbada. «El auto, en esta calle, avanza a 40 kilómetros por hora; más de un kilómetro en dos minutos. Lo veré durante poco menos de un minuto. Es poco. Es preciso que Pei no quite ya los ojos de esta puerta…» Ningún auto pasaba por aquella calle. Algunas bicicletas… Preguntó por una hebilla de cinturón, de jade; no aceptó el precio del vendedor, y dijo que volvería sobre el asunto más tarde. Uno de los dependientes llevó té. Chen compró una cabecita de zorro, de cristal, por la que el comerciante no pedía más que tres dólares. Sin embargo la desconfianza del tendero no había desaparecido por completo.

– Tengo otros objetos preciosos, muy auténticos, con unos zorros muy bonitos. Pero son unos objetos de gran valor, y no los guardo en el almacén. Podríamos convenir una cita.

Chen no decía nada.

– … en rigor, enviaría a mis dependientes, para que fueran a buscarlos…

– No me interesan los objetos de gran valor. Desgraciadamente no soy lo bastante rico.

No era, pues, un ladrón; ni siquiera quería verlos. El anticuario le enseñaba de nuevo la hebilla de cinturón de jade, con una delicadeza de manipulador de momias; pero, a pesar de las palabras, que pasaban, una a una, por entre sus labios de terciopelo gelatinoso, a pesar de sus ojos codiciosos, su cliente permanecía indiferente, lejano… Era él, sin embargo, quien había elegido aquella hebilla. La compra es una colaboración, como el amor; el comerciante hacía el amor con una hebilla. ¿Por qué compraría aquel hombre? De pronto, lo adivinó: era una de esas personas pobres que se dejan seducir puerilmente por las prostitutas japonesas de Tchapei. Ellas rinden culto a los zorros. Aquel cliente los compraba para alguna camarera o falsa geisha; si le resultaban tan indiferentes, era porque no los compraba para él. (Chen no cesaba de imaginarse la llegada del auto y la rapidez con que debía abrir su cartera, sacar de ella la bomba y arrojarla.) Pero bien sabía que a las geishas no les gustan los objetos de las excavaciones… Quizá hiciesen una excepción, tratándose de zorritos. El joven había comprado también un objeto de cristal y otro de porcelana…

Abiertas o cerradas, las cajas minúsculas estaban diseminadas sobre la mesa. Los dos dependientes miraban, acodados en ella. Uno de ellos, muy joven, se había apoyado sobre la cartera de Chen; como se balancease con una pierna sobre la otra, la echaba hacia fuera de la mesa. La bomba estaba en la parte derecha, a tres centímetros del borde.

Chen no podía moverse. Por fin extendió el brazo y atrajo la cartera hacia sí, sin la menor dificultad. Ninguno de aquellos hombres había sentido la muerte ni el atentado frustrado; nada: una cartera que un dependiente balancea y que su propietario atrae hacia sí… Y, de pronto, todo le pareció extraordinariamente fácil a Chen. Ni las cosas, ni siquiera los actos existían: todo son sueños que se oprimen, porque les damos nuestra fuerza, aunque también podemos muy bien negársela… En aquel instante, oyó la bocina del auto: Chiang Kaishek.

Cogió la cartera como un arpa, pagó, se introdujo los dos paquetitos en el bolsillo y se dispuso a salir.

El comerciante le seguía, con la hebilla de cinturón, que, no había querido comprar, en la mano.

– Éstos son los objetos de jade que particularmente gustan a las señoras japonesas.

¡Le dejaría tranquilo ese imbécil!

– Ya volveré.

¿Qué comerciante no conoce la fórmula? El auto se acercaba, mucho más de prisa que de ordinario, según le pareció a Chen, precedido del Ford de la guardia.

Avanzando hacia ellos, el auto sacudía sobre los adoquines a los dos pesquisantes, agarrados a sus estribos. El Ford pasó. Chen, detenido, abrió su cartera y dejó caer la mano sobre la bomba, envuelta en un periódico. El comerciante, deslizó, sonriendo, la hebilla de cinturón en el bolsillo vacío de la cartera abierta. Era el más alejado de él. Entorpeció así los dos brazos de Chen.

– Pagará usted por él lo que quiera.

– ¡Váyase!

Estupefacto ante aquel grito, el anticuario miró a Chen, también con la boca abierta.

– ¿No estará usted un poco enfermo? -Chen ya no veía nada, blanco como si fuera a desvanecerse: el auto pasaba.

No había podido sustraerse a tiempo al movimiento del anticuario. «Este cliente se va a poner malo», pensó el comerciante. Se esforzó por sostenerlo. De un golpe, Chen abatió los dos brazos que se extendían hacia él, y echó a andar hacia adelante. El dolor detuvo al comerciante. Chen iba casi corriendo.

– ¡Mi placa! -gritó el comerciante-. ¡Mi placa!

Continuaba dentro de la cartera. Chen no comprendía nada. Cada uno de sus músculos y hasta el más fino de sus nervios esperaban una detonación que llenaría la calle, que se perdería pesadamente bajo el cielo tan próximo. Nada. El auto había dado la vuelta, y hasta, sin duda alguna, había dejado atrás ya a Suen. Y aquel bruto continuaba allí. ¿Qué habían hecho los otros? Chen comenzaba a correr. «¡A ése!», gritó el anticuario. Aparecieron otros comerciantes. Chen comprendió. De rabia, sintió deseos de huir con aquella placa y abandonarla en cualquier parte. Pero de nuevo se acercaban más curiosos. La arrojó al rostro del anticuario, y se dio cuenta de que no había vuelto a cerrar su cartera. Después de haber pasado el auto, había quedado abierta, ante los ojos de aquel cretino y de los transeúntes, con la bomba visible, no protegida ya por el papel, que se había deslizado. Volvió a cerrar, por fin, la cartera con prudencia (habría sido preciso cerrarla con fuerza; luchaba enérgicamente contra sus nervios). El comerciante volvía apresuradamente a su almacén. Chen reanudó su carrera.

– ¿Qué? -dijo a Pei, en cuanto lo hubo alcanzado.

– ¿Y tú?

Se miraron, anhelantes, queriendo cada uno escuchar primero al otro. Suen, que se acercaba, los veía así, trabados en una inmovilidad llena de vacilaciones y de veleidades, de perfil Sobre las cosas borrosas; la luz, muy fuerte a pesar de las nubes, destacaba el perfil de gavilán bonachón de Chen y la cabeza redonda de Pei; aislaba a aquellos dos personajes de manos temblorosas, plantados sobre sus sombras cortas de comienzo de la tarde, entre los transeúntes atareados e inquietos. Los tres continuaban con sus carteras: era prudente no permanecer allí durante mucho tiempo. Los restaurantes no eran seguros. Y ellos se habían reunido y separado demasiadas veces en aquella calle, ya. ¿Por qué? No había pasado nada…

– A casa de Hemmelrich -dijo, sin embargo, Chen. Se introdujeron en unas callejuelas.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Suen.

Chen se lo explicó. Pei también se había aturdido cuando había visto que Chen no abandonaba solo el almacén del anticuario. Se había dirigido hacia su puesto de lanzamiento, a algunos metros de la esquina. En Shanghai hay la costumbre de conducir por la izquierda; de ordinario, el auto daba la vuelta acortando, y Pei se había situado en la acera de la izquierda para arrojar su bomba desde cerca. Ahora bien, el auto iba de prisa; no había coches en aquel momento en la avenida de las Dos Repúblicas. El chófer había dado la vuelta por el camino más largo; se había aproximado, pues, a la otra acera, y Pei se había encontrado separado de él por un pousse.

Tanto peor para el pousse -dijo Chen-. Hay otros millares de coolies que no pueden vivir más que de la muerte de Chiang Kaishek.

– Habría errado el golpe.

Suen no había arrojado sus granadas porque la abstención de sus camaradas le había hecho suponer que el general no iba en el coche.

Avanzaban en silencio entre los muros, que el cielo amarillento y cargado de bruma tomaba pálidos, en una soledad miserable, acribillada de detritus y de hilos telegráficos.

– Las bombas están intactas -dijo Chen, a media voz-. Comenzaremos ahora de nuevo.

Pero sus dos compañeros estaban abrumados; los que han frustrado su suicidio rara vez lo intentan de nuevo. La tensión de sus nervios, que había sido extrema, se tornaba demasiado débil. A medida que avanzaban, el aturdimiento cedía el puesto en ellos a la desesperación.

– La culpa ha sido mía -dijo Suen.

Pei repitió:

– La culpa ha sido mía.

– Basta -dijo Chen, fatigado. Reflexionaba, mientras seguía aquella marcha miserable. No había que intentarlo otra vez de la misma manera. Aquel plan era malo; pero resultaba difícil imaginar otro. Había pensado que… Llegaban a casa de Hemmelrich.

Desde el fondo de su tienda, Hemmelrich oía una voz que hablaba en chino, otras dos que respondían. Sus timbres; sus ritmos inquietos le habían hecho prestar atención. «Ya ayer -pensó- vi pasearse por aquí a dos tipos que tenían cara como de padecer hemorroides tenaces, y que, seguramente, no estaban ahí por su gusto…» Le era difícil oír con claridad: por encima de las voces, no cesaba de gritar el niño. Pero las voces callaron, y unas sombras breves, sobre la acera, pusieron de manifiesto que allí había tres cuerpos. ¿La policía?… Hemmelrich se levantó, pensó en el poco temor que inspirarían a un agresor su nariz aplastada y sus hombros inclinados hacia adelante, de boxeador inutilizado, y fue hacia la puerta.

Antes de que su mano hubiese llegado al bolsillo, había reconocido a Chen. Se la tendió, en lugar de sacar el revólver.

– Vamos a la trastienda -dijo Chen.

Los tres pasaron delante de Hemmelrich. Éste los examinaba. Iban con una cartera cada uno, no negligentemente sostenida, sino oprimida por los músculos crispados del brazo.

– Aquí estamos -dijo Chen, en cuanto la puerta estuvo cerrada de nuevo-. ¿Puedes darnos hospitalidad por algunas horas? ¿A nosotros y a lo que traemos en nuestras carteras?

– ¿Unas bombas?

– Sí.

– No.

El chico, arriba, continuaba gritando. Sus gritos más dolorosos se habían convertido en sollozos, y a veces profería débiles cloqueos, como si gritase por distraerse -tanto más conmovedores-. Discos, sillas, grillo, eran hasta tal punto los mismos cuando Chen había ido allá después de matar a Tan-Yen-Ta, que Hemmelrich y él se acordaron a un tiempo de aquella noche. Chen no dijo nada, pero Hemmelrich lo adivinó.

– Las bombas -prosiguió-, no puedo en este momento. Si encuentran bombas aquí, matarán a la mujer y al chico.

– Bueno. Vámonos a casa de Shia. -Era el comerciante de lámparas al que había visitado Kyo la víspera de la insurrección-. A estas horas, no está allí más que el mozo.

– Compréndeme, Chen: el muchacho está muy malo, y la madre no está nada buena…

Miraba a Chen con las manos temblorosas.

– ¡Tú no puedes saber, Chen; tú no puedes saber la felicidad que tienes con ser libre!…

– Sí; lo sé.

Los tres chinos salieron.

«¡Dios santo, Dios santo, Dios santo! -pensaba Hemmelrich-. ¿No estaré nunca en su lugar?» Juraba para sí mismo con calma, como en ralentí. Y volvía a subir con lentitud a la habitación. Su china estaba sentada, con la mirada fija en el lecho, y ni siquiera se volvió.

– La señora ha sido muy buena hoy -dijo el niño-; casi no me ha hecho daño…

La señora era May. Hemmelrich se acordaba: «Mastoiditis, pobre amigo mío, habrá que romper el hueso…» Aquel muchacho, casi un nene, no tenía más vida que la que se necesita para sufrir. Habría que «explicárselo». ¿Explicarle qué? ¿Que era provechoso dejarse romper los huesos de la cara para no morir, para ser recompensado con una vida tan preciosa y delicada como la de su padre? «¡Puñetera juventud!», había dicho, durante veinte años. ¿Cuánto tiempo pasaría aún, antes de decir: «¡Puñetera vejez!», y para que le llegasen a aquel desdichado chico estas dos perfectas expresiones de la vida? El mes anterior, el gato se había dislocado una pata; había habido que sujetarlo, mientras el veterinario chino volvía a colocarle el miembro en su sitio, y el animal aullaba y se debatía; no comprendía nada; Hemmelrich sentía que el gato se creía torturado. Y el gato no era un niño, ni decía: «Casi no me ha hecho daño…» Volvió a bajar. El olor de los cadáveres, en los cuales se encarnizaban sin duda los perros, muy cerca, en aquellas callejuelas, entraba en el almacén, con un sol confuso. «No es sufrimiento lo que falta», pensó.

No se perdonaba su negativa. Como un hombre torturado que ha confesado secretos, sabía que volvería a obrar como había obrado, pero no se lo perdonaba. Había traicionado su juventud; traicionado sus deseos y sus sueños. ¿Cómo no traicionarlos? «Lo importante sería querer lo que se puede…» No quería más que lo que no podía: dar asilo a Chen y salir con él. Salir. Compensar, con no importaba qué violencia, por medio de las bombas, aquella vida atroz que le envenenaba desde que había nacido, que envenenaría del mismo modo a sus hijos. A sus hijos, sobre todo. Su sufrimiento, le era posible aceptarlo: estaba acostumbrado… El de los chicos, no. «Se ha vuelto muy inteligente, desde que está enfermo», había dicho May. Como por casualidad…

Salir con Chen; coger una de las bombas ocultas en la cartera, arrojarla. Era el buen sentido. Y hasta la única cosa que, en su vida actual, hubiera tenido un sentido. Treinta y siete años. Todavía viviría otros treinta años, quizá. ¿Cómo viviría? Aquellos discos en depósito, cuya miseria compartía con Lu-Yu-Shuen, y de los que ni uno ni otro podían vivir; y, cuando fuese viejo… Treinta y siete años; tan lejos como se remonta el recuerdo, según dice la gente; su recuerdo no tenía que remontarse: de un extremo al otro, no era más que miseria.

Mal alumno en la escuela: ausente un día de cada dos -su madre, para emborracharse tranquila, le obligaba a hacer su trabajo-. La fábrica: peón. Testarudo; en el regimiento, siempre en el calabozo. Y la guerra. Víctima de los gases. ¿Por quién? ¿Por qué? ¿Por su país? Él no era belga; era un miserable. Pero en la guerra, se comía. Luego, desmovilizado, a la Indochina, por fin, de paso. «El clima apenas permite aquí las profesiones manuales…» Pero permitía que se reventase de disentería, muy particularmente a las personas conocidas por su testarudez. Había fracasado en Shanghai. ¡Las bombas, Dios santo, las bombas!

Tenía a su mujer; ninguna otra cosa le había dado la vida. Había sido vendida por doce dólares. Abandonada por el comprador, a quien no le gustaba ya, había ido a su casa con terror, para comer y para dormir; pero al principio no dormía, esperando de él la maldad de los europeos, de la que siempre le habían hablado. Él había sido bueno para ella. Volviendo poco a poco del fondo de su espanto, ella le había cuidado cuando había estado enfermo, había trabajado para él y soportado sus crisis de odio impotente. Se había aferrado a él con un amor de perro ciego y martirizado, sospechando que él era otro perro ciego y martirizado. Y ahora, estaba el chico. ¿Qué podía hacer con él? Apenas alimentarlo. No conservaba fuerzas más que para el dolor que le podía infligir; existía más dolor en el mundo que estrellas en el cielo; pero el peor de todos podía imponérselo a aquella mujer; abandonarla muriendo. Como aquel ruso hambriento, casi vecino suyo, que,, después de hacerse obrero, se había suicidado, un día de excesiva miseria, y cuya mujer, loca de rabia, había abofeteado el cadáver que la abandonaba, con cuatro chicos en los rincones de la habitación, uno de los cuales preguntaba: «¿Por qué os pegáis?»… Su mujer, su chico le impedían morir a él. Aquello no era nada. Menos que nada. Si hubiera poseído dinero; si hubiera podido dejárselo, habría sido libre para dejarse matar. Como si el universo no le hubiese tratado, a lo largo de la vida, dándole puntapiés en el vientre, le despojaba de la única dignidad que poseía, que hubiera podido poseer -su muerte-. Respirando, con la rebelión de toda cosa viviente, a pesar de la costumbre, el olor de los cadáveres que cada soplo del viento transportaba bajo el sol inmóvil, se penetraba de él con un horror satisfecho, obsesionado por Chen como por un amigo agonizante, y buscando -como si ello tuviera importancia- lo que dominaba en él: vergüenza, fraternidad o una envidia atroz.

Chen y sus compañeros habían abandonado de nuevo la avenida. Las plazas y las callejuelas estaban poco vigiladas: el auto del general no pasaba por allí. «Hay que cambiar de plan, pensaba Chen con la cabeza baja, mirándose sus zapatos, sufridos, que avanzaban bajo su vista, uno después del otro. ¿Amarrar el auto de Chiang Kaishek a otro auto, conducido en sentido inverso? Pero todo auto podía ser requisado por el ejército. Tratar de emplear la bandera de una legación para proteger el coche de que se sirvieran era inseguro, porque la policía conocía a los chóferes de los ministros extranjeros. ¿Interceptar el camino con una carreta? Chiang Kaishek iba siempre precedido del Ford de su guardia personal. Ante una detención sospechosa, los guardias y los policías de los estribos dispararían sobre cualquiera que intentara acercarse. Chen escuchó: desde hacía algunos instantes, sus compañeros hablaban.

– Muchos generales abandonarán a Chiang Kaishek, si saben que realmente corren el peligro de ser asesinados -decía Pei-. No hay fe más que entre nosotros.

– Sí -dijo Suen-; se hacen buenos terroristas con los hijos de los supliciados.

Ambos lo eran.

– Y, en cuanto a los generales que quedasen -añadió Pei-, aunque pudieran rehacer la China contra nosotros, la harían grande, porque la harían con su propia sangre.

– ¡No! -dijeron, a la vez, Chen y Suen. Ni el uno ni el otro ignoraban cuánto había aumentado el número de nacionalistas entre los comunistas, entre los intelectuales, sobre todo.

Pei escribía en una revista, que pronto sería suspendida, unos cuentos de una amargura dolorosamente satisfecha de sí misma, y unos artículos, el último de los cuales comenzaba así: «Hallándose amenazado el imperialismo, la China piensa solicitar su benevolencia una vez más y pedirle que sustituya por un anillo de níquel el anillo de oro que le ha remachado en la nariz…» Preparaba, además, una ideología del terrorismo. Para él, el comunismo era únicamente el verdadero medio de hacer que reviviese China.

– No quiero hacer una China -dijo Suen-; quiero hacer a los míos, con o sin ella. Los pobres. Por ellos es por quienes acepto el morir y el matar. Por ellos solamente…

Fue Chen el que respondió:

– Mientras tratemos de arrojar la bomba, no adelantaremos nada. Demasiadas probabilidades de fracaso. Y es preciso que acabemos hoy.

– Obrar de otro modo no es fácil -dijo Pei.

– Hay un medio.

Las nubes bajas y pesadas avanzaban en el mismo sentido que ellos, bajo la luz amarillenta del día, con un movimiento inseguro y, sin embargo, imperioso de destinos. Chen había cerrado los ojos para reflexionar, aunque continuaba caminando; sus camaradas esperaban, contemplando aquel a perfil curvo, que avanzaba, como de ordinario, a lo largo de los muros.

– Hay un medio. Y creo que no hay más que uno. No se debe arrojar la bomba, sino arrojarse uno debajo del auto con ella.

Continuaban la marcha, a través de las plazoletas, cubiertas de baches, donde los niños no jugaban ya. Los tres reflexionaban.

Llegaron. El dependiente los introdujo en la trastienda. Permanecían de pie, en medio de las lámparas, con las carteras debajo del brazo. Acabaron por dejarlas, prudentemente. Suen y Pei se agacharon, a la usanza china.

– ¿Por qué te ríes, Chen?

No reía; sonreía, muy lejos de la ironía que le atribuía la inquietud de Pei: estupefacto, descubría la euforia. Todo se volvía sencillo. Su angustia se había disipado. Sabía qué molestias turbaban a sus camaradas, a pesar de su valor: arrojar las bombas, aun de la manera más peligrosa, suponía obrar a la ventura; la resolución de morir era otra cosa; lo contrario, quizá. Comenzó a pasearse por la habitación. La trastienda sólo estaba iluminada por la luz del día que penetraba a través del almacén. Como el cielo estaba gris, reinaba allí una luz plúmbea, como la que precede a las tormentas; en aquella bruma sucia, sobre las panzas de las lámparas, unos efectos de luz brillaban como signos de interrogación invertidos y paralelos. La sombra de Chen, demasiado confusa para ser una silueta, avanzaba por encima de los ojos inquietos de los otros.

– Kyo tiene razón: lo que más nos falta es el sentido del hara-kiri. Pero el japonés que se mata corre el riesgo de convertirse en un dios, lo cual es el comienzo de la porquería. No: es preciso que la sangre recaiga sobre los hombres, y quede en ellos.

– Prefiero tratar de realizar -dijo Suen-, de realizar varios atentados, a decidir no intentar más que uno, puesto que después quedaría muerto.

Sin embargo, por debajo de aquellas palabras de Chen, vibrantes por su timbre de voz, más que por su sentido -cuando Chen expresaba su pasión en chino su voz adquiría una intensidad extrema-, una corriente atraía a Suen, con toda la atención embargada, sin que supiese hacia qué.

– Es preciso que me arroje debajo del auto -pronunció Chen.

Con el cuello inmóvil, seguíanle con la mirada, mientras él se alejaba y volvía. Chen no los miraba ya. Tropezó con una de las lámparas que había en el suelo y se agarró a la pared. La lámpara cayó, y se rompió, resonando. Pero no era, aquélla, oportunidad para reír. Su sombra, erguida de nuevo, se destacaba confusamente por encima de su cabeza, sobre las últimas hileras de las lámparas. Suen comenzaba a comprender lo que Chen esperaba de él. Sin embargo, por desconfianza en sí mismo o por defenderse contra lo que preveía, dijo:

– ¿Qué es lo que quieres?

Chen se dio cuenta de que no lo sabía. Le parecía luchar, no contra Suen, sino contra su pensamiento, que se le escapaba. Por fin:

– Que esto no se pierda.

– ¿Quieres que Pei y yo nos comprometamos a imitarte? ¿Es eso?

– No es una promesa lo que espero. Es una necesidad.

Los reflejos se desvanecían sobre las lámparas, en la habitación sin ventana; sin duda, las nubes se amontonaban fuera. Chen se acordó de Gisors: «Cerca de la muerte, una pasión semejante aspira a transmitirse…» De pronto, comprendió. Suen también comprendía.

– ¿Quieres hacer del terrorismo una especie de religión?

La exaltación de Chen se hacía cada vez mayor. Todas las palabras estaban vacías, eran absurdas y demasiado débiles para expresar lo que quería de ellos.

Una religión, no. El sentido de la vida. La…

Hacía con la mano un movimiento convulso, como si amasase, y su pensamiento parecía jadear, como una respiración.

– … La posesión completa de sí mismo. Total. Absoluta. La única. Saber. No buscar, buscar durante todo el tiempo, las ideas y los deberes. Dentro de una hora, no sentiré ya nada de cuanto pesaba sobre mí. ¿Lo oís? Nada.

Tal exaltación le invadía, que ya no trataba de convencerlos sino hablándoles de él.

– Me poseo a mí mismo. Pero no como una amenaza o una angustia, como siempre. Poseído; oprimido, como esta mano oprime a la otra -se la oprimía con toda su fuerza-; no es bastante. Como…

Recogió uno de los trozos de vidrio de la lámpara rota. Un amplio fulgor triangular, lleno de reflejos. De un golpe se lo hundió en el muslo. Su voz entrecortada estaba penetrada de una certidumbre salvaje; pero parecía más; bien poseer su exaltación que ser poseído por ella. No era un loco. Apenas si los otros dos le veían ya, y, sin embargo, llenaba toda la habitación. Suen comenzó a sentir miedo.

– Yo soy menos inteligente que tú, Chen; pero, por mí… por mí, no. He visto a mi padre colgado de las manos, molido a garrotazos en el vientre, para que confesase dónde había ocultado su maestro el dinero que no poseía. Es por los nuestros por quienes combato; no es por mí.

– Por los nuestros no puedes hacer otra cosa mejor que decidirte a morir. La eficacia de ningún hombre puede ser comparada a la del hombre que ha elegido eso. Si lo hubiéramos decidido, no habríamos perdido ahora a Chiang Kaishek. Tú lo sabes.

– Quizá tú tengas necesidad de eso. Yo, no sé… -Se debatía-. Si estuviese de acuerdo, ¿comprendes?, me parecería que no me dejaba matar por todos, sino…

– ¿Sino…?

Casi por completo, ensombrecida, la escasa luz de la tarde continuaba allí, sin desaparecer por completo, eterna.

– Por ti.

Un fuerte olor a petróleo recordó a Chen las latas de nafta del incendio del puesto el primer día de la insurrección. Pero todo se sumergía en el pasado; hasta Suen, puesto que no quería seguirle. Sin embargo, la única voluntad que su pensamiento presente no transformaba en nada era la de crear aquellos Jueces condenados, aquella raza de vengadores. Aquel nacimiento se realizaba en él como todos los nacimientos, desgarrándole y exaltándole -sin que fuese dueño de sí-. Ya no podía soportar ninguna presencia. Se levantó.

Tú que escribes -dijo a Pei- lo explicarás.

Cogieron de nuevo las carteras. Pei limpiaba sus gafas. Chen se levantó el pantalón y se vendó el muslo con un pañuelo, sin lavarse la herida -¿para qué? No tendría tiempo de infectarse-, antes de salir. «Siempre se hace lo mismo», se dijo, turbado, pensando en el cuchillo que se había hundido en el brazo.

– Iré solo -pronunció-. Y sufriré solo, esta noche.

– Organizaré, sin embargo, algo -respondió Suen.

– Será demasiado tarde.

Delante de la tienda, Chen dio un paso hacia la izquierda. Pei le seguía. Suen permaneció inmóvil. Un segundo paso. Pei le siguió también. Chen se dio cuenta de que el adolescente, con las gafas en la mano -resultaba mucho más humano aquel semblante de muchacho, sin cristales sobre los ojos-, lloraba en silencio.

– ¿Adónde vas?

– Vengo.

Chen se detuvo. Lo había creído de la opinión de Suen. Señaló a éste con el dedo.

– Iré contigo -insistió Pei.

Se esforzaba por hablar lo menos posible, con la voz alterada y la nuez sacudida por los sollozos silenciosos.

– Como testigo, desde luego.

Crispó un dedo en el brazo de Pei.

– Como testigo -repitió.

Se apartó. Pei se quedó en la acera, con la boca abierta, limpiando los cristales de las gafas, en una actitud cómica. Jamás hubiera creído que se pudiera estar tan solo.

Las tres

Clappique había creído que encontraría a Kyo en su casa. Pero no: en la gran habitación alfombrada de croquis, que recogía un discípulo vestido con un quimono, Gisors hablaba con su cuñado, el pintor Kama.

– ¡Buenos días, amigo! ¡Un abrazo!

Se sentó tranquilamente.

– ¡Qué lástima que su hijo no esté aquí!

– ¿Quiere usted esperarle?

– Esperaré. Tengo una endiablada necesidad de verlo. ¿Qué clase de cacto diminuto es ese que hay debajo de la mesa de opio? La colección se hace digna de respeto. ¡Encantador, querido amigo, en-can-ta-dor! Es preciso que yo compre uno. ¿Dónde lo ha encontrado usted?

– Es un regalo. Me lo han enviado poco antes de la una.

Clappique leía los caracteres chinos escritos sobre el rodrigón plano de la planta. Uno grande: Fidelidad; tres muy pequeños, una firma: Chen-Ta-Eul.

– Chen-Ta-Eul… Chen… No lo conozco. ¡Qué lástima! Es un muchacho que sabe de cactos.

Recordó que al día siguiente debería haberse ido. Tenía que buscar dinero para el viaje, y no para comprar cactos. Imposible vender con rapidez objetos de arte en la ciudad, ocupada militarmente. Sus amigos eran pobres. Y Ferral no se dejaba sablear bajo ningún pretexto. Le había encargado que le comprase unas aguadas de Kama cuando el pintor japonés llegase. Algunas decenas de dólares, de comisión…

– Kyo debería estar ahí -dijo Gisors-. Tenía muchas citas hoy, ¿no es verdad?

– Acaso hiciera mejor faltando a ellas -gruñó Clappique.

No se atrevió a añadir nada más. Ignoraba lo que Gisors conocía acerca de la actividad de Kyo. Pero la ausencia de toda pregunta le humilló.

– Ya ve usted que se trata de una cosa muy seria.

Todo lo que se refiere a Kyo es serio para mí.

– ¿No tendrá usted una idea de los medios de ganar o de encontrar inmediatamente cuatrocientos o quinientos dólares?

Gisors sonrió tristemente. Clappique sabía que era pobre; y sus obras de arte, aunque hubiese aceptado el venderlas…

«Ganemos, pues, nuestras moneditas», pensó el barón. Se acercó, contempló las aguadas esparcidas en el diván. Aunque lo bastante fino para no juzgar el arte japonés tradicional en función de sus relaciones con Cézanne o Picasso, lo detestaba hoy: el gusto de la serenidad es débil en los hombres perseguidos. Fuegos perdidos en la montaña; calles de aldea que disolvía la lluvia; vuelos de aves zancudas sobre la nieve; todo ese mundo en que la melancolía preparaba para la felicidad… Clappique imaginaba -¡ay!- sin trabajo los paraísos a cuyas puertas debía quedar; pero le irritaba su existencia.

– La mujer más hermosa del mundo -dijo-, desnuda, excitada, pero con un cinturón de castidad. Para Ferral; no para mí. ¡Volver bajo tierra!

Eligió cuatro, dictó la dirección al discípulo.

– Porque piensa usted en nuestro arte -dijo Gisors-; éste no sirve para lo mismo.

– ¿Por qué pinta usted, Kama-San?

Con quimono también él -Gisors estaba vestido siempre con su bata, solamente Clappique llevaba pantalón-, con un efecto de luz sobre su cráneo calvo, el viejo maestro contemplaba a Clappique con curiosidad.

El discípulo soltó el dibujo, tradujo, respondió:

– El maestro dice: «En primer término, por mi mujer, porque la quiero…»

– No digo para quién, sino por qué.

– El maestro dice que eso es difícil de explicarlo. Dice: «Cuando he estado en Europa, he visto los museos. Cuantas más manzanas y hasta líneas que no representan nada hacen sus pintores, más hablan de sí mismos. Para mí, es la gente lo que interesa.»

Kama dijo una frase más; apenas una expresión de dulzura pasó por su semblante de indulgente señora anciana.

– El maestro dice: «Nuestra pintura sería para ustedes la caridad.»

Un segundo discípulo, cocinero, trajo unos tazones de sake, luego se retiró. Kama habló de nuevo.

– El maestro dice que si no pintara ya, le parecería que se había quedado ciego. Y más que ciego: solo.

– ¡Un minuto! -dijo el barón, con un ojo abierto, el otro cerrado, el índice extendido-. Si un médico le dijese: «Está usted atacado de una enfermedad incurable y morirá dentro de tres meses», ¿seguiría usted pintando?

– El maestro dice que si supiera que iba a morir, cree que pintaría mejor, pero no de otro modo.

– ¿Por qué mejor? -preguntó Gisors.

No cesaba de pensar en Kyo. Lo que había dicho Clappique al entrar bastaba para inquietarse: hoy, la serenidad era casi un insulto.

Kama respondió. Gisors mismo lo tradujo.

– Dice: «Hay dos sonrisas (la de mi mujer y la de mi hija) que yo creería entonces que no volvería a ver, y me agradaría más la tristeza. El mundo es como los caracteres de nuestra escritura. Lo que el signo es a la flor, la flor misma, ésta -mostró una de las aguadas-, lo es a alguna cosa. Todo es signo. Ir del signo a la cosa significada es profundizar el mundo, es ir hacia Dios.» Cree que la proximidad de la muerte… Espere…

Interrogó de nuevo a Kama, continuó su traducción:

– Sí; eso es. Cree que la proximidad de la muerte le permitiría, quizá, poner en todas las cosas bastante fervor, tristeza, para que todas las formas que pintara se convirtieran en signos comprensibles; para que lo que ellos significan (lo que ocultan también) se revelara.

Clappique experimentaba la sensación atroz de sufrir frente a un ser que niega el dolor. Escuchaba con atención, sin apartar la mirada del semblante de asceta indulgente de Kama, mientras Gisors traducía. Con los codos pegados al cuerpo, las manos juntas, Clappique, cuando su rostro expresaba inteligencia, tomaba el aspecto de un mono triste y friolento.

– Quizá no plantee usted bien la cuestión -dijo Gisors.

Pronunció en japonés una frase breve, muy breve. Kama, hasta entonces, había respondido casi en seguida. Reflexionó.

– ¿Qué pregunta acaba usted de hacerle? -interrogó Clappique, a media voz.

– Lo que haría si el médico desahuciase a su mujer.

– El maestro dice que no creería al médico.

El discípulo cocinero volvió y se llevó los tazones en una bandeja. Su traje europeo, su sonrisa, sus gestos que el júbilo hacía extravagantes, hasta su deferencia, todo en él parecía extraño, aun para Gisors. Kama dijo, a media voz, una frase que el otro discípulo no tradujo.

– En el Japón, estos jóvenes no beben nunca vino -dijo Gisors-. Se siente ofendido de que su discípulo esté borracho.

Su mirada se perdió: la puerta exterior se abría. Ruido de pasos. Pero no era Kyo. La mirada volvió a hacerse precisa y se fijó con firmeza en la de Kama.

– ¿Y si ella hubiese muerto?

¿Habría proseguido aquel diálogo con un europeo? Pero el viejo pintor pertenecía a otro universo. Antes de responder, esbozó una prolongada sonrisa triste, no con los labios, sino con los párpados.

– Se puede comulgar hasta con la muerte… Es lo más difícil, pero quizá sea ése el sentido de la vida…

Se despedía, volvía a su habitación, seguido del discípulo. Clappique se sentó.

– ¡Ni una palabra!… ¡Notable, amigo mío, notable! Se ha ido como un fantasma bien educado; sepa usted que los fantasmas jóvenes están muy mal educados, y que a los viejos les cuesta mucho enseñarles a que atemoricen a la gente, porque los citados jóvenes ignoran todos los idiomas, y no saben decir más que: Zip-zip… Ese…

Se detuvo: otra vez la puerta. En el silencio, comenzaron a sonar las notas de una guitarra; bien pronto se organizaron en una caída lenta, que se espació al descender hasta las más graves, prolongadamente mantenidas, y perdidas, al fin, en una serenidad solemne.

– ¿Qué es eso? ¿Qué quiere decir eso?

– Toca el shamisen. Siempre lo hace, cuando alguna cosa le ha turbado. Fuera del Japón, ésa es su defensa… Me dijo, al volver de Europa: «Ahora sé que puedo encontrar en cualquier parte mi silencio interior…»

– ¿Aspavientos?

Clappique había formulado distraídamente su pregunta: escuchaba. A aquella hora, en que su vida quizá se hallase en peligro (aunque rara vez se interesaba lo bastante por sí mismo para sentirse realmente amenazado), aquellas notas tan puras y que hacían refluir en él, con el amor a la música, del que había vivido en su juventud, esta juventud misma y toda la felicidad destruida con ella, le turbaban también.

Ruido de pasos, una vez más: ya entraba Kyo.

Condujo a Clappique a su habitación. Diván, silla, pupitre, paredes blancas: una austeridad premeditada. Hacía calor. Kyo arrojó la americana sobre el diván y se quedó en pullover.

He aquí -dijo Clappique- que acaban de darme un datito, y haría usted muy mal si no fijase en ello toda su atención: si no hemos salido de aquí antes de mañana por la noche, estamos muertos.

– ¿De qué origen viene esa confidencia? ¿De la policía?

– Bravo. Inútil decirle que no puedo informarle más. Pero en serio. La historia del barco está descubierta. Esté usted tranquilo y escápese antes de cuarenta y ocho horas.

Kyo iba a decir: «Eso no constituye ya un delito, puesto que hemos triunfado.» Calló. Esperaba demasiado de la represión del movimiento obrero para ser sorprendido. Se trataba de la ruptura, lo que Clappique no podía adivinar; y, si éste era perseguido, lo era porque, habiendo sido asaltado el Shang-Tung por los comunistas, se le creía adicto a ellos.

– ¿Qué piensa usted hacer? -preguntó Clappique.

– Reflexionar, lo primero.

– ¡Penetrante idea! ¿Y tiene usted moneda para largarse?

Kyo se encogió de hombros, sonriendo.

– No tengo la intención de largarme. Su noticia no tiene una máxima importancia para mí -continuó, después de un instante.

– ¡No tiene la intención de largarse! ¿Prefiere dejarse cortar el gañote?

– Tal vez. ¿Pero usted quiere marcharse?

– ¿Para qué iba a quedarme?

– ¿Cuánto necesita?

– Trescientos, cuatrocientos…

– Quizá pueda proporcionarle una parte. Me agradaría ayudarle. No crea que me figuro pagarle así el favor que usted me hizo…

Clappique sonrió, tristemente. No se daba cuenta bien de la delicadeza de Kyo, pero era sensible a ella.

– ¿Dónde estará usted esta noche? -preguntó Kyo.

– Donde usted quiera.

– No.

– Entonces, en el Black-Cat. Es preciso que busque mis dineritos de diversas maneras.

– Bueno: la caja está en el territorio de las concesiones; así, pues, no hay policía china. Y el kidnappage [3] es aún menos de temer allí que aquí: demasiada gente… Pasaré por allí de once a once y media; pero no más tarde. Tengo después una cita…

Clappique desvió la mirada.

– … a la que estoy decidido a no faltar. ¿Está usted seguro de que Cat no estará cerrado?

– ¡Locura! Estará lleno de oficiales de Chiang Kaishek; sus uniformes gloriosos se anudarán en las danzas a los cuerpos de las mujeres perdidas. ¡En graciosas guirnaldas, le digo! Le esperaré, pues, contemplando con atención ese espectáculo necesario hasta las once y media.

– ¿Cree usted que podrá estar mejor informado esta noche?

– Lo intentaré.

– Quizá me haga usted un gran favor. Mayor de lo que usted pueda suponer. ¿Se me señala expresamente?

– Sí.

– ¿Y a mi padre?

– No. Le habría prevenido. No figuraba para nada en el asunto del Shang-Tung.

Kyo sabía que no era en el Shang-Tung en lo que había que pensar, sino en la represión. ¿Y May? Su papel era demasiado poco importante para que diese lugar a que interrogase acerca de ella a Clappique. En cuanto a sus compañeros, si él estaba amenazado, todos lo estaban.

– Gracias.

Volvieron juntos. En la habitación de los fénix, May decía a Gisors:

– Es muy difícil: si la Unión de Mujeres concede el divorcio a las mujeres maltratadas, los maridos abandonan la Unión revolucionaria; y, si no se lo concedemos, ellas pierden toda confianza en nosotros. No les falta razón.

– Temo que, para organizar -dijo Kyo-, sea demasiado pronto o demasiado tarde.

Clappique salía, sin escuchar.

– Sea usted, como de ordinario, munificente -dijo a Gisors-: déme su nuevo cacto.

– Tengo afecto al muchacho que me lo ha enviado… Si se tratase de cualquier otro, con mucho gusto…

Era un minúsculo cacto hirsuto.

– Tanto peor.

– Hasta pronto.

– Hasta… No. Quizá. Adiós, amigo. El único hombre de Shanghai que no existe (ni una palabra: ¡que no existe en absoluto!) le saluda.

Salió.

May y Gisors miraban a Kyo con angustia; éste explicó al punto:

– Ha sabido que estoy fichado por la policía; me aconseja que no me mueva de aquí, como no sea para escapar antes de dos días. Por otra parte, la represión es inminente. Y las últimas tropas de la primera división han abandonado la ciudad.

Era la única división con la cual podían contar los comunistas. Chiang Kaishek lo sabía; había ordenado a su general que se uniese al frente con sus tropas. Éste había propuesto al Comité Central comunista detener a Chiang Kaishek. Se le había aconsejado que transigiese y se hiciese sustituir por enfermo: pronto se había encontrado ante un ultimátum. Y, no atreviéndose a combatir sin la aquiescencia del Partido, había abandonado la ciudad, intentando sólo dejar en ella algunas tropas. Éstas acababan de marchar, a su vez.

– No está lejos aún -continuó Kyo-; y hasta la división entera puede volver, si continuamos en la ciudad durante mucho tiempo.

La puerta se abrió de nuevo; pasó una nariz, y una voz cavernosa dijo: «El barón de Clappique no existe.»

La puerta se volvió a cerrar.

– ¿No se sabe nada de Han-Kow? -preguntó Kyo.

– Nada.

Desde su regreso, organizaba clandestinamente unos grupos de combate contra Chiang Kaishek, como los había organizado contra los nordistas. La Internacional había rechazado todas las consignas de oposición; pero había aceptado el mantenimiento de los grupos comunistas de encuentro; de los nuevos grupos militantes, Kyo pretendía hacer los organizadores de masas que todos los días se dirigían entonces hacia las uniones, pero los discursos oficiales del Partido Comunista chino, toda la propaganda de unión con el Kuomintang le paralizaban. Sólo el comité militar se había adherido a él; todas las armas no habían sido entregadas: pero Chiang Kaishek exigía aquel mismo día la entrega de las que retenían aún los comunistas. Un último requerimiento de Kyo y del comité militar se había telegrafiado a Han-Kow.

El viejo Gisors -al corriente esta vez- estaba inquieto. Veía demasiado en el marxismo la forma de una fatalidad para afrontar sin desconfianza las cuestiones de táctica. Como Kyo, estaba seguro de que Chiang Kaishek intentaría aniquilar a los comunistas; como Kyo, pensaba que la muerte del general habría herido a la reacción allí donde era más vulnerable. Pero detestaba el carácter de complot de su acción presente. La muerte de Chiang Kaishek, y aun la toma del gobierno de Shanghai, no conducía más que a la aventura. Con algunos de los miembros de la Internacional, anhelaba el regreso a Cantón del ejército de hierro y de la fracción comunista del Kuomintang: allí, apoyados por una ciudad revolucionaria y un arsenal activo y bien aprovisionado, los rojos podrían establecerse y esperar el momento propicio a una nueva campaña del Norte, que preparaba profundamente la reacción inminente. Los generales de Han-Kow, ávidos de tierras que conquistar, apenas lo estaban en el Sur de la China, donde las uniones, fieles a los que representaban la memoria de Sun-Yat-Sen, los habrían obligado a una constante y poco fructuosa guerrilla. En lugar de tener que combatir a los nordistas, luego a Chiang Kaishek, el ejército rojo había dejado así a éste el cuidado de combatir a aquéllos; cualquiera que fuese el enemigo que encontrase después de Cantón, sólo lo habría encontrado debilitado. «Los asnos están demasiado fascinados por su zanahoria -decía Gisors de los generales-, para que nos muerdan en este momento, si no nos ponemos de su parte…» Pero la mayoría del Partido Comunista chino, y quizá Moscú, consideraban aquel punto de vista como «liquidador».

Kyo pensaba, como su padre, que la mejor política era la del regreso a Cantón. Hubiera querido preparar, además, mediante una propaganda intensa, la emigración en masa de los obreros -no poseían nada- de Shanghai a Cantón. Era muy difícil, no imposible: como las salidas de las provincias del Sur estaban aseguradas, las masas obreras habrían llevado a Cantón una industrialización rápida. Táctica peligrosa para Shanghai: los obreros de las hilanderías son más o menos calificados, e instruir a nuevos obreros era formar nuevos revolucionarios, a menos de que se elevasen los salarios, «hipótesis excluida» -hubiera dicho Ferral-, en razón del estado actual de las industrias chinas. Vaciar Shanghai en provecho de Cantón, como Hong-Kong en 1925… Hong-Kong está a cinco horas de Cantón, y Shanghai a cinco días: difícil empresa; más difícil, quizá, que la de dejarse matar; más difícil, pero menos imbécil.

Desde su regreso de Han-Kow, estaba convencido de que la reacción se preparaba; aunque Clappique no le hubiera prevenido, habría considerado la situación, en caso de ataque a los comunistas por el ejército de Chiang Kaishek, tan desesperada, que todo acontecimiento, incluso el asesinato del general (cualesquiera que fuesen las consecuencias), se habría tornado favorable. Las uniones, si se las armaba, podían, en rigor, tratar de combatir a un ejército desorganizado.

Otra vez la campanilla; Kyo corrió hacia la puerta: era, por fin, el correo, que portaba la respuesta de Han-Kow. Su padre y May le vieron volver, sin decir nada.

– Orden de enterrar las armas -dijo.

El mensaje, desgarrado, se había convertido en una bola en el hueco de la mano. Cogió los trozos de papel, los extendió sobre la mesa de opio, los juntó unos con otros y se encogió de hombros ante su puerilidad: era, en efecto, la orden de ocultar o enterrar las armas.

– Es preciso que vaya en seguida allá.

Allá era el Comité Central. Debía, pues, abandonar las concesiones. Gisors sabía que no podía decir nada. Quizá su hijo fuese hacia la muerte; no era aquélla la primera vez: tal era la razón de ser de su vida. No había otro remedio que sufrir y callarse. Tomaba muy en serio el aviso de Clappique: éste había salvado, en Pekín, previniéndole de que el cuerpo de cadetes de que formaba parte iba a ser destrozado, a König, el alemán que dirigía a la sazón la policía de Chiang Kaishek. Gisors no conocía a Chpilewski. Como la mirada de Kyo encontrara la suya trató de sonreír; Kyo también, y sus miradas no se separaron: ambos sabían que mentían, y que aquella mentira constituía, quizá, su más afectuosa comunión.

Kyo volvió a su habitación, donde había dejado la americana. May se ponía su abrigo.

– ¿Adónde vas?

– Contigo, Kyo.

– ¿Para qué?

May no respondió.

– Es más fácil que nos conozcan juntos que separados -dijo Kyo.

– No. ¿Por qué? Si tú estás fichado, es igual…

– Tú no servirás para nada.

– ¿Para qué serviré aquí, mientras tanto? Los hombres no saben lo que es tener que esperar…

Kyo dio unos pasos, se detuvo, se volvió hacia ella.

– Escucha, May: cuando tu libertad ha estado en juego, yo lo he reconocido.

May comprendió a qué hacía alusión, y sintió miedo: lo había olvidado. En efecto: Kyo añadía, con una entonación más sorda:

– … y tú supiste recobrarla. Ahora, se trata de la mía.

– Pero, Kyo, ¿qué tiene que ver eso con lo de ahora?

– Reconocer la libertad de cualquiera es darle una razón contra su propio sufrimiento; lo sé por experiencia.

– ¿Soy yo «una cualquiera», Kyo?

Él se calló de nuevo. Sí; en aquel momento, ella era otra. Algo entre ellos había cambiado.

– Entonces -prosiguió May-, porque yo… En fin, ¿a causa de aquello, ya no podemos siquiera arrostrar juntos un peligro?… Reflexiona, Kyo: diríase, casi, que te vengas…

– No poder hacerlo ya, y procurarlo cuando es inútil, nos convierte en dos seres distintos.

– Pero si tú me tuvieras tanto rencor, no tendrías más que tomar una querida… ¡Pero no! Eso no es verdad. Yo no he aceptado un amante; simplemente me he acostado con un individuo. No es lo mismo; tú sabes muy bien que puedes acostarte con quien quieras.

– Tú me bastas -respondió él, amargamente.

Su mirada extrañó a May: todos los sentimientos se mezclaban en ella. Y -el más conturbado de todos-, sobre su rostro, la inquietante expresión de una voluptuosidad ignorada por él mismo.

– En este momento, como hace quince días -continuó-, no es de copular de lo que tengo deseo. No digo que tú hayas hecho mal; lo que digo es que quiero salir solo. La libertad que tú me reconoces es la tuya. La libertad de hacer lo que te plazca. La libertad no es un cambio; es la libertad.

– Es un abandono…

Silencio.

– ¿Para qué los seres que se aman se ponen frente a la muerte, Kyo, si no es para arriesgarla juntos?

Adivinó que él iba a salir sin discutir, y se colocó ante la puerta.

– No había para qué concederme esa libertad -dijo-, si ella ha de separamos ahora.

– Tú no la pediste.

– Tú me la habías reconocido de antemano.

«No haberme creído», pensó él. Era verdad; siempre se la había reconocido. Pero que discutiese en aquel momento sobre tales derechos, la separaba más aún de él.

– Hay derechos que no se conceden -dijo May, con amargura-, sino con la única finalidad de que no sean empleados.

– Si yo no los hubiera reconocido sino para que pudieses acogerte a ellos en este momento, no te parecería tan mal…

Aquellos segundos los separaban más que la muerte: párpados, boca, sienes, el lugar de todas las ternuras es visible en el rostro de una muerta, y aquellos pómulos altos y aquellos largos párpados no pertenecían más que a un mundo extraño. Las heridas del más profundo amor bastan para crear un odio suficientemente grande. ¿Retrocedía ella, tan cerca de la muerte, en el umbral de aquel mundo de hostilidad que descubría? Dijo:

– No me aferró a nada, Kyo; digamos que me equivoco, que me he equivocado: lo que tú quieras; pero ahora, en este momento, inmediatamente quiero salir contigo. Te lo pido.

Kyo callaba.

– Si no me amases -continuó May-, te sería indiferente dejar que fuese contigo… Luego… ¿Para qué hacernos sufrir?

«Como si fuese éste el momento», añadió con dejadez.

Kyo sentía agitarse en él ciertos demonios familiares que le disgustaban un tanto. Tenía deseos de pegarle, y precisamente a causa de su amor. Ella tenía razón: si no la hubiera amado, ¿qué le habría importado que muriese? Quizá fuera que le obligaba a comprender lo que, en aquel momento, le oponía más a ella.

¿Sentía May deseos de llorar? Había cerrado los ojos, y el estremecimiento de sus hombros, constante y silenciosamente, parecía, en oposición con su fisonomía inmóvil, la expresión misma de la tristeza humana. Ya no era sólo su voluntad lo que los separaba, sino el dolor. Y ante el espectáculo del dolor, que aproxima tanto como el dolor mismo separa, de nuevo se lanzaba hacia ella a causa de aquel rostro cuyas cejas iban subiendo poco a poco -como cuando presentaba el aspecto de estar maravillada… -. Por encima de los ojos cerrados, el movimiento de la frente se detuvo, y aquel semblante tenso, cuyos párpados permanecían abatidos, se convirtió, de pronto, en un rostro de muerta.

Muchas expresiones de May no hacían mella en él: las conocía, y le parecía siempre que se copiaba un poco a sí misma. Pero no había visto nunca aquella fisonomía mortuoria -con el dolor, y no el sueño, en los ojos cerrados-, y la muerte estaba tan cerca, que aquella ilusión adquiría la fuerza de una siniestra prefiguración. May volvió a abrir los ojos, sin mirarle: su mirada quedaba perdida en la blanca pared de la habitación; sin que uno solo de sus músculos se moviese, una lágrima resbaló a lo largo de la nariz, y quedó suspendida junto a su boca, traicionando, con su vida sorda, punzante, conmovedora como el dolor de los animales, a aquella fisonomía tan inhumana, tan muerta como antes.

– Abre otra vez los ojos.

Ella le miró.

Están abiertos.

– He recibido la impresión de que estabas muerta.

– ¿Y qué?

Se encogió de hombros, y continuó, con una voz llena de la más triste fatiga.

– Si yo muero, considero que tú puedes morir…

Ahora comprendía Kyo qué verdadero sentimiento le impulsaba: quería consolarla. Pero no podía consolarla sino aceptando que se fuese con él. May había vuelto a cerrar los ojos. La tomó en sus brazos y la besó en los párpados. Y cuando se apartaron:

– ¿Vámonos? -preguntó May.

– No.

Demasiado leal para ocultar su instinto, May volvía a sus deseos con una terquedad de gato que con frecuencia excitaba a Kyo. Se había separado de la puerta, pero él se dio cuenta de que sólo hubiera sentido deseo de pasar cuando tuviese seguridad de que ella no pasaría.

– May, ¿vamos a abandonamos por sorpresa?

– ¿He vivido como una mujer a la que se protege?…

Permanecían frente a frente, sin saber ya qué decir y sin aceptar el silencio, sabiendo ambos que aquel instante, uno de los más graves de su vida, estaba corrompido por el tiempo que pasaba: el puesto de Kyo no estaba allí, sino en el Comité, y, bajo todo cuanto pensaba, se hallaba emboscada la impaciencia.

May mostró la puerta con el semblante.

Él la miró; tomó su cabeza entre las manos, oprimiéndola suavemente, sin besarla, como si hubiera podido poner en aquella opresión del rostro lo que de ternura y de violencia mezcladas tienen todos los gestos viriles del amor. Por fin sus manos se apartaron.

Las dos puertas se volvieron a cerrar. May continuaba escuchando, como si hubiese esperado que se cerrase, a su vez, una tercera puerta que no existía la boca abierta y blanda, borracha de pesadumbre, dando a entender que, si le había hecho seña de que saliese solo, era porque pensaba realizar así el último, el único gesto que pudiera decidirle a llevarla.

Apenas Kyo había andado cien pasos, cuando encontró a Katow.

– ¿Chen no está ahí?

Señalaba con el dedo a la casa de Kyo.

– No.

– ¿No sabes, en absoluto, dónde está?

– No. ¿Por qué?

Katow parecía tranquilo; pero aquel semblante, como de jaqueca…

Chiang Kaishek tiene varios autos. Chen no lo sabe. O la policía está prevenida, o desconfía. Si no se le avisa, se va a dejar tomar preso y a arrojar sus bombas para nada. Lo estoy buscando desde hace mucho tiempo, ¿sabes? Las bombas debían ser arrojadas a la una. Nada se ha hecho: lo sabríamos.

– Debía obrar en la avenida de las Dos Repúblicas. Lo más acertado sería pasarse por casa de Hemmelrich.

Katow se fue allá rápidamente.

– ¿Llevas el cianuro? -le preguntó Kyo, en el momento en que se volvía.

– Sí.

Los dos, y otros varios jefes revolucionarios, llevaban cianuro en la hebilla plana de su cinturón, que se abría como una caja.

La separación no había tranquilizado a Kyo. Por el contrario, May era más fuerte en la calle desierta -después de haber cedido- que frente a él, oponiéndose a su marcha. Entró en la ciudad china, no sin darse cuenta de ello, aunque con indiferencia. «¿Habré vivido como una mujer a la que se protege?…» ¿Con qué derecho ejercía su lamentable protección sobre la mujer que hasta había accedido a que partiese? ¿En nombre de qué la abandonaba? ¿Estaba seguro de que aquello no constituía una venganza? Sin duda, May estaba aún sentada en el lecho, aplastada por una pena que no necesitaba de psicología…

Volvió sobre sus pasos, corriendo.

La habitación de los fénix estaba vacía: su padre había salido, y May continuaba en la habitación. Antes de abrir, se detuvo, anonadado por la fraternidad de la muerte, descubriendo cuánto, ante aquella comunión, quedaba la carne irrisoria, a pesar de su arrebato.

Ahora comprendía que acceder a llevar al ser a quien se ama hacia la muerte, constituye, quizá, la forma total del amor, la que no puede ser sobrepasada.

Abrió.

Ella se echó precipitadamente el abrigo sobre los hombros, y le siguió sin decir nada.

3 y media

Desde hacía mucho tiempo, Hemmelrich contemplaba sus discos sin compradores. Llamaron, según la señal convenida.

Abrió. Era Katow.

– ¿Has visto a Chen?

– ¡Remordimiento ambulante! -gruñó Hemmelrich.

– ¿Qué?

– Nada. Sí; lo he visto. De una a dos. ¿Por qué?

– Tengo absoluta necesidad de verlo. ¿Qué es lo que ha dicho?

Desde otra habitación, un grito del chico llegó hasta ellos, seguido de unas confusas palabras de la madre, que se esforzaba por acallarlo.

– Ha venido con dos compañeros. Uno de ellos es Suen. Al otro no lo conozco. Un tipo con gafas, como todo el mundo. De aspecto noble. Con carteras bajo el brazo, ¿comprendes?

– Por eso necesito encontrarlo, ¿ves?

– Me preguntó si podía permanecer aquí durante tres horas.

– ¡Ah, bueno! ¿Dónde está?

– ¡Cierra el pico! Escucha lo que se te dice. Me preguntó si podía quedarse aquí. Yo no he accedido. ¿Entiendes?

Silencio.

– Te he dicho que no he accedido.

– ¿Adónde puede haber ido?

– No ha dicho nada. Como tú. El silencio se prodiga hoy…

Hemmelrich estaba de pie, en medio de la habitación, con el cuerpo encogido y la mirada casi de odio. Katow dijo, tranquilamente, sin mirarle:

– Te insultas demasiado a ti mismo. Por eso tratas de, que te insulten para poder defenderte.

– ¿Qué es lo que puedes comprender tú? ¿Y qué diablos puede importarte? No me mires así, con los pelos como de cresta de gallo y las manos abiertas, como Jesucristo, para que se te introduzcan en ellas los clavos…

Sin cerrar las manos, Katow las dejó caer en el hombro de Hemmelrich.

– ¿Sigue mal eso, allá arriba?

– Menos. Pero ya es demasiado. ¡Pobre chico!… Con su delgadez y su enorme cabeza, parece un conejo desollado… Suelta…

El belga se desasió brutalmente, se detuvo y luego se dirigió al extremo de la habitación, con un movimiento extrañamente pueril, como si se enojase.

– Y lo peor -dijo- no es sólo eso. No; no adoptes la actitud de un sujeto que siente picazón y que se retuerce con movimientos torpes: no he denunciado a Chen a la policía. ¡Vamos! Todavía no, al menos…

Katow se encogió de hombros, con tristeza.

– Más valiera que te explicases.

– Yo quería ir con él.

– ¿Con Chen?

Katow estaba seguro ahora de que no lo encontraría.

Hablaba con la voz tranquila y cansada de los que han sido golpeados. Chiang Kaishek no volvía hasta la noche, y Chen ya no podía intentar nada antes.

Hemmelrich señaló con el pulgar por encima de su hombro, en la dirección en que había venido el grito del niño.

– Ahí está. Ahí está. ¿Qué mierda quieres que haga yo?

– Esperar…

– A que el chico se muera, ¿no? Óyelo bien: durante la mitad del día, lo deseo. Y, si ocurre, desearé que continúe, que no se muera, aunque siga enfermo, incurable…

– Ya sé…

– ¿Qué? -pronunció Hemmelrich, indignado-. ¿Qué es lo que sabes? Tú que ni siquiera estás casado.

– He estado casado.

– Hubiera querido verlo. Con tu tipo… No; no son para nosotros, todos esos pequeños baños para coitos ambulantes, que se ven pasar por la calle…

Comprendió que Katow pensaba en la mujer que velaba al niño, allá arriba.

– Abnegación, sí. Hace todo lo que puede. Lo demás, lo que no tiene, es precisamente para los ricos. Cuando veo a algunos que tienen el aspecto de amarse, me dan ganas de romperles la cara.

– La abnegación es mucho… La única cosa necesaria es no estar solo.

– Y por eso es por lo que te quedas aquí, ¿no? ¿Para ayudarme?

– Sí.

– ¿Por lástima?

Pero Katow no encontraba la palabra. Quizá no existiese. Trató de explicarse de una manera indirecta.

– He conocido eso, o algo semejante. Y también tu especie de… rabia… ¿Cómo quieres que se comprendan las cosas, como no sea por medio de los recuerdos?… Por eso no puede ofenderme.

Se había aproximado, y hablaba con la cabeza hundida entre los hombros, con su voz que omitía algunas sílabas, mirándole con el rabillo del ojo. Ambos, así, con la cabeza baja, presentaban el aspecto de prepararse para un combate, en medio de los discos. Pero Katow sabía que él era el más fuerte, aunque ignoraba cómo. ¿Acaso eran su voz, su calma, su amistad misma las que obraban?

– Un hombre a quien no se le da un pito de nada, si encuentra realmente la abnegación, el sacrificio o cualquiera de esos trucos, está perdido.

– ¡Sin bromas! ¿Qué es lo que hace entonces?

Sadismo -respondió Katow, mirándole tranquilamente.

El grillo. Unos pasos, en la calle, se perdían poco a poco.

– El sadismo con alfileres -continuó- es raro; con las palabras está lejos de serlo. Pero si la mujer lo acepta de un modo absoluto; si es capaz de ir más allá… Conocí a un sujeto que cogió y se jugó el dinero que su compañera había economizado durante algunos años para ir a un sanatorio. Cuestión de vida o muerte. Lo perdió. (En estos casos se pierde siempre.) Volvió hecho pedazos, absolutamente aplastado, como tú en este momento. Ella le vio acercarse al lecho. Lo comprendió todo en seguida, ¿sabes? ¿Y luego, qué? Trató de consolarle…

– Más fácil es -dijo Hemmelrich, con lentitud- consolar a los demás que consolarse uno a sí mismo.

Y levantando los ojos, de pronto:

– ¿Eras tú, ese sujeto?

– ¡Basta! -Katow golpeó con el puño en el mostrador-. Si hubiera sido yo, habría dicho que era yo, y no otra cosa. -Pero su ira se extinguió inmediatamente-. Yo no he hecho tanto, si es necesario hacer tanto… Si no se cree en nada, sobre todo porque no se cree en nada, está uno obligado a creer en las cualidades del corazón, cuando se las encuentra: eso se cae de su peso. Y eso es lo que tú haces. Sin la mujer y el chico, habrías partido; estoy seguro de ello. Y…

– Y como no existimos más que para esas cualidades cardíacas, nos comen. Puesto que no hay más remedio que ser devorado… Pero todo eso son puñeterías. No se trata de tener razón. No puedo soportar el haber echado a Chen a la calle, ni tampoco hubiera podido soportar el retenerlo.

– No hay que pedir a los camaradas más que lo que pueden hacer. Quiero camaradas, y no santos. No tengo confianza en los santos…

– ¿Es verdad que tú acompañaste voluntariamente a aquellos sujetos a las minas de plomo?

– Yo estaba en el campo -dijo Katow, cohibido-. Las minas y el campo, por allá se iban…

– Por allá se iban… No es verdad.

– ¿Tú qué sabes?

– ¡No es verdad! Y tú hubieras admitido a Chen.

– Yo no tengo hijos…

– Me parece que me sería menos… difícil hasta la idea de que me lo matasen si no estuviera enfermo… Yo soy muy bruto. La verdad es que yo soy muy bruto. Y quizá no sea siquiera trabajador. Además… Me hago el efecto de un farol de gas en el que se mease todo el mundo.

Señaló de nuevo el piso de encima con un movimiento de su rostro aplastado, porque el niño gritaba otra vez, Katow no se atrevía a decir: «La muerte te va a dejar libre.» Había sido la muerte la que le había libertado a él. Desde que Hemmelrich había comenzado a hablar, el recuerdo de su mujer se hallaba entre ellos. Cuando había vuelto de Siberia sin esperanzas, vencido, con sus estudios de medicina truncados, convertido en obrero de una fábrica y seguro de que moriría antes de ver la revolución, se había justificado tristemente un resto de existencia, haciendo sufrir a una obrerita que le amaba. Pero apenas ésta había aceptado los dolores que él le infligía cuando, seducido por cuanto de conmovedor tiene el cariño del ser que sufre hacia el que le hace sufrir, no había vivido más que para ella, continuando, por costumbre, la acción revolucionaria, pero llevando a ella la obsesión del cariño sin límites oculta en el corazón de aquella oleada idiota. Durante horas y horas le acariciaba los cabellos y permanecían acostados juntos durante todo el día. Ella había muerto, y, luego… Aquello, sin embargo, quedaba entre Hemmelrich y él. No era bastante.

Con las palabras, no podía hacer casi nada; pero, más allá de las palabras, estaba lo que expresan los gestos, las miradas, la misma presencia. Sabía, por experiencia, que el peor sufrimiento está en la soledad que lo acompaña. Expresarlo también libera; pero pocas palabras son menos conocidas por los hombres que las de sus dolores profundos. Expresarse mal o mentir proporcionaría a Hemmelrich un nuevo impulso para despreciarse: sufría, sobre todo, a causa de sí mismo. Katow le miró sin fijar en él la mirada, con tristeza -conmovido, una vez más, al comprobar cuan poco numerosos y torpes son los gestos del aféelo viril.

– Es preciso que lo comprendas sin que yo te diga nada -pronunció-. No hay nada que decir.

Hemmelrich levantó la mano y la dejó caer de nuevo, pesadamente, como si no hubiera podido elegir más que entre la tristeza y la absurdidad de su vida. Pero permanecía enfrente de Katow, absorto.

«Bien pronto podré salir otra vez en busca de Chen», pensaba Katow.

Las seis

– El dinero fue remitido ayer -dijo Ferral al coronel, vestido de uniforme, esta vez-. ¿Dónde estamos?

– El gobernador militar ha enviado al general Chiang Kaishek una nota muy larga para que le diga lo que debe hacer en caso de sublevación.

¿Quiere estar a cubierto?

El coronel miró a Ferral por encima de la nube del ojo y respondió, solamente:

– Aquí está la traducción.

Ferral leyó el documento.

– Hasta tengo la respuesta -dijo el coronel.

Le tendió una foto: por encima de la firma de Chiang Kaishek, había dos caracteres.

– ¿Eso qué quiere decir?

Fusilad.

Ferral contempló, en la pared, el mapa de Shanghai, con grandes manchas rojas que indicaban las masas de obreros y de miserables -las mismas-. «Tres mil hombres de las guardias sindicales -pensaba-, y quizá trescientos mil detras; pero, ¿se atreverá a moverse? Al otro lado, Chiang Kaishek y el ejército…»

– ¿Va a comenzar a fusilar a los jefes comunistas, antes de toda sublevación? -preguntó.

– Seguramente. No habrá sublevación: los comunistas están casi desarmados, y Chiang Kaishek tiene sus tropas. La 1.ª división está en el frente: era la única peligrosa.

– Gracias. Adiós.

Ferral iba a casa de Valeria. Un boy le esperaba al lado del chófer, con un mirlo dentro de una gran jaula dorada sobre las rodillas. Valeria le había rogado a Ferral que le llevase aquel pájaro. En cuanto su auto estuvo en marcha, sacó del bolsillo una carta y la releyó. Lo que temía desde hacía un mes se producía: sus créditos americanos iban a ser cortados.

Los pedidos del Gobierno General de la Indochina no bastaban ya a la actividad de las fábricas creadas para un mercado que debía extenderse de mes en mes y que disminuía de día en día: las empresas industriales del Consorcio tenían déficit. Los precios de las acciones, mantenidos en París por los bancos de Ferral y por los grupos financieros franceses que le eran adictos, y, sobre todo, por la inflación, desde la estabilización del franco, descendían sin cesar. Pero los bancos del Consorcio sólo eran fuertes por los beneficios de sus plantaciones -esencialmente de las sociedades de caucho-. El plan Stevenson [4] había elevado de 16 a 112 el precio del caucho. Ferral, productor por medio de sus haveas de Indochina, se había beneficiado con el alza sin tener que restringir su producción, puesto que sus negocios no eran ingleses. Así, pues, los bancos americanos, sabiendo, por experiencia, cuánto costaba aquel plan a América, principal consumidor, habían abierto de buen grado unos créditos, garantizados con las plantaciones. Pero la producción indígena de las Indias Neerlandesas y la amenaza de plantaciones americanas en Filipinas, en el Brasil y en Liberia producían, a la sazón, el desmoronamiento de los precios del caucho; los bancos americanos cesaban, pues, en sus créditos por las mismas razones por las cuales antes los habían concedido. Ferral quedaba afectado a la vez por el crac de la única materia prima que le hubiera sostenido -si se hubiese hecho abrir unos créditos, habría especulado, no con el valor de su producción, sino con el de las plantaciones mismas-; por la estabilización del franco, que hacía bajar a todos sus títulos (una cantidad de los cuales pertenecía a sus bancos, resueltos a fiscalizar el mercado), y por la supresión de sus créditos americanos. Y no ignoraba que, en cuanto esta suspensión fuese conocida, todos los compradores provincianos de París y de Nueva York tomarían posiciones ante la baja de sus títulos; posiciones demasiado seguras… No podía ser salvado más que por razones morales; en consecuencia, sólo por el gobierno francés.

La proximidad de la quiebra trae a los grupos financieros una conciencia intensa de la nación a la cual pertenecen. Acostumbrados a ver «despojar el ahorro», los gobiernos no gustan de verse despojar de sus esperanzas: un ahorro que, con la tenaz esperanza del jugador, piensa recuperar algún día su dinero perdido, es un ahorro consolado a medias. Érale, pues, difícil a Francia abandonar el Consorcio y después el Banco Industrial de China. Pero para que Ferral pudiese pedirle ayuda, era necesario que no estuviese sin esperanza; era preciso, ante todo, que fuese aniquilado el comunismo en China. Dueño Chiang Kaishek de las provincias, se llevaría a efecto la construcción del ferrocarril chino; el empréstito previsto era de tres mil millones de francos, lo que suponía muchos millones de francos papel. Seguramente, no recibiría sólo el pedido de material, si bien tampoco defendía ahora sólo a Chiang Kaishek; pero ello supondría un bonito juego. Además, los bancos americanos temían el triunfo del comunismo; su caída modificaría su política. Como francés, Ferral disponía en China de privilegios: «no era cosa de que el Consorcio no participase en la construcción del ferrocarril». A fin de conseguirlo, estaba autorizado para pedir al gobierno una ayuda que éste prefería a un nuevo crac: sus créditos eran americanos; sus depósitos y sus acciones eran franceses. Sus cartas no podían ganar todas durante un período de crisis china aguda; pero, del mismo modo que el plan Stevenson había asegurado a tiempo la vida del Consorcio, así la victoria del Kuomintang debía asegurarlo hoy. La estabilización del franco había jugado contra él; la caída del comunismo chino jugaría para él…

¿No haría durante toda su vida más que esperar al paso, para aprovecharse de su fuerza, aquellos empujones de la economía mundial que comenzaban como ofrendas y acababan como cabezazos en el vientre? Aquella noche, cualquiera que fuese la resistencia, la victoria o la derrota, se sentía dependiente de todas las fuerzas del mundo. Pero tenía a aquella mujer, de la que no dependía, sino que dependería ahora mismo de él; la confesión de sumisión de aquel rostro poseído, como una mano aplicada sobre sus ojos, le ocultaría las enrevesadas sujeciones sobre las cuales buscaba su vida. Había vuelto a verla en algunos salones (hacía sólo tres días que había regresado a Kioto), retenido e irritado siempre ante la repulsa de toda sumisión con que ella estimulaba su deseo, si bien había accedido a dormir con él aquella noche. En su necesidad limitada de ser preferido -se admira más fácilmente y más totalmente de un sexo al otro-, si la admiración se hacía insegura, recurría al erotismo para reanimarla. Por eso había observado a Valeria mientras copulaba con ella: hay mucha certidumbre en los labios hinchados por el placer. Detestaba la coquetería, sin la cual Valeria ni siquiera hubiera existido ante sus ojos: lo que en ella se oponía a él, irritaba más su sensualidad. Todo ello muy turbio, pues necesitaba imaginarse en su puesto, en cuanto comenzaba a tocar su cuerpo, que excitaba su sensación aguda de posesión. Pero un cuerpo conquistado tenía de antemano para él más atractivo que un cuerpo entregado -más atractivo que cualquier otro cuerpo.

Abandonó su coche y entró en el Astor, seguido del boy, que llevaba su jaula en la extremidad del brazo, con dignidad. Había sobre el suelo millares de sombras: las mujeres cuyo amor no le interesaba -y un adversario vivo: la mujer por quien quería ser amado-. La idea de posesión total se había fijado en él, y su orgullo llamaba a un orgullo enemigo, como el jugador apasionado llama a otro jugador para el combate, y no la paz. Al menos la partida aquella noche estaba bien formada, puesto que, desde luego, iban a acostarse juntos.

Desde el hall, un empleado europeo se aproximó a él y le dijo:

– La señora Serge ha encargado se diga al señor Ferral que no volverá esta noche, pero que ese caballero le explicará.

Desconcertado, Ferral contempló a «aquel caballero», sentado de espaldas, junto a un biombo. El hombre se volvió: era el director de uno de los bancos ingleses, que, desde hacía un mes, cortejaba a Valeria. A su lado, detrás del biombo, un boy sostenía, no menos dignamente que el de Ferral, un mirlo en una jaula. El inglés se levantó, aturdido, y estrechó la mano de Ferral, diciéndole:

– Debería usted explicarme caballero…

Comprendieron ambos que habían sido burlados. Se contemplaban, entre la sonrisa burlona de los boys y la gravedad, demasiado grande para ser natural, de los empleados blancos. Era la hora del cocktail, y todo Shanghai estaba allí… Ferral se sentía en el mayor de los ridículos: el inglés era casi un muchacho.

Un desprecio tan intenso como la cólera que lo inspiraba compensó instantáneamente la inferioridad que le era impuesta. Se sintió rodeado de la verdadera estupidez humana, la que se adhiere y pesa sobre las espaldas; los seres que le contemplaban eran los más odiosos cretinos de la tierra. Sin embargo, ignorando lo que sabían, los suponía al corriente de todo, y, frente a su ironía, se sentía aplastado por una parálisis de intenso odio.

– ¿Es para un concurso? -preguntaba su boy al otro.

– No sé.

– El mío es un macho.

– Sí. El mío, una hembra.

– Debe ser para eso.

El inglés se inclinó ante Ferral y se dirigió al portero. Éste le entregó la carta. La leyó, llamó a su boy, sacó de su cartera una tarjeta de visita, la colocó en la jaula, dijo al portero: «Para la señora Serge», y salió.

Ferral se esforzaba por reflexionar y por defenderse. Ella le había herido en su punto más sensible, como si le hubiese saltado los ojos durante el sueño: le negaba. Lo que podía pensar, hacer, o querer, no existía. Aquella escena era ridícula, y nada haría que no lo fuese. Él sólo existía en el mundo de los fantasmas, y era él, precisamente él, quien resultaba befado. Y, para colmo -porque no pensaba en una consecuencia, sino en una sucesión de derrotas, como si la rabia le hubiese vuelto un masoquista-: para colmo, no se acostaría con ella. Cada vez más ávido de vengarse en aquel cuerpo irónico, permanecía allí, solo, frente a aquellos brutos y ante su boy indiferente, con la jaula en el extremo del brazo. Aquel pájaro era un constante insulto. Pero era preciso, ante todo, quedarse. Pidió un cocktail, encendió un cigarrillo; luego, permaneció inmóvil, ocupado en quebrar, dentro del bolsillo de la americana, la cerilla entre los dedos. Su mirada descubrió una pareja. El hombre tenía el encanto que ofrece la unión de los cabellos grises y un semblante juvenil; la mujer, gentil, un poco de almacén, lo contemplaba con un reconocimiento amoroso, hecho de ternura o de sensualidad. «Lo ama -pensó Ferral, con envidia-. Y, sin duda, será cualquier oscuro cretino, que quizá dependa de uno de mis negocios…» Mandó llamar al portero.

– Tiene usted una carta para mí. Démela.

El portero, asombrado, aunque siempre respetuoso, le alargó la carta.


¿Sabe usted, querido, que las mujeres persas, cuando son atacadas por la ira, zurran a sus maridos con sus babuchas erizadas de clavos? Son irresponsables. Y luego, ¿no es así?, vuelven a la vida ordinaria, a aquella en la que llorar con un hombre no las compromete, sino en la que acostarse con él las liberta -¿cree usted?-; la vida en la que se «tiene» a las mujeres. Yo no soy una mujer que se tiene, un cuerpo imbécil en el que usted encuentre su placer, mintiéndole como a los niños y a los enfermos. Usted sabe muchas cosas, querido, pero quizá se muera sin haberse dado cuenta de que una mujer es también un ser humano. Siempre he encontrado (quizá no encuentre nunca más que a ellos, pero tanto peor; ¡no puede usted suponerse cuántas veces digo tanto peor!) hombres que han hallado encantos en mí, que se han tomado un trabajo harto conmovedor por poner en práctica mis locuras; pero que sabían muy bien unirse a sus amigos en cuanto se trataba de verdaderas cosas humanas (salvo, naturalmente, para ser consolados). Mis caprichos los necesito, no sólo para agradarle, sino incluso para que usted me entienda, cuando hablo; mi encantadora locura, sepa usted lo que vale: se parece a su ternura. Si el dolor hubiera podido nacer de la presa que quería usted hacer de mí, ni siquiera lo habría usted reconocido…

He conocido a bastantes hombres para saber lo que hay que pensar de los caprichos: ninguna cosa deja de tener importancia para un hombre, en cuanto compromete su orgullo, y el placer es una palabra que permite hartarse de ella lo más pronto y con la mayor frecuencia. Me niego, por tanto, a ser un cuerpo, como usted a ser un talonario de cheques. Usted obra conmigo como las prostitutas con usted: «Habla, pero paga…» Soy también ese cuerpo que usted quiere que sea solamente: lo sé. No siempre me es fácil defenderme contra la idea que se tiene de mí. Su presencia me aproxima a mi cuerpo con disgusto, como la primavera me aproxima a él con júbilo. A propósito de la primavera, que se divierta usted mucho con los pájaros.

Y, desde luego, la próxima vez, deje usted tranquilos a los interruptores de la luz.


V.


Se afirmaba que Ferral había construido carreteras, transformado un país y arrancado a los paillottes de los campos de millares de campesinos cobijados en chozas de palastro ondulado alrededor de sus fábricas -como los feudales, como los delegados de imperio-; en su jaula, el mirlo parecía reírse de él. La fuerza de Ferral, su lucidez, la audacia que había transformado la Indochina y cuyo peso abrumador acababa de hacerle sentir la carta de América, se reflejaban en aquel pájaro ridículo, como el universo entero que se mofase incontestablemente de él. «Tanta importancia concedida a una mujer.» No era de la mujer de lo que se trataba. Ella no era más que una venda arrancada: él se había lanzado con toda su fuerza contra los límites de su voluntad. Hecha vana su excitación sexual, alimentaba su cólera y le arrojaba en la hipnosis asfixiante donde el ridículo invoca a la sangre. Nadie se venga con rapidez más que en los cuerpos. Clappique le había referido la historia salvaje de un jefe afgano, cuya mujer había vuelto, violada por un jefe vecino, con esta inscripción: «Te devuelvo a tu mujer; no está tan bien como dicen», y el cual, habiendo cogido al violador, le había atado delante de la mujer desnuda para arrancarle los ojos, diciéndole: «Tú la has visto y la has despreciado; pero puedes jurar que no volverás a verla nunca.» Se imaginó en la habitación de Valeria, ésta atada sobre el lecho, gritando hasta llegar a los sollozos tan próximos a los gritos de placer, fuertemente amarrada, retorciéndose bajo la posesión del sufrimiento, puesto que no lo hacía bajo la posesión del sexo… El portero esperaba. «Se trata de permanecer impasible, como ese idiota, a quien, sin embargo, me dan ganas de propinarle un par de bofetadas.» El idiota no sonreía por nada del mundo. Sería para más tarde. Ferral dijo: «Vuelvo dentro de un instante.» No pagó su cocktail, dejó su sombrero y salió.

– A casa del mejor vendedor de pájaros -dijo al chófer.

Estaba muy cerca. Pero el almacén se hallaba cerrado.

– En la ciudad china -dijo el chófer-, haber calles vendedores de pájaros.

– Ve.


Mientras el auto avanzaba, se instalaba en la imaginación de Ferral la confesión leída en cualquier libro viejo de medicina, de una mujer loca por el deseo de ser flagelada, citándose por carta con un desconocido y descubriendo con espanto que quería huir en el instante mismo en que, echada sobre la cama del hotel, el hombre, armado de un látigo, paralizaba totalmente su brazo bajo sus faldas levantadas. El rostro era invisible; pero se lo atribuía a Valeria. ¿Detenerse en el primer burdel chino que encontrase? No; ninguna carne le libraría del orgullo sexual escarnecido, que le desolaba.

El auto tuvo que detenerse ante las alambradas. Enfrente, la ciudad china, muy oscura, muy poco segura. Tanto mejor. Ferral abandonó el auto e hizo pasar su revólver al bolsillo de la americana, esperando cualquier ataque: se mata lo que se puede.

La calle de los vendedores de animales estaba dormida; tranquilamente, el boy llamó en el primer postigo gritando «Comprador»; los comerciantes temían a los soldados. Cinco minutos después, abrían; en la magnífica sombra roja de las tiendas chinas, alrededor de una linterna, algunos saltos ahogados de gatos o de monos, y luego unas sacudidas de alas anunciaron el despertar de los animales. En la sombra, unas manchas alargadas, de un rosa sordo: papagayos atados a unas estacas.

– ¿Cuánto valen todos esos pájaros?

– ¿Los pájaros solamente? Ochocientos dólares.

Era un comerciante modesto, que no poseía pájaros raros. Ferral sacó su talonario de cheques, vaciló: el comerciante querría dinero. El boy comprendió: «Es el señor Ferral -dijo-; el auto está allá.» El comerciante salió, vio los faros del auto, arañados por las alambradas.

– Bueno.

Aquella confianza, prueba de su autoridad, exasperaba a Ferral; su fuerza, evidente hasta en el conocimiento de su nombre por aquel vendedor, era absurda, puesto que no podía recurrir a ella. Sin embargo, el orgullo, ayudado por la acción en que se enfrascaba y por el aire frío de la noche, volvía en su ayuda: cólera o imaginaciones sádicas se disgregaban en náuseas, aunque sabía que no había acabado con ellas.

– Tengo también un canguro -dijo el comerciante.

Ferral se encogió de hombros. Pero ya llegaba un muchacho, despertado también, con el canguro en brazos. Era un animal muy pequeño, velludo, que contempló a Ferral con ojos de cierva espantada.

– Bueno.

Nuevo cheque.

Ferral volvió con lentitud hacia el auto. Ante todo, era preciso que si Valeria refería la historia de las jaulas -no dejaría de hacerlo- bastara que refiriera el final para escapar al ridículo. El comerciante, el muchacho, el boy llevaban las pequeñas jaulas, las colocaban en el auto y volvían en busca de otras; por fin, llevaron los últimos animales, el canguro y los papagayos, encerrados en unas jaulas redondas. Más allá de la ciudad china sonaron algunos disparos. Muy bien: cuanto más se batieran, más valdría aquello. El auto regresó, bajo los ojos estupefactos del puesto de guardia.

En el Astor, Ferral mandó llamar al director.

– Haga el favor de subir conmigo a la habitación de la señora Serge. Está ausente, y quiero prepararle una sorpresa.

El director disimuló su asombro y más aún su reprobación: el Astor dependía del Consorcio. La única presencia de un blanco, a quien hablaba Ferral, le redimía de su universo humillado, le ayudaba a volver entre «los otros»; el comerciante chino y la noche le habían dejado en su obsesión; no se había librado totalmente de ella ahora; pero por lo menos, ya no le dominaba ella sola.

Cinco minutos después, mandaba colocar las jaulas en la habitación. Todos los objetos preciosos se hallaban alineados en los armarios, uno de los cuales no estaba cerrado. Cogió de encima de la cama un pijama, para echarlo en el armario; pero apenas hubo tocado la seda tibia, le pareció que aquella tibieza, a través de su brazo, se comunicaba a todo su cuerpo, y que la tela que estrujaba había recubierto exactamente los senos: los vestidos, los pijamas, colgados en el armario entreabierto, retenían en sí algo más sensual, quizá, que el cuerpo mismo de Valeria. Estuvo a punto de hundir su rostro en aquel pijama y oprimir o desgarrar, como si los hubiese penetrado, aquellos vestidos, saturados aún de su presencia. Si hubiera podido llevarse el pijama, lo habría hecho. En el instante mismo en que el pijama abandonaba la mano, la leyenda de Hércules y de Onfalia invadió su imaginación -Hércules, vestido de mujer, con telas arrugadas y tibias como aquéllas, humillado y satisfecho de su humillación-. En vano invocó las escenas sádicas que hacía poco se le habían impuesto: el hombre golpeado por Onfalia y por Deyanira pesaba sobre todos sus pensamientos y le anegaba en un goce humillado. Dio un paso hacia adelante. Tocó su revólver en el bolsillo: si ella hubiera entrado en aquel momento, sin duda la habría matado. Sus pasos se debilitaron más allá de la puerta: la mano de Ferral cambió de bolsillo y sacó nerviosamente el pañuelo. Necesitaba obrar, no importaba cómo, para reponerse. Hizo soltar los papagayos; pero los pájaros, temerosos, se refugiaron en los rincones y entre las cortinas. El canguro había saltado sobre el lecho, y allí permanecía. Ferral apagó la lámpara principal y no dejó más que la del velador: rosados, blancos, con los magníficos movimientos de alas curvas y suntuosas de los fénix de la Compañía de Indias, los papagayos comenzaron a volar, con un ruido de vuelo torpe e inquieto.

Aquellas cajas llenas de pajaritos agitados, atravesadas sobre todos los muebles, por el suelo y en la chimenea, le molestaban. Indagó por qué, y no lo adivinó. Salió. Volvió a entrar y lo comprendió en seguida: la habitación parecía devastada. ¿Escaparía a la idiotez aquella noche? A pesar suyo, había dejado allí la imagen esplendente de su ira.

– Abre las jaulas -dijo al boy.

La habitación se ensuciará, señor Ferral.

– La señora Serge se mudará. Esté usted tranquilo, que no será esta noche. Ya me enviará usted la cuenta.

– ¿Flores, señor Ferral?

– Nada más que pájaros. Y que nadie entre aquí; ni siquiera los criados.

Las ventanas estaban protegidas, contra los mosquitos, por una tela metálica. Los pájaros no se escaparían. El director abrió los cristales para que la habitación no oliese.

Entonces, sobre los muebles y las cortinas y en los rincones del techo, los pájaros de las islas revoloteaban, mates en aquella débil luz, como los de los frescos chinos. Había ofrecido por odio a Valeria su más lindo regalo… Apagó; volvió a encender; apagó; volvió a encender. Empleaba para ello el interruptor de la lámpara del lecho: recordó, de pronto, la última noche pasada en su casa con Valeria. Sintió deseos de arrancar el interruptor para que ella no pudiese emplearlo nunca -con cualquiera que fuese-. Pero no quería dejar allí ninguna huella de su cólera.

– Llévate las jaulas vacías -dijo al boy-. Mándalas quemar.

– Si la señora Serge pregunta quién ha enviado los pájaros -pronunció el director, que contemplaba a Ferral con admiración-, ¿debemos decírselo?

– No preguntará. Está firmado.

Salió. Era preciso que se acostase con una mujer aquella noche. Sin embargo, no tenía ganas de ir inmediatamente al restaurante chino. Estar seguro de que unos cuerpos se hallaban a su disposición, le bastaba -provisionalmente-. Con frecuencia, cuando una pesadilla le despertaba sobresaltado, se sentía presa del deseo de reanudar el sueño, a pesar de la pesadilla que volvería a encontrar en él, y, al mismo tiempo, del de librarse de ella, despertándose por completo; el sueño era la pesadilla, pero era él; el despertar era la paz, pero era el mundo. El erotismo, aquella noche, era la pesadilla. Se decidió, por fin, a despertarse, y se hizo conducir al Círculo francés: hablar, restablecer las relaciones con un ser, aunque no fuese más que las de una conversación, constituían el más seguro despertar.

El bar estaba lleno: época de desórdenes. Muy cerca de la puerta entreabierta, con una esclavina de lana cruda sobre los hombros, solo y casi aislado, Gisors se hallaba sentado ante un cocktail dulce; Kyo había telefoneado que todo marchaba bien, y su padre había ido al bar en busca de las noticias del día, con frecuencia absurdas, pero, a veces, significativas: no lo eran entonces. Ferral se dirigió hacia él, por entre los saludos. Conocía la naturaleza de sus enseñanzas, pero no les concedía importancia alguna. Ignoraba que Kyo estuviese entonces en Shanghai. Consideraba humillante interrogar a Martial acerca de las personas, y el papel de Kyo no tenía ningún carácter público.

Todos aquellos idiotas que le miraban con una tímida reprobación creían que estaba unido al viejo por el opio. Error. Ferral fingía fumar -una o dos pipas-, y siempre menos de las que hubiera necesitado para experimentar la acción del opio-, porque veía en la atmósfera del fumar y en la pipa que pasa de una boca a otra un medio de acción sobre las mujeres. Como tenía horror a la corte que debía hacer y al cambio con que pagaba su importancia concedida a una mujer lo que ésta le proporcionaba en placer, se enfrascaba en todo cuanto le dispensaba de ello.

Era un gusto más complejo el que le había impulsado algunas veces a acudir a Pekín, al lado del viejo Gisors. El placer del escándalo, en primer término. Además, no quería ser sólo el presidente del Consorcio; quería ser distinto de su acción -medio de creerse superior a ella-. Su afición casi agresiva al arte, al pensamiento y al cinismo, que él llamaba lucidez, constituía una defensa: Ferral no procedía ni de las «familias» de los grandes establecimientos de créditos, ni del Movimiento General de Fondos, ni de la Inspección de hacienda. La dinastía de Ferral estaba demasiado unida a la historia de la República, para que pudiese considerársele como un provinciano; pero no dejaba de ser un aficionado, cualquiera que fuese su autoridad. Demasiado hábil para tratar de colmar el foso que le rodeaba, lo ensanchaba. La gran cultura de Gisors; su inteligencia, siempre al servicio de su interlocutor; su desdén hacia los convencionalismos; sus «puntos de vista», casi siempre singulares, que Ferral no tenía inconveniente en atribuirse cuando lo había abandonado, le aproximaban, más aún que todo aquello cuanto los separaba: con Ferral, Gisors no hablaba de política más que en el plano de la filosofía. Ferral decía que tenía necesidad de la inteligencia, y, cuando no la encontraba, era verdad.

Miró a su alrededor: en el momento mismo en que se sentó, casi todas las miradas se volvieron. Aquella noche, de buena gana se hubiera casado con su cocinera, aunque no hubiera sido más que para imponérsela a aquella multitud.

Que todos aquellos idiotas juzgasen lo que él hacía, le exasperaba; cuanto menos los viera, mejor: propuso a Gisors irse a beber a la terraza, frente al jardín. A pesar del fresco, los boys habían sacado fuera algunas mesas.

– ¿Cree usted que se puede conocer (conocer) a un ser vivo? -preguntó a Gisors.

Se instalaban cerca de una lamparita cuyo halo se perdía en la oscuridad, que llenaba poco a poco la bruma.

Gisors lo miró. «No tendría afición a la psicología, si pudiera imponer su voluntad.»

– ¿Una mujer? -preguntó.

– ¿Qué importa?

– El pensamiento que se dedica a elucidar a una mujer tiene algo de erótico… Querer conocer a una mujer, ¿no es cierto?, siempre supone una manera de poseerla o de vengarse de ella…

Una mujer pública, en la mesa próxima, decía a otra:

– No se me hace eso tan fácilmente. Voy a decirte: es una mujer que está celosa de mi perro.

– Creo -continuó Gisors- que el recurrir al espíritu intenta compensar esto: el conocimiento de un ser es un sentimiento negativo; el sentimiento positivo, la realidad, es la angustia de permanecer siempre extraño para aquel a quien se ama.

– ¿Se ama alguna vez?

– El tiempo hace desaparecer, a veces, esa angustia; sólo el tiempo. No se conoce nunca a un ser; pero, a veces, se deja de sentir que se le ignora (pienso en mi hijo, ¿verdad?, y también en… otro muchacho). Conocer por medio de la inteligencia constituye la tentación vana de prescindir del tiempo…

– La función de la inteligencia no consiste en prescindir de las cosas.

Gisors le miró.

– ¿Qué entiende usted por inteligencia?

– ¿En general?

– Sí.

Ferral reflexionó.

– La posesión de los medios de dominar a las cosas o a los hombres.

Gisors sonrió imperceptiblemente. Cada vez que formulaba aquella pregunta, su interlocutor, cualquiera que fuese, respondía con el retrato de su deseo. Pero la mirada de Ferral tornóse de pronto más intensa.

– ¿Sabe usted cuál era el suplicio infligido por la ofensa de la mujer al amo, aquí, bajo los primeros imperios? -preguntó.

Pues bien: había varios, ¿no es eso? Parece ser que el principal consistía en atarla sobre una armadía, con las manos y las muñecas cortadas y los ojos saltados, y…

Mientras hablaba, Gisors observaba la atención creciente y quizá la satisfacción con que Ferral le escuchaba.

– … dejarlas descender a lo largo de aquellos interminables ríos, hasta que se morían de hambre o de agotamiento, con sus amantes amarrados a su lado, sobre la misma armadía…

– ¿Sus amantes?

¿Cómo tal distracción podía conciliarse con aquella atención, con aquella mirada? Gisors no podía adivinar que, en el espíritu de Ferral, no existía el amante; pero ya éste se había recobrado.

– Lo más curioso -continuó- es que aquellos códigos feroces parecen haber sido redactados, hacia el siglo iv, por unos sabios que eran humanos y buenos, según lo que conocemos acerca de sus vidas privadas…

– Sí; sin duda, eran unos sabios.

Gisors contempló aquel rostro anguloso, con los ojos cerrados, iluminados desde abajo por la lamparita, con un efecto de luz sobre el bigote. Disparos a lo lejos. ¿Cuántas vidas se decidirían en la bruma nocturna? Contemplaba aquella faz, ásperamente distendida sobre una humillación procedente del fondo del cuerpo y del espíritu, defendiéndose contra ella con esa fuerza irrisoria que es el rencor humano; el odio de los sexos estaba por encima de ella, como si, de la sangre que continuaba corriendo sobre aquella tierra, ya saciada, hubieran debido renacer los más antiguos odios.

Nuevos disparos, muy próximos esta vez, hicieron temblar los vasos sobre la mesa.

Gisors estaba acostumbrado a los disparos, que todos los días llegaban de la ciudad china. A pesar del aviso telefónico de Kyo, éstos, de pronto, le inquietaron. Ignoraba la extensión del papel político desempeñado por Ferral; pero aquel papel no podía ser ejercido más que al servicio de Chiang Kaishek. Consideró natural estar sentado a su lado -él no se encontraba nunca «comprometido», ni siquiera con respecto a sí mismo-; pero cesó de desear el acudir en su ayuda. Nuevos disparos, más lejanos.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– No sé. Los jefes azules y rojos han llevado a efecto juntos una gran proclamación de unión. Esto parece que va a arreglarse.

«Miente -pensó Gisors-; está, por lo menos, tan bien informado como yo.»

– Con rojos o azules -decía Ferral-, los coolies no dejarán de ser coolies; a menos que queden muertos. ¿No considera usted como una estupidez característica de la especie humana que un hombre que no tiene más que una vida se arriesgue a perderla tan sólo por una idea?

– Es muy raro que un hombre pueda soportar (¿cómo diré yo?) su condición de hombre…

Pensó en una de las ideas de Kyo: todo aquello por lo cual los hombres aceptan dejarse matar, más allá del interés, tiende, más o menos confusamente, a justificar esa condición, fundiéndola en dignidad: cristianismo para el esclavo, nación para el ciudadano, comunismo para el obrero. Pero no tenía gana de discutir las ideas de Kyo con Ferral. Volvió a éste:

– Siempre hay que intoxicarse: este país tiene el opio; el Islam, el haschich; el Occidente, la mujer… Quizá el amor sea, sobre todo, el medio que emplea el occidental para emanciparse de su condición de hombre…

Bajo sus palabras, se deslizaba una contracorriente confusa y oculta de figuras: Chen y el crimen; Clappique y su locura; Katow y la revolución; May y el amor; él mismo 1 y el opio… Sólo Kyo, para él, se resistía a aquellos dominios.

– Muchas menos mujeres se acostarían -respondió Ferral-, si pudiesen obtener en la posición vertical las frases de admiración de que tienen necesidad y que exigen en el lecho.

– ¡Y cuántos hombres!

– Pero el hombre puede y debe negar a la mujer: el acto, sólo el acto justifica la vida y satisface al hombre blanco. ¿Qué pensaríamos si se nos hablase de un gran pintor que no hiciera cuadros? Un hombre es la suma de sus actos, de los que ha hecho y de los que puede hacer. Yo no soy lo que tal hombre o cual mujer considera como modelo de mi vida; yo soy mis carreteras, mis…

– Sería preciso que las carreteras fuesen hechas.

Desde los últimos disparos, Gisors se había propuesto no fingirse el justificador.

– Si no por usted, ¿verdad?, por otro. Es como si un general dijese: con mis soldados, puedo ametrallar la ciudad. Pero si fuese capaz de ametrallarla, no sería general… no se hace uno general más que saliendo de Saint-Cyr. Además, los hombres son, quizá, indiferentes al poder… Lo que los fascina ante esa idea, ya ve usted, no es el poder real; es la ilusión del buen placer. El poder del rey es gobernar, ¿no es cierto? Pero el hombre no tiene deseo de gobernar: siente el deseo de dominar; usted lo ha dicho. De ser más que hombre, en un mundo de hombres. Escapar a la condición humana, le decía yo. No poderoso, sino todopoderoso. La enfermedad quimérica cuya justificación intelectual no es más que la voluntad de potencia, es la voluntad de deidad: todo hombre sueña con ser un dios.

Lo que decía Gisors confundía a Ferral; pero su inteligencia no estaba preparada para acogerle. Si el viejo no le justificaba, no le libraría ya de su obsesión.

– En su opinión, ¿por qué los dioses no poseen a los mortales más que bajo formas humanas o bestiales?

Como si la hubiese visto, Gisors sintió que una sombra se instalaba al lado de ellos. Ferral se había levantado.

– Tiene usted necesidad de comprometer lo esencial de usted mismo para sentir más violentamente su existencia -dijo Gisors, sin mirarle.

Ferral no adivinaba que la penetración de Gisors procedía de que reconocía en sus interlocutores fragmentos de su propia persona, y que su retrato más sutil se hubiera hecho reuniendo sus ejemplos de perspicacia.

– Un dios puede poseer -continuó el viejo, con una sonrisa de convencimiento-, pero no puede conquistar. El ideal de un dios, ¿verdad?, es convertirse en hombre sabiendo que volverá a encontrar su poder; y el sueño del hombre, convertirse en dios sin perder su personalidad…

Decididamente, tenía que acostarse con una mujer. Ferral se marchó.

«Curioso caso de engaño por añadidos -pensaba Gisors-. En el orden erótico, se diría que se concibe, esta noche, como la concebiría un pequeño burgués romántico.» Cuando, poco después de la guerra, Gisors había entrado en contacto con las potencias económicas de Shanghai, no poco se había asombrado de ver que la idea que se formaba acerca del capitalista no correspondía a nada. Casi todos los que encontró entonces habían fijado su vida sentimental, bajo una u otra forma -y casi siempre bajo la del matrimonio-; la obsesión que hace el gran hombre de negocios, cuando no es un intercambiable heredero, se acomoda mal a la dispersión erótica. «El capitalismo moderno -explicaba a sus discípulos- es mucho más voluntad de organización que de poderío…»

Ferral, en el auto, pensaba que sus relaciones con las mujeres eran siempre las mismas y absurdas. Quizá hubiera amado en otro tiempo. En otro tiempo. ¿Qué psicólogo, borracho perdido, había tenido la ocurrencia de llamar amor al sentimiento que ahora envenenaba su vida? El amor es una obsesión exaltada; sus mujeres le obsesionaban, sí -como un deseo de venganza-. Iba a hacerse juzgar entre las mujeres, él, que no aceptaba ningún juicio. La mujer que le hubiese admirado en la entrega de sí misma, a la que él no hubiese combatido, no habría existido para él. Condenado a las coquetas o a las putas. Poseía los cuerpos. Afortunadamente. Si no… «Morirá usted, querido, sin haberse dado cuenta de que una mujer es un ser humano…» Para ella, quizá; para él, no. ¡Una mujer, un ser humano! Es un descanso, un viaje, un enemigo.

Tomó, al pasar, una cortesana, en una de las casas de Nanking Road: una muchacha de semblante gracioso y dulce. A su lado en el auto, con las manos prudentemente apoyadas en su cítara, tenía el aspecto de una estatuilla Tang. Llegaron, por fin, a su casa. Subió las escaleras delante de ella, haciéndose pesado su paso, de ordinario apresurado. «Vamos a dormir», pensaba… El sueño era la paz. Había vivido, combatido y creado; bajo todas aquellas apariencias, en lo más profundo, encontraba esa sola realidad, ese goce de abandonarse a sí mismo, de dejarse en la playa como el cuerpo de un compañero ahogado, a aquel ser -él mismo- cuya vida había que inventar de nuevo todos los días. «Dormir es la única cosa que he deseado siempre, en el fondo, desde hace tantos años.»

¿Qué esperar, mejor que un soporífero, de la joven cuyas babuchas, detrás de él, sonaban, a cada paso que daba en un peldaño de la escalera? Entraron en el salón de fumar; una pequeña habitación con divanes cubiertos por un tapiz de Mongolia, hecho más bien para la sensualidad que para el sueño. En las paredes, una gran aguada del primer período de Kama, un estandarte tibetano. La mujer dejó su cítara sobre un diván. En la bandeja, los instrumentos antiguos, con mangos de jade ornamentales y poco prácticos, propios del que no los emplea. La joven tendió la mano hacia ellos: él la detuvo con un gesto. Un disparo lejano hizo temblar las agujas sobre la bandeja.

– ¿Quiere usted que cante?

– Ahora no.

Contemplaba su cuerpo, manifiesto y oculto, a la vez, por el vestido de seda malva con que iba vestida. La sabía estupefacta; no era costumbre acostarse con una cortesana sin que hubiese cantado, hablado y servido la mesa o preparado las pipas. ¿Para qué, si no, dirigirse a las prostitutas?

– ¿No quiere usted tampoco fumar?

– No. Desnúdate.

Negaba su dignidad, lo sabía. Sintió deseos de exigirle que se quedase completamente desnuda; pero ella se habría negado. No había dejado encendida más que una lamparilla. «El erotismo -pensó- es la humillación en uno mismo o en el otro, y quizá en ambos. Una idea, con toda evidencia…» Además, estaba excitante así, con la ajustada camisa china; pero apenas se hallaba excitado, o quizá no lo estaba más que por la sumisión de aquel cuerpo que Se esperaba, en tanto que él no se movía. Su placer brotaba de que se pusiese en el puesto de la otra, estaba claro: de la otra, dominada; dominada por él. En definitiva, no copulaba nunca más que consigo mismo, pero no podía lograrlo más que con la condición de no estar solo. Ahora comprendía lo que Gisors no había hecho más que sospechar: sí; su voluntad de potencia no alcanzaba jamás su objeto, no vivía más que de renovarlo; pero si nunca en su vida había poseído, poseería, a través de aquella china que le esperaba, la única cosa de la cual estaba ávido: él mismo. Necesitaba los ojos de los demás para verse, los sentidos de otro para sentirse. Contempló la pintura tibetana, fija allí, sin que supiese demasiado por qué: sobre su campo descolorido, por donde erraban unos viajeros, dos esqueletos exactamente iguales se estrechaban con ansia.

Se aproximó a la mujer.

10 y media

«Con tal que el auto no tarde…», pensó Chen. En la oscuridad completa, no habría sido tan seguro su golpe, y los últimos reverberos iban muy pronto a apagarse. La noche desolada de la China de los arrozales y de los pantanos había ganado la avenida, casi abandonada. Las luces turbias de las villas de bruma pasaban por las rendijas de los postigos entreabiertos, a través de los cristales tapados, e iban apagándose una a una. Los últimos reflejos se adherían a los rieles mojados y a los aisladores telegráficos; se debilitaban de minuto en minuto; bien pronto Chen ya no los vio más que en los carteles verticales cubiertos de caracteres dorados. Aquella noche de bruma era su última noche y se hallaba satisfecho de ello. Iba a saltar con el coche, en un relámpago circular que iluminaría por un segundo un haz de sangre. La leyenda china más antigua se impuso en él: los hombres son los gusanos de la tierra. Era preciso que el terrorismo se volviese místico. Soledad, desde luego: que el terrorismo decidiese por sí solo y ejecutase solo; toda la fuerza de la policía está en la delación; el criminal que obra solo no corre el riesgo de denunciarse a sí mismo. Soledad última, porque le es difícil al que vive fuera del mundo encontrar a los suyos. Chen conocía las objeciones opuestas al terrorismo: represión policíaca contra los obreros y llamamiento al fascismo. La represión no podía ser más violenta, ni el fascismo más evidente. Y acaso Kyo y él no pensasen para los mismos hombres. No se trataba de mantener en su clase, para emanciparlos, a los mejores hombres aniquilados, sino de dar un sentido a su mismo aniquilamiento, que cada uno se instituyese responsable y juez: de la vida de su amo. Dar un sentido inmediato al individuo sin esperanza y multiplicar los atentados, no por una organización, sino por una idea: hacer que renaciesen los mártires. Pei, escritor, sería escuchado, porque él, Chen, iba a morir: sabía con qué fuerza pesa sobre todo pensamiento la sangre vertida por él. Todo lo que no fuese su gesto resuelto, se descomponía en la noche, tras de la cual permanecía emboscado aquel automóvil que llegaría bien pronto. La bruma, alimentada por el vapor de los navíos, destruía poco a poco, en el fondo de la avenida, las aceras, aún no vacías: algunos transeúntes atareados marchaban por ellas uno detrás de otro, sobrepasándose rara vez, como si la guerra hubiese impuesto a la ciudad un orden todopoderoso. El silencio general de su marcha hacía su agitación casi fantástica. No llevaban paquetes ni canasta, ni empujaban los cochecitos; aquella noche, parecía que su actividad no tuviese finalidad alguna. Chen contemplaba todas aquellas sombras que se deslizaban, sin hacer ruido, hacia el río, con un movimiento inexplicable y constante. ¿No era el Destino mismo aquella fuerza que le impulsaba hacia el fondo de la avenida, donde el arco encendido de muestras, apenas visibles frente a las tinieblas del río, parecía la puerta misma de la muerte? Hundidos en perspectivas turbias, los enormes caracteres se perdían en aquel mundo trágico y suave como en los siglos, y, del mismo modo que si hubiera llegado, no del estado mayor, sino de los tiempos búdicos, la bocina militar del auto de Chiang Kaishek comenzó a resonar sordamente en el fondo de la calzada, casi desierta. Chen oprimió la bomba bajo el brazo, con gratitud. Sólo los faros salían de la bruma. Casi inmediatamente, precedido por el Ford de la guardia, apareció el coche entero; una vez más pareció a Chen que avanzaba extraordinariamente de prisa. Tres pousses obstruyeron, de pronto, la calle, y los dos autos aminoraron la marcha. Trató de recuperar el control de su respiración. Ya el obstáculo se había dispersado. El Ford pasó, y el auto llegaba: un hermoso coche americano, flanqueado por dos policías amarrados a los estribos; daba tal impresión de fuerza, que Chen sintió que, si no avanzaba, si esperaba, se apartaría a pesar suyo. Cogió la bomba por el asa, como una botella de leche. El auto del general estaba a veinte metros, enorme. Corrió hacia él, con un júbilo de extático, y se arrojó encima con los ojos cerrados.

Volvió en sí algunos segundos más tarde: no había sentido ni oído el crujir de los huesos que esperaba; había zozobrado en un globo deslumbrador. No tenía chaqueta. En su mano derecha sustentaba un trozo del capote, lleno de barro o de sangre. A algunos metros, un montón de restos rojos, una superficie donde brillaba un último reflejo de luz de vidrios acumulados, unos… ya no distinguía más: adquiría la conciencia del dolor, que en menos de un segundo, fue más allá de la conciencia. Ya no veía claro. Sentía, sin embargo, que aquel lugar estaba desierto. ¿Temerían los policías una segunda bomba? Sufría con toda su carne, con un sufrimiento ni siquiera localizable: ya no era más que sufrimiento. Se acercaban. Recordó que debía coger su revólver. Intentó alcanzar el bolsillo de su pantalón. No tenía bolsillo, ni pantalón, ni pierna, sino carne triturada. El otro revólver estaba en el bolsillo de la camisa. El botón había saltado. Asió el arma por el cañón, la volvió sin saber cómo y soltó, por instinto, el seguro con el pulgar. Abrió por fin los ojos. Todo daba vueltas, de una manera lenta e inconcebible, en un círculo muy grande; y, sin embargo, sólo existía el dolor. Un policía estaba muy cerca. Chen quiso preguntar si Chiang Kaishek había muerto, pero quería enterarse de ello en el otro mundo: en este mundo, aquella misma muerte le era indiferente.

Con toda su fuerza, el policía le volvió, de un puntapié en las costillas. Chen aulló, disparó hacia adelante, al azar, y la sacudida hizo más intenso aún aquel dolor que creía sin fondo. Iba a desvanecerse o a morir. Hizo el más terrible esfuerzo de su vida, y llegó a introducir en la boca el cañón del revólver. Previendo la nueva sacudida, más dolorosa aún que la precedente, no se movía ya. Con una furiosa patada, otro policía crispó todos sus músculos: disparó, sin darse cuenta.

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