Parte Sexta

Las diez

Provisional -dijo el guardia.

Kyo comprendió que se le encarcelaría en la prisión de derecho común.

Desde que entró en la cárcel, aun antes de poder ver, quedó aturdido por el espantoso olor: matadero, exposición canina, excrementos. La puerta que acababa de franquear, se abría hacia un corredor, semejante al que abandonaba; a derecha e izquierda, hasta todo lo alto, enormes barrotes de madera. En las jaulas de madera, hombres. En el centro, el guardián, sentado ante una mesita, sobre la cual había un látigo: mango corto y correa de la anchura de la mano, de un dedo de gruesa -un arma.

– Quédate ahí, hijo de chancho -dijo.

El hombre, habituado a la sombra, escribía su filiación. A Kyo le dolía aún la cabeza, y la inmovilidad le produjo la sensación de que iba a desmayarse. Se adosó a los barrotes.

– ¿Cómo, cómo, cómo le va? -gritaron, detrás de él.

Voz inquietadora, como la de un papagayo, pero voz de hombre. El lugar estaba demasiado sombrío para que Kyo distinguiese un rostro; no veía más que unos dedos enormes crispados alrededor de los barrotes -no muy lejos de su cuello-. Detrás, acostados en unos compartimientos o de pie, se agitaban unas sombras, demasiado largas: unos hombres, como gusanos.

– Podría irme mejor -respondió, apartándose.

– Cierra el pico, hijo de tortuga, si no quieres que te dé con la mano en la jeta -dijo el guardián.

Kyo había oído varias veces la palabra «provisional»; sabía, pues, que no permanecería allí durante mucho tiempo. Estaba decidido a no oír los insultos, a soportar todo lo que pudiera ser soportado; lo importante era salir de allí y reanudar la lucha. Sin embargo, experimentaba, hasta producirle náuseas, la humillación que siente todo hombre ante un hombre del cual depende: era impotente contra aquella inmunda sombra de látigo -despojado de sí mismo.

– ¿Cómo, cómo, cómo le va? -volvió a gritar la voz.

El guardián abrió una puerta, afortunadamente en los barrotes de la izquierda: Kyo entró en el establo. En el fondo, había un prolongado compartimiento, donde estaba acostado un solo hombre. La puerta se volvió a cerrar.

– ¿Político? -preguntó el hombre.

– Sí. ¿Y usted?

– No. Bajo el imperio, yo era mandarín…

Kyo empezaba a acostumbrarse a la oscuridad. En efecto: era un hombre de edad; un viejo blanco, chato, casi sin nariz, con bigote ralo y orejas puntiagudas.

– … vendo mujeres. Cuando la cosa marcha bien, doy dinero a la policía y me deja en paz. Cuando marcha mal, creen que me guardo el dinero y me encierran en la cárcel. Pero, desde el momento en que la cosa no va bien, prefiero estar alimentado en la cárcel a morirme de hambre en libertad…

– ¡Aquí!

– Se acostumbra uno, ¿sabe usted?… Fuera, no se está tampoco muy bien, cuando se está viejo, como yo, y débil…

– ¿Cómo no está usted con los demás?

– Algunas veces, doy dinero al escribiente de la entrada. Así, cada vez que vengo aquí, me tiene bajo el régimen de los «provisionales».

El guardián llevaba el alimento. Pasó por entre los barrotes dos tazas llenas de un magma color de barro, con un olor tan fétido como el de la atmósfera. Lo sacaba de una marmita con un cucharón, arrojaba la compacta papilla en la taza, donde caía con un «ploc», y se la pasaba después a los presos de la otra jaula, uno a uno.

– No merece la pena -dijo una voz-: eso es para mañana.

(-Su ejecución -dijo el mandarín a Kyo.)

– Para mí también -dijo otra voz-. Podrías darme doble ración: a mí eso me produce hambre.

– ¿Quieres un puñetazo en la cara? -preguntó el guardián.

Entró un soldado y le formuló una pregunta. Pasó después a la jaula de la derecha y golpeó blandamente un cuerpo.

– Se mueve -dijo-. Sin duda, todavía vive…

El soldado salió.

Kyo miraba con toda atención, y procuraba ver a cuáles de aquellas sombras pertenecían aquellas voces, tan próximas a la muerte -como él, quizá-. Era imposible distinguirlos: aquellos hombres morirían antes de haber sido para él otra cosa que voces.

– ¿No come usted? -le preguntó su compañero.

– No.

– Al principio, siempre se hace eso…

Cogió la taza de Kyo. Entró el guardián, con paso mecánico; abofeteó al hombre con todas sus fuerzas, y volvió a salir, llevándose la taza sin pronunciar una palabra.

– ¿Por qué no me habrá tocado a mí? -preguntó Kyo en voz baja.

– Yo era el único culpable; pero no es por eso: usted es político, provisional, y va bien vestido. Tratará de sacarle dinero, a usted y a los suyos. Pero no importa… Espere…

«El dinero me persigue hasta en esta mazmorra», pensó Kyo. Conforme a las leyendas, la abyección del guardián no le parecía plenamente real; y, al mismo tiempo, le parecía una inmunda fatalidad, como si el poder hubiese bastado para cambiar a todo hombre en una bestia. Aquellos seres oscuros, que bullían detrás de los barrotes, inquietantes, como los crustáceos y los insectos colosales de los sueños de su infancia, no eran más hombres que los otros. Soledad y humillación totales. «Cuidado», pensó, porque ya se sentía más débil. Le pareció que, si no hubiese sido dueño de su muerte, habría vuelto a encontrar allí el espanto. Abrió la hebilla de su cinturón y trasladó el cianuro a su bolsillo.

– ¿Cómo, cómo, cómo le va?

– ¡Basta! -gritaron, a un tiempo, los presos de la otra jaula. Kyo estaba ya acostumbrado a la oscuridad, y el conjunto de voces no le extrañó: había más de diez cuerpos echados en el compartimiento, detrás de los barrotes.

– ¿Vas a callarte? -gritó el guardián.

– ¿Cómo, cómo, cómo le va? El guardián se levantó.

– ¿Bromista o testarudo? -preguntó Kyo, en voz baja.

– Ni lo uno ni lo otro -respondió el mandarín-: loco.

– ¿Y por qué?

Kyo dejó de preguntar: su vecino acababa de taparse los oídos. Un grito agudo y ronco, de sufrimiento y espanto a la vez, llenó toda la sombra: mientras Kyo miraba al mandarín, el guardián había entrado en la otra jaula con su látigo. La correa crujió, y el mismo grito se elevó de nuevo. Kyo no se atrevió a taparse los oídos, y esperaba, agarrado a los barrotes, el grito terrible que, una vez más, iba a recorrerle hasta las uñas.

¡Déjalo tendido de una vez -pronunció una voz-, que nos deje en paz!

– ¡Que termine ya -dijeron cuatro o cinco voces- y se pueda dormir tranquilo!

El mandarín, que continuaba tapándose los oídos con las manos, se inclinó hacia Kyo.

– Me parece que es la undécima vez que le pega, desde hace siete días. Yo estoy aquí desde hace dos días, y ésta es la cuarta vez. Y, a pesar de todo, se comprende un poco… No puedo cerrar los ojos, ya ve usted: me parece que, mirándole, acudo en su ayuda; que no le abandono…

Kyo miraba también, casi sin ver nada… «¿Compasión o crueldad?», se preguntaba, con espanto. Cuanto hay de bajo, y también de fascinable, en cada ser, era invocado allí, con la más salvaje vehemencia, y Kyo se debatía con todo su pensamiento contra la ignominia humana: se acordó del esfuerzo que siempre le había sido necesario para eludir los cuerpos de los supliciados, vistos al azar: necesitaba, literalmente, arrancarse a ellos. Que unos hombres pudiesen ver golpear a un loco, ni siquiera malo, viejo, sin duda, a juzgar por la voz, y aprobar su suplicio, producía en él el mismo terror que las confidencias de Chen la noche de Han-Kow: «Los pulpos…» Katow le había referido el esfuerzo que tiene que realizar el estudiante de medicina la primera vez que un vientre abierto en su presencia deja aparecer los órganos vivos. Era aquél el mismo horror paralizador, muy diferente al miedo; un horror todopoderoso, aun antes de que el espíritu lo hubiese juzgado, y tanto más perturbador, cuanto que Kyo experimentaba hasta el colmo su propia dependencia. Y sin embargo, sus ojos, menos habituados a la oscuridad que los de sus compañeros, no distinguían más que el destello del cuero, que arrancaba los aullidos como un garfio. Desde el primer golpe, no había hecho un gesto: permanecía agarrado a los barrotes, con las manos a la altura del rostro.

– ¡Guardián! -gritó.

– ¿Quieres un golpe?

– Tengo que hablarte.

– ¿Sí?

Mientras el guardián volvía a correr con rabia el enorme cerrojo, los condenados a quienes abandonaba se retorcían. Odiaban a los «políticos», que no estaban mezclados con ellos.

– ¡Ve! ¡Ve, guardián, pronto, que allí están de broma!

El hombre estaba enfrente de Kyo, con el cuerpo cortado verticalmente por un barrote. Su rostro expresaba la más abyecta ira: la del imbécil que cree discutido su poder; sus facciones, no obstante, no eran bajas: regulares, anónimas.

– Escucha -dijo Kyo.

Se miraron a los ojos, el guardián más alto que Kyo, cuyas manos veía crispadas sobre los barrotes, a cada lado de la cabeza. Antes de que Kyo se hubiera dado cuenta de lo que ocurría, creyó que su mano izquierda estallaba: el látigo, levantado tras de la espalda del guardián, había vuelto a caer. Kyo no había podido por menos de gritar.

– ¡Muy bien! -aullaban los presos de enfrente-. Siempre no va a ser a los mismos.

Las dos manos de Kyo habían vuelto a caer a lo largo de su cuerpo, presas de un miedo autónomo, sin que siquiera se hubiera dado cuenta de ello.

– ¿Todavía tienes alguna cosa que decir? -preguntó el guardián.

El látigo estaba ahora entre ellos.

Kyo apretó los dientes con toda su fuerza, y, con el mismo esfuerzo que hubiera hecho para levantar un peso enorme, sin quitar los ojos del guardián, dirigió de nuevo las manos hacia los barrotes. Mientras las levantaba con lentitud, el hombre retrocedía lentamente, para ganar terreno. El látigo crujió, sobre los barrotes esta vez. El reflejo había sido más fuerte que Kyo: había retirado las manos. Pero ya las conducía de nuevo, con una tensión extenuante de los hombros, y el guardián comprendía, por su mirada, que esta vez no las retiraría. Le escupió a la cara, y levantó con lentitud el látigo.

– Si… dejas de golpear a ese loco -dijo Kyo-, cuando salga, te… daré cincuenta dólares.

El guardián vaciló.

– Bien -dijo, por fin.

Su mirada se apartó y Kyo se sintió presa de tal tensión que creyó desvanecerse. La mano izquierda de Kyo estaba tan dolorida, que no podía cerrarla. La había levantado al mismo tiempo que la otra hasta la altura de los hombros y continuaba así, con ella extendida. Nuevas carcajadas.

– ¿Me tiendes la mano? -preguntó el guardián, bromeando también.

Se la estrechó. Kyo comprendió que en su vida olvidaría aquella opresión, no a causa del dolor, sino porque la vida no le había impuesto nada más odioso. Retiró la mano, y cayó, sentado, en el compartimiento. El guardián vaciló y sacudió la cabeza, que se rascó con el mango del látigo. Volvió a su mesa. El loco sollozaba.

Dos horas de uniforme abyección. Por fin, unos soldados fueron a buscar a Kyo para conducirlo a la policía especial. Sin duda, caminaba hacia la muerte; y, sin embargo, salió con un júbilo cuya violencia le sorprendió: le parecía que dejaba allí una parte inmunda de sí mismo.


* * *

– ¡Adelante!

Uno de los guardias chinos empujó a Kyo en un hombro, aunque apenas; desde el momento en que se trataba de un extranjero -y, para un chino, Kyo era un japonés o europeo, pero, desde luego, extranjero-, los guardias tenían miedo a la brutalidad a que se creían obligados. A una seña de König, se quedaron fuera. Kyo avanzó hacia la mesa, ocultando en el bolsillo su mano izquierda tumefacta, y mirando a aquel hombre que, a su vez, buscaba sus ojos: rostro anguloso, afeitado, nariz atravesada y cabellos hirsutos. «Un hombre que, sin duda, nos va a hacer matar, decididamente, se parece a otro cualquiera.» König tendió la mano hacia su revólver, colocado sobre la mesa: no; cogía una caja de cigarrillos. Se la tendió a Kyo.

– Gracias. No fumo.

– Lo ordinario de la cárcel es detestable, como conviene. ¿Quiere usted desayunar conmigo?

Encima de la mesa: café, leche, dos tazas y unas rebanadas de pan.

– Pan solamente. Gracias. König sonrió.

– Es la misma cafetera para usted y para mí, ¿sabe?…

Kyo estaba decidido a la prudencia; por otra parte, König no insistía. Kyo permaneció de pie (no había silla), delante de la mesa, mordiendo su pan como un niño. Después de la abyección de la cárcel, todo era para él de una ligereza irreal. Sabía que su vida estaba en peligro; pero hasta morir era sencillo para quien volvía de donde él volvía. La humanidad de un jefe de policía le inspiraba poca confianza, y König continuaba alejado de él, como si hubiese sido separado de su cordialidad: está, un poco hacia adelante; él, un poco hacia atrás. Sin embargo, no era imposible que aquel hombre fuese cortés por indiferencia: de raza blanca, acaso hubiera sido conducido a aquel oficio por accidente o por codicia. Lo que deseaba Kyo, que no experimentaba hacia él ninguna simpatía, aunque hubiera querido contenerse, era librarse de la tensión con que le había extenuado la cárcel; acababa de descubrir que estar obligado a refugiarse por completo en sí mismo es casi atroz.

Sonó el teléfono.

– ¡Hola! -pronunció König-. Sí, Gisors, Kyoshi. [6] Perfectamente. Está conmigo. -Dijo a Kyo-: Preguntan si está usted todavía vivo.

– ¿Para qué me ha hecho usted venir?

– Creo que vamos a entendernos.

El teléfono, de nuevo.

– ¡Hola! No. Precisamente me dispongo a decirle que, de seguro, nos entenderemos. ¿Fusilado? Recuérdemelo. Vamos a ver.

Desde que Kyo había entrado, la mirada de König no se había apartado de la suya.

– ¿Qué piensa usted acerca de esto? -preguntó, volviendo a colgar el receptor.

– Nada.

König bajó los ojos y los volvió a levantar.

– ¿Quiere usted seguir viviendo?

– Según cómo.

– Se puede morir también de distintas maneras.

– Por lo menos, no le queda a uno la elección…

– ¿Usted cree que se elige siempre la manera de vivir?

König pensaba en sí mismo. Kyo estaba decidido a no ceder en nada que fuese esencial; pero, de ningún modo deseaba exasperarle.

– No sé. ¿Y usted?

– Me han dicho que es usted comunista por dignidad. ¿Es cierto?

Kyo no comprendió, al principio. Intrigado por la espera del teléfono, se preguntaba qué significaba aquel singular interrogatorio. Al fin:

– ¿Le interesa a usted eso, realmente? -preguntó.

– Más de lo que usted pudiera creer.

No había amenaza en la entonación, sino en la frase. Kyo respondió:

– Creo que el comunismo proporcionará la dignidad posible a aquellos con quienes combato. Los que están contra él, en todo caso, los obligan a no tenerla, a menos que posean una sabiduría, tan rara en ellos como en los otros; más quizá, precisamente porque son pobres y porque su trabajo los separa de la vida. ¿Por qué haberme formulado esa pregunta, puesto que no escucha mi respuesta?

– ¿A qué llama usted dignidad? Eso no quiere decir nada.

Sonó el teléfono. «Mi vida», pensó Kyo. König no lo descolgó.

– A lo contrario de la humillación -dijo Kyo-. Cuando se viene de donde yo vengo eso quiere decir algo.

La llamada del teléfono sonaba en el silencio. König puso la mano en el aparato.

– ¿Dónde están ocultas las armas? -preguntó.

– Puede usted dejar el teléfono tranquilo. Al fin he comprendido: esa comunicación es una pura comedia representada para mí.

Kyo se agachó con rapidez: König hizo un ademán de arrojarle a la cabeza uno de los dos revólveres, vacíos sin duda; pero volvió a dejarlo encima de la mesa.

– Tengo otra cosa mejor -dijo-. En cuanto al teléfono, bien pronto verá usted si es un truco, amigo mío. ¿Ha visto usted ya torturar?

En su bolsillo, Kyo trataba de oprimir sus dedos tumefactos. El cianuro estaba en aquel bolsillo izquierdo, y temía dejarlo caer, si debía llevárselo a la boca.

– Al menos, he visto a algunas personas torturadas: he hecho la guerra civil. Lo que me intriga es por qué me ha preguntado usted dónde están las armas. Usted lo sabe o lo sabrá. ¿Entonces?

– Los comunistas están aplastados en todas partes.

– Es posible.

– Lo están. Reflexione bien: si trabaja usted para nosotros, está salvado y nadie lo sabrá. Le facilito la evasión…

«Debería haber comenzado por ahí», pensó Kyo. La nerviosidad le prestaba ingenio, aunque no lo deseaba. Pero sabía que la policía no se contenta con promesas inseguras. Sin embargo, la proposición le sorprendió, como si, por ser convencional, hubiera dejado de ser verdadera.

– Yo solo -prosiguió König- lo sabré. Eso basta…

«¿Por qué -se preguntaba Kyo- esa complacencia en él: “Eso basta”?»

– No entraré a su servicio -dijo, casi distraídamente.

– Atención: puedo agregarlo en secreto a una docena de inocentes, diciéndole que su suerte depende de usted; que se quedarán en la cárcel, si usted no habla, y que son libres para elegir sus medios…

– Los verdugos; es más sencillo.

– La alternativa de las súplicas y de las crueldades es peor. No hable usted de lo que no conoce (todavía al menos).

– Acabo de ver, desde muy cerca, torturar a un loco. Un loco. ¿Comprende?

– ¿Se da usted cuenta bien a lo que se expone?

– He hecho la guerra civil, le digo. Lo sé. Los nuestros también han torturado: les harán falta muchos goces a los hombres para compensar eso. Dejemos esa cuestión. No le serviré.

König creía que, a pesar de lo que le decía Kyo, su amenaza se le escapaba. «Su juventud le ayuda», pensaba. Dos horas antes, había interrogado a un chekista prisionero; al cabo de diez minutos, lo había encontrado fraternal: el mundo de ambos no era el de los hombres; en lo sucesivo, estarían en otra parte. Si Kyo escapaba al miedo por falta de imaginación, paciencia…

– ¿No se pregunta usted por qué no le he atravesado ya el rostro con este revólver?

– Creo que estoy muy próximo a la muerte: eso extingue la curiosidad. Y usted ha dicho: «Tengo otra cosa mejor…»

König llamó.

– Quizá vaya esta noche a preguntarle qué piensa usted acerca de la dignidad humana. Al patio, serie A -dijo a los guardianes, que entraban.

Las cuatro

Clappique se unió al movimiento que impulsaba a la multitud de las concesiones hacia las alambradas: por la avenida de las Dos Repúblicas, pasaba el verdugo, con su sable curvo al hombro, seguido de su escolta de mauseristas. Clappique se volvió inmediatamente y se introdujo en la concesión. Kyo, detenido; la defensiva comunista, aniquilada; numerosos simpatizantes, asesinados, en la ciudad europea misma… König le había concedido de plazo hasta la noche: ya no sería protegido por mucho tiempo. Unos cuantos disparos por todas partes. Transportados por el viento, le parecía que se aproximaban a él y la muerte con ellos. «Yo no quiero morir -decía entre dientes-; yo no quiero morir…» Se dio cuenta de que corría. Llegó a los muelles.

No tenía pasaporte ni bastante dinero para tomar un billete.

Tres paquebotes, uno de ellos francés. Clappique dejó de correr. ¿Ocultarse en las canoas de salvamento, recubiertas con unas lonas? Hubiera tenido que subir a bordo, y el hombre del saltillo no le dejaría pasar. Aquello era idiota, además. ¿Los pañoles? Idiota, idiota, idiota. ¿Ir en busca del capitán, de la autoridad? Él ya había salido bien de otros casos semejantes; pero, esta vez, el capitán le creería comunista y se negaría a embarcarlo. El barco salía dentro de dos horas: mal momento para importunar al capitán. Descubierto a bordo, cuando el barco se hubiera hecho a la mar, todo se arreglaría; pero había que subir a él.

Se veía oculto en cualquier rincón, agazapado dentro de un tonel; pero la fantasía, esta vez, no le salvaba. Le parecía ofrecerse, como a los intercesores de un dios desconocido, a aquellos paquebotes enormes, erizados, cargados de destino, indiferentes ante él hasta el odio. Se había detenido delante del barco francés. No pensaba en nada; contemplaba, fascinado por la pasarela, a los hombres que subían y bajaban (ninguno de los cuales pensaba en él ni adivinaba su angustia, y a todos los cuales hubiera querido matar por eso), que enseñarían su billete al pasar el saltillo. ¿Hacer un billete falso? Absurdo.

Un mosquito le picó. Lo espantó y se tocó la mejilla: su barba comenzaba a brotarle. Como si todo atavío hubiese sido propicio a los viajes, decidió ir a afeitarse, aunque sin alejarse del barco. Más allá de unos cobertizos, entre los cafetines y los comerciantes de curiosidades, vio una peluquería china. El propietario de ésta poseía también un café miserable, y sus dos comercios no estaban separados más que por una estera extendida. Mientras esperaba su tumo, Clappique se sentó al lado de la estera, y continuó vigilando el saltillo del paquebote. Al otro lado, unas cuantas personas hablaban.

– Es el tercero -dijo una voz de hombre.

– Con el pequeño, nadie nos admitirá. ¿Y si probáramos en uno de los hoteles ricos?

Era una mujer la que respondía.

– ¿Vestidos como estamos? El tipo de los galones nos dará con la puerta en las narices antes de que la toquemos.

– Allí, los niños tienen derecho a gritar… Probaremos, dondequiera que sea.

– En cuanto los propietarios vean al chico, se negarán. Sólo los hoteles chinos pueden aceptarnos; pero el chico no tardará en caer enfermo, a causa del mal alimento.

– En un hotel europeo pobre, si llegásemos a introducir al pequeño, cuando estuviéramos dentro, quizá no se atrevieran a echarnos… En todo caso, siempre se ganaría una noche. Convendría empaquetar al pequeño, para que lo tomaran por un envoltorio de ropa.

– La ropa no grita.

– Con el biberón en la boca, no gritará.

– Quizá. Yo me las arreglaría con este tipo, y tú vendrías después. Al pasar, no tendrías que estar más que un segundo delante de él.

Silencio. Clappique miraba al saltillo. Ruido de papel.

– No puedes imaginarte el trabajo que me cuesta llevarlo así… Tengo la impresión de que va a ser de mal agüero para toda su vida… Y tengo miedo de que le siente mal…

Silencio, de nuevo. ¿Se habían ido? El cliente abandonó su sillón. El peluquero hizo señas a Clappique, que ocupó el asiento, sin quitar la mirada del paquebote. La escala estaba vacía; pero, apenas el rostro de Clappique estuvo cubierto de jabón, cuando subió un marinero, con dos cubos nuevos (que acaso acabase de comprar) en la mano y unas escobas al hombro. Clappique le seguía con la mirada, peldaño por peldaño: se hubiera identificado con un perro, con tal de que el perro subiese aquella escala y partiese. El marinero pasó por delante del hombre del saltillo, sin decir nada.

Clappique pagó, arrojando las monedas en el lavabo, se quitó el paño y salió, con la cara llena de jabón. Sabía dónde encontraría a los ropavejeros. Todo el mundo le miraba. Después de haber dado diez pasos, volvió, se lavó la cara y tornó a salir.

Encontró sin trabajo unos trajes azules de marinero en la primera trapería que halló. Volvió lo más pronto que pudo a su hotel y se cambió de ropa, «Necesitaré, también, escobas, o algo así… ¿comprarle a los boys unas escobas viejas, para tener mejor aspecto? Completamente idiota. Si pasaba el saltillo con unas escobas, sería porque acabase de comprarlas en tierra. Entonces, tenían que ser nuevas… Vamos a comprarlas…»

Entró en el almacén, con su habitual actitud de Clappique. Ante la mirada de desdén del vendedor inglés, exclamó: «¡En mis brazos!» Se echó las escobas al hombro, se volvió, dejando caer una lámpara de cobre, y salió.

«En mis brazos», a pesar de su extravagancia voluntaria, expresaba lo que experimentaba. Hasta entonces, había representado una comedia inquietante, por tranquilidad de conciencia y por miedo, pero sin escapar a la idea desvanecida de que fracasaría; el desdén del vendedor -aunque Clappique, en el abandono de sus ropas no hubiese adquirido el aspecto de un marino-, le demostraba que podría triunfar. Con las escobas al hombro caminaba hacia el paquebote, mirando, al pasar, a todos los ojos, para encontrar en ellos la confirmación de su nuevo estado. Como cuando se había detenido delante del saltillo, se hallaba estupefacto al comprobar cuan indiferente era su destino a los demás seres, hasta qué punto no existía más que para él; los viajeros, entonces, subían, sin mirar a aquel hombre, que permanecía en el muelle, quizá para morir allí; los transeúntes, ahora, miraban con indiferencia a aquel marinero; nadie se destacaba de la multitud para asombrarse o reconocerle; ni siquiera un semblante intrigado… No era que se hubiese hecho una falsa vida para sorprenderla, sino que aquella vez le era impuesta, y su verdadera vida dependía de ella, quizá. Tenía sed. Se detuvo en un bar chino y dejó sus escobas. En cuanto hubo bebido, comprendió que no tenía sed ninguna; que había querido intentar una prueba más. La manera cómo el patrón le devolvía su moneda le bastó para informarle. Desde que había cambiado de traje, la gente a su alrededor, se había transformado. Indagó en qué: eran las miradas las que ya no eran las mismas. El habitual interlocutor de su mitomanía se había convertido en multitud.

Al mismo tiempo, por instinto de defensa o por placer, la aceptación general de su nuevo estado civil le invadía a él mismo. Encontraba, de pronto, por accidente, el éxito más espléndido de su vida. No; los hombres no existían, puesto que bastaba un traje para que escapase uno a sí mismo, para encontrar otra vida en los ojos de los demás. En el fondo, encontraba la misma desorientación y la misma felicidad que le habían invadido la primera vez que había entrado entre la multitud china. «¡Decir que hacer una historia, en francés, quiere decir escribirla, y no vivirla!» Con sus escobas, transportadas como fusiles, subió por la pasarela; pasó, con las piernas vacilantes, por delante del hombre del saltillo, y se encontró sobre la crujía. Se escabulló hacia adelante, por entre los pasajeros del puente, y dejó sus escobas sobre un rollo de cuerdas. Se hallaba, no obstante, lejos de la tranquilidad. Un pasajero del puente, ruso, con la cabeza en forma de haba, se acercó a él.

– ¿Es usted de a bordo? -Y, sin esperar la respuesta-: ¿Es agradable la vida a bordo?

– Chico, de eso ya puedes hacerte una idea. Al francés le gusta viajar; es un hecho: nada de hablar. Los oficiales son unos mierdas, aunque no más que los patrones, y se duerme mal (a mí me gustan las hamacas: cuestión de gustos); pero se come bien. Cuando yo estaba en la América del Sur, los misioneros habían hecho aprenderse de memoria a los salvajes, durante días y días, unos cánticos breves en latín. Llega el obispo; el misionero marca el compás. Silencio: los salvajes quedan paralizados, de respeto. ¡Pero, ni una palabra! El cántico se produce solo: los papagayos del bosque, amigo mío, que no habían oído más que aquello, lo cantan con recogimiento… Y ten en cuenta que, a lo largo de las Célebes, encontré, hace diez años, carabelas árabes a la deriva, esculpidas como nueces de coco y llenas de apestados muertos, colgándoles los brazos así, a lo largo del empalletado, bajo una tromba de gaviotas… Perfectamente…

– Cuestión de suerte. Yo viajo desde hace siete años, y no he visto nada de eso.

– Hay que introducir los medios del arte en la vida, amigo mío; no para hacer arte, ¡ah, no, por Dios!, sino para hacer más vida. ¡Ni una palabra!

Le golpeó en el vientre y se volvió con prudencia: un auto que conocía se detenía al pie de la pasarela: Ferral volvía a Francia.

Un muchacho comenzó a recorrer el puente de primera clase, agitando la campana de salida. Cada golpe resonaba en el pecho de Clappique.

«Europa -pensó-; la fiesta ha terminado. Ahora. Europa.» Parecía que llegaba hasta él, con la campana que se aproximaba, no ya como la de una liberación, sino como la de una cárcel. Sin la amenaza de la muerte, hubiera vuelto a bajar.

– ¿El bar de tercera está abierto? -preguntó el ruso.

– Desde hace una hora. Todo el mundo puede ir allá, hasta que nos hayamos hecho a la mar.

Clappique le cogió del brazo.

– Vamos a emborracharnos…

Las seis

En el gran salón -antiguo patio de escuela-, doscientos heridos comunistas esperaban que fuesen a rematarlos. Apoyado en un codo, Katow, entre los últimos conducidos, miraba. Todos estaban alineados en el suelo. Muchos gemían de una manera extraordinariamente regular; algunos fumaban, como lo habían hecho los de la Permanencia, y las espirales del humo se perdían en el techo, ya oscuro, a pesar de las grandes ventanas europeas ensombrecidas por el anochecer y la niebla de fuera. Parecía estar muy elevada, por encima de todos aquellos hombres acostados. Aunque el día no había desaparecido aún, la atmósfera era una atmósfera nocturna. «¿Es a causa de las heridas -se preguntaba Katow-, o porque estamos todos acostados, como en una estación? Esto es una estación. Saldremos hacia ninguna parte, y nada más…»

Cuatro funcionarios chinos se paseaban por entre los heridos, con la bayoneta calada, y sus bayonetas reflejaban de un modo extraño la luz del día sin fuerza, claras y rectas por encima de todos aquellos cuerpos informes. Fuera, en el fondo de la bruma, unas luces amarillentas -los mecheros de gas, sin duda- parecían velar también sobre ellos; como si hubiera llegado de ellas (porque llegaba también él, del fondo de la bruma), ascendió un silbido y dominó los gemidos y los murmullos: el de una locomotora; estaban próximos a la estación de Chapei. En aquel vasto salón había algo atrozmente tenso, que no era sino la espera de la muerte. Katow fue informado de ello por su propia garganta: era la sed -y el hambre-. Adosado al muro, miraba a la izquierda y a la derecha: había muchas cabezas conocidas, pues un gran número de los heridos era de los combatientes de los tchons. A todo lo largo de uno de los angostos lados de la sala, estaba reservado un espacio libre de tres metros de ancho. «¿Por qué los heridos permanecen unos sobre otros -preguntó, en voz alta-, en lugar de ir hacia abajo?» Estaba entre los últimos que habían llevado. Apoyado en la pared, se levantó: aunque sus heridas le hacían sufrir, le pareció que se podría tener en pie; pero se detuvo, todavía encorvado: sin que hubiese sido pronunciada una sola palabra, sintió a su alrededor un espanto tan sobrecogedor, que quedó inmovilizado. ¿En las miradas? Apenas las distinguía. ¿En las actitudes? Todos tenían, desde luego, las actitudes de heridos que sufrían por su propia cuenta. Sin embargo, de cualquier manera que fuese transmitido, el espanto estaba allí -no el miedo, el terror, el de las bestias-: sólo el de los hombres, ante lo inhumano. Katow, sin dejar de apoyarse en la pared, saltó por encima del cuerpo de su vecino.

– ¿Estás loco? -preguntó una voz, a ras del suelo.

– ¿Por qué?

Pregunta y orden a la vez. Pero nadie respondía. Y uno de los guardianes, a cinco metros, en lugar de volverle a echar al suelo, le miraba con estupefacción.

– ¿Por qué? -preguntó de nuevo, más rudamente.

«No sé», dijo otra voz, también a ras del suelo: y, al mismo tiempo, otra, más baja: «Ya llegará…»

Había formulado en voz muy alta su segunda pregunta. La vacilación de toda aquella multitud tenía algo de terrible, en sí, y también porque casi todos aquellos hombres le conocían: la amenaza suspendida de aquel muro pesaba a la vez sobre todos, y, particularmente, sobre él.

– Vuélvete a acostar -dijo uno de los heridos.

¿Por qué ninguno de ellos le llamaba por su nombre? ¿Y por qué el guardián no intervenía? Había visto derribar de un culatazo, hacía poco, a un herido que había querido cambiar de puesto… Se acercó a su interlocutor y se tendió junto a él.

– Ahí ponen a los que van a ser torturados -dijo el hombre, en voz baja.

Katow comprendió. Todos lo sabían pero no se habían atrevido a decirlo, bien porque tuviesen miedo de hablar, bien porque ninguno se atreviese a hablarle a él. Una voz había dicho: «Ya llegará…»

La puerta se abrió. Entraban soldados con faroles, rodeando a camilleros, que echaron a rodar a unos heridos, como si fueran paquetes, muy cerca de Katow. Llegaba la noche: ascendía del suelo, por donde los gemidos se entrecruzaban como ratas, unidos a un olor espantoso: la mayor parte de los hombres no podían moverse. La puerta se volvió a cerrar.

Pasó el tiempo. Nada más que los pasos de los centinelas y la última claridad de las bayonetas por encima de los mil rumores del dolor. De pronto, como si la oscuridad hubiese hecho la niebla más espesa, desde muy lejos, volvió a sonar el silbido de la locomotora, más apagado. Uno de los recién llegados, acostado sobre el vientre, crispó las manos sobre los oídos y aulló. Los otros no gritaban: pero de nuevo el terror estaba allí, a ras del suelo.

El hombre volvió a levantar la cabeza y se irguió sobre los codos.

– ¡Crápulas! -aulló-. ¡Asesinos!

Uno de los centinelas se adelantó y, de un puntapié en las costillas, le hizo dar vuelta. Se calló. El centinela se alejó. El herido comenzó a refunfuñar. Había ahora demasiada oscuridad para que Katow pudiese distinguir su mirada; pero oía su voz, y comprendía que iba a articular. En efecto: «… no fusilan: los echan vivos en la caldera de la locomotora -decía-. Y ahora silban…» Volvía el centinela. Silencio, salvo el dolor.

La puerta se abrió de nuevo. Otra vez las bayonetas, iluminadas ahora de abajo arriba por el farol, pero sin heridos. Un oficial Kuomintang entró solo. Aunque no veía más que la masa de los cuerpos, Katow sintió que todos los hombres se erguían. El oficial, a lo lejos, sin volumen, sombra que el farol iluminaba mal contra la última luz del día daba órdenes a un centinela. Éste se acercó, buscó a Katow y lo encontró. Sin tocarlo, sin decir nada, con respeto, sólo le hizo seña de que se levantase. Llegó con trabajo frente a la puerta, allá donde el oficial continuaba dando órdenes. El soldado, con el fusil en un brazo, el farol en el otro, se colocó a la izquierda. A su derecha, no había más que el espacio libre y la pared blanca. El soldado señaló el espacio con el fusil. Katow sonrió amargamente, con un orgullo desesperado. Pero nadie veía su rostro: el centinela, a propósito, no le miraba, y todos los heridos que se hallaban en trance de muerte, empinados sobre una pierna, sobre un brazo o sobre el mentón, seguían con la mirada su sombra, todavía no muy negra, que se agrandaba sobre el muro de los torturados.

El oficial salió. La puerta quedó abierta.

Los centinelas presentaron las armas: entró un civil. «Sección A», gritó, desde fuera, una voz, tras de la cual se cerró la puerta. Uno de los centinelas acompañó al paisano hasta el muro, sin cesar de gruñir: muy cerca, Katow, estupefacto, reconoció a Kyo. Como no estaba herido, los centinelas, al verle llegar entre dos oficiales, le habían tomado por uno de los consejeros extranjeros de Chiang Kaishek: reconociendo ahora su error, le hacían gestos desde lejos. Se acostó en la sombra, al lado de Katow.

– ¿Sabes lo que nos espera? -preguntó éste.

– Se ha tenido cuidado en advertírmelo: pero no me importa: llevo conmigo mi cianuro. ¿Tienes tú el tuyo?

– Sí.

– ¿Estás herido?

– En las piernas. Pero puedo andar.

– ¿Estás ahí desde hace mucho tiempo?

– No. ¿Cuándo te prendieron?

– Anoche. ¿No hay medio de escaparse, aquí?

– Nada que hacer. Casi todos están gravemente heridos. Fuera, hay soldados por todas partes. ¿Has visto las ametralladoras delante de la puerta?

– Sí. ¿Dónde te han prendido?

Ambos tenían necesidad de escapar a aquella velada fúnebre; de hablar, de hablar: Katow, de la toma de la Permanencia; Kyo, de la cárcel, de la entrevista con König, de lo que había sabido después; aun antes de la prisión provisional, había sabido que May no estaba detenida.

Katow estaba echado de lado, muy cerca de él, separado por toda la extensión del sufrimiento: con la boca entreabierta, los labios hinchados bajo su nariz jovial, los ojos casi cerrados, pero unido a él por esa amistad absoluta, sin reticencias y sin examen, que sólo facilita la muerte: vida condenada, encallada contra la suya, en la sombra plena de amenazas y de heridas, entre todos aquellos hermanos en la orden mendicante de la Revolución: cada uno de aquellos hombres había asido rabiosamente la única grandeza que pudiera ser la suya.

Los guardias condujeron a tres chinos. Separados de la multitud de los heridos, pero también de los hombres del muro. Habían sido detenidos antes del combate, vagamente juzgados, y esperaban ser fusilados.

– ¡Katow! -llamó uno de ellos.

Era Lu-Yu-Shuen, el asociado de Hemmelrich.

– ¿Qué?

– ¿Sabes si se fusila lejos de aquí o cerca?

– No sé. En todo caso, no se oye.

Una voz dijo, un poco más lejos:

– Parece que el ejecutor, después, os arranca vuestros dientes de oro.

Y otra:

– A mí qué me importa: no los tengo.

Los tres chinos fumaban cigarrillos, bocanada tras bocanada, obstinadamente.

– ¿Tenéis varias cajas de cerillas? -preguntó un herido, un poco más lejos.

– Sí.

– Mándame una.

Lu le mandó la suya.

– Quisiera que alguien le pudiera decir a mi hijo que he muerto con valor -dijo, a media voz. Y, poco más bajo, aún-: No es fácil morir así.

Katow descubrió en sí un sordo júbilo: ni mujer ni hijos.

La puerta se abrió.

– ¡Manda uno! -gritó el centinela.

Los tres se oprimían, el uno contra el otro.

– Vamos, qué -dijo el guardia-. Decidíos…

No se atrevía a elegir. De pronto, uno de los dos chinos desconocidos dio un paso hacia adelante, tiró su cigarrillo, apenas encendido, encendió otro, después de haber quebrado dos cerillas, y se decidió con paso apresurado, hacia la puerta, abrochándose, uno a uno, todos los botones de la americana. La puerta se volvió a cerrar.

Un herido recogía los trozos de las cerillas que habían caído. Sus vecinos y él habían partido en menudos fragmentos las de la caja facilitada por Lu-Yu-Shuen y jugaban a la paja más corta. No habían transcurrido más de cinco minutos, cuando la puerta se volvió a abrir.

– ¡Otro!

Lu y su compañero avanzaban juntos, cogidos del brazo. Lu recitaba en voz baja y sin entonación la muerte del héroe, de una obra famosa; pero la vieja comunidad china estaba bien destruida: nadie le escuchaba.

– ¿Cuál? -preguntó el soldado.

Ellos no respondían.

– ¿Quién va a venir?

De un culatazo los separó. Lu quedó más cerca de él que el otro. Le cogió de un hombro.

Lu se desasió y avanzó. Su compañero volvió a su puesto y se acostó.

Kyo sintió cuánto más fácil le sería morir a aquel que a los que le habían precedido: se quedaba solo. Era tan valeroso como Lu, puesto que había avanzado con él. Pero ahora, en su manera de estar echado en el suelo, como el gatillo de un fusil, con los brazos apretados alrededor del cuerpo, gritaba el miedo. En efecto: cuando el guardia le tocó, fue presa de un ataque de nervios. Dos soldados lo cogieron, uno de los pies y otro de la cabeza, y se lo llevaron.

Extendido sobre la espalda, con los brazos recogidos sobre el pecho, Kyo cerró los ojos: aquélla era, precisamente, la posición de los muertos. Se imaginó tendido, inmóvil, con los ojos cerrados y el rostro apaciguado por la serenidad que dispensa la muerte durante un día a casi todos los cadáveres, como si así debiera ser expresada la dignidad, aun la de los más miserables. Había visto morir a muchos, y, ayudado por su educación japonesa, siempre había pensado que es bueno para uno morir de su muerte, de una muerte que se asemeje a su vida. Y morir es pasividad, pero matarse es acción. En cuanto llegasen a buscar a uno de los suyos, se mataría con plena conciencia. Se acordó -con el corazón detenido- de los discos de fonógrafo. ¡Tiempo en que la esperanza conservaba un sentido! No volvería a ver a May, y el único dolor al cual era vulnerable era el dolor de ella, como si su propia muerte fuese una falta. «El remordimiento de morir», pensó con una ironía crispada. Nada semejante sentía respecto de su padre, quien siempre le había dado la impresión, no de debilidad, sino de fuerza. Desde hacía más de un año, May lo había sustraído a toda soledad, si no a toda amargura. El lancinante efugio en la ternura de los cuerpos anudados por primera vez, renacía -¡ay!- en cuanto pensaba en ella, ya separado de los vivos… «Ahora, es preciso que ella me olvide…» Escribirle no hubiera hecho más que mortificarla y unirla más a él. «¡Y decir que ame a otro!» (Oh prisión, lugar donde se detiene el tiempo -que continúa en otra parte-… ¡No! Era en ese patio, separado de todos por las ametralladoras de la Revolución, cualquiera que fuese su suerte, cualquiera que fuese el lugar de su resurrección, donde recibiría el golpe de gracia. Por todas partes donde los hombres trabajan en la aflicción, en la absurdidad, en la humillación, se pensaba en unos condenados semejantes a ellos, como los creyentes rezan; y, en la ciudad, se comenzaba a amar a aquellos moribundos, como si ya estuviesen muertos… Entre todo lo que aquella última noche cubría la tierra, aquel lugar de estertores era, sin duda, el más grávido de amor viril. Gemir con aquella multitud acostada; llevar hasta su murmullo de quejas aquel sufrimiento sacrificado… Y un rumor inesperado prolongaba hasta el fondo de la noche aquel cuchicheo de dolor: como Hemmelrich, casi todos aquellos hombres tenían hijos. Sin embargo, la fatalidad aceptada por ellos ascendía con el zumbido de los heridos, como la paz de la noche recubría a Kyo, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre su cuerpo abandonado, con una majestad de canto fúnebre. Hubiera combatido para quien, a su tiempo, estuviera cargado del sentido más fuerte y de la mayor esperanza; moría entre aquellos con quienes hubiera querido vivir; moría, como cada uno de aquellos hombres que estaban acostados, por haber dado un sentido a su vida. ¿Qué hubiera valido una vida por la cual no se hubiera aceptado morir? Es fácil morir, cuando no se muere solo. ¡Muerte saturada de temblor fraternal; conjunto de vencidos en los que las multitudes reconocerían a sus mártires; leyenda sangrienta, con la que se hacen las leyendas doradas! ¿Cómo, contemplado ya por la muerte, no oír aquel murmullo de sacrificio humano que le gritaba que el corazón viril de los hombres es un refugio para los muertos, preferible al espíritu?

A la sazón, tenía el cianuro en su mano.

Con frecuencia se había preguntado si moriría con facilidad. Sabía que, si se decidía a matarse, se mataría; pero, conociendo la salvaje indiferencia con que la vida nos desenmascara ante nosotros mismos, no habría permanecido sin inquietud en el instante en que la muerte aniquilaría el pensamiento de todo su seso sin retorno.

No; morir podía ser un acto exaltado, la suprema expresión de una vida a la que aquella muerte se asemejaba tanto; y era escapar a aquellos dos soldados que se aproximaban, vacilantes. Trituró el veneno entre sus dientes, como si hubiese dado una voz de mando; aún oyó a Katow interrogarle con angustia y tocarle, y, en el momento en que pretendía abrazarse a él, ahogándose, sintió que todas sus fuerzas le abandonaban, arrojadas más allá de sí mismo, contra una convulsión todopoderosa.


* * *

Los soldados llegaban para buscar entre la multitud a dos prisioneros que no podían levantarse. Sin duda, el ser quemado vivo daba derecho a unos honores especiales, aunque limitados: transportados en una sola camilla, casi el uno encima del otro, fueron derribados a la izquierda de Katow; Kyo, muerto, estaba echado a su derecha. En el espacio vacío que los separaba de los que sólo estaban condenados a muerte, los soldados se acurrucaron junto a su farol. Poco a poco, las cabezas y las miradas fueron cayendo en la oscuridad, y ya no volvieron más que de tarde en tarde a aquella luz que, en el fondo del salón, señalaba el sitio de los condenados.

Katow, después de la muerte de Kyo -que había respirado, por lo menos, durante un minuto-, se sentía arrojado a una soledad tanto más fuerte y dolorosa cuanto que estaba rodeado de los suyos. El chino al cual había habido que llevárselo para matarlo, sacudido por un ataque de nervios, le obsesionaba. Y, sin embargo, encontraba en aquel abandono total la sensación del descanso, como si, desde hacía algunos años, hubiese esperado aquello; descanso encontrado, recuperado, en los peores instantes de su vida. ¿Dónde había leído esto: «No eran los descubrimientos, sino los sufrimientos de los exploradores lo que envidiaba, lo que me atraía…»? Como para responder a su pensamiento, por tercera vez, el silbido lejano llegó hasta el salón. Sus dos vecinos de la izquierda se sobresaltaron. Unos chinos muy jóvenes; uno de ellos era Suen, al que no conocía más que por haber combatido con él en la Permanencia; el segundo le era desconocido. (No era Pei.) ¿Por qué no estaban con los demás?

– ¿Organización de grupos de combate? -preguntó.

– Atentado contra Chiang Kaishek -respondió Suen.

– ¿Con Chen?

– No. Quiso arrojar su bomba completamente solo. Chiang no iba en el coche. Yo esperé el auto mucho más lejos. Me cogieron con la bomba.

La voz que le respondía era tan ahogada, que Katow miró atentamente los dos rostros: los jóvenes lloraban, sin exhalar un sollozo. «No se puede hacer gran cosa con la palabra», pensó Katow. Suen pretendió mover el hombro y gesticuló de dolor -estaba herido, además, en el brazo.

– Quemado -dijo-. Ser quemado vivo. Los ojos, también; los ojos, ¿comprendes?…

Su camarada sollozaba ahora.

– Se puede serlo por accidente -dijo Katow.

Parecía que hablasen, no el uno al otro, sino a una tercera persona invisible.

– No es lo mismo.

– No: es peor.

– Los ojos también -repetía Suen, en voz baja-; los ojos también.. Y cada uno de los dedos; y el vientre, el vientre…

– ¡Cállate! -dijo el otro, con voz de sordo.

Hubiera querido gritar; pero ya no podía. Crispó las manos muy cerca de las heridas de Suen, cuyos músculos se contrajeron.

– La dignidad humana -murmuró Katow, que pensaba en la entrevista de Kyo con König. Ninguno de los condenados hablaba ya. Más allá del farol, en la sombra, a la sazón completa, continuaba el rumor de los heridos… Se acercó más a Suen y a su compañero. Uno de los guardias contaba a los otros una historia: con las cabezas reunidas, se encontraron entre el farol y los condenados; éstos no se veían siquiera ya. A pesar del rumor; a pesar de todos aquellos hombres, que habían combatido como él, Katow estaba solo; solo entre el cuerpo de su amigo muerto y de sus dos compañeros espantados; solo entre aquel muro y aquel silbido perdido en la noche. Pero un hombre podía ser más fuerte que aquella soledad, y hasta quizá que aquel silbido atroz: el miedo luchaba con él contra la más terrible tentación de su vida. Abrió a su vez la hebilla de su cinturón.

Por fin, dijo, en voz muy baja:

– ¡Ea! Suen, ponme la mano en el pecho y toma esto: os voy a dar mi cianuro. No hay absolutamente más que para dos.

Había renunciado a todo, salvo a decir que no había más que para dos. Echado de lado, partió el cianuro en dos trozos. Los guardias interceptaban la luz, que los rodeaba de una aureola turbia; pero, ¿no irían a moverse? Imposible ver nada; aquel don superior a su vida, Katow se lo hacía a aquella mano caliente, que descansaba en él; ni siquiera a los cuerpos; ni siquiera a las voces. La mano se crispó, como un animal, y se separó de él, inmediatamente. Esperó, con todo el cuerpo erguido. Y, de pronto, oyó una de las voces:

– Se ha perdido. Se ha caído.

Voz apenas alterada por la angustia, como si semejante catástrofe, tan decisiva, tan trágica, no hubiera sido posible, como si todo hubiera podido arreglarse. Para Katow también era imposible. Una ira sin límites se levantaba en él; pero volvía a aplacarse, combatida por aquella imposibilidad. ¡Y, sin embargo! ¡Haber dado aquello, para que aquel idiota lo perdiese!

– ¿Cuándo? -preguntó.

– Antes de llegar hasta mí. No lo he podido sujetar, cuando Suen me lo ha alargado: estoy herido en la mano, también.

– Ha dejado caer los dos -dijo Suen.

Los buscaban, sin duda, entre ambos. Buscaron después entre Katow y Suen, sobre quien el otro estaría probablemente casi echado, pues Katow, sin ver nada, sentía muy cerca de sí la masa de los dos cuerpos. Buscaba también él, esforzándose por vencer su nerviosidad, por poner la mano de plano, de diez en diez centímetros, por todas partes donde podía alcanzar. Las manos de ellos rozaban con la suya. Y, de pronto, uno de los dos la cogió, la oprimió y la conservó.

– Si no encontramos nada… -dijo una de las voces.

También Katow oprimía la mano, próximo a las lágrimas, conmovido por aquella pobre fraternidad sin rostro, casi sin verdadera voz (todos los cuchicheos se asemejan), que se le entregaba en aquella oscuridad contra el mayor donativo que había hecho en su vida y que habría sido hecho en vano. Aunque Suen continuaba buscando, las dos manos permanecían unidas. La opresión se convirtió, de pronto, en crispación.

– Aquí está.

¡Oh resurrección!… Pero…

– ¿Estás seguro de que no son unos guijarros? -preguntó el otro.

Había muchos trozos de yeso por el suelo.

– ¡Trae! -dijo Katow.

Con las yemas de los dedos, reconoció las formas.

Las devolvió -¡las devolvió!-; estrechó con más fuerza la mano que buscaba de nuevo la suya, y esperó, temblándole los hombros y castañeteándole los dientes. «Con tal de que el cianuro no esté descompuesto, a pesar del papel de plata…», pensó. La mano que tenía cogida retorció de pronto la suya, y como si hubiese comunicado por su mediación con el cuerpo perdido en la oscuridad, comprendió que éste se distendía. Envidiaba aquella asfixia convulsa. Casi al mismo tiempo, el otro: un grito ahogado, al que no puso atención nadie. Luego, nada.

Katow se sintió abandonado. Se volvió boca abajo, y esperó. El temblor de sus hombros no cesaba.

A medianoche, volvió el oficial. En una baraúnda de armas entrechocadas, seis soldados se acercaron a los condenados. Todos los prisioneros se despertaron. Tampoco el nuevo farol proyectaba más que prolongadas formas confusas -tumbas en la tierra, revuelta ya- y algunos reflejos sobre los ojos. Katow había llegado a erguirse. El que mandaba la escolta tomó el brazo de Kyo, y, al sentir la rigidez, cogió en seguida a Suen; éste también estaba rígido. Un rumor se propagaba, desde las primeras hileras de prisioneros hasta las últimas. El jefe de escolta cogió por un pie al primero y luego al segundo: volvieron a caer, rígidos. Llamó al oficial. Éste hizo las mismas pruebas. Entre los prisioneros, el rumor aumentaba. El oficial miró a Katow.

– ¿Muertos?

¿Para qué responder?

– Aislar a los seis prisioneros más próximos.

– Es inútil -respondió Katow-: he sido yo quien les ha dado el cianuro.

El oficial vaciló.

– ¿Y usted? -preguntó, por fin.

– No había más que para dos -respondió Katow, con alegría profunda.

«Voy a recibir un culatazo en la cara», pensó.

El rumor de los prisioneros casi se había convertido en clamor.

– ¡Marchen! -pronunció el oficial.

Katow no olvidaba que ya había sido condenado a muerte; que había visto las ametralladoras asestadas contra él, y las había oído disparar… «En cuanto esté fuera, procuraré estrangular a uno y dejarle las manos apretadas durante mucho tiempo, para que se vean obligados a matarme. Me quemarán, pero después de muerto.» En el instante mismo, uno de los soldados le juntó los brazos al cuerpo, mientras otro le llevaba las manos por detrás de la espalda y se las ataba. «Estos chicos han tenido una ocurrencia -pensó-. ¡Vamos! Supongamos que he muerto en un incendio.» Echó a andar. El silencio volvió a caer, como una trampa, a pesar de los gemidos. Como antes sobre el muro blanco, el farol proyectaba la sombra, a la sazón muy negra, de Katow sobre las grandes ventanas nocturnas; caminaba pesadamente, con una pierna sobre la otra, entorpecido por sus heridas; cuando su balanceo se aproximaba al farol, la silueta de la cabeza se perdía en el techo. Toda la oscuridad del salón estaba viva, y le seguía con la mirada, paso a paso. El silencio era tan grande, que el suelo resonaba, cada vez que lo tocaba con el pie; todas las cabezas, moviéndose de arriba abajo, seguían el ritmo de su marcha con amor, con espanto, con resignación, como si, a pesar de los movimientos semejantes, todos se descubriesen a sí mismos, al seguir aquella marcha desigual. Todos se quedaron con la cabeza levantada: la puerta se volvía a cerrar.

Un ruido de respiraciones profundas, lo mismo que la del sueño, comenzó a ascender del suelo. Respirando por la nariz, con las mandíbulas apretadas por la angustia, inmóviles ahora, todos los que aún no habían muerto esperaban el silbido.

Al día siguiente

Desde hacía más de cinco minutos, Gisors contemplaba su pipa. Delante de él, la lámpara encendida («eso no compromete a nada»); la cajita del opio abierta, y las agujas limpias. Fuera, la noche; en la habitación, la luz de la lamparilla y un gran rectángulo claro, y abierta la puerta de la habitación contigua, adonde se había trasladado el cuerpo de Kyo. El patio había sido vaciado para nuevos condenados y nadie se había opuesto a que los cuerpos que se habían sacado afuera fuesen recogidos. El de Katow no se había recuperado. May había recogido el de Kyo, con las precauciones que hubiera adoptado para trasladar a un herido muy grave. Estaba allí, tendido, no sereno -como Kyo, antes de matarse, había pensado que quedaría-, sino convulsionado por la asfixia, convertido ya en otra cosa distinta de un hombre. May lo miraba, antes de amortajarlo, hablando con el pensamiento ante la última presencia de aquel semblante, con terribles palabras maternales que no se atrevía a pronunciar, por miedo a oírlas ella misma. «Amor mío», murmuraba, como si hubiese dicho: «carne mía», sabiendo bien que era algo de sí misma, no extraño, lo que se le había arrancado: «vida mía…» Se dio cuenta de que era a un muerto a quien decía aquello. Pero hacía mucho tiempo que ya no tenía lágrimas.

«Todo dolor que ya no ayuda a nadie es absurdo», pensaba Gisors, hipnotizado por su lámpara, refugiado en aquella fascinación. «La paz está ahí. La paz.» Pero no se atrevía a alargar la mano. No creía en ninguna supervivencia; no tenía ningún respeto a los muertos; pero de todos modos no se atrevía a alargar la mano.

May se acercó a él. Boca blanda, vacilante, en aquel rostro de mirada perdida… Le puso con suavidad los dedos en las muñecas.

– Venga -dijo, con voz inquieta, casi imperceptible-. Me parece que se ha calentado un poco…

Buscó los ojos de aquel semblante tan humano, tan doloroso, aunque nunca extraviado. Le miraba sin turbación, menos con esperanza que con súplica. Los efectos del veneno son siempre inseguros; ella era médica. Gisors se levantó y la siguió, defendiéndose contra una esperanza tan fuerte que le parecía que, si se abandonaba a ella, no podría resistir que le fuese retirada. Tocó la frente amoratada de Kyo, aquella frente que nunca ostentaría arrugas: estaba frío, con el frío particular de la muerte. No se atrevía a retirar los dedos, a encontrar de nuevo la mirada de May; dejaba la suya, fija en la mano abierta de Kyo, donde ya las líneas comenzaban a desvanecerse…

– No -dijo, volviendo a la angustia. No le había abandonado. Se dio cuenta de que no había creído a May.

– Tanto peor… -respondió ésta, solamente.

Le vio entrar en la habitación contigua, vacilante. ¿En qué pensaba? Mientras Kyo estuviese allí, todo pensamiento debía ser para él. Aquel muerto esperaba de ella algo, una respuesta que ignoraba, pero que no por eso dejaba de existir. ¡Oh suerte abyecta de los demás, con sus oraciones y sus flores fúnebres! Una respuesta más allá de la angustia que arrancaba de sus manos las caricias maternales que ningún hijo había recibido de ella, de la espantosa llamada que le hace a uno hablar a los muertos con las formas más afectuosas de la vida. Aquella boca que le había dicho ayer: «He creído que estabas muerta», ya no hablaría nunca; no era con lo que quedaba allí de vida irrisoria -un cuerpo-, con la muerte misma, con lo que había que entrar en comunión.

Ella continuaba allí, inmóvil, arrancando de sus recuerdos tantas agonías contempladas con resignación, llena de pasividad en la vana acogida que ofrecía salvajemente a la nada.

Gisors se había echado de nuevo en el diván. «Y, más tarde, tendré que despertarme…» ¿Cuánto tiempo le concedería de nuevo todas las mañanas aquella muerte? La pipa estaba allí: la paz. Adelantar la mano, y preparar la bolita: después de un cuarto de hora, pensar en la muerte misma con una indulgencia sin límites, como en cualquier paralítico que le hubiese querido mal: cesaría de poder esperarle; perdería toda presa y le deslizaría suavemente en la serenidad universal. La liberación estaba allí, muy cerca. Ninguna ayuda puede facilitarse a los muertos. ¿Para qué sufrir más? ¿El dolor es una ofrenda al amor o al miedo?… No se atrevía a tocar el platillo, y la angustia le oprimía la garganta, al mismo tiempo que el deseo y los sollozos contenidos. Al azar, cogió el primer folleto que encontró. Nunca tocaba los libros de Kyo; pero sabía que no lo leería. Era un número de La. Política de Pekín, que se había caído allí cuando habían llevado el cuerpo, y donde estaba el discurso por el cual había sido expulsado Gisors de la Universidad. Al margen, con letra de Kyo: «Este discurso es el discurso de mi padre.»

Nunca le había dicho siquiera que lo aprobaba. Gisors volvió a cerrar el folleto, con suavidad, y contempló su esperanza muerta.

Abrió la puerta, arrojó el opio a la oscuridad y volvió a sentarse, con los hombros abatidos, esperando el alba, esperando a que se redujese en el silencio, a fuerza de desgastarse, en el diálogo con él mismo, su dolor… A pesar del sufrimiento que entreabría su boca, que cambiaba en semblante aturdido su máscara grave, no perdía todo control. Aquella noche, su vida iba a cambiar: la fuerza del pensamiento no es grande contra la metamorfosis a que la muerte puede obligar a un hombre. Para lo sucesivo, estaba reducido a sí mismo. El mundo no tenía ya sentido; no existía ya: la inmovilidad sin retomo, allí, al lado de aquel cuerpo que le había unido al universo, era como un suicidio de Dios. No había esperado ni conseguido nada de Kyo, ni siquiera la felicidad; pero que el mundo existiese sin Kyo… «He sido arrojado fuera del tiempo»; el hijo era la sumisión al tiempo, a la sucesión de las cosas; sin duda, en lo más profundo, Gisors era esperanza, como era angustia, esperanza de nada, espera, y era preciso que su amor fuese aniquilado para que descubriese aquello. ¡Y, sin embargo! Todo cuanto lo destruía encontraba en él una acogida árida. «Hay algo de hermoso en estar muerto», pensó. Sentía temblar en sí el sufrimiento fundamental; no el que procede de los seres o de las cosas, sino el que surge del hombre mismo y se esfuerza en arrancarnos a la vida; podía pasarle inadvertido, pero, sólo cesando de pensar en él; y se sumergía en él cada vez más, como si aquella contemplación espantosa hubiese constituido la única voz que pudiera oír la muerte; como si aquel sufrimiento de ser hombre, de que se impregnaba hasta el fondo del corazón, hubiese sido la única oración que pudiese oír el cuerpo de su hijo muerto.

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