Capítulo 9

De las llamitas, algunas altas y poderosas eran, vivamente brillaban y con claridad, otras por su parte eran pequeñas, vacilantes y temblorosas, y oscurecíase su luz y amortiguábase a trechos. En el mismo final había una llamita pequeña y tan débil que apenas ardía, apenas se removía, ora brillando con gran esfuerzo, ora casi, casi apagándose del todo.

– ¿De quién es ese fueguecillo moribundo? -preguntó el brujo.

– Tuyo -respondió la Muerte.

Flourens Delannoy, Cuentos y leyendas


*****

La planicie, casi hasta las mismas cumbres de las montañas lejanas, se adivinaban grises entre la niebla, era un auténtico mar de piedra: pronto se ondulaba formando montículos o crestas como se encrespaba en los agudos dientes de los arrecifes. Los despojos de las naves naufragadas contribuían a aquella sensación. Los había por decenas. Restos de galeras, de galeazas, de cocas, de carabelas, de bergantines, de carracas, de drakkars. Algunos daban la impresión de llevar allí poco tiempo, otros no eran ya más que unos montones de tablas y cuadernas difícilmente reconocibles, que sin duda estaban allí desde hacía décadas, cuando no siglos.

Algunas de las naves yacían con la quilla hacia lo alto. Otras, tumbadas de lado, parecían haber sido arrojadas por galernas y tempestades satánicas. Y otras daban la sensación de navegar, surcando ese océano de piedra. Se alzaban rectas y firmes, con sus desafiantes mascarones, con sus mástiles apuntando al cénit, con los restos de las velas, obenques y estays agitándose al viento. Tenían hasta unas tripulaciones fantasmales: los esqueletos de los marineros muertos, atrapados entre los tablones podridos y enredados en las maromas, eternamente atareados en una navegación sin fin. Asustados por la presencia de un jinete, ahuyentados por el ruido de los cascos, desde los palos, vergas cubos y esqueletos alzaron el vuelo entre graznidos bandadas de pájaros negros. En un momento el cielo se llenó de manchas que empezaron a revolotear sobre el filo de un precipicio, en cuyo fondo había un lago, liso y gris como el mercurio. Al borde de ese precipicio, en parte dominando con sus torres el escenario de los naufragios, en parte colgando sobre el lago sus bastiones enraizados en las rocas verticales, se alzaba una oscura y tétrica fortaleza. Kelpa reculó, resopló, aguzó las orejas, contempló recelosa los restos de los barcos, los esqueletos, todo aquel paisaje de muerte. También se fijó en aquellos pajarracos negros que no paraban de graznar: habían vuelto a posarse en las perchas y mástiles cuarteados, en los obenques y en las calaveras. Los pájaros decidieron que no había que tener miedo al jinete solitario. Si alguien tenía que estar asustado allí, ése debería ser precisamente el jinete.

– Tranquila, Kelpa -dijo Ciri con la voz alterada-. Éste es el final del camino. Éste es el lugar apropiado y el tiempo apropiado.


*****

Apareció delante del portón sin saber de dónde venía, como un fantasma entre los restos del naufragio. Los centinelas que montaban guardia junto al portón fueron los primeros en detectar su presencia, alertados por el graznido de las chovas. Ahora estaban gritando, gesticulando, señalándola con el dedo, llamando a sus camaradas.

Cuando por fin llegó a la torre donde estaba el portón, se había congregado mucha gente. Y se había levantado un ajetreo enorme. Todos la miraban boquiabiertos. Los pocos que ya la conocían y la habían visto anteriormente, como Boreas Mun y Dacre Silifant. Y también aquellos otros, mucho más numerosos, que tan sólo habían oído hablar de ella: los reclutas de Skellen, los mercenarios y los vulgares bandoleros de Ebbing y sus alrededores, que miraban pasmados a aquella chiquilla de cabellos grises que tenía una cicatriz en la cara y llevaba una espada colgada a la espalda. Y también a la hermosa yegua mora que mantenía la cabeza erguida. Entre resoplidos, sus pasos repiquetearon en las losas del patio.

Cesó el murmullo. Se hizo un silencio casi absoluto. La yegua marcaba los pasos, alzando las extremidades como una bailarina, las herraduras resonaban como martillazos contra un yunque. Pasó mucho tiempo hasta que, por fin, les cortaron el paso, atravesando bisarmas y ronconas. Alguien, con un movimiento vacilante y atemorizado, alargó la mano hacia las riendas. El animal soltó un bufido.

– Conducidme -dijo bien alto la muchacha- hasta el señor de este castillo.

Boreas Mun, sin saber por qué lo hacía, le sostuvo el estribo y le dio la mano. Otros sujetaron a la yegua, que no paraba de patear y bufar.

– ¿Reconocismeis, noble señora? -preguntó Boreas en voz baja-. Pues visto ya nos habíamos.

– ¿Dónde?

– En el hielo.

Le miró directamente a los ojos.

– Entonces no me fijé en vuestras caras -dijo impasible.

– Eras la Dama del Lago. -Asintió muy serio con la cabeza-. ¿Por qué vinistee, muchacha?

– ¿Por qué? Por Yennefer. Y por mi destino.

– Por tu muerte, más bien -susurró-. Éste es el castillo de Stygga. Yo, en siendo tú, me iría lo más lejos posible.

Ella volvió a mirarle. Y Boreas al momento comprendió qué significaba esa mirada.

Apareció Stefan Skellen. Estuvo largo rato mirando a la chica, con brazos cruzados. Por fin, con un gesto enérgico, ordenó que le acompañara. Ella le siguió sin decir nada, escoltada por todas partes por gente armada.

– Extraña moza -dijo Boreas entre dientes. Y se estremeció.

– Por suerte, ella ya no es problema nuestro -comentó mordaz Dacre Silifant-. Me sorprende que hayas con ella platicado de aquesta manera. Esa bruja mató a Vargas y a Fripp, y más tarde a Ola Harsheim…

– Fue Antillo quien mató a Harsheim -le cortó Boreas-. No ella. Ella nos perdonó la vida en el hielo, pese a que podía habernos acogotado como a cachorrillos y habernos ahogado. A todos. También a Antillo.

– Mírale. -Dacre escupió sobre las losas del patio-. Ahora la va a premiar por su compasión, en compañía del hechicero y de Bonhart. Kirs prepárate, Mun, porque la espera una buena. Le van a sacar la piel a cachos.

– Eso, seguro -refunfuñó Boreas-. Porque canallas son éstos. Y nosotros mejores no somos, pues a su servicio estamos.

– ¿Tenemos acaso escapatoria? No, no la tenemos.

De pronto, uno de los lacayos de Skellen soltó un grito contenido, y otro lo secundó. Alguien blasfemó, alguien suspiró. Alguien, sin abrir a boca señaló con el dedo.

Las almenas, las ménsulas, los tejados de los torreones, las cornisas, los parapetos y guimbergas, los canalones, gárgolas y mascarones estaban cubiertos, hasta donde alcanzaba la vista, de pájaros negros, furtivamente, sin un solo graznido, habían venido volando desde el truno de los naufragios y ahora estaban posados en silencio, a la expectativa.

– Ventean la muerte -masculló uno de los esbirros.

– Y la carroña -añadió otro.

– No tenemos escapatoria -repitió maquinalmente Silifant, mirando a Boreas. Boreas Mun miraba a los pájaros.

– ¿No será hora -respondió en voz baja- de que la tengamos?


*****

Ascendieron por unas grandes escaleras de tres tramos, recorrieron un largo pasillo, entre una hilera de estatuas instaladas en hornacinas, dejaron atrás un pórtico que rodeaba un vestíbulo. Ciri avanzaba decidida, sin ningún temor, no la asustaban ni las armas ni las jetas patibularias de los tipos que la escoltaban. Había mentido cuando dijo que no se acordaba de las caras de los hombres del lago helado. Sí se acordaba. Se acordaba de cómo Stefan Skellen, el mismo que la conducía, con lúgubre semblante, a las profundidades de aquel aterrador castillo, tiritaba y le castañeteaban los dientes cuando estaban en el hielo.

Ahora, mientras él no le quitaba la vista de encima y la acribillaba a miradas, ella sentía que aún la temía un poco. Respiró hondo.

Entraron en una estancia cubierta por una alta bóveda nervada y estrellada, sustentada en columnas, iluminada por una enorme araña. Ciri vio quién la estaba esperando. Notó cómo el terror hundía las garras en sus entrañas, hacía presa en ellas, daba violentos tirones y se las retorcía.

En tres pasos, Bonhart llegó junto a ella. Con ambas manos, la cogió de la almilla, a la altura del pecho, y la levantó, a la vez que tiraba de ella hacia sí, acercando el rostro de la chica a sus pálidos ojos de pez.

– El infierno -le gritó- será terrible, sin duda, mas tú no tardaste en preferirme a mí.

No le respondió. El aliento le apestaba a alcohol.

– O puede que fuera el infierno quien a ti no te quisiera. ¿Qué dices, pequeño monstruo? ¿No será que aquella torre diabólica te escupió con asco, tras de haber probado tu veneno? -Se la acercó aún más. Volvió la cara y la echó hacia atrás-. Muy bien. Haces bien en tener miedo. Termínase aquí tu sendero. De aquí ya no te escapas. Aquí, en este castillo, voy a sacarte la sangre de las venas.

– ¿Habéis terminado, señor Bonhart?

Reconoció al instante a quien lo había dicho. El hechicero Vilgefortz, que primero había estado prisionero en Thanedd, cargado de grilletes, y que después la había perseguido hasta la Torre de la Gaviota. Entonces, en la isla, parecía muy apuesto. Ahora algo había cambiado en su cara, algo la hacía parecer desagradable y terrorífica.

– Permitidme, señor Bonhart -el hechicero ni se movía, sentado en aquel asiento que recordaba a un trono-, que sea yo quien asuma la grata tarea de dar la bienvenida al castillo de Stygga a nuestra huésped, la doncella Cirilla de Cintra, hija de Pavetta, nieta de Calanthe, descendiente de la afamada Lara Dorren aep Shiadhal. Sed bienvenida. Acercaos, por favor.

En las últimas palabras del hechicero ya no había ni rastro de escarnio disfrazado de cortesía. Sólo había en ellas amenaza y autoridad. Ciri dio cuenta desde el primer momento de que no estaba en condiciones de oponerse a sus órdenes. Sentía terror. Un terror espantoso.

– Acercaos más -dijo Vilgefortz, hablando entre dientes. Por fin Ciri podía percibir qué era lo que había de raro en aquel rostro. El ojo izquierdo, notablemente más pequeño que el derecho, pestañeaba, parpadeaba y daba vueltas como loco en una cuenca anaranjada y amoratada. Era un espectáculo horrible-. Porte valiente, señales de miedo en la cara -dijo el hechicero, ladeando la cabeza-. Mis respetos. Siempre que el valor no se deba a la estupidez. Me apresuro a desmentir cualquier posible ilusión. De aquí, como ya ha hecho ver con mucha razón el señor Bonhart, no te vas a escapar. Ni con la teleportación, ni con la ayuda de tus singulares dotes.

Ciri sabía que tenía razón. Hasta entonces se había convencido a sí misma de que, si algo llegaba a ocurrir, siempre sería capaz, aunque fuera en el último momento, de escapar y ocultarse en los diferentes espacios y tiempos. Pero ahora sabía que se trataba de una esperanza ilusoria, de una quimera. El castillo hasta vibraba a causa de aquella magia maligna, hostil, extraña. La magia hostil y extraña la impregnaba, la penetraba, se arrastraba como un parásito por sus entrañas, dejaba un rastro repugnante en el cerebro. No había nada que hacer. Estaba en poder del enemigo. Impotente.

Apenas sabía lo que hacía, pensaba. Sabía por qué había venido. Todo lo demás, de hecho, ha sido una mera fantasía. Así pues, que pase lo que tenga que pasar.

– Bravo -dijo Vilgefortz-. Una evaluación muy certera de la situación. Que pase lo que tenga que pasar. Para ser más exactos: que pase lo que yo decida. Me gustaría saber si también adivinas, excelsa mía, qué es lo que voy a decidir.

Ciri quiso responder, pero, antes de ser capaz de vencer la resistencia de su reseca y contraída garganta, Vilgefortz, habiendo sondeado sus pensamientos, volvió a adelantarse.

– Claro que lo sabes. Señora de los Mundos. Señora del Tiempo y el Espació. Sí, sí, excelsa mía, tu visita no me pilla de sorpresa. Yo, como siempre, sé adonde huíste desde el lago y de qué modo lo hiciste. Sé de qué modo has conseguido llegar hasta aquí. Sólo hay una cosa que no sé: ¿ha sido largo el camino? ¿Te ha proporcionado muchas emociones?

De nuevo, con una sonrisa miserable, Vilgefortz se adelantó a su respuesta:

– Oh. No tienes por qué responder. Yo ya sé que ha sido muy interesante y apasionante. Estoy impaciente por probarlo yo también. No sabes cómo envidio ese talento tuyo. Te vas a ver obligada a compartirlo conmigo, excelsa mía. Sí, «obligada» es la palabra adecuada. Mientras no compartas conmigo tu talento, no pienso soltarte ni un minuto. Día y noche te voy a tener atrapada en mis manos.

Ciri había comprendido, finalmente, que no era sólo el terror lo que le oprimía la garganta. El hechicero la amordazaba y la estrangulaba mágicamente. Se estaba burlando de ella. Humillándola. A la vista de todo el mundo.

– Libera… a Yennefer -consiguió soltar, como si tosiera, contrayéndose del esfuerzo-. Libérala… Y conmigo puedes hacer lo que quieras.

Bonhart estalló en carcajadas, también Stefan Skellen se echó a reír secamente. Vilgefortz se hurgó con el meñique en una esquina de su macabro ojo.

– No puedes ser tan simple como para no saber que, de todos modos, puedo hacer contigo lo que me apetezca. Tu oferta es patética, tan penosa como ridícula.

– Me necesitas… -Ciri levantó la cabeza, a costa de un gran esfuerzo-. Para tener un hijo conmigo. Eso es lo que quieren todos, tú también. Sí, estoy en tu poder, he venido yo sola… Tú no me has atrapado, aunque me has perseguido por medio mundo. He venido yo sola y yo sola me entregaré a ti. Por Yennefer. Por su vida. ¿Te parece ridículo? Entonces, inténtalo conmigo por la fuerza, tómame por las bravas… Ya verás qué rápido se te pasan las ganas de reírte.

Bonhart se plantó a su lado de un salto, amenazándola con su fusta. Vilgefortz hizo un gesto casi imperceptible, un leve movimiento de la mano, pero bastó para que el látigo saliera volando de la mano del cazador, y él mismo se tambaleara como si lo hubiera embestido una vagoneta cargada de carbón.

– Veo que el señor Bonhart -dijo Vilgefortz, frotándose los dedos- sigue teniendo problemas para entender cuáles son los deberes de un huésped. Os aconsejo que lo tengáis muy presente: cuando se va de visita, ni se destroza el mobiliario y las obras de arte, ni se roban cachivaches, ni se empuercan las alfombras y los sitios de difícil acceso. No se viola ni se pega a otros invitados. Esto último, al menos, hasta que el anfitrión no haya acabado de violar y pegar, hasta que no nos dé a entender que ya es posible ponerse a violar y a dar golpes. De todo esto que acabo de decir también tú deberías sacar las oportunas conclusiones, Ciri. ¿No eres capaz? Yo te ayudo. Te entregas a mí y te conformas humildemente con todo, me permites hacer contigo todo lo que se me antoje. Y crees que es una oferta extremadamente generosa. Te equivocas. Porque se trata de que yo voy a hacer contigo lo que debo hacer, y no lo que me gustaría hacer. Por ejemplo: desearía, a modo de revancha por lo de Thanedd, sacarte al menos un ojo, pero no puedo hacerlo, porque me temo que no sobrevivirías.

Ahora o nunca, se dijo Ciri. Se dio media vuelta, desenvainó a Golondrina. De pronto, todo el castillo empezó a girar, sintió cómo caía, despellejándose dolorosamente las rodillas. Se dobló hasta tocar casi el suelo con la frente, luchó con las ganas de vomitar. La espada se le escapó de los dedos entumecidos. Alguien la recogió.

– Bueeeno… -dijo Vilgefortz, prolongando el sonido, con la barbilla apoyada en las manos, colocadas como si fuera a rezar-. ¿De qué estaba hablando? Ah, sí, es verdad, de tu oferta. La vida y la libertad de Yennefer a cambio de… ¿A cambio de qué? ¿De tu entrega volunta y de buena gana, sin violencia, sin recurrir a la fuerza? Lo siento Ciri. Para lo que te pienso hacer, la violencia y la fuerza resultan indispensables, así de sencillo… Sí, si -repitió, mirando con curiosidad cómo intentaba vomitar la chica, retorciéndose con cada arcada y escupiendo saliva-. Sin violencia ni fuerza no vamos a ninguna parte. Te seguro que jamás te prestarías voluntariamente a lo que te voy a hacer. Así que, como puedes ver, tu oferta, siendo penosa y ridícula, sobre todo es que no tiene ninguna utilidad. De modo que la rechazo. ¡Venga, lleváosla! Al laboratorio.


*****

El laboratorio no se diferenciaba mucho del que Ciri ya conocía del templo de Melitele en Ellander. También estaba bien iluminado, limpio, y tenía unas mesas largas con planchas de latón, repletas de objetos de cristal: llenas de tarros, de retortas, de matraces, de probetas, de tubitos, de lentes, de alambiques silbantes y gorgoteantes y de otros prodigiosos intrumentos. También aquí, al igual que allí, en Ellander, había un intenso y desagradable olor a éter, a alcohol, a formol y a algo más, algo que inspiraba terror. Incluso allí, en el ambiente amigable del templo, al lado de las amigables sacerdotisas y de la amigable Yennefer, Ciri se sentía aterrada en el laboratorio. Y eso que allí, en Ellander, nadie la arrastró nunca hasta el laboratorio a la fuerza, nadie la sentó brutalmente en un banco, nadie la sujetó férreamente de las manos y los hombros. Allí, en Ellander, no había en medio del laboratorio un sobrecogedor sillón de acero, cuya forma era de una evidencia sádica. No estaban allí aquellos tipos vestidos de blanco y rapados al cero, no estaba allí Bonhart, no estaba allí Skellen, excitado, enrojecido y lamiéndose los labios. Y tampoco estaba allí Vilgefortz, con un ojo normal y otro diminuto y moviéndose de un modo atroz.

Vilgefortz se apartó de la mesa, donde había estado disponiendo unos instrumentos que producían espanto.

– Ya sabes, mi excelsa doncella -empezó, acercándose a ella-, que para mí eres la llave para alcanzar el poder y el dominio. Dominio no sólo de este mundo, que es vanidad de vanidades, condenado además a una pronta destrucción, sino sobre todos los mundos. Sobre toda la gama de espacios y de tiempos nacidos de la conjunción. Sin duda me entiendes, pues tú misma has visitado algunos de esos espacios y de esos tiempos. -Se subió las mangas, tras lo cual siguió hablando-. Vergüenza me da admitirlo, pero el poder me atrae de un modo increíble. Es algo banal, ya lo sé, pero yo quiero ser soberano. Un soberano a quien reverencien, a quien bendigan sus súbditos sólo por ser quien es, un soberano a quien veneren como a un dios, si, pongamos por caso, decide salvar su mundo de un cataclismo. Aunque lo salve sólo por capricho. Oh, Ciri, cómo me regocija la idea de recompensar espléndidamente a los fieles, y de castigar cruelmente a los rebeldes y soberbios. Miel, dulce almíbar, serán para mi alma las preces elevadas hasta mí por generaciones enteras, implorando mi amor y mi gracia. Generaciones enteras, Ciri, mundos enteros. Presta atención. ¿No los oyes? Pidiendo salvarse del aire, el hambre, el fuego, la guerra y la cólera de Vilgefortz…

Movió los dedos muy cerca de su cara, después la cogió bruscamente de las mejillas. Ciri gritó, se resistió, pero la tenían sujeta con fuerza. Los labios le empezaron a temblar. Vilgefortz se dio cuenta y soltó una carcajada.

– La Niña del Destino -se rió nervioso, y se le vio una motita blanca de saliva en la comisura de los labios-, Aen Hen Ichaer, la sagrada Antigua Sangre élfica… Ahora ya sólo eres mía. -Se irguió bruscamente. Se limpió los labios-. Toda clase de idiotas y de místicos -proclamó, recobrando su frío tono habitual- han intentado meterte en cuentos, leyendas y patrañas, han investigado el gen del que eres portador, la herencia de tus antepasados. Confundiendo el cielo con las estrellas reflejadas en la superficie de un estanque, supusieron llenos de misticismo que ese gen, al que atribuyen grandes posibilidades, seguiría evolucionando, que la plenitud de su poder la alcanzaría en tu hijo o en el hijo de tu hijo. Y creció a tu alrededor un aura fascinante, se extendió un humo de incienso. Pero la verdad es más banal, mucho más prosaica. Orgánicamente prosaica, diría yo. Aquí lo importante, mi excelsa, es tu sangre. Pero en el sentido más literal, para nada figurado, de la palabra.

Cogió de la mesa una jeringuilla de cristal, de una longitud aproximada de medio pie. La jeringuilla acababa en un fino capilar, ligeramente curvo. Ciri notó cómo se le secaba la boca. El hechicero examinó la jeringuilla a la luz de una lámpara

– En unos momentos -le anunció fríamente Vilgefortz- te vamos a desnudar y a colocarte en ese sillón, sí, justo ése que estás mirando con tanta curiosidad. Aunque sea en una posición algo incómoda, vas a pasar un rato ahí sentada. Y con ayuda de este otro aparato que, como veo, también te fascina, serás fecundada. No va a ser tan terrible, la mayor parte del tiempo vas a estar semiinconsciente gracias a elixires que te pienso administrar por vía intravenosa, para asegurar la correcta implantación del óvulo fecundado y prevenir un embarazo extrauterino. No debes tener miedo, tengo experiencia, lo he hecho cientos de veces. Es verdad que nunca con la elegida de la suerte y el destino, pero no creo que la matriz y los ovarios de una elegida se diferencien tanto de la matriz y los ovarios de las chicas corrientes… ahora, lo más importante. -Vilgefortz se deleitaba oyéndose a si mismo-. No sé si te vas a apenar o te vas a alegrar, pero debes saber que no vas a parir ningún niño. Quién sabe, a lo mejor resultaba un gran elegido con unas capacidades fuera de lo común, salvador del mundo y rey de naciones. Pero nadie está en condiciones de garantizarlo y, aparte de eso, yo no tengo intención de esperar tanto tiempo. Lo que yo necesito es la sangre. Más concretamente, la sangre de la placenta. En cuanto ésta se desarrolle, te la sacaré. El resto de mis planes y propósitos, como podrás comprender, ya no te conciernen, excelsa mía, así que no tiene sentido ponerte al corriente de ellos, sería frustración innecesaria.

Se calló, haciendo una pausa efectista. Ciri no era capaz de controlar el temblor de su boca.

– Y ahora -el hechicero hizo un gesto teatral-, ten la bondad de sentarte en el sillón, joven Cirilla.

– No estaría nada mal -a Bonhart le brillaron los dientes por debajo de los bigotes grises- que esa perra de Yennefer viera esto. ¡Se lo tiene bien merecido!

– Claro que sí. -En la comisura de los labios del sonriente Vilgefortz volvió a aparecer una motita blanca de saliva-. La fecundación es un hecho sagrado, majestuoso y solemne, un misterio al que conviene que asistan los parientes más próximos. Y Yennefer es poco menos que una madre para ella, y esa figura, en las culturas primitivas, interviene de manera casi activa en el desfloramiento de la hija. ¡Venga, traedla aquí!

– En lo tocante a esa fecundación -Bonhart se inclinó sobre Ciri, a la que los acólitos rapados del hechicero ya habían empezado a desvestir-, ¿no sería posible, don Vilgefortz, hacerlo a la antigua usanza? ¿Como los dioses mandan?

Skellen resopló, sacudiendo la cabeza. Vilgefortz frunció ligeramente una ceja.

– No -rechazó secamente-. No, señor Bonhart. No sería posible.

Ciri, como si se acabara de dar cuenta de la gravedad de la situación, soltó un grito desgarrador. Uno, y luego otro.

– Vaya, vaya -dijo el hechicero, torciendo el gesto-. Con valentía, con la frente y la espada bien altas, nos metemos en la boca del lobo, ¿y ahora resulta que nos asustamos por unos tubitos de cristal? Qué vergüenza, mi joven señora.

Ciri, sin ninguna vergüenza, se desgañitó por tercera vez. Gritó tanto que los aparatos del laboratorio tintinearon.

Y todo el castillo de Stygga respondió de pronto con gritos de alarma.


*****

– La desgracia acecha, hijos míos -insistía Zadarlik, raspando con el canto claveteado de la roncona el estiércol incrustado entre las piedras del patio-. Ay, sí, ya lo veréis, una desgracia, pobres de nos.

Miró a sus camaradas, pero ninguno de los centinelas comentó nada. Tampoco tomó la palabra Boreas Mun, que se había quedado con los guardias en el portón. Por su propia voluntad, no porque se lo hubieran ordenado. Podía haber ido con Antillo, como Silifant, podía haber visto con sus propios ojos qué iba a ser de la Dama del Lago, qué suerte la esperaba. Había preferido quedarse ahí, en el patio, al descubierto, lejos de las estancias y las salas de la torre del homenaje, adonde habían conducido a la chica. Allí estaba seguro de que ni siquiera sus gritos le podían alcanzar.

– Mala señal esos pájaros negros. -Zadarlik señaló con un gesto de la cabeza a las chovas que seguían posadas en los muros y cornisas-. Mala espina me da esa moza, venida en una yegua mora. Feo asunto éste en el que servimos a Antillo, os lo digo yo. Dícese, amén, que el propio Antillo no es ya oficial de la corona ni señor de importancia, sino esbirro como nosotros. Que el emperador le tiene una atroz inquina. Tal que a nosotros, hijitos, que nos van a coger a todos juntos. Nos aguarda una grande desgracia. Pobres de nos.

– ¡Ay, ay! -añadió otro centinela, un bigotudo con un sombrerete decorado con plumas de cigüeña negra-. ¡El palo nos espera! Mala cosa, si el emperador anda de malas.

– Ah, vosotros -intervino otro, llegado al castillo de Stygga muy recientemente, con la última partida de mercenarios reclutada por Skellen-. Puede que el emperador tiempo ya no haiga de fatigarse con nosotros. Paece que anda en nuevas turbulencias. Cuéntase que hubo una batalla cojonuda allá en las tierras del norte. Los norteños pudieron a los imperiales, les han dao en los morros, les han machacao.

– Entonces -dijo un cuarto-, a lo mismo no es tan mala cosa que andemos acá, con Antillo, ¿no? Siempre será mejor estar acá, en lo más alto.

– De seguro que sí -dijo el recién llegado-. La impresión tengo yo de que el Antillo va para arriba. Y nosotros, estando a su lado, saldremos a flote.

– Ay, hijitos. -Zadarlik se apoyó en su roncona-. Tontos del bote sois.

Los pájaros negros levantaron el vuelo. El aleteo y los graznidos i ensordecedores. Oscurecieron el cielo y se pusieron a girar alrededor del bastión.

– ¿Qué diablos? -chilló uno de los centinelas.

– Os ruego que abráis la puerta.

Boreas Mun notó de pronto un penetrante olor a hierbas: salvia, menta y tomillo.

Tragó saliva, sacudió la cabeza. Cerró los ojos y los volvió a abrir.

De nada sirvió. Un individuo flaco, entrecano, con pinta de recaudador de impuestos, se había plantado a su lado, y no tenía intención de desaparecer. Estaba ahí parado, sonriendo con la boca muy tensa. A Boreas se le erizaron tanto los cabellos que casi se le cae la gorra.

– Os ruego que abráis la puerta -repitió el tipo sonriente-. Sin tardanza. Será lo mejor, os lo aseguro.

Zadarlik soltó la roncona, que resonó al chocar con el suelo. Se quedó paralizado, moviendo los labios sin articular palabra. Tenía la mirada perdida. Los demás se acercaron al portón, dando pasos rígidos, sin naturalidad, como autómatas. Quitaron la traviesa. Descorrieron el cerrojo.

Cuatro jinetes irrumpieron en el patio entre el estruendo de sus herraduras.

Uno tenía los cabellos blancos como la nieve, una espada relampagueaba en su mano. Le seguía una mujer rubia que tensaba su arco sn dejar de cabalgar. El tercer jinete, una jovencita, le abrió la cabeza a Zadarlik de un golpe impetuoso con su sable curvo.

Boreas Mun recogió el arma que había dejado caer y se cubrió con el asta. El cuarto jinete se le echaba encima. Unas alas de rapaz destacaban a ambos lados de su yelmo. La espada resplandeció, bien alta.

– Déjalo, Cahir -dijo resueltamente el peloblanco-. Hay que ahorrar tiempo y sangre. Milva, Regís, por ahí…

– No -farfulló Boreas, sin saber por qué lo hacía-. Por ahí no… No mas que un paso ciego es ése. Aquél es el vuestro camino, por esas escaleras… A la torre del homenaje. Si queréis salvar a la Dama del Lago… hais de daros prisa.

– Gracias -dijo el albino-. Gracias, desconocido. ¿Has oído, Regis? ¡Adelante!

Al cabo de un instante sólo había cadáveres en el patio. Y Boreas Mun, todavía apoyado en el asta de su roncona. No podía soltarla.

Hasta tal punto le temblaban las piernas. Las chovas seguían girando sobre el castillo de Stygga dando graznidos, como una nube negra que envolvía las torres y los bastiones.


*****

Vilgefortz escuchó el informe jadeante del mercenario que había llegado a la carrera con serenidad estoica y rostro imperturbable. Pero su ojo desbocado y parpadeante le traicionó.

– Acuden en su ayuda en el último momento -le rechinaban los dientes-, es para no creer. Esas cosas no pasan. O sí pasan, pero en los infames teatrillos de los mercados, y así salen como salen. Ten la bondad, buen hombre, de decirme que todo eso te lo acabas de inventar, que se trata, no sé, de una inocentada.

– No me he inventado nada -dijo indignado el soldadote-. ¡Estoy contando la verdad! Han irrumpido unos… Toda una cuadrilla…

– Vale, vale -le cortó el hechicero-. Era una broma. Skellen, ocúpate personalmente de este asunto. Tendrás ocasión de demostrar cuánto vale de verdad ese ejército tuyo que tanto oro me cuesta.

Antillo estalló, y empezó a hacer aspavientos, nervioso.

– ¿No te parece que te lo tomas muy a la ligera, Vilgefortz? -gritó-. Me parece que no te das cuenta de la gravedad de la situación. Si han atacado el castillo, ¡tienen que ser las tropas de Emhyr! Y eso significa…

– Eso no quiere decir nada -le interrumpió el hechicero-. Pero yo ya sé qué es lo que te pasa. Espero que, teniéndome a tus espaldas, aumente tu ánimo. Vamos. Vos también, señor Bonhart.

»En cuanto a ti -clavó su espantoso ojo en Ciri-, no te hagas ilusiones. Ya sé yo quién ha venido en tu ayuda, en una acción más propia de una farsa barata. Y te aseguro que voy a convertir la farsa en una escena de horror.

»¡Eh, vosotros! -llamó a sus sirvientes y acólitos-. Encadenad a la chica con dwimerita, encerradla en una celda con tres cerrojos y no os mováis de la puerta. Respondéis con vuestra cabeza. ¿Entendido?

– Como ordenéis, señor.


*****

Entraron en un pasillo, por el pasillo llegaron a una gran sala llena de esculturas, una auténtica gliptoteca. Nadie les cerró el paso. Tan sólo se toparon con unos cuantos lacayos, que huyeron nada más verlos.

Subieron a la carrera por unas escaleras. Cahir echó abajo una puerta a patadas, Angouléme irrumpió con un grito de guerra, derribó de un sablazo el yelmo de una armadura que había junto a la puerta, tomándola por un centinela. Se dio cuenta de su error y se partió de risa.

– Je, je, je. Fijaos…

– ¡Angouléme! -Geralt la llamó al orden-. ¡No te quedes ahí parada! ¡Sigue!

Enfrente de ellos se abrió una puerta, más allá de la cual se percibían unas siluetas. Milva, sin pensárselo dos veces, tensó el arco y disparó una flecha. Alguien dio un grito. Cerraron las puertas, Geralt oyó el ruido de un cerrojo al correrse.

– ¡Adelante, adelante! -gritó-. ¡No os paréis!

– Brujo -dijo Regis-. Esta carrera no tiene sentido. Voy a hacer un… un vuelo de reconocimiento.

– ¡Vuela!

El vampiro desapareció, como si el viento se lo hubiera llevado. Geralt no tuvo tiempo de asombrarse.

De nuevo se toparon con hombres, armados esta vez. Cahir y Angouléme se lanzaron hacia ellos dando gritos, pero sus oponentes salieron corriendo. Más que nada, al parecer, gracias a Cahir y su imponente casco alado.

Fueron a parar a un pórtico, una galería que rodeaba un vestíbulo interior. Sólo les separaban ya unos veinte pasos de la entrada que llevaba a las entrañas del castillo, cuando por el extremo opuesto de la galería aparecieron unos individuos. Resonaron los ecos de sus gritos.

Y silbaron sus flechas.

– ¡Cubríos! -gritó el brujo.

Las flechas caían como una verdadera granizada. Las plumas zumbaban, las puntas arrancaban chispas del enlosado, levantaban el estucado de las paredes, convirtiéndolo en un polvillo fino.

– ¡Al suelo! ¡Tras la balaustrada!

Se tiraron al suelo, poniéndose a cubierto lo mejor que pudieron detrás de unas columnas en espiral con hojas esculpidas. Pero no todos salieron bien parados. El brujo oyó gritar a Angouléme y la vio agarrarse un brazo. En un momento, la manga se le había empapado de sangre.

– ¡Angouléme!

– ¡No es nada! ¡La flecha me ha atravesado limpiamente! -respondió la chica, con voz levemente temblorosa, confirmando lo que ya había visto Geralt. Si la punta hubiera astillado un hueso, Angouléme te habría desmayado de la conmoción.

Los arqueros lanzaban sus flechas desde el extremo de la galería, llamaban pidiendo refuerzos. Algunos corrieron hacia un lateral, buscando un mejor ángulo de tiro. Geralt maldijo, calculó la distancia que los separaba de la arcada. No tenía muy buena pinta. Pero quedarse donde estaban equivalía a una muerte segura.

– ¡Hay que salir pitando! -gritó-. ¡Atentos! ¡Cahir, ayuda a Angouléme!

– ¡Nos van a acribillar!

– ¡Hay que salir! ¡No hay más remedio!

– ¡No! -exclamó Milva, levantándose con el arco en la mano.

Se irguió, adoptó la posición de disparo. Parecía una auténtica estatua, una amazona de mármol con su arco. Los tiradores de la galería vociferaban.

Milva soltó la cuerda.

Uno de los arqueros salió disparado hacia atrás, se golpeó estruendosamente contra la pared. Una mancha de sangre, que recordaba a un pulpo, brotó en la pared. Un griterío estalló en la galería. Era un bramido de rabia, de furia y de espanto.

– Por el Gran Sol… -dijo Cahir con un silbido. Geralt le dio un apretón en un brazo.

– ¡Vámonos! ¡Ayuda a Angouléme!

Desde la galería, una lluvia de flechas cayó sobre Milva. La arquera no se inmutó cuando a su alrededor se levantó una nube de polvo del enlucido, ni al ver saltar por todas partes añicos de mármol y fragmentos de los astiles despedazados. Soltó tranquilamente la cuerda. Un nuevo alarido, y otro tirador se derrumbó como un pelele, rociando a sus compañeros de sesos y sangre.

– ¡Ahora! -gritó Geralt, viendo cómo los guardias escapaban a toda prisa del pórtico, cómo se tiraban al suelo, intentando cubrirse de unos dardos certeros. Sólo los tres más osados seguían disparando.

Una flecha golpeó en un pilar, y la polvareda cubrió a Milva de pies a cabeza. La arquera se sopló los pelos que le caían sobre la cara y tensó el arco.

– ¡Milva! -Geralt, Angouléme y Cahir habían llegado hasta la arcada-. ¡Déjalo ya! ¡Largo de ahí!

– Sólo una más -dijo la arquera, con la pluma de la flecha en la comisura de los labios.

La cuerda zumbó. Uno de los tres bravos gritó de dolor, se inclinó sobre la balaustrada y se precipitó contra las losas del patio. Al verlo, los otros dos flaquearon. Se echaron al suelo y se acurrucaron. Los que acudían en su ayuda no se daban mucha prisa en llegar a la galería y ofrecerle un blanco a Milva.

Con una excepción.

Milva lo evaluó nada más verlo. No muy alto, delgado, de tez morena. Con un protector lustroso en el antebrazo izquierdo y un guante de arquero en la mano derecha. La muchacha vio cómo se colocaba su arco compuesto de bella factura, con una empuñadura entallada, con cuánta destreza lo tensaba. Vio cómo la cuerda, tensada al máximo, se cruzaba por delante de su rostro moreno. Vio cómo las cuatro plumas del emplumado le rozaban la mejilla. Vio cómo apuntaba fijamente.

Milva aprestó su arco, lo tensó hábilmente, al tiempo que apuntaba. La cuerda le llegó hasta la cara, una de las plumas le rozó la comisura de los labios.


*****

– Con fuerza, Mariquilla, con fuerza. Hasta tu careja. Anrolla la cuerda con los dedos pa que el proyectil no se te asalga del encoque. La ■ n la mejilla, con fuerza. ¡Apunta! ¡Los dos ojos bien abiertos! Venga, aguanta la respiración. Tira.

La cuerda, a pesar del protector de lana, le dio un doloroso mordisco en el antebrazo izquierdo.

El padre quiso decir algo, pero le entró la tos. Una tos profunda, seca, molesta. Esa tos tiene ca vez peor pinta, pensó Mariquilla Barring, bajando el arco. Cada vez tiene peor pinta, y cada vez es más pronta. Ayer le entró el ataque justo cuando apuntaba al corzo. Y tuvimos que comer berzas cocidas. Odio las berzas cocidas. Odio pasar hambre. Y miserias.

El viejo Barring respiró hondo, soltando un ronquido chirriante.

– Te has desviado una cuarta del blanco, hija. ¡Una cuarta, na menos! ¡Mira que te he dicho que no te movieras tanto al soltar la cuerda! Y tú venga a menearte, como si te se hubiera metió un caracol en el culo. Y mucho tiempo pasas apuntando. ¡Pa cuando disparas, ya se te cansó la mano! ¡Así lo único que haces es malograr las flechas!

– ¡Pero si le he dado! Y na de una cuarta, a lo sumo a media cuarta del blanco.

– ¡Menos insolencias! Ay, castigáronme los dioses, al mandarme una moza inútil en vez de un hijo.

– ¡No soy ninguna inútil!

– Pues demuéstramelo. Otro tiro. Y tente muy presente lo que te dijera. Sin menearte, como si estuvieras hincada en el suelo. Apunta y tira apriesa. ¿A qué vienen esos morros?

– Es que no paráis de metersus conmigo.

– Tengo derecho como padre que soy. Tira.

Tensó el arco, enfurruñada, se le saltaban las lágrimas. Él se dio cuenta.

– Te quiero mucho, Mariquilla -le dijo muy bajito-. Nunca lo olvides.

No soltó la cuerda hasta que el emplumado le rozó la comisura de los labios.

– Bien -dijo el padre-. Bien, hija mía.

Y empezó a toser de un modo terrible, con estertores.


*****

El arquero moreno de la galería murió en el sitio. La flecha de Milva le entró por la axila izquierda y se clavó muy hondo, más de media varilla, aplastando las costillas, destrozando los pulmones y el corazón.

La flecha de cuatro plumas que había disparado una décima de segundo antes acertó a Milva en el bajo vientre y le salió por la espalda, machacándole la pelvis, desgarrando intestinos y arterias. La arquera cayó a tierra como si la hubiera arrollado un ariete.

Geralt y Cahir gritaron al unísono. Ajenos al hecho de que, viendo a Milva caída, los tiradores de la galería hubieran reanudado sus disparos, abandonaron la protección del pórtico, agarraron a la arquera y se la llevaron a rastras, despreciando la lluvia de flechas. Uno de los proyectiles resonó en el casco de Cahir. Geralt habría jurado que otro le había peinado los cabellos.

Milva iba dejando un ancho y brillante rastro de sangre. En el sitio donde la depositaron se formó un charco enorme en cuestión de segundos. Cahir maldecía, las manos le temblaban. Geralt notaba cómo se adueñaba de él la desesperación. Y la rabia.

– Tía -gritó desesperada Angouléme-. ¡Tía, no te mueras!

María Barring abrió la boca, tosió de forma macabra, la sangre le caía por la barbilla.

– Yo también te quiero, papá -dijo con toda claridad.

Y murió.


*****

Los acólitos rapados no podían con Ciri, que no paraba de rebullirse y de chillar. Unos criados tuvieron que acudir rápidamente en su ayuda. Uno de ellos fue recibido con una patada certera que le hizo recular, doblarse y caer de rodillas, agarrándose los huevos con las dos manos y tomando aire espasmódicamente.

Pero eso sólo sirvió para enfurecer a los demás. Ciri recibió un puñetazo en el cogote y una bofetada en la cara. La voltearon, uno le dio una buena patada en la cadera, otro se le sentó encima de las pantorrillas. Uno de los acólitos calvos, un tipo joven con unos ojos siniestros de color verde dorado, se arrodilló sobre su pecho, la cogió del pelo y tiró con fuerza. Ciri rugió de dolor.

También el acólito rugió. Y desencajó los ojos. Ciri vio cómo le chorreaba la sangre por el cráneo pelado, manchándole el hábito blanco con un dibujo macabro.

Un segundo después el laboratorio se convirtió en un infierno.

Los muebles se volcaron con gran estrépito. Los estridentes chasquidos y los crujidos del cristal al reventarse se confundieron con los aullidos infernales de la gente. Las decocciones, los filtros, los elixires, los extractos y otras sustancias mágicas que se derramaban por las mesas y por el suelo se mezclaban y se combinaban. Algunas, al entrar en contacto, siseaban y soltaban fumaradas de humo amarillo. En un momento la estancia se llenó de un hedor corrosivo.

En medio del humo, entre las lágrimas producidas por el tufo, Ciri observó espantada cómo se movía por el laboratorio con rara celeridad una figura negra que recordaba a un gigantesco murciélago. Vio cómo el murciélago enganchaba a los acólitos al vuelo, y cómo éstos se soltaban después, dando alaridos al caer. Ante sus ojos, alzó bruscamente del suelo a uno de los sirvientes que estaba tratando de zafarse y lo estampó después contra una mesa, donde empezó a aullar y a agitarse, rociando de sangre las retortas, alambiques, probetas y matraces.

Las mezclas vertidas salpicaron las lámparas. Se oyó un silbido, se percibió una peste horrorosa, y en un santiamén se declaró un incendio en el laboratorio. Una oleada ardiente disipó el humo. Ciri apretó los dientes para no gritar. En el sillón de acero, el mismo que estaba destinado a ella, vio a un hombre delgado, canoso, vestido con elegantes ropas negras. Con mucha calma, le estaba mordiendo y chupando el cuello a uno de los acólitos rapados que tenía sentado en sus rodillas. Éste ronroneaba débilmente y sufría convulsiones, las piernas y los brazos rígidos le brincaban rítmicamente.

Unas llamas, de palidez cadavérica, bailaban sobre el tablero metálico la mesa. Las retortas y los matraces iban estallando aparatosamente, uno tras otro. El vampiro retiró sus agudos colmillos del cuello de la víctima, clavó en Ciri sus ojos negros como ágatas.

– En ciertas ocasiones -dijo, en tono didáctico, mientras se relamía la sangre de los labios-, cuesta mucho renunciar a un buen trago… Sin miedo -dijo con una sonrisa, viendo la cara de la chica-. Sin miedo, Ciri. Me alegro de haberte encontrado. Me llamo Emiel Regis. Aunque te pueda parecer extraño, soy camarada del brujo Geralt. Hemos venido juntos a salvarte.

Un mercenario armado irrumpió en el laboratorio en llamas. El camarada de Geralt volvió la cabeza hacia él, siseó y le enseñó los colmillos. El mercenario chilló como un poseso. Su chillido tardó en acallarse ni la distancia.

Emiel Regis se quitó de encima el cuerpo del acólito, inmóvil y blando como un trapo, se levantó y se estiró como un gato.

– Quién lo habría pensado -dijo-. Un chiquilicuatro, pero qué sangre más potable. A eso se le llaman virtudes ocultas. Permite, Cirilla. que te lleve con Geralt.

– No -musitó Ciri.

– No tienes por qué tenerme miedo.

– No te tengo miedo -protestó, mientras luchaba valerosa con sus dientes, que se habían empeñado en castañetear-. No se trata de eso… Es que Yennefer está prisionera por aquí, en alguna parte. Tengo que liberarla cuanto antes. Me temo que Vilgefortz… Os lo ruego, señor

– Emiel Regis.

– Avisad, buen señor, a Geralt, de que Vilgcfortz está aquí. Es un hechicero. Un poderoso hechicero. Que Geralt esté alerta.


*****

– Que tienes que estar alerta -repitió Regis, mirando el cuerpo de Milva-. Porque Vilgefortz es un poderoso mago. Pero que ella iba a tratar de rescatar a Yennefer.

Geralt soltó un juramento.

– ¡Adelante! -gritó, tratando de levantar el ánimo de sus compañeros-. ¡Vamos!

– Vamos. -Angouléme se puso de pie, se enjugó las lágrimas-. ¡Vamos! Ya va siendo hora, su puta madre, de patear unos cuantos culos.

– Siento tanta fuerza en mi interior -susurró el vampiro, con una sonrisa sobrecogedora- que sería capaz de mandar todo este castillo al infierno.

El brujo le miró receloso.

– Tanto puede que no -dijo-. Pero abríos paso hasta la planta superior y armad un buen jaleo para que no se fijen en mí. Yo voy a tratar de encontrar a Ciri. No ha estado nada bien, pero que nada bien, vampiro, que la hayas dejado sola.

– Me lo ha exigido ella -explicó Regis tranquilamente-. En un tono y con unos aires que descartaban cualquier discusión. Reconozco que me ha sorprendido.

– Ya lo sé. Subid a la planta superior. ¡Y aguantad! Yo intentaré encontrarla. A ella o a Yennefer.


*****

La encontró, y además muy pronto.

Se topó con ellos de sopetón, de forma totalmente inesperada al salir de un recodo del pasillo. Miró. Y lo que vio hizo que la adrenalina le diera una punzada en las venas del dorso de la mano.

Unos rufianes llevaban a Yennefer por el pasillo. La hechicera iba a rastras, cargada de cadenas, lo que no le impedía revolverse, arrear coces y maldecir como un estibador.

Geralt no permitió a aquellos tiparracos reponerse de la sorpresa. Atacó sólo una vez, sólo a uno de ellos, asestándole un golpe seco con el codo. El sayón aulló como un perro, se tambaleó, descabezó con un ruido infernal una armadura instalada en una hornacina y se derrumbó con ella, poniendo perdidas de sangre las placas metálicas.

Los demás -otros tres- soltaron a Yennefer y se echaron atrás. Menos uno, que agarró a la hechicera de los pelos y le puso un cuchillo en el cuello, justo por encima del collar de dwimerita.

– ¡No te acerques! -gritó-. ¡O la degüello! ¡No bromeo!

– Ni yo tampoco. -Geralt hizo un molinete con la espada, mirando a los ojos al rufián. Éste no aguantó. Dejó a Yennefer y se unió a sus compañeros. Todos empuñaban ya sus armas. Uno de ellos había sacado de una panoplia que colgaba en la pared una alabarda vetusta, pero con un aspecto amenazante. Todos ellos, en posición encorvada, vacilaban entre el ataque y la defensa.

– Sabía que vendrías -dijo Yennefer, irguiéndose orgullosamente-. Anda, Geralt, enséñales a estos tunantes de lo que es capaz la espada de un brujo.

Levantó bien alto las manos encadenadas, tensando mucho las cadenas.

Geralt empuñó el sihill con las dos manos, ladeó ligeramente la cabeza, apuntó. Y dio un tajo. Tan rápido, que nadie percibió el movimiento de la hoja.

Las cadenas resonaron al caer al suelo. Uno de los rufianes jadeó. Geralt agarró la empuñadura con más firmeza aún, colocó el dedo índice debajo de la guarda.

– No te muevas, Yen. La cabeza levemente ladeada, por favor.

La hechicera no pestañeó siquiera. El sonido del metal golpeado por la espada fue muy débil.

El collar de dwimerita cayó al lado de las cadenas. En el cuello de Yrnnefer había una gotita diminuta, sólo una.

Se echó a reír, masajeándose las muñecas. Y se volvió hacia los esbirros. Ninguno de ellos le aguantó la mirada.

El de la alabarda, con mucho cuidado, como si tuviera miedo de que tintineara, depositó el arma antigua en el suelo.

– Con alguien así -musitó-, que se pelee Antillo en persona. Yo estimo mi vida.

– Nos ordenaron… -farfulló otro, retirándose-. Nos ordenaron… No ha sido decisión nuestra…

– Nunca la hemos tratado mal, señora. -El tercero tenía la boca seca-. Estando en prisión… La señora es testigo…

– ¡Largo! -dijo Yennefer. Libre del collar de dwimerita, erguida, con la cabeza orgullosamente alzada, era una figura titánica. Su negra crin alborotada casi parecía tocar la bóveda.

Los sayones pusieron pies en polvorosa. A hurtadillas, sin mirar atrás. Yennefer, menguada hasta recobrar sus dimensiones normales, se echó en brazos de Geralt.

– Sabía que vendrías a buscarme -murmuró, buscando con sus labios los labios de Geralt-. Que vendrías, a pesar de los pesares.

– Vamos -dijo Geralt algo más tarde, cogiendo aire-. Ahora, Ciri.

– Ciri -dijo ella. Y por un segundo ardió en sus ojos una chispa violeta que daba miedo-. Y Vilgefortz.


*****

Otro soldado les sorprendió a traición, armado con una ballesta. Dio un grito y disparó, apuntando a la hechicera. Geralt saltó como impulsado por un muelle, agitó la espada. La flecha, rebotada, pasó volando por encima de la cabeza del ballestero, tan cerca que se tuvo que agachar. Y no tuvo tiempo de ponerse de pie otra vez, porque el brujo le alcanzó de un salto y lo ensartó como a una carpa. Un poco más allá, en el pasillo, había otros dos ballesteros. También éstos dispararon, pero les temblaba demasiado el pulso para poder acertar. Un segundo después el brujo ya les había dado alcance. Los dos perecieron.

– ¿Por dónde, Yen?

La hechicera se concentró, entrecerrando los ojos.

– Por aquí. Por esas escaleras.

– ¿Estás segura de que ese camino es el bueno?

– Sí.

Unos esbirros les atacaron al pasar un recodo, cerca de un portal de arquivoltas. Eran más de diez, y estaban armados de picas, partesanas y corcescas. Y eran resueltos y porfiados. Con todo, la cosa fue rápida. Para empezar, Yennefer disparó con la mano un dardo de fuego, alcanzando a uno en mitad del pecho. Geralt empezó a girar, hizo una pirueta y aterrizó entre los otros matones. El sihill de los enanos se contoneó y silbó como una serpiente. Cuando ya habían caído cuatro esbirros, los demás echaron a correr, y el eco repitió por todo el pasillo el chirrido de sus armas y el ruido de sus pasos. -¿Va todo bien, Yen?

– No puede ir mejor.

Vilgefortz les esperaba bajo las arquivoltas.

– Estoy impresionado -dijo tranquilamente, con voz sonora-. De veras que estoy impresionado, brujo. Eres un ingenuo y un idiota perdido, pero, realmente, con tu técnica impresionas a cualquiera.

– Tus rufianes -respondió Yennefer con la misma tranquilidad- acaban de echar a correr, dejándote a nuestra merced. Entrégame a Ciri, y te perdonaremos la vida.

– ¿Sabes, Yennefer -se sinceró el hechicero-, que es la segunda oferta generosa de hoy? Gracias, gracias. Ahí va mi respuesta.

– ¡Cuidado! -gritó Yennefer, apartándose de un salto. También Geralt saltó. Justo a tiempo. La columna de fuego que salió disparada de los brazos extendidos del hechicero convirtió en una masa negra y humeante el sitio del que acababan de saltar. El brujo se limpió la cara de tizne y de restos de cejas chamuscadas. Vio a Vilgefortz extender un brazo. Se tiró en plancha hacia un lado, cayendo al suelo, detrás de la base de una columna. El estruendo fue tan descomunal que sintió una punzada en los oídos, y temblaron los cimientos del castillo.

El estrépito se extendió por todo el castillo, los muros se estremecieron, tintinearon los candelabros. Un gran retrato al óleo con el marco bañado en oro retumbó en su caída.

Los mercenarios que llegaban corriendo desde el vestíbulo traían el espanto pintado en la cara. Stefan Skellen les aplacó con una mirada amenazante, y les llamó al orden con su aplomo y su voz marciales.

– ¿Qué pasa ahí? ¡Decid!

– Mi coronel… -dijo uno, con la voz enronquecida-. ¡Espantoso es esto! Son demonios, diablos… No fallan una con el arco… Y con la espada acogota el verlos… Es una muerte segura… ¡Carnicería toda! Perdimos a diez hombres… Puede que más… Y eso… ¿Oís?

Se repitió el estruendo, el castillo volvió a temblar.

– Magia -dijo Skellen entre dientes-. Vilgefortz… Bueno, espéremos. Ahora veremos quién puede con quién.

Se acercó otro soldado. Estaba pálido y cubierto de restos de cal. Estuvo un buen rato sin poder articular palabra. Cuando por fin se lanzó a hablar, no era capaz de controlar las manos y la voz le temblaba.

– Allí… Allí… Un monstruo… Mi coronel… Es como un gran bicho negro… Vile cómo arrancaba la cabeza a varios hombres… ¡La sangre corría a chorros! Y él venga a silbar y a reírse… ¡Y qué dientes más largos!

– No levantamos cabeza… -susurró alguien a espaldas de Antillo.

– Mi coronel -se decidió a intervenir Boreas Mun-, fantasmas son. He visto… al joven conde Cahir aep Ceallach. Y él ya no vive.

Skellen lo miró fijamente, pero no dijo nada.

– Don Stefan… -balbuceó Dacre Silifant-. ¿Con quién nos toca combatir?

– No son hombres -dijo gimoteando uno de los mercenarios-. ¡Jorguines es lo que son, y demonios del infierno! Fuerza humana no habrá que pueda hacerles frente…

Antillo se cruzó de brazos, paseó por los mercenarios una mirada resuelta y autoritaria.

– En tal caso -proclamó con voz fuerte y clara-, ¡no vamos a entrometernos en un conflicto entre fuerzas infernales! Que los demonios luchen con los demonios, los hechiceros con los hechiceros y los vampiros con los fiambres salidos de sus tumbas. ¡No les vamos a molestar! Nos quedaremos aquí tranquilamente, esperando el resultado del combate.

Las caras de los mercenarios resplandecieron. El ánimo creció de manera palpable.

– Esas escaleras -dijo Skellen con voz potente- son la única vía de salida. Vamos a esperar aquí. Veremos quién prueba a bajar por ellas.

Un ruido aterrador venía de lo alto. Pudo oírse cómo se esparcía el estucado de la bóveda. Apestaba a azufre y a chamusquina.

– ¡Esto está muy oscuro! -gritó Antillo, bien alto y bien claro, para dar ánimos a sus tropas-. ¡Venga, prended cualquier cosa! ¡Teas, antorchas! Tenemos que ver bien quién aparece por esas escaleras. ¡Echad combustible en esos cestones de hierro!

– ¿Qué combustible, señor?

Skellen, sin palabras, indicó cuál.

– ¿Cuadros? -preguntó receloso unos de los mercenarios-. ¿Pinturas?

– Así es -bufó Antillo-. ¿Qué miráis? ¡El arte ha muerto!

Hicieron astillas los marcos. Los cuadros, jirones. La madera bien seca y el lienzo impregnado de aceite prendieron enseguida, revivieron en llamas brillantes.

Boreas Mun observaba. Ya estaba totalmente decidido.


*****

Un ruido atronador, un fogonazo y, justo después de saltar, se hundió la columna tras la que se encontraban. El fuste se partió, el capitel de acanto se estampó contra el suelo, aplastando un mosaico de terracota. Un rayo globular voló hacia ellos con un silbido. Yennefer lo paró, profiriendo un conjuro y gesticulando.

Vilgefortz se les acercó, su capa se agitaba como las alas de un dragón.

– De Yennefer no me extraña -dijo, según se acercaba-. Es mujer y, por tanto, es una criatura menos evolucionada, dominada por su desorden hormonal. Pero tú, Geralt, no sólo eres un hombre, juicioso por naturaleza, sino además un mutante, inmune a las emociones.

Hizo una señal con la mano. Un ruido atronador, un fogonazo. El rayo rebotó en el escudo formado por el sortilegio de Yennefer.

– Pero, a pesar de tu buen juicio -siguió diciendo Vilgefortz, pasándose el fuego de una mano a la otra-, en una cosa demuestras una asombrosa y nada sabia coherencia: te empeñas invariablemente en remar a contracorriente y en mear con el viento de cara. Eso tenía que acabar mal. Debes saber que hoy, en el castillo de Stygga, te has puesto a mear contra un huracán.


*****

En alguno de los pisos inferiores el combate estaba en pleno apogeo, había gritos espantosos, lamentos, aullidos de dolor. Algo ardía por allí, Ciri venteó el humo y el olor a quemado y detectó un soplo de aire cálido.

Se oyó un estruendo tan tremendo que las columnas que sostenían la bóveda empezaron a temblar y cayó la cal de las paredes.

Ciri se asomó desde una esquina con mucha precaución. El pasillo estaba vacío. Lo recorrió deprisa y en silencio, flanqueada a ambos lados por las estatuas colocadas en las hornacinas. Ya había visto antes esas estatuas.

En sueños.

Salió del pasillo. Y se topó de frente con un individuo armado con una lanza. Se paró en seco, lista para los saltos y los quiebros. Pero de pronto cayó en la cuenta de que no se trataba de un hombre, sino de una mujer de pelo gris, flaca y encorvada. Y de que no llevaba una lanza, sino una escoba.

– Hay una prisionera por aquí cerca -dijo Ciri, después de carraspear-, una hechicera de pelo negro. ¿Dónde está?

La mujer de la escoba estuvo mucho tiempo callada, moviéndola como si estuviera masticando algo.

– ¿Cómo quieres que lo sepa, palomita mía? -farfulló al fin-. Yo aquí lo único que hago es limpiar… No más eso, venga a limpiar y a limpiar lo que otros enmierdan -repitió, sin dignarse mirar a Ciri-. Y ellos, dale que te pego, poniéndolo todo perdido.

Ciri se fijó en la zigzagueante línea de sangre que había en el suelo. Se extendía varios pasos y acababa en un cadáver contraído que estaba apoyado en la pared. Había otros dos cuerpos un poco más allá, uno hecho un ovillo, otro con los brazos abiertos en postura muy poco airosa. Al lado de cada uno de ellos había una ballesta tirada en el suelo.

– Siempre están ensuciando. -La mujer cogió el cubo y el trapo, se puso de rodillas y empezó a fregar-. Siempre ensuciando, ensuciando, todo el santo día ensuciando. Y tú venga a limpiar y a limpiar. ¿Es que esto nunca va a tener fin?

– No -dijo Ciri lacónicamente-. Nunca. Así es este mundo.

La mujer dejó de fregar. Pero no levantó la cabeza.

– Yo limpio -dijo-. Y na más. Pero a ti, palomita, te diré que has de seguir recto, y aluego a la izquierda.

– Gracias.

La mujer bajó un poco más la cabeza y se puso otra vez a fregotear.


*****

Estaba sola. Sola y extraviada en aquel laberinto de pasillos.

– ¡Doña Yenneeefeeer!

Hasta entonces había guardado silencio, temiendo que los hombres de Vilgefortz le estuvieran pisando los talones. Pero ahora…

– ¡Yenneeefeeer!

Le dio la sensación de que había oído algo. ¡Sí, sí, seguro!

Llegó corriendo a la galería, y de ahí pasó al gran vestíbulo, entre los esbeltos pilares. Volvió a notar aquel olor a chamusquina.

Bonhart, como un fantasma, salió de una hornacina y le dio un puñetazo en la cara. Ciri se tambaleó, y él saltó encima de ella como un gavilán, la agarró del cuello y la aplastó contra la pared con el antebrazo. Ciri se fijó en sus ojos de pez, y notó como el alma se le caía a los pies.

– No te habría encontrado si no hubieras llamado -dijo Bonhart con voz ronca-. Pero has llamado, ¡encima me echabas de menos! ¿Hasta tal punto me deseas? ¿Amorcito?

Sin dejar de arrinconarla contra el muro, le introdujo una mano en el pelo, en la nuca. Ciri sacudió con fuerza la cabeza. El cazador enseñaba los dientes. Le pasó la mano por el brazo, le estrujó un pecho, la agarró brutalmente del culo. Después la soltó, la empujó con fuerza, haciéndola resbalar por la pared.

Y le arrojó la espada a los pies. Su Golondrina. Y Ciri comprendió al instante qué pretendía.

– Mejor habría sido en la arena -dijo, arrastrando las palabras-. Como culminación, como remate de una serie de bellos espectáculos. ¡La pequeña bruja contra Leo Bonhart! ¡Uy, la gente habría pagado por verlo! ¡Muévete! Coge el yerro y sácalo de su funda.

Obedeció. Pero no sacó la hoja de la funda, se limitó a colgarse el cinto al hombro, para tener la empuñadura al alcance de la mano.

Bonhart dio un paso atrás.

– Llegué a pensar -dijo- que me conformaría con recrearme en la visión del tratamiento que te tenía preparado Vilgefortz. Pero andaba equivocado. Necesito sentir cómo tu vida fluye por la hoja de mi espada. Me cago en todos los hechiceros y en sus hechicerías, en el destino, en las profecías, en la suerte del mundo, me cago en la antigua sangre y en la joven sangre. ¿Qué significan para mí todos esos agüeros y sortilegios? ¿Qué voy a sacar de ellos? ¡Nada! Nada que se pueda comparar con el placer de… -Se interrumpió. Ciri vio cómo apretaba los labios, con cuánto odio le brillaban los ojos-. Te voy a sacar la sangre de las venas, pequeña bruja -dijo siseando-. Y después, antes de que te enfríes del todo, celebraremos nuestras bodas. Eres mía. Y morirás siendo mía. Desenfunda.

Se oyó un ruido lejano. El castillo retembló.

– Vilgefortz -explicó Bonhart, con el rostro impávido- está haciendo picadillo a los otros hechiceros que han venido a salvarte. Vamos, muchacha, desenvaina tu espada.

Pensó en huir, en escapar a tanta angustia, huir a otros lugares, a otros tiempos, los que fueran, con tal de alejarse de allí. Sintió vergüenza: ¿cómo iba a escapar? ¿Dejando a Yennefer y a Geralt a merced de esa gente? Pero la razón le sugería: muerta no les iba a servir de mucha ayuda…

Se concentró, apretándose las sienes con los puños. Bonhart comprendió de inmediato qué era lo que se proponía y se lanzó a por ella.

Demasiado tarde. A Ciri le zumbaron los oídos, hubo un destello. Lo has conseguido, pensó Ciri, triunfal.

No tardó en darse cuenta de lo prematura que había sido aquella sensación de triunfo. Le bastó con oír el griterío furibundo y las maldiciones. Quizá el aura maligna, hostil y paralizante de aquel lugar tuviera la culpa del fiasco. No había ido muy lejos. No muy lejos de Bonhart. Aún estaba al alcance de su vista, en el extremo opuesto de la calería. Pero fuera del alcance de su brazo y de su espada. Al menos, de momento.

Acosada por sus bramidos, Ciri se dio la vuelta y echó a correr.


*****

Recorrió a la carrera un largo y ancho pasillo, seguida por las miradas muertas de las canéforas de alabastro que sustentaban los arcos. Torció una vez, y luego otra. Quería confundir y despistar a Bonhart, sin dejar de orientarse hacia el fragor del combate. Donde había batalla, tenían que estar sus amigos.

Fue a parar a una estancia amplia y circular, en medio de la cual, sobre un pedestal de mármol, había una escultura que representaba a una mujer con el rostro cubierto, seguramente alguna diosa. De esa estancia partían dos corredores, ambos bastante angostos. Escogió uno al azar. Naturalmente, se equivocó en su elección.

– ¡La moza! -rugió uno de los esbirros-. ¡Ya es nuestra!

Eran demasiados para arriesgarse a luchar, incluso en aquel pasillo estrecho. Y Bonhart no debía de andar muy lejos. Ciri se giró y se dio a la fuga. Volvió a la sala de la diosa de mármol. Y se quedó petrificada.

Delante de ella había un caballero con una gran espada, que llevaba una capa negra y un casco adornado con las alas de un ave rapaz.

La ciudad ardía. Se oía el silbido del fuego, se veía la ondulación de las llamas, se sentía el calor del incendio. Los relinchos de los caballos, los alaridos de las víctimas la aturdían… De pronto, apareció un ave negra batiendo sus alas, cubriéndolo todo… ¡Socorro!

Cintra, pensó, volviendo en sí. La isla de Thanedd. Me ha venido siguiendo hasta aquí. Es un demonio. Me acorralan los demonios, los frutos de mis pesadillas. Detrás tengo a Bonhart, y delante a éste.

Oía los gritos y las pisadas de los soldados acercándose.

De pronto, el caballero del casco con las alas dio un paso al frente, estaba muerta de miedo. Rápidamente sacó a Golondrina de la funda.

– ¡No te acerques!

El caballero avanzó otro paso, y Ciri vio con asombro que tras su capa se ocultaba una rubia doncella armada con un sable curvo. La joven saltó como un lince, evitando a Ciri, y derribó de un golpe a uno de los enemigos. Y el caballero negro, oh prodigio, en vez de atacarla, acabó con otro esbirro de un potente tajo. Los demás se retiraron por el pasillo.

La doncella rubia se lanzó hacia la puerta, pero no consiguió cerrarla. Aunque blandía el sable y chillaba de forma amenazante, los soldados la hicieron retirarse del portal. Ciri advirtió cómo uno de ellos la pinchaba con una lanza, y vio a la joven caer de rodillas. Se lanzó al ataque, acuchillando con todas sus fuerzas con Golondrina, mientras el caballero negro llegaba por el otro lado, tajando con otra espada de un modo aterrador. La chica rubia, aún de rodillas, cogió una hachuela que llevaba al cinto y se la arrojó a uno de los rufianes, acertándole en plena cara. Después alcanzó la puerta, la cerró de golpe y el caballero echó el cerrojo.

– ¡Uf! -dijo la joven-. ¡Roble y hierro! Les llevará un buen rato derribarla.

– No creo que pierdan el tiempo, buscarán otro camino -juzgó con sensatez el caballero negro.

De pronto, se puso muy serio, viendo la pernera de la muchacha empapada de sangre. Ella hizo un gesto con la mano, dando a entender que no era nada.

– Hay que salir de aquí. -El caballero se quitó el casco, miró a Ciri-. Soy Cahir Mawr Dyffryn, hijo de Ceallach. He venido con Geralt. A salvarte a ti, Ciri. Ya sé que resulta inverosímil.

– Cosas más inverosímiles he visto -murmuró Ciri-. Has recorrido un largo camino… Cahir… ¿Dónde está Geralt?

La miró atentamente. Recordaba sus ojos de Thanedd. De color azul oscuro y suaves como terciopelo. Bonitos.

– Ha ido a salvar a la hechicera -respondió-. A esa…

– Yennefer. Vamos.

– ¡Eso es! -dijo la rubia, haciéndose una cura provisional en el muslo-. Aún habrá que patear unos cuantos culos. ¡A por la tía!

– Vamos -repitió el caballero.

Pero era demasiado tarde.

– Escapad -susurró Ciri, viendo quién se acercaba por el pasillo-. Es el diablo en persona. Pero sólo me quiere a mí. A vosotros no os va a perseguir… Corred… Ayudad a Geralt…

Cahir negó con la cabeza.

– Ciri -dijo suavemente-. Me asombra lo que has dicho. He venido desde el fin del mundo para dar contigo, salvarte y defenderte. ¿Y pretendes que ahora salga corriendo?

– No sabes con quién te las vas a ver.

Cahir se subió los guantes, se despojó de la capa, enrollándosela alrededor del brazo izquierdo. Agitó la espada, la hizo dar vueltas hasta que empezó a zumbar.

– Ahora mismo lo sabré.

Bonhart, al descubrir al trío, se detuvo. Pero sólo un instante.

– ¡Aja! -dijo-. ¿Han llegado los refuerzos? ¿Son compañeros tuyos, pequeña bruja? Muy bien. Dos más o dos menos, es igual.

De pronto Ciri tuvo una revelación.

– |Despídete de la vida, Bonhart! -gritó-. ¡Hasta aquí has llegado! ¡Te has encontrado con la horma de tu zapato!

Sin duda, exageraba. Bonhart captó una nota falsa en su voz. Se miró receloso.

– ¿Tú eres brujo? ¿De cierto?

Cahir hizo girar su espada, sin moverse del sitio. Bonhart ni se inmutó.

– Vaya, vaya, la hechicera gusta de más jóvenes de lo que yo creyera -susurró-. Mira esto, bravucón. -Se abrió la camisa. En su puño brillaban unos medallones de plata. Un gato, un grifo y un lobo-. Si de verdad eres brujo -le rechinaron los dientes-, habrás de saber que tu particular amuleto de curandero pronto se ajuntará a mi colecta. Y, en no siendo brujo, serás un cadáver antes de que te dé tiempo pestañear. Más sensato sería, en tal caso, que te apartaras de mi camino y pusieras tierra por medio. A quien quiero es a esa moza, nada contra ti tengo.

– De boquilla eres muy valiente -aseguró tranquilamente Cahir, haciendo molinetes con su espada-. Ahora comprobaremos si no sólo de boquilla. Angouléme, Ciri. ¡Huid!

– Cahir…

– Corred -se corrigió- a ayudar a Geralt.

Salieron corriendo. Ciri ayudaba a Angouléme, que cojeaba un poco.

– Tú lo has querido. -Bonhart parpadeó con sus pálidos ojos y avanzó, haciendo girar su espada.

– ¿Que yo lo he querido? -replicó sordamente Cahir Mawr Dyffryn ucp Ceallach-. No. ¡Lo quiere el destino!

Se juntaron de un salto, rápidamente chocaron sus espadas, les envolvió el salvaje centelleo de las hojas. Los chasquidos del hierro inundaban el corredor. La estatua de mármol parecía temblar y mecerse a su compás.

– Malo no eres -dijo Bonhart con voz enronquecida cuando se separaron-. Malo no eres, mozalbete. Mas de brujo no tienes nada, esa pequeña víbora me ha engañado. Ya te toca. Prepárate para morir.

– Se te va la fuerza por la boca.

Cahir respiró hondo. Se había dado cuenta, al combatir, que prácticamente no tenía nada que hacer contra aquel tipo de ojos de pez. Era demasiado rápido y demasiado fuerte para él. Su única oportunidad consistía en que, en su afán de ir detrás de Ciri, acabara precipitándose. Y era evidente que se estaba poniendo nervioso.

Bonhart lanzó un nuevo ataque. Cahir detuvo el golpe, se flexionó, saltó, cogió a su rival por el cinto, lo empujó contra la pared, le dio un rodillazo en el perineo. Bonhart le agarró la cara, le golpeó fuerte en un lado de la cabeza con el pomo de la espada. Una vez, dos veces, tres. El tercer golpe hizo retroceder a Cahir. Vio centellear la hoja. Hizo un movimiento reflejo para defenderse.

Demasiado lento.


*****

Una tradición celosamente observada por el clan de los Dyffryn consistía en que todos los hombres del mismo velaran en silencio, día y noche, el cuerpo de un pariente muerto, instalado en la armería de palacio. Las mujeres -reunidas en un ala distante del edificio, para evitar molestar a los varones, distraer su atención o turbar sus reflexiones- plañían, sufrían crisis histéricas y se desmayaban. Cuando volvían en sí, empezaban de nuevo los plañidos y los espasmos. Y da capo.

Entre la nobleza de Vicovaro, los espasmos y las lágrimas no estaban muy bien vistos ni siquiera entre las mujeres. Se consideraban una falta de tacto y un gran deshonor. Pero entre los Dyffryn ésa y no otra era la tradición y nadie la había cambiado. Ni tenía intención de hacerlo.

A sus diez años, el joven Cahir, hermano menor del difunto Aillil, muerto en Nazair y yacente en aquellos momentos en la armería de palacio, no era aún, de acuerdo con la costumbre y la tradición, un hombre. No le permitieron sumarse al grupo de varones reunidos en torno al ataúd abierto, no le autorizaron a estar allí en silencio, en compañía de Gruffyd, su abuelo, Ceallach, su padre, Dheran, su hermano, y toda la multitud de tíos paternos, de tíos maternos y de primos. Como es comprensible, tampoco le dejaron llorar y desmayarse en compañía de su abuela, su madre, sus tres hermanas y toda la multitud de tías paternas, de tías maternas y de primas. Junto con los demás parientes de corta edad, llegados a Darn Dyffr para las exequias, el sepelio y los funerales, Cahir se dedicó a hacer chiquilladas y travesuras por las murallas. Y se dio de puñetazos con los que decían que los más valientes entre los valientes que estaban combatiendo en Nazair eran sus propios padres y sus hermanos mayores, en vez de Aillil aep Ceallach.

– ¡Cahir! ¡Ven aquí, hijo mío!

En la galería le esperaba Mawr, la madre de Cahir, junto con su hermana, la tía Cinead var Anahid. La madre tenía la cara enrojecida e hinchada de tanto llorar, tanto que Cahir se asustó. Le impresiono que una mujer tan guapa como su madre pudiera llegar a parecer un monstruo por culpa del llanto. Hizo el firme propósito de no llorar nunca, nunca jamás.

– Recuerda, hijo mío -dijo Mawr entre sollozos, apretando a su hijo contra su seno con tanta fuerza que le impedía respirar-. Recuerda este día. Nunca te olvides de quiénes le quitaron la vida a tu querido hermano Aillil. Fueron esos malditos norteños. Tus enemigos, hijo mío. No dejes de odiarlos. ¡Nunca dejes de odiar a esa maldita nación de asesinos!

– Siempre los odiaré, madre mía -le prometió Cahir, un tanto sorprendido. En primer lugar, su hermano Aillil había caído en combate, con honor. Había sido la suya una muerte envidiable, digna de alabanza, en un guerrero. ¿Por qué, pues, derramar lágrimas por él? En segundo lugar, no era ningún secreto que la abuela Eviva, la madre de Mawr una norteña. Más de una vez, cuando estaba enfadado, a su padre había dado por llamar a la abuela «loba del norte». Naturalmente, a sus espaldas.

Pero, bueno, si su madre se lo mandaba…

– Los pienso odiar -dijo con entusiasmo-. ¡Ya los odio! Y, cuando sea mayor y tenga una espada de verdad, ¡iré a la guerra y les cortaré la cabeza! ¡Ya lo verás, madre!

La madre respiró hondo y sufrió un espasmo. La tía Cinead la sujetó.

Cahir apretó los puños y tembló de odio. De odio a aquéllos que habían maltratado a su madre, haciendo que se pusiera tan fea.


*****

El golpe de Bonhart le destrozó la sien, la mejilla y la boca. Cahir soltó la espada y se tambaleó, y el cazador, a la media vuelta, le dio un tajo entre el cuello y la clavícula. Cahir cayó al pie de la diosa de mármol, su sangre, como un sacrificio pagano, roció el pedestal.


*****

Un ruido atronador, el suelo tembló bajo sus pies, el escudo de la panoplia de la pared cayó con estrépito. Un humo corrosivo flotaba y se arrastraba por el corredor. Ciri se limpió la cara. La muchacha rubia que marchaba apoyándose en ella, le pesaba como una piedra de molino.

– Más deprisa… Hay que ir más deprisa…

– Yo no puedo ir más deprisa -dijo la chica. Y de repente se dejó caer al suelo. Ciri contempló horrorizada cómo debajo de ella, debajo de su pernera empapada, empezaba a formarse y a crecer un charco

Estaba pálida como un cadáver.

Ciri se puso de rodillas a su lado, le quitó un pañuelo, después el cinturón, trató de hacerle un torniquete. Pero la herida era demasiado grande. Y estaba muy cerca de la ingle. La sangre no cesaba de brotar.

La chica le cogió una mano. Tenía los dedos helados.

– Ciri…

– Sí.

– Yo soy Angouléme. Nunca creí… Nunca creí que fuéramos a dar contigo. Pero seguí a Geralt. Porque es imposible no seguirle. ¿Sabes?

– Ya lo sé. Él es así.

– Te hemos encontrado. Y te hemos salvado. Y eso que la Fringilla se burlaba de nosotros… Dime una cosa…

– No hables. Por favor.

– Dime… -Angouléme movía los labios cada vez más despacio, y cada vez le costaba más-. Dime, porque tú eres reina… de Cintra… Nos darás de tu favor, ¿a que sí? ¿Me nombrarás… condesa? Dime. Pero no mientas. ¿Podrás? ¡Dímelo!

– No digas nada. No malgastes las fuerzas.

Angouléme suspiró, de pronto se inclinó hacia delante y apoyó la frente en el hombro de Ciri.

– Ya sabía yo… -dijo con toda claridad-. Qué putada, ya sabía yo que lo del burdel en Toussaint era la mejor idea que había tenido nunca.

Pasó un rato muy, muy largo antes de que Ciri cayera en la cuenta de que tenía entre sus brazos a una muchacha muerta.


*****

Lo vio acercarse, acompañado por las miradas muertas de las canéforas de alabastro que sustentaban las arcadas. Y de repente comprendió que la huida era imposible, que no había forma de escapar de él. Que no tendría más remedio que hacerle frente. Era consciente de eso.

Pero seguía teniéndole mucho miedo.

Desenvainó su arma. El filo de Golondrina entonó un canto silencioso. Conocía ese canto.

Se retiró por un ancho pasillo, y él fue tras ella, sujetando la espada con las dos manos. La sangre resbalaba por la hoja, caía en gruesas gotas desde la guarda.

– Un cadáver -comentó, al pasar por encima del cuerpo de Angouléme-. Bien está. Ese mochuelo también mordió el polvo.

Ciri sintió cómo la embargaba la desesperación. Cómo los dedos se aferraban a la empuñadura hasta hacerse daño. Retrocedió.

– Me has engañado -rezongaba Bonhart mientras la seguía-. El mochuelo no tenía ningún medallón. Mas algo me dice que en este castillo hay quien sí lo lleva. Y este viejo Leo Bonhart se juega la testa a que ese alguien anda cerca de la hechicera Yennefer. Pero lo primero es lo primero, víbora. Y, antes que nadie, estamos nosotros. Tú y yo. Y nuestras bodas.

Ciri ya estaba orientada. Después de trazar un breve arco con Golondrina, cogió una postura. Empezó a moverse a lo largo de un semicírculo, cada vez más deprisa, obligando al cazador a dar vueltas en el litio.

– La última vez -refunfuñó- no te sirvió de mucho esta artimaña. Qué pasa? ¿Que capaz no eres de aprender de tus errores?

Ciri aceleró el paso. Con movimientos fluidos y suaves de la hoja tentaba y desorientaba, tentaba e hipnotizaba. Bonhart hizo girar su espada en un silbante molinete.

– Esto no va conmigo -gruñó-. ¡Y me aburre!

Acortó la distancia con dos rápidos pasos.

– ¡Música, maestro!

Bonhart saltó, lanzó un profundo ataque, Ciri se revolvió con una pirueta, se alzó, aterrizó muy segura sobre su pierna izquierda, acometió a la primera, sin coger una postura. Antes incluso de que la hoja resonara con la parada de Bonhart, ella ya estaba girando alrededor de él, penetrando fácilmente bajo los silbantes tajos. Ciri volvió a embestir en corto, flexionando el codo de un modo poco natural, pero muy sorprendente. Bonhart lo detuvo, aprovechó el ímpetu de la parada para lanzar de inmediato un tajo desde la izquierda. Ciri se lo veía venir, le bastó con una ligera flexión de las rodillas y una oscilación del tronco para esquivar la hoja, aunque faltó mucho menos de una pulgada. Rápidamente pasó al ataque, tajando en corto. Pero Bonhart esta vez la estaba esperando y la engañó con una finta. Al no encontrarse con su parada, Ciri estuvo a punto de perder el equilibrio, sólo se salvó con un salto relampagueante, pero no evitó que la espada de Bonhart la alcanzara cerca del hombro. Al principio pensó que el filo sólo había penetrado en la manga guateada, pero enseguida notó en la axila y en el brazo un líquido tibio.

Las canéforas de alabastro les observaban con ojos indiferentes. Ciri emprendió la retirada, pero él fue tras ella, encorvado, segando con amplios movimientos de su espada. Como la muerte huesuda que Ciri había visto en las pinturas del templo. La danza de los esqueletos, pensó. Se acerca la muerte con su guadaña.

Seguía retirándose. El líquido tibio le bajaba ya por el antebrazo hasta la mano.

– La primera sangre, para mí -dijo Bonhart, viendo las huellas estrelladas de las gotas caídas en el suelo-. ¿Para quién será la segunda? ¿Qué dice mi desposada?

Ciri seguía retirándose.

– Fíjate bien. Es el final.

Bonhart tenia razón. El pasillo terminaba de repente sobre un abismo. Al fondo sólo se veían las tablas polvorientas, sucias y medio deshechas del entarimado de la planta inferior. Aquella parte del castillo estaba en ruinas, y no había suelos. Sólo quedaba el esqueleto de la construcción: pilares, caballetes y el entramado de vigas que unía todo aquello.

No lo dudó mucho. Saltó a una viga y en ella prosiguió su retirada, sin apartar la vista de Bonhart, pendiente de todos sus movimientos. Eso la salvó. Porque de pronto él se lanzó sobre Cirí, corriendo a lo largo de la viga, lanzando contundentes cortes cruzados, haciendo girar la espada en fintas fulgurantes. Ella sabía cuál era su intención. Una parada torpe o un error en una finta la habrían hecho perder el equilibrio, y entonces se habría precipitado al vacío desde la viga, hasta el deteriorado suelo del piso inferior.

Esta vez Ciri no se dejó engañar por sus fintas. Todo lo contrario. Se hurtó hábilmente a sus embestidas y, a su vez, insinuó un tajo desde la derecha. Al ver titubear a su rival por una fracción de segundo, descargó un nuevo golpe a diestra, tan rápido y enérgico que Bonhart, después de pararlo, se tambaleó. Y habría caído de no ser por su estatura. Estirando el brazo izquierdo pudo sujetarse de un caballete, manteniendo así el equilibrio. Pero perdió fugazmente la concentración. Y eso le bastó a Ciri. Le lanzó una potente estocada, tensando al máximo el brazo y la espada.

No pestañeó cuando la hoja de Golondrina, con un silbido, le hizo un tajo desde el pecho hasta el hombro izquierdo. Contraatacó de inmediato con tanta fuerza que, de no haber saltado Ciri hacia atrás, el golpe la habría partido por la mitad. Fue a parar a la viga más próxima, cayendo con la rodilla flexionada, con la espada en horizontal por encima de la cabeza.

Bonhart se miró el brazo, levantó la mano izquierda, surcada ya por un dibujo de culebrillas de color carmín. Observó las gruesas gotas que caían al suelo, al abismo.

– Vaya, vaya -dijo-. Veo que sí eres capaz de aprender de tus errores.

Su voz temblaba de rabia. Pero Ciri le conocía demasiado bien. Estaba sereno, concentrado, listo para matar.

Saltó a la viga de Ciri, segando con la espada, se abalanzó sobre ella como una tempestad, dando pasos firmes, sin vacilar, sin mirar siquiera dónde pisaba. La viga crujía, soltaba polvo y carcoma.

La presionó a base de golpes cruzados. La obligaba a andar para atrás. Sus ataques eran tan continuos que Ciri no podía intentar un salto o una pirueta, tenía que limitarse a parar sus golpes y a esquivarlos.

Advirtió un brillo en sus ojos de pez. Sabía de qué se trataba. Estaba intentando arrinconarla contra un pilar, empujándola hacia una cruceta bajo un caballete. Empujándola hacia un punto del que ya no había escapatoria.

Tenía que hacer algo. Súbitamente supo qué.

Kaer Morhen. El péndulo.

Te alejas tú del péndulo, y absorbes su ímpetu, su energía. Absorbes el ímpetu al alejarte de él. ¿Lo has entendido?

Sí, Geralt.

De improviso, veloz como una víbora al ataque, pasó de parar el golpe a devolverlo. La hoja de Golondrina gimió al chocar contra el filo de Bonhart. En ese mismo instante Ciri se impulsó hacia atrás, saltando a la viga vecina. Al caer, conservó de milagro el equilibrio. Dio unos pasos rápidos y saltó una vez más, de vuelta a la viga de Bonhart. A su espalda. Él se volvió justo a tiempo y ejecutó un amplio corte, prácticamente a ciegas, allí donde suponía que Ciri habría ido a parar. Falló por un pelo, la fuerza del golpe le desequilibró. Ciri atacó como un rayo. Le tajó en el salto, y cayó flexionando las rodillas. Fue un tajo poderoso y certero.

Y se quedó inmóvil, con la espada extendida hacia un lado. Mirando tranquilamente cómo el largo, oblicuo y liso corte en el caftán de Bonhart empezaba a llenarse y a cuajarse de una espesa sustancia roja.

– Tú… -Bonhart se tambaleaba-. Tú…

Se abalanzó sobre ella. Ahora estaba torpe y lento. Ciri lo evitó con un salto hacia atrás, y él perdió el equilibrio. Cayó sobre una rodilla, pero la rodilla se le salió de la viga. Y la madera estaba ya húmeda y resbaladiza. Miró a Ciri un segundo. Después cayó al vacío.

Ciri lo vio precipitarse sobre el entarimado, levantando un geiser de polvo, de cal y de sangre. Vio cómo su espada volaba para ir a caer a unos cuantos pasos de él. Quedó tendido, inmóvil, con los brazos abiertos, alto, delgado. Malherido y totalmente indefenso. Pero igual de temible que antes.

Tardó mucho en hacerlo, pero al final dio señales de vida. Intentó alzar la cabeza. Movió los brazos. Movió las piernas. Consiguió llegar hasta un pilar, apoyó la espalda en él. Volvió a gemir, tentándose con las dos manos el pecho ensangrentado y el vientre.

Ciri descendió de un salto. Cayó a su lado, flexionando las rodillas. Con la suavidad de un gato. Vio cómo sus ojos de pez se dilataban aterrorizados.

– Venciste… -dijo con voz enronquecida, con la mirada puesta en el filo de Golondrina-. Venciste, pequeña bruja. Lástima que no haya sido en la arena… Habría sido todo un espectáculo…

Ciri no respondió.

– Yo te di esta espada, ¿te acuerdas?

– Yo me acuerdo de todo.

– Puede que a mí… -Gimió-. Puede que a mí no me degüelles, ¿no? Tú no lo harás… No vas a rematar a un hombre caído e indefenso… Te conozco muy bien, Ciri. Eres… demasiado noble para hacerlo.

Ciri lo estuvo observando bastante tiempo. Mucho tiempo. Después se agachó. Los ojos de Bonhart se dilataron aún más. Pero ella se limitó a arrancarle los medallones que llevaba colgados al cuello: el lobo, el gato y el grifo. Después se dio la vuelta y se dirigió hacia la salida.

Bonhart fue tras ella con un cuchillo, atacándola a traición, alevosamente. Silencioso como un murciélago. Sólo en el último momento, cuando el estilete ya estaba listo para hundirse en su espalda hasta el puño, dio un alarido, descargando en aquel grito todo su odio.

Evitó su cobarde acometida dando media vuelta rápida y apartándose de un salto. Inmediatamente se revolvió y le asestó un tajo, amplio y contundente, con todo el brazo, reforzando la energía del golpe con una torsión de cadera. Golondrina silbó y cortó, cortó con el extremo de su hoja. Siseó y chascó, Bonhart se llevó la mano al cuello. Sus ojos de pez se le salían de las órbitas.

– Te había dicho -comentó Ciri con frialdad- que yo me acuerdo de todo.

Bonhart desencajó aún más los ojos. Y después se derrumbó. Se inclinó y cayó de espaldas, levantando el polvo. Y así se quedó, alto, flaco como la muerte, tendido en aquel suelo sucio, entre tablones rotos. No dejaba de sujetarse la garganta, convulsivamente, con todas sus fuerzas. Pero, por más que intentaba retenerla, la vida se le escapaba presurosa entre los dedos, formando alrededor de su cabeza una gran aureola negra.

Ciri se quedó junto a él. Sin decir nada. Pero procurando que la viera. Para que fuera su imagen, su sola imagen, la que le acompañara allí donde iba.

Bonhart la miraba con una mirada turbia y perdida. Tembló de forma convulsiva, hizo crujir las tablas del suelo con sus talones. Después gorgoteó como un embudo cuando acaba de salir todo el líquido.

Y ése fue el último sonido que dejó escapar.


*****

Una explosión, las vidrieras tintinearon y estallaron con un gran estrépito.

– ¡Cuidado, Geralt!

Saltaron, justo a tiempo. Un rayo cegador abrió un surco en el suelo, fragmentos de terracota y afilados trozos de mosaico retumbaron en el aire. El segundo rayo acertó en la columna que protegía al brujo. La columna se partió en tres pedazos. Media arcada se desprendió de la bóveda, cayendo sobre el piso con un bramido ensordecedor. Geralt, tendido en suelo, se cubrió la cabeza con las manos, consciente de que era una protección ridícula ante los cascotes que se le venían encima, cada uno de los cuales pesaba su buena docena de arrobas. Estaba preparado para lo peor, pero lo peor no ocurrió. Se levantó rápidamente, a tiempo de ver el resplandor del escudo mágico, y comprendió que se había salvado gracias a la magia de Yennefer.

Vilgefortz se volvió contra la hechicera y rompió en mil pedazos el pilar que la protegía. Bramó enrabietado, hilvanando una nube de polvo y humo con hilos de fuego. Yennefer pudo saltar, y quiso tomarse la revancha lanzando contra el hechicero su propio rayo, pero Vilgefortz lo rechazó sin esfuerzo y hasta con cierto desdén. Respondió con un nuevo ataque que obligó a Yennefer a aplastarse contra el suelo.

Geralt se dirigió hacia él, limpiándose la cara de restos de cal. Vilgefortz volvió los ojos y le apuntó con el brazo, y una llamarada salió volando con un rugido. El brujo se cubrió instintivamente con la espada. La hoja de los enanos, cubierta de runas, le protegió -¡oh prodigio!- partiendo en dos la lengua de fuego.

– ¡Vaya! -exclamó Vilgefortz-. ¡Impresionante, brujo! ¿Y qué me dices de esto?

El brujo no dijo nada. Voló como si lo hubiera embestido un ariete, cayó al suelo y salió despedido a rastras, hasta que pudo sujetarse a la base de una columna. La columna estalló y saltó hecha pedazos, arrastrando nuevamente en su caída una parte considerable de la bóveda. En esta ocasión Yennefer no fue capaz de proporcionarle una protección mágica. Un gran cascote desprendido de un arco le golpeó en un hombro, derrumbándole. Por unos instantes el dolor le dejó paralizado.

Al tiempo que escandía un sortilegio, Yennefer le arrojaba a Vilgefortz un rayo tras otro. Ninguno dio en el blanco, todos rebotaban impotentes en la esfera mágica que envolvía al hechicero. De improviso Vilgefortz extendió los brazos, los estiró con violencia. Yennefer aulló de dolor y se alzó del suelo, levitando. Vilgefortz retorcía las manos como quien estruja un trapo mojado. La hechicera soltaba penetrantes chillidos. Y empezó a retorcerse.

Geralt se puso en pie impetuosamente, sobreponiéndose al dolor. Pero Regis ya se le había anticipado.

El vampiro surgió volando de la nada como un gigantesco murciélago, y se precipitó sobre Vilgefortz sin hacer ruido. Antes de que el hechicero pudiera protegerse con un conjuro, Regis le atacó con las garras en la cara, y si no le enganchó un ojo fue sólo por lo pequeño que lo teína. Vilgefortz chilló, defendiéndose a base de manotazos. Yennefer, liberada de su hechizo, cayó sobre un montón de escombros con un aullido desgarrador. La sangre le salía a borbotones de la nariz, manchándole la cara y el pecho.

Geralt ya estaba cerca, con la espada en alto, lista para propinar un tajo. Pero Vilgefortz aún no se daba por vencido y no tenía la menor intención de rendirse. Rechazó al brujo con una potente oleada de energía, al vampiro que le estaba atacando le lanzó un cegador rayo blanco que atravesó una columna como una espada caliente cortando mantequilla. Regis evitó el rayo ágilmente, y se materializó en su aspecto humano al lado de Geralt.

– Ten cuidado -dijo el brujo, en tono quejumbroso, tratando de ver qué había sido de Yennefer-. Ten cuidado, Regis…

– ¿Que tenga cuidado? -replicó el vampiro-. ¿Yo? ¡Yo no he venido a eso!

Con un salto inverosímil, fulgurante, digno en verdad de un tigre, se arrojó sobre el hechicero y lo agarró del cuello. Destellaron sus colmillos.

Vilgefortz chilló, aterrado y rabioso. Por un momento pareció que era el fin. Pero no fue más que una ilusión. Disponía en su arsenal de un arma para cada ocasión. Y para cada rival. Incluso para un vampiro.

Las manos de Regis, que le tenían sujeto, se pusieron al rojo como hierro candente. El vampiro dio un grito. También Geralt, al ver que el hechicero estaba desgarrando literalmente a Regis. Corrió en su ayuda, pero no pudo hacer nada. Vilgefortz lanzó al vampiro destrozado contra una columna y, desde cerca, con ambas manos, lo quemó con fuego blanco. Regis gritaba y gritaba, gritaba tan fuerte que el brujo tuvo que taparse los oídos con las manos. Los restos de las vidrieras tintinearon y estallaron con estrépito. Y la columna simplemente se fundió. Y el vampiro se fundió con ella, quedó convertido en un amasijo informe.

Geralt maldijo, y en esa maldición depositó toda su rabia y su desesperación. De un salto se plantó junto a su enemigo, levantó el sihill para asestar un golpe. No llegó a hacerlo. Vilgefortz se volvió y le fulminó con su energía mágica. El brujo voló por todo el vestíbulo y se estampó con ímpetu contra una pared, resbalando después hasta el suelo. Quedó tendido, intentando coger aire como un pez, considerando qué partes de su cuerpo podían estar rotas y cuáles intactas. Vilgefortz se le acercó. En su mano se materializó una barra de hierro de seis pies.

– Podría reducirte a cenizas con un conjuro -dijo-. Podría fundirte hasta volverte una masa vitrea, como acabo de hacer con ese monstruo. Pero tú, brujo, te mereces una muerte distinta. En combate. Tal vez no demasiado leal, pero combate al fin y al cabo.

Geralt no creía que fuera capaz de ponerse de pie. Pero se puso de pie. Escupió sangre de sus labios partidos. Cogió la espada con más fuerza.

– En Thanedd -Vilgefortz se le acercó aún más, hizo un molinete con la barra- me conformé con darte un ligero escarmiento, con moderación, para que te sirviera de lección. Pero, como veo que no has aprendido nada, esta vez la paliza será a conciencia, no voy a dejarte un hueso sano. Y después nadie será capaz de recomponerte.

Le atacó. Geralt no intentó escapar. Aceptó el combate.

La barra destellaba y zumbaba, el hechicero daba vueltas alrededor del brujo, que no paraba de danzar. Geralt esquivaba los golpes y los devolvía, pero Vilgefortz los detenía con destreza. Gemía lastimeramente el acero chocando con el acero.

El hechicero era rápido y ágil como un demonio.

Engañó a Geralt con una torsión del tronco, al tiempo que marcaba un golpe de izquierdas, para atizarle después desde abajo en las costillas. Antes de que el brujo recobrara el equilibrio y el aliento, le dio con tanta fuerza en la espalda que le obligó a hincar la rodilla. Merced a un brinco salvó la cabeza de un mandoble desde arriba, pero no pudo evitar una sacudida en sentido inverso, desde abajo, por encima de la cadera. Vaciló, y se dio con la espalda en la pared. Aún tuvo suficiente presencia de ánimo como para echarse al suelo. Justo a tiempo, porque la barra de hierro pasó rozándole el pelo y chocó contra el muro. Saltaron chispas.

Geralt rodó, la barra sacó chispas del suelo, justo al lado de su cabeza. Un nuevo mandoble le acertó en la paletilla. Sintió una sacudida, un dolor paralizante, una flojera que le bajaba por las piernas. El hechicero levantó la barra. La llama del triunfo ardía en sus ojos.

Geralt apretó en el puño el medallón de Fringilla.

La barra zumbó al caer. Pegó en el suelo, a sólo un pie de la cabeza del brujo. Geralt rodó hacia un lado y rápidamente se apoyó en una rodilla. Vilgefortz le alcanzó de un salto, volvió a descargar un golpe. Nuevamente falló por unas pulgadas. Sacudió la cabeza, sin dar crédito a sus ojos. Tuvo un momento de vacilación.

Suspiró, al comprender de súbito lo que le estaba pasando. Los ojos se le iluminaron. Se echó hacia atrás, para tomar impulso. Demasiado tarde.

Geralt le acuchilló en el vientre. A fondo. Vilgefortz chilló, soltó la barra, dio unos pasos cortos hacia atrás, encogido. El brujo ya estaba a su lado. Lo lanzó de una patada hacia lo que quedaba en pie de una columna. El hechicero se estampó con fuerza contra esos restos, embelleciéndolos con un dibujo ondulante. Dio un grito, cayó de hinojos. Agachó la cabeza, se miró la barriga y el pecho. Estuvo mucho tiempo sin apartar la vista.

Geralt esperaba con calma, en posición, con el sihill preparado para asestar un golpe.

Vilgefortz soltó un alarido sobrecogedor y levantó la cabeza.

– Geraaalt…

El brujo no le permitió acabar.

Durante un largo rato reinó el silencio.

– No sabía yo… -dijo al fin Yennefer, levantándose como pudo del montón de cascotes. Tenía un aspecto lamentable. La sangre que le salía de la nariz le manchaba toda la barbilla y el escote-. No sabía -repitió, al encontrarse con la mirada perpleja de Geralt- que sabías lanzar esos hechizos de ilusionismo. Con cuánta habilidad has engañado a Vilgefortz…

– Ha sido el medallón.

– Aja. -Lo miró recelosa-. Qué curioso. Al final, estamos vivos gracias a Ciri.

– ¿Cómo dices?

– El ojo de Vilgefortz. No había recuperado del todo la coordinación. A veces fallaba. Aunque yo, sobre todo, le debo la vida a… -Se quedó callada, mirando los restos de la columna fundida en la que se podía reconocer el perfil de una persona-. ¿Quién era, Geralt?

– Un camarada. Lo voy a echar mucho de menos.

– ¿Era un ser humano?

– Era la encarnación de la humanidad. ¿Cómo estás, Yen?

– Alguna costilla rota, conmoción cerebral, golpes en la articulación de la cadera y en la columna. Aparte de eso, de maravilla. ¿Y tú?

– Lo mismo, más o menos.

Miró con indiferencia la cabeza de Vilgefortz, caída exactamente en el centro de un mosaico del suelo. El pequeño ojo vidrioso del hechicero apuntaba hacia ellos con un mudo reproche.

– Bonito espectáculo -dijo Yennefer.

– Pues sí -reconoció Geralt al cabo de unos segundos-. Pero no es el primero que veo. ¿Podrás caminar?

– Con tu ayuda, sí.


*****

Y se encontraron los tres en el sitio donde confluían los pasillos, bajo la arcada. Se encontraron bajo las miradas muertas de las canéforas de alabastro.

– Ciri -dijo el brujo. Y se frotó los ojos.

– Ciri -dijo Yennefer, a la que sujetaba el brujo.

– Geralt -dijo Ciri.

– Ciri -respondió, con un nudo en la garganta-. Me alegro de volver a verte.

– Doña Yennefer.

La hechicera se soltó del brazo del brujo y se irguió, haciendo un tremendo esfuerzo.

– Hay que ver qué pinta, chiquilla -dijo con severidad-. ¡Tú mírate! ¡Haz el favor de arreglarte esos pelos! ¡Y no andes así encogida, ven aquí!

Ciri se acercó rígida, como un autómata. Yennefer le colocó y le alisó el cuello, intentó limpiarle la sangre de la manga, que ya estaba seca. Le sacudió un poco el pelo. Le descubrió la cicatriz de la mejilla. La abrazó con fuerza. Geralt vio las manos de Yennefer en la espalda e Ciri. Vio sus dedos deformados. No sintió ira, lástima ni odio. Sólo sintió cansancio. Y un deseo inmenso de que acabara todo aquello.

– Mamá.

– Hijita.

– Vámonos -Geralt se decidió a interrumpirlas. Pero sólo después de un instante muy largo.

Ciri se sorbió los mocos haciendo ruido y se limpió la nariz con el dorso de la mano. Yennefer la regañó con una mirada y se frotó un ojo. Seguramente se le había metido alguna motita de polvo. El brujo estaba pendiente del corredor del que había salido Ciri, por si pudiera aparecer alguien más por ahí. Ciri negó con la cabeza. Geralt comprendió.

– Vámonos de aquí -insistió.

– Sí -dijo Yennefer-. Quiero ver el cielo.

– Nunca más os dejaré -dijo Ciri con la voz apagada-. Nunca más.

– Vámonos de aquí -insistió Geralt-. Ciri, ayuda a Yen.

– ¡No necesito ayuda!

– Deja que te ayude, mamá.

Tenían delante unas escaleras, unas grandes escaleras que se hundían en el humo, en la claridad vacilante de las antorchas y las hogueras encendidas en cestones de hierro. Ciri se estremeció. Ya había visto esas escaleras. En sus sueños y visiones. Abajo, lejos, esperaban hombres armados.

– Estoy cansada -musitó Ciri.

– Y yo -reconoció Geralt, desenvainando el sihill.

– Ya estoy harta de tantas muertes.

– Y yo.

– ¿No habrá otra salida?

– No. No hay otra. Sólo estas escaleras. No hay más remedio, chiquilla. Yen quiere ver el cielo. Y yo quiero ver el cielo, a Yen y a ti.

Ciri miró a su alrededor, observó a Yennefer, la cual, para no derumbarse, se apoyaba en la balaustrada Sacó los medallones que le había quitado a Bonhart. Se colgó el gato del cuello, el lobo se lo dio a Geralt.

– Supongo que sabrás -dijo el brujo- que no es más que un simple símbolo.

– Todo es un simple símbolo.

Sacó a Golondrina de la funda.

– Vamos, Geralt.

– Vamos. No te apartes de mí.

Al pie de las escaleras les esperaban los mercenarios de Skellen, empuñando con fuerza las armas en sus manos sudorosas. Antillo, con un gesto expeditivo, mandó escaleras arriba al primer pelotón. Las botas reforzadas de los soldados resonaron en los peldaños.

– Despacio, Ciri. Sin prisa. Cerca de mí.

– Sí, Geralt.

– Y tranquila, niña, tranquila. No lo olvides: sin rabia, sin odio. Tenemos que salir de aquí y ver el cielo. Y quienes nos corten el paso deben morir. No titubees.

– No pienso titubear. Quiero ver el cielo.

No tuvieron ningún impedimento para llegar al primer descansillo. Los mercenarios retrocedieron al verlos, sorprendidos y asombrados ante su coraje. Pero enseguida hubo tres que se lanzaron al ataque dando gritos, blandiendo sus espadas. Murieron de inmediato.

– ¡A por ellos! -Antillo vociferaba al pie de las escaleras-. ¡Matadlos!

Les atacaron otros tres. Rápidamente Geralt les hizo frente, amagó con una finta, tajó a uno en la garganta desde abajo. Se dio la vuelta y le cedió el paso a Ciri, que se adelantó por su derecha. Ciri alcanzó limpiamente al segundo matón en el sobaco. El tercero intentó salvar su vida saltando por encima de la balaustrada. No le dio tiempo.

Geralt se limpió la cara de salpicaduras de sangre.

– Más tranquila, Ciri.

– Si estoy muy tranquila.

Otros tres. El brillo de la hoja, un grito, muerte.

La sangre resbalaba espesa hacia abajo, chorreaba por las escaleras.

Un rufián, con una brigantina con remaches de latón, fue a su encuentro armado de una larga pica. Tenía la mirada extraviada por los narcóticos. Ciri, con una rápida parada oblicua, desvió el asta, Geralt tajó. Se limpió la cara. Siguieron bajando, sin mirar atrás.

El segundo descansillo ya estaba al lado.

– ¡Matadlos! -gritaba Skellen-. ¡A por ellos! ¡Mueeerteee!

Pasos y voces en las escaleras. El brillo de la hoja, un grito, muerte.

– Bien, Ciri. Pero con calma. Menos euforia. Y no te apartes de mí.

– Nunca más me apartaré de ti.

– No golpees desde el hombro si puedes hacerlo sólo desde el codo. Atenta.

– Estoy atenta.

El brillo de la hoja, un grito, sangre. Muerte.

– Bien, Ciri.

– Quiero ver el cielo.

– Te quiero mucho.

– Y yo a ti.

– Cuidado. Esto resbala.

El brillo de la hoja, un alarido. Les precedía la sangre que chorreaba por las escaleras. Iban hacia abajo, siempre hacia abajo, por las escaleras de la ciudadela de Stygga.

Otro rufián que venía a por ellos se resbaló en un escalón manchado de sangre. Cayó de bruces a sus pies, se desgañitó implorando piedad, cubriéndose la cabeza con las manos. Pasaron de largo, sin reparar en él.

Hasta el tercer descansillo nadie más tuvo la osadía de cruzarse en mi camino.

– Preparad los arcos -gritaba Stefan Skellen al pie de las escaletas-. ¡Y también las ballestas! ¡Boreas Mun tenía orden de traerlas! ¿Dónde se ha metido?

Boreas Mun -cosa que Antillo no tenía por qué saber- estaba ya muy lejos de allí. Cabalgaba derecho hacia oriente, con la frente pegada a las crines del caballo, galopaba todo lo deprisa que podía, exigiéndole el máximo al animal.

De los soldados que tenían orden de acudir con arcos y ballestas sólo se presentó uno, dispuesto a disparar.

Y a éste las manos le temblaban sin parar y los ojos le lloraban por el fisstech. La primera flecha apenas arañó la balaustrada. La segunda ni siquiera dio en las escaleras.

– ¡Más arriba! -ordenaba Antillo-. ¡Sube un poco más, idiota! ¡No tires desde tan lejos!

El ballestero se hacía el sordo. Skellen juró por todos los demonios, le quitó la ballesta y subió a toda prisa un tramo de escaleras. Apoyó una rodilla en el suelo y apuntó. Inmediatamente Geralt cubrió con su cuerpo a Ciri. Pero la chica, en un santiamén, se coló por delante de él y, en el momento en que rechinaba la cuerda de la ballesta, ya estaba en guardia. Giró la espada hasta la cuarta superior y rechazó la saeta con tanta fuerza que estuvo un buen rato dando vueltas en el aire antes de caer a tierra.

– Muy bien -rezongó Geralt-. Muy bien, Ciri. Pero, como me vuelvas a hacer esto, te la ganas.

Skellen arrojó la ballesta. Y de pronto se dio cuenta de que estaba solo.

Todos sus hombres se apiñaban al pie de las escaleras. Ninguno tenía prisa por subir. Cada vez eran menos, algunos se habían marchado de allí a toda prisa. A buscar las ballestas, sin duda.

Y el brujo y la brujilla, tranquilamente, sin precipitarse pero sin aflojar tampoco el paso, seguían bajando, bajando, por las escaleras cubiertas de sangre de la ciudadela de Stygga. Muy juntos, hombro con hombro, tentando e hipnotizando con los veloces movimientos de las hojas.

Skellen se retiró. Y ya no paró en su retirada. Hasta la planta baja. Cuando se vio rodeado por su gente, cayó en la cuenta de lo lejos que había llegado. Maldijo impotente.

– ¡Muchachos! -gritó, pero le salió un gallo-. ¡Valor! ¡Sus y a ellos! ¡Todos! ¡Adelante, mis valientes! ¡Seguidme!

– Id vos solo -dijo uno entre dientes, llevándose a la nariz la mano con fisstech. Antillo, de un puñetazo, le blanqueó con el narcótico la cara, la manga y la pechera del caftán.

El brujo y la bruja dejaron atrás un nuevo descansillo.

– Cuando lleguen aquí abajo, será más fácil rodearlos -les animaba Skellen-. ¡Ánimo, muchachos! ¡Valor! ¡A las armas!

Geralt miraba detenidamente a Ciri. Y a punto estuvo de estallar al ver en sus cabellos grises unos mechones blanquecinos, brillantes como la plata. Se controló. No era el momento de enfadarse.

– Con cuidado -dijo tranquilamente-. No te alejes de mí.

– Nunca me pienso alejar de ti.

– Ahí abajo la cosa va a estar muy peliaguda.

– Ya lo sé. Pero estamos juntos.

– Estamos juntos.

– Estoy aquí cerca -dijo Yennefer, que bajaba detrás de ellos por las escaleras, rojas y resbaladizas con tanta sangre.

– ¡Todos! ¡A por ellos! -gritaba Antillo.

Algunos de los que habían ido a buscar las ballestas ya habían regresado. Sin ellas. Muy asustados.

Desde los tres pasillos que conducían a las escaleras les llegaba el estruendo de unas hachas echando abajo las puertas. Se oyeron unos golpes, un chasquido metálico y el eco de unos pasos pesados. Y, de pronto, por los tres pasillos empezaron a afluir soldados con cascos negros, con corazas y capas con una salamandra de plata. Los mercenarios de Skellen, intimidados por sus gritos y amenazas, fueron arrojando, uno tras otro, las armas al suelo. A los más indecisos los apuntaron con ballestas, con las puntas de bisarmas y picas, los apremiaron con gritos aún más inquietantes. Todos acabaron por obedecer, aunque se veía que los soldados negros se morían de ganas de apiolar a alguien y sólo buscaban un pretexto. Antillo estaba al pie de una columna, con las manos cruzadas sobre el pecho.

– ¿Salvación in extremis? -preguntó Ciri entre dientes. Geralt negó con la cabeza.

Las ballestas y los dardos también les apuntaban a ellos.

– ¡Glaeddyvan vort!

No tenía sentido resistirse. Los soldados negros pululaban como hormigas al pie de las escaleras y, aparte de eso, ellos estaban ya muy, pero que muy cansados. Pero no arrojaron las armas. Las deposiaron cuidadosamente en los escalones. Y después se sentaron. Geralt notaba el calor de Ciri a su lado, podía sentir su aliento.

Sorteando los cadáveres y los charcos de sangre, mostrando a los soldados negros sus manos inermes, llegó también Yennefer. Se dejó caer en el escalón, junto a ellos. Geralt notó también su calor, por el otro lado. Lástima que no pueda ser así siempre, pensó. Pero sabía que no era posible.

Fueron amarrando a los hombres de Antillo y llevándoselos de allí. Cada vez había más soldados negros, con aquellas capas con una salamandra. De pronto empezaron a aparecer entre ellos oficiales de alto grado, reconocibles por sus blancos penachos y los ribetes plateados en sus corazas. Y por el respeto con el que todos los demás les abrían paso.

A uno de esos oficiales, cuyo casco tenía más adornos de plata que ningún otro, le mostraban un respeto excepcional. Todo el mundo le hacía reverencias.

Este oficial se detuvo ante Skellen, que seguía junto a la comuna. Antillo -pudo verse claramente, aunque fuera a la luz vacilante de las teas y de los cuadros que ardían en cestones de hierro-palideció y se quedó blanco como una pared.

– Stefan Skellen -dijo el oficial con una voz potente que retumbó en la bóveda del vestíbulo-. Tendrás que rendir cuentas ante un tribunal. Se te acusa de traición.

Se llevaron a Antillo, aunque no le ataron las manos como a un vulgar plebeyo.

El oficial se volvió. De un tapiz que colgaba en lo alto se desprendió un fragmento llameante que cayó dando vueltas como un gran pájaro de fuego. El resplandor se reflejó en los ribetes plateados de su coraza y en la visera del casco, que le llegaba hasta la mitad de las mejillas y que tenía -como las de todos los soldados negros- la forma de una monstruosa mandíbula dentada.

Ahora nos toca a nosotros, pensó Geralt. No se equivocaba.

El oficial se fijó en Ciri. Sus ojos brillaban a través de las aberturas del casco, observándolo todo sin perderse un detalle. Su palidez. La cicatriz de la mejilla. La sangre en la manga y en la mano. Los mechones blancos en los cabellos.

Después el nilfgaardiano volvió los hacia el brujo.

– ¿Vilgefortz? -preguntó con su voz sonora.

Geralt negó con la cabeza.

– ¿Cahir aep Ceallach?

Otro gesto negativo.

– Cuánta sangre -comentó el oficial, mirando hacia las escaleras-. Una auténtica carnicería. En fin, quien a hierro mata… Además, le has ahorrado trabajo al verdugo. Has recorrido un largo camino, brujo.

Geralt no contestó. Ciri se sorbió los mocos haciendo ruido y se limpió la nariz con el dorso de la mano. Yennefer la reprendió con la mirada. Tampoco ese detalle se le escapó al nilfgaardiano, y sonrió.

– Has recorrido un largo camino -repitió-. Vienes del fin del mundo. Por ella y para ella. Aunque sólo sea por eso, algo se te debe. ¡Señor de Rideaux!

– ¡A sus órdenes, majestad!

El brujo no se sorprendió.

– Tened la bondad de buscar por aquí un cuarto discreto donde pueda conversar tranquilamente, sin que nadie nos moleste, con don Geralt de Rivia. Además, aseguraos de que estas damas dispongan de toda clase de servicios y atenciones. Naturalmente, bajo una estricta y permanente vigilancia.

– Así se hará, majestad.

– Por aquí, don Geralt.

El brujo se levantó. Miró a Yennefer y a Ciri, con ánimo de tranquilizarlas, y para advertirles de que no hicieran ninguna tontería. Su advertencia sobraba. Estaban terriblemente cansadas. Y resignadas.


*****

– Has recorrido un largo camino -volvió a repetir, quitándose el casco, Emhyr var Emreis, Deithwen Addan yn Carn aep Morvudd, el Fuego Blanco que Baila sobre los Túmulos de sus Enemigos.

– No sé si el tuyo, Duny -respondió Geralt con calma-, no habrá sido aún más largo.

– Vaya, me has reconocido. -El emperador sonrió-. Y eso que se supone que sin barba, y con esta forma de proceder, estoy muy cambiado. Muchas de las personas que me conocían de Cintra han estado después en Nilfgaard y han sido recibidas en audiencia. Y hasta ahora nadie me había reconocido. Y tú, en cambio, me habías visto sólo una vez, y hace de eso dieciséis años. ¿Hasta tal punto se te había quedado grabada en la memoria mi imagen?

– No te habría reconocido, es verdad que has cambiado mucho. Sencillamente, hice mis conjeturas sobre quién podrías ser. Hace ya tiempo de eso. No sin ayuda ajena, y basándome en determinados indicios, adiviné cuál podía ser el papel del incesto en la familia de Ciri. En su sangre. En alguna de mis peores pesadillas soñé incluso con el incesto más terrible, con el más abominable de todos los posibles. Y mira, aquí te tengo, en persona.

– Apenas te tienes en pie -dijo fríamente Emhyr-. Y las impertinencias forzadas te hacen vacilar aún más. Puedes sentarte en presencia del emperador. Te concedo ese privilegio… de por vida.

Geralt se sentó con alivio. Emyhr se quedó de pie, apoyado en un armario entallado.

– Le has salvado la vida a mi hija -dijo-. En varias ocasiones. Te lo agradezco. En mi nombre y en el de la posteridad.

– Me dejas sin palabras.

– Cirilla -Emhyr ignoró la ironía- irá a Nilfgaard. A su debido tiempo será emperatriz. Exactamente del mismo modo en que han sido y serán reinas decenas de muchachas. Es decir, sin conocer apenas a su esposo. A menudo, sin tener de él un buen concepto sobre la base del primer encuentro. A menudo, decepcionadas por los primeros días… y las primeras noches de matrimonio. Cirilla no será la primera.

Geralt se abstuvo de hacer comentarios.

– Cirilla -prosiguió el emperador- será feliz, como lo son la mayoría de las reinas a las que me acabo de referir. Eso vendrá con el tiempo. El amor, que no le voy a exigir de ninguna manera, lo proyectará sobre el hijo que engendraré en ella. Archiduque, y futuro emperador. Emperador que engendrará a un hijo. Un hijo que será el soberano del mundo y que salvará al mundo de la destrucción. Eso es lo que dice la profecía, cuyo contenido preciso sólo yo conozco… Por descontado -prosiguió el Fuego Blanco-, Cirilla nunca sabrá quién soy yo. Ese secreto morirá. Con los que lo conocen.

– Está claro. -Geralt asintió con la cabeza-. No puede estar más claro.

– No puedes dejar de advertir -dijo tras una pausa Emhyr- la mano del destino en todo lo ocurrido. En todo. También en tus actos. Desde el comienzo mismo.

– Más bien, lo que veo es la mano de Vilgefortz. Porque fue él quien te encaminó entonces hacia Cintra, ¿verdad? ¿Cuando eras el Erizo encantado? Fue él quien hizo que Pavetta…

– Estás dando palos de ciego -le interrumpió abruptamente Emhyr, echándose hacia atrás la capa con la salamandra-. No sabes nada. Ni debes saberlo. No te he pedido que vinieras para contarte mi vida. Ni para darte explicaciones. Lo único que te has ganado es la certeza de que la chica no va a sufrir ningún daño. No estoy en deuda contigo, brujo, no hay nada que…

– ¡Sí lo estás! -le interrumpió abruptamente Geralt-. Rompiste el acuerdo que sellamos. Faltaste a la palabra dada. Eso son deudas, Duny. Quebrantaste un juramento como príncipe, tienes una deuda como emperador. Más los intereses imperiales. ¡De diez años!

– ¿Eso es todo?

– Eso es todo. Porque eso es todo lo que me corresponde, nada más. ¡Pero tampoco menos! Tenía que presentarme a recoger a la niña cuando cumpliera seis años. No respetaste el plazo acordado. Quisiste robármela antes de que hubiera transcurrido ese tiempo. Pero el destino, del que tanto hablas, se ha burlado de ti. Durante los diez años siguientes intentaste luchar contra ese destino. Ahora ya es tuya, tienes a Ciri, a tu propia hija, a la que en su momento, de forma vil y miserable, privaste de unos padres, y en la que ahora pretendes, de forma vil y miserable, engendrar unos hijos incestuosos. Sin exigirle su amor. Con mucha razón, por lo demás. No eres digno de su amor. Entre nosotros, Duny, no sé cómo vas a ser capaz de mirarla a los ojos.

– El fin justifica los medios -dijo sordamente Emhyr-. Lo que haga, lo haré por la posteridad. Por la salvación del mundo.

– Si tiene que salvarse de ese modo -el brujo levantó de pronto la cabeza-, mejor que desaparezca este mundo. Créeme, Duny, es mejor que desaparezca.

– Estás pálido -dijo casi con dulzura Emhyr var Emreis-. No te excites tanto, que parece que estás a punto de desmayarte.

Se apartó del armario, retiró una silla, se sentó. Al brujo, efectivamente, le daba vueltas la cabeza.

– El Erizo de Hierro -empezó con calma el emperador, hablando en voz baja- pretendía ser un medio para obligar a mi padre a colaborar con el usurpador. Ocurrió después de la rebelión. A mi padre, tras deponerlo como emperador, lo encarcelaron y lo torturaron. Pero no conseguían someterlo, así que probaron con otros métodos. En presencia de mi padre, un hechicero al servicio del usurpador me convirtió en un monstruo. El hechicero añadió algo de su propia cosecha. Tenía una vena humorística, vaya. Eimyr, en nuestra lengua, significa «erizo»…

»Mi padre seguía sin dar su brazo a torcer y lo asesinaron. A mí, entre mofas y befas, me llevaron a un bosque y azuzaron a los perros contra mí. Salvé la vida, no pusieron excesivo empeño en la cacería, pues no sabían que la faena del hechicero había sido una auténtica chapuza, y por las noches recuperaba mi aspecto humano. Por fortuna, conocía a varias personas en cuya lealtad podía confiar plenamente. Para tu información, yo por aquel entonces tenía trece años.

«Tenía que escapar del país. Además, cierto astrólogo bastante chiflado llamado Xarthisius había leído en las estrellas que el remedio contra mi hechizo tenía que buscarlo en el norte, más allá de las Escaleras de Marnadal. Más tarde, siendo emperador, le regalé en pago por sus servicios una torre y un buen equipo. En aquellos tiempos tenía que trabajar con uno prestado.

»En cuanto a lo que pasó en Cintra, la verdad, no vale la pena perder el tiempo con ese asunto. Pero no es verdad que Vilgefortz tuviera nada que ver con aquello. En primer lugar, yo todavía no le conocía. Y, en segundo, sentía una profunda aversión por los magos. Y siguen sin gustarme en la actualidad, dicho sea de paso. Ah, por cierto: cuando recuperé el trono, agarré a ese hechicero que había servido al usurpador y me había martirizado a la vista de mi padre. Yo también hice gala de sentido del humor. El mago se llamaba Braathens, que en nuestro idioma suena casi igual que la palabra «frito».

«Bueno, basta ya de digresiones, volvamos al asunto. Poco después de nacer Ciri, Vilgefortz me visitó en secreto en Cintra. Se presentó como un confidente al servicio de aquéllos que me seguían siendo fieles en Nilfgaard y que conspiraban contra el usurpador. Me ofreció su ayuda y no tardó en demostrarme que era capaz de prestármela. Como no acababa de fiarme de él, le pregunté en cierta ocasión por sus motivos. Me confesó, sin pelos en la lengua, que contaba con mi agradecimiento. Con los favores, los privilegios y el poder que le otorgaría el emperador de Nilfgaard. O sea, yo. Un grandioso soberano que iba a dominar medio mundo. Al lado de tan grandes señores, reconoció sin reparos el hechicero, él también tenía intención de prosperar. En ese momento sacó unos fardos atados con piel de serpiente y me recomendó que me fijara atentamente en su contenido.

»De ese modo, conocí la profecía. Tuve noticia del destino del mundo y del universo. Descubrí lo que tenía que hacer. Y llegué a la conclusión de que el fin justificaba los medios.

– Qué duda cabe.

– Mientras tanto, en Nilfgaard -Emhyr no hizo ni caso de la ironía-, mi causa iba cada vez mejor. La influencia de mis partidarios crecía y, finalmente, contando con el apoyo de un grupo de oficiales del frente y del cuerpo de cadetes, decidieron dar un golpe de estado. Sin embargo, yo también era imprescindible. En persona. El legítimo heredero al trono y la corona imperial, el legítimo Emreis, del linaje de los Emreis. Yo iba a ser una especie de bandera de la revolución. Aquí entre nosotros, muchos revolucionarios abrigaban la esperanza de que no fuera nada más que eso. Aquéllos que todavía viven lo siguen la mentando a día de hoy.

«Bueno, como ya he dicho, dejémonos de digresiones. Yo tenía que regresar a casa. Había llegado la hora de que Duny, príncipe de pega de Maecht y falso príncipe de Cintra, reclamara su herencia. Sin embargo, no me olvidaba de la profecía. Debía regresar con Ciri. Pero Calanthe no me quitaba el ojo de encima.

– Nunca se fió de ti.

– Cierto. Creo que algo sabía con respecto a ese augurio. Y habría hecho lo que fuera con tal de entorpecer mis planes, y en Cintra yo estaba en sus manos. La cosa estaba clara: tenía que volver a Nilfgaard, pero de tal modo que nadie pudiera adivinar que yo era Duny y que Ciri era mi hija. El medio me lo sugirió Vilgefortz. Duny, Pavetta y su hija tenían que morir. Desaparecer sin dejar rastro.

– En un naufragio simulado.

– Así es. Durante una travesía de Skellige a Cintra, en el Abismo de Sedna, Vilgefortz metería el barco en un remolino mágico. Antes de eso, Pavetta, Ciri y yo nos habríamos encerrado en un camarote especialmente protegido, donde habríamos sobrevivido. Pero la tripulación…

– No debía sobrevivir… -acabó el brujo-. Y así empezó tu camino, entre cadáveres.

Emhyr var Emreis estuvo algún tiempo en silencio.

– Ya había empezado antes -dijo por fin, pero su voz sonaba apagada-. Por desgracia. En el momento en que se vio que Ciri no estaba a bordo.

Geralt levantó las cejas.

– Por desgracia -la cara del emperador era totalmente inexpresiva-, en mis planes no había tenido suficientemente en cuenta a Pavetta. Aquella muchacha melancólica, con la mirada siempre gacha, adivinó mis intenciones. Antes de levar anclas, hizo desembarcar a la niña en secreto. Me puse hecho una furia. Ella también. Le entró un ataque de histeria. Forcejeamos… y ella cayó por la borda. Antes de que me diera tiempo a saltar tras ella, Vilgefortz metió la nave en aquel remolino suyo. Me golpeé la cabeza con algo y perdí el conocimiento. Sobreviví de milagro, enredado en una maroma. Cuando me desperté, estaba cubierto de vendajes. Tenía un brazo roto…

– Me gustaría saber -preguntó el brujo con frialdad- cómo se sentía un hombre que había matado a su propia mujer.

– Peor que un perro sarnoso -respondió Emhyr sin demora-. Se sentía y se siente peor que un perro, como un auténtico canalla. El que yo nunca la hubiera querido no cambia nada las cosas. El fin justifica los medios. Pero lamento sinceramente su muerte. No la deseaba y no la había planeado. Pavetta pereció por casualidad.

– Mientes -dijo secamente Geralt-, y eso no es propio de un emperador. Pavetta no podía seguir viva. Te habría desenmascarado. Y nunca habría dado su consentimiento a lo que pretendías hacer con Ciri.

– Podría haber vivido -Emhyr le contradijo-. En otra parte… lejos. Hay muchas fortalezas… Por ejemplo, en Darn Rowan… No habría podido matarla.

– ¿Ni siquiera por un fin que justifica los medios?

– Siempre es posible -el emperador se rascó la cara- encontrar alguna solución menos drástica. Hay siempre muchas opciones disponibles.

– No siempre -dijo el brujo, mirándole a los ojos.

Emhyr rehuyó su mirada.

– Justo lo que estaba pensando. -Geralt asintió con la cabeza-. Acaba tu relato. El tiempo vuela.

– Calanthe custodiaba a la pequeña como a la niña de sus ojos. No podía soñar siquiera en raptarla… Mis relaciones con Vilgefortz se habían enfriado notablemente, a los demás magos les seguía teniendo inquina… Pero los militares y la aristocracia me empujaban decididamente a la guerra, me animaban a que atacara Cintra. Me aseguraban que el pueblo lo anhelaba, que el pueblo reclamaba espacio vital, que escuchar la vox populi supondría superar mi examen como emperador. Decidí matar dos pájaros de un tiro. Hacerme de una sentada con Cintra y con Ciri. El resto ya lo sabes.

– Sí, ya lo sé -asintió Geralt-. Gracias por la charla, Duny. Te agradezco que me hayas dedicado este tiempo. Pero no conviene demorarse más. Estoy muy cansado. He visto morir a unos amigos que me habían seguido hasta aquí desde el fin del mundo. Para salvar a tu hija. Ni siquiera la conocían. Excepto Cahir, ninguno había visto a Ciri. Y vinieron a salvarla. Porque había algo en ellos que era digno y noble. ¿Y para qué? Para encontrar la muerte. Creo que eso no es justo. Y, por si a alguien le interesa, yo no estoy conforme. Porque una historia en la que mueren los buenos y los canallas viven y se salen con la suya es una puta mierda. Ya no puedo más, emperador. Llama a tus hombres.

– Brujo…

– El secreto debe morir con quienes lo conocen. Tú lo has dicho. No tienes otra salida. No es verdad que haya muchas opciones disponibles. Me fugaría de todas las prisiones. Te quitaría a Ciri, pagaría cualquier precio que se me pidiera con tal de quitártela. Lo sabes de sobra.

– Sí, lo sé de sobra.

– Puedes permitir que viva Yennefer. No conoce el secreto.

– Ella -dijo muy serio Emhyr- también estaría dispuesta a pagar cualquier precio por salvar a Ciri. Y por vengar tu muerte.

– Es verdad. -Geralt asintió con la cabeza-. Las cosas como son, me había olvidado de lo mucho que quiere a Ciri. Tienes razón, Duny. Bueno, no hay manera de escapar al destino. Te quiero pedir una cosa.

– Dime.

– Permíteme que me despida de ellas. Después, me tienes a tu disposición.

Emhyr estaba al lado de la ventana, con la mirada fija en las cumbres de las montañas.

– No puedo negarme, pero…

– No temas. No voy a decirle nada a Ciri. La haría sufrir diciéndole quién eres. Y yo no sería capaz de hacerla sufrir.

Emhyr estuvo callado largo tiempo, siempre de cara a la ventana.

– Puede que sí esté en deuda contigo -dijo, girándose sobre los talones-. Escucha, pues, lo que tengo que ofrecerte como parte del pago. Hace mucho, mucho tiempo, en épocas remotas, cuando la gente aún tenía honor, orgullo y dignidad, cuando valoraba su palabra y temía la vergüenza más que nada en el mundo, solía ocurrir que, cuando un hombre respetado era condenado a muerte, para eludir la infamante mano del verdugo o del esbirro, se metía en un baño con agua caliente y se abría las venas. No sé si también podría añadir en la cuenta…

– Manda llenar el baño.

– No sé si también podría añadir en la cuenta -prosiguió tranquilamente el emperador- el que Yennefer te acompañara en ese baño…

– Estoy casi seguro. Pero habrá que preguntar. Tiene un carácter muy rebelde.

– Ya lo sé.


*****

Yennefer dio su consentimiento desde el primer momento.

– El círculo se ha cerrado -añadió, mirándose las muñecas-. La serpiente Uroboros va a clavar sus dientes en su propia cola.

– ¡No lo entiendo! -Ciri bufaba como un gato furioso-. No comprendo por qué tengo que irme con ellos. ¿Adonde? ¿Por qué?

– Hijita -dijo Yennefer con dulzura-. Ése, y sólo ése, es tu destino. Entiéndelo, no puede ser de otra manera, así de sencillo.

– ¿Y vosotros?

– A nosotros -Yennefer miró a Geralt- nos aguarda nuestro propio destino. Así es como tiene que ser. Ven aquí, hijita. Abrázame fuerte.

– Quieren asesinaros, ¿a que sí? ¡No estoy dispuesta! ¡Acabo de encontraros! ¡No es justo!

– Quien a hierro mata -dijo con voz sombría Emhyr var Emreis-, a hierro muere. Han combatido contra mí y han perdido. Pero han perdido con dignidad.

Ciri se plantó delante de él en tres pasos, y Geralt, sin hacer ruido, respiró hondo. Oyó suspirar a Yennefer. ¡Joder, pensó, pero si cualquiera lo puede ver! ¡Pero si todo ese ejército negro está viendo algo que resulta evidente! El mismo aire, los mismos ojos chispeantes, el mismo gesto con la boca. Esa forma idéntica de cruzar los brazos sobre el pecho. Por suerte, por gran suerte, el pelo gris lo ha heredado de su madre. Pero, de todos modos, basta con mirar para darse cuenta de cuál es su sangre…

– Tú, en cambio… -dijo Ciri, dirigiendo a Emhyr una mirada enardecida-. Tú, en cambio, has ganado. ¿Y crees que has ganado con dignidad?

Emhyr var Emreis no respondió. Se limitó a sonreír, dirigiendo a la chica una mirada visiblemente satisfecha. Ciri apretó los dientes.

– Tantos muertos. Tanta gente muerta por todo esto. ¿Han perdido con dignidad? ¿La muerte es digna? Sólo una bestia puede pensar eso. A mí, a pesar de que he mirado a la muerte tan de cerca, no han conseguido convertirme en una bestia. Y nadie lo va a conseguir.

No le respondió. La miraba como si quisiera empaparse de ella con la mirada.

– Yo ya sé -siguió Ciri, siseando- qué es lo que te propones. Qué es lo que pretendes hacer conmigo. Y te lo digo desde ahora mismo: no voy a dejar que me toques. Y como me… como me… Te mato. Aunque tenga las manos atadas. En cuanto te duermas, te destrozo el cuello a dentelladas.

El emperador, con un gesto tajante, acalló el murmullo que estaba creciendo entre los oficiales que le rodeaban.

– Cúmplase -sentenció, sin apartar la mirada de Ciri- la voluntad del destino. Despídete de tus amigos, Cirilla Fiona Elen Riannon.

Ciri miró al brujo. Geralt rechazó con la cabeza. La muchacha suspiró.

Ciri y Yennefer se abrazaron y estuvieron susurrando largo tiempo. Después Ciri se acercó a Geralt.

– Lástima -dijo en voz baja-. Parecía que todo iba a acabar mejor.

– Mucho mejor.

Se abrazaron.

– Sé valiente.

– No seré suya -le susurró-. No temas. Me escaparé. Tengo mis recursos…

– No puedes matarle. Recuérdalo, Ciri. No puedes.

– No temas. En ningún momento he pensado en matarle. La verdad, Geralt, ya ha habido demasiadas muertes. Ya he tenido bastante.

– Sí, demasiadas. Adiós, brújula.

– Adiós, brujo.

– Pero no llores.

– Qué fácil es decirlo.


*****

Emhyr var Emreis, emperador de Nilfgaard, acompañó a Yennefer y Geralt hasta los baños. Hasta el borde mismo de una gran pila de mármol, llena de agua humeante y perfumada.

– Despedios -dijo-. Sin prisa. Yo me marcho, pero aquí se quedan algunos de mis hombres a los que voy a dar las instrucciones y órdenes oportunas. Cuando estéis listos, llamad, y el teniente os proporcionará un cuchillo. Pero repito: no tenéis por qué daros prisa.

– Apreciamos el favor. -Yennefer asintió con la cabeza, muy seria-. ¿Majestad imperial?

– ¿Sí?

– Quería pediros que, en la medida de lo posible, no hicierais ningún daño a mi hija. No querría morir con la idea de que va a llorar.

Emhyr estuvo callado bastante tiempo. Mucho tiempo incluso. Apoyado en el marco de la puerta. Con la cabeza vuelta.

– Doña Yennefer -respondió al fin, aunque con una cara muy rara-. Podéis estar segura de que no voy a hacer ningún daño a esa muchacha, hija vuestra y del brujo Geralt. He pisoteado muchos cadáveres y he bailado sobre los túmulos de mis enemigos. Y siempre he creído que todo me estaba permitido. Pero vuestras sospechas son infundadas: nunca sería capaz de hacer una cosa así. Ahora lo sé. También gracias a vosotros dos. Despedíos.

Salió, cerrando la puerta sin hacer ruido. Geralt suspiró.

– ¿Nos desnudamos? -miró la pila humeante-. No me hace muy feliz la idea de que saquen de aquí mi cadáver desnudo…

– Pues a mí, figúrate, me da lo mismo cómo me saquen de aquí. -Yennefer se quitó el calzado y en un abrir y cerrar de ojos se desabrochó el vestido-. Aunque sea mi último baño, no me voy a bañar vestida. -Se sacó la camisa por la cabeza y se metió en el baño, chapoteando con ganas-. Bueno, Geralt, ¿qué haces ahí parado?

– Ya se me había olvidado lo guapa que eres.

– Eres muy olvidadizo. Al agua, patos.

Geralt se sentó a su lado, inmediatamente le rodeó el cuello con los brazos. La besó, acariciándole la cintura, por encima y por debajo del agua.

– ¿Tú crees -preguntó por preguntar- que es un momento apropiado para hacerlo?

– Para hacer esto -refunfuñó, sumergiendo una mano y toqueteando a Geralt-, cualquier momento es apropiado. Emhyr ha insistido en que no nos demos prisa. ¿Preferirías dedicar a otra cosa los últimos minutos que se nos han concedido? ¿A llorar y lamentarte? No vale la pena. ¿A hacer examen de conciencia? Eso es algo estúpido y banal.

– No me refería a eso.

– Entonces, ¿a qué?

– Si el agua se enfría -musitó, acariciándole los pechos-, los cortes nos van a doler.

– Por el placer -Yennefer sumergió la otra mano- merece la pena pagar con dolor. ¿Te da miedo el dolor?

– No.

– A mí tampoco. Anda, siéntate en el borde. Te quiero, pero no tengo ninguna gana de ponerme a bucear.

– Ah-ah-ah, uh-uh. -Yennefer ladeaba la cabeza de tal manera que sus cabellos, empapados por el vapor, se desparramaban por el borde de la pila como negros viboreznos-. Ah-ah-ah… uh-uh.


*****

– Te quiero, Yen.

– Te quiero, Geralt.

– Ya es hora. ¿Llamamos?

– Llamemos.

Llamaron. Primero llamó el brujo, después llamó Yennefer. Después, al no obtener respuesta, llamaron a coro.

– ¡Eeeh! ¡Ya estamos listos! ¡Traednos ese cuchillo! ¡Eeeh! ¡Cojones! ¡Que el agua se enfría!

– Pues ya podéis ir saliendo -dijo Ciri, asomándose a los baños-. Se han ido todos.

– ¿Cómooo?

– Que sí. Que se han ido. Aparte de nosotros tres, aquí no hay un alma. Vestíos. Así, en pelota picada, tenéis una pinta ridícula.

Mientras se vestían, las manos les empezaron a temblar. A los dos. Les costaba muchísimo apañárselas con los corchetes, hebillas y botones. Ciri parloteaba.

– Se han marchado. Como si tal cosa. Todos y cada uno de ellos. Cogieron a todos los que estaban aquí, montaron en los caballos y se marcharon. Han puesto pies en polvorosa.

– ¿Y no han dejado a nadie?

– A nadie.

– Inexplicable -susurró Geralt-. Es algo inexplicable.

– ¿Y no ha ocurrido nada -Yennefer carraspeó- que lo justifique?

– No -se apresuró a responder Ciri-. Nada.

Mentía.


*****

Al principio, había tratado de sobreponerse. Erguida, orgullosa, con la cabeza bien alta y el rostro impasible, fue apartando las manos enguantadas de los caballeros negros, mientras lanzaba miradas audaces y desafiantes a aquellas narizotas y a las viseras de aquellos cascos que tanto miedo daban. Ya nadie se metía con ella, sobre todo porque el que lo hacía se encontraba con los gruñidos del oficial, un tiarrón cuadrado con galones de plata y un blanco penacho de garza.

Se dirigió hacia la salida, escoltada a ambos lados. Con altivez, sin agachar la cabeza. Retumbaban las botas pesadas, rechinaban las cotas de malla, resonaban las armas.

Tras avanzar algunos pasos, miró atrás por primera vez. Poco más adelante, lo hizo por segunda vez. Ya nunca más volveré a verlos, nunca más, se dijo de pronto con una aterradora lucidez. Ni a Geralt ni a Yennefer. Nunca más.

Esa conciencia pulverizó instantáneamente, de un plumazo, la máscara de fingido coraje. La cara de Ciri se contrajo y el gesto se le descompuso, los ojos se le llenaron de lágrimas, se le congestionó la nariz. La muchacha luchó con todas sus fuerzas, pero era inútil. La ola de las lágrimas desbordó el dique de la vergüenza.

Los nilfgaardianos de las salamandras en las capas la miraban en silencio. Y asombrados. Algunos la habían visto en las escaleras cubiertas de sangre, todos la habían visto conversando con el emperador. Una bruja con una espada, una bruja irreductible que le plantaba cara al mismísimo emperador. Y ahora estaban pasmados, al ver a una simple niña llorando y sollozando.

Era consciente de eso. Aquellas miradas quemaban como fuego, pinchaban como alfileres. Luchó, sin ningún resultado. Cuanto más se esforzaba por contener el llanto, con más violencia estallaba éste.

Aflojó el paso, antes de detenerse. La escolta también se paró. Pero sólo un momento. A una orden malhumorada del oficial, unas manos de hierro la cogieron de los sobacos y de las muñecas. Ciri, sollozando y tragándose las lágrimas, se volvió por última vez. Después se la llevaron a rastras. No opuso resistencia. Pero sollozaba cada vez con más fuerza, con más desesperación.

Los detuvo el emperador Emhyr var Emreis, ese hombre moreno cuya cara había despertado en ella unos recuerdos extraños y confusos. Con una orden tajante hizo que la soltaran. Ciri se sorbió los mocos, se enjugó los ojos con la manga. Al ver acercarse al emperador, reprimió un sollozo, alzó orgullosa la cabeza. Aunque en esos momentos -se daba perfecta cuenta- esa actitud resultaba sencillamente ridícula.

Emhyr la estuvo observando mucho tiempo. Sin decir una palabra. Después se acercó. Y alargó la mano hacia ella. Ciri, que siempre reaccionaba ante tales gestos con un movimiento instintivo de retroceso, en esta ocasión no reaccionó, para su sorpresa. Aún mayor fue su sorpresa al comprobar que el contacto con aquel hombre no le resultaba desagradable.

Le palpó el cabello, como si quisiera contar los mechones blancos como la nieve. Le palpó la mejilla desfigurada por la cicatriz. Después la abrazó, le acarició la cabeza y los hombros. Y ella, zarandeada por el luto, le dejaba hacer, con los brazos rígidos como un espantapájaros.

– Qué cosa más rara, el destino -le oyó susurrar-. Adiós, hija mía.


*****

– ¿Qué fue lo que te dijo?

La cara de Ciri se contrajo ligeramente.

– Dijo: va faill, luned. En la antigua lengua: adiós, muchacha.

– Sí, ya sé -asintió Yennefer-. ¿Y qué pasó después?

– Después… Después me soltó, dio media vuelta y se marchó. Impartió algunas órdenes. Y todos ellos siguieron su camino. Pasaban a mi lado, con absoluta indiferencia, marcando el paso, haciendo un ruido estrepitoso con sus armaduras. El eco de sus golpes se perdió en los pasillos. Partieron a caballo, pude oír los relinchos y el trote de los animales. Jamás lo podré entender. Porque, por más vueltas que le doy…

– Ciri.

– ¿Qué?

– No le des más vueltas.


*****

– El castillo de Stygga -repitió Filippa Eilhart, mirando por debajo de sus largas pestañas a Fringilla Vigo. Fringilla no se puso colorada. En los últimos tres meses había conseguido producir una crema mágica que actuaba sobre los vasos sanguíneos, contrayéndolos. Gracias a esa crema el rubor no se reflejaba en su rostro, y así al menos no se sabía hasta qué punto se avergonzaba.

– El escondrijo de Vilgefortz estaba en el castillo de Stygga -corroboró Assire var Anahid-. En Ebbing, junto a un lago de montaña cuyo nombre no fue capaz de recordar mi informador, un simple soldado.

– Habéis dicho «estaba»… -observó Francesca Findabair.

– Estaba -intervino Filippa-. Porque Vilgefortz ya no vive, mi querida señora. Él y sus socios, toda esa pandilla, están ya criando malvas. Ese servicio nos lo ha prestado nada menos que el brujo Geralt de Rivia. A quien no hemos sabido apreciar en lo que vale. Ninguna de nosotras. Con quien hemos cometido un error. Todas nosotras. Unas más, otras menos.

Las hechiceras, todas a una, miraron a Fringilla, pero la crema era infalible. Assire var Anahid suspiró. Filippa dio un manotazo en la mesa.

– Aunque pueda servirnos de excusa -dijo secamente- la ingente cantidad de tareas asociadas a la guerra y a los preparativos de las negociaciones de paz, en vista del fracaso de la logia, debemos ver que en el asunto de Vilgefortz nos han tomado la delantera y han actuado sin contar con nosotras. No nos puede volver a pasar algo así, queridas amigas.

La logia -a excepción de Fringilla Vigo, pálida como un cadáver- asintió con la cabeza.

– En estos momentos -prosiguió Filippa- el brujo Geralt está en Ebbing, en alguna parte… En compañía de Yennefer y de Ciri, a las que ha rescatado. Habrá que pensar detenidamente en cómo localizarlos…

– ¿Y ese otro castillo? -intervino Sabrina Glevissig-. ¿No te estás olvidando de algo, Filippa?

– No, no me olvido. En la medida en que tenga que existir una leyenda, conviene que haya una sola versión, y que nos sea favorable. Precisamente, quería pedirte algo al respecto, Sabrina. Llévate contigo a Keira y a Triss. Arreglad este asunto. Sí, que no quede ni rastro.


*****

El estruendo de la explosión se oyó nada menos que en Maecht, el resplandor -pues tuvo lugar de noche- se pudo ver incluso en Metinna y Geso. La serie de temblores de tierra causados por la explosión se sintió aún más lejos. En los más remotos confines del mundo.

Загрузка...