Capítulo 2

Era En verdad os digo, quien cree en los sueños es como aquél que quiere atrapar los vientos o aferrar la sombra. Se engaña con imágenes de curvo y falaz espejo que miente o discurre despropósitos cual mujer de parió. De modo que necio es quien a las visiones de los sueños concede crédito y se adentra en el camino de las quimeras. Mas todo aquél que precie de menos los sueños y en nada los tenga, procede también con poco seso. ¿Pues acaso si los sueños no hubieran de tener sentido alguno, nos habrían dotado los dioses de la capacidad de soñar?

La sabiduría del profeta Lebioda, 34:1


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All we see or seem

Is but a dream within a dream

Edgar Allan Poe


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Un vientecillo arrugó la superficie del agua, que bullía como una cazuela, y desterró los dispersos retazos de niebla. Los escálamos chirriaban y golpeteaban rítmicamente, las palas de los remos sembraban una granizada de brillantes gotitas. Condwiramurs apoyó la mano en la borda. La barca navegaba a una velocidad tan lenta que el agua apenas se alzaba y caía sobre sus dedos.

– Ah, ah -dijo ella, confiriendo a la voz tanto sarcasmo como le fue posible-. ¡Pero qué deprisa! Si hasta parece que volamos sobre las olas. ¡La cabeza da vueltas!

El remero, un hombre bajo, torvo y compacto, gruñó algo ininteligible y rabioso, sin alzar siquiera la cabeza, cubierta de un cabello tan digno y crespo como el de una oveja caracul. La adepta estaba ya muy harta de los gruñidos, carraspeos y jadeos con los que aquel palurdo despachaba sus preguntas desde que ella había subido a la barca.

– Cuidado -dijo, marcando las palabras y manteniendo la calma con dificultad-. De remar con tanta fuerza le pueden dar a uno unas infosuras.

Esta vez el hombre alzó un rostro tostado, de piel tan oscura como si hubiera sido curtida. Murmuró, tosió, señaló con un movimiento de una barbilla cubierta de gris pelambre a una cabria de madera atada a la borda y una cuerda tensada por el movimiento de la barca que desaparecía en el agua. Convencido a todas luces de que la explicación había sido suficiente, continuó remando. Al mismo ritmo que antes. Remos arriba. Pausa. Remos hasta la mitad de las palas en el agua. Larga pausa. Remada. Una pausa todavía más larga.

– Ajá -dijo Condwiramurs con soltura mientras miraba al cielo-. Entiendo. Lo importante es el señuelo que va arrastrando detrás de la barca, que debe moverse a la correspondiente velocidad y a una profundidad apropiada. Lo importante es la pesca. El resto no importa.

Era algo tan evidente que el hombre ni siquiera se tomó la molestia de gruñir o carraspear.

– ¿A quién le puede interesar -continuó Condwiramurs su monólogo- el que lleve viajando toda la noche? ¿Que esté hambrienta? ¿Que el trasero me pique y me duela por culpa de este banco duro y húmedo? ¿Que tenga ganas de mear? No importa, lo importante es la pesca de arrastre. Y al fin y al cabo para nada. El señuelo que llevamos arrastrando horizontalmente en medio de la corriente no va a capturar nada en una arcilla de veinte brazas de profundidad.

El hombre alzó la cabeza, la miró con una expresión amenazadora y refunfuñó en un tono muy, pero que muy hostil. Relucieron los dientes de Condwiramurs, contenta consigo misma. El palurdo seguía remando con lentitud. Estaba enfadado. Se dejó caer sobre el banco de popa y cruzó las piernas. De forma tal que en el doblez de la falda se viera mucho.

El hombre gruñó, apretó sobre los remos sus manos callosas, haciendo como que no miraba más que la cuerda de arrastre. Por supuesto, ni se le ocurrió apresurar la velocidad de su remado. La adepta suspiró resignada y se entretuvo en observar el cielo. Los escálamos chirriaban, brillantes gotitas salpicaban desde las palas de los remos. Entre la niebla que se iba alzando rápidamente fue surgiendo el borroso contorno de una isla. Y alzándose sobre ella el oscuro y abombado obelisco de una torre. El palurdo, aunque sentado de espaldas y sin poder verlo, reconoció de alguna forma que ya casi habían llegado. Sin apresurarse, colocó los remos en la borda, se levantó, comenzó a coger poco a poco la cuerda con la cabria. Condwiramurs, todavía con las piernas cruzadas, silboteó mientras miraba al cielo.

El hombre recogió del todo la cuerda, echó un vistazo al señuelo, un gran cucharón de hojalata con un gancho de tres puntas y una mosca de lana roja.

– Ay, ay -dijo Condwiramurs con voz dulce-. No hemos pillado nada, oh, qué pena. Qué raro, ¿por qué tenemos tan mala suerte? ¿No será que la barca iba demasiado deprisa?

El hombre le lanzó una mirada que decía cosas muy feas. Se sentó, carraspeó, escupió por la borda, agarró los remos con sus manos nudosas, estiró la espalda. Los remos chapotearon, se agitaron en los escálamos, la barca se lanzó por el lago como una flecha, el agua se «remolinaba con un rumor en la proa, giraba alejándose de la popa. Recorrieron la distancia de un cuarto de tiro de arco que les separaba de la isla en menos de dos gruñidos. La barca se empotró en la arena can tal ímpetu que Condwiramurs se cayó del banco. El hombre gruñó, carraspeó y escupió. La adepta sabía que traducido a la lengua de la gente civilizada significaba: lárgate de mi barca, arpía sabihonda. También sabía que no podía contar con que la llevara en brazos. Se quitó los zapatos, alzó la falda hasta una altura provocadora y bajó de la nave. Se tragó una maldición porque las conchas se le clavaban dolorosamente en los pies.

– Gracias por el viaje -dijo con los dientes apretados.

Sin esperar gruñido de respuesta y sin mirar a su alrededor, anduvo descalza en dirección a las escaleras de piedra. Todas las incomodidades y padecimientos desaparecieron sin dejar rastro, borrados por una excitación creciente. Se hallaba pues en la isla de Inis Vitre, en el lago de Loe Blest. Estaba en un lugar casi legendario, en el que solamente podían residir unos pocos elegidos.

La niebla de la mañana se había alzado casi del todo, la bola roja del sol comenzó a brillar con fuerza en el cielo mate. Alrededor de los matacanes de la torre planeaban las gaviotas, pasaban raudos los vencejos.

En la cúspide de las escaleras que conducían de la playa a la terraza, apoyada en la estatua de una quimera acuclillada y sonriente, estaba, de pie, Nimue. La Dama del Lago.

Era de complexión delicada y bajita, no medía más de cinco pies. Condwiramurs había oído hablar de que cuando era joven la habían llamado «Pulgarcita», ahora veía que el sobrenombre era acertado. Pero estaba segura de que al menos desde hacía medio siglo nadie se había atrevido a llamar así a la pequeña hechicera.

– Soy Condwiramurs Tilly -se presentó con una inclinación, un tanto turbada, aún con los zapatos en la mano-. Estoy contenta de poder estar en vuestra isla, Dama del Lago.

– Nimue -le corrigió despacio la pequeña maga-. Nimue y nada más. Podemos ahorrarnos los títulos y los epítetos, señora Tilly.

– En tal caso yo soy Condwiramurs. Condwiramurs y nada más.

– Entonces, con tu permiso, Condwiramurs. Hablaremos durante el desayuno. Adivino que tienes hambre.

– No lo niego.

Para el desayuno había requesón, cebolletas, huevos, leche y pan de centeno, que le sirvieron dos criadas jovencitas, silenciosas y que olían a almidón. Condwiramurs comía sintiendo sobre ella la mirada de la pequeña hechicera.

– La torre -dijo serena Nimue, al tiempo que observaba cada uno de sus movimientos y casi cada mendrugo que se llevaba a la boca- tiene seis pisos, uno de ellos subterráneo. Tus habitaciones se hallan en el segundo piso contando desde el nivel del suelo, allí hay todas las comodidades necesarias para la vida. La planta baja, como ves, es la parte de administración de la casa, aquí se encuentran también las habitaciones del servicio. En el sótano, así como en los pisos primero y tercero, se encuentran el laboratorio, la biblioteca y la galería. Tienes libre acceso a todos los pisos mencionados y los cuartos que en ellos se encuentran, puedes usar de ellos y de todo lo que contienen cuando te apetezca y de la forma en que te apetezca.

– Comprendo. Muchas gracias.

– En los dos pisos superiores se albergan mis habitaciones privadas y mi despacho privado. Estos cuartos son absolutamente privados. Para evitar malentendidos: soy muy sensible en lo tocante a este asunto.

– Lo respetaré.

Nimue volvió la cabeza hacia la ventana, a través de la que se veía al Gruñón Señor Remero, que se había librado ya del equipaje de Condwiramurs y ahora cargaba en la barca la caña, la cabria, las redes y otras parafernalias del arte de la pesca.

– Soy un poco pasada de moda -continuó-. Pero me he acostumbrado a usar de derechos de exclusividad respecto a algunas cosas. El cepillo de dientes, por ejemplo. Mis habitaciones privadas, mi biblioteca, mi cuarto de baño. Y el Rey Pescador. Por favor, no intentes usar del Rey Pescador.

Condwiramurs casi se atragantó con la miel. El rostro de Nimue no mostraba expresión alguna.

– Y si… -continuó antes de que la muchacha recuperara el habla-. Y si él intenta usar de ti, recházalo.

Condwiramurs, tragando por fin, asintió rápida con la cabeza, absteniéndose de cualquier comentario. Aunque estuvo a punto de decir que no le gustaban los pescadores, sobre todo regordetes. Y con la testa cubierta por unos cabellos blanquitos como el requesón.

– Sí -dijo Nimue con énfasis-. Ya hemos hecho la introducción. Es hora de pasar a cosas más concretas. ¿No te interesa saber por qué entre tantas candidatas te he elegido precisamente a ti?

Condwiramurs, si se lo pensó un poco antes de responder, fue tan sólo por no aparentar demasiado orgullo. Muy pronto, sin embargo, llegó a la conclusión de que mostrarle a Nimue una falsa modestia, incluso aunque fuera en un grado muy pequeño, sonaría demasiado a falso.

– Soy la mejor soñadora de la academia -respondió con la voz fría, de forma muy objetiva y sin jactancia-. Y en el tercer curso fui la segunda de entre las onirománticas.

– Podría haberme traído a la primera. -Nimue era, en verdad, dolorosamente sincera-. Dicho sea entre paréntesis, me propusieron a esa empollona, y además con cierta insistencia porque al parecer es la hija de alguien importante. Y si se trata de los sueños, de la oniroscopia, bien sabes, querida Condwiramurs, que se trata de un don bastante caprichoso. Incluso la mejor soñadora puede tener un fiasco.

Condwiramurs apretó los dientes para no responder que sus fiascos se podían contar con los dedos de una mano. Al fin y al cabo hablaba con la maestra. Mantén las proporciones, dama particular, como solía decir uno de los profesores de la academia, un erudito.

Nimue premió su silencio con un leve ademán de su cabeza.

– Pedí informes en la escuela -dijo al cabo-. Por ello sé que no tienes que ayudarte a soñar con sustancias alucinógenas. Me alegro, porque no tolero los narcóticos.

– Sueño sin polvos de ningún tipo -confirmó Condwiramurs con cierto orgullo-. Para la oniroscopia me basta si tengo un ancla.

– ¿El qué?

– Bueno, un ancla. -La adepta tosió-. Es decir, un objeto que esté relacionado con lo que haya de soñar. Una cosa. O un cuadro…

– ¿Un cuadro?

– Sí. No se me da mal con un cuadro.

– Oh. -Nimue sonrió-. Oh, si un cuadro sirve de ayuda, entonces no vamos a tener problemas. Si ya has dado cuenta del desayuno, vamos, mejor soñadora y segunda entre las onirománticas. Será mejor que sin tardanza te aclare los otros motivos por los que precisamente te elegí a ti como asistente.

Un frío que no atenuaban ni los gruesos tapices ni la madera que revestía las paredes surgía de los muros de piedra. El suelo de piedra mordía los pies a través de los zapatos.

– Al otro lado de estas puertas -Nimue le señaló con descuido- está el laboratorio. Como se ha dicho, puedes usarlo como prefieras. Por supuesto, con la recomendable cautela. Se aconseja moderación, sobre todo si se intenta obligar a una escoba a traer agua.

Condwiramurs rió por cortesía, aunque la broma estaba ya muy gastada. Todas las profesoras agasajaban a sus discípulas con chistes relacionados con los míticos apuros del mítico aprendiz de nigromante.

Las escaleras se elevaban hacia las alturas como una serpiente marina, parecían no tener final. Y eran muy escarpadas. Antes de que llegaran a su destino, Condwiramurs estaba sudando y jadeaba. A Nimue sin embargo no parecía haberle afectado en nada el esfuerzo.

– Por aquí, por favor. -Abrió unas puertas de roble-. Cuidado con el umbral.

Condwiramurs entró y lanzó un suspiro.

La habitación era una galería. Sus paredes estaban cubiertas de cuadros del suelo al techo. Allí colgaban enormes óleos, antiguos, descascarillados, agrietados, miniaturas, amarillentos grabados y xilografías, pálidas acuarelas y sepias. También estaban colgados allí vivos guaches y témperas de colores modernos, aguatintas y aguafuertes de limpios trazos, contrastadas litografías y mezzotintas, que atraían la mirada con sus nítidas manchas de negro.

Nimue se detuvo ante la imagen que estaba más cerca de la puerta, un cuadro que mostraba a un grupo reunido en torno a un árbol enorme. Miró la tela, luego a Condwiramurs, y su mirada muda era extraordinariamente expresiva.

– Jaskier -la adepta, que se dio cuenta al punto de lo que se trataba, no la hizo esperar- canta romances al pie del roble Bleobheris.

Nimue sonrió, asintió. Y dio un paso, deteniéndose delante del siguiente cuadro. Acuarela. Simbolismo. Dos siluetas de mujer sobre una montaña. Por encima de ellas, unas gaviotas, bajo ellas, en las faldas de la montaña, un corro de sombras.

– Ciri y Triss Merigold, la visión de Kaer Morhen.

Sonrisa, asentimiento, un paso, otro cuadro. Un jinete al galope, por una fila de alisos deformados, que estiraban hacia él los brazos de sus ramas. Condwiramurs sintió cómo la atravesaba un escalofrío.

– Ciri… Humm… Creo que es su cabalgata para encontrarse con Geralt en la granja del mediano Hofmeier.

La siguiente imagen, un óleo oscurecido. Una escena de batalla.

– Geralt y Cahir defienden el puente del Yaruga.

A continuación fue más rápido.

– Yennefer y Ciri, su primer encuentro en el santuario de Melitele. Jaskier y la dríada Eithné en el bosque de Brokilón. La compaña de Geralt durante la tormenta de nieve en el paso de Malheur…

– Bravo, perfecto -la cortó Nimue-. Conoces estupendamente las topeadas. Ahora ya sabes la otra razón por la que tú estás aquí y no otra persona.

Por encima de la mesita de ébano a la que se sentaron colgaba un enorme lienzo de batallas que presentaba, por lo que parecía, la batalla de Brenna, algún momento clave de la lucha o bien una escena más bien hortera con la muerte de algún héroe. El lienzo, fuera de toda dada, era obra de Nicolás Certos, se podía reconocer por la expresión, elperfecto cuidado por el detalle y los efectos de iluminación típicos del artista.

– Cierto, conozco las leyendas acerca del brujo y la bruja -respondió Condwiramurs-. Las conozco, no dudo en decirlo, fragmentariamente. Siendo una cría, amaba estas historias, las leía una y otra vez. Y soñaba con ser Yennefer. Seré sincera, sin embargo: incluso si se trató de un amor a primera vista, incluso si fue un estallido de pasiones… no fue un amor eterno.

Nimue alzó las cejas.

– Conocí la historia -siguió Condwiramurs- en los resúmenes populares y las versiones para niños, chuletas recortadas y adecentadas ad usum delphini. Luego continué de forma natural con las versiones completas y serias. Dilatadas hasta la frontera de la redundancia y a veces más allá. Entonces mi pasión fue sustituida por una reflexión flemática y la pasión salvaje dio paso a algo parecido a la obligación matrimonial. No sé si entiendes a qué me refiero.

Nimue le confirmó que lo comprendía con un movimiento de cabeza apenas perceptible.

– Resumiendo, prefiero aquellas leyendas que se atienen más a las convenciones legendarias, no mezclan la ficción con la realidad y no intentan aunar la simple y sincera moral del cuento de hadas con la verdad histórica, que es profundamente inmoral. Prefiero las leyendas sin los prólogos de los enciclopedistas, arqueólogos e historiadores. Aquéllas cuyo convencionalismo está libre de experimentos. Prefiero que si el príncipe sube a la cumbre de la Montaña de Cristal y besa a la bella durmiente, ésta se despierte y los dos vivan después eternamente felices. Así, y no de otro modo, tienen que acabarse las leyendas… ¿De qué pincel es este retrato de Ciri? ¿Ese en pied?

– No existe retrato alguno de Ciri. -La voz de la pequeña hechicera era imparcial hasta el hueso-. Ni aquí ni en ningún lugar del mundo. No se ha conservado ningún retrato, ni una miniatura pintada por alguien que hubiera podido ver a Ciri, conocerla o siquiera recordarla. El retrato en pied representa a Pavetta, la madre de Ciri, y lo pintó el enano Ruiz Dorrit, pintor de palacio de los señores de Cintra. Se sabe que Dorrit pintó a Ciri a la edad de diez años, también en pied, pero la tela, llamada Infanta con galgo, se perdió, por desgracia. Volvamos sin embargo a la leyenda y a tus relaciones con ella. Y a lo que, en tu opinión, debiera ser la forma de terminarse de la leyenda.

– Debe terminarse bien -dijo Condwiramurs con una convicción un tanto agresiva-. El bien y la justicia tienen que triunfar, el mal ha de recibir un castigo ejemplar, el amor ha de unir a los amantes como coronación de sus vidas. ¡Y ninguno de los héroes positivos puede morir, rayos! ¿Y la leyenda de Ciri? ¿Cómo termina?

– Precisamente. ¿Cómo?

Condwiramurs se quedó muda por un instante. No se esperaba aquella pregunta, olía a prueba, examen, trampa. Calló para no que no la pillaran.

¿Cómo termina la leyenda de Ciri y Geralt? Pues si lo sabe todo el mundo. Miró una acuarela de tonos oscuros que presentaba una barca borrosa deslizándose por la superficie de un lago borroso por los vapores. La barca iba propulsada por una mujer que empujaba con una larga pértiga, una mujer que sólo era visible como una silueta negra.

Precisamente así termina la leyenda. Precisamente así.

Nimue leyó sus pensamientos.

– No es tan seguro que fuera así, Condwiramurs. No es tan seguro.

– La leyenda -comenzó Nimue- la conocí de labios de un cuentista vagabundo. Soy moza de aldea, la cuarta hija de un carretero de pueblo. Los días en los que estuvo en nuestra aldea el cuentista Silbón, viejo vagabundo, fueron los más hermosos de mi niñez. Se podía descansar de las fatigas, contemplar con los ojos del alma aquellos prodigios de cuento de hadas, ver aquel mundo tan lejano… Un mundo hermoso y milagroso… Más lejano y milagroso que el mercado de la ciudad que estaba a nueve millas…

«Tenía por entonces como seis o siete años. Mi hermana mayor tenía catorce. Y ya estaba doblada de agacharse para trabajar. ¡El destino de la hembra! ¡Para esto nos preparaban desde pequeñas a las muchachas! ¡Agáchate! Agacharse eternamente, agacharse y doblarse para trabajar, para cuidar del niño, a causa del peso de la tripa que tu hombre te ha hecho apenas te has recuperado del parto…

«Fueron estos relatos de viejo los que hicieron que comenzara a desear algo más que afanarse y agacharse, soñar con algo más que parir, que el marido y los hijos. El primer libro que compré con lo que saqué de la venta de moras que recogí en el bosque fue la leyenda de Ciri. Una versión, como bien dijiste, adecentada, para niños, un ladrillo ad usum delphini. Era una versión que ni pintada para mí. Apenas sabía leer. Pero ya entonces sabía lo que quería. Quería ser como Filippa Eilhart, como Sheala de Tancarville, como Assire var Anahid…

Las dos miraron un guache que presentaba en un sutil claroscuro la sala de un castillo, una mesa y unas mujeres que estaban sentadas a una mesa. Unas mujeres legendarias.

– En la academia -siguió Nimue- en la que ingresé al segundo intento, me ocupé del mito tan sólo en lo relativo a la Gran Logia que aparecía en la asignatura de Historia de la Magia. Al principio no tenía demasiado tiempo para leer por placer, tenía que empollar para… para mantener el paso con las hijas de los condes y banqueros a las que Indo les era fácil, que se reían de una mozuela de aldea…

Enmudeció, separó los dedos con un chasquido.

– Por fin -continuó-, encontré tiempo para la lectura, pero entonces me di cuenta de que las peripecias de Geralt y Ciri me interesaban bastante menos que en mi infancia. Apareció un síndrome parecido al que tú describías. ¿Cómo lo has llamado? ¿Obligaciones matrimoniales? Así fue hasta el momento…

Enmudeció, se pasó la mano por el rostro. Condwiramurs advirtió con asombro que la mano de la Dama del Lago temblaba.

– Tenía dieciocho años, creo, cuando… cuando sucedió algo. Algo que ocasionó que la leyenda de Ciri reviviera dentro de mí. Que hizo que comenzara a ocuparme de ella seriamente y con afán científico. Que me impulsó a sacrificarle mi vida.

La adepta guardaba silencio, aunque en su interior estaba ardiendo de curiosidad.

– No finjas que no lo sabes -dijo Nimue con aspereza-. Todos saben que la Dama del Lago está poseída por una obsesión casi enfermiza por la leyenda de Ciri. Todos cotillean acerca de esta vena que al principio había sido inocente, pero que se convirtió luego en algo parecido a una dependencia narcótica o incluso una manía. En esos cotilleos, mi querida Condwiramurs, hay mucho de verdad. Y tú, puesto que te he elegido como asistente, también caerás en la manía y la dependencia. Ya que te lo exigiré. Por lo menos durante el tiempo de la práctica. ¿Entiendes?

La adepta confirmó con un ademán de cabeza.

– Te parece que entiendes. -Nimue se contuvo y se calmó-. Pero yo te lo explicaré. Poco a poco. Y cuando llegue el momento, te lo explicaré todo. De momento…

Se interrumpió, miró por la ventana, al lago, al oscuro trazo de la barca del Rey Pescador, claramente dibujado en el dorado de la difusa superficie de las aguas.

– De momento descansa. Contempla los cuadros. En los armarios y vitrinas encontrarás álbumes y cartones de grabados, todos los relacionados con el tema de la leyenda. En la biblioteca están todas las versiones y transformaciones de la leyenda, también la mayor parte de las obras científicas. Dedícales algo de tiempo. Mira, lee, concéntrate. Quiero que tengas material para soñar. Un ancla, como dijiste.

– Lo haré. ¿Doña Nimue?

– Dime.

– Estos dos retratos… los que cuelgan el uno junto al otro… ¿tampoco son de Ciri?

– No existe retrato alguno de Ciri -repitió Nimue con paciencia-. Los artistas posteriores la representaron exclusivamente en escenas concretas, cada uno según su fantasía. En lo que respecta a estos retratos, éste de la izquierda también es más bien una variación libre del tema, puesto que presenta a la elfa Lara Dorren aep Shiadhal, una persona a la que la pintora no podía conocer. La pintora era Lydia van Bredevoort, a quien seguro que conoces de la leyenda. Otros de sus óleos que han sobrevivido se encuentran en la academia.

– Lo sé. ¿Y el otro retrato?

Nimue miró durante largo rato el cuadro. La imagen de una delgada muchacha de cabellos claros y mirada triste. Vestida con un vestido blanco de mangas verdes.

– Lo pintó Robin Anderida -dijo, al tiempo que se daba la vuelta y miraba a los ojos a Condwiramurs-. Y a quién representa… Tú me lo dirás, soñadora y oniromántica. Sueña con él. Y cuéntame tu sueño.


*****

El maestro Robin Anderida distinguió el primero al emperador mientras éste se acercaba, hizo una reverencia. Stella Congreve, condesa de Liddertal, se levantó e hizo una genuflexión, ordenando con un rápido gesto a la muchacha que estaba sentada en un sillón labrado que hiciera lo mismo.

– Mis saludos, señoras. -Emhyr var Emreis saludó con la cabeza-. Y mis saludos a ti también, maestro Robin. ¿Cómo va el trabajo?

El maestro Robin carraspeó turbado y se inclinó otra vez, limpiándose los dedos nerviosamente en el mandil. Emhyr sabía que el artista padecía de una aguda agorafobia y era de una timidez enfermiza. Pero a quién le importaba aquello. Lo importante era cómo pintaba.

El emperador, como era su costumbre durante los viajes, llevaba un uniforme de oficial de la brigada de la guardia Impera, armadura negra y capa con una salamandra de plata bordada. Se acercó, miró el retrato. Primero el retrato, sólo después a la modelo. Una delgada muchacha de cabellos claros y mirada triste. Vestida con un vestido blanco de mangas verdes con un pequeño escote adornado con un collarcito de peridotos.

– Extraordinario -dijo mirando conscientemente al vacío, para que no se supiera lo que estaba alabando-. Extraordinario, maestro. Por favor, continuad, no prestéis atención a mi persona. Si me permitís un momento, condesa.

Se alejó hacia la ventana, obligándole a ella a seguirle.

– Me voy -dijo en voz baja-. Asuntos de estado. Gracias por la hospitalidad. Y por ella. Por la princesa. Un buen trabajo, de verdad, Stella. De verdad que hay mucho que alabar. Tanto a ti como a ella.

Stella Congreve hizo una reverencia profunda y con gracia.

– Su majestad imperial es demasiado bueno con nosotras.

– No alabes el día hasta que haya llegado la tarde.

– Ah… -Ella apretó ligeramente los labios-. ¿Ciertamente?

– Ciertamente.

– ¿Qué será de ella, Emhyr?

– No lo sé -respondió-. Dentro de diez días recomenzamos la ofensiva hacia el norte. Y se anuncia una guerra difícil, muy difícil. Vattier de Rideaux persigue las conjuras y complots dirigidos contra mí. La razón de estado me puede obligar a muchas y muy diversas cosas.

– Esta niña no es culpable de nada.

– He dicho: la razón de estado. La razón de estado no tiene nada que ver con la justicia. Al fin y al cabo…

Agitó una mano.

– Quiero hablar con ella. A solas. Acércate, princesa. Más cerca, más cerca, aprisa. El emperador lo ordena.

La muchacha hizo una profunda reverencia. Emhyr la midió con la mirada, volviendo con la memoria a aquella audiencia en Loc Grim tan preñada de consecuencias. Estaba lleno de reconocimiento, incluso de admiración, hacia Stella Congreve, quien, durante los seis meses que habían pasado desde entonces, había conseguido hacer de un patito feo una pequeña aristócrata.

– Dejadnos -ordenó-. Haz una pausa, maestro Robin, para lavar los pinceles, digamos. Por tu parte, condesa, te pido que esperes en el recibidor. Y tú, princesa, sal conmigo a la terraza.

La húmeda nieve que había caído por la noche había desaparecido bajo los primeros rayos del sol de la mañana, pero los tejados de las torres y pináculos del castillo de Darn Rowan seguían húmedos y brillaban de tal forma que parecían estar ardiendo. Emhyr se acercó a la balaustrada de la terraza. La muchacha -siguiendo la etiqueta- se mantenía a un paso por detrás de él. Con un gesto impaciente, el emperador la apremió para que se acercara.

El emperador guardó silencio largo rato, con las dos manos apoyadas en la balaustrada, con la vista fija en la montaña y en el verde eterno de los tejos que la cubrían, que resaltaban con claridad contra el blanco calizo de las fallas rocosas. Relucía el río, cinta de plata líquida que se retorcía por el fondo del valle. Podía olerse la primavera en el aire.

– Paso demasiado poco tiempo aquí -dijo Emhyr. La muchacha se mantuvo callada-. Vengo demasiado poco por aquí -repitió, girándose-. Y éste es un lugar hermoso y lleno de tranquilidad. Un paisaje hermoso… ¿Estás de acuerdo conmigo?

– Sí, majestad imperial.

– Se puede oler la primavera en el aire. ¿Tengo razón?

– Sí, majestad imperial.

Desde abajo, desde el patio, se escuchaba un cántico estorbado por el tintineo, el chirrido y el golpeteo de las herraduras. La escolta, informada de que el emperador había ordenado el viaje, se preparaba a toda prisa para el camino. Emhyr recordó que entre los guardias había uno que cantaba. A menudo. Y con independencia de las circunstancias.


Vuelve a mí compasiva los garzos ojos,

regálame enternecida donaires tuyos.

Recuérdame compasiva y no rechaces

sonora, la de Amor canción dolida en las

nocturnas horas.


– Bonita balada -dijo pensativo, tocando con los dedos su toisón de emperador.

– Bonita, majestad imperial.

– Vattier me asegura que ya está tras las huellas de Vilgefortz. Que encontrarlo no es más que una cuestión de días, como mucho de semanas. Caerán las cabezas de los traidores y se traerá a Nilfgaard a la verdadera Cirilla, reina de Cintra. Y antes de que llegue a Nilfgaard la auténtica Ciri, habrá que hacer algo con su doble. Alza la cabeza.

Ella obedeció.

– ¿Deseas algo? -preguntó de pronto alzando la voz-. ¿Quejas? ¿Ruegos?

– No, majestad imperial. No tengo.

– ¿De verdad? Curioso. En fin, no puedo ordenarte que los tengas. Alza la cabeza, como le corresponde a una princesa. ¿Stella te ha enseñado modales?

– Sí, majestad imperial.

Ciertamente. Bien le han enseñado, pensó. Primero Rience, luego Stella. Le enseñaron bien su papel y su rol, amenazándole seguro con que por una equivocación o un error pagaría con la tortura y la muerte. Le advirtieron que tendría que actuar ante un auditorio severo que no le perdonaría los errores. Ante el terrible Emhyr var Emreis, emperador de Nilfgaard.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó con voz agria.

– Cirilla Fiona Elen Riannon.

– Tu verdadero nombre.

– Cirilla Fiona…

– No abuses de mi paciencia. ¡El nombre!

– Cirilla… -la voz de la muchacha se quebró como un palillo-… Fiona…

– Basta, por el Gran Sol -dijo él con los dientes apretados-. ¡Basta!

Ella sorbió con fuerza por la nariz. En contra de la etiqueta. Los labios le temblaban, pero eso la etiqueta no lo prohibía.

– Tranquilízate -le ordenó, aunque con una voz baja y casi suave-. ¿De qué tienes miedo? ¿Te avergüenzas de tu propio nombre? ¿Tienes miedo de reconocerlo? ¿Está ligado a algo que sea desagradable? Si te pregunto es sólo porque me gustaría dirigirme a ti por tu verdadero nombre. Pero he de saber cuál es.

– Cualquiera -respondió, y sus grandes ojos brillaron de pronto como esmeraldas de llamas brillantes-. Porque es un nombre cualquiera, majestad imperial. Un nombre justo para alguien que no es nadie. Mientras sea Cirilla Fiona, significo algo… Mientras…

La voz se le ahogó en la garganta de modo tan súbito que inconscientemente se echó mano al cuello, como si lo que tenía en él no fuera un collar, sino un asfixiante garrote vil. Emhyr la seguía midiendo con la vista, lleno de admiración hacia Stella Congreve. Al mismo tiempo sintió rabia. Una rabia sin motivo. Y por eso aún más terrible. Qué es lo que yo quiero de esta niña, pensó, sintiendo cómo la rabia se le acumulaba, cómo le ardía, cómo rompía a hervir como la sopa en el caldero. Qué es lo que yo quiero de esta niña que…

– Has de saber que yo no tuve nada que ver con tu rapto, muchacha -dijo, agrio-, no tuve nada que ver con que te trajeran aquí. No lo ordené. Me engañaron…

Estaba enfadado consigo mismo, consciente de que estaba cometiendo un error. Debiera haber concluido aquella conversación hacía ya mucho rato, terminarla con gracia, con poderío, amenazadoramente, como un emperador. Debía olvidarse de aquella muchacha y de sus ojos verdes. Aquella muchacha no existía. Era un doble. Una imitación. Ni siquiera tenía nombre. No era nada. Y un emperador no habla con alguien que no es nada. Un emperador no reconoce sus errores ante alguien que no es nada. Un emperador no pide perdón, no se humilla ante alguien que…

– Perdóname -dijo, y las palabras le eran ajenas, se le pegaban desagradablemente a los labios-. Cometí un error. Sí, cierto, soy culpable de lo que te ha pasado. Culpable. Pero te doy mi palabra de que no te amenaza nada. No te sucederá nada malo. Ningún daño, ningún menoscabo, ninguna pena. No tienes que tener miedo.

– No tengo miedo. -Alzó la cabeza y, en contra de la etiqueta, le miró directamente a los ojos.

Emhyr tembló, alcanzado por la honestidad y confianza de su mirada. Pero se recuperó al instante, imperial y digno hasta la náusea.

– Pídeme lo que quieras.

Ella le miró de nuevo, y él, contra su voluntad, recordó aquellas innumerables veces en las que de aquel mismo modo había comprado tranquilidad de conciencia por la ruindad cometida contra alguien. Y alegrándose, en lo profundo de su mente, de pagar tan poco por ello.

– Pídeme lo que quieras -repitió, y como estaba ya cansado, la voz se le hizo de pronto más humana-. Te otorgaré lo que desees.

Que no me mire, pensó. No aguanto su mirada.

Al parecer, la gente me tiene miedo. ¿Y a qué tengo yo miedo?

Que le den a Vattier de Rideaux y a su razón de estado. Si ella me lo pide, ordenaré que la devuelvan a su casa, a donde sea que la raptaran. Ordenaré que la lleven en una carroza de arreos de oro. Basta con que lo pida.

– Pídeme lo que quieras -repitió.

– Os lo agradezco, majestad imperial -dijo la muchacha, bajando los ojos-. Su majestad imperial es muy liberal y muy generosa. Si pudiera pedir algo…

– Habla.

– Quisiera quedarme aquí. Aquí, en Darn Rowan. En casa de doña Stella.

No le asombró. Se imaginaba algo así.

Su discreción le contuvo de hacer preguntas que podían haber sido humillantes para ambos.

– Te di mi palabra -dijo con voz fría-. Que se cumpla tu voluntad.

– Gracias, majestad imperial.

– Di mi palabra -repitió, intentando evitar su mirada- y la mantendré. Sin embargo, pienso que has elegido mal. No has escogido el deseo que debieras. Si cambiaras de opinión…

– No la cambiaré -dijo, cuando estuvo claro que el emperador no iba a terminar-. ¿Por qué la iba a cambiar? Elegí a doña Stella, elegí cosas de las que siempre tuve poco en mi vida… Un hogar, calor, bondad… Corazón. No se puede errar cuando se elige algo así.

Pobre, ingenua criatura, pensó el emperador Emhyr var Emreis, Deithwen Addan yn Carn aep Morvudd, el Fuego Blanco que Baila sobre las Tumbas de sus Enemigos. Precisamente al elegir tales cosas es cuando se comete el más terrible de los errores. Pero algo -quizá recuerdos largo tiempo olvidados- le impidió al emperador decirlo en voz alta.


*****

– Interesante -dijo Nimue, mientras escuchaba el relato-. Un sueño en verdad interesante. ¿Has soñado algo más?

– ¡Buff! -Condwiramurs cortó la punta del huevo con un golpe rápido y seguro de un cuchillo-. ¡Todavía me da vueltas la cabeza después de ese desfile! Pero esto es normal. La primera noche en un lugar nuevo produce siempre sueños caóticos. Sabes, Nimue, dicen de nosotras, las soñadoras, que nuestro talento no radica en el hecho de que soñemos. Si descontamos las visiones en estado de trance o bajo hipnosis, nuestros sueños no se diferencian de los sueños de otras personas ni en intensidad, ni en abundancia, ni en carga precognitiva. Nos diferencia, y eso es lo que implica nuestro talento, algo completamente distinto. Nosotras recordamos los sueños. Pocas veces olvidamos lo que hemos soñado.

– Porque vuestras glándulas de secreción interna funcionan atípicamente y de una forma especial -la cortó la Dama del Lago-. Vuestros sueños, dicho de forma un tanto trivial, no son otra cosa que endorfinas inyectadas en el organismo. Como la mayoría de los talentos mágicos naturales, también el vuestro es prosaicamente orgánico. Pero por qué cuento algo que tú misma sabes de sobra. Dime, ¿qué más sueños recuerdas?

– Un muchacho joven -Condwiramurs frunció el ceño- que camina por campos desiertos con un hato al hombro. Los campos están vacíos, primaverales. Sauces… Junto a los caminos y en las lindes. Sauces torcidos, horadados, deformes… Desnudos, todavía sin hojas. El muchacho camina, mira a su alrededor. Cae la noche. En el cielo aparecen las estrellas. Una de ellas se mueve. Es un cometa. Una chispa rojiza y movediza, que corta el firmamento a saltitos…

– Bravo. -Nimue sonrió-. Aunque no tengo ni idea de quién es la persona con la que has soñado, por lo menos se puede datar con precisión el acontecimiento. El cometa rojo se vio durante seis días, la primavera de la firma de la paz de Cintra. Exactamente en los primeros días de marzo. ¿También en el resto de los sueños hay algo que permita datarlos?

– ¡Mis sueños -bufó Condwiramurs mientras echaba sal al huevo- no son un calendario agrícola! ¡No tienen plaquitas con la fecha! Aunque para ser sincera, soñé con la batalla de Brenna, seguramente por haber contemplado el lienzo de Nicolás Certos en tu galería. Es la misma fecha que el cometa. ¿Me equivoco?

– No te equivocas. ¿Había algo especial en el sueño de la batalla?

– No. Un caos de caballos, personas y armas. Las personas entrechocaban y gritaban. Alguien, con toda seguridad un anormal, aullaba: «¡Las águilas! ¡Las águilas!».

– ¿Qué más? Has dicho que los sueños fueron un verdadero desfile.

– No me acuerdo. -Condwiramurs se detuvo. Nimue sonrió-. Bueno, vale. -La adepta respingó con fuerza, impidiendo a la Dama del Lago cualquier comentario burlón-. Cierto, a veces me olvido. Nadie es perfecto. Te repito que mis sueños son visiones, no un catálogo de biblioteca…

– Lo sé -la interrumpió Nimue-. No estamos haciendo un examen de tus capacidades como soñadora, estamos analizando la leyenda. Sus enigmas y flecos. Y al fin y al cabo no nos va mal, ya en los primeros sueños has descubierto quién era la muchacha del retrato, el doble de Ciri con el que Vilgefortz intentó engañar al emperador Emhyr…

Se interrumpieron porque el Rey Pescador entró en la cocina. Haciendo una reverencia y gruñendo, tomó pan de un aparador, una vasija doble y un rollo de lienzo. Salió, sin olvidar inclinarse y gruñir.

– Cojea mucho -dijo Nimue en apariencia desganada-. Lo hirieron gravemente. Un jabalí le machacó la pierna en una cacería. Por eso pasa tanto tiempo en la barca. Entre remos y pescados la herida no le molesta y en la barca olvida su cojera. Es un hombre bueno y muy honrado. Y yo…

Condwiramurs guardó silencio con cortesía.

– Necesito un hombre -aclaró con imparcialidad la pequeña hechicera.

Yo también, pensó la adepta. Rayos, en cuanto vuelva a la academia me dejaré engatusar por alguien. El celibato está bien, pero no más de un semestre.

Nimue carraspeó.

– Si has terminado de desayunar y de soñar, vamos a la biblioteca.


*****

– Volvamos a tu sueño.

Nimue abrió la carpeta, repasó unas acuarelas hechas a la sepia, extrajo una. Condwiramurs la reconoció al instante.

– ¿La audiencia de Loe Grim?

– Por supuesto. El doble es presentado en el palacio imperial. Emhyr finge que se deja engañar, pone buena cara al mal tiempo. Éstos son, mira, los embajadores de los reinos del norte, para los que se interpreta este espectáculo. Aquí contemplamos a los duques nilfgaardianos para los que era una afrenta el que el emperador rechazara a sus hijas, despreciara las ofertas de alianzas. Ansiosos de venganza, susurran, apiñados los unos hacia los otros, rumian ya traiciones y muerte. La muchacha está de pie, con la cabeza inclinada, el artista, para acentuar el misterio, la embutió en un pañizuelo que le cubría los rasgos de la cara.

»Y nada más sabemos sobre la falsa Ciri -continuó al cabo la hechicera-. Ninguna de las versiones de la leyenda describe lo que le sucedió después al doble.

– Habría que imaginarse, sin embargo -dijo Condwiramurs con acento triste-, que la suerte de la muchacha no fue para dar envidia. Cuando Emhyr consiguió el original, y sabemos que lo consiguió, se libró de la falsificación. Cuando soñé, no percibí tragedia y, de hecho, debiera haber sentido algo si… Por otro lado, lo que veo en sueños no tiene por qué ser verdad. Como todo ser humano, sueño ilusiones. Deseos. Nostalgias… Y miedos.

– Lo sé.

Discutieron hasta la hora de la comida, examinando carpetas y fascículos de grabados. La pesca se le debía de haber dado bien al Rey Pescador, porque para almorzar había salmón a la parrilla. Para cenar también.

Condwiramurs durmió mal por la noche. Había comido demasiado. No había soñado nada. Estaba un tanto enfurecida y avergonzada por ello, pero Nimue no mostró preocupación alguna. Tenemos tiempo, dijo. Tenemos todavía muchas noches. La torre de Inis Vitre tenía varios cuartos de baño, bastante lujosos, de claros mármoles y brillante hojalata, calentados por un hipocausto que se encontraba en algún lugar del sótano. Condwiramurs no sentía embarazo de ocupar los baños durante horas, pero también se encontraba a veces con Nimue en la sauna, una pequeña cabaña de madera con un desembarcadero que salía hacia el lago. Mojadas, respirando el vapor que exhalaban las piedras regadas con agua, se sentaban ambas en unos banquitos, golpeándose de buena gana con unas escobillas de abedul mientras un sudor salado les corría hasta los ojos.

– Si no he entendido mal -Condwiramurs se limpió el rostro-, mi práctica en Inis Vitre consistirá en soñar todos los huecos de las leyendas sobre el brujo y la bruja, ¿no?

– Has entendido bien.

– ¿De día, a base de contemplar grabados y discutir, tengo que cargarme para soñar, para que en la noche pueda soñar una versión verdadera, desconocida para todo el mundo, de estos acontecimientos?

Esta vez Nimue no consideró necesario confirmarlo. Tan sólo se atizó unas cuantas veces con la escobilla, se levantó y vertió agua sobre las piedras ardientes. El vapor borboteó, su calor les privó de aliento por un segundo.

Nimue se echó por encima el resto del agua del balde. Condwiramurs admiró su figura. Aunque era pequeña, la hechicera era de proporcionada constitución. Las formas y tactos de su piel podían muy bien ser la envidia de una veinteañera. Condwiramurs, por no ir más lejos, tenía veinticuatro años. Y la envidiaba.

– Pero incluso si sueño algo -continuó, limpiándose de nuevo el rostro sudoroso-, ¿cómo vamos a estar seguras de que he soñado la versión verdadera? Ciertamente, no sé…

– De esto hablaremos luego -le cortó Nimue-. Fuera. Estoy ya harta de estar sentada en esta olla. Vamos a refrescarnos. Y luego hablaremos.

Aquello también era parte del ritual. Salieron corriendo de la sauna, con sus pies desnudos repiqueteando sobre las tablas del desembarcadero, luego saltaron al lago, lanzando fieros chillidos. Una vez que se hubieron remojado, se subieron al desembarcadero, se escurrieron los cabellos.

El Rey Pescador, alarmado por los chapoteos y los chillidos, miró desde su bote, las vio, haciéndose sombra en los ojos con la mano, pero al momento se dio la vuelta y se afanó de nuevo en sus aparejos de pesca. Condwiramurs consideró aquel comportamiento como insultante y reprensible. Su opinión acerca del Rey Pescador había cambiado bastante cuando advirtió que el tiempo que no pasaba pescando lo dedicaba a la lectura. Iba con el libro hasta al retrete y se trataba nada más y nada menos que del Speculum aureum, obra seria y difícil. Así que si bien era cierto que en los primeros días en Inis Vitre Condwiramurs se había asombrado un tanto de las inclinaciones de Nimue, ya hacía mucho que había dejado de hacerlo. Estaba claro que el Rey Pescador sólo era zafio y patán en apariencia. Era una comedia para preservar su seguridad.

Por eso mismo, pensó Condwiramurs, es un insulto y una afrenta imperdonable el volverse hacia las cañas y los cebos cuando por el desembarcadero desfilan dos mujeres desnudas, con unos cuerpos dignos de ninfas de los que los ojos no debieran poder apartarse.

– Si sueño algo -volvió al tema mientras se secaba los pechos con una toalla-, ¿qué garantía tendremos de que se trata de la versión verdadera? Conozco todas las versiones literarias de la leyenda, desde Medio siglo de poesía, de Jaskier, hasta La dama del lago, de Andrés Ravix. Conozco al reverendo Jarre, conozco todos los trabajos científicos sobre el tema, por no hablar de las versiones populares. Todas estas lecturas han dejado su huella, no soy capaz de eliminar esto de mis sueños. ¿Hay alguna posibilidad de traspasar la ficción y soñar la verdad?

– La hay.

– ¿Cuánta?

– La misma que tiene el Rey Pescador. -Nimue, con un movimiento de cabeza, señaló a la barca en el lago-. Tú misma ves que echa sus anzuelos sin descanso. Saca yerbas, raíces, tocones sumergidos, troncos, botas viejas, ahogados y el diablo sabe qué más. Pero de vez en cuando pesca algo.

– Feliz pesca, entonces -suspiró Condwiramurs mientras se vestía-. Echemos el anzuelo y a pescar. Busquemos las verdaderas versiones de la leyenda, rajemos la tapicería y el forro, golpeteemos el cofre en busca de un falso fondo. Pero, ¿y si no hay falso fondo? Con todos mis respetos, Nimue, no somos los primeros en esta pesquera. ¿Qué posibilidad tenemos de que algún pormenor o detalle haya escapado a los batallones de expertos que han pescado aquí antes de nosotros? ¿De qué nos hayan dejado siquiera un pececillo?

– Lo han dejado -afirmó Nimue con convicción, al tiempo que se retorcía los cabellos mojados-. Lo que ellos mismos no sabían lo emparedaron entre fábulas y palabras bonitas. O lo cubrieron de silencio.

– ¿Por ejemplo?

– La estancia invernal del brujo en Toussaint, por no ir más lejos. Todas las versiones de la leyenda tratan este episodio con una corta frase: «Los héroes pasaron el invierno en Toussaint». Incluso Jaskier, que dedicó dos capítulos a sus andanzas en este condado, resulta sorprendentemente enigmático en lo que respecta al brujo. ¿No merece la pena enterarse de lo que sucedió aquel invierno? ¿Después de la huida de Belhaven y del encuentro con el elfo Avallac'h en el complejo subterráneo de Tir ná Béa Arainne? ¿Después de la escaramuza de Caed Myrkvid y de la aventura de los druidas? ¿Qué hizo el brujo en Toussaint desde octubre hasta enero?

– ¿Qué hizo? ¡Invernar! -bufó la adepta-. Antes del deshielo no podía cruzar el paso, por eso invernó y se aburrió. No es de extrañar que los autores posteriores apañaran ese fragmento tan aburrido con un lacónico: «Pasó el invierno». Mas, si se necesita, pues intentaré soñar algo. ¿Tenemos algún cuadro o algún dibujo?

Nimue sonrió.

– Tenemos incluso un dibujo dentro de un dibujo.


*****

El fresco rupestre presentaba una escena de caza. Unos hombrecillos que portaban arcos y lanzas pintados con un negligente trazo de pincel daban feroces saltos persiguiendo a un bisonte grande de color violeta. El bisonte tenía en los costados rayas como de tigre y sobre sus retorcidos cuernos se alzaba algo que recordaba a una libélula.

– Así que ésta es la pintura. -Regis sacudió la cabeza-. Pintada por el elfo Avallac'h. Un elfo que sabía mucho.

– Sí -dijo Geralt con sequedad-. Ésta es la pintura.

– El problema radica en que en estas cuevas que hemos explorado concienzudamente no hay ni rastro ni de elfos ni de las otras criaturas que mencionaste.

– Estaban aquí. Ahora se han escondido. O se han ido.

– Eso es un hecho indudable. No te olvides, te concedieron audiencia sólo gracias a la disposición de la flamínica. Seguramente pensaron que con una audiencia bastaba. Después de que la flamínica rechazara colaborar categóricamente, de verdad que no sé qué más puedes hacer. Llevamos todo el día vagando por estas cuevas. No puedo librarme de la sensación de que lo hemos hecho para nada.

– Yo tampoco puedo librarme de esa sensación -dijo el brujo con amargura-. No entiendo a los elfos. Pero por lo menos ya sé por qué la mayoría de los humanos no tienen mucha simpatía por los elfos. Porque resulta difícil librarse de la sensación de que se burlan de nosotros. En todo lo que hacen, lo que dicen, lo que piensan, los elfos se burlan de nosotros, se mofan. Nos escarnecen.

– El antropomorfismo habla por tu boca.

– Puede que un poco. Pero queda la sensación.

– ¿Qué hacemos?

– Volvamos a Caed Myrkvid, a ver a Cahir, al que sin duda los druidas ya habrán curado su cabeza escalpada. Luego nos subiremos al caballo y usaremos de la invitación de la condesa Anna Henrietta. No pongas esa cara, vampiro. Milva tiene una costilla quebrada, Cahir la testa rota, un poco de descanso en Toussaint les vendrá bien a ambos. También habrá que sacar a Jaskier del lío en que se ha metido, porque me temo que se ha metido en uno bueno.

– En fin -suspiró Regis-, que así sea. Tendré que mantenerme lejos de los espejos y los perros, tener cuidado con los hechiceros y los telépatas… Y si pese a todo me desenmascararan, cuento contigo.

– Puedes contar conmigo -respondió Geralt, serio-. No te abandonaré en la necesidad. Amigo.

El vampiro sonrió y, como estaban solos, con toda su ristra de colmillos.

– ¿Amigo?

– El antropomorfismo habla por mi boca. Venga, salgamos de esta gruta, amigo. Porque lo único que vamos a encontrar aquí va a ser un reuma.

– Lo único. A no ser que… ¿Geralt? Tir ná Béa Arainne, la necrópolis élfica, de acuerdo con lo que viste, está al otro lado de la pintura rupestre, al otro lado de esta pared… Se podría llegar allí si… Bueno, sabes. Si se destrozara esto. ¿No has pensado en ello?

– No. No he pensado.


*****

El Rey Pescador había vuelto a tener suerte, porque para la cena tenían salvelino ahumado. El pescado estaba tan rico que la lección se fue al garete. Otra vez Condwiramurs comió demasiado.

A Condwiramurs se le repetía el salvelino ahumado. Es hora de ir a dormir, pensó, cuando se sorprendió a sí misma pasando por segunda vez las páginas del libro maquinalmente, sin percibir su contenido. Es hora de ir a dormir.

Bostezó, puso el libro a un lado. Arregló el almohadón, pasando de la posición de lectura a la de descanso. Apagó la lámpara con un hechizo. Al instante la habitación se sumió en unas tinieblas impenetrables y densas como melaza. Las pesadas cortinas de terciopelo estaban apretadas a conciencia, la adepta ya sabía que soñaba mucho mejor en las tinieblas. ¿Qué elegir?, pensó, estirándose y retorciéndose entre las sábanas. ¿Ir a una fuente oniródica o probar a anclar?

Pese a sus orgullosas declaraciones, las soñadoras no recordaban ni la mitad de sus sueños proféticos, una parte significativa de ellos se quedaba en la mente de las onirománticas como un galimatías de imágenes, colores cambiantes y formas como de caleidoscopio, infantil juguete de espejos y cristalillos. No era tan grave; si las imágenes carecían de todo orden y hasta de la apariencia de tener sentido, se podía entonces tranquilamente pasarlas por alto y seguir con el orden del día. Algo así como: si no me acuerdo, quiere decir que no merece la pena recordar. En el argot de las soñadoras a estos sueños se los llamaba «chuminadas».

Pero algo peor y más vergonzante era el «fantasma», los sueños de los que las soñadoras recordaban tan sólo fragmentos, únicamente retazos de sentido, sueños tras los que por la mañana sólo quedaban sentimientos confusos de señales recibidas. Si además el «fantasma» se repetía, podía estarse seguro de que se tenía que ver con un sueño de significativo valor oniródico. Entonces la soñadora, mediante la concentración y la autosugestión, intentaba obligarse a soñar de nuevo, esta vez de forma más completa, un «fantasma» concreto. Los mejores resultados los daba el método de obligarse a dormir otra vez nada más despertarse: se llamaba a esto «enganchar». Si el sueño no se dejaba «enganchar», quedaba intentar producir de nuevo una visión dada durante una de las siguientes sesiones mediante concentración y meditación. Una programación así llevaba por nombre «anclarse». Después de doce noches en la isla, Condwiramurs tenía ya tres listas, tres grupos de sueños. Había una lista de éxitos dignos de orgullo, una lista de «fantasmas» que la soñadora había «enganchado» o «anclado» con éxito. Entre ellos estaba el sueño sobre la rebelión de la isla de Thanedd, así como el viaje del brujo y su grupo bajo una tormenta de nieve por el paso de Malheur, y bajo lluvias primaverales por húmedos caminos en el valle de Sudduth. Había -y la adepta no se lo había reconocido a Nimue- una lista de fracasos, de sueños que pese a todos los esfuerzos seguían siendo un enigma. Y había una lista de trabajo, una lista de sueños que esperaban su turno. Y había un sueño, extraño, pero muy agradable, que volvía en retazos y fragmentos, en sonidos inexpresables y toques de terciopelo.

Un sueño agradable y tierno.

Bueno, pensó Condwiramurs. Que así sea.


*****

– Resulta que sé lo que estuvo haciendo el brujo durante el invierno en Toussaint.

– Vaya, vaya. -Nimue apartó la vista por encima de los oculares del grimorio encuadernado en piel que estaba valorando-. ¿Así que al final has soñado algo?

– ¡Y cómo! -dijo emocionada Condwiramurs-. ¡Lo soñé! El brujo Geralt y una mujer de cabellos negros cortos y ojos verdes. No sé quién podía ser. ¿Quizá la condesa acerca de la que escribe Jaskier en sus memorias?

– No debes de haber leído con atención -la enfrió un tanto la hechicera-. Jaskier describe a la condesa Anarietta con todo detalle, y otras fuentes confirman que tenía los cabellos, cito, de color castaño, brillantes, una aureola parecida al oro.

– Así que no es ella -estuvo de acuerdo la adepta-. Mi mujer era morena. Como este carbón, de verdad. Y el sueño era… hummm… interesante.

– Te escucho con atención.

– Estaban hablando. Pero no se trataba de una conversación normal.

– ¿Qué era lo extraordinario?

– La mayor parte del tiempo ella sujetaba sus piernas en los hombros de él.


*****

– Dime, Geralt, ¿crees en el amor a primera vista?

– ¿Y tú crees?

– Creo.

– Ahora ya sabes lo que nos ha unido. Los opuestos que se atraen.

– No seas cínico.

– ¿Por qué? Al parecer el cinismo es señal de inteligencia.

– No es cierto. El cinismo, pese a toda su aura de pseudointeligencia, es repulsivamente falso. Yo no soporto las falsedades. Hablando del diablo… Dime, brujo, ¿qué es lo que más te gusta de mí?

– Esto.

– Pasas del cinismo a la trivialidad y la banalidad. Intenta otra vez.

– Lo que más amo de ti es tu razón, tu inteligencia y tu profundidad interior. Tu independencia y libertad, tu…

– No entiendo de dónde sacas tanto sarcasmo.

– No era sarcasmo, era una broma.

– No aguanto tales bromas. Especialmente cuando no vienen a cuento. Todo, querido mío, tiene su tiempo, y bajo el cielo todo tiene asignada su hora. Hay tiempo para callar y tiempo para hablar, tiempo para llorar y tiempo para reír, tiempo para sembrar y tiempo para coger, perdón, recoger, tiempo para bromas y tiempo para la seriedad…

– ¿Y tiempo para las caricias y tiempo para evitarlas?

– ¡Bah, no te lo tomes tan a pecho! Tómalo más bien como que ahora es el tiempo para los cumplidos. Amarse sin cumplidos destroza mi fisiología, y la fisiología está hecha polvo. ¡Hazme cumplidos!

– Nadie, desde el Yaruga hasta el Buina, tiene un culo tan bonito como el tuyo.

– Y ahora vas y me comparas con no sé qué barbáricos ríos del norte. Dejando a un lado la calidad de la metáfora, ¿no podías haber dicho de Alba hasta Velda? ¿O bien de Alba hasta Sansretour?

– Nunca he estado en Alba. Intento evitar formas de flirteo que no se apoyen en una experiencia fáctica.

– Oh, ¿de verdad? Así que me imagino entonces que has visto y experimentado tantos culos, ya que hablamos de ellos, que te es posible juzgar. ¿Qué, pelosblancos? ¿Cuántas mujeres tuviste antes de mí? ¿Eh? ¡Te he hecho una pregunta, brujo! No, no, déjame, quita esas zarpas, no te vas a escapar así de tener que responderme. ¿Cuántas mujeres tuviste antes de mí?

– Ninguna. Eres la primera.

– ¡Por fin!


*****

Nimue llevaba ya largo rato absorta en la contemplación de una imagen que presentaba en un sutil claroscuro a diez mujeres sentadas a una mesa.

– Una pena que no sepamos qué aspecto tenían en realidad -dijo por fin.

– ¿Las grandes maestras? -bufó Condwiramurs-. ¡Pues si hay decenas de retratos suyos! Sólo en la propia Aretusa…

– He dicho en realidad -la cortó Nimue-. No me refería a imaginaciones embellecidas pintadas a base de otras imaginaciones embellecidas. No te olvides que hubo una época en la que se destruían los retratos de las hechiceras. Y a las propias hechiceras. Y luego hubo un tiempo de propaganda, en el que las maestras se vieron obligadas a provocar con su mismo aspecto respeto, admiración y un pío temor. De entonces provienen todos los Reunión de la Logia, todos los Juramentos y Conventos, lienzos y grabados que presentan una mesa y detrás de ella a diez mujeres maravillosas y encantadoramente atractivas. Pero no hay retratos auténticos, verdaderos. Excepto dos. El retrato de Margarita LauxAntille que cuelga en Aretusa, en la isla de Thanedd, y que se salvó por un milagro del incendio, es verdadero. Y verdadero es el retrato de Sheala de Tancarville en Ensenada, en Lan Exeter.

– ¿Y el retrato de Francesca Findabair pintado por un elfo y que cuelga en la pinacoteca de Vengerberg?

– Una falsificación. Cuando se abrió la Puerta y se fueron los elfos, se llevaron con ellos o destruyeron todas las obras de arte, no dejaron ni un solo cuadro. No sabemos si la Margarita de Dolin era en verdad tan hermosa como dice la leyenda. En general, no sabemos qué aspecto tenía Ida Emean. Y dado que en Nilfgaard se destruyeron las imágenes de las hechiceras de forma muy concienzuda y meticulosa, no tenemos ni idea del aspecto verdadero de Assire var Anahid ni de Fringilla Vigo.

– Sin embargo, pongámonos de acuerdo y aceptemos -Condwiramurs suspiró- que tenían todas precisamente ese aspecto, como las retrataron después. Dignas, altaneras, clementes y sabias, cautelosas, honestas y nobles. Y hermosas, cautivadoramente hermosas… Aceptémoslo. Entonces, como que resulta más fácil vivir.


*****

Las tareas diarias en Inis Vitre asumieron características de una rutina algo aburrida. El análisis de los sueños de Condwiramurs, que comenzaba con el desayuno, continuaba por lo común hasta el mediodía. La adepta pasaba el tiempo entre el mediodía y la comida paseando, lo que rápidamente se convirtió también en una rutina aburrida. No había de qué asombrarse. En una hora se podían dar dos vueltas a la isla, contemplando al mismo tiempo cosas tan interesantes como granito, pinos enanos, arena, almejas y gaviotas. Después de la comida y de una larga siesta, comenzaban las discusiones, el repasar los libros, legajos y manuscritos, el contemplar las imágenes, gráficos y mapas. Y eternas disputas que duraban hasta bien entrada la noche sobre las relaciones mutuas entre leyenda y verdad…

Y luego las noches y los sueños. Sueños diversos. El celibato se hacía notar. En vez de soñar con los enigmas de la leyenda del brujo, a Condwiramurs se le aparecía en sueños el Rey Pescador en las situaciones más diversas, desde las extremadamente no eróticas hasta las considerablemente eróticas. En los sueños extremadamente no eróticos el Rey Pescador la arrastraba detrás de su bote atada a una cuerda. Remaba despacio y perezoso, así que ella se hundía en el lago, se amigaba, se ahogaba y para colmo estaba llena de un miedo terrible, sentía que desde el fondo del lago se elevaba y subía hacia la superficie algo horroroso, algo que quería tragar el cebo que iba atado a la barca y que era ella. Ya, ya la iba a agarrar, cuando el Rey Pescador le daba con fuerza a los remos y la sacaba del alcance de las mandíbulas del monstruo invisible. Al arrastrarla, se atosigaba y entonces se despertaba.

En los sueños indiscutiblemente eróticos se encontraba de rodillas en el fondo de una destartalada barca, agarrada a la borda, y el Rey Pescador la sujetaba por el cuello y la jodía con entusiasmo, gruñendo carraspeando y escupiendo. Aparte de un placer físico, Condwiramurs sentía una aprensión que le helaba las entrañas: ¿qué pasaría si Nimue les pillaba? De pronto, en el agua del lago veía la desaliñada y amenazadora figura de la pequeña hechicera… y se despertaba, bañada en sudor.

Entonces se levantaba, abría la ventana, se refrescaba con el aire de la noche, con el brillo de la luna que brotaba de la niebla del lago.

Y seguía soñando.

La torre de Inis Vitre tenía una terraza apoyada en columnas, colgada sobre el lago. Al principio, Condwiramurs no le prestó atención a este hecho; luego, sin embargo, comenzó a reflexionar. La terraza era extraña, porque era absolutamente inaccesible. Desde ninguno de los cuartos de la torre que ella conocía se podía pasar a aquella terraza. Consciente de que la sede de una hechicera no podía existir sin tales anomalías, Condwiramurs no hizo preguntas. Incluso entonces, cuando paseando por la orilla del lago veía a Nimue contemplándola desde la terraza. Inaccesible, por lo que se veía, sólo para los indeseables y profanos.

Un poco enfadada porque se la consideraba profana, bostezó e hizo como que no pasaba nada. Pero no tardó mucho en desvelarse el secreto.

Fue después de que le asaltaran una serie de sueños provocados por las acuarelas de Wilma Wessela. Fascinada al parecer por aquel fragmento de la leyenda, la pintora había dedicado todas sus obras al tiempo que pasó Ciri en la Torre de la Golondrina.

– Tengo sueños muy raros a causa de estas imágenes -se quejó la adepta a la mañana siguiente-. Sueño con… cuadros. No situaciones, ni escenas, sino cuadros. Ciri en las almenas de la torre… Una escena inmóvil.

– ¿Y nada más? ¿Ninguna sensación excepto las visuales?

Nimue sabía, por supuesto, que una soñadora tan dotada como Condwiramurs sueña con todos los sentidos, recibe los sueños no sólo con la vista, como la mayor parte de las personas, sino también con el oído, el tacto, el olfato, e incluso con el gusto.

– Nada. -Condwiramurs movió la cabeza-. Sólo…

– ¿Sí, sí?

– Un pensamiento. Un pensamiento obstinado. Que en este lago, en esta torre, no soy señora, sino prisionera.

– Ven conmigo, por favor.

Sí, tal y como Condwiramurs se había imaginado, el paso a la terraza sólo era posible desde las habitaciones privadas de la hechicera. Unas habitaciones limpias, de un orden pedante, que olían a madera de sándalo, a mirra, lavanda y naftalina. Había que usar de unas puertecillas secretas y unos retorcidos escalones que conducían hacia abajo. Entonces se llegaba adonde había que llegar.

La habitación, a diferencia de las restantes, no tenía en las paredes revestimientos de madera ni tapices, estaba solamente pintada de blanco y por eso era muy clara. Y aún más clara, porque había allí una enorme ventana triple o, mejor dicho, puerta cristalera, que conducía directamente a la terraza que colgaba sobre el lago. Los únicos muebles de la habitación eran dos sillones, un enorme espejo de marco oval de caoba y una especie de caballete con un marco transversal en el que habían colgado un gobelino. El gobelino medía como unos cinco pies de ancho por siete de largo y alcanzaba con sus flecos el suelo.

El tapiz mostraba un acantilado rocoso sobre un lago de montaña. Un castillo enterrado en el acantilado, que parecía ser parte de la pared de piedra. Un castillo que Condwiramurs conocía bien. De muchas ilustraciones.

– La ciudadela de Vilgefortz, el lugar donde estuvo prisionera Yennefer. El lugar donde se terminó la leyenda.

– Cierto -repuso Nimue en apariencia indiferente-. Así se terminó la leyenda. Al menos en las versiones conocidas. Conocemos precisamente esas versiones, por eso nos parece que conocemos el final. Ciri escapó de la Torre de la Golondrina, donde, como has soñado, estaba prisionera. Cuando se dio cuenta de lo que querían hacer con ella, huyó. La leyenda da muchas versiones de esa fuga…

– A mí -la interrumpió Condwiramurs- la que más me gusta es ésa de los objetos arrojados tras de sí. Un peine, una manzana y un pañuelo. Pero…

– Condwiramurs.

– Perdón.

– Como he dicho, hay muchas versiones de la huida. Pero todavía sigue sin estar claro de qué forma Ciri fue directa desde la Torre de la Golondrina hasta el castillo de Vilgefortz. Si no puedes soñar con la Torre de la Golondrina, entonces intenta soñar con el castillo. Contempla atentamente este gobelino… ¿Me escuchas?

– Este espejo… Es mágico, ¿verdad?

– No. Me quito los granos delante de él.

– Perdón.

– Es un Espejo de Hartmann -le aclaró Nimue, al ver la nariz arrugada y el gesto enfadado de la adepta-. Si quieres, puedes mirar. Pero ten cuidado, por favor.

– ¿Es verdad -preguntó Condwiramurs con la voz temblorosa por la excitación- que con el Hartmann se puede pasar a otros…?

– ¿… mundos? Verdad. Pero no al pronto, no sin preparación, meditación, concentración y otro buen montón de cosas. Al recomendarte cuidado me refería a algo distinto.

– ¿A qué?

– Funciona en las dos direcciones. También puede salir algo del Hartmann.

– Sabes, Nimue… Cuando miro este gobelino…

– ¿Has soñado?

– He soñado. Pero algo muy raro. A vista de pájaro. Era un pájaro… Vi también el castillo desde el exterior. No pude entrar al interior, algo defendía la entrada.

– Mira el gobelino -le ordenó Nimue-. Mira la ciudadela. Mira con atención, concentra tu atención en cada detalle. Concéntrate mucho, graba con fuerza esta imagen en tu memoria. Quiero que, si consigues llegar allí en sueños, pases al interior. Es importante que entres allí.


*****

En el interior, tras de los muros del castillo, debía de soplar una ventolera del demonio, en el hogar de la chimenea el fuego hasta aullaba, devorando muy deprisa el leño. Yennefer gozaba del calor. Su prisión actual era, cierto, infinitamente más cálida que el agujero húmedo en el que había pasado unos dos meses, pero de todos modos tampoco allí los dientes se quedaban parados los unos encima de los otros. En la mazmorra había perdido por completo el sentido del tiempo, tampoco se había preocupado nadie de informarle de la fecha, pero estaba segura de que era invierno, diciembre y puede que hasta enero.

– Come, Yennefer -dijo Vilgefortz-. Come, por favor, no te sientas incómoda.

La hechicera no pensaba sentirse incomoda por nada del mundo. Si estaba dando cuenta del pollo muy despacio y más bien desmañadamente, sólo era porque sus dedos apenas cicatrizados todavía estaban torpes y rígidos y le era difícil sujetar el cuchillo y el tenedor. Y no quería comer con las manos, anhelaba mostrar su superioridad a Vilgefortz y al resto de los comensales, invitados del hechicero. No conocía a ninguno de ellos.

– Con verdadera pena tengo que notificarte -dijo Vilgefortz, acariciando con los dedos el pie de la copa- que Ciri, tu pupila, se ha despedido de este mundo. La culpa de ello la tienes solamente tú, Yennefer. Y tu resistencia sin sentido.

Uno de los invitados, un hombre bajo y de cabellos oscuros, estornudó con fuerza, se limpió los mocos en un pañuelo de batista. Tenía la nariz hinchada, rojiza e innegablemente congestionada.

– Salud -dijo Yennefer, que no se había alterado en absoluto por las rabiosas palabras de Vilgefortz-. ¿Cómo es que estáis tan terriblemente resfriado, noble señor? ¿Había corriente mientras os bañabais?

Otro invitado, más viejo, grande, delgado, de horribles ojos pálidos, se echó a reír. Por su parte, el del resfriado, aunque el rostro se le arrugó de rabia, dio las gracias a la hechicera con un ademán de cabeza y una corta y acatarrada frase. Aunque no tan corta como para que no se le notara el acento nilfgaardiano.

Vilgefortz volvió el rostro hacia ella. No llevaba ya en la cabeza la estructura dorada ni tampoco la lente de cristal en la órbita ocular, pero tenía un aspecto todavía peor que entonces, en el verano, cuando lo vio mutilado por vez primera. El glóbulo ocular izquierdo, regenerado, ya funcionaba, aunque significativamente peor que el derecho. Su aspecto era para cortar el aliento.

– Tú, Yennefer -dijo arrastrando las palabras-, piensas seguramente que miento, que te engaño, que intento pegártela. ¿Con qué objetivo habría de hacer tal cosa? Me he conmovido tanto con la noticia de la muerte de Ciri como tú, qué digo, incluso más que tú. Al fin y al cabo, tenía esperanzas muy concretas relacionadas con la muchacheja, había trazado planes que iban a decidir sobre mi futuro. Ahora la muchacha está muerta y mis planes se han venido abajo.

– Eso está bien. -Yennefer, sujetando con gran esfuerzo el cuchillo en sus dedos rígidos, cortaba un filete relleno de ciruelas.

– A ti, sin embargo -continuó el hechicero, sin prestar atención al comentario-, te unía a Ciri exclusivamente un sentimentalismo tonto, que se componía a partes iguales de la pena producida por tu propia infertilidad y tu sentimiento de culpabilidad. ¡Sí, sí, Yennefer, sentimiento de culpabilidad! Al fin y al cabo participaste activamente en el cruce de parejas, en el proceso de cría por el que la pequeña Ciri vino al mundo. Y trasladaste tus sentimientos al fruto de los experimentos genéticos, un experimento para colmo fracasado. Puesto que a los experimentadores les faltaba conocimiento.

Yennefer le saludó en silencio alzando la copa, mientras rogaba en su interior para que no se le cayera de los dedos. Poco a poco estaba legando a la conclusión de que al menos dos de ellos los iba a tener rígidos durante mucho tiempo. Quizá permanentemente. Vilgefortz se enfureció con su gesto.

– Ahora ya es demasiado tarde, ya ha pasado -dijo, con los dientes apretados-. Has de saber sin embargo, Yennefer, que yo tenía conocimientos suficientes. Y si tuviera a la muchacha, haría uso de este conocimiento. De hecho, laméntate, hubiera acrecentado tu mutilado sucedáneo de instinto maternal. Porque aunque seca y estéril como una piedra, hubieras tenido por mi mano no sólo hija, sino hasta nieta. O al menos un sucedáneo de nieta.

Yennefer bufó despectivamente, aunque en su interior ardía de rabia.

– Con la mayor pena tengo que aguar tu buen humor, querida mía -dijo con voz fría el hechicero-. Porque creo que te entristecerá la noticia de que tampoco vive el brujo Geralt de Rivia. Sí, sí, el mismo brujo Geralt, con el que, del mismo modo que con Ciri, te unía una parodia de sentimiento, un sentimiento ridículo, tonto y meloso hasta la náusea. Has de saber, Yennefer, que nuestro querido brujo se despidió de este mundo de una forma verdaderamente espectacular y brillante. Sin embargo, en este caso no tienes que tener remordimiento alguno. No eres culpable de la muerte del brujo ni en lo más mínimo. Toda la culpa me pertenece. Prueba las peras en almíbar, son en verdad excelentes.

En los ojos violeta de Yennefer ardía un frío odio. Vilgefortz se rió.

– Así me gustas -dijo-. Cierto, si no fuera por los brazaletes de dwimerita, seguro que me convertías en cenizas. Pero la dwimerita funciona, así que sólo me puedes fulminar con la mirada.

El del constipado estornudó, se sonó los mocos y se puso a toser hasta que se le saltaron las lágrimas. El alto miraba a la hechicera con su desagradable mirada de pez.

– ¿Y dónde está don Rience? -preguntó Yennefer, acentuando las palabras-. Don Rience, que me había prometido tantas cosas, y me había dicho lo que iba a hacer conmigo. ¿Y dónde don Schirrú, que no dejaba escapar ocasión para patearme y darme coces? ¿Por qué los guardianes, que no hace mucho eran patanes y brutales, han comenzado a comportarse con un respeto asustado? No, Vilgefortz, no tienes que contestar. Lo sé. Lo que has contado es una mentira de las gordas. Ciri se te ha escapado y Geralt se te ha escapado, organizando al mismo tiempo una buena carnicería entre tus esbirros. ¿Y ahora qué? Tus planes se han venido abajo, se han convertido en polvo, tú mismo lo has reconocido, tus sueños de poder se han desvanecido como el humo. Y los hechiceros y Dijkstra se van acercando, acercando. No sin causa y no por piedad has dejado de torturarme y de intentar obligarme a escanear. Y el emperador Emhyr está apretando la red y está con toda seguridad enfadado, muy enfadado. ¿Ess a tearth, me tiarn? ¿A'pleine a cales, ellea?

– Hablo la común -dijo el del resfriado, manteniéndole la mirada-. Y me llamo Stefan Skellen. Y por lo menos, por lo menos no tengo los calzoncillos cagados. Incluso me sigue pareciendo que estoy en mejor situación que tú, doña Yennefer.

El discurso lo cansó, se echó a toser de nuevo y se sonó los mocos en el paño de batista que estaba ya completamente mojado.

– Basta de juegos -dijo Vilgefortz, entornando macabramente su ojo en miniatura-. Sabes, Yennefer, ya no me eres necesaria. En realidad debería mandar meterte en un saco y hacerte ahogar en el lago, pero suelo echar mano de tales métodos con el mayor de los desagrados. Hasta el momento en que las circunstancias me permitan o me obliguen a tomar otra decisión, se te mantendrá aislada. Te advierto, sin embargo, que no te permitiré que me causes problemas. Si de nuevo te decides por una huelga de hambre, has de saber que no voy a perder el tiempo, como en noviembre, en alimentarte por un tubo. Simplemente dejaré que te mueras. Y en caso de intento de fuga, las órdenes de los guardianes son bien claras. Y ahora, vete. Naturalmente, si has satisfecho ya tu…

– No. -Yennefer se levantó, lanzó la servilleta con fuerza contra la mesa-. Quizá todavía comería algo, pero la compañía me ha quitado el apetito. Adiós, señores.

Stefan Skellen estornudó y se echó a toser. El de los ojos pálidos la midió con una mirada de enfado y sonrió siniestro. Vilgefortz miraba a un lado. Como de costumbre cuando la trasladaban de una prisión a otra, Yennefer intentó orientarse, saber dónde estaba, conseguir siquiera una pizca de información que le pudiera ayudar a preparar la fuga. Y cada vez terminaba en fracaso. El castillo no tenía ventana alguna a través de la que pudiera observar el terreno que la rodeaba o siquiera el sol para intentar establecer en qué parte del mundo estaban. La telepatía era imposible, dos pesados brazaletes de dwimerita anulaban eficazmente todo intento de uso de la magia. La habitación en la que se la había encerrado era fría y severa como la celda de un ermitaño. Sin embargo, Yennefer recordaba el feliz día en que la habían llevado allí desde la mazmorra. Desde el sótano, en cuyo fondo siempre había un charco de agua apestosa, y de las paredes manaba salitre y sal. Del sótano en el que le daban de comer las sobras, en el que las ratas le arrancaban pedacitos de los dedos mutilados sin esfuerzo alguno. Cuando al cabo de unos dos meses le quitaran las cadenas y la sacaron de allí, le permitieron cambiarse de ropa y bañarse, Yennefer no cabía en sí de gozo. La habitacioncilla adonde la llevaron le parecía el dormitorio de un rey y la pasta aguada que se le servía, sopa de nido de golondrinas, digna de la mesa de un emperador. Cosa clara, al cabo de algún tiempo la sopa devino aguachirle repugnante, el duro catre, duro catre, y la prisión, prisión. Una prisión estrecha, fría, en la que al cabo de cuatro pasos se topaba uno con la pared.

Yennefer maldijo, suspiró, se sentó en el taburete que era, aparte del catre, el único mueble del que disponía.

Él entró con tal silencio que ella casi no lo oyó.

– Me llamo Bonhart -dijo-. Estaría bien que recordaras este nombre, bruja. Que te lo grabaras bien en tu memoria.

– Anda y que te follen, cerdo.

– Soy -dijo rechinando los dientes- cazador de hombres. Sí, sí, pon la oreja, hechicera. En septiembre, hace tres meses, en Ebbing, cacé a tu bastarda. La misma Ciri de la que tanto aquí se habla.

Yennefer puso la oreja. Septiembre. Ebbing. La cazó. Pero no está aquí. ¿No estará mintiendo?

– La brujilla de cabellos grises entrenada en Kaer Morhen. La ordené luchar en la arena, matar gente bajo los gritos del público. Poco a poco la convertí en bestia. La enseñé con el palo, los puños y las botas. La enseñé largo tiempo. Pero se me escapó, culebra de ojos verdes.

Yennefer suspiró aliviada imperceptiblemente.

– Se me escapó al otro mundo. Pero nos volveremos a ver. Estoy seguro de que nos volveremos a ver. Sí, hechicera. Y si algo lamento, sólo es que a ese tu amorcito, el brujo, el tal Geralt, lo hayan frito en la lumbre. Hubiera gustado de darle a probar mi hoja, maldito mutante.

Yennefer bufó.

– Escucha, tú, Bonhart o como te llames. No me hagas reír. Tú no le llegas al brujo ni a los talones. No te puedes ni comparar con él. En nada. Eres, como has reconocido, un lacero y un cazaperros. Pero eres bueno sólo para los perros chicos. Para perros muy chicos.

– Mira aquí, arpía.

Con un brusco movimiento se despechugó el jubón y la camisa y sacó tres medallones de plata, haciendo sonar las cadenas. Uno de los medallones tenía la forma de una cabeza de gato, el otro de águila o de grifo. No podía ver claramente el tercero, pero le parecía que era un lobo.

– Los mercadillos están llenos de cosas como ésas. -Bufó de nuevo, intentando aparentar indiferencia.

– Éstos no son de un mercadillo.

– Lo que tú digas.

– Érase una vez -dijo Bonhart con voz sibilina- que la gente de orden tenía más miedo a los brujos que a los monstruos. Los monstruos, al fin y al cabo, velaban por bosques y cuevas, los brujos empero tenían la desfachatez de andar por las calles, de entrar a las tabernas, rondar junto a los santuarios, ministerios, escuelas y parques. La gente de orden temía esto, y con razón, por algo escandaloso. Así que anduvieron buscando a alguien que pudiera poner coto a los desvergonzados brujos. Y lo encontraron. No fácilmente, ni pronto, ni cerca. Pero lo encontraron. Como ves, llevo tres. Ni un solo mutante más se ha vuelto a acercar por estos andurriales ni ha molestado a las gentes de orden con su vista. Y si apareciera, lo despacharía lo mismo que a los anteriores.

– ¿Durante el sueño? -Yennefer frunció el ceño-. ¿Con una ballesta, desde detrás de una ventana? ¿O envenenándolo?

Bonhart guardó los medallones bajo la camisa, dio dos pasos hacia ella.

– Me insultas, arpía.

– Eso es lo que quería.

– ¿Ah, sí? Pues ahora te voy a enseñar, so perra, que puedo competir con tu amante el brujo en cualquier campo, e incluso hasta ser mejor que él.

Los guardianes que estaban delante de la puerta dieron incluso un respingo cuando escucharon en la celda un estruendo, un chasquido, aullidos y un gañido. Y si los guardianes hubieran tenido la ocasión de haber oído antes en algún momento en su vida a una pantera atrapada en una trampa, jurarían que en la celda había una pantera. Luego les llegó un terrible rugido que parecía igualito, igualito que el de un león herido, algo que al fin y al cabo tampoco habían oído los guardianes nunca y todo lo más lo habían visto en los escudos heráldicos. Se miraron el uno al otro. Agitaron la cabeza. Y luego entraron.

Yennefer estaba sentada en un rincón de la habitación, entre los restos del taburete. Tenía los cabellos revueltos, el vestido y la camisa rasgados de arriba abajo, sus pequeños pechos de niña se alzaban al ritmo de profundas aspiraciones. La sangre le surgía de la nariz, un moratón le crecía deprisa en el rostro, comenzaban a notarse arañazos en el brazo derecho.

Bonhart estaba sentado en otro rincón de la habitación, entre las astillas del taburete, sujetándose la sien con las dos manos. También a él le salía sangre por la nariz, coloreando sus mostachos grises de un profundo color carmín. Tenía el rostro marcado con sangrientos arañazos. Los dedos apenas curados de Yennefer eran una mala arma, pero los brazaletes de dwimerita tenían unos maravillosos bordes afilados. En la mejilla inflamada de Bonhart, alineados perfectamente con el hueso malar, estaban clavados muy profundamente los dos pinchos del tenedor que Yennefer había distraído de la mesa durante la cena.

– Sólo perros chicos, lacero -jadeó la hechicera, mientras intentaba cubrirse los pechos con los restos del vestido-, Y mantente alejado de las perras. Eres demasiado débil para ellas, niñato.

No podía perdonarse a sí misma no haber acertado donde pretendía, en el ojo. Pero en fin, el objetivo se movía y, además, nadie es perfecto.

Bonhart, aullando, se levantó, se arrancó el tenedor, gritó y se tambaleó de dolor. Lanzaba terribles improperios.

Mientras tanto, dos guardias más habían entrado en la celda.

– ¡Eh, vosotros! -gritó Bonhart, limpiándose la sangre del rostro-. ¡Todos aquí! ¡Tirarme a esta puta en medio del suelo, abrírmela de pies y manos y sujetarla!

Los guardias se miraron entre ellos. Y luego al techo.

– Más cuenta tiene que os vayáis, señor -dijo uno-. Aquí no habrá abrimientos ni sujetamientos. No entra dentro de nuestras obligaciones.

– Y además -murmuró otro-, no tenemos ganas de acabar como Rience o Schirrú.


*****

Condwiramurs depositó encima del legajo el grabado en el que se veía la celda de una cárcel. En la celda había una mujer, sentada con la cabeza baja, en cadenas, sujeta a una pared de piedra.

– A ella la tenían encerrada -murmuró- y el brujo retozaba en Toussaint con una morena.

– ¿Lo condenas? -le preguntó, brusca, Nimue-. ¿Sin saber prácticamente nada?

– No. No lo condeno, pero…

– No hay pero que valga. Calla la boca, por favor.

Estuvieron sentadas durante algún tiempo en silencio, repasando cartones de grabados y acuarelas.

– Todas las versiones de la leyenda -Condwiramurs señaló a uno de los grabados-, como el lugar donde se termina, donde tiene lugar el desenlace, la lucha final del bien contra el mal, el mismísimo Armagedón, mencionan el castillo de Rhys-Rhun. Todas las versiones. Excepto una.

– Excepto una. -Nimue asintió-. Excepto una versión anónima, poco conocida, a la que se llama el Libro Negro de Ellander.

– El Libro Negro afirma que el final de la leyenda tuvo lugar en la ciudadela de Stygga.

– Cierto. Y el Libro de Ellander describe también otros aspectos canónicos de la leyenda de forma bastante diferente del canon.

– Me gustaría saber -Condwiramurs alzó la cabeza- cuál de estos castillos está representado en las ilustraciones. ¿Cuál de ellos fue tejido en tu gobelino? ¿Qué imagen es la verdadera?

– Eso no lo sabremos nunca. El castillo que vio el final de la leyenda no existe. Resultó destruido, no quedó ni rastro de él, en lo que están de acuerdo todas las versiones, incluida la del Libro de Ellander. Ninguna de las localizaciones propuestas es convincente. No sabemos y no sabremos qué aspecto tenía el castillo ni dónde estaba.

– Pero la verdad…

– Para la verdad -Nimue la interrumpió con brusquedad- precisamente esto carece de importancia. No te olvides de que no sabemos qué aspecto tenía de verdad Ciri. Pero aquí, oh, en este cartón dibujado por Wilma Wessela, en esta violenta plática con el elfo Avallac'h teniendo como fondo las macabras estatuas de niños, al fin y al cabo se trata de ella. De Ciri. De ello no cabe duda alguna.

– Pero -Condwiramurs, desafiante, no se resignaba- tu gobelino…

– Muestra el castillo en el que se desarrolla el final de la leyenda.

Guardaron silencio largo rato. Los grabados susurraban al ser pasados.

– No me gusta -habló Condwiramurs- la versión de la leyenda del Libro Negro. Es tan… tan…

– Espantosamente realista -terminó Nimue, agitando la cabeza.


*****

Condwiramurs bostezó, cerró Medio siglo de poesía, en edición anotada y provista de un prólogo del profesor Everett Denhoff Júnior. Arregló el almohadón, cambiando de la posición de lectura a la de descanso. Bostezó, se estiró y apagó la lámpara. La habitación se hundió en las tinieblas, quebradas tan sólo por finas agujas de luz lunar que se filtraban a través de las rendijas de las cortinas. ¿Qué elegir para esta noche?, pensó la adepta, retorciéndose entre las sábanas. ¿Probar al azar? ¿O anclar?

Al cabo de un instante se decidió por lo segundo.

Había un sueño confuso y repetido que no se dejaba soñar hasta el final, se esfumaba, desaparecía entre otros sueños como el hilo de una trama desaparece y se pierde entre la tela coloreada de un diseño. Un sueño que se escapaba de su memoria y pese a ello seguía obstinadamente allí.

Se quedó dormida al instante, el sueño fluyó en ella al momento. Nada más cerrar los ojos.

El cielo de la noche, sin nubes, claro a causa de la luna y las estrellas. La cima de una montaña, en sus faldas unas viñas cubiertas de nieve. El oscuro y anguloso dibujo de una construcción: muros con almenas, una torre, un único beffroi en una esquina. Dos jinetes. Ambos cabalgan hacia el espacio desierto entre los muros, ambos desmontan, ambos entran en el portal. Pero en la abertura del sótano que hay en el suelo no entra más que uno.

Uno que tiene los cabellos completamente blancos.

Condwiramurs gimió en sueños, se agitó en la cama.

El de los cabellos blancos baja por las escaleras, profundo, profundo, hacia el sótano. Atraviesa oscuros corredores, los ilumina de vez en cuando encendiendo teas provistas de un mango de hierro. El brillo de la tea baila y crea fantasmagóricas sombras por las paredes y los techos.

Pasillos, escaleras, otra vez pasillos. Una galería, una cripta grande, unas cubas junto a las paredes. Una escombrera, ladrillos destrozados. Luego un pasillo que se bifurca. En ambas direcciones, oscuridad. El de los cabellos blancos enciende otra tea. Saca la espada de una vaina a la espalda. Vacila, no sabe por qué bifurcación ha de ir. Por fin se decide por la derecha. Muy oscura, retorcida, llena de escombros.

Condwiramurs gime en su sueño, un miedo cerval se apodera de ella. Sabe que el camino que ha elegido el de los cabellos blancos lo conduce hacia el peligro. Pero sabe al mismo tiempo que el de los cabellos blancos busca el peligro. Porque es su profesión.

La adepta se agita entre las sábanas, gime. Es una soñadora, sueña, está en un trance oniroscópico, de pronto es capaz de predecir lo que va a pasar dentro de un instante. Cuidado, quiere gritar, aunque sabe que no conseguirá gritar. ¡Cuidado, date la vuelta!

¡Ten cuidado, brujo!

El monstruo atacó en la oscuridad, por la espalda, en silencio, con malignidad. Se materializó de pronto entre las tinieblas como un fuego que explota. Como una lengua de fuego.

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