Capítulo 10

Congreve, Estella vel Stella, hija del barón Otton de Congreve, casada con el anciano conde de Uddertal, tras la pronta muerte de éste administró de forma extremadamente prudente sus bienes, gracias a lo cual amasó una considerable fortuna. Gozando de la alta estima del emperador Emhyr var Emreis (v.), fue una persona muy señalada en la corte. Aunque no detentó cargo alguno, era de todos sabido que su voz y su opinión gozaban por lo general de la atención y la consideración del emperador. Gracias a su profundo afecto por la joven emperatriz Cirilla Fiona (v.), a la que quería como a una hija, era llamada, en tono jocoso, la «emperatriz madre». Tras sobrevivir tanto al emperador como a la emperatriz, murió en 1331, y su descomunal fortuna pasó a manos de unos parientes, una rama lateral de los Liddertal, conocidos como los Blancos, los cuales, siendo gente ligera y casquivana, la dilapidaron por completo.

Effenberg y Talbot, Encyclapaedia Máxima Mundi, tomo III


*****

El hombre que se acercaba furtivamente al campamento era muy vivo, en honor a la verdad, y corría como un zorro. Cambiaba de posición tan velozmente, y se movía con tanta agilidad, de forma tan silenciosa, que nadie habría podido sorprenderle. Nadie. Excepto Boreas Mun. Boreas Mun era muy ducho en cuestión de maniobras de aproximación.

– ¡Sal, paisano! -le llamó, tratando de dar a su voz una arrogancia hinchada y segura de sí misma-. ¡En nada te valdrán tales truquejos! Te veo. Estás allá.

Uno de los megalitos que se alzaban sobre la ladera de la colina tembló recortado en el profundo azul del cielo cuajado. Se movió. Y adquirió una forma humana.

Boreas le dio la vuelta al espetón con el asado, porque empezaba a oler a quemado. Haciendo como si se apoyase descuidadamente, acercó la mano a la empuñadura del arco.

– Qué mísera es mi hacienda -trenzó, en un tono aparentemente tranquilo, el áspero hilo metalizado de la advertencia-. Muy poco hay en ella. Mas apego le tengo. Dispuesto me tienes a defenderla a vida o muerte.

– No soy un bandido -dijo con voz grave el hombre que había avanzado confundiéndose con los menhires-. Soy un peregrino.

El peregrino era un hombre alto y robusto, medía tranquilamente siete pies y Boreas se habría apostado lo que hiciera falta a que no pesaba menos de una decena de arrobas. Su bastón de peregrino, una gruesa pértiga que recordaba a una lanza de carro, parecía en su mano una varita. Lo que más le sorprendió a Boreas Mun fue que un tipo tan grande pudiera moverse con tanta agilidad. Y también tenía motivos para inquietarse. Su arco compuesto de setenta libras, con el que podía despachar a un alce desde cincuenta pasos, le pareció de pronto un frágil juguetito infantil.

– Soy un peregrino -repitió el hombretón-. No tengo malas…

– El otro -le cortó Boreas-, que también salga.

– ¿Qué o…? -balbuceó el peregrino, y se quedó a medias al ver cómo, por el lado opuesto, surgía de la oscuridad una esbelta silueta, silenciosa como una sombra. Esta vez Boreas Mun no se sorprendió. El otro individuo era un elfo: el ojo experto del rastreador lo detectó enseguida por su forma de moverse. Y dejarse sorprender por un elfo no es ningún desdoro.

– Pido disculpas -dijo el elfo con una voz levemente enronquecida, que resultaba sorprendentemente humana-. Me había ocultado sin malas intenciones, sólo por temor. Yo le daría la vuelta a ese espetón.

– Es verdad -dijo el peregrino, apoyándose en el bastón y olfateando de forma audible-. Por ese lado la carne ya está demasiado hecha.

Boreas le dio la vuelta al espetón, suspiró, carraspeó. Y volvió a suspirar.

– Tened la bondad de sentaros, señores -les invitó por fin-. Esperar tendremos. Mas viendo cómo termina de asarse el animal. Ja, mal hace, a fe mía, aquél que sus viandas escatima a quienes recorren los caminos.

La grasa cayó chorreando al fuego con un silbido. La hoguera crepitó y se avivó el fuego.

El peregrino llevaba un sombrero de fieltro de ala ancha, cuya sombra ocultaba el rostro con bastante eficacia. El elfo tenía la cabeza envuelta en un paño de colores a modo de turbante, que le dejaba la cara al descubierto. Al contemplar aquella cara a la luz de las llamas, tanto Boreas como el peregrino se estremecieron. Pero no dejaron escapar ni un suspiro. Ni uno inaudible siquiera, viendo el aspecto de lo que sin duda había sido un hermoso rostro élfico, deformado ahora por una horrible cicatriz que le cruzaba en diagonal la cara, desde la frente hasta el mentón, cortándole una ceja, la nariz y una mejilla.

Boreas Mun carraspeó, le dio otra vuelta al espetón.

– El bicho fue lo que os trajera -no era una pregunta, sino una afirmación- hasta el mi campo, ¿no es así?

– En efecto. -El peregrino asintió con el ala del sombrero, tenía la voz ligeramente alterada-. Sin ánimo de presumir, debo decir que venteé el asado desde lejos. Pero me he andado con ojo. En una hoguera a la que me acerqué hace un par de días estaban asando a una mujer.

– Es cierto -confirmó el elfo-. Pasé por allí a la mañana siguiente, vi huesos humanos entre las cenizas.

– A la mañana siguiente -repitió pausadamente el peregrino, y Boreas se habría apostado lo que hiciera falta a que en su cara oculta por el sombrero se dibujaba una fea sonrisa-. ¿Hace mucho que me sigues los pasos, mi señor elfo?

– Sí, mucho.

– ¿Y qué te impedía dejarte ver?

– Mi buen juicio.

– En verdad, el desfiladero de Elskerdeg -Boeas Mun le dio la vuelta al espetón y rompió un silencio incómodo- no es sitio que goce de buena fama. También yo viera güesos en las hogueras, esqueletos ampalados. Ahorcados en los árboles. Está aquello plagao de devotos de horrendos cultos. Y de seres que no más están pendientes de cómo devorarte. Eso parece.

– No lo parece -le corrigió el elfo-. Es seguro. Y cuanto más subamos hacia el este, peor.

– ¿Vuesas mercedes también al este se dirigen? ¿Más allá de Elskerdeg? ¿A Zerrikania? ¿O tal vez más lejos aún, a Hakland?

No le respondieron ni el peregrino ni el elfo. Realmente, Boreas no se esperaba una respuesta. En primer lugar, la pregunta era indiscreta. En segundo lugar, era estúpida. Desde el sitio en el que se encontraban sólo era posible ir hacia el este. A través de Elskerdeg. A donde se dirigía él.

– Listo está el asado. -Boreas, con un movimiento hábil, que también pretendía servir de advertencia, abrió una navaja mariposa-. Venga, señores, sin reparos.

El peregrino sacó un cuchillo de monte, y el elfo un estilete que no tenía ninguna pinta de servir para cocinar. Pero las tres hojas, afiladas para los fines más inquietantes, sirvieron en esta ocasión para cortar la carne. Durante un tiempo se oyó el crujido de las mandíbulas masticando. Y el chisporroteo de los huesos roídos arrojados a la hoguera.

El peregrino eructó con rotundidad.

– Curioso animal -dijo, mirando la paletilla que acababa de zamparse y que había dejado tan limpia como si se hubiera pasado tres días en un hormiguero-. Por el sabor recordaba al cabrito, pero estaba tan tierno como el conejo… No recuerdo haber comido nunca nada parecido.

– Era un skrekk -dijo el elfo, haciendo ruido al triturar una ternilla con los dientes-. Yo tampoco recuerdo haberlo comido.

Boreas se limitó a carraspear. La nota de retranca, casi imperceptible, en la voz del elfo demostraba que sabía que el animal asado era una rata gigante de ojos sangrientos y enormes dientes, con una cola que medía sus buenos tres codos. El rastreador ni siquiera había cazado al descomunal roedor. Le había disparado en defensa propia. Pero decidió asarlo. Era un hombre sensato y que pensaba con frialdad. Nunca se habría comido una rata que se alimentara de basura y desperdicios. Pero desde el angosto paso de Elskerdeg hasta la comunidad más cercana capacitada para producir residuos había más de trescientas millas. Aquella rata -o, como prefería llamarlo el elfo, aquel skrekk- tenía que estar limpia y sana. No había entrado en contacto con la civilización. No tenía, pues, nada que pudiera resultar mortífero o contagioso.

Finalmente, la última, y la menor, de las costillas, mordida y chupada hasta quedar reluciente, fue a parar a las brasas. La luna se alzó sobre las quebradas cumbres de las Montañas de Fuego. El viento atizó la hoguera y saltaron chispas, que iban a morir y apagarse entre las miríadas de titilantes estrellas.

– ¿Ha mucho que vuesas mercedes -Boreas Mun se decidió nuevamente a hacer una pregunta poco discreta- andan por estos caminos? ¿Por acá, por estos despoblados? ¿Ha ya mucho, me atrevería a preguntar, que atrás dejarais las Puertas de Solveiga?

– Bueno, mucho o poco -dijo el peregrino-, según se mire. Crucé Solveiga el segundo día después del plenilunio de septiembre.

– Yo, en cambio -dijo el elfo-, al sexto día.

– Ja -continuó Boreas Mun, animado por las reacciones-. Qué raro que no nos hayamos encontrado antes, pues también yo pasé por allá en aquellos mismos días. Entonces aún iba a caballo.

Se quedó callado, ahuyentando los malos pensamientos y recuerdos asociados al caballo y a su pérdida. Estaba seguro de que a sus compañeros fortuitos también les tenían que haber ocurrido peripecias semejantes. Si hubieran ido siempre a pie, jamás habrían llegado tan lejos, hasta las inmediaciones de Elskerdeg.

– Deduzco entonces -volvió a hablar- que vuesas mercedes pusiéronse en camino justo al cabo de la guerra, tras la conclusión de la paz de Cintra. Naturalmente, eso no es cosa mía, mas me atrevo a suponer que no estarán vuesas mercedes muy satisfechas con el orden de cosas impuesto en Cintra.

El silencio que reinó durante bastante tiempo en torno al fuego lo rompió un aullido lejano. Un lobo, probablemente. Aunque en las cercanías del paso de Elskerdeg nunca se podía estar seguro de nada.

– Para ser sincero -intervino inesperadamente el elfo-, no tenía ningún motivo para que, tras la paz de Cintra, me gustara la faz del mundo. Por no hablar del orden impuesto.

– En mi caso -dijo el peregrino, cruzando sus enormes antebrazos sobre el pecho-, me pasaba algo parecido. Aunque me hice a la idea, como diría un conocido mío, post factum.

Volvió a hacerse el silencio. Cesaron incluso los aullidos en el desfiladero.

– Al principio… -dijo el peregrino, tras una larga pausa, a pesar de que tanto Boreas como el elfo se habrían apostado algo a que no seguiría hablando-. Al principio, todo apuntaba a que la paz de Cintra traería cambios favorables, que daría paso a un orden mundial muy llevadero. Si no para todos, sí al menos para mí…

– Los reyes -carraspeó Boreas- se reunieron en Cintra, si no macuerdo mal, en abril, ¿no?

– Exactamente el dos de abril -precisó el peregrino-. Me acuerdo de que había luna nueva.


*****

A lo largo de toda la pared situada bajo las oscuras vigas que sustentaban la galería colgaba una hilera de escudos con las vistosas figuras de los emblemas heráldicos, los blasones de la nobleza de Cintra. Bastaba un simple vistazo para detectar la diferencia entre los timbres, algo descoloridos ya, de los escudos de los viejos linajes y las divisas de las familias ennoblecidas en tiempos más cercanos, durante los reinados de Dagorad y Calanthe. Estos últimos presentaban colores vivos, no ajados aún, y no se detectaba en ellos la menor señal de carcoma.

Con todo, los colores más intensos aparecían en los escudos incorporados más recientemente, con los blasones de los nobles nilfgaardianos. De aquéllos que se habían señalado en la conquista de la plaza fuerte y en los cinco años de administración imperial.

Cuando recuperemos Cintra, pensaba el rey Foltest, habrá que impedir que la gente destruya esos escudos en el fervor sagrado de la restauración. La política es una cosa, la decoración de las salas otra. Los cambios de régimen no pueden servir para justificar el vandalismo.

Así que aquí fue donde todo empezó pensaba Dijkstra, observando la gran sala. El célebre banquete de pretendientes, en el que hizo acto de presencia el Erizo de Acero y exigió la mano de la princesa Pavetta… Pero la reina Calanthe había contratado al brujo…

De qué forma tan asombrosa se entretejen los destinos humanos, pensaba el espía, sorprendiéndose de la trivialidad de sus propios pensamientos.

Hace cinco años, pensaba la reina Meve, hace cinco años los sesos de Calanthe, la Leona de la sangre de los Cerbin, se esparcieron sobre las losas del patio, precisamente del que se ve por esta ventana. Calanthe, cuyo orgulloso retrato hemos visto en el pasillo, era la penúltima persona de sangre real. Después de eso, y dado que su hija, Pavetta, había muerto ahogada, sólo ha quedado su nieta. Cirilla. Aunque probablemente sea cierta la noticia de que Cirilla tampoco vive.

– Os lo ruego. -Cyrus Engelkind Hemmelfart, jerarca de Novigrado, elegido por aclamación, en virtud de su edad, posición y respeto generalizado, para presidir los debates, hizo un gesto con su mano temblorosa-. Hagan el favor sus señorías de ocupar sus puestos.

Se sentaron a una mesa redonda, donde los asientos estaban identificados con unas tablillas de caoba. Mave, reina de Rivia y Lyria. Foltest, rey de Temería y su vasallo, el rey Venzlav de Brugge. Demawend, rey de Aedirn. Henselt, rey de Kaedwen. El rey Ethan de Cidaris. El joven rey Kistrin de Verden. El duque Nitert, cabeza del consejo de regencia de Redania. Y el conde Dijkstra.

Habría que intentar quitarse de encima a ese espía, apartarlo de la mesa de debates, pensó el jerarca. El rey Henselt y el rey Foltest, y hasta el joven Kistrin, ya se han permitido algunos comentarios ácidos, sólo se desmarca del resto el representante de Nilfgaard. Ese Segismundo Dijkstra es un hombre que no responde ante ningún estado, tiene además un pasado muy turbio y muy mala fama, es una persona turpis. No podemos permitir que la presencia de un individuo como ése envenene el clima de las negociaciones.

La persona que encabezaba la delegación de Nilfgaard, el barón Shilard Fitz-Oesterlen, a quien precisamente le había correspondido en la mesa redonda el puesto situado enfrente de Dijkstra, saludó al espía con una gentil reverencia diplomática.

Viendo que todos estaban ya sentados, el jerarca de Novigrado también tomó asiento. No sin ayuda de unos pajes que le sostenían las manos temblonas. El jerarca se sentó en una silla fabricada años atrás para la reina Calanthe. Aquella silla tenía un respaldo bellamente tallado, de una altura imponente, que la distinguía de las restantes.

Por muy redonda que sea una mesa, conviene que se sepa quién manda.


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Asi que fue aquí, pensaba Triss Merigold, contemplando la estancia, mirando los tapices, los cuadros, los numerosos trofeos de caza, la cornamenta de un animal que la hechicera no había visto en su vida. Allí mismo, tras la famosa demolición de la sala del trono, había tenido lugar la célebre conversación privada entre Calanthe, el brujo, Pavetta y el Erizo Embrujado. Cuando Calanthe dio su consentimiento a aquel extravagante matrimonio. Y Pavetta ya estaba encinta. Ciri nació cuando aún no habían transcurrido ocho meses… Ciri, la heredera al trono… La Leoncilla, de la sangre de la Leona… Ciri, mi hermanita pequeña. que ahora está lejos de aquí, en el sur. Por suerte ya no está sola. La acompañan Geralt y Yennefer. Está a salvo.

Lo más seguro es que ellas me hayan vuelto a mentir.

– Sentaos, queridas -las instó Filippa Eilhart, que llevaba ya un rato mirando fijamente a Triss-. Los soberanos del mundo van a empezar de un momento a otro a pronunciar sus discursos de apertura, no querría perderme una sola palabra.

Las hechiceras, interrumpiendo sus chismorreos entre bastidores, ocuparon rápidamente sus puestos. Sheala de Tancarville, con un boa de zorro plateado que daba un toque femenino a su severa vestimenta masculina. Assire var Anahid, con un vestido de seda violeta que combinaba con singular gracia la modesta sencillez con la elegancia más distinguida. Francesca Findabair, majestuosa, como siempre. Ida Emean aep Sivney, misteriosa, como siempre. Margarita Laux-Antille, digna y seria. Sabrina Glevissig, adornada con turquesas. Keira Metz, de verde y amarillo limón. Y Fringilla Vigo. Abatida. Triste. Y pálida, con una palidez mortal, enfermiza, espectral.

Triss Merigold estaba sentada al lado de Keira, enfrente de Fringilla. Sobre la cabeza de la hechicera nilfgaardiana colgaba un cuadro que representaba a un jinete galopando como una exhalación por un camino flanqueado por dos hileras de alisos. Los alisos alargaban hacia el jinete los monstruosos brazos de sus ramas, se reían burlonamente con las horribles fauces de sus huecos. Triss no pudo evitar estremecerse.

Había un telecomunicador tridimensional encendido en medio de la mesa. Filippa Eilhart, con un conjuro, ajustó la imagen y el sonido.

– Como podéis ver y oír -dijo, con cierta acritud-, en la sala del trono de Cintra, justo debajo de nosotras, en la planta inferior, los soberanos del mundo se disponen en estos momentos a decidir su destino. Y nosotras, aquí, un piso más arriba, tenemos que andarnos con ojo, para que estos mozuelos no nos hagan una jugarreta.


*****

Al aullador que aullaba en Elskerdeg se le unieron otros aulladores. A Boreas no le cabía duda alguna. No eran lobos.

– Yo tampoco -dijo, para animar nuevamente la charla mortecina- me esperaba gran cosa de esas negociaciones de Cintra. La verdad es que nadie a quien yo conozca contaba con que fuesen a traer nada bueno.

– Fue importante -el peregrino, tranquilamente, mostró su desacuerdo- el hecho mismo de que se iniciaran las negociaciones. Un hombre llano, que es lo que yo soy, si se me permite decirlo, piensa llanamente. Y un hombre llano sabe que los reyes y los emperadores, cuando están guerreando, sienten tanto encono que, si pudieran, si tuvieran fuerzas, se matarían sin descanso. ¿Que han dejado de matarse los unos a los otros, y en vez de eso se han sentado alrededor de una mesa? Eso significa que las fuerzas les flaquean. Se sienten, por decirlo llanamente, impotentes. Y de esa impotencia se sigue asimismo que ninguna fuerza armada ataca la hacienda de la gente sencilla, que no mata, que no mutila, que no quema las casas, que no degüella a los niños, que no viola a la mujer, que no esclaviza. No. En lugar de hacer todo eso, se han reunido en Cintra y negocian. ¡Regocijémonos!

El elfo, mientras movía con su bastón un leño que chisporroteaba en la hoguera, miró al peregrino de reojo.

– Por muy llano que sea un hombre -dijo, sin disimular el sarcasmo-, por muy encantado de la vida que esté, por muy eufórico que se llegue a sentir, no puede dejar de entender que la política es lo mismo que la guerra, sólo que llevada de otra manera. Y tampoco puede dejar de entender que las negociaciones no son sino una forma de comercio. Se desarrollan de idéntico modo. Los éxitos en la negociación se obtienen a base de concesiones. Lo que se gana por aquí, se pierde por allí. En otras palabras, para poder comprar a unos, no hay más remedio que vender a otros.

– En verdad -dijo después de un momento el peregrino-, es algo tan llano y evidente, que cualquiera lo puede entender. Hasta el más llano de los hombres.


*****

– ¡No, no y mil veces no! -gritó el rey Henselt, descargando los dos puños sobre el tablero de la mesa, haciendo que volcara la copa y saltara el tintero-. ¡No admito discusiones al respecto! ¡Nada de regateos! ¡Se acabó, no hay más que hablar, deireadh!

– Henselt -dijo tranquilo, sobrio y muy conciliador Foltest-. No compliques las cosas. Y no nos comprometas con tus gritos ante su excelencia.

Shilard Fitz-Oesterlen, negociador en nombre del imperio de Nilfgaard, se inclinó con una sonrisa falsa que venía a sugerir que los desplantes del rey de Kaedwen ni le iban ni le venían. jí

– ¿Queremos entendernos con el imperio -prosiguió Foltest-, y vamos a empezar de pronto a atacarnos entre nosotros como perros rabiosos? Qué vergüenza, Henselt.

– Ya hemos llegado a acuerdos con Nilfgaard en asuntos tan espinosos como el de Dol Angra y Tras Ríos -comentó Dijkstra con fingida desgana-. Sería una tontería…

– ¡No me gustan un pelo esos comentarios! -bramó Henselt con tanta fuerza en esta ocasión que más de un búfalo no habría estado a su altura-. ¡Y menos cuando vienen de espías de todos los pelajes! ¡Soy el rey, su puta madre!

– Eso ya se ve -refunfuñó Meve. Demawend, vuelto de espaldas, miraba los escudos heráldicos en la pared de la sala, sonriendo con desdén, como si su reinado no estuviera en juego.

– Basta ya -dijo Henselt, jadeante, mirando a su alrededor-. Basta ya, por todos los dioses, que se me enciende la sangre. Ya lo he dicho: ni un palmo de tierra. ¡Ni una sola, pero ni una sola reivindicación! ¡No estoy dispuesto a ceder ni un palmo de tierra, ni medio palmo de tierra de mi reino! ¡Los dioses me honraron con Kaedwen y sólo a los dioses se lo devolveré! La Marca Inferior es territorio nuestro… Nada de razones eti… ete… étnicas. La Marca Inferior pertenece a Kaedwen desde hace siglos.

– El Alto Aedirn -volvió a terciar Dijkstra- pertenece a Kaedwen desde el año pasado. Para ser más exactos, desde el veinticuatro de julio del año pasado. Desde el momento en que hicieron allí su entrada las fuerzas de ocupación de Kaedwen.

– Exijo -dijo Shilard Fitz-Oesterlen, sin que nadie le preguntara nada- que conste en acta ad futuram rei memoriam que el imperio de Nilfgaard no ha tenido nada que ver con esa anexión.

– Más allá de que, en ese preciso momento, estaba saqueando Vengerberg.

– ¡Nihil ad rem!

– ¿De veras?

– ¡Señores! -les reconvino Foltest.

– ¡El ejército de Kaedwen -Henselt escupía al hablar- entró en la Marca Inferior como libertador! ¡Mis soldados fueron recibidos con flores! Mis soldados…

– Tus bandidos -la voz del rey Demawend parecía tranquila, pero en su cara se notaba lo mucho que le costaba conservar la calma-, tus malhechores, que cayeron sobre mi reino en compañía de una cuadrilla de salteadores, asesinaron, violaron y saquearon. ¡Señores! Llevamos aquí reunidos una semana, discutiendo cómo tiene que ser la futura faz del mundo. Por todos los dioses, ¿es que tiene que ser por fuerza una faz de crimen y saqueo? ¿Es que hay que preservar un statu quo basado en el pillaje? ¿Es que los bienes expropiados debenquedar en manos de esbirros y bandoleros?

Henselt agarró el mapa de la mesa, lo rompió con un movimiento impetuoso y se lo arrojó a Demawend. El rey de Aedirn ni se inmutó.

– Mis ejércitos -Henselt carraspeó, y su rostro adquirió el color de un buen vino añejo- arrebataron la Marca a los nilfgaardianos. Tu lamentable reino ya no existía entonces, Demawend. Más aún: de no ser por mis ejércitos, tampoco ahora tendrías reino alguno. Me gustaría ver cómo expulsabas sin mi ayuda a los Negros más allá del Yaruga y de Dol Angra. Por tanto, no exagero si digo que eres rey gracias a mí. ¡Pero aquí se acaba mi generosidad! He dicho que no estoy dispuesto a ceder ni un palmo de mis tierras. No permitiré que mi reino mengüe.

– ¡Ni yo el mío! -Demawend se levantó-. ¡Nunca llegaremos a un acuerdo!

– Señores -dijo de pronto, en tono conciliador, Cyrus Hemmelfart, jerarca de Novigrado, que hasta entonces había estado dormitando-. Sin duda alguna, siempre podremos alcanzar algún compromiso…

– El imperio de Nilfgaard -terció nuevamente Shilard Fitz-Oester-en, amigo de las medias tintas en sus intervenciones- no aceptará ningún acuerdo que suponga un perjuicio para el País de los Elfos en Dol Blathanna. Si no hay más remedio, volveré a leer a sus señorías el contenido del memorándum…

Henselt, Foltest y Dijkstra resoplaron, pero Demawend miró al embajador imperial tranquilamente, casi con simpatía.

– En aras del bien común -anunció- y de la paz, estoy dispuesto a reconocer la autonomía de Dol Blathanna. Pero no en calidad de reino, sino de ducado. Y a condición de que la duquesa Enid an Gleanna me rinda homenaje de vasallaje y se comprometa a equiparar a humanos y elfos en derechos y privilegios. Estoy dispuesto a ello, como he dicho, pro publico bono.

– He ahí -dijo Meve- las palabras de un auténtico rey.

– Salus publica lex suprema est -dijo el jerarca Hemmelfart, que llevaba un buen rato buscando el modo de hacer gala de su conocimiento de la jerga diplomática.

– Debo añadir, sin embargo -continuó Demawend, mirando al malhumorado Henselt-, que la concesión relativa a Dol Blathanna no debe servir como precedente. Se trata de la única merma de la integridad de mis tierras que pienso aceptar. No voy a reconocer ningún reparto adicional. El ejército de Kaedwen, que traspasó mis fronteras como agresor y ocupante, tiene una semana para desalojar las fortalezas y castillos del Alto Aedirn ocupados ilegalmente. Ésa es la condición para que siga tomando parte en las deliberaciones. Y, como verba volant, mi secretario añadirá al protocolo una nota oficial en ese sentido.

– ¿Henselt? -Foltest le dirigió al barbudo una mirada inquisitiva.

– |Jamás! -bramó el rey de Kaedwen, volcando su silla y saltando como un chimpancé picado por un avispón-. ¡Jamás entregaré la Marca! ¡Tendréis que pasar por encima de mi cadáver! ¡No pienso renunciar a ella! ¡Nada me puede obligar! ¡Ninguna fuerza! ¡Ninguna fuerza, me cago en la puta! -Y, para demostrar que él también tenía estudios y no era ningún mequetrefe, tronó-: ¡Non possumus!


*****

– ¡Ya le daré yo non possumus a ese viejo estúpido! -bufó Sabrina Glevissig en la habitación del piso de arriba-. Pueden las señoras estar tranquilas: voy a obligar a ese zoquete a aceptar las exigencias relativas al Alto Aedirn. Las tropas de Kaedwen saldrán de allí durante los próximos diez días. Eso ni se discute. No tiene vuelta de hoja. Si alguna de las presentes tiene dudas al respecto, tengo todo el derecho del mundo a sentirme ofendida.

Filippa Eilhart y Sheala de Tancarville expresaron su conformidad Con una inclinación de la cabeza. Assire var Anahid se lo agradeció con una sonrisa.

– Sólo nos queda por resolver hoy -dijo Sabrina- el asunto de Dol Blathanna. Ya conocemos el contenido del memorándum del emperador Emhyr. Ahí abajo los reyes aún no han tenido tiempo de discutir a fondo esta cuestión, pero ya han dado pistas de cuáles son sus planteamientos. La voz cantante la lleva el más interesado, podríamos decir. El rey Demawend.

– La propuesta de Demawend -dijo Sheala de Tancarville, cubriéndose el cuello con la boa de zorro plateado- tiene toda la pinta de ser un compromiso de largo alcance. Es una propuesta positiva, pensada y sopesada. Shilard Fitz-Oesterlen se va a ver en serios apuros si quiere argumentar para obtener mayores concesiones. No sé si querrá.

– Sí querrá, sí -afirmó muy tranquila Assire var Anahid-. Tiene instrucciones de Nilfgaard en ese sentido. Seguro que hace un llamamiento ad referendum y emite alguna nota. Estará enredando al menos durante una jornada. Pasado ese tiempo, empezará a hacer concesiones.

– Eso es lo normal -intervino Sabrina Glevissig-. Lo normal es que por fin se encuentren en alguna parte, que lleguen a algún acuerdo. No obstante, no vamos a limitarnos a esperar. Vamos a determinar, ahora mismo, qué se les puede permitir, definitivamente. ¡Francesca! ¡Expón tu opinión! Se trata de tu tierra, justamente.

– Por eso mismo -sonrió la bellísima Margarita de Dolin-, por eso mismo callo, Sabrina.

– Debes vencer tu orgullo -dijo muy seria Margarita Laux-Antille-. Tenemos que saber qué es lo que podemos permitirles a los reyes.

Francesca Findabair sonrió de un modo aún más encantador.

– Por la causa de la paz y pro bono publico -dijo-, acepto la propuesta del rey Demawend. Podéis, queridas muchachas, dejar de llamarme desde este momento «serenísima señora», bastará con el más común de «ilustre señora».

– Las bromas élficas -Sabrina torció el gesto- no me hacen reír, seguramente porque no las entiendo. ¿Qué pasa con las restantes exigencias de Demawend?

Francesca pestañeó.

– Estoy conforme con la repatriación de los colonos y la restitución de sus propiedades -dijo con gravedad-. Garantizo la igualdad de derechos de todas las razas…

– Por todos los dioses, Enid -Filippa Eilhart se echó a reír-, ¡no puedes mostrarte tan complaciente! ¡Pon tus propias condiciones!

– Lo haré. -La elfa se puso seria de repente-. Nada de rendir homenaje. Quiero que Dol Blathanna sea un alodio. Sin ningún vínculo de vasallaje, más allá de la promesa de lealtad y de no actuar en perjuicio del soberano.

– Demawend no lo aceptará -comentó lacónicamente Filippa-. No renunciará a los beneficios y rentas del Valle de las Flores.

– En esa cuestión -Francesca levantó las cejas- estoy dispuesta a entablar negociaciones bilaterales, estoy segura de que llegaremos a un consenso. Un alodio no está obligado a pagar rentas, pero el pago no está necesariamente prohibido ni excluido.

– ¿Y qué hay del fideicomiso? -Filippa Eilhart no se rendía-. ¿Y de la primogenitura? Si acepta el alodio, Demawend exigirá garantías de la indivisibilidad del ducado.

– A Demawend -Francesca volvió a sonreír- seguramente le podrían engañar mi cutis y mi tipo, pero me extrañaría que a ti te pasara lo mismo, Filippa. Hace ya mucho, mucho tiempo, que deje atrás la edad en que podía quedarme embarazada. En lo tocante a la primogenitura y el fideicomiso, Demawend no tiene nada que temer. Yo seré ultimus familiae de la casa real de Dol Blathanna. Pero, a pesar de la diferencia de edad, que aparentemente favorece a Demawend, la cuestión de mi herencia no creo que la trate con él, sino más bien con sus nietos. Os puedo asegurar que en ese asunto no habrá puntos conflictivos.

– En ése, no -concedió Assire var Anahid, mirando a los ojos a la hechicera elfa-. Pero, ¿qué pasa con las partidas de los Ardillas? ¿O con los elfos que han hecho la guerra en el bando imperial? Si no me equivoco, estamos hablando de la mayoría de tus súbditos, señora doña Francesca.

La Margarita de Dolin dejó de sonreír. Miró a Ida Emean, pero la elfa de las Montañas Azules, que guardaba silencio, evitó su mirada.

– Pro publico bono… -empezó a decir, pero se interrumpió. Assire, nbicn muy seria, hizo un gesto con la cabeza, indicando que lo había comprendido.

– Qué se le va a hacer -dijo despacio-. Todo tiene un precio. La reclama sus víctimas. La paz, como puede verse, también.


*****

– Sí, eso es verdad se mire por donde se mire -repitió pensativo el peregrino, mirando al elfo que estaba sentado con la cabeza gacha-. Conversaciones de paz son un mercadillo. Un bazar. Para poder comprar a unos, no hay más remedio que vender a otros. Así es como funciona el mundo. Todo consiste en no comprar demasiado caro…

– Y en no venderse demasiado barato -concluyó el elfo, sin alzar la cabeza.


*****

– ¡Traidores! ¡Golfos!

– ¡Hijos de puta!

– ¡AnTaadraigh aen cuach!

– ¡Perros nilfgaardianos!

– ¡Silencio! -gritó Hamilcar Danza, dando un golpe con su puño acorazado en la balaustrada del pórtico. Los ballesteros de la galería apuntaron sus armas contra los elfos que se apiñaban en el cul de sac-. ¡Haya paz! -gritó más fuerte aún-. ¡Ya basta! ¡Silencio, oficiales! ¡Más dignidad!

– ¿Cómo puedes tener el descaro de hablar de dignidad, canalla? -gritó Coinneach Dá Reo-. ¡Hemos derramado la sangre por vosotros, malditos dh'oine! ¡Por vosotros, por vuestro emperador, a quien juramos lealtad! ¿Y así nos lo agradecéis? ¿Entregándonos a esos verdugos del norte? ¡Como si fuéramos unos criminales! ¡Unos asesinos!

– ¡He dicho que basta! -Danza volvió a descargar un puñetazo atronador en la balaustrada-. ¡Que os quede muy clara una cosa, señores elfos! Los acuerdos firmados en Cintra, que establecen las condiciones para la paz, obligan al imperio a poner a los criminales de guerra en manos de los norteños…

– ¿A los criminales? -gritó Riordain-. ¿Qué criminales? ¡Serás cerdo, dh'oine!

– A los criminales de guerra -repitió Danza, sin prestar la menor atención al tumulto que se había formado allí abajo-. A los oficiales sobre quienes pesan acusaciones fundamentadas de terrorismo, de haber cometido asesinatos entre la población civil, de haber dado muerte y haber torturado a prisioneros de guerra, de haber masacrado a los heridos en los hospitales de campaña…

– ¡Pero seréis hijos de puta! -clamó Angus Bri Cri-. ¡Los matábamos porque estábamos en guerra!

– ¡Los matamos siguiendo ordenes vuestras!

– ¡Cuach'te aep arse, bloede dh'oine!

– ¡La decisión está tomada! -insistió Danza-. Vuestros insultos y vuestros gritos no van a cambiar nada. Así que más vale que os acerquéis de uno en uno al cuerpo de guardia y no opongáis resistencia mientras sois encadenados.

– Deberíamos habernos quedado cuando ellos huyeron cruzando el Yaruga. -A Riordain le rechinaban los dientes-. Deberíamos habernos quedado y habernos organizado en comandos. ¡Pero nosotros, idiotas, mentecatos, estúpidos, nos atuvimos a nuestro juramento de soldados! ¡Así nos ha ido!

Isengrim Faoiltiarna, el Lobo de Acero, jefe casi legendario de los Ardillas, y actualmente coronel imperial, con rostro imperturbable se arrancó de la manga y de las charreteras los rayos plateados de la brigada Vrihedd y los arrojó a las losas del patio. Otros oficiales secundaron su ejemplo. Hamilcar Danza, que estaba observando desde la galería, frunció las cejas.

– Es una demostración muy poco seria -dijo-. Además, yo en vuestro lugar no me desprendería tan a la ligera de las insignias imperiales. Me veo obligado a informaros de que, como oficiales imperiales, durante la negociación de las condiciones de paz se os ha garantizado un proceso justo, unas sentencias benévolas y una pronta amnistía…

Los elfos apiñados en el cal de sac soltaron una carcajada unánime, clamorosa, que retumbó en los muros.

– También debo haceros ver -añadió tranquilamente Hamilcar Danza- que no vamos a entregar a nadie más que a vosotros a los norteños. Treinta y dos oficiales. No vamos a entregar a ninguno de los soldados sobre los que habéis tenido el mando. A ninguno.

La risa en el cal de sac cesó, como cortada con un cuchillo.


*****

El viento sopló sobre la hoguera, levantando una lluvia de chispas y llenando los ojos de humo. Volvió a oírse un aullido en el desfiladero.

– Con todo comerciaron -dijo el elfo, rompiendo el silencio-. Todo estaba en venta. El honor, la lealtad, la palabra de caballero, el juramento, la mera decencia… Simples mercancías que sólo tuvieron valor mientras hubo demanda de ellas y se prolongó la coyuntura. Y, cuando dejó de haber demanda, ya no valían un comino y fueron arrumbadas. Arrojadas al basurero.

– Al basurero de la historia. -El peregrino asintió con la cabeza-. Tenéis razón, señor elfo. Eso es lo que pareció, allá en Cintra. Todo tenía un precio. Y valía tanto como aquello que se podía obtener a cambio. Cada mañana abría sus sesiones la bolsa de valores. Y, como en la auténtica bolsa, continuamente se estaban produciendo subidas y bajadas repentinas. Y, como en la auténtica bolsa, era difícil no tener la impresión de que había alguien manejando los hilos.


*****

– ¿He oído bien? -preguntó Shilard Fitz-Oesterlen, marcando las palabras y acompañando con el tono y la cara su expresión de incredulidad-. ¿O es que me engaña el oído?

Berengar Leuvaarden, enviado especial del imperio, no se tomó la molestia de contestar. Arrellanado en su butaca, se dedicaba a agitar la copa, contemplando el movimiento ondulante del vino.

El rostro del engreído Shilard era una máscara de desprecio y altivez. Que decía: «O estás mintiendo, hijo de perra, o lo que quieres es dármela con queso, ponerme a prueba. En cualquier caso, te he calado».

– ¿Debo entender, entonces -dijo, pavoneándose-, que, tras las desmesuradas concesiones en las cuestiones fronterizas, en la cuestión de los prisioneros de guerra y de la restitución de los botines, en la cuestión de los oficiales de la brigada Vrihedd y de los comandos de Scoia'tael, el emperador me ordena alcanzar un acuerdo y aceptar las exigencias imposibles de los norteños con respecto a la repatriación de los colonos?

– Lo habéis comprendido a la perfección, señor barón -respondió Merengar Leuvaarden, alargando las sílabas de un modo característico^-. Realmente, me admira vuestra viveza.

– Por el Gran Sol, señor Leuvaarden, ¿es que en la capital nunca meditáis las consecuencias de vuestras decisiones? ¡Los norteños ya andan murmurando a estas horas que nuestro imperio es un coloso con los pies de barro! ¡Ya están proclamando que nos han vencido, que nos han derrotado, que nos han expulsado! ¿Es que no entiende el emperador que prestarse a nuevas concesiones significa aceptar su arrogante y desmedido ultimátum? ¿Es que no comprende el emperador que ellos lo van a interpretar como una muestra de debilidad, lo cual podría tener consecuencias deplorables de cara al futuro? Y, por último, ¿es que no se da cuenta el emperador de la suerte que aguarda a varios millares de colonos nuestros en Brugge y en Lyria?

Berengar Leuvaarden dejó de menear la copa y clavó en Shilard sus ojos, negros como el carbón.

– Le he transmitido al señor barón una orden imperial -proclamó-. Cuando el señor barón la cumpla y regrese a Nilfgaard, podrá, si así lo desea, preguntar personalmente al emperador por todo aquello que no entienda. Tal vez también quiera hacerle al propio emperador estos reproches. Regañarle. Reprenderle. ¿Por qué no? Pero en persona. Sin mi mediación.

Aja, pensó Shilard. Ya lo veo. Tengo aquí delante al nuevo Stefan Skellen. Y habrá que actuar con él como con Skellen… Pero está muy claro que no ha venido hasta aquí sin motivo. La orden la podría haber traído un mensajero ordinario.

– Bueno -dijo, en tono visiblemente desenvuelto y hasta confidencial-. ¡Ay de los vencidos! Pero la orden imperial es clara y concreta, y así será cumplida, pues. Haré todo lo posible para que parezca que es resultado de las negociaciones, y no una capitulación absoluta. Yo entiendo de esas cosas. Soy diplomático desde hace treinta años. Diplomático de cuarta generación. Mi familia es una de las más notables, de las más acaudaladas… y de las más influyentes.

– Lo sé, lo sé, desde luego -le interrumpió Leuvaarden, con una leve sonrisa-. Por eso estoy aquí.

Shilard hizo una ligera reverencia. Esperaba impaciente.

– Los malentendidos -empezó a decir el enviado, meciendo la copa- han obedecido a que el señor barón es de la opinión de que la victoria y la conquista se basan en un disparatado genocidio. En poder clavar el mástil de una bandera en mitad de la tierra ensangrentada, gritando: «¡Hasta aquí todo es mío! ¡Lo he conquistado!». Semejante opinión, por desgracia, está bastante extendida. Para mí, sin embargo, señor barón, como para las personas que me han investido de plenos poderes, la victoria y la conquista dependen de factores extremadamente cambiantes. La victoria puede consistir en algo como lo siguiente: los derrotados se verán obligados a adquirir los bienes producidos por los vencedores, e incluso lo harán de buena gana, porque los bienes de los vencedores son mejores y más baratos. La divisa de los vencedores es más fuerte que la de los vencidos y los vencidos tienen mucha más confianza en ella que en la divisa propia. ¿Me entendéis, señor barón Fitz-Oesterlen? ¿Empieza poco a poco el señor barón a diferenciar a los vencedores de los vencidos? ¿Entiende de quién hay que sentir lástima?

El embajador asintió con la cabeza.

– Pero, para fortalecer y legitimar la victoria -prosiguió, tras una pausa, Leuvaarden, alargando las sílabas-, se debe firmar la paz. Inmediatamente, y al precio que sea. No un armisticio ni una tregua, sino la paz. Un compromiso creativo. Un acuerdo constructivo. Que no introduce bloqueos económicos, retorsiones aduaneras ni medidas proteccionistas en el comercio.

Shilard, con un nuevo gesto con la cabeza, aseguró que sabía a qué se refería.

– Si hemos destruido su agricultura y hemos arruinado su industria no ha sido sin motivo -siguió Leuvaarden con su voz tranquila, pausada e impasible-. Lo hemos hecho para que, ante la falta de productos propios, tengan que comprar los nuestros. Pero nuestros mercaderes y nuestros productos no van a cruzar a través de unas fronteras cerradas y hostiles. ¿Y qué va a pasar entonces? Yo os diré, querido barón, lo que va a pasar. Va a tener lugar una crisis de sobreproducción, porque nuestras manufacturas están trabajando a pleno rendimiento, con vistas a la exportación. También sufrirían grandes pérdidas las sociedades de comercio marítimo, fruto de la cooperación con Novigrado y Kovir. Vuestra influyente familia, querido barón, tiene una notable participación en tales sociedades. Y la familia, como sin duda sabrá el señor barón, es la célula básica de la sociedad. ¿Lo sabíais?

– Sí, lo sabía -dijo Shilard Fitz-Oesterlen en voz baja, a pesar de que la habitación estaba herméticamente asegurada contra el espionaje-. Entiendo, lo he captado. No obstante, querría tener la seguridad de que cumplo órdenes del emperador… Y no de alguna… corporación…

– Los emperadores pasan -dijo Leuvaarden, arrastrando las palabras-. Y las corporaciones permanecen. Y permanecerán. Pero eso no en más que una obviedad. Entiendo muy bien las reservas del señor Mirón. Y podéis estar seguro, señor barón, de que vais a cumplir una orden dada por el emperador. Que tiene por objeto el bien y el interés del imperio. Dada, no lo niego, como resultado de los consejos que ha recibido el emperador de cierta corporación.

El emisario se abrió el cuello y la camisa para mostrar un medallón dorado donde figuraba una estrella inscrita en un triángulo y envuelta en llamas.

– Bonito adorno. -Shilard, con una sonrisa y una leve inclinación, hizo ver que había comprendido-. Soy consciente de que es algo muy caro… y exclusivo… ¿Se puede comprar en alguna parte?

– No -negó con énfasis Berengar Leuvaarden-. Hay que hacerse acreedor a él.


*****

– Con su permiso, damas y caballeros. -La voz de Shilard Fitz-Oesterlen adoptó un tono muy peculiar, conocido ya por los participantes en las deliberaciones, que indicaba que aquello que el embajador se disponía a decir era, a su juicio, extremadamente importante-. Con su permiso, damas y caballeros, leeré el contenido del aide memoire que me ha enviado su majestad imperial Emhyr var Emreis, emperador de Nilfgaard por la gracia del Gran Sol…

– Oh, no. Otra vez no. -A Demawend le rechinaban los dientes, mientras que Dijkstra se limitó a gemir. Nada de eso escapó, ni podía escapar, a la atención de Shilard.

– La nota es larga -reconoció-. Así pues, la resumiré, en lugar de leerla. Su majestad imperial expresa su gran satisfacción por la marcha de las negociaciones y, como persona proclive a la paz, acoge con alegría los compromisos y acuerdos alcanzados. Su majestad imperial desea que se produzcan nuevos avances en las conversaciones hasta concluir con provecho mutuo…

– Vayamos, pues, al grano -le tomó la palabra Foltest-. ¡Y rapidito! Concluyamos con provecho mutuo y regresemos a casa.

– Así se habla -dijo Henselt, el cual estaba más lejos de casa que nadie-. Hay que ir acabando, porque, como nos dé por remolonear, se nos va a echar el invierno encima.

– Todavía nos espera un compromiso -recordó Meve-. Y un asunto al que nos hemos referido en algunas ocasiones, pero muy por encima. Probablemente por temor a que nos pudiera enfrentar. Ya va siendo hora de vencer ese temor. El problema no va a desaparecer así como así, sólo porque le tengamos miedo.

– Así es -confirmó Foltest-. Manos a la obra. Tenemos que resolver el estatus de Cintra, el problema de la herencia al trono, de la sucesión de Calanthe. Es un problema arduo, pero no dudo de nuestra capacidad para solucionarlo. ¿No es verdad, excelencia?

– Oh. -Fitz-Oesterlen sonrió de forma diplomática y enigmática-. Estoy seguro de que en la cuestión de la sucesión al trono de Cintra todo va a ir sobre ruedas. Es una cuestión más sencilla de lo que se cree.


*****

– Someto a discusión -anunció Filippa Eilhart en un tono que no invitaba a la discusión- el siguiente proyecto: hagamos de Cintra un territorio bajo fideicomiso. Otorguemos el mandato a Foltest de Temeria.

– Ese Foltest está creciendo más de la cuenta -dijo Sabrina Glevissig, torciendo el gesto-. Su apetito es excesivo. Brugge, Sodden, Angren…

– Necesitamos -Filippa eludió el tema- un estado fuerte junto a la desembocadura del Yaruga. Y en las Escaleras de Marnadal.

– No lo niego. -Sheala de Tancarville asintió con la cabeza-. Lo necesitamos. Pero no lo necesita Emhyr var Emreis. Y nuestro objetivo es un compromiso, no un conflicto.

– Hace algunos días Shilard propuso -recordó Francesca Finda-bair-, para trazar una línea de demarcación, dividir Cintra en zonas de influencia, una zona septentrional y una zona meridional…

– Un disparate y una chiquillada. -Margarita Laux-Antille mostró su indignación-. Esa clase de repartos no tienen ningún sentido, sólo sirven como foco de nuevos conflictos.

– Creo -dijo Sheala- que hay que convertir a Cintra en un condominio. Un poder ejercido por un comisariado designado por los representantes de los reinos norteños y del imperio de Nilfgaard. La ciudadela y el puerto de Cintra tendrían el estatus de ciudad libre… ¿Querías decir algo, mi querida Assire? Te lo ruego. Reconozco que por lo general sólo someto a discusión exposiciones completas y acabadas, pero adelante. Cuando quieras.

Todas las magas, sin excluir a Fringilla Vigo, pálida como un espectro, clavaron la mirada en Assire var Anahid. La hechicera nilfgaarna no tenía ninguna prisa.

– Propongo -anunció con su voz simpática y agradable- que nos concentremos en otros problemas. Podemos dejar Cintra en paz. Sobre ciertos asuntos que han llegado a mis oídos, ni siquiera he tenido tiempo de informar a las presentes. La cuestión de Cintra, estimadas cofrades, ya está decidida y resuelta.

– ¿Cómo? -Los ojos de Filippa se contrajeron-. ¿Qué quiere decir si se me permite la pregunta?

Triss Merigold soltó un sonoro suspiro. Ella ya se imaginaba, ya sabía lo que quería decir aquello.


*****

Vattier de Rideaux estaba triste y abatido. Su encantadora y adorable amante, la rubia Cantarella, le había dejado de forma repentina e imprevista, sin ofrecerle ninguna razón, sin más explicaciones. Para Vattier habia sido un golpe terrible, que le había dejado cabizbajo, nervioso, distraído y atontado. Tenía que prestar mucha atención, tener mucho cuidado para no meter la pata, para no soltar ninguna majadería mientras hablaba con el emperador. Esos tiempos de grandes cambios no eran aptos para gente insegura e incompetente.

– Al Gremio de los Mercaderes -dijo, arrugando la frente, Emhyr var Emreis- ya le hemos pagado por su inestimable ayuda. Les hemos otorgado suficientes privilegios, más de los que recibieron de los tres anteriores emperadores juntos. En cuanto a Berangar Leuvaarden, también estamos en deuda con él por su ayuda en el descubrimiento de la conjura. Se le ha concedido un puesto elevado y bien remunerado. Pero si resulta un incompetente, a pesar de los servicios prestados, saldrá disparado como un rayo. Sería bueno que estuviera informado al respecto.

– Me encargaré de que así sea, majestad. ¿Y qué hay de Dijkstra? Y de ese informante secreto suyo?

– Dijkstra estaría dispuesto a morir antes de revelarme quién es su informante. También a él, naturalmente, convendría agradecerle esas noticias que parecen caídas del cielo… Pero, ¿cómo hacerlo? Dijkstra no aceptaría nada de mí.

– Si se me permite, majestad imperial…

– Habla.

– Dijkstra estaría dispuesto a recibir información. Algo que no sepa, pero que le gustaría saber. Su majestad puede mostrarle su agradecimiento mediante información.

– Bravo, Vattier.

Vattier de Rideaux suspiró aliviado. Para ello, volvió la cabeza. Eso le permitió ver antes que nadie a las damas que se aproximaban hacia ellos. Stella Congreve, condesa de Liddertal, y una muchacha de rubios cabellos que estaba a su cargo.

– Ahí vienen… -Hizo una señal con las cejas-. Me permito recordarle a su majestad imperial… La razón de estado… El interés del imperio…

– Basta -le interrumpió de mala gana Emhyr var Emreis-. Ya te he dicho que lo meditaré. Pensaré bien la cuestión antes de tomar una decisión. Y después te informaré de cuál ha sido la decisión tomada.

– Muy bien, majestad imperial.

– ¿Algo más? -El Fuego Blanco de Nilfgaard, impaciente, dio unos golpecitos con un guante en la cadera de la nereida de mármol que embellecía el pedestal de la fuente-. ¿Por qué no te retiras, Vattier?

– El asunto de Stefan Skellen…

– No voy a adoptar ninguna medida de gracia. Muerte al traidor. Pero después de un proceso justo y riguroso.

– Como ordene su majestad imperial.

Emhyr no se dignó mirarlo mientras se despedía con una reverencia y se retiraba. Estaba pendiente de Stella Congreve. Y de la muchacha rubia.

Ahí viene el interés del imperio, pensó. La falsa princesa, la falsa reina de Cintra. La falsa soberana de la desembocadura del río Yarre, tan importante para el imperio. Ahí viene, con la mirada gacha, aterrada, con un vestido blanco de seda con las mangas verdes y un pequeño collar de peridoto sobre un escote mínimo. Entonces, en Darn Rowan, la felicité por ese vestido, elogié la elección de las joyas. Stella conoce mis gustos. Pero, ¿qué voy a hacer con esta muñequita? ¿Ponerla en un pedestal?

– Honorables señoras. -Las recibió con una reverencia. En Nilfgaard, fuera de la sala del trono, las normas de urbanidad y cortesía con las mujeres obligaban también al emperador.

Le respondieron con profundas reverencias e inclinaciones de la cabeza. Al fin y al cabo, estaban en presencia del emperador, por muy gentil que fuera.

Emhyr ya estaba cansado de tanto protocolo.

– Quédate aquí, Stella -ordenó secamente-. Y tú, muchacha, ven conmigo a dar un paseo. Toma mi brazo. La cabeza bien alta. Basta ya, basta ya de reverencias. No es más que un simple paseo.

Se adentraron por una vereda, entre arbustos y setos que empezaban a reverdecer. La guardia personal del emperador, soldados de la brigada de élite Impera, los renombrados Salamandras, se mantuvieron apartados, pero en permanente alerta. Sabían cuándo no había que molestar al emperador.

Pasaron junto a un estanque vacío y triste. Una carpa viejísima, traída por el emperador Torres, había muerto dos días antes. Habrá que soltar un nuevo ejemplar, joven, fuerte y hermoso, de carpa espejo, pensó Emhyr var Emreis, mandaré que le prendan una medalla con mi retrato y con la fecha. Vaesse deireadh aep eigean. Algo ha terminado, algo comienza. Es una nueva era. Nuevos tiempos. Una nueva vida. Que haya también una carpa nueva, joder.

Sumido en sus reflexiones, a punto estuvo de olvidarse de la joven que llevaba del brazo. Reparó en su presencia gracias a su calor, a su aroma a muguetes y al interés del imperio. En ese orden, justamente.

Se detuvieron junto al estanque, en mitad del cual emergía del agua una isla artificial. En ella había un jardín de montaña, una fuente y una escultura de mármol.

– ¿Sabes qué representa esa figura?

– Sí, majestad imperial -respondió, aunque no de inmediato-. Es un pelicano, que se desgarra el pecho con el pico para alimentar a sus crías con su propia sangre. Es una alegoría del sacrificio generoso. Y también…

– Te escucho con atención.

– También de un gran amor.

– ¿Crees que de ese modo -la obligó a volverse hacia él, apretó los labios- el pecho desgarrado dolerá menos?

– No sé… -balbuceó-. Majestad imperial… Yo…

Emhyr le cogió la mano. Notó cómo temblaba. El temblor se transmitió a su propia mano, a su brazo, a su hombro.

– Mi padre -dijo- fue un gran soberano, pero nunca prestó atención a los mitos y leyendas, nunca tenía tiempo para esas cosas. Y siempre los confundía. Siempre, me acuerdo como si lo estuviera viendo. Cada vez que me traía hasta aquí, al parque, me decía que la estatua representa al pelícano resurgiendo de sus cenizas… Bueno, muchacha, al menos sonríe cuando el emperador te cuente una anécdota graciosa. Gracias. Mucho mejor así. Sería una pena si tuviera que pensar que no estás contenta paseando aquí conmigo. Mírame a los ojos.

– Estoy contenta… de poder estar aquí… con su majestad imperial. Es un inmenso honor para mí… pero también una gran alegría. Estoy muy feliz…

– ¿De verdad? ¿No será también esto adulación cortesana? ¿Mera etiqueta, fruto de las buenas enseñanzas de Stella Congreve? ¿Un papel que Stella te ha obligado a aprenderte de memoria? Confiesa, muchacha.

Bajó la mirada y no le respondió.

– Tu emperador te ha hecho una pregunta -insistió Emhyr var Emreis-. Y, cuando un emperador pregunta, nadie se atreve a quedarse callado. Naturalmente, tampoco nadie osa mentirle.

– De verdad -dijo con voz melodiosa-. De verdad que estoy contenta, majestad imperial.

– Te creo -dijo Emhyr después de un momento-. Te creo, aunque estoy sorprendido.

– Yo también… -susurró-. Yo también estoy sorprendida.

– ¿Cómo? Por favor, sin miedo.

– Me gustaría que pudiéramos… pasear más a menudo. Y conversar. Pero entiendo… entiendo que eso es algo imposible.

– Y entiendes bien. -Se mordió los labios-. Los emperadores gobiernan sus imperios, pero hay dos cosas que no pueden dominar: su corazón y su tiempo. Ambos pertenecen al imperio.

– Lo sé -susurró-, y muy bien además.

– No te entretengo mucho más -dijo tras un momento de incómodo silecnio-. Tengo que viajar a Cintra, a honrar con mi presencia la firma solemne de la paz. Tú vuelves a Darn Rowan… Levanta la cabeza, muchacha. Vaya. Ya es la segunda vez que te sorbes los mocos en mi presencia. ¿Y qué veo en los ojos? ¿Lágrimas? Son graves infracciones contra la etiqueta. Me voy a ver obligado a expresarle a la condesa de Liddertal mi profundo descontento. Levanta la cabeza, te he dicho.

– Os ruego… que perdonéis a doña Stella… majestad imperial. Es culpa mía. Sólo mía. Doña Stella me ha enseñado… y me ha preparado bien.

– Me he dado cuenta, y lo aprecio. No temas, Stella no corre ningún riesgo de caer en desgracia. Nunca ha corrido ese riesgo. Sólo estaba bromeando contigo. No ha estado bien.

– Me he dado cuenta -susurró la muchacha, pálida, asustada de su propia osadía. Pero Emhyr se limitó a sonreír. De manera un tanto forzada.

– Así me gusta -aseguró-. Créeme. Valiente. Igual que…

No terminó. Igual que mi hija, pensó. Un sentimiento de culpa le sacudió como la mordedura de un perro.

La joven le aguantó la mirada. Eso no es únicamente obra de Stella, pensó Emhyr. Seguramente es cuestión de carácter. A pesar de las apariencias, es un diamante que no se raya con facilidad. No. No autorizaré a Vattier a asesinar a esta chiquilla. Cintra será Cintra, el interés del imperio será el interés del imperio, pero para este asunto me parece que sólo hay una salida sensata y honrosa.

– Dame la mano.

Fue una orden pronunciada con voz y tono severo. Pero, a pesar de eso, dio la sensación de que fue cumplida de buena gana. Sin violencia.

La mano de la muchacha era pequeña y estaba fría. Pero ya no temblaba.

– ¿Cómo te llamas? Por favor, no me respondas Cirilla Fiona.

– Cirilla Fiona.

– Me entran ganas de castigarte. Con severidad.

– Ya lo sé, majestad imperial. Me lo merezco. Pero yo… Yo tengo que ser Cirilla Fiona.

– Podría pensarse -dijo, sin soltarle la mano- que lamentas no ser ella.

– Y lo lamento -susurró-. Lamento no ser ella.

– ¿De verdad?

– Si fuera… la auténtica Cirilla… el emperador me miraría con buenos ojos. Pero yo no soy más que una falsificación. Una imitación. Un doble que no es digno de nada. De nada…

Emhyr se volvió bruscamente, la cogió de los hombros. Y de inmediato la volvió a soltar. Dio un paso atrás.

– ¿Ansias la corona? ¿El poder? -dijo en voz baja, pero deprisa, haciendo como si no la viera negar enérgicamente con la cabeza-. ¿Los honores? ¿El esplendor? ¿Los lujos?

Se calló, respiró profundamente. Hizo como si no viera que la muchacha seguía negando con la cabeza gacha, rechazando los injustos reproches que pudieran seguir. Tanto más injustos cuanto que ni siquiera habían sido formulados.

Suspiró profundamente, de un modo ruidoso.

– ¿No sabes, pequeña polilla, que todo esto que ves aquí delante es una llama?

– Lo sé, majestad imperial.

Estuvieron mucho rato callados. De pronto, se sintieron embriagados con los aromas primaverales. Los dos.

– Ser emperatriz -dijo por fin Emhyr, con tono apagado-, a pesar de las apariencias, no es tarea sencilla. No sé si estaré capacitado para amarte.

La muchacha asintió con la cabeza, dando a entender que también de eso era consciente. El emperador vio una lágrima en su mejilla. Igual que entonces, en la ciudadela de Stygga, sintió cómo se movía la esquirla de frío cristal que tenía clavada en su corazón.

La abrazó, estrechándola con fuerza contra su pecho, le acarició los cabellos que olían a muguetes.

– Pobrecita mía… -dijo con una voz extraña-. Mi pobre y pequeña razón de estado.


*****

Por toda Cintra se oían tañidos de campanas. Tañidos respetables, profundos, solemnes. Pero también extrañamente fúnebres.

Una belleza fuera de lo común, pensaba el jerarqua Hemmelfart, mirando, como todo el mundo, el retrato que estaban colgando, que mediría, como el resto, media braza por una braza, si no más. Una belleza extraña. Me juego la cabeza a que es una mestiza. Me apuesto la cabeza a que le corre por las venas la maldita sangre de los elfos.

Guapa, pensaba Foltest, más guapa que en la miniatura que me enseñaron los agentes del servicio secreto. Bueno, ya se sabe que los retratos suelen ser lisonjeros.

No se parece en nada a Calanthe, pensaba Meve. No se parece en nada a Roegner. No se parece en nada a Pavetta… Hum… Se comenta… Pero no, no es posible. Tiene que ser de sangre real, la legítima soberana de Cintra. Es fundamental. Lo requiere la razón de estado. Y la historia.

Ésta no es la que he visto en mis sueños, pensaba Esterad Thyssen, rey de Kovir, llegado recientemente a Cintra. Estoy seguro de que no es la misma. Pero no voy a decírselo a nadie. Me lo guardaré para mí y para mi Zuleyka. Juntos decidiremos de qué modo podemos aprovechar mejor el conocimiento que nos proporcionan los sueños.

Poco faltó para que fuera mi mujer, esa Ciri, pensaba Kistrin de Verden. En tal caso, habría sido príncipe de Cintra, heredero del trono, de acuerdo con la tradición… Y seguramente habría acabado como Calanthe. Menos mal, menos mal que en aquella ocasión huyó de mí.

Ni por un momento me he creído esa historia del gran amor a primera vista, pensaba Shilard Fitz-Oesterlen. Ni por un momento. Y, sin embargo, Emhyr se va a casar con esa muchacha. Renuncia a la posibilidad de reconciliarse con sus duques y, en lugar de tomar por mujer a alguna de las duquesas nilfgaardianas, elige a Cirilla de Cintra. ¿Por qué? ¿Para extender su dominio a este pequeño y miserable paisucho, la mitad del cual, si no más, habría podido incorporarla al imperio de Nilfgaard durante las negociaciones? ¿Para controlar la desembocadura del Yaruga, que ya está en poder de las sociedades de comercio marítimo de Nilfgaard, Novigrado y Kovir?

No entiendo nada de esta razón de estado, nada.

Sospecho que no me lo han contado todo.

Las hechiceras, pensaba Dijkstra. Esto es cosa de las hechiceras. Pues que así sea. Se ve que estaba escrito que Ciri sería reina de Cintra, esposa de Emhyr y emperatriz de Nilfgaard. Se ve que así lo quería el destino. La suerte.

Que así sea, pensaba Triss Merigold. Y que dure. Ha sido algo estupendo. Ahora Ciri estará a salvo. Se olvidarán de ella. La dejarán en paz.

El retrato ocupó por fin su sitio, los lacayos que lo estaban colocando se retiraron, llevándose las escaleras.

En la larga hilera de oscurecidos y un tanto polvorientos soberanos de Cintra, detrás de la serie de los Cerbin y los Coram, detrás de Corbett, Dagorad y Roegner, detrás de la orgullosa Calanthe, de la melancólica Pavetta, colgaba este último retrato. El que representaba a la actual monarca, que con tanta benevolencia gobernaba. A la heredera al trono y portadora de sangre real.

El retrato de una chica delgada de cabello rubio y mirada triste. que llevaba un vestido blanco con las mangas verdes.

Cirilla Fiona Elen Riannon.

Reina de Cintra y emperatriz de Nilfgaard.

El destino, pensaba Filippa Eilhart, notando encima de ella la mirada de Dijkstra.

Pobre criatura, pensaba Dijkstra, mirando el retrato. Seguramente piensa que esto es el final de sus aflicciones y desgracias. Pobre criatura.

En Cintra tañían las campanas, espantando a las gaviotas.


*****

– Poco después del final de las negociaciones y de la firma de la paz de Cintra -reanudó su relato el peregrino-, se celebró en Novigrado una ostentosa fiesta que duró varios días, un festín cuya culminación fue el grandioso y solemne desfile de las tropas. Hacía, como corresponde al primer día de una nueva era, un tiempo realmente espléndido…

– ¿Debemos entender -preguntó sarcásticamente el elfo- que vuesa merced estaba allí presente? ¿En aquel desfile?

– En realidad, llegué un poco tarde. -El peregrino, evidentemente, no era de ésos que se turban por un sarcasmo-. Como he dicho, hacía un día precioso. Ya se veía venir desde el amanecer.


*****

Vascoigne, comandante del fuerte de Drakenborg, hasta fechas recientes adjunto al comandante para asuntos políticos, se fustigaba impaciente la caña de la bota.

– Más deprisa, vamos, más deprisa -apremiaba a los verdugos-. ¡Hay otros esperando! ¡Desde que han firmado la paz esa en Cintra estamos de trabajo hasta las cejas!

Los verdugos, tras colocar el dogal a los condenados, se apartaron. Vascoigne se volvió a golpear con la fusta en la caña de la bota.

– Si alguien tiene algo que decir -dijo secamente-, ésta es su última oportunidad.

– Viva la libertad -dijo Cairbre aep Diared.

– El juicio estaba amañado -dijo Orestes Kopps, merodeador, salteador y asesino.

– Besadme el culo -dijo Robert Pilch, desertor.

– Decidle al señor Dijkstra que lo siento -dijo Jan Lennep, agente condenado por soborno y robo.

– Yo no quería… De verdad que yo no quería… -Istvan Igalffy empezó a sollozar. Al antiguo comandante del fuerte lo habían apartado de su puesto y lo habían llevado a juicio por los excesos cometidos con los prisioneros.

El sol, cegador como el oro fundido, estalló sobre la empalizada del fuerte. Los postes de las horcas arrojaban unas sombras alargadas. En Drakenborg empezaba un nuevo día, hermoso y soleado.

El primer día de una nueva era.

Vascoigne se fustigaba la caña de la bota. Levantó y bajó la mano.

Quitaron los troncos de una patada.


*****

Todas las campanas de Novigrado estaban tocando, sus profundos y quejumbrosos tañidos resonaban en los tejados y mansardas de los palacetes de los mercaderes y su eco se extendía por los callejones. Los cohetes y los fuegos artificiales se elevaban al cielo. La multitud chillaba, aclamaba, arrojaba flores, lanzaba los sombreros al aire, agitaba pañuelos, toquillas, banderines y hasta pantalones si hacía falta.

– ¡Viva la Compañía Libre!

– ¡Viiivaaa!

– ¡Vivan los condotieros!

Lorenzo Molla saludó a la multitud, mandó un beso a las lindas burguesas.

– Como paguen con el mismo entusiasmo con el que nos aclaman -gritó para hacerse oír en medio del tumulto-, entonces, ¡somos ricos!

– Qué pena -dijo con un nudo en la garganta Julia Abatemarco-. Qué pena que Frontino no haya llegado a verlo…

Marchaban al paso por la calle principal de la ciudad. Julia, Adam «Adieu» Pangratt y Lorenzo Molla iban al frente de la Compañía, vestidos de gala, en perfecta formación de a cuatro, de modo que ninguno de los caballos, lustrosos y relucientes, se adelantaba ni una pulgada sobre los demás. Los caballos de los condotieros eran como sus jinetes: serenos y altivos, no los espantaban las ovaciones ni los gritos del gentío, y su única reacción ante las coronas y flores que volaban hacia ellos consistía en sacudir la cabeza de forma levísima, casi imperceptible.

– ¡Vivan los condotieros!

– ¡Viva Adam «Adieu» Pangratt! ¡Viva la Dulce Casquivana!

Julia se enjugó una lágrima disimuladamente, cogiendo al vuelo un clavel que le habían arrojado desde la multitud.

– Nunca habría soñado… -dijo-. Este triunfo… Qué pena que Frontino…

– Mira que eres romántica -le dijo Lorenzo Molla con una sonrisa-. Te estás emocionando.

– Pues si. ¡Atención, compañía! ¡Vistaaa… a la izquierda!

Se pusieron firmes en las sillas, volviendo la cabeza hacia la tribuna y hacia los tronos y escaños allí dispuestos. Veo a Foltest, pensó Julia. Ése de la barba debe de ser Henselt de Kaedwen, y ése tan apuesto es Demawend de Aedirn… Esa matrona tiene que ser la reina Hedwig… Y ese rapaz que está a su lado, el príncipe heredero Radowid, hijo de ese rey asesinado… Pobre chaval…

– ¡Vivan los condotieros! ¡Viva Julia Abatemarco! ¡Hurra por «Adieu» Pangratt! ¡Hurra por Lorenzo Molla!

– ¡Viva el condestable Natalis!

– ¡Vivan los reyes! ¡Foltest, Demawend, Henselt! ¡Que vivan!

– ¡Viva Dijkstra! -gritó algún pelota.

– ¡Viva su santidad! -se elevó entre la multitud el grito de algunos vocingleros pagados al efecto. Cyrus Engelkind Hemmelfart, jerarca de Novigrado, se levantó a saludar con la mano a la muchedumbre y a las tropas que desfilaban. Al hacerlo, les dio la espalda, de forma poco elegante, a la reina Hedwig y al joven Radowid, tapándoles con los faldones de su amplia túnica.

Nadie grita: «¡Viva Radowid!», pensaba el príncipe, oculto por el enorme trasero del jerarca. No hay nadie que mire hacia aquí. Nadie profiere un solo grito en honor de mi madre. Ni siquiera se acuerda nadie de mi padre, no hay gritos que celebren su gloria. Precisamente hoy, en este día de triunfo, en este día de concordia, de alianza, al que tanto contribuyó. Por eso lo asesinaron.

Notó una mirada en la nuca. Tan delicada como algo desconocido para él, o como algo que sólo había conocido en sueños. Algo que era como el roce ligero de unos suaves y cálidos labios de mujer. Volvió la cabeza. Descubrió los oscuros e insondables ojos de Filippa Eilhart clavados en él.

Esperad, pensó el príncipe, apartando la mirada. Esperad un poco.

Nadie podía prever o adivinar entonces que aquel muchacho de trece años, que en esos momentos era una persona sin ninguna relevancia en un país gobernado por el consejo de regencia y por Dijkstra, llegaría a ser rey. Un rey que -tras hacer pagar a todos por la afrenta que habían sufrido su madre y él- pasaría a la historia con el nombre de Radowid el Cruel.

La multitud vitoreaba. El suelo que pisaban al desfilar los cascos de los caballos de los condotieros estaba alfombrado de flores.


*****

– ¿Julia?

– Dime, Adieu.

– Cásate conmigo. Quiero que seas mi mujer.

La Dulce Casquivana tardó mucho en contestar, mientras se rehacía de la sorpresa. La multitud vitoreaba. En la tribuna, el jerarca de Novigrado, sudoroso, tomando aire como un enorme siluro grasiento, daba su bendición a los burgueses, al desfile, a la ciudad y al mundo.

– ¡Pero si tú estás casado, Adam Pangratt!

– Estoy separado. Me voy a divorciar.

Julia Abatemarco no le respondió. Volvió la cabeza. Sorprendida. Confusa. Y muy feliz. Sin saber muy bien por qué.

La multitud vitoreaba y arrojaba flores. Los cohetes y los fuegos artificiales estallaban por encima de los tejados, entre el ruido y el humo.

Las campanas de Novigrado sonaban como un quejido.


*****

Es una mujer, pensó Nenneke. Cuando la mandé a la guerra era una chiquilla. Y ha vuelto hecha una mujer. Segura de sí misma. Consciente de quién es. Tranquila. Relajada. Toda una mujer.

Ha ganado esta guerra. Al no permitir que la guerra la aniquilase.

– Debora – Eurneid siguió con la enumeración, en voz baja pero firme- murió de tifus en un campamento en Mayenna. Prune se ahogó en el Yaruga al volcar un bote cargado de heridos. A Myrrha la mataron los elfos, los Ardillas, durante un ataque a un hospital de campaña en Armería… Katje…

– Habla, chiquilla -la animó dulcemente Nenneke.

– Katje -Eurneid se aclaró la voz- conoció en el hospital a un nilfgaardiano herido. Tras firmarse la paz, con los intercambios de prisioneros, se fue con él a Nilfgaard.

– Siempre he dicho -suspiró la gruesa sacerdotisa- que el amor no conoce fronteras ni barreras. ¿Y qué es de Iola Segunda?

– Vive -se apresuró a asegurar Eurneid-. Está en Maribor.

– ¿Por qué no vuelve?

La adepta agachó la cabeza.

– No va a regresar al templo, madre -dijo en voz baja-. Está en el hospital de Milo Vanderbreck, ese cirujano, un mediano. Ha dicho que quiere cuidar enfermos. Que sólo se va a dedicar a eso. Perdónala, madre Nenneke.

– ¿Perdonarla? -La sacerdotisa soltó un resoplido-. Si estoy orgullosa de ella.


*****

– Llegas tarde -dijo Filippa Eilhart entre dientes-. Llegas tarde a una fiesta solemne que cuenta con la presencia de los reyes. Por todos los diablos, Segismundo, tu desdén por el protocolo es bien conocido, y no necesitas hacer ostentación de él. Sobre todo, en un día como éste…

– Tengo mis razones. -Dijkstra respondió con una inclinación a la mirada de la reina Hedwig y a la elevación de cejas del jerarca de Novigrado. También capto el mal gesto en el rostro del capellán Willemer y la mueca de desprecio en el semblante, digno de ser acuñado en moneda, del rey Foltest.

– Tengo que hablar contigo un momento, Fil.

– A solas, me imagino…

– Sería lo mejor. -Dijkstra esbozó una sonrisa-. Pero, si así lo prefieres, no tengo ningún inconveniente en que haya más ojos observando. Por ejemplo, los hermosos ojos de las damas de Montecalvo.

– Más bajo -musitó la hechicera, sin borrar la sonrisa de sus labios.

– ¿Cuándo se me concederá audiencia?

– Lo pensaré. Ya te lo haré saber. Ahora déjame en paz. Éste es un acto solemne. Una fiesta grande. Te lo recuerdo, por si no te habías dado cuenta.

– ¿Una fiesta grande?

– Estamos en el umbral de una nueva era, Dijkstra. El espía se encogió de hombros.

La multitud seguía vitoreando. Lanzaron fuegos artificiales. Doblaban las campanas de Novigrado, sonaban en señal de triunfo, en señal de gloria. Pero su tañido resultaba extrañamente fúnebre.


*****

– Venga, aguanta las riendas, Jarre -dijo Lucienne-. Me entró la jambre, quiero comer arguna cosilla. Trae, te voy a enrollar la correa a la mano. Ya sé que tú, con una sola, no pues.

Jarre, avergonzado y humillado, notó cómo le salían los colores. No conseguía acostumbrarse. No podía evitar la impresión de que nadie tenía nada mejor que hacer que quedarse embobado mirando su muflón, su manga doblada y cosida. De que todo el mundo se fijaba en él a todas horas, para compadecer hipócritamente al mutilado y lamentar falsamente su desgracia, mientras que en el fondo de su alma lo despreciaba y lo veía como algo que venía a alterar indebidamente, con su fealdad y su impertinencia, el hermoso orden reinante. Por el mero hecho de atreverse a existir.


Lucienne, no tenía más remedio que reconocerlo, era bastante distinta, en ese sentido, del resto de la gente. Ni hacía como que no lo veía ni caía en el amaneramiento de las atenciones humillantes y la aún mas humillante compasión. Jarre no andaba muy lejos de creer que la joven carretera rubia lo trataba con naturalidad y con normalidad. Pero procuraba descartar esa idea. No la aceptaba.

Porque seguía sin ser capaz de tratarse a sí mismo con normalidad.

La carreta que transportaba a los mutilados de guerra chirriaba y traqueteaba. Tras una breve temporada de lluvias, había llegado el calor sofocante. Los baches formados por el paso continuo de los convoyes militares se habían secado y endurecido, convirtiéndose en crestas, aristas y resaltes de fantásticas formas, y por ellas tenía que rodar el vehículo tirado por cuatro caballos. Según aumentaba el tamaño de los baches, los brincos que daba el carro eran cada vez mayores, al tiempo que crujía y la caja se balanceaba como un barco en plena tempestad. Los soldados lisiados -cojos en su mayoría- juraban de un modo tan rebuscado como obsceno, y Lucienne, para no caerse, se pegaba a Jarre y le abrazaba, compartiendo generosamente con el joven su mágico calor, su prodigiosa suavidad y su excitante mezcla de olores: a caballo, a riendas de cuero, a heno, a avena, a intenso sudor de chávala.

En uno de esos baches el carro pegó un brinco y Jarre tiró de las riendas enrolladas alrededor de su muñeca. Lucienne, dando bocados a un cacho de pan y a un salchichón, se pegó a su costado.

– Vaya, vaya… -Se había fijado en su medallón de latón y se aprovechó arteramente de que Jarre tuviera su única mano ocupada con las riendas-. ¿Qué tenemos aquí? ¿Un amuleto nomeolvides? Jo, menudo listeras el que se inventó estas memeces. Mucho hubo de demanda durante esta guerra, sólo la de vodka pue que haya sío mayor. A ver qué nombre de chica pone dentro…

– Lucienne -Jarre se puso colorado como un tomate, tenía la sensación de que en cualquier momento la sangre le iba a salir a chorros-, tengo que pedirte… que no lo abras… Disculpa, pero es un asunto personal. No quisiera ofenderte, pero…

El carro pegó un brinco, Lucienne se estrujó y Jarre cerró el pico.

– Ci… ril… la -silabeó con esfuerzo la carretera, cogiendo por sorpresa a Jarre, que no se esperaba que las habilidades de la aldeana llegasen tan lejos-. No te olvidaré. -Cerró de golpe el medallón, soltó la cadenilla y miró al mozo-. Esa Cirilla, mira… Si en verdá te quiere… Menuda bobada, los sortilegios y los amuletos… Si en verdá, ya verás cómo no te olvida, te será fiel. Esperará.

– ¿A esto? -Jarre levantó el muñón.

La chica parpadeó ligeramente. Tenía los ojos azules como el aciano.

– Si en verdá te quiere -repitió con firmeza-, te esperará. To lo demás son tonterías. Lo sé muy bien.

– ¿Tanta experiencia tienes en esto?

– No es cosa tuya -esta vez le tocó a Lucienne ruborizarse ligeramente- qué clase de asperiencias tuviera, ni con quién. Mas no te vayas a pensar que yo soy una de ésas que con un simple meneo ya se prestan a hacer de to entre el heno. Pero sé lo que sé. Y, si se quiere a un chico, se le quiere entero, no a cachos. Así que tampoco na pasa porque le falte un cacho.

El carro pegó un brinco.

– Estás simplificando un poco las cosas -dijo Jarre, apretando los dientes, mientras respiraba con avidez el olor de la muchacha-. Estás simplificando mucho, e idealizando mucho, Lucienne. Te olvidas de un pequeño detalle, y es que, cuando un hombre está entero, se supone que está capacitado para mantener a su mujer y a todos los suyos. Un inválido no está capacitado…

– ¡Vaya, vaya, vaya! -le interrumpió sin contemplaciones-. No me as dar pena. Los Negros, que yo supiera, te han dejao la testa en su sitio, y pues un listillo tú eres, trabajas con la cabeza. No me mires con esa cara tonto. Yo seré de pueblo, mas ojos y oídos tengo. Lo baste despiertos como para que no se les escape un detallejo: que tienes una forma muy rara de hablar, propia de señor y de estudioso. Y aparte de eso…

Agachó la cabeza, tosió. Jarre también tosió. El carro pegó un brinco.

– Aparte de eso -prosiguió la chica-, he oído lo que otros dijeran, que eres un escribidor. Y sacerdote en un templo. Y tú ya estás viendo que con esa mano… Bah, todo eso son bobadas.

El carro llevaba ya un rato sin pegar ningún brinco, pero Jarre y Lucienne no parecían darse cuenta. Y no les importaba un comino.

– Pues yo -dijo la chica tras una larga la pausa- algo de suerte tengo con los sabios. Hubo uno… Hace tiempo… Anduvo detrás mío… Sabía mucho, había pasado por las academias. Hasta en el nombre se notaba.

– ¿Cómo se llamaba?

– Semester.

– Eh, moza -la llamó por detrás el sargento Derkacz, un tipo malvado y tétrico, que había resultado lisiado durante la batalla de Mnyenna-. Venga, moza, arréale bien al castrado en las ancas, que esta carreta tuya va más despacio que un moco resbalando por una pared.

– Vaya que sí -añadió otro lisiado, rascándose la lustrosa cicatriz en el muñón que le asomaba por debajo de la pernera subida-. ¡Hasta el gorro estoy de estos páramos! ¡Cuánto echo de menos una taberna! |No sabéis qué ganas tengo de tomar una cerveza! ¿No podríamos ir con más brío?

– Claro que sí. -Lucienne se volvió en el pescante-. Pero como se nos parta el timón o el cubo del carro al chocar con un terrón, te vas a pasar a lo menos dos semanas sin catar la cerveza, bebiendo agua de lluvia y jugo de abedul, hasta que den con nosotros. Vosotros solos no os las podéis apañar, y yo no pienso llevaros a cuestas.

– Pena de la güeña. -Derkacz enseñó los dientes-. Porque yo andome ensoñando todas las noches que tú cargas conmigo. Y yo me quedo muy pegadito a tu espalda…, Vamos, así, por detrás. Como a mí me gusta. ¿Y a ti, moza?

– ¡Cojo inútil! -gritó Lucienne-. ¡Bicho pestilente! Serás…

Se calló, al ver cómo en las caras de todos los inválidos que viajaban en el carro se extendía de repente una palidez mortal, cadavérica.

– Madre -dijo uno de ellos, entre sollozos-. Con lo poquillo que faltaba pa llegar a casa…

– Estamos perdíos -dijo Derkacz en voz baja, sin la menor emoción. Sencillamente, como quien constata un hecho.

Pero si decían, pensó de pronto Jarre, que habían acabado con los Ardillas. Que no habían dejado ni uno vivo. Que, como les gustaba decir, la cuestión élfica ya estaba solucionada.

Eran seis a caballo. Pero, cuando se fijaron mejor, resultó que los caballos eran seis, pero ocho los jinetes. En dos de las monturas había un par de jinetes. Todos los caballos llevaban un paso rígido, arrítmico, bajando mucho la frente. Parecían bastante mediocres.

Lucienne suspiró fuerte.

Los elfos se aproximaron. Parecían aún más mediocres que los caballos.

Nada quedaba de su orgullo, de su elaborada, arrogante, carismática diferencia. La ropa, que solía ser elegante y vistosa hasta entre los guerrilleros de las partidas, la llevaban toda sucia, rota, llena de manchas. El pelo, su orgullo y su gala, lo traían desgreñado, mugriento, pegajoso, con costras de sangre. Parecía de fieltro. Sus grandes ojos, normalmente altivos, desprovistos de toda expresión, se habían convertido en simas de pánico y desesperación.

Nada quedaba de su diferencia. La muerte, el terror, el hambre y las humillaciones les habían vuelto normales y corrientes. Muy corrientes.

Por un momento Jarre pensó que pasarían de largo, que se limitarían a cruzar la carretera para perderse en el otro lado del bosque, sin dedicarle siquiera una mirada al carro y a los pasajeros. Que sólo dejarían detrás de ellos aquel olor nada élfico, tan desagradable y repulsivo, un olor que Jarre conocía demasiado bien de los hospitales de campaña: el olor de la miseria, de la orina, de la roña, de las heridas purulentas.

Fueron pasando de largo, sin mirar.

No todos.

Una elfa de largos cabellos oscuros, apelmazados, con restos de sangre coagulada, detuvo el caballo muy cerca del carro. Iba inclinada en la silla, sosteniéndose de cualquier manera. Un brazo lo llevaba sujeto en un cabestrillo empapado de sangre. Alrededor de ese brazo revoloteaban y zumbaban las moscas.

– Toruviel -dijo uno de los elfos, volviéndose hacia ella-. En'ca digne, luned.

Lucienne se dio cuenta enseguida de lo que pasaba. Comprendió qué era lo que estaba mirando la elfa. Habiéndose criado en una aldea, había conocido desde niña a un espectro lívido e hinchado que acechaba detrás de la esquina de la cabaña: el fantasma del hambre. Por eso, reaccionó de forma instintiva e inequívoca. Le ofreció un poco de pan a la elfa.

– En'ca digne, Toruviel -repitió el elfo. Era el único de toda la partida que llevaba en una manga desgarrada de la cazadora polvorienta el rayo plateado de la brigada Vrihedd.

Los inválidos que iban en el carro, que se habían quedado de piedra y no habían movido un músculo hasta ese mismo instante, se estremecieron súbitamente, como si un conjuro los hubiera reanimado. En tus manos, tendidas hacia los elfos, aparecieron, como por arte de magín, mendrugos de pan, bolas de queso, tajadas de tocino y salchichón.

Y los elfos, por primera vez desde hacía mil años, tendieron sus manos hacia los humanos.

Lucienne y Jarre fueron las primeras personas que vieron llorar a la elfa. Que la vieron sollozar hasta el sofoco, sin intentar siquiera enjuagarse las lágrimas que le corrían por el rostro sucio. Desmintiendo la afirmación de que los elfos ni siquiera disponen de glándulas lacrimales.

– En'ca… digne -repitió con la voz entrecortada el elfo del rayo en tu manga.

Dicho lo cual, alargó la mano y tomó un pan que le ofrecía Derkacz.

– Te lo agradezco -dijo con la voz ronca, haciendo un esfuerzo para acomodar la lengua y los labios a un idioma extranjero-. Te lo agradezco, humano.

Al cabo de un rato, viendo que ya habían pasado todos, Lucienne chascó al caballo, dio un tirón a las riendas. El carro empezó a rechinar y traquetear. Iban todos en silencio.

Se acercaba ya la hora de la cena cuando la carretera se llenó de jinetes armados. Los dirigía una mujer de pelo blanquísimo, muy corto con una cara malhumorada y enérgica desfigurada por las cicatrices. Una de éstas le cortaba el pómulo desde la sien hasta la comisura de los labios, y después, formando un amplio semicírculo, le rodeaba la cuenca del ojo. A la mujer le faltaba además una buena parte pabellón de la oreja derecha, y su brazo izquierdo acababa justo por debajo del codo, en un manguito de cuero y un garfio de latón, al que llevaba enganchadas las riendas.

La mujer, con una mirada hostil que delataba un enconado afán de venganza, les preguntó por los elfos. Por los Scoia'tael. Por los terroristas. Por los fugitivos, restos de un comando derrotado dos días antes.

Jarre, Lucienne y los inválidos, eludiendo la mirada de la mujer manca, farfullaron confusamente y contestaron que no, que no se habían encontrado con nadie, que no habían visto a nadie.

Mentís, pensó Rayla la Blanca, la misma que había sido en otros tiempos Rayla la Negra. Mentís, estoy segura. Mentís por compasión.

Pero eso no tiene importancia.

Porque yo, Rayla la Blanca, no sé lo que es la compasión.


*****

– ¡Hurraaa, arriba los enanos! ¡Viva Barclay Els!

– ¡Que vivan!

En el adoquinado de Novigrado retumbaban las botas herradas de los veteranos del Pelotón de Voluntarios. Los enanos marchaban a su estilo, en formación de a cinco. Sobre la columna ondeaba su bandera, donde figuraban unos martillos.

– ¡Que viva Mahakam! ¡V ivant los enanos!

– ¡Gloria y honor a ellos!

De repente, se oyó una risa entre la multitud. Algunas personas la secundaron. Y enseguida todo el mundo se estaba riendo a carcajadas.

– Es una afrenta… -El jerarca Hemmelfart tomó aire-. Es un escándalo… Es algo imperdonable…

– Maldita chusma -dijo entre dientes el capellán Willemer.

– Haced como si no lo hubierais visto -recomendó con calma Foltest.

– No deberían habérseles escatimado las vituallas -dijo Meve con acritud-. Ni negado los suministros.

Los oficiales enanos conservaron la dignidad y las formas, delante de la tribuna se cuadraron y saludaron. En cambio, los suboficiales y los soldados del Pelotón de Voluntarios expresaron su descontento con los recortes presupuestarios introducidos por los reyes y el jerarca. Algunos, al pasar por delante de la tribuna, les hicieron un corte de manga a los monarcas; otros exhibieron otro de sus gestos favoritos: el puño con el dedo corazón tieso, apuntando a lo alto. En los círculos académicos este gesto era conocido como digitus infamis. La plebe lo llamaba de un modo más contundente.

Las caras ruborizadas de los reyes y del jerarca eran una prueba de que conocían ambos nombres.

– No deberíamos haberles ofendido con nuestra tacañería -insistió Meve-. Esta gente es muy puntillosa.


*****

El aullador de Elskerdeg volvió a aullar, el aullido se convirtió en una melodía macabra. Ninguno de los que estaban junto al fuego volvió la cabeza.

El primero en hablar, tras un largo silencio, fue Boreas Mun.

– El mundo ha cambiado. Se ha hecho justicia.

– Bueno, igual se han pasado con esa justicia. -El peregrino esbozó una sonrisa-. Sí estaría de acuerdo en que el mundo se ajustó, por decir, a una ley fundamental de la física.

– Me gustaría saber -dijo el elfo- si estamos pensando en la misma ley.

– Toda acción -dijo el peregrino- provoca una reacción.

El elfo soltó un resoplido, aunque uno bastante afable.

– Ahí le has dado, humano.


*****

– Stefan Skellen, hijo de Bertram Skellen, antiguo coronel imperial, ponte en pie. El Tribunal Supremo del imperio eterno por la gracia del Gran Sol te declara culpable de los delitos y de las acciones ilegítimas de los que has sido acusado, a saber: traición al estado y participación en una conspiración orientada a atentar criminalmente contra el ordenamiento legal del imperio, así como contra la propia persona de su majestad imperial. Tu culpa, Stefan Skellen, ha sido ratificada y probada, y este tribunal no ha observado circunstancias atenuantes. Su serenísima majestad imperial no ha hecho uso de su facultad de gracia.

«Stefan Skellen, hijo de Bertram Skellen. Desde esta sala de audiencias serás conducido a la ciudadela, de donde serás sacado a su debido tiempo. Como traidor, eres indigno de pisar la tierra del imperio y serás colocado en una rastra de madera, y sobre esa rastra serás llevado, tirado por caballos, hasta la plaza del Milenio. Como traidor, eres indigno de respirar el aire del imperio, y en la plaza del Milenio, por mano del verdugo, serás colgado del cuello en una horca, entre el ciclo y la tierra. Y allí estarás colgado hasta morir. Tu cuerpo será quemado, y tus cenizas dispersadas por el viento.

«Stefan Skellen, hijo de Bertram, traidor. Yo, presidente del Tribunal Supremo del imperio, al sentenciarte pronuncio tu nombre por última vez. Desde este momento, que sea olvidado.


*****

– ¡Lo conseguí! ¡Lo conseguí! -gritó, al entrar corriendo en el decanato, el profesor Oppenhauser-. ¡Lo conseguí, señores! ¡Por fin! ¡Por fin! ¡Y funciona! ¡Da vueltas! ¡Funciona! ¡Funciona!

– ¿De veras? -preguntó bruscamente, con notable esceptisismo, Jean Le Voisier, profesor de química, conocido entre los alumnos como Hedorcarburo-. ¡No es posible! ¿Y se puede saber cómo funciona?

– ¡El móvil perpetuo!

– ¿Perpetuum mobile? -preguntó intrigado Edmund Bumbler, profesor agregado de zoología-. ¿Tal cual? ¿No exageráis, estimado colega?

– ¡En absoluto! -exclamó Oppenhauser, brincando como un chivo-. ¡Ni una pizca! ¡Funciona! ¡El móvil funcional ¡Lo he puesto en marcha y funciona! ¡Funciona sin parar! ¡Sin descanso! ¡Perpetuamente! ¡Por los siglos de los siglos! ¡No hay palabras para describirlo, colegas, es algo que hay que ver! ¡Venid a mi gabinete, deprisa!

– Estoy desayunando -protestó Hedorcarburo, pero su protesta se perdió entre el jaleo, la excitación y el alboroto generalizados. Los profesores, los licenciados y los bachilleres se lanzaron a recoger sus togas, capas y delias, y corrieron hacia la salida encabezados por Oppenhauser, que no paraba de dar gritos y de gesticular. Hedorcarburo les despidió con un digitus infamis y volvió a su panecillo con paté.

El grupo de sabios, al que se incorporaron sobre la marcha nuevos individuos ansiosos de contemplar el fruto de treinta años de esfuerzos de Oppenhauser, recorrió rápidamente la distancia que los separaba del gabinete del afamado físico. Ya estaban a punto de abrir la puerta cuando de pronto tembló el suelo. De forma apreciable. O, más bien, con fuerza. Mejor dicho, con mucha fuerza.

Se trataba de un temblor de tierra, uno de los temblores de tierra originados por la destrucción de la fortaleza de Stygga, escondrijo de Vilgefortz, llevada a cabo por las hechiceras. La onda sísmica, partiendo del lejano Ebbing, había llegado hasta allí, a Oxenfurt.

Con un tintineo salieron volando los cristales de la vidriera que ocupaba el frontón de la cátedra de bellas artes. Cayó de su pedestal, pintarrajeado con obscenidades, el busto de Nicodemus de Boot, primer rector de la institución académica. Cayó de la mesa la taza de tisana con la que Hedorcarburo acompañaba su panecillo con paté. Cayó de un plátano del parque un estudiante de primero de física, Albert Solpietra, que había trepado a ese árbol para impresionar a unas estudiantes de medicina.

Y el perpetuum mobile del profesor Oppenhauser, su legendario invento, se movió por última vez antes de quedarse quieto. Para siempre.

Y jamás fue posible volver a ponerlo en marcha.


*****

– ¡Que vivan los enanos! ¡Que viva Mahakam!

Menuda pandilla, menuda tropa, pensaba el jerarca Hemmelfart, bendiciendo el desfile con su mano temblona. ¿A quién se vitorea aquí? Condotieros venales, enanos obscenos, ¿qué clase de locura es ésta? Al final, ¿quién ha ganado esta guerra, ellos o nosotros? Por todos los dioses, hay que hacer que los reyes se den cuenta. Cuando los historiadores y los escritores se pongan manos a la obra, convendrá someter a censura sus mamarrachadas. Mercenarios, brujos, asesinos a sueldo, no humanos y toda clase de elementos sospechosos deben desaparecer de las crónicas del género humano. Hay que tachar sus nombres, emborronarlos. Ni una palabra sobre ellos. Ni una

Sobre ese, tampoco una palabra, pensó, apretando los labios y mirando a Dijkstra, que estaba contemplando el desfile con una cara de aburrimiento más que evidente.

Habrá que dar a los reyes, siguió pensando el jerarca, algunos consejos acerca de ese Dijkstra. Su presencia constituye un ultraje para la gente decente.

Es un impío y un sinvergüenza. Tiene que desaparecer sin dejar ni rastro. Que no quede recuerdo de él.


*****

Que te lo has creído, cerdo mojigato vestido de púrpura, pensaba Filippa Eilhart, a la que no le costaba nada leerle los intensos pensamientos al jerarca. ¿Te gustaría gobernar, te gustaría dictar y ejercer influencia? ¿Te gustaría decidir? Jamás. Sólo podrás decidir acerca de tus hemoroides, e incluso ahí, en tu propio culo, tus decisiones no van a ser demasiado relevantes.

Y Dijkstra seguirá por aquí. Tanto tiempo como a mí me convenga.


*****

Ya cometerás un error alguna vez, pensaba el capellán Willemer, mirando los brillantes labios de Filippa, pintados de carmín. Alguna de otras cometerá un error. Os perderá la suficiencia, la arrogancia y soberbia. Las conjuras que tramáis. La inmoralidad. La atrocidad, la perversión a la que os entregáis, en la que vivís. Todo acabará por salir la luz, se extenderá la pestilencia de vuestros pecados, en cuanto cometáis un error. Ese momento ha de llegar.

Incluso, aunque no cometáis ningún error, siempre habrá una forma de haceros pagar. Alguna desgracia caerá sobre los hombres: una maldición, una plaga, tal vez una peste o una epidemia… Entonces todas las culpas serán para vosotras. Seréis castigadas por no haber sido capaces de prevenir la plaga, por no haber sabido evitar sus consecuencias.

Vosotras cargaréis con la culpa de todo.

Y entonces se encenderán las hogueras.


*****

Había muerto un viejo gato rayado, al que llamaban Taheño en virtud de su pelaje. Murió de un modo atroz. Se revolcaba, se ponía en tensión, arañaba la tierra, vomitaba sangre y flemas, sufría convulsiones. Además, padecía disentería. Maullaba, aunque eso no fuera digno de él. Maullaba de un modo lastimero, silencioso. No tardo en decaer.

Taheño sabía por qué se estaba muriendo. O al menos sospechaba qué era lo que le había matado.

Unos días antes había arribado al puerto de Cintra un extraño carguero, una vieja y mugrienta coca, una embarcación muy descuidada, poco más que unos despojos. Catriona: asi decían las borrosas letras en la proa de la coca. Como es natural, Taheño no sabía leer tales letras. Una rata, aprovechando un cabo de amarre, bajó de la coca al muelle. Sólo una. Era una rata despeluchada, sarnosa, torpe. Y le faltaba una oreja.

Taheño mordió a la rata. Tenía hambre, mas su instinto le dijo que no tenía que comerse a aquel bicharraco repugnante. Pero algunas de las muchas pulgas, grandes y lustrosas, que pululaban por el pelaje del roedor, pudieron saltar a Taheño y acomodarse en su pellejo.

– ¿Qué le ha pasado a este gato? ¿Dónde se había metido?

– Lo habrán envenenado. ¡O le habrá echado alguien mal de ojo!

– ¡Puaj, qué asco! ¡Pero si apesta, el muy cabrón! ¡Échalo de las escaleras, mujer!

Taheño se puso rígido y abrió sin hacer ruido la boca ensangrentada. Ya no sentía los escobazos con los que la señora le agradecía sus once años cazando ratones. Expulsado del patio, agonizaba en un sumidero lleno de espuma de jabón y orina. Agonizaba y les deseaba a aquellas gentes tan desagradecidas que también cayeran enfermas. Que pasaran por lo mismo que él estaba pasando.

Su deseo se iba a ver satisfecho en breve. Y además a gran escala. A una escala colosal.

La mujer que, a patadas y escobazos, había echado a Taheño del patio se detuvo un momento. Se levantó las sayas y se rascó una pantorrilla, por debajo de la corva. Le picaba.

La había mordido una pulga.


*****

Las estrellas titilaban intensamente sobre Elskerdeg. Las chispas de la hoguera se desvanecían sobre su fondo.

– Ni la paz de Cintra -dijo el elfo- ni menos aún el pomposo desfile de Novigrado pueden ser considerados hitos ni piedras miliares. ¿Cuál es, entonces, su sentido? El poder político no puede construir la historia a base de documentos o decretos. Tampoco puede el poder político juzgar la historia, calificarla ni esquematizarla de un modo simplista, aunque ningún poder, en su soberbia, reconoce esta evidencia. Una de las manifestaciones más notorias de vuestra arrogancia humana es la llamada historiografía, un intento de manifestar opiniones y de emitir veredictos sobre los «sucesos del pasado», como soléis llamarlos. Es algo típico de vosotros, humanos, y obedece al hecho de que la naturaleza os ha concedido una existencia efímera, propia de insectos, de hormigas, con vuestra ridícula vida media por debajo de los cien años. Pero vosotros os empeñáis en acomodar el mundo a vuestra existencia insectil. Por otra parte, la historia es un proceso que se desarrolla de forma ininterrumpida y que jamás termina. No se presta la historia a ser dividida en segmentos, desde aquí hasta aquí y desde aquí hasta aquí, desde tal fecha hasta tal otra. No es posible definir la historia, ni mucho menos cambiarla, mediante una proclama de un monarca. Por mucho que haya ganado una guerra.

– No voy a entrar en una disputa filosófica -aseguró el peregrino-. Como ya he dicho, me tengo por hombre sencillo y poco elocuente. Pero sí me atrevería a señalar dos cosas. En primer lugar, esta vida nuestra tan breve, como la de los insectos, nos protege a los humanos de la decadencia. Nos lleva a valorar nuestra vida, lo cual nos inclina a vivir intensamente, de un modo creador, para aprovechar cada minuto de nuestra vida y disfrutar de él. Hablo y pienso como un ser humano, pero eso mismo pensaban los longevos elfos que se dirigían a combatir y a morir en los comandos de Scoia'tael. Corregidme, por favor, si me equivoco.

El peregrino esperó un tiempo prudencial, pero nadie le corrigió.

– En segundo lugar -prosiguió-, me parece a mí que el poder político, a pesar de no ser capaz de modificar la historia, lo que sí puede hacer con sus actuaciones es crear una ilusión, una apariencia, bastante conseguida, de que posee esa capacidad. El poder tiene medios e instrumentos para eso.

– Oh, sí -dijo el elfo, volviendo la cara-. El poder tiene métodos e instrumentos. Y con ellos no hay forma de discutir.


*****

La galera golpeó con la borda en los pilotes cubiertos de algas y conchas. Procedieron a amarrar. Se oían gritos, juramentos, órdenes.

Chillaban las gaviotas que buscaban desperdicios entre las aguas lucias y verdes del puerto. El muelle se llenó de gente. La mayoría uniformada.

– Final de trayecto, señores elfos -dijo el nilfgaardiano que estaba a mando del transporte-. Estamos en Dillingen. ¡Todo el mundo a tierra! Os esperan.

Cierto. Les estaban esperando.

Ninguno de los elfos -desde luego, no Faoiltiarna- se había trágado la promesa de los juicios justos y la amnistía. Los Scoia'tael y Los oficiales de la brigada Vrihedd no abrigaban esperanzas vanas sobre la suerte que les esperaba más allá del Yaruga. En su mayoría se habían hecho ya a la idea, y aceptaban lo que viniera con estoicismo, con resignación incluso. Creían que ya nada podía sorprenderles.

Estaban equivocados.

Les sacaron a empujones de la galera. Sus cadenas tintineaban con estrépito. Les obligaron a bajar al muelle, después les condujeron al malecón, entre dos filas de esbirros armados. También había civiles. Tenían unos ojos muy vivos, que saltaban muy deprisa de una cara a otra cara, de una silueta a otra.

Éstos se encargan de la selección, pensó Faoiltiarna. No se equivocaba.

Con lo que no podía contar, naturalmente, era con que su cara cosida a cuchilladas fuera a pasar inadvertida. Y no contaba con ello.

– ¿Señor Isengrim Faoiltiarna? ¿Lobo de Acero? Pero, ¡qué agradable sorpresa! ¡Tened la bondad!

Los esbirros le sacaron de la formación.

– ¡Va fail! -le gritó Coinneach Dá Reo, que había sido identificado por otros individuos que llevaban unos medallones con el águila de Redania-. ¡Se'ved, se caerme dea!

– Os veréis -siseó el civil que había seleccionado a Faoiltiarna-, pero seguramente en el infierno. A éste le esperan allí, en Drakenborg. ¡Eh, alto! ¿No será éste, por casualidad, el señor Riordain? ¡Cogedlo!

Sólo les habían apartado a ellos tres. Sólo a ellos tres. Faoiltiarna cayó en la cuenta de lo que estaba ocurriendo y de repente -para su sorpresa- empezó a tener miedo.

– ¡Va fail! -gritó Angus Bri Cri, dirigiéndose a los otros dos camaradas que habían sacado de la formación, al tiempo que hacía sonar sus cadenas-. ¡Va fail, fraeren!

Un esbirro le empujó brutalmente.

No se los llevaron muy lejos. Sólo hasta uno de los cobertizos del puerto. Junto a la dársena, donde se mecía un bosque de mástiles.

El civil hizo una señal. Empujaron a Faoiltiarna hasta un poste, bajo una viga por encima de la cual habían echado una soga. Estaban atando un gancho de hierro a la soga. Sentaron a Riordain y Angus en dos escabeles colocados en el piso de tierra.

– Señor Riordain, señor Bri Cri -dijo con frialdad el civil-. Os habéis beneficiado de una amnistía. El tribunal ha decidido mostrarse clemente… No obstante, es preciso que se haga justicia -añadió, sin esperar a sus reacciones-. Para eso han pagado las familias de aquéllos a quienes habéis asesinado, señores. La sentencia ha sido pronunciada.

Riordain y Angus no tuvieron tiempo ni de gritar. Desde detrás les echaron un lazo al cuello y los estrangularon. Les derribaron a la vez de sus asientos y les arrastraron por el piso. Con las manos encadenadas trataron en vano de arrancarse el dogal que se les clavaba en el cuello, pero los verdugos les aplastaron el pecho con las rodillas. Salieron a relucir los cuchillos y cayeron sobre ellos. Ya ni los lazos eran capaces de sofocar sus gritos, sus silbidos, que ponían los pelos de punta.

Duró mucho. Como pasa siempre.

– En su sentencia, señor Faoiltiarna -dijo el civil, girando despacio la cabeza-, se ha introducido una cláusula adicional. Un pequeño extra…

Faoiltiarna no tenía ninguna intención de esperar a averiguar en que consistía ese pequeño extra. El cierre de las cadenas, en el que llevaba trabajando dos días con sus noches, cayó en ese momento de tus muñecas como tocado por una varita mágica. Un golpe tremendo con las gruesas cadenas derribó a los dos esbirros que le vigilaban. De un salto, Faoiltiarna le dio una patada en la cara al siguiente, azotó con las cadenas al civil y se lanzó en plancha por un ventanuco del cobertizo, cubierto de telarañas. Lo atravesó volando, llevándose por delante el marco y el bastidor, dejando en los clavos restos de sangre y jirones de su ropa. Cayó con estrépito sobre los tablones del muelle. Dio unas volteretas, rodó y se zambulló en el agua, entre unos botes de pesca y unas barcazas. Las gruesas cadenas, que seguían unidas a su muñeca derecha, le arrastraban hacia el fondo. Faoiltiarna se resistió. Luchó con todas sus fuerzas por su vida, una vida que muy poco antes creía que le traía sin cuidado.

– ¡Ya eres nuestro! -vociferaban los esbirros, saltando desde el cobertizo-. ¡Estás muerto!

– ¡Ahí está! -gritaron otros, que corrían por el muelle-. Acaba de salir a la superficie.

– ¡A las lanchas!

– ¡Disparadle! -se desgañitaba el civil, tratando de atajar con ambas manos la sangre que le manaba con fuerza de la cuenca de un ojo-. ¡Acribilladlo!

Se oyeron los chasquidos de las ballestas. Las gaviotas echaron a volar dando chillidos. El agua sucia y verde entre las barcazas rompió a hervir con los flechazos.


*****

– ¡Vivant! -El desfile se estaba alargando, la multitud de Novigrado daba ya síntomas de fatiga y de afonía-. ¡Vivant! ¡Que vivan! -¡Hurra!

– ¡Gloria a los reyes! ¡Gloria!

Filippa Eilhart miró a su alrededor. Al comprobar que nadie estaba pendiente de ella, se inclinó hacia Dijkstra.

– ¿Sobre qué querías hablar conmigo?

El espía también miró a su alrededor.

– Sobre el atentado contra el rey Vizimir en julio del año pasado.

– Dime.

– El medioelfo que cometió el asesinato -Dijkstra bajó más todavía la voz- no era ningún chiflado, Fil. Y no actuó solo.

– ¿Qué me estás diciendo?

– Más bajo -dijo Dijkstra con una sonrisa-. Más bajo, Fil.

– No me llames Fil. ¿Tienes pruebas? ¿De qué tipo? ¿De dónde las has sacado?

– Te quedarías sorprendida, Fil, si te dijera de dónde. ¿Cuándo se me concederá una audiencia, ilustrísima señora?

Los ojos de Filippa Eilhart eran como dos lagos negros, sin fondo.

– En breve, Dijkstra.

Sonaron las campanas. La muchedumbre vitoreaba con voz ronca. Las tropas desfilaban. Los pétalos de flores, como copos de nieve, cubrían el pavimento de Novigrado.


*****

– ¿Sigues escribiendo?

Ori Reuven se sobresaltó y echó un borrón. Llevaba diecinueve años al servicio de Dijkstra, pero aún no se había acostumbrado a los movimientos sigilosos de su jefe, a sus repentinas apariciones sin saberse de dónde ni cómo.

– Buenas noches, cof, cof, excel…

Gente de la sombra -Dijkstra leyó la portada del manuscrito que, con toda familiaridad, había cogido de la mesa-. Historia de los servicios secretos reales, escrita por Oribasius Gianfranco Paolo Reuven, licenciado… Ay, Orí, Ori. A tus años, estas bobadas…

– Cof, cof…

– He venido a despedirme, Ori.

Reuven le miró asombrado.

– Verás, mi fiel amigo -prosiguió el espía, sin esperar a que el secretario le soltara una de sus toses-, yo también estoy viejo, y resulta que, además, soy un estúpido. Le he dicho una palabra a una persona. Sólo a una. Y una sola palabra. Han sido una palabra de más y una persona de más. Presta atención, Ori. ¿Las oyes?

Ori Reuven puso los ojos a cuadros y negó con la cabeza. Dijkstra estuvo unos momentos en silencio.

– No las oyes -afirmó después de esa pausa-. Pues yo sí las oigo. Por todos los pasillos. Las ratas corren por la ciudad de Tretogor. Aquí las tenemos. Se aproximan sobre sus blandas patitas.


*****

Surgieron de las sombras, de las tinieblas. Negros, enmascarados, veloces como ratas. Los guardias y los centinelas de las antecámaras sucumbieron sin un solo grito a sus fulgurantes ataques con estiletes de estrechos y angulosos filos.

La sangre corrió por los suelos del palacio de Tretogor, se extendió por los pavimentos, manchó el entarimado, caló las carísimas alfombras de Vengerberg.

Recorrieron todos los pasillos, dejando cadáveres a su paso.

– Ahí está -dijo uno de ellos, haciendo una señal. Una bufanda negra, que le envolvía la cara hasta los ojos, le sofocaba la voz-. Ha entrado ahí. Pasando por el despacho donde trabaja Reuven, ese viejo que siempre está tosiendo.

– De ahí no hay salida -dijo el que estaba al mando. Sus ojos brillaban a través de las aberturas de la máscara de terciopelo-. Detrás del despacho hay un cuarto ciego. Por no tener, no tiene ni ventanas.

– Hay gente apostada en todos los pasillos. Junto a todas las puertas y ventanas. No tiene escapatoria. Está en un atolladero.

– ¡Adelante!

Echaron abajo la puerta a patadas. Centellearon los estiletes.

– ¡Muerte! ¡Muerte al verdugo sanguinario!

– ¿Cof, cof? -Ori Reuven levantó de los papeles sus ojos miopes y lacrimosos-. ¿Qué deseáis? ¿En qué puedo, cof, cof, serviros?

Los asesinos, en su empuje, derribaron la puerta que daba a las habitaciones privadas de Dijkstra y las recorrieron como ratas, examinando hasta el último rincón. Arrojaron al suelo los gobelinos, cuadros y paneles destrozados. Con los estiletes desgarraron las cortinas y la tapicería.

– ¡No está! -gritó uno, entrando en el despacho-. ¡No está!

– ¿Dónde está? -dijo, soltando salivazos, el cabecilla, inclinándose sobre Ori. Le estaba taladrando con la mirada, por las aberturas de la máscara negra-. ¿Dónde está ese perro sanguinario?

– No está -respondió tranquilamente Ori Reuven-. Ya lo estáis viendo.

– ¿Dónde está? ¡Habla! ¿Dónde está Dijkstra?

– ¿Acaso soy yo, cof, cof -tosió Ori-, el guardián de mi hermano?

– ¡Morirás, viejo!

– Soy un anciano. Estoy enfermo. Y muy cansado. Cof, cof. No tengo miedo ni de vosotros ni de vuestros cuchillos.

Los matones abandonaron el cuarto a la carrera. Desaparecieron tan deprisa como habían llegado.

No mataron a Ori Reuven. Cumplían órdenes. Y entre sus órdenes no había ninguna concerniente a Ori Reuven.

Oribasius Gianfranco Paolo Reuven, licenciado en leyes, pasó seis años en distintas prisiones, interrogado reiteradamente por los sucesivos jueces de instrucción, los cuales le hacían preguntas sobre los temas más diversos, que a menudo no parecían tener el menor sentido.

Después de seis años le pusieron en libertad. En esos momentos estaba muy enfermo. El escorbuto le había dejado sin dientes, la anemia sin pelo, el glaucoma sin vista, el asma sin respiración. Durante los interrogatorios le habían roto los dedos de las dos manos.

Vivió menos de un año en libertad. Falleció en el asilo de un santuario. En la miseria. Olvidado.

El manuscrito de su obra Gente de la sombra, o Historia de los servicios secretos reales desapareció sin dejar rastro.


*****

El cielo clareaba por el este, sobre las cumbres apuntaba una pálida aureola, preludio del alba.

Hacía ya un buen rato que reinaba el silencio en torno a la hoguera. El peregrino, el elfo y el rastreador contemplaban el fuego agonizante sin decir nada.

También en Elskerdeg reinaba el silencio. El espectro aullador había seguido su camino, cansado de aullar para nada. Debía de haber comprendido por fin que los tres individuos sentados junto al fuego habían asistido a demasiados horrores en los últimos tiempos como para preocuparse por un simple espectro.

– Si hemos de viajar juntos -dijo de pronto Boreas Mun, con la vista puesta en las brasas de la hoguera, rojas como rubíes-, debiéramos superar los recelos. Dejemos atrás todo lo ocurrido. El mundo ha cambiado. Tenemos por delante una nueva vida. Algo ha terminado, algo empieza… Nos espera…

Se interrumpió, tosió. No estaba acostumbrado a hablar de ese modo, tenía miedo de hacer el ridículo. Pero sus compañeros no se lo estaban tomando a broma ni de casualidad. Al contrario, Boreas sintió la cordialidad que emanaba de ellos.

– Nos espera el desfiladero de Elskerdeg -prosiguió con voz más segura-, y más allá Zerikania y Hakland. Nos espera un largo y peligroso camino. Si vamos a recorrerlo juntos… hay que superar los recelos.

»Me llamo Boreas Mun.

El peregrino del sombrero de ala ancha se puso de pie, enderezando su poderosa figura, y estrechó la mano tendida hacia él. El elfo también se levantó. Apareció una extraña mueca en su rostro macabramente desfigurado.

Tras darle la mano al rastreador, el peregrino y el elfo se tendieron las diestras.

– El mundo ha cambiado -dijo el peregrino-. Algo ha terminado. Me llamo… Segi Reuven.

– Algo empieza. -El elfo compuso un gesto en su rostro marcado, dibujando algo que, a todos los efectos, era una sonrisa-. Me llamo… Wolf Isengrim.

Se estrecharon la mano deprisa, con fuerza, hasta con brusquedad.

Por un momento pareció aquello el preámbulo de un combate, más que un gesto de concordia. Pero sólo por un momento. Un leño de la hoguera despidió unas chispas, festejando el acontecimiento con unos alegres fuegos artificiales.

– Que el diablo me lleve -Boreas Mun sonrió abiertamente-, si no es el comienzo de una hermosa amistad.

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