Capítulo 6

La mayoría de los historiadores suelen adjudicar el proceso, la condena y la ejecución de Joachim de Wett a la naturaleza violenta, cruel y tiránica del emperador Emhyr; no faltan tampoco, en especial en los autores con querencia por la literatura, las alusiones e hipótesis acerca de una venganza o ajuste de cuentas completamente privados. Ha llegado ya la hora de decir la verdad, una verdad que es para todo cuidadoso investigador más que evidente. El duque de Wett comandó el grupo Verden de forma para la que la palabra «ineficaz» es extraordinariamente delicada. Teniendo en contra a unas fuerzas dos veces menos numerosas, se separó de la ofensiva hacia el norte y dirigió toda su actividad a la lucha contra los guerrilleros verdenos. El grupo Verden cometió atrocidades nunca vistas contra la población civil. El resultado era fácil de prever e inexcusable: si en verano se calculaban las fuerzas de los insurgentes en unos quinientos hombres, en primavera estaba en armas casi todo el país. Al rey Ervyll, favorable al imperio, lo asesinaron, y a la cabeza de la insurrección se alzó su hijo, el príncipe Kistrin, simpatizante de los norteños. Teniendo por el flanco a los bajeles piratas de las Skellige, al frente la ofensiva de los norteños de Cidaris y a la retaguardia a los rebeldes, De Wett se dejó llevar a una caótica lucha, yendo de derrota en derrota. Con ello se retrasó la ofensiva del grupo de ejércitos Centro. En vez de, como se había dispuesto, contener los flancos de los norteños, el grupo Verden contuvo a Menno Coehoorn. De inmediato los norteños aprovecharon la situación y pasaron al contraataque, deshaciendo el cerco en torno a Mayenna y Maribor, destruyendo las posibilidades de una nueva ocupación rápida de estas importantes fortalezas.

La ineficacia y la estupidez de De Wett tuvieron también una importancia psicológica. Se esfumó el mito del invencible Nilfgaard. A los ejércitos de los norteños comenzaron a acudir cientos de voluntarios…

Restif de Montholon, Guerras norteñas: mitos, mentiras, medias verdades.


*****

Jarre, de más está decirlo, se sentía muy decepcionado. La educación recibida en el santuario y su propio carácter extrovertido habían propiciado que creyera en la gente, en su bondad, amabilidad y desinterés. De aquella fe no le había quedado gran cosa. Había dormido ya dos noches a la intemperie sobre los restos de los almiares, y ahora resultaba que iba a pasar aquella tercera noche de la misma manera. En cualquier aldea en la que había solicitado albergue o un mendrugo de pan, desde detrás de los portones cerrados a cal y canto sólo recibía como respuesta un profundo silencio o insultos y amenazas. Tampoco le ayudaba nada cuando decía quién era, hacia dónde iba y con qué fin viajaba.

Mucho, mucho le había decepcionado la gente.

Anocheció muy pronto. El muchacho caminaba ágil y gallardamente por un sendero a través de los campos. Buscaba con la vista algún pajar, resignado y abatido ante la perspectiva de tener que pernoctar una noche más al raso. A decir verdad, marzo estaba siendo inusitadamente cálido, pero por la noche hacía frío de verdad. Y de verdad daba miedo.

Jarre miró hacia el cielo, sobre el cual, como cada noche desde hacía casi una semana, se veía la cabeza dorada y roja de un cometa que recorría el firmamento desde poniente hacia oriente, arrastrando tras de sí una centelleante cola de fuego. Reflexionó acerca de lo que verdaderamente podía presagiar aquel fenómeno, un fenómeno mencionado en tantas profecías.

Reinició la marcha. Se hacía cada vez más oscuro. El sendero descendía hacia una hilera de densos matorrales, que debido a las penumbras del ocaso se transformaban en terroríficas figuras. Desde la parte inferior, allí donde reinaba más la oscuridad, soplaba el olor frío y repugnante de los hierbajos en estado de putrefacción e, incluso, de algo más. De algo muy malo.

Jarre se detuvo. Intentó convencerse a sí mismo de que lo que le estaba trepando por la espalda y los brazos no era miedo, sino hambre. Sin resultado. Un bajo puentecillo unía las orillas de un canal, negro y brillante como el alquitrán recién vertido, de orillas cubiertas por mimbreras y deformes sauces cenicientos. En aquellos lugares donde se habían desprendido y desaparecido los maderos, el puentecillo estaba roto con boquetes longitudinales, la barandilla estaba partida, sus balaústres, sumergidos en el agua. Pasado el puentecillo los sauces crecían con mayor densidad. A pesar de que aún faltaba mucho para que se hiciera realmente de noche, a pesar de que en los lejanos prados al otro lado del canal brillaban aún las puntitas de la hierba con hilachas de niebla colgadas, la oscuridad reinaba entre los sauces. A través de las tinieblas Jarre vislumbró borrosas las ruinas de un edificio, seguramente de un molino, una esclusa o un cobertizo de anguileras.

Tengo que atravesar este puente, pensó el joven. ¡Es difícil! ¡Inútil!

Y a pesar de que siento en los huesos que ahí, en ese endemoniado lugar, acecha algo malo, tengo que pasar al otro lado del canal. Tengo que cruzar este canal, como hiciera aquel mítico caudillo, ¿o era un héroe?, sobre el cual leí en los desgastados manuscritos del santuario de Melitele. Cruzaré el canal y entonces… ¿Cómo era aquello? ¿Se repartirán las cartas? No, ¡se echarán los dados! Tras de mí queda el pasado, ante mí se abre el futuro…

Atravesó el puentecillo y desde aquel mismo lugar cayó en la cuenta de que su presentimiento no le había fallado. Antes de haberlos visto. Y oído.

– ¿Y qué? -exclamó soltando un escupitajo uno de los que le estaban cortando el paso-. ¿No lo decía yo? Os lo dije: aguardad un poquejo que alguno parece…

– Verdá de la güeña, Okultich -afirmó ceceando levemente otro de los tipos que estaban armados con gruesos garrotes-. Ni que pa nombrarte adivino o mago. ¡Bueno, viajero querido que a solateras andas! ¿Darás lo que tengas por las güeñas, o no nos libraremos de un revoltijón?

– ¡Yo no tengo nada! -chilló Jarre con toda la fuerza de sus pulmones, aunque sin muchas esperanzas de que alguien le oyera o acudiera en su ayuda-. ¡Soy un pobre viajero! ¡No llevo ni una moneda encima! ¿Qué tengo que os pueda entregar? ¿Este palo? ¿La ropa?

– ¡También! -dijo el que ceceaba, y en su voz había algo que provocó que Jarre se estremeciera-. Porque has de saber, pobre viajero, que a decir verdá estamos nosotros aquí llevados de la misma necesidad, esperando que arguna moza parezca. Mas la noche está ya al caer, aquí no va a pasar nadie, y a falta de pan, ¡buenas son tortas! ¡Agarrailo, muchachos!

– ¡Tengo un cuchillo! -gritó Jarre-. ¡Os lo advierto!

Efectivamente, tenía un cuchillo. Lo había hurtado en la cocina del santuario, durante su huida del día anterior, y lo llevaba guardado en el hatillo. Pero no lo sacó. Le paralizaba y le asustaba saber de antemano que un gesto así sería totalmente absurdo, pues nadie le iba a socorrer.

– ¡Tengo un cuchillo!

– ¡Vaya, vaya! -se burló el que ceceaba aproximándose-. Tiene un cuchillo. ¡Quién lo hubiera pensado!

Jarre no podía huir. El miedo hizo que sus piernas se convirtieran en dos estacas clavadas al suelo. La adrenalina le tenía amarrado por el cuello como un lazo corredizo.

– ¡Pero bueno! -exclamó de repente un tercer tipejo con una voz joven y extrañamente familiar-. ¡Yo pienso que lo conozco! ¡Sí, sí, lo conozco! ¡Dejailo, os digo! ¡Pero si es un conocido mío! ¿Jarre? ¿Me reconoces? ¡Soy Melfi! Venga, ¿Jarre? ¿Me conoces?

– Te… te conoz… co… -Jarre luchaba con todas sus fuerzas contra una terrible y poderosísima sensación, desconocida por él hasta aquel preciso momento. Sólo cuando sintió un dolor en las caderas, producido por el fuerte golpe que se dio contra las tablas del puente, comprendió qué era aquello que estaba sintiendo: la sensación de perder el conocimiento.


*****

– ¡Vaya una sorpresa! -repetía Melfi-. ¡Pero si es que vamos de coincidencia en coincidencia! ¡Mira tú por dónde, hemos topado con un paisano! ¡Un vecino de Ellander! ¡Un amigo! ¿Qué, Jarre?

Jarre se tragó de un bocado un pedazo de tocino duro y dúctil con el que le había agasajado aquel extraño grupo, y ahora le hincaba el diente a un nabo asado al fuego. No respondió. Únicamente movía la cabeza en derredor hacia aquellas seis personas, sentadas en torno a la hoguera.

– ¿Qué rumbo llevas, Jarre?

– A Wyzima.

– ¡Ja! ¡Y a Wyzima nosotros también! ¡Si es que vamos de coincidencia en coincidencia! ¿Qué? Milton. ¿Te acuerdas de Milton, Jarre?

Jarre no le recordaba. No estaba ni siquiera seguro de haberle visto nunca. Además, Melfi también estaba exagerando un poco calificándole de amigo. Era hijo del tonelero de Ellander. Cuándo asistían juntos al seminario menor del santuario, Melfi tenía la costumbre de golpear regularmente y con saña a Jarre, y de llamarle bastardo sin padre ni madre, engendrado entre ortigas. Eso duró alrededor de un año, transcurrido el cual el tonelero sacó a su hijo de la escuela, confirmándose de esta manera que su retoño para lo único que valía era para las barricas. Así era Melfi: en vez de consagrar el sudor de su frente a conocer los arcanos de la lectura y la escritura, se dedicó a sudar la gota gorda en el taller de su padre lijando duelas. Y cuando Jarre finalizó sus estudios y por una recomendación del santuario fue nombrado escribiente auxiliar en un juzgado de paz, el tonelero -un calco de su padre- le hacía reverencias doblándose hasta la cintura, le obsequiaba con presentes y le declaraba su amistad.

– … Vamos a Wyzima -continuó relatando Melfi-. Al ejército. Tos nosotros, como un solo hombre, a alistarnos. Ésos de ahí son Milton y Ograbek, hijos de siervo, sacaos por leva, porque sabes que…

– Lo sé. -Jarre echó una mirada a los hijos de agricultor, de pelo claro, parecidos como si fueran hermanos, y que estaban masticando algún tipo de alimento asado a la brasa imposible de definir-. Uno de cada diez, la leva campesina. ¿Y tú, Melfi?

– Pos conmigo -suspiró el tonelero-, fíjate, pasó esto: a la vez primera, cuando los gremios hubieron que tributar reclutas, padre me libró de tener que sacar la bola. Pero vino la desgracia: en segundas hubo que echar la suerte, porque así lo había acordao la ciudad… Pues sabes que…

– Lo sé -asintió de nuevo Jarre-. El sorteo para completar la leva lo decretó el consejo de la ciudad de Ellander, mediante edicto con fecha de 16 de enero. Se trataba de algo inevitable frente a la amenaza de Nilfgaard…

– ¡Pero mirailo, Lucio, cómo parlotea! -se entrometió gruñendo un tipo rechoncho y rapado al cero que se llamaba Okultich, y que no hacía mucho había sido el primero que le gritó en el puente-. ¡El señorito! ¡Un sabijondo!

– ¡Sabijooondo! -acompañó a coro otro alargando la palabra, un jornalero enorme con una sonrisa algo tonta, eternamente pegada a su redonda bocaza-. El señorito de Sabijondez.

– Calla el morro, Klaproth -ceceó despacio el que se llamaba Lucio, el más viejo de la cuadrilla, talludo, de mostacho caído y con la nuca afeitada-. Si es sabijondo más vale escucharlo cuando platique. Provecho puede haber de ello. Ciencia. Y la ciencia no hizo menoscabo a nadie. Bueno, casi nunca. Y a casi nadie.

– Lo que es verdá, verdá es -anunció Melfi-. Él, es decir Jarre, endeluego que no es tonto: es leído y escribido… ¡Un letrado! Pero si en Ellander las veces hace de escribiente del tribunal y en el santuario de Melitele tenía a su cuidado toda una sarta de libros…

– Así pues, por curiosidad -interrumpió Lucio clavando su mirada en Jarre a través del humo y las chispas-, ¿qué hace un novicio-chupatintas-librero-de-mierda como tú camino a Wyzima?

– Como vosotros -dijo el joven-, me voy al ejército.

– ¿Y qué es…? -Los ojos de Lucio relucían, reflejando un brillo como los de un verdadero pez bajo la luz de una tea en la proa de un bote-. ¿Qué es lo que en el ejército anda buscando este docto novicio chupatintas? Porque, ¿no vas obligao a la recruta? ¿Eh? Y hasta el más tonto sabe que los santuarios exentos están de la leva. No tienen la obligación de aportar reclutas. Y hasta el más tonto sabe que cada juzgado sabe librar del servicio y reclamar para sí a su escribiente. ¿De qué se trata, pues, señor funcionario?

– Voy a alistarme como voluntario -declaró Jarre-. Me meto en esto yo solo, por voluntad propia, no por la recluta. En parte por motivos personales, pero principalmente por un sentimiento de deber patriótico.

El grupo estalló en una estruendosa, tronadora y polifónica carcajada.

– Habed cuidado, mozos -habló por fin Lucio-, cuántas contradicciones a veces en las personas hay. Dos naturalezas. Aquí habéis a un jovenzuelo, podría pensarse, instruido y versado, y por añadidura, de seguro que no sea tonto de nacimiento. Saber debieras qué es lo que de verdad en una guerra ocurre: alguien ataca a otro y al cabo lo mata. Y éste, como vosotros mismos habéis oído, sin exigencia alguna, por propia voluntad, por causa paterótica quiere unirse al bando que va perdiendo.

Nadie comentó nada. Jarre tampoco

– Esa obligación paterótica -siguió hablando Lucio-, de norma sólo propia de los enfermos mentales, puede que en fin sea adecuada para los educados en santuarios y tribunales. Mas aquí plática hubo de ciertos motivos personales. De sumo curioso ando por saber cuáles sean esos motivos personales.

– Son tan personales -le cortó Jarre- que no voy a hablar de ellos. Cuánto más que a vuesa merced tampoco os apremia hablar de vuestros propios motivos.

– Presta mucha atención a lo que te vaya a decir -dijo tras un momento de silencio Lucio-, si algún paleto me hubiera hablado así, le hubiera partido al punto la boca. Ya, pero si es un docto escribiente… A ése le perdono… Por esta vez. Y te respondo: yo también voy al ejército. Y también como voluntario.

– ¿Cuán enfermo de la cabeza debe estar alguien como para unirse a los perdedores? -El propio Jarre se extrañó de dónde le había venido de repente tanta osadía-, ¿Desvalijando por el camino a los viajeros en los puentes?

– Él -prorrumpió entre carcajadas Melfi, adelantándose a Lucio- anda tol rato picao con nosotros por la celada del puentecillo. Va, Jarre, perdona, ¡pero si andábamos de guasa! ¡Una broma inocente! ¿Verdá, Lucio?

– Cierto. -Lucio bostezó y chasqueó con los dientes tan fuerte que incluso hubo eco-. Una broma inocente. Triste y sombría es la vida, lo mesmo que un becerro que llevan al matadero. Por eso sólo con bromas o estando de algazara puede uno alegrársela. ¿No opinas lo mismo, chupatintas?

– Sí. En principio.

– Eso está bien. -Lucio no apartaba de él sus brillantes ojos-, porque si no, menuda compaña pal viaje serías, y más te valdría entonces viajar solo hasta Wyzima. Y desde ya mismo.

Jarre calló. Lucio se estiró.

– Dije lo que tenía que decir. Así pues, muchachos, lo dejamos por hoy. Bromas hemos gastado, nos hemos solazado y hora es de reposar. Si al atardecer hemos de estar en Wyzima, habrá que ponerse en marcha en cuanto salga el solecito.


*****

La noche era muy fría. A pesar del cansancio Jarre no podía conciliar el sueño, envuelto como un ovillo bajo su capa, con las rodillas casi rozándole la barbilla. Cuando por fin se quedó dormido, durmió mal, porque le acometían sueños que le desvelaban sin cesar. No se acordaba de la gran mayoría, salvo de dos. En el primer sueño, un brujo que conocía, Geralt de Rivia, se encontraba bajo unos largos carámbanos que pendían de una roca, inmóvil, cubierto y sepultado muy deprisa por una fuerte ventisca de nieve. En el otro sueño aparecía Ciri sobre un caballo negro, agarrada a las crines galopaba por una avenida de deformes alisos que intentaban capturarla con sus retorcidas ramas.

¡Ah! Y justo antes del amanecer soñó con Triss Merigold. Después de su estancia en el santuario del año anterior, el chico había soñado varias veces con la hechicera. Aquellos sueños excitaban tanto a Jarre que acababa haciendo cosas por las cuales luego sentía mucha vergüenza.

Ahora, como es obvio, no le ocurrió nada vergonzoso. Como era normal para aquellas fechas, hacía demasiado frío.

Muy de mañana, de hecho casi no había salido el sol, los siete se pusieron en camino. Milton y Ograbek, los hijos de siervo de la leva campesina, añadían una nota de ánimo con una canción militar:


¡Adelante, valeroso guerrero!

Tu armadura retumbe como el trueno.

Huye, doncella, que besarte quiero.

¿Quién me lo impide? ¡Dame ese beso!

Que con mi vida la patria defiendo.


Lucio, Okultich, Klaproth y el tonelero que se había unido a ellos, Melfi, se contaban chistes y anécdotas, en su opinión extremadamente divertidos.

– …Y pregunta el nilfgaardiano: ¿qué es esto que tanto apesta? Y va el elfo y le dice: mierda. ¡Jaaa, ja, jaa, ja!

– ¡Je, je, je, jeeeee!

– ¡Ja, ja, ja, ja! ¿Y sabéis este otro? Van un nilfgaardiano, un elfo y un enano. Miran y pasa un ratón volando…

Cuanto más avanzaba el día, más viajeros se iban encontrando por el camino, carretas de campesinos, carruajes de alguaciles, pelotones del ejército que marchaban. Algunos carromatos estaban cargados de mercancías, tras éstos caminaba la banda de Lucio con la nariz prácticamente pegada al suelo, como un perro perdiguero, recogiendo cualquier cosa que se cayera: una zanahoria por aquí, una patatita por allá, un nabo, a veces incluso alguna cebolla. Parte del botín la guardaban con vistas a los momentos de penuria, la otra parte la devoraban con avidez, sin cesar de contar chistes.

– … Y el nilfgaardiano: ¡prrrrrrú! ¡Y se cagó hasta las orejas! ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja!

– ¡Jaa, jaaa, jaa! Oh, dioses, no aguanto más… Se cagó… ¡Jaaaa, jaaa, ja!

– ¡Je, jeeee, jeee!

Jarre estaba esperando cualquier ocasión o pretexto para separarse de ellos. No le gustaba Lucio ni le gustaba Okultich. Tampoco le gustaban las miradas que Lucio y Okultich echaban a los carromatos de los mercaderes que pasaban, a las carretas de los campesinos y a las mujeres y muchachas que iban sentadas sobre los carros. No le gustaba el tono burlón de Lucio cuando, sin venir a cuento, se ponía a hablar del para qué de su intención de alistarse como voluntario, en un momento en el que la derrota y la aniquilación total eran prácticamente seguras y evidentes.

Olía a tierra recién arada. A humo. En el valle, entre los regulares campos ajedrezados, las arboledas y los estanques que brillaban como espejitos, divisaron los tejados de unas casas. Hasta sus oídos llegaba a veces el lejano ladrido de algún perro, el mugido de un buey o el canto de un gallo.

– Se ve que ricas son estas aldeas -dijo Lucio ceceando y relamiéndose los labios-. Pequeñas, pero compuestas con primor.

– Aquí, en este valle -se apresuró a aclarar Okultich- viven y labran la tierra los medianos. En sus aldeas to es airoso y bien compuesto. Un pueblo hacendoso, de mujeres chicas.

– Putos no humanos -gargajeó Klaproth-. ¡No más que kobolds todos! Éstos aquí viviendo de perlas, y la gente de verdad pasando necesidad y miseria por su culpa. A éstos la guerra ni les aflige.

– Por el momento… -Lucio estiró la boca con una desagradable sonrisa-. Acordarsus, muchachos, de esta aldegüela. Esa linde entre abedules cabe el mismo bosque. Recordarlo todo bien. Si alguna vez me entran apetitos de volver por acá de visita, no quisiera extraviarme.

Jarre volvió la cabeza. Aparentó que no le había escuchado y que sólo miraba el camino delante de él.

Reemprendieron la marcha. Milton y Ograbek, los hijos de agricultor de la leva campesina, entonaron una nueva canción. Menos guerrera. Como si fuera un poco más pesimista. Como si pudiera ser, tras las alusiones anteriores de Lucio, tomada como señal de mal agüero.


Agora escuche la gente de la Muerte su

maldad. Ya anciano o mozo valiente, no

esquivarás su crueldad. Sin piedad, guadaña

letal, rebana la nuez al mortal.


– Éste -juzgó lúgubremente Okultich- debe tener plata. Que me ahorquen si no tiene plata.

El sujeto por el cual Okultich había hecho una apuesta tan fea era un mercader ambulante al que habían dado alcance, y que caminaba junto a un carromato de dos ruedas tirado por un asno.

– El dinero llama al dinero -dijo ceceando Lucio-, y el burrillo también vale algo. Avivar el paso, muchachos.

– Melfi -Jarre tiró de la manga al tonelero-, ¡abre los ojos! ¿No ves lo que se está tramando aquí?

– Pero si no más son bromas, Jarre. -Melfi le rechazó-. No más que una broma…

El carro del comerciante, de cerca se distinguía claramente, constituía al mismo tiempo el puesto de venta, el cual se podía ensamblar y tener montado en apenas unos instantes. Toda aquella construcción de la que tiraba el asno estaba recubierta de modo pintoresco por vivos e incisivos letreros, cuyos mensajes anunciaban la oferta del mercader: bálsamos y raíces de escabiosa medicinales, talismanes y amuletos protectores, elixires, filtros y cataplasmas mágicos, productos de limpieza, y además de esto, detectores de metales, metales nobles y trufas, así como también señuelos infalibles para peces, patos y doncellas.

El mercader, un hombre delgado y profundamente encorvado por el peso de los años, miró hacia atrás, los vio, echó una maldición y fustigó al asno. Pero el asno, como cualquier asno, ni a tiros iba más deprisa.

– Apresurémonos en darle alcance -intervino de repente Okultich-, y hallaremos de seguro en ese carrito alguna cosilla…

– ¡Venga, muchachos! -ordenó Lucio-. ¡Zas! ¡Zas! Acabemos con este trabajito antes de que más testigos aborden el camino.

Jarre, sin cansarse él mismo de admirar su propio coraje, con unos cuantos pasos rápidos se adelantó a la banda y, dándose la vuelta, se interpuso entre el mercader y ellos.

– ¡No! -pronunció con dificultad, como si le estuvieran apretando la garganta-. ¡No lo permitiré…!

Lucio entreabrió despacio su capote, mostrando a la vista una daga que llevaba metida en la cintura, ciertamente afilada como una cuchilla.

– ¡Vamos, aparta, chupatintas! -ceceó con odio-. Si en algo estimas el gaznate. Pensé que aventuras buscabas con nuestra compaña, mas no, veo que tu santuario ha hecho de ti un simple mojigato, tanto que apestas demasiado a incienso bendecido. Échate fuera ahora mesmo del camino, porque de lo contrario…

– ¿Qué está pasando aquí? ¿Eh?

Desde detrás de los rechonchos y frondosos sauces que flanqueaban el camino, el elemento más frecuente del paisaje del valle del río Ismena, surgieron dos extravagantes personajes.

Los dos caballeros lucían unos bigotes encerados y retorcidos en punta hacia arriba, coloridos pantalones bombachos guarnecidos con bullones, caftanes con cuello de pico adornados con cintas, y unas enormes y blandas boinas de terciopelo decoradas con un mechón de plumas. Además de los alfanjes y puñales que colgaban de sus anchos cinturones, ambos hombres portaban sobre sus espaldas un montante de casi un metro y medio de longitud, con una empuñadura un codo de larga y grandes gavilanes curvados. Los lansquenetes, dando un salto, se terminaron de abrochar los pantalones. A pesar de que ninguno hizo ademán de querer empuñar sus temibles mandobles, tanto Lucio como Okultich se volvieron dóciles al instante y el enorme Klaproth se desinfló como la vejiga de un cerdo llena de aire.

– Na… Nosotros… Aquí… -ceceó Lucio-. Na malo…

– ¡No más bromas! -gruñó Melfi.

– Nadie ha recibido perjuicio -habló inesperadamente el encorvado mercader-. ¡Nadie!

– Nosotros -intervino rápidamente Jarre- nos encaminamos hacia Wyzima a alistarnos en el ejército. ¿Tal vez vuesas mercedes también se dirijan hacia allá, mis señores soldados?

– Cierto -replicó un lansquenete, cayendo al instante en la cuenta de qu é iba la cosa-.También a Wyzima vamos. A quien le plazca puede venir con nosotros. Será más seguro.

– Más seguro, cierto -añadió significativamente el otro, midiendo a Lucio con una amplia mirada-. Es más, añadir conviene que hemos visto por aquí no ha mucho, en los alrededores de la bailía de Wyzima, a una patrulla a caballo. Mucho gustan ellos de colgar los pellejos, miserable destino de los salteadores, que les delata incluso su jeta.

– Y en extremo justo. -Lucio recuperó su aplomo y sonrió mostrando su dentadura mellada-. En extremo justo, vuesas mercedes, que contra los granujas haya ley y castigo, se trata de un orden necesario. Pongámonos, pues, en camino hacia Wyzima, al ejército, que nos llama el deber paterótico.

El lansquenete le miró prolongadamente y más bien con desdén. Se encogió de hombros, se colocó el montante sobre la espalda e inició la marcha por el camino. Tanto su compañero como Jarre y también el mercader con su asno y el carro se pusieron en movimiento siguiéndole, y por detrás, a una corta distancia, venía arrastrando los pies la chusma de Lucio.

– Os lo agradezco, señores soldados -dijo al cabo de un rato el mercader, metiéndole prisa al asno con la vara-. Y gracias a ti también, mi joven señor.

– No hay de qué -respondió agitando la mano el lansquenete-. Lo de costumbre.

– A muy diversas gentes reclutan para la milicia -afirmó su compañero mirando hacia atrás por encima del hombro-. Llega a una aldea o a una villa la orden de leva, de movilizar a un hombre por cada diez campos. A menudo lo primero que hacen es valerse de la ocasión para deshacerse de los truhanes, lo cual peor resulta, dado que después los caminos quedan llenos de salteadores. ¡Oh!, como ésos de ahí atrás. Mas en un santiamén, los soldados son adiestrados y aprenden a obedecer a palo limpio, a los más bellacos incúlcaseles disciplina militar cuando una y otra vez reciben como castigo pasar corriendo por un pasillo de garrotazos: el túnel de golpes…

– Yo -se apresuró a aclarar Jarre- voy a alistarme como voluntario, no forzoso.

– Lo cual se elogia, se elogia. -El lansquenete miró hacia él y retorció la puntita encerada de su bigote-. Mas veo que tú no de la misma calaña eres que aquellos otros. ¿Por qué con ellos formas sociedad?

– El destino nos ha unido.

– He visto ya -la voz del soldado se tornó grave- tales uniones fortuitas y fraternales, que a los unidos fraternalmente han acabado conduciendo juntos a la horca. Extrae una enseñanza de esto, muchacho.

– Así lo haré.

Antes de que el sol cubierto por las nubes alcanzara su cénit, llegaron a la carretera. Allí les aguardaba una pausa obligada en el camino. Al igual que el numeroso grupo de viajeros que había llegado justo antes que ellos, Jarre y su compañía tuvieron que detenerse, ya que la carretera se encontraba totalmente bloqueada por las tropas que avanzaban.

– Al sur -comentó indicando la dirección de la marcha uno de los lansquenetes-. Hacia el frente. Hacia Maribor y Mayenna.

– Repara en las insignias -señaló con la cabeza el otro.

– Redaños -dijo Jarre-. Un águila plateada sobre fondo carmesí.

– Bien lo acertaste. -El lansquenete le dio unas palmadas en la espalda-. Verdaderamente tienes buena cabeza, muchacho. Se trata del ejército redaño, que nos envía en socorro la reina Hedwig. Ahora seremos aliados, una fuerte liga: Temería, Redania, Aedirn, Kaedwen, pues estamos todos juntos en una misma causa.

– ¡A buenas horas, mangas verdes! -habló Lucio desde atrás con evidente sarcasmo. El lansquenete le dirigió la mirada, pero no repuso nada.

– Vamos a sentarnos aquí -propuso Melfi- y demos un respiro a nuestras patas. No se ve el término de la columna militar y mucho ha de pasar hasta que el camino quede franco.

– Sentémonos ahí, en esa loma -dijo el mercader-, desde ella el prospectus será mejor.

Pasó la caballería de Redania. Tras ella, levantando mucho polvo, desfilaron los ballesteros con sus paveses. Por detrás de ellos se podía ver ya una columna de caballería pesada, que venía marcando el paso.

– Y aquéllos -señaló Melfi a los caballeros con armaduras- marchan bajo otro pendón. Negro tien el estandarte, mas lo han manchao de blanco con algo.

– ¡Bah! Mentecatos provincianos. -El lansquenete miró hacia él con desdén-. Ni el escudo de armas de su propio rey conocen. Son flores de lis plateadas, cabeza de tarugo…

– Campo de sable sembrado de flores de lis de plata -dijo Jarre, como queriendo demostrar que, aunque de otros sí pudiera afirmarse lo mismo, él no era ningún paleto-. En el antiguo blasón del reino de Temería -empezó a hablar de nuevo- se veía un león pasante. Pero los príncipes de la corona de Temería empleaban un escudo cambiado, y concretamente de la siguiente manera: añadieron un campo adicional, sobre el cual había tres flores de lis, puesto que en la simbología heráldica la flor de lis es el símbolo del sucesor al trono, del hijo del rey, del heredero al trono y al cetro…

– Listillo de mierda -rechinó Klaproth entre dientes.

– Déjale y cierra la boca, hocico de caballo -dijo amenazadoramente el lansquenete-. Y tú, muchacho, sigue contando. Interesante es…

– Y cuando el príncipe Goidemar, hijo del anciano rey Gardik, fue a combatir contra los insurgentes de la diabólica Falka, el ejército de Temería luchó precisamente bajo su enseña, bajo el escudo de las flores de lis, logrando una ventaja decisiva. Y cuando Goidemar heredó el trono de su padre, como recuerdo de aquellas victorias y por la salvación milagrosa de su esposa y sus hijos de manos del enemigo, instituyó sobre el escudo del reino tres flores de lis de plata en campo de sable. Y más tarde el rey Cedric cambió el blasón oficial mediante un decreto especial, de manera que ahora es un escudo negro sembrado de flores de lis. Y tal es el blasón de Temería hasta nuestros días. Lo cual podéis corroborar todos ocularmente sin dificultad, puesto que por el camino avanzan precisamente las lanzas de Temeria.

– Muy gratamente -dijo el mercader- nos lo habéis narrado, mi joven señor.

– No yo -suspiró Jarre-, sino Jan de Attre, un erudito heraldista.

– Y, salta a la vista, vos no estáis peor versado.

– Cojonudo para ser recluta -añadió á media voz Lucio-. Pa dejarse diñarla por ese pendón de flores de lis plateadas, por el rey y por Temeria.

Escucharon un canto. Resultaba amenazador, guerrero, y bramaba como el batir de las olas, como el ruido que hace una tormenta que se está acercando. Tras las huellas dejadas por los temeríos, venía marcando el paso otro ejército en formación cerrada. Se trataba de una caballería gris, casi carente de color, sobre la cual no se blandían enseñas ni guiones. Delante de los mandos que marchaban al frente de la columna portaban una vara larga con un travesaño horizontal, decorada con colas de caballo, y sobre la cual había clavados tres cráneos humanos.

– La Compañía Libre. -El lansquenete señaló a aquellos sombríos jinetes-. Condotieros. Un ejército de mercenarios.

– Al ojo salta que son aguerridos -suspiró Melfi-. ¡Cualquiera de ellos! Y van en formación, como en desfile…

– La Compañía Libre -repitió el lansquenete-. Contemplad, palurdos imberbes, lo que es un probado soldado. Aquéstos ya estuvieron en el campo de batalla, estos mismos, los condotieros: los tercios de Adam Pangratt, de Molla, de Frontino y de la Abatemarco, los que inclinaron el platillo de la balanza en Mayenna, pues gracias a ellos rompióse el cerco de los nilfgaardianos, A ellos les debemos que fuera la fortaleza liberada.

– A fe mía -añadió el otro- que se trata de gente valiente y audaz, aquestos condotieros, firmes en la batalla como esta roca. Aunque la Compañía Libre presta sus servicios por dinero, como fácilmente deducir podréis por sus canciones.

La sección se aproximaba al paso, su canto tronaba con fuerza y estruendo, pero extrañamente lúgubre, con notas discordantes.


Ni trono me rige, ni cetro honoro.

Jamás con reyes alianzas pactemos.

Nosotros al doblón, como el sol de oro,

¡A la orden! Raudos sí obedecemos.

Vuestras juras de bandera ignoro.

Ninguna enseña ni manos besaré.

Tan sólo al doblón, como el sol de oro,

mi juramento eterno prestaré.


– ¡Ay, quién pudiera servir con ellos! -suspiró de nuevo Melfi-. Lidiar a su costado… Alcanzaría el mortal la fama y la victoria…

– ¿Me engaña la vista o qué…? -Okultich arrugó el rostro-. Al frente del segundo destacamento… ¿Una hembra? ¿Están luchando a las órdenes de una mujer estos mercenarios?

– Hembra es -confirmó el lansquenete-. Pero no se trata de mujer cualquiera. Es Julia Abatemarco, a la que llaman la Dulce Casquivana. Una guerrera de padre y muy señor mío. Derrotaron bajo su mando los condotieros a la avanzada de los Negros y los elfos en Mayenna, incluso cuando, hasta en dos ocasiones, cinco centenares atacaron a tres mil enemigos.

– También se oyó -intervino Lucio con un extraño y a la vez malicioso tono, untuosamente servil- que no de mucho sirvió esa victoria y que despilfarráronse los ducados gastados en mercenarios. Nilfgaard se repuso del golpe y de nuevo infligió a los nuestros una buena lección, ¡y de las gordas! Y sitiaron Mayenna otra vez. ¿Y no habrán tomado ya la fortaleza? ¿O tal vez se dirijan ya hacia aquí? ¿No asomarán en cualquier momento? ¿O pude que ha tiempo ya que los nilfgaardianos hayan comprado con oro a estos condotieros en venta? ¿Quizá…?

– ¿Quizá quieres llevarte un puñetazo en la jeta, cabrón? -interrumpió enojado el soldado-. ¡Ándate con cuidado, que ladrar contra nuestro ejército se castiga con la horca! ¡Contén tu hocico antes de que me se acabe la paciencia!

– ¡Oooh! -El fortachón de Klaproth, abriendo ampliamente la boca, distendió el ambiente-. ¡Oh, mira tú! ¡Qué enanitos más divertidos vienen!

Por el camino, bajo el ensordecedor estrépito de los timbales, el obstinado resonar de las gaitas y el penetrante silbido de los flautines, marchaba una formación de infantería armada con alabardas, bisarmas, gujas, manguales y mazas con pinchos. Vestidos con capotes de piel, cotas de malla y puntiagudos yelmos, aquellos soldados eran bastante más bajos de lo habitual.

– Enanos de las montañas -aclaró el lansquenete-. Alguno de los regimientos del Tercio de Voluntarios de Mahakam.

– Y yo que pensaba -dijo Okultich- que los enanos no con nosotros estaban, sino en contra nuestra. Que estos asquerosos renacuajos nos traicionaron y que con los Negros en una conjura…

– ¿Pensar tú? -El lansquenete le lanzó una mirada con lástima-. ¿Y el qué, si se puede saber? Tú, calamidad, si te tragaras una cucaracha con la sopa, en las tripas tendrías más cerebro que en la cabeza. Ésos que por ahí marchan son alguno de los regimientos de infantería de los enanos que nos envía en auxilio Brouver Hoog, el gobernador de Mahakam. Ellos en su mayoría ya han entrado también en combate, sufriendo grandes bajas cuando en la batalla de Mayenna les hicieron retroceder para reagruparse.

– Los enanos son pueblo bravo -corroboró Melfi-. A mí una vez uno, en una posada en Ellander durante la celebración del Saovine, me dio tal sopapo en este oído que me anduvo pitando hasta la fiesta del Yule.

– El regimiento de los enanos es el último de la columna. -El lansquenete se puso la mano sobre los ojos a modo de visera-. Fin del desfile. Libre quedará el camino enseguida. Pongámonos en marcha, que al caer está el mediodía.

– Tantas huestes marchan hacia el sur -dijo el mercader de amuletos y panaceas- que con toda seguridad va a ser una gran guerra. ¡El pueblo sufrirá grandes desdichas! ¡Enormes derrotas el ejército! La gente morirá a miles, pasada a cuchillo, a sangre y fuego. Observen, vuesas mercedes, que ese cometa que cada noche puede verse en el cielo arrastra tras de sí una cola de fuego rojo. Si el cometa lleva la cola morada o pálida, anuncia enfermedades frías, fiebres, pleuresías, flemas y catarros, y también desgracias con agua, como riadas, inundaciones o lluvias constantes. Por el contrario, el tono rojo indica que se trata de un cometa de calenturas, de sangre y fuego, pero también del hierro que nace del fuego. ¡Horribles, horribles infortunios caerán sobre el pueblo! ¡Habrá muchas masacres y matanzas! Como aparece en la profecía: «Se amontonarán los cadáveres doce codos de alto, los lobos aullarán sobre una tierra yerma que quedó despoblada, y el hombre besará las huellas de los pasos de otro hombre… ¡Ay de vosotros!».

– ¿Por qué de nosotros? -le interrumpió fríamente el lansquenete-. Alto vuela el cometa, también desde Nilfgaard lo pueden ver, sin mencionar el valle del Ina, desde donde dicen se aproxima Menno Coehoorn. Los Negros miran igualmente al cielo y ven el cometa. ¿Por qué no inferir, pues, que no es a nosotros sino a ellos a los que la derrota augura? ¿Que serán sus cadáveres los que se vayan a apilar?

– ¡Así es! -gruñó el otro lansquenete-. ¡Pobres de ellos! ¡De los Negros!

– Personas muy versadas, señores, elucubraron todo esto.

– Sin duda.

Bordearon los bosques que rodeaban Wyzima y llegaron a la pradera y los apacentaderos. Allí se encontraban pastando manadas enteras de caballos de diferentes clases: de combate, de tiro, percherones para cargas pesadas. Como es común en marzo, no quedaba casi nada de hierba en los pastizales, pero habían distribuido por allí carros llenos de heno y comederos.

– ¿Pero qué ven los mis ojos? -Okultich se relamió los labios-. ¡Vaya caballitos! ¡Y naide los vigila! No más hay que cogerlos, elegir…

– Cierra el pico -gruñó entre dientes Lucio y de modo servicial sonrió a los lansquenetes, mostrando de esta manera los dientes que le faltaban-. Éste aquí, señores, se muere de ganas por servir en la caballería, por eso mira con tanto gusto a los corceles.

– ¿En la caballería? -soltó con una carcajada el lansquenete-. ¡Caray, con lo que se hace ilusiones este bribón! Muy pronto estarás con los rocines, ¡recogiendo del suelo sus boñigas con un cubo y acarreándolas en una carretilla!

– Verdad decís, señor.

Siguieron adelante y al poco llegaron al dique que discurría a lo largo de los estanques y canales. Y de repente sobre las cimas de los alisos divisaron las tejas rojas de las torres del alcázar de Wyzima que se alzaba sobre el río.

– Ya casi hemos llegado -dijo el mercader-. ¿Lo notáis?

– ¡Pu-uf! -puso mala cara Melfi-. ¡Qué peste! ¿Qué es?

– De seguro que soldados que se murieron de hambre por culpa de la paga del rey – masculló a sus espaldas Lucio, pero de tal manera que los lansquenetes no le oyeran.

– A poco no nos arranca la nariz, ¿eh? -se rió uno-. Normal, acá vinieron para invernar miles de soldados y el ejército ha de comer, y como come, también caga. ¡Así quedó establecido por la naturaleza y en nada se puede remediar! Y todo lo que cagaron, ¡tate!, como eso de ahí, lo acarrean hasta estas fosas, donde lo vierten sin ni siquiera taparlo con tierra. En invierno, mientras las heladas mantienen congelada la mierda, se puede soportar un poco, pero desde que empieza la primavera… ¡Puaj! ¡Zu!

– Y cada vez llegan nuevos que evacúan sobre la mierda vieja. -El otro lansquenete también lanzó un escupitajo-. ¿Y ese enorme zumbido oís? Son moscas. Hordas enteras hay aquí de ellas. ¡Cosa nunca vista la primavera anterior! Cubríos la boca con lo que podáis, porque las muy hideputas entran en tropel por la boca y los ojos. Y apriesa, cuanto antes pasemos, mejor.

Dejaron atrás las fosas, pero no consiguieron deshacerse del hedor. Por el contrario, Jarre hubiera apostado su cabeza a que cuanto más se acercaban a la ciudad, tanto peor era el pestazo que había. Sólo que más variado, más rico en cuanto a escala y matices. Olían mal los campamentos y tiendas militares que rodeaban la ciudad. Olía mal el enorme lazareto. Apestaban los concurridos y animados arrabales, apestaba el terraplén defensivo, apestaba el portalón, apestaba el recinto, hedían las pequeñas plazas y las callejuelas, hedían los muros de los torreones que se elevaban sobre la ciudad. Por suerte, las ventanas de la nariz se acostumbraban rápido y en poco tiempo daba lo mismo que se tratara de un excremento, de una carroña, de orines de gato o del siguiente mesón. Había moscas por todas partes. Zumbaban obsesivamente, empeñadas en meterse en los ojos, por los oídos o la nariz. Resultaba imposible ahuyentarlas. Era más fácil aplastarlas contra la cara o descuartizarlas con los dientes. En cuanto salieron de la oscuridad del portal, sus ojos se toparon con un enorme cartel sobre la pared, que mostraba a un caballero que les estaba señalando con el dedo. Un letrero situado debajo preguntaba con grandes letras: ¿Y TÚ? ¿YA TE HAS ALISTADO?

– Sí, sí -murmuró el lansquenete-. Por desgracia.

Había muchos carteles similares, de manera que podría afirmarse que por cada pared había uno. Abundaban sobre todo los del caballero señalando con el índice, pero a menudo había también una patética Madre Patria con el cabello canoso y revuelto, que tenía de fondo aldeas incendiadas y a recién nacidos ensartados en picas nilfgaardianas. Aparecían también imágenes de elfos con cuchillos en la boca chorreantes de sangre. Jarre se dio la vuelta para mirar y de repente cayó en la cuenta de que estaban solos: el lansquenete, el mercader y él. Lucio, Okultich, Klaproth, los campesinos seleccionados y Melfi habían desaparecido sin dejar rastro alguno.

– Vaya, vaya. -El lansquenete ratificó sus conjeturas mirándole inquisitivamente-. Tus compadres el ala ahuecaron en cuanto se les terció la ocasiona nos dieron esquinazo a la primera y se largaron barriendo el suelo con el rabo. ¿Y sabes lo que te voy a decir, muchacho? Está bien que se hayan vuestros caminos separado. No pugnes porque vuelvan a cruzarse de nuevo.

– Me da pena Melfi -murmuró Jarre-. En el fondo es un buen chico.

– Cada cual elige su propio destino. Y tú ven con nosotros. Te hemos de mostrar dónde está la caja de reclutamiento.

Entraron en una plaza, en cuyo centro, sobre un estrado de piedra, se alzaba la picota. Alrededor de la picota se aglomeraban ciudadanos y soldados sedientos de morbo. La cabeza del reo, que acababa de ser alcanzado por una pella de barro, escupía y lloraba. La muchedumbre vociferó de risa.

– ¡Caramba! -exclamó el lansquenete- ¡Mira a quién tienen trabado en el cepo! ¡Pero si es Fuson! Curioso estoy por saber por qué habrá sido.

– Por la agricultura -se apresuró a aclararle un burgués gordo, vestido con una piel de lobo y un gorro de fieltro.

– ¿Lo qué?

– Por la agricultura -repitió con énfasis el gordinflón-. Por haber sembrado.

– ¡Ajá! Tan claro hablasteis, con perdón, como un buey sobre la era -se rió el lansquenete-. Yo a Fuson lo conozco: zapatero es, hijo de zapatero y nieto de zapatero. Jamás en la vida ni aró, ni sembró, ni cosechó. Tumbado me habéis, os digo, con eso de sembrar, hasta casi suelto el espíritu.

– ¡Palabras mismas del comendador! -se encolerizó el burgués-. ¡Estará en la picota hasta el alba por haber sembrado! Algo sembró este malhechor, mas a cuenta de Nilfgaard y sus monedas de plata… Cierto que un cereal extraño, de ultramar procedente… ¡Me acordaré!… ¡Eso! ¡Derrotismo!

– ¡Sí, sí! -exclamó el mercader de amuletos-. ¡Lo oí, se habló de ello! Los espías de Nilfgaard y los elfos están propagando epidemias, envenenando con diversas ponzoñas los pozos, las fuentes y los arroyos, y precisamente con estramonio, cicuta, lepra y derrotismo.

– Así es -afirmó meneando la cabeza el burgués con el abrigo de piel de lobo-. Ayer ahorcaron a dos elfos. Es cosa segura que por esos envenenamientos.

– Detrás de la esquina de ese callejón -señaló el lansquenete- hay una posada en la cual se negocia el reclutamiento. Hay una lona grande extendida, con las flores de lis de Temería que tú ya bien conoces, muchacho, así que darás con ella sin trabajos. ¡Cuídate! Y que nos concedan los dioses volver a toparnos en tiempos más felices. Guardaos vos también, señor mercader.

El comerciante carraspeó con fuerza.

– Nobles señores -dijo rebuscando en sus pequeños baúles y cofres-, permitidme que por vuestro auxilio… En señal de agradecimiento…

– No sus fatiguéis, buen hombre -repuso con una sonrisa el lansquenete-. Se ayudó y punto, faltaría más…

– ¿Quizá un ungüento milagroso contra las heridas de bala? -El mercader rebuscaba algo en el fondo de un baúl-. ¿Tal vez un remedio universal e infalible contra la bronquitis, la podagra, la parálisis, así como contra la caspa y la escrófula? ¿O a lo mejor un bálsamo de resina para las picaduras de abeja, las mordeduras de víbora y de vampiro? ¿O puede que un talismán que escuda contra el mal de ojo?

– ¿No tendréis por ventura -le inquirió en serio el otro lansquenete- algo que proteja contra los efectos de la mala comida?

– ¡Tengo! -exclamó radiante el mercader-. Helo aquí, el más eficaz antídoto elaborado a partir de raíces mágicas, con hierbas aromáticas condimentado. Bastan tres gotas después de cada comida. Tomad, por favor, nobles señores.

– Gracias. ¡Guárdese, pues, vuesa merced! Y tú también, muchacho. ¡Suerte!

– Honrados, corteses y afables -juzgó el mercader cuando los soldados desaparecieron entre la multitud-. No todos los días se encuentra gente como ésa. ¡Ni tampoco como tú, mi joven señor! ¿Qué te puedo dar entonces? ¿Un amuleto pararrayos? ¿Bezoar? ¿Guijarros de tortuga eficaces contra los hechizos de encantadoras? ¡Ajá! También tengo diente de muerto para fumigar, tengo un trozo de mierda seca de diablo, bueno es llevarla en el zapato diestro…

Jarre apartó la mirada de unas personas empeñadas en limpiar de las paredes de una casa la pintada: ¡NO A LA PUTA GUERRA!

– Dejadme -dijo-. Llegó mi turno…

– ¡Ah! -exclamó el mercader, sacando de un cofre un pequeño medallón de latón con forma de corazón-. Esto debería serte adecuado, muchacho, porque es objeto justamente para jóvenes. Se trata de una extraordinaria rareza y sólo uno tengo. Es un amuleto mágico. Hace que a quien lo porte no le olvide nunca su amada, por más que el tiempo y muchas millas los separen. Mira, se abre por aquí, en el interior hay un trocito de papiro fino. Sobre ese papiro, con una tinta mágica de color rojo que tengo, basta con escribir el nombre de la amada y ella no te olvidará, no se mudará su corazón, no te traicionará ni te dejará. ¿Y bien?

– ¡Hm! -Jarre se ruborizó ligeramente-. Es que yo no sé si ella…

– ¿Qué nombre debo escribir? -El mercader sumergió un palito en la tinta mágica.

– Ciri. Es decir: Cirilla.

– Listo. Toma.

– ¡Jarre! ¡Por todos los diablos! ¿Pero qué haces aquí?

Jarre se dio la vuelta impulsivamente. Tenía la esperanza, pensó, de que iba a dejar atrás todo mi pasado, de que ahora todo iba a ser nuevo y casi sin cesar me tropiezo con viejos conocidos.

– Don Dennis Cranmer…

Un enano vestido con un pesado abrigo de piel, coraza, guardabrazos de acero y un gorro de piel de zorro con su cola lanzó una penetrante mirada al muchacho, al mercader y después nuevamente al muchacho.

– ¿Qué estás haciendo aquí, Jarre? -preguntó con severidad, frunciendo sus cejas, barba y bigotes.

Por un momento el chico pensó en mentir y para hacerlo más verosímil mezclar al bondadoso mercader en la versión falseada. Pero casi al instante desechó la idea, Dermis Cranmer, que había servido una vez en la guardia del ducado de Ellander, gozaba de la reputación de ser un enano difícil de engañar. Y no valía la pena probarlo.

– Quiero alistarme en el ejército.

Ya sabía cuál iba a ser su siguiente pregunta.

– ¿Te ha dado permiso Nenneke?

No tuvo ni que responderle.

– Te fugaste. -Dennis Cranmer balanceó la barba-. Simplemente te has fugado del santuario. Y Nenneke y las sacerdotisas andarán allí tirándose de los pelos…

– Dejé una carta -refunfuñó Jarre-. Señor Cranmer, yo no podía… Yo tenía que… Uno no puede quedarse sentado sin hacer nada mientras en las fronteras el enemigo… En un momento de amenaza para la patria… Y además ella… Ciri… Madre Nenneke por nada quería dar su visto bueno, a pesar de que ella ya había mandado al ejército a tres cuartas partes de las muchachas del santuario, a mí no me lo permitió… Y yo no podía…

– Así que te fugaste. -El enano frunció severamente las cejas-, ¡Por mil demonios sacramentales! ¡Debería atarte a un palo y mandarte de vuelta a Ellander por estafeta de correos! ¡Ordenar que te encerraran bajo llave en una cueva hasta que las sacerdotisas vinieran a recogerte! Debería…

Resopló con ira.

– ¿Cuándo fue la última vez que comiste algo, Jarre? ¿Cuánto hace que no te has llevado al gaznate un plato de comida caliente?

– ¿Caliente de verdad? Tres… No, hace cuatro días.

– Ven.


*****

– Come más despacio, hijo -le increpó Zoltan Chivay, uno de los camaradas de Dennis Cranmer-. No es sano engullir tan deprisa, sin masticar como es debido. ¿Adonde vas con tanta prisa? Créeme, nadie te va a quitar el puchero.

Jarre no estaba tan seguro de ello. En el salón principal del mesón La Escudilla del Greñudo se estaba celebrando precisamente un duelo de puñetazos. Dos enanos rechonchos y anchos como estufas se estaban zurrando a puño cerrado con tanto afán que hasta incluso retumbaban, entre el clamor de sus compañeros del Tercio de Voluntarios y el aplauso de las prostitutas del lugar. El suelo crujía, derribaban los muebles y la vajilla, y las gotas de sangre que se escapaban por sus narices destrozadas se esparcían alrededor como si fueran lluvia. Jarre sólo estaba esperando a que en algún momento alguno de los comba-ientes se abalanzara sobre su mesa reservada para los oficiales, tirando al suelo su plato de madera con los codillos de cerdo, la escudilla de guisantes hervidos y las jarras de barro. Engulló rápido un trozo de tocino que había mordido, dando por sentado que cualquier cosa tragada ya era suya.

– No he entendido casi nada, Dennis. -El otro enano, llamado Sheldon Skaggs, ni siquiera volvió la cabeza cuando uno de los púgiles por poco le golpea metiendo un gancho-. Si el mozo es un sacerdote, ¿de qué modo se va a alistar? La sangre de los sacerdotes no ha de ser derramada.

– Es un escolar del santuario, no un sacerdote.

– Nunca, joder, he podido entender a estos putos humanos supersticiosos. Mas no conviene burlarse de las creencias ajenas… Resulta, sin embargo, que aquí este mozalbete, a pesar de haber sido educado en el santuario, no está en contra del derramamiento de sangre. Especialmente la de Nilfgaard. ¿Qué, muchacho?

– Déjale comer en paz, Skaggs.

– De buena gana os responderé… -Jarre se tragó un bocado de carne y se metió en la boca un puñado de guisantes-. La cosa es así: se puede derramar sangre en una guerra justa. En defensa de causas superiores. Por eso me enrolé… La madre patria nos llama a…

– Vosotros mismos lo veis -Sheldon Skaggs pasó la mirada por sus compañeros-, cuán cierta es la afirmación de que los humanos son una raza próxima y afín a la nuestra, que procedemos de la misma cepa tanto ellos como nosotros. La mejor prueba de ello, ¡oh!, está sentada ante nosotros y se está zampando unos guisantes. En otras palabras: entre los jóvenes enanos hallaréis multum de los mismos tontos fanáticos.

– Especialmente tras la desgracia que padecimos en Mayenna -puntualizó fríamente Zoltan Chivay-. Después de una batalla perdida siempre aumenta el alistamiento de voluntarios. Cesará el arrebato en cuanto se extienda la noticia de que el ejército de Menno Coehoorn anda remontando el río Ina, dejando atrás tierra y agua.

– Sólo que ojalá el arrebato no empiece en el otro sentido -murmuró Cranmer-. No tengo yo lo que se dice confianza en los voluntarios. Resulta curioso que precisamente de cada dos desertores, uno sea voluntario.

– Cómo osáis… -Jarre por poco se atraganta-. Cómo podéis insinuar algo semejante, señor… Yo vengo aquí por motivos ideológicos… A una guerra justa y con razón… La madre patria…

Uno de los enanos que peleaba se había desplomado de un puñetazo, al muchacho le pareció que incluso se habían estremecido los cimientos del edificio, porque la nube de polvo de las rendijas del suelo que levantó llegaba hasta un brazo de altura. En esta ocasión, sin embargo, el derribado, en vez de reincorporarse de un salto y abalanzarse sobre el adversario, se quedó tendido en el suelo, moviendo torpe y descoordinadamente sus extremidades, de manera que más bien parecía un gigantesco escarabajo boca arriba. Dennis Cranmer se puso en pie.

– ¡Asunto resuelto! -anunció con voz atronadora, mirando en derredor a toda la taberna-. El puesto de mando en la compañía, vacante tras la heroica muerte de Elkan Foster, caído en el campo del honor durante la batalla de Mayenna, lo va a ocupar… ¿Cómo te llamas, hijo, que se me ha olvidado?

– ¡Blasco Grant! -El vencedor de la pelea decisoria escupió un diente al suelo.

– … lo ocupa Blasco Grant. ¿Hay todavía opiniones contrarias en lo tocante a los ascensos? ¿No hay? Está bien. ¡Tabernero! ¡Cervezas!

– ¿De qué estábamos hablando?

– De la guerra justa. -Zoltan Chivay empezó a contar con los dedos-. De los voluntarios. De los desertores…

– ¡Ah, eso! -le interrumpió Dennis-. Sabía que quería explicar algo y la cosa se refería a los voluntarios desertores y traidores. Acordaos del extinto cuerpo de Cintra al mando de Vissegerd. Y no van los muy hijos de puta y no cambian ni siquiera el estandarte. Lo sé por los condotieros de la Compañía Libre, de la bandera de Julia, la Dulce Casquivana. En Mayenna la bandera de Julia fue derrotada por los cintílanos. Iban a la vanguardia de la avanzadilla de Nilfgaard, bajo el mismo pendón con los leones…

– Los había llamado la madre patria -intervino lóbregamente Skaggs-. Y la emperatriz Cirilla.

– ¡Chis, más bajo! -siseó Dennis.

– Cierto -dijo el cuarto enano, Yarpen Zigrin, que había permanecido en silencio hasta ese momento-. ¡Chitón! ¡Y más callado que el mismo silencio! Mas no por miedo a los espías, sino porque no se puede hablar de cosas sobre las que no se tie ni puta idea.

– Tú en cambio, Zigrin -sacó pecho Skaggs-, tienes idea, ¿no?

– Sí, ¿pasa algo? Y una cosa diré: nadie, ya sea Emhyr var Emreis, ya sean los magos rebeldes de Thanedd, ni incluso el mismo diablo, nadie conseguiría forzar a nada a esa muchacha. No conseguirán doblegarla. Lo sé. Porque la conozco. Toda esa historia del matrimonio con Emhyr no es más que una simple mentira. Un engaño con el que se han dejado embaucar los tontos más diversos… Otro es, os lo advierto, el destino de esa chiquilla. Completamente diferente.

– Hablas -gruño Skaggs- como si de verdad la conocieras, Zigrin.

– ¡Déjalo! -le regañó de improviso Zoltan Chivay-. En eso del destino tiene razón. Yo también lo creo. Motivos tengo para ello.

– ¡Bah! -replicó Sheldon Skaggs meneando la mano-. Para qué gastar saliva en vano. Chilla, Emhyr, el destino… Son cuestiones lejanas. Sin embargo, señores, más cerca nos pilla Menno Coehoorn y su grupo de ejércitos Centro.

– Ya-suspiró Zoltan Chivay-. Me parece a mí que no se nos va a escapar una gran batalla. Quizá la más grande que conocerá la historia.

– Mucho -musitó Dennis Cranmer-. Mucho, sí, se va decidir…

– Y acabar más todavía.

– Todo… -masculló Jarre, cubriéndose la boca con la mano debido a sus buenos modales-. Todo se va a acabar.

Los enanos le observaron durante un momento, guardando silencio.

– No te he entendido del todo, muchacho -intervino por fin Zoltan Chivay-. ¿Podrías explicar a qué te estabas refiriendo?

– En el consejo del ducado… -pronunció titubeando Jarre-… es decir, en Ellander, se dijo que la victoria en esta gran guerra es tan importante porque… porque es una gran guerra que pondrá fin a todas las guerras.

Sheldon Skaggs pegó un resoplido, escupiéndose a sí mismo la cerveza sobre la barba. Zoltan Chivay bramó de viva voz.

– ¿No opináis lo mismo, señores?

Ahora fue a Dennis Cranmer al que le llegó el turno de bufar. Yarpen Zigrin mantuvo la calma, mirando al joven con atención y casi como con preocupación.

– Hijo -habló al cabo muy seriamente-. Mira. Ahí junto al mostrador está sentada Evangelina Parr. Es, hay que reconocerlo, de buenas carnes. ¡Bah!, incluso se puede decir que enormes. Pero, sin ninguna duda y a pesar de sus medidas, no es una puta capaz de poner punto y final a todas las putas.


*****

Después de haber girado hacia un callejón estrecho y sin gente, Dennis Cranmer se detuvo.

– Tengo que alabarte, Jarre -dijo-. ¿Sabes por qué?

– No.

– No disimules. No tienes que hacerlo estando conmigo. Es digno de mérito que ni pestañearas siquiera cuando se habló de Cirilla. Pero más meritorio aún si cabe es que entonces tampoco abrieras la boca… Sí, sí, no me pongas esa cara rara. Sé de sobra lo que pasa en la casa de Nenneke, detrás del muro del santuario, lo sé bien, tienes que creerme. Y por si esto te pareciera poco, sabe que escuché el nombre que te escribió el mercader en el medallón.

«Sigue así siempre. -El enano fingió con tacto no darse cuenta del rubor que invadió al joven-. Sigue así siempre, Jarre. Y no sólo en lo que a Ciri se refiere… ¿Pero qué estás mirando?

Sobre la pared de un granero visible a la entrada del callejón se veía una pintada borrosa, escrita con cal, que rezaba: HAZ EL AMOR, NO LA GUERRA. Justo por debajo, con letras notablemente más pequeñas, alguien había pintarrajeado el siguiente grafito:


HAZ CACA CADA MAÑANA.


– Mira hacia otro lugar, tonto -le advirtió Dennis Cranmer-. Por el simple hecho de mirar frases como ésas te puedes llevar un disgusto. No las digas tampoco fuera de lugar, si no quieres que te azoten de forma sangrienta atado a un poste hasta que te despellejen la espalda. ¡Aquí los juicios son muy rápidos! ¡Increíblemente veloces!

– He visto -murmuró Jarre- a un zapatero con el cepo puesto. Supuestamente por sembrar derrotismo.

– Su faena -afirmó con gravedad el enano, sujetando al muchacho por la manga- seguramente consistió en que cuando condujo a su hijo al destacamento, él lloraba, en vez de lanzar proclamas patrióticas. Aquí el castigo para causas más graves es diferente. Ven, te lo mostraré.

Entraron en una plaza pequeña. Jarre tuvo que retroceder, tapándose la nariz y la boca con la manga. Sobre una enorme horca de piedra colgaban varios cadáveres. Algunos, por lo que revelaban su aspecto y hedor, colgaban ya desde hacía tiempo.

– Éste -señaló Dennis, espantando al mismo tiempo a las moscas- escribía en los muros y en las tapias frases tontas. Ése afirmaba que la guerra es cosa de los señores y que los reclutas campesinos nilfgaardianos no eran sus enemigos. Aquél, estando borracho, contó el siguiente chiste: «¿Qué es una lanza? El arma de los poderosos: un palo que lleva a un pobre en cada extremo». Y ahí, al final de todos, ¿ves a esa mujer? Era la patrona de un burdel militar, y lo había decorado con este letrero: «¡Folla hoy, guerrero! Porque mañana quizá ya no puedas».

– ¿Y sólo por eso…?

– Una de sus chicas, según se reveló luego, tenía además gonorrea. Y eso ya entraba dentro del parágrafo de conspiración y sabotaje contra las capacidades de combate.

– Entendido, señor Cranmer. -Jarre se enderezó en posición de firmes, como si eso le diera cierto aire marcial-. Pero no os preocupéis por mí. Yo no soy ningún derrotista…

– No has entendido una mierda y no me interrumpas, que no he terminado. Este último ahorcado, éste que ya apesta bien, su único delito fue que durante una charla con un delator encubierto que le estaba instigando, reaccionó exclamando: «Indiscutibles, señor, son vuesas razones, así es y no de otra manera. ¡Como que dos más dos son cuatro!». ¡Dime ahora que lo comprendes!

– Lo he comprendido. -Jarre miró a su alrededor cautelosamente-. Tendré cuidado. Pero… Señor Cranmer… ¿Qué está pasando de verdad?

El enano también echó una ojeada de precaución.

– Ésta es -dijo en voz baja- la verdadera situación: el grupo de ejércitos Centro del mariscal Menno Coehoorn avanza hacia el norte con una fuerza que ronda los cien mil hombres. La realidad es que si no se hubiera sublevado la provincia de Verden, ya estarían aquí. La verdad es que sería bueno que se iniciaran negociaciones. La realidad es que Temería y Redania no tiene fuerzas suficientes para contener a Coehoorn. Por lo menos, no antes de la línea estratégica del Pontar.

– El río Pontar -susurró Jarre- se encuentra al norte de nosotros.

– Es justo lo que quería decir. Pero recuerda: sobre esto échale el candado a la boca.

– Me andaré con cuidado. Pero cuando ya esté en el regimiento, ¿también debo seguir prevenido? ¿Puedo toparme allí con algún delator?

– ¿En tu unidad de combate? ¿Cerca de la línea del frente? Más bien no. Por eso los delatores se afanan tanto lejos del frente, porque tienen miedo de acabar ellos mismos allí. Además, si ahorcaran a cada soldado que protesta, se queja o maldice, no habría quien combatiera. Pero la boca, Jarre, tú como con el asunto ése con Ciri, mantenía siempre cerrada. En boca cerrada, quédate con mis palabras, no entra una mosca de la mierda. Ahora ven conmigo, te conduciré hasta la comisión.

– ¿Intercederéis por mí allí? -Jarre miró ilusionado al enano-. ¿Qué decís, señor Cranmer?

– ¡Ay, qué tonto eres, pisaverde! ¡Esto es el ejército! Si te recomendara y te protegiera, es como si en la espalda te bordara con hilo de oro «gilipollas». No te dejarían en paz en tu unidad, mozalbete.

– ¿Y con vos…? -inquirió Jarre-. ¿En vuestra unidad…?

– Ni se te ocurra pensarlo.

– Porque en ella -habló amargamente el joven- sólo hay lugar para los enanos, ¿no es cierto? Pero para mí no, ¿verdad?

– Cierto.

Para ti no, pensó Dennis Cranmer. Para ti no, Jarre. Porque sigo teniendo deudas que saldar con Nenneke. Por eso quiero que regreses entero de esta guerra. Y en cuanto al Tercio de Voluntarios de Mahakam, compuesto por enanos, unos voluntarios procedentes de una raza inferior y para colmo extranjera, a nosotros siempre nos van a asignar las tareas más detestables en los peores sectores del frente. Aquéllos de los cuales no se regresa. Aquéllos a donde no se enviaría a humanos.

– ¿De qué manera podría conseguir -empezó de nuevo Jarre entristecido- acabar destinado en una buena unidad?

– ¿Y cuál sería, en tu opinión, la mejor unidad, merecedora de tanto esfuerzo por entrar en ella?

Jarre se dio la vuelta al oír un canto que crecía como las olas en una marejada, aumentando como los truenos de una tormenta que se acerca deprisa. Un canto ruidoso, arrogante, fuerte, duro como el acero. Ya había escuchado antes aquel canto. Por la callejuela del alcázar, en columna de a tres, desfilaba marcando el paso el regimiento de condotieros. A la cabeza, sobre un semental rucio, bajo una pértiga decorada con cráneos humanos, cabalgaba el jefe, un hombre de pelo gris y nariz aguileña, y con una coleta de cabellos trenzados que le caía sobre la coraza.

– Adam «Adieu» Pangratt -murmuró Dennis Cranmer.

El canto de los condotieros tronaba, retumbaba y producía un estruendo increíble. Acompañado al contrapunto por el sonido de las herraduras contra el adoquinado, invadía la callejuela incluso más allá de la cima de las casas, elevándose sobre ellas muy lejos, muy alto, hacia el cielo azul sobre la ciudad.


No nos llorarán esposas ni amantes cuando sangrando

mordamos la tierra, pues por ducados como soles

radiantes, ¡sin pensarlo nos vamos a la guerra!


– Vos me preguntáis en qué unidad… -dijo Jarre, sin poder apartar la mirada de aquella caballería-. ¡Ojalá en una como ésta! En una así valdría la pena…

– Cada una tiene su propio himno -rompió el silencio el enano-. Y cada cual a su manera acabará mordiendo la tierra cruelmente. Sí, según le toque en suerte. Y puede que lloren su pérdida, o puede que no. A la guerra, chupatintas, sólo se canta y se marcha marcando el paso, dentro de formación se está en posición de firmes. Y después, durante la batalla, a cada cual le aguarda lo que tiene escrito. Ya sea en la Compañía Libre de «Adieu» Pangratt, ya en la infantería o bien destinado en los campamentos… Ora con reluciente armadura y hermosísimo penacho, ora con unas alpargatas y una zamarra piojosa… Ya sea sobre un veloz purasangre, ya sea detrás de un pavés… A cada cual algo distinto. ¡Lo que le toque! Vaya, mira, la caja de reclutas. ¿Ves el rótulo sobre la entrada? Por ahí discurre tu camino si sigues pensando en ser soldado. Ve, Jarre. Guárdate. Nos veremos cuando todo esto haya terminado.

El enano siguió con la mirada al muchacho hasta que éste desapareció por la puerta de la posada, ocupada por la caja de reclutamiento.

– O quizá no nos veamos -añadió en voz baja-. No se sabe qué tiene cada uno escrito. Qué le va a tocar.


*****

– ¿Montas a caballo? ¿Disparas con arco o ballesta?

– No, señor comisario. Pero sé escribir y caligrafiar, también las runas antiguas… Conozco la Antigua Lengua…

– ¿Diestro con la espada? ¿Manejar una lanza?

– … he leído la Historia de las guerras. Obra del mariscal Pelligramo… Y de Roderick de Novembre…

– ¿No serás tal vez capaz de cocinar?

– No, no sé… Pero se me da bien calcular…

El comisario puso mala cara y llamó a alguien con la mano.

– ¡Docto sabelotodo! ¿Qué número hace éste hoy? Redáctale un papel para la Tupuma. Muchacho, vas a servir en la Tupuma. Vete con este resguardo hasta el extremo sur de la ciudad, luego, en cuanto salgas por la puerta de Maribor, junto al lago.

– Pero…

– Darás con ella sin problemas. ¡El siguiente!


*****

– ¡Eh, Jarre! ¡Eh! ¡Espera!

– ¿Melfi?

– ¿Y quién si no? -El tonelero se tambaleaba, pero le sujetó el muro-. ¡Yo, cojones, je, je!

– ¿Qué te pasa?

– ¿Qué me qué? ¡Je, je! ¡Nada! ¡Eché un traguillo! ¡Brindé pa que ahorquen a todos los nilfgaardianos! ¡Ay, Jarre, qué alegría verte! Porque pensaba que te me habías perdió por ahí… Amigo mío…

Jarre se echó hacia atrás como si alguien le hubiera golpeado. El tonelero no sólo apestaba a una asquerosa cerveza y a un aguardiente todavía más nauseabundo, sino también a cebolla, ajo y sólo el diablo sabe qué cosas más. Era insoportable.

– ¿Y dónde está tu honorabilísima compaña? -preguntó sarcásticamente.

– ¿Lucio dices? -se enfadó Melfi-. ¡Pues te diré! ¡Que me da un ardite! Sabes, Jarre, pienso que no es buena gente.

– ¡Bravo! Rápido lo has descerrajado.

– ¡Cierto -Melfi se irritó aún más, pero sin percatarse de sus pullas-. ¡Anduvo con cuidao, mas que el diablo se lleve a quien mengañe! ¡Ya sé qué es lo que tenía maquinado! ¡Pa qué tanto deseaba llegar a Wyzima! De seguro que piensas, Jarre, que él y esos granujas suyos venían al ejército por lo mismo que nosotros. ¡Ja! Equivocado estás. ¿Quies saber qué es lo que andaba tramando? ¡No darías fe de ello!

– Me lo creería.

– Caballos, le hacían falta, y uniformes -concluyó Melfi triunfal-mente-. Quería robarlos aquí en alguna parte, pues tuvo la ocurrencia de querer ir vestido de soldado a correrías de bandolero.

– ¡Así le prenda fuego el verdugo en la hoguera!

– ¡Y que sea pronto! -El tonelero se balanceó ligeramente y apoyándose contra el muro se desabrochó las calzas-. Pena me da que Ograbek y Milton, ese par de paletos cabezas de chorlito, dejáranse también embaucar. Tras Lucio fueron y por eso ahora estará presto también el verdugo para quemarlos vivos. ¡Pero así les cague un perro, los muy tarugos! ¿Mas y qué tal lo tuyo, Jarre?

– ¿El qué?

– ¿Destino te fue ya dado por los comisarios? -Melfi empezó a soltar el chorro sobre el muro encalado-. Pregunto porque yo ya estoy alistado. He de ir hasta la puerta de Maribor, a la parte del sur de la ciudad. ¿Y a ti adonde te mandan?

– También al sur.

– ¡Ja! -El tonelero pegó algunos saltos, se sacudió y se abrochó la bragueta-, ¿A lo mejor vamos a batallar juntos?

– No lo creo. -Jarre miró hacia él con aire de superioridad-. Me han destinado a una unidad conforme a mis cualificaciones. A la Tupuma.

– Normal… ¡Hip! -Melfi hipó, exhalando sobre él su terrible mezcla de gases-. ¡Tú tienes estudios! De seguro que a los listos como tú los eligen pa alguna tarea de importancia, no pa cualquier cosa. ¿Mas qué más da? Mientras tanto seguiremos andando un rato juntos. Al cabo, hasta el sur de la ciudad el mismo camino tenemos.

– Eso parece.

– Vámonos, pues.

– Vamos.


*****

– Tal vez no sea aquí -juzgó Jarre contemplando aquella explanada rodeada de tiendas, sobre la cual estaba levantando polvo una compañía de harapientos con largos palos sobre los hombros. Cada harapiento, como se percató el joven, tenía atado en la pierna derecha un manojo de heno, y en la izquierda un haz de paja.

– Quizá nos hayamos confundido, Melfi.

– ¡Paja! ¡Heno! -se escuchaban desde la explanada los rugidos del sargento que estaba dirigiendo a aquellos andrajosos-. ¡Paja! ¡Heno! ¡Coge el paso, cago en tu puta madre!

– Un estandarte ondea sobre las tiendas -dijo Melfi-. Mira tú mismo, Jarre. Los lises éstos iguales son que los que platicaste en el camino. ¿Hay estandarte? Sí. ¿Hay tropas? Sí. Significa que es aquí. Bien dimos.

– Puede que tú. Yo seguro que no.

– Mira, allá cabe la empalizada está uno con no sé qué rango. Preguntémosle al tal.

Luego ya todo empezó a pasar deprisa.

– ¿Nuevos? -estalló el sargento- ¿Del reclutamiento? ¡Los papeles! ¡Qué coño hacéis ahí parados el uno junto al otro! ¡Firmes! ¡Ar! ¡No os mováis, cago en.,.! ¡Izquierda! ¡Ar! ¡Gira a la izquierda, cenutrio! ¿O es que no sabes dónde cojones la tienes? ¡De frente cabeza, paso ligero! ¡Ar! ¡Date la vuelta, cabrón! ¡Escuchar y recordar! ¡Lo primero, gilipollas, al maestre de avituallamiento! ¡Recogida de armamento! ¡Cota de malla, tabardo, pica, casco y puñal, hijos de perra! ¡Después hay retreta! ¡Listos para el toque del ocaso, capullos! ¡Rompan filas! ¡Ar!

– Un momento -Jarre se giró inseguro para mirar-, porque sin embargo me parece que yo tengo otra unidad…

– ¿Cóoomo?

– Disculpe, señor oficial. -Jarre se sonrojó-. Lo que únicamente pretendo es evitar una eventual equivocación… Puesto que el señor comisario claramente… claramente me destinó a la unidad Tupuma, así pues yo…

– Estás en casa, muchacho -estalló en carcajadas el sargento, que se quedó más bien desarmado con lo de «oficial»-. Ésta es precisamente tu unidad. Bienvenido a Tu Puta Madre la Infantería.


*****

– ¿Y porqué así -repitió Rocco Hildebrandt-, y de qué modo tenemos que pagar a vuesa merced dicho tributo? Puesto que todo lo que se os debía ya quedó pagado.

– Vaya, mirailo, un canijo listo. -Sentado cómodamente sobre la silla de montar de un caballo robado, Lucio sonrió hacia sus compinches-. ¡Ya quedó pagado! Y piensa que acabao. Igualito eres que aquel pavo que no más se preocupaba por los domingos, y al final le retorcieron el pescuezo un sábado.

Okultich, Klaproth, Milton y Ograbek prorrumpieron en carcajadas al unísono. Pues la broma era oportuna. Y la diversión prometía acabar siendo todavía mejor. Rocco, percibiendo la repugnante y pegajosa mirada de los salteadores, se dio la vuelta. De pie junto al umbral de la choza estaban Incarvilia Hildebrandt, su esposa, y las hijas de ambos, Aloe y Yasmin.

Lucio y su cuadrilla miraban a las mujeres hobbits, sonriendo lascivamente. Sí, sin ningún género de dudas, la diversión prometía ser excelente. Hasta el seto que se encontraba al otro lado del camino se acercó una sobrina de Hildebrandt, Impatientia Vanderbeck, a la cual llamaban cariñosamente Impi. Se trataba de una chica verdaderamente guapa. La sonrisa de los bandidos se tornó todavía más lasciva y estremecedora.

– Venga, enano -apremió Lucio-. Entrega a las tropas reales tu parné, comida, caballos, y saca a las vacas del establo. No vamos a andarnos aquí paraos hasta que se ponga el sol. Hemos hoy que visitar aún unas cuantas aldeas.

– ¿Por qué hemos de pagar y entregaros lo que es nuestro? -La voz de Rocco Hildebrandt tembló levemente, pero todavía se oía en ella la obstinación y la tenacidad-. Habláis que es para el ejército, para la nuestra defensa. ¿Y contra el hambre, os pregunto, quién nos defiende? Ya hemos pagado por los cuarteles de invierno, y la contribución para el ejército, y el tributo por cada persona, y el gravamen por las tierras, y las tasas del ducado, y el impuesto de los carros, y las gabelas, ¡y el diablo sabe qué más cosas todavía! Por si esto fuera poco, son cuatro de esta aldea, y a tal número hay que añadir a mi propio hijo, que los carros en los convoyes militares andan ya conduciendo. Y no otro sino un cuñado mío, Milo Vanderbeck, apodado Rusty, es cirujano de campaña, persona de importancia en el ejército. Esto significa que ya hemos cumplido con creces nuestras obligaciones de campesinos… ¿De qué modo podemos pues pagar? ¿El qué y para qué? ¿Y por qué?

Lucio miraba continuamente a la esposa del mediano, Incarvilia Hildebrandt de la casa de Biberveldt. A sus mofletudas hijas, Aloe y Yasmin. A la monísima Impi Vanderbeck, que parecía una muñequita con su vestidito verde. A Sam Hofmeyer y su abuelo, el anciano Holo-fernes. A la abuelita Petunia, que estaba golpeando obstinadamente un surco con la azada. Al resto de medianos del caserío, fundamentalmente a las mujeres y a los adolescentes, que observaban medrosamente desde sus casa anejas y desde detrás de las empalizadas.

– ¿Por qué, preguntas? -siseó, inclinándose sobre su silla de montar y mirando fijamente los aterrorizados ojos del mediano-. Voy a decirte por qué: porque eres un mediano sarnoso, ajeno y raro, quien te despelleje, repugnante aborto humano, complacerá a los dioses. A ti, ser abominable, el que vivo te queme, una buena obra estará haciendo y encima paterótica. Y también porque me muero de ganas por prender fuego a este nido tuyo y dejarlo espoblao. Y porque estas polluelas chicas tuyas me ponen cachondo y follar me las voy a todas ellas una por una. Y porque somos cinco hombres fuertes y vosotros un puñao de retacos miedicas. ¿Sabes ahora ya por qué?

– Sí, ahora sí -respondió despacio Rocco Hildebrandt-. ¡Marchaos ahora mismo de aquí, Gentes Grandes! ¡Fuera! ¡Largo de aquí, sabandijas! ¡No os daremos nada!

Lucio se enderezó echando mano a la daga que colgaba junto a su silla de montar.

– ¡Golpear! -gritó-. ¡Matar!

Con un movimiento tan rápido que incluso escapó a la vista, Rocco Hildebrandt se agachó hasta la carretilla y extrajo una ballesta oculta bajo las aneas, se apoyó la culata contra la mejilla y disparó a Lucio un dardo directo a su boca abierta, que emitía un alarido en ese momento. Incarvilia Hildebrandt, de la casa de Biberveldt, realizó un revés con la mano y una hoz salió despedida por el aire dando vueltas para acabar haciendo blanco certera y violentamente en la garganta de Milton. El hijo de siervo empezó a vomitar sangre y a dar vueltas como una cabra, montado sobre la grupa de su caballo, agitando cómicamente las piernas. Ograbek, emitiendo un aullido, cayó de bruces bajo las herraduras de su caballo: del vientre le sobresalían dos mangos de madera, el abuelo Holofernes le había clavado su podadera hasta la empuñadura. El fornido Klaproth se abalanzó con su garrote contra el anciano, pero salió despedido de la silla, soltando un gruñido antinatural, alcanzado directamente en el ojo por un plantador para semillas que le había clavado Impi Vanderbeck. Okultich hizo girar a su caballo e intentó huir, pero la abuelita Petunia saltó hacia él y le clavó la hoja de su azada en el muslo. Okultich pegó un grito de dolor, se cayó de la montura, pero la pierna se le quedó enganchada en el estribo. El caballo se desbocó y se lo llevó a rastras atravesando las cercas y sus afiladas estacas. El ladrón gritaba y clamaba según iba siendo arrastrado. Y como dos lobas se apresuraron a seguir su rastro la abuelita Petunia con su horca e Impi con un cuchillo curvo para injertar árboles. El abuelo Holofernes se sonó con fuerza la nariz. Todo aquel incidente, desde el alarido de Lucio hasta que el abuelo Holofernes se hubo sonado, transcurrió más o menos en el mismo tiempo que se tarda en decir la frase: «Los medianos son extraordinariamente rápidos y lanzan todo tipo de proyectiles sin errar el tiro».

Rocco se sentó sobre las escaleritas de su choza. Junto a él se acurrucó su esposa, Incarvilia Hildebrandt de la casa de Biberveldt. Sus hijas, Aloe y Yasmin, se fueron a ayudar a Sam Hofmeyer a rematar a los heridos y despojar a los muertos. Impi volvió, las mangas de su vestidito verde estaban manchadas con sangre hasta los codos. También regresó la abuelita Petunia, caminaba despacio, jadeando, soltando quejidos, apoyándose en la azada que aún chorreaba sangre y sujetándola por el anillo de la pala. ¡Ay, se nos está haciendo vieja la abuelita, ya está mayor!, pensó Hildebrandt.

– ¿Dónde enterramos a los salteadores, don Rocco? -preguntó Sam Hofmeyer. Rocco Hildebrandt abrazó tiernamente a su mujer por la espalda, envolviéndola con los brazos, y contempló el cielo.

– En el bosque de abedules -respondió-. Junto a los anteriores.

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