Capítulo 12

Era Después la hechicera y el brujo se casaron y celebraron sus bodorrios por todo lo alto. Yo estuve allí, y miel y vino bebí. Y fueron felices y comieron perdices. Felices, sí, pero por poco tiempo. Él murió de un simple ataque al corazón. Ella murió poco después, y el cuento no nos dice de qué. Dicen que de pesar y de añoranza, pero cualquiera se fía de los cuentos.

Flourens Delannoy, Cuentos y leyendas


*****

Era el sexto día después de la luna nueva de junio cuando llegaron a Rivia.

Salieron de los bosques y aparecieron en la ladera de una colina. Justo a sus pies, en el fondo, sin previo aviso, brilló de pronto como un espejo la superficie del Loe Eskalott, con aquella forma de runa a la que debía su nombre, ocupando toda la hondonada. En aquel espejo se reflejaban, cubiertos de abetos y alerces, los montes de Craag Ros, prolongación del macizo de Mahakam. Y los tejados rojos de las torres del rechoncho castillo de Rivia, que se alzaba sobre un promontorio a orillas del lago, y que era la corte invernal de los reyes de Lyria. Y en una ensenada, en el extremo meridional del Loe Eskalott, estaba la ciudad de Rivia, que resplandecía con los techos de paja del arrabal, aunque oscurecía el lago con las casas que crecían como setas en la orilla.

– Bueno, parece que ya hemos llegado -constató Jaskier, cubriéndose los ojos con la mano-. Hemos cerrado el círculo, estamos en Rivia. Ah, qué forma más rara de enredarse los destinos… No veo gallardetes blanquiazules en ninguna de las torres del castillo, lo que quiere decir que la reina Meve no está aquí alojada. Por lo demás, me imagino que ya te habrá perdonado aquella deserción tuya…

– Créeme, Jaskier -le interrumpió Geralt, guiando su caballo ladera abajo-. Me da absolutamente igual lo que me perdonen o me dejen de perdonar…

Junto a la ciudad, cerca de la barrera de entrada, se levantaba una tienda de colores que recordaba a una tarta. Delante de la tienda, sobre un poste, colgaba un escudo blanco con un chevrón rojo. Bajo los faldones levantados de la tienda había un caballero con armadura, con un campo blanco adornado con el mismo emblema que el escudo. El caballero, con una mirada penetrante y retadora, se fijaba en las mujeres que pasaban por delante de él con ramillas secas, en los engrasadores y alquitranadores que llevaban barriletes con sus productos, en los pastores, en los buhoneros y en los pordioseros. Al ver a Geralt y Jaskier, que marchaban al paso, una luz de esperanza se encendió en sus ojos.

– La dama de vuestro corazón -Geralt, con voz de hielo, echó por tierra las esperanzas del caballero-, quienquiera que sea, es la más bella y la más virtuosa doncella desde el Yaruga hasta el Buina.

– Por mi honor -contestó de mala gana el caballero-. Razón tenéis, señor.

La muchacha rubia, con una cazadora de piel profusamente adornada con tachuelas plateadas, estaba vomitando en mitad de la calle, doblada hacia delante, sujetándose del estribo de una yegua gris. Dos colegas de la chica, con idéntica indumentaria, con las espadas colgadas a la espalda y unas cintas en la frente, insultaban soezmente, con voz estropajosa, a los viandantes. Los dos llevaban una buena cogorza, apenas se tenían en pie y se chocaban con los flancos de los caballos y con el atadero que había delante de la posada.

– ¿Seguro que tenemos que entrar ahí? -preguntó Jaskier-. Dentro de ese santuario puede haber más simpáticos pajecillos como ésos.

– He quedado aquí. ¿Ya te has olvidado? Ésta es la posada El Gallo y la Gallina Clueca que mencionaba la tablilla aquélla que vimos en el roble.

La rubia volvió a contraerse, devolviendo entre espasmos, copiosamente. La yegua bufó ruidosamente y se agitó, tirando a la chica al suelo y arrastrándola por los vómitos.

– A ver, ¿tú qué miras, pasmao? -farfulló uno de aquellos tipos-. ¿Eh, abuelete?

– Geralt -musitó Jaskier, desmontando-. Por favor, no hagas ninguna tontería.

– Tú tranquilo. No pienso hacer ninguna.

Amarraron los caballos al atadero, al otro lado de los escalones. Los mozalbetes dejaron de prestarles atención, se dedicaron a insultar y a escupir a las burguesas que pasaban por la calle con sus niños. Jaskier miró con el rabillo del ojo a la cara del brujo. No le hizo ninguna gracia lo que vio.


*****

Lo primero que saltaba a la vista al entrar en la posada era un cartel: Se necesita cocinero. Lo segundo era el gran dibujo que había en un rótulo armado con unas tablas que representaba a un monstruo barbudo con un hacha chorreando sangre. Debajo ponía: Enano: MALDITO CANIJO TRAIDOR.

A Jaskier no le faltaban motivos para estar asustado. Los únicos clientes efectivos del establecimiento -aparte de algunos borrachines que bebían con dignidad y de un par de prostitutas ojerosas- eran otros «pajecillos», con las espadas colgadas a la espalda y con aquellas prendas de piel que deslumbraban con tanta tachuela. Eran ocho en total, de ambos sexos, pero armaban jaleo como dieciocho, con tanto grito y tanto insulto.

– Ya sé yo quiénes sean vuesas mercedes -les abordó el posadero nada más verles-. Y tengo un aviso que darles. Deben dirigirse a Los Olmos, a la fonda de Wirsing.

– Oooh. -Jaskier se animó-. Qué bien…

– Pues nada, anda y que les aproveche. -El posadero se puso otra vez a secar las jarras con el mandil-. Desprecien si quieren mi local, muy dueños son los señores de proceder así. Mas les advierto de que Los Olmos es el barrio de los enanos, sólo los no humanos habitan alli.

– ¿Y qué más da? -Geralt pestañeó.

– Bueno, igual a vuesas mercedes les dará lo mismo. -El posadero se encogió de hombros-. Si quien el aviso dejara era un enano, mismamente. Si les place tener trato con tales gentes… eso es negocio suyo. Vuesas mercedes sabrán de quién prefieran la compañía.

– No somos muy exigentes a la hora de elegir compañía -aseguró Jaskier, señalando con la cabeza a los mocosos de las cazadoras negras, con cintas en la frente cubierta de acné, que vociferaban y reñían en una mesa-. Ahora, una como ésa no nos va, a fe mía que no.

El tabernero colocó la jarra recién fregada en su sitio y les miró con cara de pocos amigos.

– Hay que ser comprensivos -les aleccionó en tono enfático-. Los jóvenes tienen que desfogarse. Es cosa sabida que los jóvenes han de desfogarse. La guerra les ha maltratado. Sus padres han caído…

– Y sus madres se han soltado el pelo -prosiguió Geralt con una voz helada como un lago de montaña-. Lo comprendo, yo soy muy comprensivo. Por lo menos, intento serlo. Vamos, Jaskier.

– Adelante, pues, con todos mis respetos -dijo el posadero, sin ningún respeto-. Mas no vayan a quejarse después los señores, no digan que no se les haya avisado. En los tiempos que corren fácil resulta el salir trasquilado del barrio de los enanos. Llegado el caso.

– ¿Llegado el caso de qué?

– ¿Y yo qué sé? No es mi negocio.

– Vamos, Geralt le apresuró Jaskier, udvirtiendo do reojo cómo la juventud maltratada por la guerra y muy consciente de su situación clavaba en ellos sus ojos brillantes por el fisstech.

– Hasta la vista, posadero. ¿Quién sabe?, tal vez en otra ocasión visitemos este local, dentro de un tiempo. Cuando no cuelguen esos carteles a la entrada.

– ¿Y cuál de ellos es el que no les haya placido a los señores? -El tabernero arrugó la frente y se puso en jarras de manera chulesca-. ¿Eh? ¿El del enano?

– No. El del cocinero.

Tres jovencitos se levantaron de la mesa, ligeramente tambaleantes, con la intención evidente de cortarles el paso. Una muchacha y dos muchachos con cazadoras negras. Con las espadas colgadas a la espalda.

Geralt no aflojó el paso, siguió a lo suyo, con la cara y la mirada heladas, totalmente impertérrito.

En el último momento, los mocosos se echaron para atrás, dejándoles pasar. Jaskier notó su peste a cerveza. A sudor. Y a miedo.

– Habrá que acostumbrarse -dijo el brujo cuando ya estaban en la calle-. Habrá que adaptarse.

– A veces se hace difícil.

– Eso no es razón. Eso no es razón, Jaskier.

El ambiente era caluroso, espeso y pegajoso. Como una sopa.


*****

Fuera, delante de la posada, los dos chavales de las cazadoras negras estaban ayudando a la chica rubia a lavarse en un pilón. La chica resoplaba, tratando de explicarles, entre balbuceos, que ya estaba mejor, y aseguró que necesitaba un trago. Que, desde luego, pensaba ir al bazar a volcar tenderetes y así reírse un rato, pero que primero tenía que beber algo.

La chica se llamaba Nadia Esposito. Ese nombre sería registrado en los anales. Pasaría a la historia.

Pero ni Geralt ni Jaskier podían saber nada de eso todavía.

Ni tampoco la chica.


*****

En las callejas de la ciudadela de Rivia había un gran bullicio, y lo que parecía tener completamente absortos a lugareños y visitantes era el comercio. Se diría que allí todo el mundo comerciaba con todo, tratando de cambiar todo por algo más. Por todas partes estallaba la cacofonía de los gritos: se anunciaban productos, se regateaba encarnizadamente, se mentía por ambas partes, se acusaba ruidosamente de fraude, robo y trapacería, así como de otros pecados que ya no tenían que ver con el comercio. Antes de llegar a Los Olmos, Geralt y Jaskier recibieron muchas propuestas sugerentes. Entre otras cosas, les propusieron: un astrolabio, una trompeta de latón, una cubertería adorada con el escudo de la familia Frangipani, acciones de una mina de cobre, un tarro de sanguijuelas, un mamotreto hecho trizas titulado El iresunto milagro o La cabeza de Medusa, una parejita de hurones, un elixir que aumentaba la potencia y -en el marco de las transacciones anexas- una mujer ni demasiado joven, ni demasiado delgada, ni demasiado lozana.

Un enano de barbas negras, de un descaro inaudito, estaba tratando de convencerles de que compraran una birria de espejo con marco de tombac, alegando que aquél era el espejo mágico de Cambuscan, cuando de repente una pedrada certera le arrebató la mercancía de las mano.

– ¡Kobold sarnoso! -gritó el agresor, un arrapiezo sucio y descalzo, dándose a la fuga-. ¡No humano! ¡Chivo barbudo!

– ¡Que se te pudran las tripas, piojo humano! -replicó el enano-. ¡Que se te pudran y se te salgan por el culo! La gente se miraba en medio de un silencio lúgubre.


*****

El barrio de Los Olmos estaba situado en la orilla del lago, en una ensenada donde crecían los alisos, los sauces llorones y, naturalmente, los olmos. Aquí todo estaba mucho más callado y tranquilo, nadie compraba nada y nadie quería vender nada. Desde el lago soplaba una brisa que resultaba especialmente agradable para quien había escapado del hedor sofocante y lleno de moscas de la ciudadela.

No tardaron en encontrar la taberna de Wirsing. El primero que vieron por la calle se la indicó sin vacilación.

Sentados en las escaleras del soportal, donde crecía el guisante trepador y el escaramujo, bajo un techo cubierto de musgo verdoso y de nidos de golondrina, había dos barbudos enanos, trasegando cerveza de unas jarras que apoyaban en la barriga.

– Geralt y Jaskier -dijo uno de los enanos y eructó ruidosamente-. Sí que os habéis hecho esperar, granujas.

Geralt bajó del caballo.

– Salud, Yarpen Zigrin. Me alegro de verte, Zoltan Chivay.

Eran los únicos clientes en el establecimiento, que olía intensamente a asado, a ajo, a hierbas y a algo más, algo indefinible pero muy agradable. Estaban sentados en torno a una pesada mesa con vistas al lago, el cual, a través de los cristales ligeramente tintados con sus bastidores de plomo, daba una sensación misteriosa, mágica y romántica.

– ¿Dónde está Ciri? -preguntó sin preámbulos Yarpen Zigrin-. Espero que no…

– No -le interrumpió rápidamente Geralt, Está de camino. Pronto la veréis. Bueno, barbudos, ¿qué os contáis?

– ¿Qué te había dicho? -dijo Yarpen, sarcástico-. ¿Qué te había dicho, Zoltan? Aquí le tienes, de vuelta del fin del mundo, donde, si hay que fiarse de las habladurías, se ha bañado en sangre, ha matado dragones y ha derribado imperios, y nos pregunta a nosotros que qué nos contamos. El mismo brujo de siempre.

– ¿Qué es eso que huele tan bien? -terció Jaskier, husmeando.

– La comida -dijo Yarpen Zigrin-. Carne. ¿No nos preguntas, Jaskier, de dónde ha salido esa carne?

– No os lo pregunto, porque ya me sé el chiste.

– No seas cerdo.

– ¿De dónde ha salido esa carne?

– Ha venido sola arrastrándose.

– Y ahora, ya en serio. -Yarpen se enjugó las lágrimas, aunque el chiste, a decir verdad, era muy viejo-. En lo referente a los alimentos, estamos en una situación crítica, como siempre después de una guerra. La carne ni se ve, ni tan siquiera las aves de corral, el pescado también escasea… Tampoco hay apenas harina, ni patatas, ni legumbres… Las granjas han sido incendiadas, los depósitos saqueados, los estanques vaciados, los campos están sin cultivar…

– La producción está estancada -añadió Zoltan-. No hay transportes. Lo único que funciona es la usura y el trueque. ¿Habéis visto el bazar? Al lado de los indigentes, que venden y cambian los últimos restos de sus bienes, los especuladores amasan verdaderas fortunas…

– Como a todo eso se le añada una mala cosecha, en invierno la gente empezará a morir de hambre.

– ¿Tan mal está la cosa?

– Si habéis venido desde el sur, tenéis que haber atravesado aldeas y poblados. Haz memoria, y dime en cuántos de esos sitios oíste ladrar a los perros.

– Su puta madre. -Jaskier se dio una palmada en la frente-. Lo sabía… ¡Ya te dije, Geralt, que allí había algo que no era normal! ¡Que allí faltaba algo! ¡Ja! ¡Ahora caigo en la cuenta! ¡No se oía a los perros! Como que no los había por ninguna parte…

Se calló de repente, miró hacia la cocina, de donde venía aquel olorcillo a ajo y a hierbas, y el terror se asomó a sus ojos.

– No temas -refunfuñó Yarpen-. Nuestra carne no es de ésas que ladran, maullan o imploran piedad. Nuestra carne no tiene nada que ver. ¡Es digna de reyes!

– ¡Confiesa, enano!

– Cuando recibimos vuestra carta y quedó claro que nos veríamos aquí en Rivia, estuvimos pensando, Zoltan y yo, en cómo os podríamos agasajar. Le estuvimos dando vueltas y más vueltas, hasta que, de tanto darle vueltas, nos entraron ganas de mear. Entonces nos acercamos a una aliseda que hay a la orilla del lago, y vimos que aquello estaba plagado de caracoles. Así que cogimos un saco y lo llenamos hasta arriba de esos preciosos moluscos.

– Muchos se nos escaparon -dijo Zoltan Chivay, asintiendo con la cabeza-. Habíamos bebido una miaja, y esos bichos corren como demonios.

Los dos enanos volvieron a partirse de risa con aquel otro chiste viejo.

– Wirsing -Yarpen señaló al tabernero que se afanaba junto a los fogones- prepara muy bien los caracoles, y tenéis que saber que eso requiere mucha ciencia. Es un chef muy renombrado. Antes de quedarse viudo, estuvo llevando con su mujer un mesón en Maribor, y cocinaban tan bien que hasta el propio rey conducía allí a sus invitados. ¡Y ahora a beber, digo yo!

– Pero antes -asintió Zoltan- hay que probar un corégono recién ahumado, pescado con pincho en las profundidades del lago. Acompañado de un matarratas, pescado en las profundidades de la bodega.

– ¡Y a contar, señores, a contar! -les recordó Yarpen, escanciando-. ¡A contar!


*****

El corégono, caliente y jugoso, olía a humo de picón de aliso. La vodka estaba tan fría que dolían las muelas.

El primero en contar fue Jaskier, con su estilo florido, fluido, colorista, inspirado, engalanando el relato con ornamentos tan brillantes y fantasiosos que casi conseguían disimular el disparate y el embuste. Después contó el brujo. Contó la pura verdad, y hablaba con tanta sequedad, aridez y monotonía que Jaskier no se podía aguantar y metía baza cada dos por tres, lo que le valió más de una reprimenda de los enanos.

Y finalmente el relato se acabó y se hizo un largo silencio.

– ¡Por la arquera Milva! -Zoltan Chivay se aclaró la voz y levantó su jarra-. Por el nilfgaardiano. Por Regís el herborista, que en su choza agasajaba a los viajeros con orujo de mandrágora. Y por esa Angouléme, a la que no conocí. Que la tierra les sea leve a todos ellos. Que allá, en el otro mundo, tengan en abundancia de todo aquello de lo que anduvieron escasos en éste. Y que sus nombres vivan largamente en canciones y relatos. Bebamos.

– Bebamos -repitieron Jaskier y Yarpen Zigrin con la voz apagada.

Bebamos, pensó el brujo.


*****

Wirsing, un hombretón entrecano, pálido y flaco como un palo, auténtica negación del estereotipo del mesonero y maestro de los arcanos culinarios, depositó sobre la mesa un cestillo de pan blanco y oloroso, y a continuación una fuente de madera donde, sobre una cama de hojas de rábano silvestre, chisporroteaban los caracoles, rociados con un mojete de ajo y aceite. Jaskier, Geralt y los enanos zamparon con ganas. La comida estaba exquisita, amén de resultar excepcionalmente entretenida, dada la necesidad de hacer malabarismos con aquellas pintorescas horquillas y pinzas.

Comieron, hicieron ruido, mojaron pan en la salsa. Juraron y perjuraron cada vez que un caracol se les escapaba de las pinzas. Dos gatitos se lo pasaron en grande haciendo rodar y persiguiendo por el suelo las conchas vacías.

El olor que venía de la cocina indicaba que Wirsing estaba preparando otra ración.

Yarpen Zigrin, desganado, hizo un gesto de rechazo, pero era consciente de que el brujo no iba a dar su brazo a torcer.

– Por lo que a mí respecta -dijo, rechupeteando una concha-, básicamente no hay novedades. A ratos combatiendo… A ratos gobernando, porque me han elegido teniente de estarosta. Voy a hacer carrera política. En los demás negocios hay mucha competencia. Pero en política un tonto se sube a cuestas de un chorizo y va detrás de un ratero. Es fácil destacar.

– Pues yo -dijo Zoltan Chivay, gesticulando con un caracol sujeto de las pinzas- no valgo para la política. Voy a montar una fragua, movida por agua y vapor, en compañía de Figgis Merluzzo y Munro Bruys. ¿Te acuerdas, brujo, de Figgis y de Bruys?

– No sólo de ellos.

– Yazon Varda cayó junto al Yaruga -le informó secamente Zoltan-. De una manera totalmente estúpida, en una de las últimas escaramuzas.

– Lástima de tipo. ¿Y Percival Schuttenbach?

– ¿El gnomo? Ah, ése está bien. Es un pillo, se libró del reclutamiento alegando no sé qué derechos ancestrales de los gnomos, según los cuales la religión le impedía tomar las armas. Y le salió bien la jugada, a pesar de que todo el mundo sabía que el panteón completo de los dioses y las diosas se la refanfinfla. Ahora tiene una joyería en Novigrado. ¿Sabes que me compró el loro? Ha convertido a Mariscal de Campo Duda en un anuncio viviente, le ha enseñado a gritar: «Brrrillantes, brrrillantes». Y el caso es que funciona, imagínate. El gnomo tiene una clientela de la leche, trabajo a manos llenas y la bolsa a reventar. No, claro, estamos hablando de Novigrado. Allí atan los perros con longanizas. Por eso mismo, nosotros también estamos pensando en instalar nuestra fragua en Novigrado.

– Ahí te van a embadurnar de mierda la puerta -dijo Yarpen-. Y a tirarte piedras a las ventanas. Y a llamarte enano maldito. De nada te vale que hayas sido combatiente, que te hayas dejado la piel por ellos. En ese Novigrado que tanto te gusta no vas a ser más que un paria.

– Saldré adelante -dijo animoso Zoltan-. En Mahakam hay demasiada competencia. Y demasiados políticos. Bebamos, amigos. Por Caleb Stratton. Por Yazon Varda.

– Por Regan Dahlberg -añadió Yarpen, entristeciéndose.

Geralt meneó la cabeza.

– También Regan…

– También. En Mayenna. La vieja Dahlberg se ha quedado sola. ¡Ah, diantres, ya basta, ya basta, ya basta de todo esto! Bebamos. Y hay que darse prisa con estos caracoles, porque Wirsing ya viene con otra cazuela.


*****

Los enanos, con los cinturones desabrochados, escucharon la narración de Geralt sobre el romance aristocrático de Jaskier, que acabó en el patíbulo. El poeta parecía ofendido y no hizo ningún comentario. Yarpen y Zoltan se partían de risa.

– Sí, sí -dijo por fin Yarpen Zigrin, enseñando toda la dentadura-. Como dice esa vieja canción: «un mozo de rompe y rasga, y face lo que a las mozas les viene en gana». Algunos ejemplos eminentes de la certeza de este dicho se han juntado hoy en torno a esta mesa. Zoltan Chivay, sin ir más lejos. Cuando ha contado qué novedades había, se le ha olvidado añadir que se casa. Muy pronto, en septiembre. La feliz elegida se llama Eudora Brekekeks.

– ¡Breckenriggs! -le rectificó rotundamente Zoltan, frunciendo el entrecejo-. Ya empiezo a estar harto de tener que corregirte la pronunciación, Zoltan. ¡Ten cuidadito, porque cuando me canso de algo yo también sé dar por culo!

– ¿Dónde va a ser la boda? ¿Y cuándo, exactamente? -terció Jaskier, conciliador-. Lo pregunto porque igual nos pasamos por ahí. Si invitas, claro está.

– Aún no tenemos nada decidido, ni dónde ni cuándo ni cómo, ni si nos vamos a casar siquiera -farfulló Zoltan, visiblemente confuso-. Yarpen se precipita. Sí parece que Eudora y yo estamos comprometidos, pero, ¿quién sabe lo que va a pasar? ¿En estos tiempos tan cabrones?

– Otro ejemplo del poder absoluto de las mujeres -prosiguió Yarpen Zigrin- es Geralt de Rivia, el brujo.

Geralt hizo como que estaba atareado con un caracol. Yarpen resopló.

– Después de encontrar, de verdadero milagro, a su Ciri -siguió diciendo el enano-, permite que se marche, no le importa que se vuelvan a separar. La deja otra vez sola, a pesar de que, como muy bien acabamos de oír, estos tiempos no son precisamente los más tranquilos. Y todo esto lo hace el susodicho brujo porque así lo quiere una mujer. El brujo hace siempre lo que quiere esa mujer, por todos conocida como Yennefer de Vengerberg. Si por lo menos el brujo en cuestión sacara algo de eso… Pero no saca nada. La verdad, como solía decir el rey Dezmod, mirando al orinal después de hacer sus necesidades: «Esto no se abarca con la mente».

– Propongo -Geralt, con una sonrisa encantadora, levantó su jarra- que bebamos y que cambiemos de tema.

– Eso, eso -dijeron a dúo Jaskier y Zoltan.


*****

Wirsing llevó a la mesa una tercera y después una cuarta fuente de caracoles. Sin olvidarse, por supuesto, del pan y la vodka. Los comensales ya empezaban a estar llenos, así que no era de extrañar que los brindis fueran cada vez más frecuentes. Tampoco era de extrañar que cada vez hubiera más filosofía, y cada vez más espesa, en los discursos.

– El mal contra el que combatíamos -insistía el brujo- era una manifestación de la acción del caos, de sus actuaciones encaminadas a turbar el orden. De modo que, cuando el mal se extendía, el orden no podía reinar, todo lo que el orden edificaba se venía abajo, no se tenía en pie. El débil resplandor de la sabiduría y la tímida llama de la esperanza, las brasas que aún conservaban ese calor, en lugar de destellar, se apagarían. Sobrevendría la oscuridad. Y las tinieblas se llenarían de colmillos, de garras y de sangre.

Yarpen Zigrin se acariciaba la barba, toda perdida de grasa por el mojo de los caracoles.

– Qué bien hablas, brujo -reconoció-. Pero, como le dijo la joven Cerro al rey Vridank en su primera cita: «No suena mal, pero, ¿tiene alguna aplicación práctica?».

– La razón de la existencia -el brujo no sonrió- y la razón de la presencia de los brujos se han visto socavadas, pues la lucha entre el bien y el mal tiene lugar ahora en otro campo de batalla y se desarrolla de un modo completamente diferente. El mal ha dejado de ser caótico. Ha dejado de ser una fuerza ciega y desenfrenada, a la que debía enfrentarse un brujo, un mutante tan mortífero y tan caótico como el propio mal. Hoy en día el mal gobierna basándose en las leyes, porque las leyes están a su servicio. Actúa en consonancia con los tratados de paz que se han firmado, porque, si se piensa, unos tratados que permiten…

– Habrá visto a los colonos, expulsados por la fuerza hacia el sur -supuso Zoltan Chivay.

– Y no sólo eso -añadió Jaskier con gravedad-. No sólo eso.

– ¿Y qué? -Yarpen Zigrin se puso cómodo, entrelazó las manos sobre la barriga-. Todos hemos visto algo. A todos ha habido algo que nos ha sacado de nuestras casillas, todos hemos perdido alguna vez el apetito durante una temporada más o menos larga. O el sueño. Eso pasa. Ha pasado. Y seguirá pasando. Con la filosofía pasa como con estas conchas, no les pidas más sustancia. Porque ya no hay más. ¿Qué es lo que no te gusta, brujo? ¿Qué es lo que no te va? ¿Los cambios que experimenta el mundo? ¿El desarrollo? ¿El progreso?

– Tal vez.

Yarpen estuvo un buen rato callado, mirando al brujo por debajo de sus pobladas cejas.

– El progreso -dijo al fin- es como una piara de gorrinos. Así es como hay que ver el progreso, así es como hay que juzgarlo. Como una piara de gorrinos que anda por los patios del cortijo. El hecho de la existencia de esa piara implica unos beneficios. Que si el codillo. Que si los chorizos, que si el tocino, que si las manitas. ¡Una serie de ventajas, en definitiva! Así que no deberíamos poner mala cara y quejarnos de que se cagan por todas partes.

Todos estuvieron un tiempo en silencio, sopesando en su corazón y en su conciencia toda clase de asuntos y cuestiones importantes.

– A beber tocan -dijo finalmente Jaskier.

Nadie protestó.


*****

– El progreso -dijo Yarpen Zigrin, rompiendo el silencio-, a largo plazo, iluminará las tinieblas. La oscuridad dará paso a la luz. Pero no de inmediato. Y, desde luego, no sin lucha.

Geralt, con la vista fija en la ventana, se sonrío ante sus propios pensamientos y sueños.

– Esa oscuridad de la que hablas -dijo- es un estado del espíritu, no de la materia. Para combatir con algo así hace falta instruir a unos brujos totalmente diferentes. Es el mejor momento para empezar.

– ¿De empezar a reciclarte? ¿En eso estabas pensando?

– Para nada. A mí el oficio ya no me interesa. Entro en estado de reposo.

– ¡Qué cosas tienes!

– Lo digo completamente en serio. Se acabó lo de ser brujo.

Se hizo un largo silencio, roto de vez en cuando por el furioso maullido de los gatitos que se arañaban y se hacía daño, fieles a los hábitos de su especie, para la cual un juego sin dolor no es un juego.

– Se acabó lo de ser brujo -remedó finalmente a Geralt, arrastrando las palabras, Yarpen Zigrin-. ¡Ja! Ni yo mismo sé qué pensar, como dijo el rey Dezmod cuando le pillaron haciendo trampas a las cartas. Pero me da muy mala espina. Jaskier, tú que viajas con él y has pasado tanto tiempo a su lado. ¿Ha manifestado otros síntomas de paranoia?

– Vale, vale -dijo Geralt, con una cara impertérrita-. Menos bromas, como dijo el rey Dezmod cuando en pleno festín los invitados empezaron de pronto a ponerse lívidos y a palmarla. Ya he dicho todo lo que tenía que decir. Y, ahora, manos a la obra.

Cogió la espada, que estaba colgada en el respaldo de la silla.

– Aquí tienes tu sihill, Zoltan Chivay. Te la devuelvo con gratitud y reconocimiento. Me ha servido. Me ha ayudado. Ha salvado vidas. Y ha quitado vidas.

– Brujo… -El enano levantó las manos en un gesto defensivo-. La espada es tuya. No te la presté, te la regalé. Y los regalos…

– Calla, Chivay. Te devuelvo tu espada. Yo ya no la voy a necesitar.

– ¡Qué cosas tienes! -volvió a decir Yarpen-. Ponle vodka, Jaskier, porque está hablando como el viejo Schrader cuando estando en el pozo de la mina le cayó un pico en la cabeza. Geralt, yo sé que tú eres profundo por naturaleza y de espíritu elevado, pero no me jodas, por favor, estos apetitosos bocados, porque entre la audiencia no se encuentra, como es fácil comprobar, ni Yennefer ni ninguna otra de tus concubinas hechiceriles, sólo unos viejos lobos como nosotros. Y a los viejos lobos no nos vengas con historias de que si la espada ya no es necesaria, que si el brujo no es necesario, que si el mundo es así o es asá, que si patatín y que si patatán. Brujo eres y brujo serás…

– No, no lo seré -le contradijo Geralt con suavidad-. Seguro que os sorprende, viejos lobos, pero he llegado a la conclusión de que es una estupidez mear con el viento de cara. Que es una estupidez jugarse el cuello por otro. Aunque te pague por ello. Y eso no tiene nada que ver con la filosofía existencial. No lo creeréis, pero, de repente, le he cogido un cariño tremendo a mi propio pellejo. He llegado a la conclusión de que sería una estupidez arriesgarlo en defensa de otros.

– Ya me había dado cuenta. -Jaskier asintió con la cabeza-. Por una parte, es algo muy sensato. Por otra parte…

– No hay otra parte.

– Yennefer y Ciri -preguntó un momento después Yarpen-, ¿tienen algo que ver con tu decisión?

– Mucho.

– Entonces todo está claro -dijo el enano, con un suspiro-. La verdad, no sé muy bien cómo te piensas mantener, siendo como eres un profesional de la espada, ni cómo tienes previsto organizar tu vida. Pero yo, por más que lo intento, no consigo verte plantando coles, por ejemplo, aunque supongo que habrá que respetar tu elección… ¡Permite, tabernero! Esta espada es un sihill de Mahakam, forjado por el mismísimo Rhundurin. Era un regalo. El obsequiado ya no la quiere, al donante no le está permitido recuperarla. Así que te pido que la cuelgues en la pared, encima de la chimenea. Cambíale el nombre a tu establecimiento, que se llame La Espada del Brujo. Que en las noches de invierno se sucedan aquí las historias sobre monstruos y tesoros, sobre guerras sangrientas y combates encarnizados, sobre la muerte. Sobre el profundo amor y la amistad inquebrantable. Sobre el coraje y el honor. Que esta espada ponga en situación a los oyentes e inspire al narrador. Y ahora servidme, señores, un poco de vodka en esta misma jarra, pues voy a seguir hablando, voy a enunciar profundas verdades y filosofías varias, entre ellas la existencial.

Las jarras se llenaron de vodka en silencio, de manera solemne. Se miraron todos a los ojos y bebieron. Con igual solemnidad. Yarpen Zigrin se aclaró la voz, miró detenidamente a sus compañeros, se aseguró de que todos estaban debidamente concentrados y serios.

– El progreso -declaró enfáticamente- iluminará las tinieblas, porque para eso está el progreso, igual que, con perdón de la expresión, el culo está para cagar. Cada vez habrá más luz, cada vez nos dará menos miedo la oscuridad y el mal que en su seno acecha. Acaso llegue el día en que sencillamente dejemos de creer que algo se oculta en las tinieblas. Y nos reiremos de esa clase de temores. Nos parecerán infantiles. ¡Nos darán vergüenza! Pero siempre, siempre existirá la oscuridad. Y siempre estará el mal en la oscuridad, siempre habrá en la oscuridad colmillos y garras, crímenes y sangre. Y siempre serán necesarios los brujos.


*****

Se quedaron cabizbajos y meditabundos, profundamente sumidos en sus reflexiones, hasta tal punto que no prestaron atención al ruido, al estruendo que había empezado a crecer de pronto en la ciudad. Era un ruido furibundo, siniestro, que iba cobrando fuerza como el zumbido de las avispas irritadas.

Apenas advirtieron cómo por el tranquilo y solitario paseo junto al lago cruzó a la carrera una persona, luego otra, luego otra.

En un momento, mientras el griterío estallaba en la ciudad, la puerta de la fonda de Wirsing se abrió de par en par súbitamente y un enano joven irrumpió en el local. Venía sofocado del esfuerzo y apenas podía cobrar aliento.

– ¿Qué pasa? -Yarpen Zigrin levantó la cabeza.

El enano, sin reponerse aún, señaló con la mano en dirección al centro de la ciudad. Tenía la mirada perdida.

– Respira hondo -le aconsejó Zoltan Chivay-. Y cuéntanos que pasa.


*****

Más tarde se dijo que los trágicos sucesos de Rivia habían sido un acontecimiento puramente fortuito, que se había tratado de una reacción espontánea, una repentina explosión, imposible de prever, de rabia comprensible, producto de la mutua enemistad y animadversión entre los hombres, los enanos y los elfos. Se dijo que no habían sido los humanos, sino los enanos los que habían atacado primero, que la agresión había partido de sus filas. Que un buhonero enano se había metido con Nadia Esposito, una joven de la nobleza, huérfana de guerra, y que había recurrido a la violencia contra ella. Que después, cuando los nobles salieron en defensa de su amiga, el enano llamó a sus parientes. Se entabló una pelea, que pronto se convirtió en una auténtica batalla que se extendió, en un abrir y cerrar de ojos, a todo el bazar. La batalla degeneró en una carnicería, en un ataque masivo de los humanos a la parte del arrabal ocupada por los no humanos y al barrio de Los Olmos. En menos de una hora, desde el incidente en el bazar hasta la intervención de las hechiceras, fueron asesinadas ciento setenta personas, cerca de la mitad de las cuales fueron mujeres y niños.

Tal versión de los hechos es la que recoge en su trabajo el profesor Emmerich Gottschalk de Oxenfurt.

Pero hubo algunos que sostuvieron otra cosa. ¿Cómo que espontaneidad, cómo que explosión repentina e imprevisible, si a los pocos minutos de estallar los incidentes del bazar ya había carros en las calles repartiendo armas entre los humanos? ¿De qué rabia súbita y comprensible hablaban, si los cabecillas del populacho, los más destacados y activos durante la masacre, eran personas a las que nadie conocía, llegadas a Rivia pocos días antes de los sucesos, sin que nadie supiera de dónde venían, y que desaparecieron después sin dejar rastro? ¿Por qué tardó tanto en intervenir el ejército? ¿Y por qué actuó al principio con tal parsimonia?

Otros investigadores creyeron ver en los incidentes de Rivia una provocación nilfgaardiana, y aún hubo otros que aseguraron que todo había sido urdido por los propios enanos, confabulados con los elfos. Que se habían matado entre sí para desacreditar a los humanos.

Entre las voces de los científicos más serios, pasó completamente desapercibida la teoría, muy aventurada, de cierto joven y excéntrico licenciado, quien -antes de que le hicieran callar- había afirmado que los sucesos de Rivia no obedecían a ninguna conspiración o conjura secreta, sino a los rasgos más frecuentes, más extendidos entre la población local: ignorancia, xenofobia, zafiedad y embrutecimiento exacerbado.

Más tarde, todo el mundo se aburrió del asunto y se dejó de hablar de él por completo.


*****

¡A la bodega! -insistió el brujo, escuchando inquieto el estruendo y los alaridos de la chusma que se acercaba rápidamente-. ¡Los enanos a la bodega! ¡Nada de estúpidos heroísmos!

– Brujo -protestó Zoltan, apretando el mango del hacha-. Yo no puedo… Allí están cayendo mis hermanos…

– A la bodega. Piensa en Eudora Brekekeks. ¿Acaso quieres que enviude antes de la boda?

El argumento funcionó. Los enanos bajaron a la cava. Geralt y Jaskier ocultaron la entrada con una estera. Wirsing, habitualmente pálido, estaba blanco. Como el requesón.

– He visto un pogromo en Maribor -balbuceó, mirando a la entrada de la bodega-. Como los encuentren ahí…

– Vete a la cocina.

Jaskier también estaba pálido. A Geralt no le extrañaba demasiado. En medio del griterío que llegaba hasta ellos, amorfo e indistinto hasta hacía poco, empezaban a reconocerse notas individuales. Y su sonido ponía los pelos de punta.

– Geralt -gimoteó el poeta-. Yo tengo cierto parecido con los elfos…

– No seas idiota.

Nubes de humo aparecieron sobre los tejados. Un grupo de enanos venía huyendo por los callejones. Enanos de ambos sexos.

Dos de ellos, sin titubear, saltaron al lago y empezaron a nadar, chapoteando con fuerza, y avanzaron en línea recta hacia el interior. El resto se dispersó. Algunos se encaminaron hacia la fonda.

Desde los callejones llegaba el populacho. Eran más rápidos que los enanos. En aquella carrera se estaba imponiendo el ansia de matar.

Los gritos de las víctimas taladraban los oídos, resonaban en los vidrios de colores de las ventanas del local. Geralt notó cómo las manos le empezaban a temblar.

A uno de los enanos literalmente le destrozaron, le hicieron pedazos. A otro le tiraron al suelo y en cuestión de segundos le convirtieron en una masa informe y sanguinolenta. A una mujer la masacraron con horcas y aguijadas, al niño que estuvo protegiendo hasta el último momento sencillamente le pisotearon, le machacaron a taconazos.

Un enano y dos enanas llegaron corriendo hasta la fonda. La chusma vociferante les pisaba los talones.

Geralt respiró hondo. Se levantó. Notando encima de él las miradas aterradas de Jaskier y de Wirsing, cogió de la repisa de la chimenea el sihill, la espada forjada en Mahakam, en la fragua del mismísimo Rhundurin.

– Geralt… -gimió el poeta, en tono desgarrador.

– Muy bien… -dijo el brujo, dirigiéndose a la puerta-. ¡Pero es la última vez! ¡Que me parta un rayo si no es ésta la última vez

Salió al soportal, y desde allí dio un salto, con un tajo veloz trinchó a un golfante con un guardapolvos de albañil que amenazaba a una de las mujeres con una llana. Al siguiente le amputó la mano con la que tenía agarrada a la otra mujer de los pelos. A quienes estaban pateando al enano caído en el suelo los despachó con dos fulgurantes cortes oblicuos.

Y se adentró en la muchedumbre. Deprisa, moviéndose en semicírculos. Daba unos tajos deliberadamente amplios, aparentemente caóticos, sabiendo que esos ataques resultan más sangrientos y son más espectaculares. No quería matar. Sólo quería dejarlos malheridos.

– ¡Un elfo! ¡Un elfo! -alguien entre la chusma gritó como un poseso-. ¡Hay que matar al elfo!

Qué disparate, pensó Geralt, Jaskier todavía, pero yo no tengo ninguna pinta de elfo.

Descubrió al que había gritado, tal vez un soldado, pues llevaba una brigantina y unas botas altas. Avanzó sorteando a la muchedumbre como una anguila. El soldado se protegía con una pica, sujetándola con ambas manos. Geralt tajó a lo largo del asta, seccionándole los dedos. Empezó a dar vueltas, cada uno de sus amplios golpes iba seguido de gritos de dolor y de borbotones de sangre.

– ¡Piedad! -Un mozalbete desgreñado con ojos de loco cayó de rodillas ante él-. ¡Compasión!

Geralt le perdonó, detuvo el brazo y la espada, aprovechando el ímpetu destinado a atacar para completar su giro. Con el rabillo del ojo vio levantarse de un salto al desgreñado, vio lo que tenía en la mano. Interrumpió el giro para realizar una maniobra de evasión en sentido contrario. Pero se quedó atrapado entre la multitud. Durante una fracción de segundo se quedó atrapado entre la multitud.

Se limitó a mirar corno volaban hacia él las puntas del tridente.


*****

Se apagó el fuego en el hogar de la enorme chimenea, la sala quedó a oscuras. Una ráfaga de viento procedente de las montañas silbó en las grietas de los muros y aulló al penetrar por los postigos mal cerrados de Kaer Morhen, el Nido de los Brujos.

– ¡Maldita sea! -Eskel no aguantó más, se levantó, abrió el aparador-. ¿Gaviota o vodka?

– Vodka -dijeron a una Coén y Geralt.

– Claro -terció Vesemir, oculto en las sombras-. ¡Sí, sí, claro! Ahogad vuestra estupidez en vodka. ¡Pedazo de idiotas!

– Fue un accidente… -farfulló Lambert-. Si ya dominaba el peine…

– ¡Cierra esa bocaza, idiota! ¡No quiero oírte más! Te lo advierto, como le haya pasado algo a la chiquilla…

– Ya está bien -le interrumpió Coén con suavidad-. Duerme tranquila. Profunda y saludablemente. Se despertará un poco dolorida, y eso es todo. Del trance, de todo lo ocurrido, no se va a acordar para nada.

– Con tal de que os acordéis vosotros. -Vesemir jadeaba furioso-. ¡Alcornoques! Échame también a mí, Eskel.

Estuvieron largo rato callados, oyendo los aullidos del viento.

– Habrá que llamar a alguien -dijo por fin Eskel-. Habrá que traer aquí a alguna maga. No es normal lo que le pasa a esa muchacha.

– Ya es el tercer trance.

– Pero por primera vez ha articulado un discurso…

– Repetidme otra vez lo que ha dicho -mandó Vesemir, vaciando la copa de un trago-. Palabra por palabra.

– No hay forma de repetirlo palabra por palabra -dijo Geralt, mirando fijamente las brasas-. Pero el sentido, si es que tiene sentido buscarle un sentido a eso, fue el siguiente: Coén y yo moriremos. Los dientes serán nuestra perdición. A los dos nos matarán unos dientes. A él dos. A mí tres.

– Es bastante probable -resopló Lambert- que nos maten a dentelladas. Unos dientes pueden acabar con cualquiera de nosotros en todo momento. Pero a vosotros dos, si esa profecía es realmente profética, os aniquilarán unos monstruos con unas melladuras increíbles.

– O una gangrena purulenta por culpa de unos dientes mal cuidados -convino Eskel, aparentemente serio-. Sólo que a nosotros no se nos estropean los dientes.

– Pues yo -dijo Vesemir- no me lo tomaría a guasa.

Los brujos se callaron.

Las ráfagas de viento aullaban y silbaban en los muros de Kaer Morhen.


*****

El mozalbete desgreñado, como asustado de lo que acababa de hacer, soltó el asta. El brujo, sin poder reprimir un grito de dolor, se dobló hacia delante, la horca hincada en su vientre lo desequilibró, pero, al caer de rodillas, se le soltó del cuerpo y fue a parar al empedrado. La sangre se derramó con un murmullo y un chapoteo dignos de una cascada.

Geralt quiso ponerse de pie. En lugar de eso se derrumbó sobre un costado.

Los sonidos que le envolvían adquirieron resonancias y ecos, los oía como si tuviera la cabeza debajo del agua. Tampoco veía con claridad, lo hacía con una perspectiva alterada y una geometría totalmente falsa.

Pero vio que la multitud se dispersaba. La vio escapar de quienes acudían en su ayuda. De Zoltan y Yarpen con sus hachas, de Wirsing con su cuchillo de carnicero, de Jaskier armado con una escoba. Alto, quiso gritar, ¿adonde vais? Para mear con el viento de cara, ya me valgo yo solo.

Pero no pudo gritar. Una oleada de sangre le sofocó la voz.


*****

Pasaba del mediodía cuando las hechiceras llegaban a Rivia, cuando en el fondo, desde la perspectiva de la carretera, vieron la superficie del Loe Eskalott brillando como un espejo, las rojas tejas del castillo y la techumbre de la ciudadela.

– Bueno, ya hemos llegado -constató Yennefer-. ¡Rivia! Ja, qué forma más curiosa de enredarse los destinos.

Ciri, muy nerviosa desde hacía un buen rato, obligó a Kelpa a bailar y a dar pasos cortos. Triss Merigold suspiró de forma imperceptible. Mejor dicho, ella creyó que había sido de forma imperceptible.

– Por favor. -Yennefer la miró de hito en hito-. Qué extraños sonidos levantan tu pecho virginal, Triss. Ciri, ve por delante, comprueba que no haya nadie.

Triss volvió la cara, decidida a no provocar y a no dar ningún pretexto. No esperaba que le diera resultado. Desde hacía bastante tiempo venía percibiendo en Yennefer una animadversión y una agresividad que crecían a medida que se iban a cercando a Rivia.

– Tú, Triss -insistía Yennefer maliciosamente-, no te ruborices, no suspires, no vayas a babear y clávate el culo en la silla. ¿O es que te crees que, porque haya accedido a tu petición, me ha parecido bien que vinieras con nosotras? ¿Que estaba de acuerdo con el encuentro, delicioso y lánguido, de los amantes de antaño? ¡Ciri, te he dicho que vayas por delante! ¡Déjanos conversar!

– No es una conversación, sino un monólogo -dijo Ciri con arrogancia, pero ante aquella mirada amenazante, de color violeta, depuso de inmediato las armas, silbó a Kelpa y se lanzó al galope por la carretera.

– No vas al encuentro del amado, Triss -continuó Yennefer-. No soy ni tan noble ni tan estúpida como para ofrecerte a ti esa posibilidad, y a él esa tentación. Sólo tendréis una ocasión, hoy mismo. Después me pienso ocupar de que no tengáis, ninguno de los dos, ni la tentación ni la ocasión. Pero hoy no voy a privarme de un placer tan dulce como perverso. Él sabe qué papel has desempeñado. Y te lo agradecerá con su célebre mirada. Pero yo voy a estar atenta a tus labios temblorosos y a tus manos vacilantes, voy a estar pendiente de tus penosas disculpas y justificaciones. Y, ¿sabes una cosa, Triss? Me voy a desmayar de gusto.

– Ya sabía yo -protestó Triss- que no te ibas a olvidar de mí, que tratarías de vengarte de mí. Estoy de acuerdo en que, de hecho, fui culpable. Pero tengo que decirte una cosa, Yennefer. No cuentes en exceso con ese desmayo. Él sabe perdonar.

– Las cosas que se le hacen a él, desde luego. -Yennefer pestañeó-. Pero jamás te perdonará por lo que le pasó a Ciri. Y a mí.

– Es posible. -Triss tragó saliva-. Es posible que no me perdone. Sobre todo si tú te empeñas en ello. Pero seguro que no se ensaña. No se va a rebajar hasta ese punto.

Yennefer chasqueó al caballo con la fusta. El caballo relinchó, brincó, bailó con tanto ímpetu que la hechicera titubeó en la silla.

– ¡Basta de discusión! -gruñó-. ¡Más humildad, arrogante tarasca! ¡Se trata de mi hombre, mío y sólo mío! ¿Lo entiendes? Tienes que dejar de hablar de él, tienes que dejar de pensar en él, tienes que dejar de quedarte extasiada ante su noble carácter… ¡Desde ahora, desde este mismo instante! Ay, qué ganas tengo de cogerte de esas greñas pelirrojas…

– ¡Atrévete y verás! -gritó Triss-. Tú atrévete, adefesio, y te saco los ojos. Yo…

Se callaron al ver a Ciri, que venía hacia ellas a la carrera, levantando una nube de polvo. Y enseguida comprendieron que allí pasaba algo gordo. Y enseguida comprendieron de qué se trataba. Antes incluso de que Ciri llegara hasta ellas.

Por encima de los techos de paja del ya próximo arrabal, por encima de las tejas y las chimeneas de la ciudadela, se elevaron de pronto unas lenguas rojas de fuego, aparecieron unas nubes de humo. Un grito llegó hasta los oídos de las hechiceras, un griterío lejano como un zumbido de moscas cojoneras o de abejorros furiosos. El griterío crecía, se hacía más intenso con el contrapunto de algunos chillidos especialmente agudos.

– ¿Qué demonios pasa ahí? -Yennefer se puso de pie sobre los estribos-. ¿Una invasión? ¿Un incendio?

– Geralt… -exclamó Ciri de repente, blanca como el pergamino-. ¡Geralt!

– ¿Ciri? ¿Qué te pasa?

Ciri levantó una mano, y las hechiceras vieron cómo la sangre le corría por la palma. Por la línea de la vida.

– Se ha cerrado el círculo -dijo la muchacha, con los ojos cerrados-. La espina de la rosa de Shaerrawedd me ha herido, y la serpiente Uroboros ha clavado los dientes en su propia cola. ¡Voy, Geralt en tu ayuda! ¡No te dejaré solo!

Antes de que ninguna de las hechiceras tuviera tiempo de protestar, la chica hizo volverse a Kelpa y en un momento la puso al galope.

Yennefer y Triss tuvieron suficiente presencia de ánimo para espolear de inmediato a sus propios caballos. Pero sus cabalgaduras no se podían comparar con Kelpa.

– ¿Qué será? -gritaba Yennefer, cortando el viento-. ¿Qué estará pasando?

– ¡Lo sabes de sobra! -Triss sollozaba, cabalgando a su lado-. ¡Vuela, Yennefer!

Antes de llegar a las chozas del arrabal, antes de cruzarse con los primeros fugitivos que abandonaban la ciudad, Yennefer tenía ya una imagen suficientemente clara de la situación como para saber que lo que estaba pasando en Rivia no era un incendio ni un asalto de tropas enemigas, sino un pogromo. También sabía qué era lo que había presentido Ciri, hacia dónde -y hacia quién- corría de esa manera. Sabía igualmente que no podía darle alcance. No había nada que hacer. Había mucha gente apiñada, presa del pánico, y Triss y ella tuvieron que frenar bruscamente sus monturas ante la multitud, y a punto estuvieron de salir despedidas de los caballos. Kelpa, sencillamente, pegó un salto, los cascos de la yegua derribaron unos cuantos sombreros y gorras.

– ¡Ciri! ¡Para!

Antes de que se dieran cuenta, se encontraron en medio de las callejas atestadas de gente que corría y chillaba. Yennefer, según pasaba, vio cuerpos tirados en los sumideros, se fijó en los cadáveres colgados de las piernas en postes y vigas. Vio a un enano tendido en el suelo, machacado a bastonazos, vio a otro al que habían masacrado con cuellos de botellas rotas. Oyó gritos de torturadores, gritos y alaridos de torturados. Vio a la muchedumbre arremolinándose alrededor de una mujer defenestrada, vio centellear unas barras que subían y bajaban al compás.

Cada vez había más gente, el estruendo iba en aumento. Las hechiceras tenían la impresión de que estaban más cerca de Ciri. El siguiente obstáculo en el camino de Kelpa era un grupo de alabarderos desorientados, a los que la yegua mora trató como si tuviera delante una empalizada y los superó de un salto. A uno le tiró la capellina lisa, los demás se agacharon asustados.

A todo galope llegaron a una plaza. Estaba negra de tanta gente como había. Y de tanto humo. Yennefer se dio cuenta de que Ciri, sin duda guiada por su visión profética, se dirigía hacia el núcleo, hacia el centro mismo de los incidentes. Allí donde ardía el incendio y el furor asesino hacía estragos.

Porque en la calle por la que se había metido arreciaba la lucha. Enanos y elfos defendían con ardor una improvisada barricada, defendían una posición desesperada, cayendo y pereciendo bajo la presión de la chusma vociferante que se echaba encima de ellos. Ciri dio un grito, se pegó al cuello de la yegua. Kelpa se elevó por los aires y pasó por encima de la barricada, no como un caballo, sino como un enorme pájaro negro.

Yennefer se topó con el gentío, frenó en seco a su caballo, arrollando a varias personas. La derribaron de la silla antes de que tuviera tiempo de dar una sola voz. Recibió golpes en los hombros, en los lomos, en la nuca. Cayó de rodillas, observó a un tipo mal afeitado, vestido con un mandil de zapatero, que se preparaba para darle una patada.

Yennefer ya estaba hasta el gorro de los que daban patadas.

Con los dedos extendidos disparó una llama azul, que silbó como un látigo, alcanzando en la cara, el torso y los brazos a la gente que la acosaba. Empezó a oler a carne quemada, los alaridos y los bufidos de dolor destacaron por un momento por encima de la batahola y la bara-húnda general.

– ¡Maga! ¡Elfa maga! ¡Hechicera!

Otro individuo se abalanzó sobre ella blandiendo un hacha. Yennefer le lanzó una llama directa a la cara, al tipo le estallaron los globos oculares, rompieron a hervir y, con un siseo, se le derramaron por las mejillas. Se relajó. Alguien la cogió de un brazo, y Yennefer se revolvió, dispuesta a seguir disparando, pero era Triss.

– Vamonos de aquí… Yenna… Vámo… nos…

Ya la he oido antes hablar con esa voz, se le pasó a Yennefer por la cabeza. Con esos labios que parecen de madera, sin una gotita de saliva que los humedezca. Con esos labios que paraliza el terror, que estremece el pánico.

Ya la he oído hablar con esa voz. En el Monte de Sodden.

Cuando estaba muerta de miedo.

También ahora está muerta de miedo. Hasta el fin de sus días va a estar muerta de miedo. Porque aquéllos que no se sobreponen a la cobardía estarán muertos de miedo hasta el fin de sus días.

Los dedos con los que Triss se había aferrado a su brazo eran como de acero. Yennefer tuvo que hacer un gran esfuerzo para librarse de ellos.

– ¡Escapa tú si quieres! -gritó-. ¡Escóndete bajo las sayas de la logia! ¡Yo tengo a quien defender! ¡No pienso dejar sola a Ciri! ¡Ni a Geralt! ¡Eh, chusma, fuera de mi vista! ¡Abrid paso, si es que tenéis aprecio a vuestra piel!

La muchedumbre que la mantenía apartada del caballo se retiró ante los rayos que despedían los ojos y las manos de la hechicera. Yennefer daba sacudidas con la cabeza, alborotando sus rizos negros. Parecía una furia encarnada, el ángel vengador, el implacable ángel vengador con su espada de fuego.

– ¡Fuera, cada uno a su casa, gentuza! -gritó, fustigando a la turba con su látigo de fuego-. ¡Largo! |Os voy a marcar a fuego, como ganado!

– ¡No es más que una maga, vecinos! -dijo una voz sonora y metálica entre la multitud-. ¡Una maldita hechicera élfica!

– ¡Está sola! ¡La otra ha huido! ¡Eh, chavales, traednos piedras!

– ¡Muerte a los no humanos! ¡Que se preparen las hechiceras!

– ¡A la horca con ella!

La primera piedra le pasó silbando cerca de un oído. La segunda la golpeó en un hombro, y la hizo tambalearse. La tercera le acertó de lleno en la cara. Primero le estalló un dolor ardiente en los ojos, después todo quedó envuelto en terciopelo negro.


*****

Volvió en sí, gimió dolorida. Los dos antebrazos y las muñecas le dolían a rabiar. Se los tanteó maquinalmente, notó que tenía varias capas de vendaje. Volvió a gemir, sorda, desesperadamente. Lamentando no estar en un sueño. Y lamentando no haberlo conseguido.

– No lo has conseguido -dijo Tissaia de Vries, sentada al lado de la cama.

Yennefer tenía mucha sed. Deseaba que, al menos, alguien le humedeciera los labios, recubiertos de una película pegajosa. Pero no lo pidió. Su orgullo se lo impedía.

– No lo has conseguido -repitió Tissaia de Vries-. Pero no porque no lo hayas intentado. Has cortado bien y a fondo. Por eso estoy ahora aquí contigo. Si se hubiera tratado de un simple numerito, si hubiera sido una estúpida exhibición, poco seria, no sentiría más que desprecio por ti. Pero tú has cortado a fondo. A conciencia.

Yennefer miraba atontada al techo.

– Me ocuparé de ti, muchacha. Puede que valga la pena. Pero habrá que trabajar contigo, uy, vaya que sí. No sólo voy a tener que enderezarte la columna y los omóplatos, sino que también tendré que tratarte esas manos. Al cortarte las venas, te has seccionado los tendones. Y las manos de una hechicera son un instrumento muy importante, Yennefer.

Humedad en los labios. Agua.

– Vivirás. -La voz de Tissaia era rotunda, seria, severa incluso-. Todavía no ha llegado tu hora. Cuando llegue, te acordarás de este día.

Yennefer sorbió ansiosamente la humedad del palito envuelto en un vendaje húmedo.

– Me ocuparé de ti -repitió Tissaia de Vries, rozándole el cabello delicadamente-. Y ahora… estamos aquí solas. Sin testigos. Nadie nos mira, y yo no le voy a decir nada a nadie. Llora, muchacha. Desahógate. Llora por última vez. A partir de ahora no se te va a permitirá llorar. No hay imagendeplorable que la de una hechicera llorando.


*****

Volvió en sí, carraspeó, escupió sangre. Alguien la había llevado a rastras. Había sido Triss, la reconoció por su perfume. Cerca de ellas, en el empedrado, resonaron unos cascos herrados, vibró el griterío. Yennefer vio a un jinete con armadura, con un campo blanco con chevrón rojo, que desde la altura de su silla fustigaba a la multitud con un vergajo. Las piedras que le arrojaba la chusma rebotaban impotentes en su armadura y en su visera. El caballo relinchaba, perdía el control, coceaba.

Yennefer tenía la impresión de que, en lugar de labio superior, tenía una gran patata. Como mínimo uno de los dientes anteriores estaba roto o mellado, tenía un corte doloroso en la lengua.

– Triss… -balbuceó-. ¡Hay que salir de aquí! ¡Telepórtanos!

– No, Yennefer. -Triss hablaba con voz muy tranquila. Y muy fría.

– Nos van a matar…

– No, Yennefer. Yo no huyo. No me voy a esconder bajo las sayas de la logia. Y no me preocupa desmayarme de miedo, como en Sodden. Lo superaré. ¡Ya lo he superado!

Cerca de la entrada del callejón, en un saliente de los muros recubiertos de musgo, se había formado un gran montón de estiércol, detritos y basura. Era un montón colosal. Una verdadera montaña, podría decirse.

La muchedumbre había conseguido finalmente rodear e inmovilizar al caballero y a su caballo. Lo derribaron con un estruendo aterrador, y la chusma se le echó encima cual nube de piojos, cubriéndole como una capa viva.

Triss, tirando de Yennefer, se subió sobre el montón de desperdicios, alzó las manos. Pronunció un conjuro, gritando con auténtica rabia. Fue un grito tan penetrante que la muchedumbre se calló por un brevísimo instante.

– Nos van a matar. -Yennefer escupió sangre-. Como dos y dos son cuatro…

– Ayúdame. -Por un momento Triss interrumpió el encantamiento-. Ayúdame, Yennefer. Vamos a lanzarles el Rayo de Alzur…

Y mataremos a unos cinco, pensó Yennefer. Y después los demás nos harán picadillo. Pero está bien, Triss, como quieras. Si tú no huyes, tampoco me vas a ver a mí huyendo.

Se unió al encantamiento. Gritaban a dúo.

Por un instante, la multitud se quedó embobada mirándolas, pero enseguida reaccionó. Las piedras volvieron a silbar cerca de las hechiceras. Una lanza pasó rozándole una sien a Triss. Ni se inmutó.

Esto no funciona, pensaba Yennefer, nuestra magia no da resultado. No es posible escandir algo tan complicado como el Rayo de Alzui.Según se asegura, Alzur tenia una voz como una campana y una dicción propia de un orador. Y nosotras estamos desafinando y balbuceamos, no atinamos ni con la música ni con la letra…

Ya estaba dispuesta a interrumpir el canto, reservando las pocas fuerzas que le quedaban para otro conjuro capaz de teleportarlas a las dos o de agasajar a la chusma hostil con algo desagradable, aunque no durara más que una décima de segundo. Pero no hizo falta.

De repente el cielo se oscureció, unos nubarrones negros se arremolinaron sobre la ciudad. Se extendió una sombra diabólica. Y se levantó un viento helado.

– Uy -exclamó Yennefer-. Parece que hemos liado una buena.


*****

– La devastadora Granizada de Merigold -repitió Nimue-. En rigor, este nombre se usa de forma ilegal, el encantamiento nunca fue registrado, porque nadie fue capaz de reproducirlo después de Triss Merigold. Por razones bien prosaicas. En aquel momento, Triss tenía la boca dolorida y no podía hablar con claridad. Algunos malpensados aseguran, en cambio, que el miedo le había trabado la lengua.

– A ese respecto -Condwiramurs frunció los labios-, es difícil saber quién tiene razón, no faltan ejemplos de coraje y valor de la venerable Triss, algunas crónicas la llaman incluso la Intrépida. Pero yo quería plantear otra cuestión. Una de las versiones de la leyenda afirma que Triss no estaba sola en el monte de Rivia. Que Yennefer estaba con ella.

Nimue observaba la acuarela que representaba una montaña negra, escarpada, afilada como un cuchillo, sobre el fondo de unas nubes azuladas, entre dos luces. Sobre la cumbre de la montaña se veía la esbelta figura de una mujer con las manos extendidas y el pelo alborotado.

A través de la niebla que cubría la superficie de las aguas les llegaba el golpeteo rítmico de los remos de la barca del Rey Pescador.

– Si hubo allí alguna otra persona, aparte de Triss -dijo la Dama del Lago-, no fue inmortalizada por el artista.


*****

– Caray, la que se ha liado -insistió Yennefer-. ¡Fíjate, Triss!

Los nubarrones negros que se cernían sobre Rivia descargaron en unos segundos una tremenda granizada, unas bolas de hielo facetadas, del tamaño de huevos de gallina. Caían con tal intensidad que en un instante toda la plazoleta se cubrió con una gruesa capa de granizo. La muchedumbre se agitaba, la gente caía al suelo intentando protegerse la cabeza, todo el mundo se empujaba, daba vueltas, irrumpía como podían en soportales y zaguanes, se pegaba a las paredes. No todos lo conseguían. Algunos se quedaron a la intemperie, tendidos como pescados entre el hielo, que se iba tiñendo de sangre. El pedrisco era tan copioso que sacudía y amenazaba con reventar el escudo mágico que Yennefer, en el último instante, había podido formar sobre sus cabezas. Ya no intentó siquiera nuevos sortilegios. Sabía que lo que habían hecho no se podía detener, que por casualidad habían desencadenado un elemento que tenía que desfogarse, que habían desatado una fuerza que aún tenía que alcanzar su punto culminante. Y que no tardaría en alcanzarlo. Con eso contaba ella, al menos.

Relampagueó, súbitamente estalló un trueno prolongado, seguido de un chasquido. Hasta la tierra se estremeció. El granizo golpeaba los tejados y el empedrado, volaban por todas partes los fragmentos de los granos rebotados.

El cielo empezaba a aclararse. El sol brilló, atravesando las nubes, un rayo de luz azotó la ciudad como un zurriago. Algo salió de la garganta de Triss, algo entre un gemido y un sollozo. Seguía granizando, machacando, cubriendo la plazoleta de una capa cada vez más espesa de bolitas de hielo que brillaban como diamantes. Pero la granizada ya iba a menos, Yennefer podía darse cuenta por el cambio en el traqueteo en el escudo mágico. Y después dejó de granizar. De repente. Como si lo hubieran cortado con un cuchillo. Gente armada irrumpió en la plaza, unos cascos herrados trituraban el hielo. La plebe echó a correr, vociferando, azuzada por las fustas, vapuleada por las astas de las lanzas y las hojas planas de las espadas.

– Bravo, Triss -dijo Yennefer con la voz ronca-. No sé lo que habrá sido… pero te ha salido de maravilla.

– Había algo que defender -respondió, con idéntica voz, Triss Merigold. La heroína de la montaña.

– Siempre hay algo. Corramos, Triss. Puede que aún no sea el final.


*****

Aquello fue el final. El granizo que las hechiceras habían lanzado sobre la ciudad había enfriado las cabezas calientes. De tal modo que el ejército se atrevió a intervenir y a poner orden. Hasta entonces los soldados habían tenido miedo. Sabían lo que les amenazaba en caso de un ataque a la turba enfebrecida, a la masa sedienta de muerte, que no teme nada y ante nada retrocede. Sin embargo, la explosión de los elementos redujo a la cruel bestia de muchas cabezas y la carga del ejército hizo el resto.

El granizo produjo una terrible catástrofe en la ciudad. Y así, hombre que hacía un momento había matado a una enana con ayudade un gancho y hahia destrozado la cabeza de su hijo contra un muro, sollozaba ahora, lloraba ahora, sorbía ahora mocos y lágrimas contemplando lo que había quedado del tejado de su casa.

En Rivia reinaba la calma. Si no hubiera sido por cerca de doscientos cadáveres masacrados y algunas casas quemadas, se podría haber pensado que no había pasado nada. En el barrio de Los Olmos, junto al Loe Eskalott, sobre el que el cielo ardía con un hermoso arco iris, los sauces llorones se reflejaban maravillosos sobre el claro espejo de las aguas, los pájaros volvieron a cantar, olía a yerba mojada. Todo tenía un aspecto idílico.

Incluso el brujo que yacía en un charco de sangre sobre el que estaba arrodillada Ciri.


*****

Geralt yacía sin sentido, blanco como la cal. Yacía inmóvil, pero, cuando llegaron junto a él, empezó a toser, entre estertores, a escupir sangre. Empezó a agitarse, a estremecerse con tanta violencia que Ciri no era capaz de sujetarle. Yennefer se arrodilló a su lado. Triss vio cómo le temblaban las manos. De pronto, ella también se encontró muy débil, como una criatura, se le nubló la vista. Alguien la sujetó, evitando que se fuera al suelo. Reconoció a Jaskier.

– No va a funcionar -oyó la voz de Ciri, que irradiaba desesperación-. Tu magia no puede curarle, Yennefer.

– Hemos llegado… -Yennefer apenas podía mover los labios-. Hemos llegado demasiado tarde.

– Tu magia no funciona -insistía Ciri, como si no la hubiera oído-. ¿Para qué sirve entonces toda esa magia vuestra?

Tienes razón, Ciri, pensó Triss, con un nudo en la garganta. Somos capaces de desatar una granizada, pero no somos capaces de ahuyentar a la muerte. Aunque a primera vista esto parezca más sencillo.

– Hemos mandado a buscar a un médico -dijo con la voz ronca un enano que estaba al lado de Jaskier-. Pero no aparece…

– Ya es demasiado tarde para un médico -dijo Triss, sorprendida ella misma de que su voz sonara tan serena-. Está agonizando.

Geralt volvió a agitarse, tosió sangre, se puso muy tenso y se quedó inmóvil. Jaskier, que seguía sujetando a Triss, suspiró desesperado, el enano soltó un juramento. Yennefer empezó a gemir, su rostro se alteró de repente, se contrajo y se afeó.

– No hay nada más lamentable -dijo Ciri con dureza- que ver a una hechicera llorando. Tú misma me lo enseñaste. Pues ahora tú sí que eres lamentable, lamentable de verdad, Yennefer. Tú y tu magia, que no sirve para nada.

Yennefer no replicó. Apenas podía sostener entre ambas manos la cabeza inerte de Geralt, mientras repetía un conjuro con la voz entrecortada. En las manos, en las mejillas y en la frente del brujo bailaban unas chispas azules y crepitaban unas llamas diminutas. Triss sabía cuánta energía requería ese conjuro. También sabía que ese conjuro no iba a servir de ayuda. Estaba más que convencida de que hasta los conjuros de las sanadoras especializadas habrían resultado estériles. Era demasiado tarde. El sortilegio de Yennefer sólo estaba sirviendo para agotarla a ella. Más aún, Triss estaba sorprendida de que la hechicera de negros cabellos pudiera aguantar tanto.

Enseguida dejó de sorprenderse, porque Yennefer se quedó callada a mitad de una fórmula mágica y cayó sobre el empedrado, al lado del brujo.

Uno de los enanos volvió a maldecir. El otro tenía la cabeza gacha. Jaskier, sin dejar de sostener a Triss, se sorbió los mocos.

De pronto, empezó a hacer mucho frío. La superficie del lago comenzó a echar humo como el caldero de una bruja, quedó envuelta en vapor. La neblina crecía muy deprisa, se arremolinaba sobre el agua y alcanzaba en oleadas la tierra, cubriéndolo todo con una leche blanca y espesa, en la que los sonidos se sofocaban y se extinguían, en la que se desvanecían las figuras y se emborronaban las formas.

– Pensar que yo -dijo despacio Ciri, que seguía arrodillada en el suelo cubierto de sangre- renuncié a mi poder. De no haber renunciado entonces, ahora le habría salvado. Le habría podido curar, estoy convencida. Pero renuncié y ahora no puedo hacer nada. Es igual que si yo le hubiera matado.

Primero rompió el silencio un fuerte relincho de Kelpa. Después un grito sofocado de Jaskier.

Todos se quedaron atónitos.


*****

Un unicornio blanco surgió de la niebla, correteando ligero, ágil y silencioso, alzando con donosura su hermosa cabeza. Esto no es que fuera algo extraordinario, todos conocían las leyendas y éstas eran todas parecidas en lo que respecta a que los unicornios corretean ligero, ágiles y silenciosos y a que alzan la cabeza con una donosura sólo de ellos propia. Si había algo extraño, era que el unicornio corría por la superficie del lago y el agua ni siquiera se arrugaba.

Jaskier gimió, esta vez con asombro. Triss sintió cómo la embargaba la emoción. La euforia.

El unicornio golpeó con sus cascos en las piedras del borde. A las crines. Relinchó melódico y agudo.

– Ihuarraquax -dijo Ciri-. Tenía la esperanza de que ibas a venir.

El unicornio se acercó, volvió a relinchar, excavó con su casco, golpeó con fuerza en los adoquines. Bajó la cabeza, el cuerno que surgía de su inclinada frente ardió de pronto con una luz aguda, con un brillo que dispersó la niebla al instante.

Ciri tocó el cuerno.

Triss lanzó un grito sordo al ver cómo los ojos de la muchacha se encendían de pronto con un fuego lechoso, cómo toda ella quedaba rodeada de una aureola de fuego. Ciri no la escuchaba, no escuchaba a nadie. Con una mano seguía sujetando el cuerno del unicornio, la otra la dirigía hacia el brujo inmóvil. De uno de sus dedos fluía una cinta de una claridad centelleante y ardiente como lava.

Nadie fue capaz de discernir lo que duró todo aquello. Porque era algo irreal.

Como un sueño.

El unicornio, casi disolviéndose en la creciente niebla, relinchó, golpeó con un casco, agitó varias veces la testa y el cuerno como si quisiera señalar a algo. Triss miraba. Bajo el baldaquino de las hojas de los sauces que colgaban sobre el lago, distinguió una forma oscura en las aguas. Era una barca.

El unicornio señaló otra vez con el cuerno. Y comenzó a desaparecer a toda velocidad en la niebla.

– Kelpa -dijo Ciri-. Ve con él.

Kelpa ronqueó. Meneó la testa. Caminó obediente detrás del unicornio. Sus herraduras resonaron durante un momento en los adoquines. Luego el sonido se interrumpió bruscamente. Como si la yegua hubiera echado a volar, hubiera desaparecido, se hubiera desmaterializado.

La barca estaba en la misma orilla, en los momentos en los que la niebla retrocedía, Triss la veía ya claramente. Era una canoa aderezada de forma muy tosca, desmañada y llena de cantos como un enorme morro de cerdo.

– Ayudadme -dijo Ciri. Tenía la voz segura y decidida.

Al principio nadie supo qué es lo que quería la muchacha, qué ayuda esperaba. El primero que se dio cuenta fue Jaskier. Puede que porque conociera aquella leyenda, que la hubiera leído alguna vez en su versión poetizada. Tomó en sus manos a Yennefer, que seguía inconsciente. Se asombró de lo menuda y ligera que era. Habría jurado que alguien le ayudaba a transportarla. Habría jurado que sentía junto a sus brazos el hombro de Cahir. Con el rabillo del ojo captó el brillo de la rubia trenza de Milva. Cuando colocó a la hechicera en la barca habría jurado que vio cómo Angouléme sujetaba la borda.

Los enanos alzaron al brujo, les ayudó Triss, sujetándole la cabeza. Yarpen Zigrin hasta entrecerró lo ojos, durante un segundo había visto a ambos hermanos Dahlberg. Zoltan Chivay habría jurado que Caleb Stratton le ayudó a colocar al brujo en la barca. Triss Merigold habría dado la cabeza a que sentía el perfume de Lytta Neyd, llamada Coral. Y por un momento distinguió entre los vapores los ojos claros, verde amarillento, de Coén de Kaer Morhen.

Tales bromas les provocó a sus mentes aquella niebla, la densa niebla del Loe Eskalott.

– Lista, Ciri -dijo la hechicera con voz sorda-. Tu barca espera.

Ciri se retiró los cabellos de la frente, sorbió la nariz.

– Pídeles perdón a las señoras de Montecalvo, Triss -dijo-. Pero no puede ser de otro modo. No puedo quedarme si Geralt y Yennefer se van. Simplemente no puedo. Deben entenderlo.

– Deben.

– Adiós, Triss Merigold. Cuídate, Jaskier. Cuidaos todos.

– Ciri -Triss susurró-. Hermanilla… Permíteme navegar con vosotros…

– No sabes lo que pides, Triss.

– ¿Acaso te…?

– Seguro -le interrumpió con decisión.

Entró en la barca, que se balanceó y comenzó a navegar de inmediato. Desapareciendo en la niebla. Los que estaban en la orilla noescucharon ni el más mínimo chapoteo, no vieron olas ni movimiento en las aguas. Como si no se tratara de una barca, sino de un fantasma.

Durante un instante muy largo todavía vieron la silueta menuda y doblada de Ciri, vieron cómo se apoyaba en el fondo con un largo palo cómo aceleraba aún más la barca, que ya de por sí fluía velozmente.

Y luego sólo quedó la niebla.

Me mintió, pensó Triss. No la volveré a ver nunca más. No la veré porque…

Vaesse deireadh aep eigean. Algo termina…

– Algo se ha terminado -dijo Jaskier con la voz un tanto cambiada.

– Algo comienza -le siguió Yarpen Zigrin.

En algún lugar de la ciudad cantó con fuerza un gallo.

La niebla comenzó a alzarse muy deprisa.


*****

Geralt abrió los ojos heridos por el juego de luces y sombras que se colaba a través de sus párpados. Vio sobre sí unas hojas, un caleidoscopio de hojas brillando al sol. Vio unas ramas llenas de manzanas.

Sintió el toque delicado de unos dedos sobre su sien y su mejilla. Unos dedos que conocía. Que amaba tanto que hasta dolía.

También le dolía la barriga, el pecho, le dolían las costillas, y el apretado corsé de un vendaje le convenció por completo de que la ciudad de Rivia y el tridente no habían sido una pesadilla.

– Yace tranquilo, mi amado -dijo Yennever con voz de terciopelo-. Yace tranquilo. No te muevas.

– ¿Dónde estamos, Yen?

– ¿Acaso importa? Estamos juntos. Tú y yo.

Cantaban los pájaros, verderones o tordos. Olía a hierbas, romero, flores. Manzanas.

– ¿Dónde está Ciri?

– Se ha ido.

Ella cambió de posición, liberó delicadamente su brazo de debajo de la cabeza de él, se tendió a su lado en la hierba de modo que pudiera mirarle a los ojos. Le miraba ávida, como si quisiera saturarse de su imagen, como si quisiera guardarla para el futuro, para toda la eternidad. Él también la miró y la nostalgia le atenazó la garganta.

– Íbamos con Ciri en una barca -recordó Geralt-. Por un lago. Luego por un río. Un río de fuerte corriente. Entre la niebla.

Los dedos de ella encontraron su mano, la apretaron con fuerza.

– Yace tranquilo, mi amado. Yace tranquiló. Estoy junto a ti. No importa lo que sucedió, no importa dónde estuviéramos. Ahora estoy junto a ti. Y nunca jamás te dejaré. Nunca.

– Te quiero, Yen.

– Lo sé.

– Pese a todo -suspiró-, me gustaría saber dónde estamos.

– A mí también -dijo Yennefer, despacio y al cabo de un rato.


*****

– ¿Y éste -preguntó Galahad- es el final de la historia?

– Pero qué dices -protestó Ciri, restregándose un pie con el otro, limpiándose la arena seca que se le había pegado a sus dedos y plantas-. ¿Quisieras que se acabara así la historia? ¡Desde luego! ¡Yo no querría!

– Entonces, ¿qué es lo que siguió?

– Lo normal -bufó-. Se casaron.

– Contad.

– Ah, ¿qué es lo que hay que contar? Fueron unas bodas sonadas. Todos vinieron, Jaskier, madre Nenneke, Iola y Eurneid, Yarpen Zigrin, Vesemir, Eskel… Coén, Milva, Angouléme… Y mi Mistle… Y yo estuve allí, y miel y vino bebí. Y fueron felices, y comieron perdices. Y ellos, es decir, Geralt y Yennefer, tuvieron luego hasta una casa propia, y fueron felices, muy, muy felices. Como en un cuento. ¿Entiendes?

– ¿Por qué lloráis, oh Dama del Lago?

– No estoy llorando. El viento me irrita los ojos. ¡Y eso es todo!

Guardaron silencio mucho rato, mirando cómo la bola del sol, quemada hasta volverse roja, besaba las cumbres de las montañas.

– Cierto -interrumpió por fin el silencio Galahad-, grandemente extraña es esta historia, oh, rara. Cierto, doña Ciri, extraordinario es el mundo del que provenís.

Ciri sorbió la nariz con fuerza.

– Sí -continuó Galahad, carraspeando unas cuantas veces, un tanto deprimido por su silencio-. Mas y también aquí, en nuestras tierras, tienen lugar aventuras dignas de asombro. Pongamos por ejemplo lo que le sucedió a don Gawain con el Caballero Verde… O a mi tío Bors y a don Tristán… Atended pues, doña Ciri. Don Bors y don Tristán se fueron cierta vez hacia el poniente, hacia Tintagel. Su camino les conducía por bosques silvestres y amenazadores. Cabalgan, cabalgan, miran, y hay una cierva blanca y junto a ella una dama, vestida de negro, en verdad de un negro tan negro que no lo habréis visto ni en vuestras pesadillas. Y hermosa es esa dama, tanto que no lo veréis en todo el mundo, bueno, como no sea la reina Ginebra… Vio a los caballeros la tal señora, de pie junto a la cierva, agitó la mano y les habló de este modo…

– Galahad.

– ¿Sí?

– Cállate.

Él tosió, carraspeó, se calló. Callaron ambos, al tiempo que miraban al sol. Callaron durante mucho, mucho tiempo.

– ¿Dama del Lago?

– Te he pedido que no me llames así.

– ¿Doña Ciri?

– Dime.

– Venid conmigo a Camelot, oh doña Ciri. El rey Arturo, veréis, os mostrará honor y reverencia… Yo, por mi parte… Yo os amaré y honraré siempre…

– ¡Levántate ahora mismo! O mejor no. Ya que estás ahí de rodillas, restriégame los pies. Se me han enfriado terriblemente. Gracias. Eres muy amable. ¡He dicho que los pies! Los pies se terminan en los tobillos.

– ¿Doña Ciri?

– Sigo aquí.

– El sol se acerca al ocaso…

– Cierto. -Ciri se cerró las hebillas de las botas, se levantó-. Vamos a ensillar los caballos, Galahad. ¿Hay en los alrededores algún sitio donde se pueda pasar la noche? Ja, por tu gesto veo que conoces estas tierras tanto como yo. Pero no importa, pongámonos en camino, si hay que dormir a cielo abierto mejor más lejos, en el bosque. De este lago proviene… ¿Por qué miras así?

»Ajá-se imagino, al ver cómo enrojecía- ¿Te hace sonreír el pensamiento de una noche bajo los arbustos del bosque, sobre una cubierta de musgo? ¿En el abrazo de un hada? Escucha, muchacho, no tengo la más mínima gana…

Se cortó, al ver su embarazo y sus ojos brillantes. Al ver, en suma, su rostro, que verdaderamente no era feo. Algo le apretó los intestinos y la tripa, y no era el hambre.

Algo me pasa, pensó. ¿Qué me pasa?

– ¡No rufunfuñes! -casi gritó-. ¡Ensilla el alazán!

Cuando ya estaban sobre los caballos, ella le contempló y se rió con fuerza. Él la miró y en sus ojos había asombro y pregunta.

– Nada, nada -dijo ella libremente-. Sólo estaba pensando. En camino, Galahad.

Una cubierta de musgo, pensó, conteniendo la risa. Bajo los arbustos del bosque. Y yo en el papel de hada. Vaya, vaya.

– Doña Ciri…

– Dime.

– ¿Vendréis conmigo a Camelot?

Ella estiró la mano. Y él estiró la mano. Juntaron sus dedos, cabalgando uno junto al otro.

Al diablo, pensó, ¿por qué no? Me apuesto lo que sea a que en este mundo también habrá tarea para una bruja.

Porque no existe un mundo en el que no haya tarea para una bruja.

– Doña Ciri…

– No hablemos de ello ahora. Cabalguemos.

Cabalgaron en dirección a la puesta del sol. Tras ellos quedaba, oscureciéndose, el valle. Detrás de ellos quedaba el lago, el lago encantado, el lago azul y sereno como un zafiro pulido. Detrás de ellos quedaban las rocas en la orilla del lago. Y los pinos de la pendiente.

Aquello quedaba atrás.

Pero por delante de ellos estaba todo.

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